Me deslicé hacia el suelo, con las manos entrelazadas sobre la cabeza para intentar controlar el pánico que bramaba en mi interior. En mi vida me había visto en aquella oscuridad, y el aire era tan rancio y con tal olor a humedad que parecía el aliento de una tumba. Si de verdad se habían escondido allí sacerdotes, ¿cuánto tiempo habrían durado? ¿Horas? ¿Días? ¿Meses? ¿Rezaban, comían y soñaban a oscuras, o compartirían aquel aire estancado con velas? El terror invadió mi mente. Lo aparté y me obligué a mantener la calma. Los chicos tenían razón sobre el coronel Clarke, y yo me había equivocado. Pero al menos me había mantenido firme.
Aún tenía el cuadrante en la mano. Me lo metí en el bolsillo, busqué a tientas el teléfono oculto en el puño rasgado de mi sudadera y apreté las teclas. Por supuesto, no había señal, solo un brillo pálido de la pantalla que suavizó la oscuridad y alimentó mis esperanzas. Me arrastré por el suelo de piedra, pegué la oreja a la plancha de madera sin manilla que hacía de puerta y escuché los rugidos amortiguados de la voz furiosa de Clarke y el balbuceo entrecortado de Trent, que intentaba calmarlo. No entendía nada de lo que decían, pero no era eso lo que yo quería oír. Apagué el teléfono para ahorrar batería y, aturdida por el hambre, el miedo y el frío, me apoyé en la puerta y esperé un sonido en particular mientras rezaba. Pudieron pasar diez, quince o veinte minutos hasta que llegó y me sacó de un estado intermedio entre la pesadilla y la vigilia. Allí estaba: el golpe de la puerta del despacho. Me obligué a esperar un poco más por si oía pasos, golpes, toses, cualquier cosa que delatara la presencia de humanos en aquel cuarto, y después, mientras contaba despacio hasta veinte para aplacar mis nervios, me levanté del suelo. Encendí el teléfono, y bajo la luz siniestra de la pantalla saqué el cuadrante del bolsillo, doblé el papel hasta formar una tira estrecha y lo deslicé con cuidado por el estrechísimo hueco que quedaba entre la pared de piedra y la puerta de madera. Se quedó sujeto junto a la cerradura. Sin apartar la vista de aquel punto crucial, metí la mano en el calcetín para alcanzar la pistola de Behrouz y tiré hacia atrás del seguro, tal como había visto hacer a tantos combatientes en las calles de Kabul. Pero yo no era una combatiente, y la sujeté en la mano sin estar segura de si tendría valor para apretar el gatillo. Me asaltó la imagen fantasmal del celador saliendo de su casa camino del hospital, dispuesto a matar a Behrouz. Un estallido estridente y un fogonazo cegador me arrojaron hacia atrás contra la pared. La luz atravesó la puerta y se coló por un agujero irregular. Caí de espaldas y me golpeé contra el suelo de piedra. El olor de la pólvora me provocó escozor en la nariz, y los tímpanos me zumbaban como si cien sirenas se hubieran disparado en mi cabeza.
Me puse en pie con dificultad, guardé la pistola en el bolsillo y empujé la puerta con el hombro hasta que se abrió. Eché a correr hacia la ventana y tiré del cierre del panel de cristal. Giró sobre la bisagra. Forcejeé con la ventana. Estaba bloqueada. Me volví, retiré el busto del coronel Clarke de su peana y lo estrellé contra el cristal. Una alarma ensordecedora empezó a sonar por toda la casa. Me encaramé al alféizar de la ventana, me arañé la pierna con el cristal roto, caí de pie junto al busto tirado en el barro y eché a correr como una loca, abriéndome paso entre los rosales y esquivando los árboles a trompicones. A medio camino miré hacia atrás, y a través de la pantalla de follaje vi unas caras que miraban desde un piso superior. Me agaché e intenté apartar aquel ruido escandaloso de mi mente.
El golpe de la puerta principal al cerrarse resonó en la oscuridad. Seguí corriendo hasta que los pulmones amenazaron con estallar de dolor, me abrí paso entre los parterres y pisoteé hileras de hortalizas, viré deprisa hacia la parte trasera de los cobertizos y me arañé la cara y las manos con las espinas del frondoso seto al atravesarlo para salir a la calle. A mi espalda, los coches aparcados en el camino de entrada se estaban poniendo en marcha; los motores se revolucionaban, los neumáticos chirriaban. Volví al seto y me escondí en su interior, con la cabeza apretada contra las rodillas, mientras cientos de puñales diminutos se me clavaban por todo el cuerpo. Casi se me para el corazón cuando el tres puertas azul claro de Trent giró a la derecha a la salida y pasó por delante de mí; después salió el monovolumen negro de Chivers, giró a la izquierda para enfilar la cuesta y avanzó despacio en la oscuridad en mi búsqueda. Detrás de mí, oí que me llamaban a gritos. Unos haces de linterna que se acercaban zigzagueando entre los árboles me obligaron a salir del seto. Con la cara y las manos ensangrentadas, corrí hacia la calle a oscuras y palpé las verjas del otro lado de la calzada. No había huecos por donde colarse, ni zanjas donde esconderse, solo una infinidad de rejas, como los barrotes de una cárcel, que me impedían pasar al otro lado y me dejaban al descubierto. Lo único que podía hacer era correr como jamás lo había hecho. Un par de faros me iluminaron, y su luz me cegó. Me tiré al suelo de bruces, como nuestros profesores nos habían enseñado a hacer cuando llovían misiles extranjeros del cielo, y recé para que el conductor fuera un desconocido. Los neumáticos chirriaron cuando el coche frenó en seco. Una silueta negra se bajó y corrió hacia mí, atravesando el haz de luz. Protegiéndome los ojos del resplandor, busqué a tientas la pistola, la empuñé con dedos temblorosos y grité:
–¡Apártese de mí!