Me he cortado el pelo muy cortito y lo llevo de punta, a lo chico. Lo hice para que la gente no me reconociera como la chica salvaje y desaliñada que habían visto por la tele gritando acusaciones contra el coronel Clarke. A veces desearía tener unas tijeras que también cortaran la furia. No se me pasa, ni siquiera cuando dicen por la tele que han detenido a más miembros de la red de Clarke. Hombres de negocios, funcionarios de Inmigración, detectives, militares, conductores de furgonetas… Es como si hubiéramos tirado una piedra a un estanque de agua fétida y las ondas no dejaran de propagarse. Pero también sigo furiosa con el chico. Vaya a donde vaya y haga lo que haga, siempre llevo dentro esa furia, como un trozo de alquitrán negro y caliente.
Los policías que hacen guardia a la puerta de Behrouz me siguen observando cuando entro y salgo, pero ahora están allí para protegerlo y me sonríen y me llaman por mi nombre. Yo también me sé algunos de los suyos: Keith, Brian, Jim y Phil. Nombres ingleses, cortos y sonoros. A veces traen té para mi madre e intentan convencerla para que se vaya a casa a descansar o a tomar algo a la cafetería, pero ella no quiere apartarse de la cabecera de Behrouz a menos que yo esté allí. No pasa nada, porque voy todos los días mientras Mina está en la escuela.
Los primeros días después de la detención de Clarke, cuando abría la puerta de la habitación de Behrouz, veía sus ojos sin expresión y su sonrisa nerviosa y llena de contusiones y me daba cuenta de que para él yo era una auténtica desconocida. Después comencé a llevarle cosas que esperaba que prendieran la mecha de su memoria: un bolani caliente con salsa de pimienta, discos con sus películas favoritas, un cuenco de banjaan, y luego, un día, la foto de nuestra familia de picnic que había sacado de Internet. Cuando se fijó en la imagen de mi padre, algo revoloteó por su rostro como la sombra de un pájaro cuando se espanta, y eso me dio esperanzas. Dejé la foto apoyada en su mesilla de noche y durante los tres días siguientes le hablé de baba y de nuestra vida en Kabul, y al cuarto día fue como si alguien hubiera abierto las persianas de su mente y dejara entrar una pequeña rendija de luz. Los recuerdos eran inconexos, pero cada día se iban filtrando más entre la oscuridad, y el día que por fin sonrió a mi madre y la llamó mor-jan creí que la pobre se desmayaba de alegría.
Poco a poco, con la ayuda de las fotos de su móvil, comenzamos a rellenar los espacios en blanco que quedaban en mi cuadrante y a averiguar cómo había llegado exactamente a aquel garaje. Se quedó con el corazón destrozado cuando le conté que el capitán Merrick había muerto, pero eso aumentó sus ganas de prestar declaración ante la Policía.
Hoy ya está preparado. Está sentado en la cama, y a su lado, apoyado en la jarra de agua, está el dibujo que le ha hecho Mina de la nueva casa que nos va a conceder el ayuntamiento. Mientras le hablo del pequeño jardín, de las baldosas relucientes de la cocina y del agua caliente que sale cada vez que se abre el grifo, la habitación se llena de hombres y mujeres importantes, unos con uniforme, otros sin él. Se apoyan sobre las paredes, se apretujan en los sillones y hablan entre susurros. Reconozco al inspector McGill, el oficial que me interrogó durante ocho largas horas después de la explosión. Me saluda con una inclinación de cabeza. Yo no le devuelvo el saludo. Mi madre los mira, luego se recompone el velo y sale de la habitación.
El policía llamado Keith enciende la cámara de vídeo, murmura la fecha y el nombre de Behrouz y le dice: «Tómate tu tiempo». Behrouz me mira, yo le sonrío. Bebe un sorbo de agua y con un susurro ronco e inseguro, el único sonido que puede articular su garganta quemada, comienza a hablar:
–La mañana del mercadillo benéfico de Meadowview, el agente Mark Trent quiso registrar mi taxi porque le habían soplado que lo utilizaba para transportar droga. –Su vista vaga por la habitación mientras escarba en su memoria–. Encontró un paquete en el maletero y me hizo abrirlo. Estaba lleno de polvo blanco. Lo probó y dijo que era heroína. Yo afirmé que no era mío, pero para entonces había huellas dactilares mías por todo el paquete. Luego me habló de una banda que mantenía vínculos con Afganistán que transportaba la droga por los canales de Londres y utilizaba la zona de carga y descarga de Meadowview como almacén.
Los presentes mueven los pies nerviosos e intercambian miradas.
–Me dijo que si les echaba una mano –continúa Behrouz–, ganaría un montón de dinero y él no me denunciaría por posesión de droga. Pero si no cooperaba, me detendría y toda mi familia sería deportada.
Behrouz bebe otro sorbo de agua y niega con la cabeza cuando el médico se acerca y le pregunta si se está fatigando.
–Llegué a la conclusión de que mi única esperanza sería reunir pruebas suficientes para demostrar que era un policía corrupto –continúa–. Para ganar tiempo, le dije que tendría que pensármelo. Me dio cinco días de plazo. Después lo vi hablando con un fontanero llamado Jez Deakin, que a veces iba a hacer alguna reparación en los pisos. Por el modo en que me miraban, deduje que Deakin también estaba implicado.
Poco a poco y con esfuerzo, entre sorbos de agua, les cuenta cómo siguió a Jez Deakin y lo vio descargar paquetes sospechosos de una furgoneta de Hardel Cárnicas junto con Tewfiq Hamidi. El chico y yo teníamos razón: Behrouz había ido a Hardel para sacar una foto en que se viera mejor a Hamidi, y de pronto se quedó helado y muerto de miedo cuando reconoció a Farukh Zarghun y se dio cuenta de que él también lo había reconocido. Su voz comienza a debilitarse, pero todo el mundo está tan callado que no importa. Recorre la habitación con la vista.
–Sabía que solo una conspiración a alto nivel podía haber sacado a Zarghun de la cárcel y traerlo a Reino Unido, así que intenté localizar al coronel Clarke. Era la única persona en quien confiaba. Estaba seguro de que me protegería y me ayudaría a desvelar la verdad.
Cuando Behrouz describe cómo le pidió a Merrick el número privado del coronel, traga saliva con dificultad y juguetea con el vendaje de la mano antes de reunir la fuerza suficiente para continuar:
–En cuanto me envió el número de la casa del coronel, llamé y le conté todo a su esposa, con quién había hablado yo y lo que sabía. Ella me dijo que fuera a su casa enseguida, y que dispondría todo para que yo pudiera hablar con el coronel, que estaba en Estados Unidos. Antes de ir allí escondí mi móvil viejo para que hubiera una copia de las fotos en caso de que los hombres de Zarghun me atraparan por el camino.
Fuera, en el pasillo, alguien tose y un carrito traquetea sobre el suelo. Behrouz sigue hablando:
–India Lambert llamó al coronel por Skype. Con toda tranquilidad, Clarke me contó que había sido él quien había organizado todo para simular la muerte de Zarghun y lograr que entrara en el Reino Unido con un pasaporte falso. Dijo que había sido necesario porque Zarghun seguía controlando el eslabón afgano de la cadena de suministro de la droga. Dijo que había apoyado mi petición de asilo para poder meterme en el meollo del negocio, y que nos había hecho alojar en Meadowview para que yo pudiese supervisar el almacenamiento de unos importantes cargamentos de droga que iban a llegar por el canal. Había planeado que Trent me introdujera en el negocio y que, una vez seguro de mi lealtad, me revelaría su propia implicación y me ascendería. Pero mis investigaciones lo habían obligado a confesarme la verdad.
–¿Por qué lo escogió a usted? –pregunta una voz que me provoca un estremecimiento. Es el inspector McGill. Los ojos de Behrouz lo buscan entre la gente antes de responder.
–Clarke dijo que mi reputación como héroe condecorado, mi conocimiento del idioma y mi aspecto para nada sospechoso –Behrouz emite algo parecido a una risita y se toca la cara; sabe Dios qué aspecto tendrá cuando le quiten todos esos vendajes– me convertían en un embajador de buena voluntad ideal para Esperanza Ilimitada, y que mis viajes al extranjero para la organización serían la tapadera perfecta para conocer a funcionarios útiles y traficantes internacionales.
–¿Qué respondió usted a su propuesta? –pregunta McGill.
–Fingí que estaba de acuerdo. Pero él exigió algo más que promesas. Me pidió que fuera con Tewfiq Hamidi aquella tarde y demostrara mi buena fe matando a un camello que sospechaba que lo estaba traicionando.
Me llevo la mano a la boca para ahogar un grito. Behrouz me ha ocultado este dato, y durante unos largos segundos evita mirarme a los ojos.
–Hamidi me recogió en su coche, pero logré escapar. Estaba seguro de que irían a por mi madre y mis hermanas para darme un escarmiento, así que esperé hasta que se hizo de noche y volví a Meadowview disfrazado de mujer para sacarlas de allí. Pero Hamidi y sus matones me estaban esperando. Me dieron una paliza y me amenazaron con matar a mi familia a menos que grabara un vídeo asegurando que era un miembro de Al Shaab. Añadí unas palabras de mi propia cosecha a las que me obligaron a leer. Tenía la esperanza de que mi hermana captara el mensaje de que Clarke era un criminal y el responsable de lo que me había ocurrido. –Vuelve la vista hacia el lugar donde me encuentro. Apenas le sale ya la voz. Con la poca que le queda, murmura–: Si no hubiera sido por ella, yo ahora estaría muerto, el mundo creería que era un terrorista y Mike Clarke, Farukh Zarghun y todos sus compinches corruptos seguirían libres.
Keith desconecta la cámara y el silencio de la habitación se hace incómodo e insoportable. El médico levanta la mano e insiste en que ahora Behrouz tiene que descansar. Uno por uno, los hombres y mujeres salen de la habitación. Le ponen una inyección a mi hermano, quien en cuestión de minutos cae en un sueño profundo. Yo salgo corriendo del hospital, porque me resulta demasiado doloroso quedarme. Una furia negra y candente me domina. Las lágrimas me nublan la vista y distorsionan los edificios, los coches y la silueta del anciano que se acerca a mí apoyado penosamente en su bastón. Está muy colorado y respira con dificultad. Cuando llega a mi altura, tropieza y se agarra a mi brazo.
–¿Se encuentra bien? –pregunto.
–Solo estoy un poco mareado. Creo que necesito sentarme.
Sin soltarme el brazo, saca un pañuelo y se da unos toquecitos en la cara. Cuando recupera el ritmo normal de respiración, señala un edificio ancho y blanco y dice:
–Iba a merendar a ese hotel. ¿Te importaría mucho ayudarme a llegar hasta allí?
Algo en mi interior me impulsa a zafarme de su mano, que sigue agarrándome con fuerza. En mi mente vuelvo a oír las palabras de la agente Rennell: «Londres es una ciudad muy grande y la gente no siempre es lo que parece. De algunas personas te puedes fiar, y de otras no». Pero me digo a mí misma que es un anciano que se encuentra mal y dejo que se apoye en mí mientras lo conduzco a la recepción, enmoquetada en rojo y llena de sillas doradas y esbeltas, mesas con tableros de mármol y macetas con palmeras. El hombre señala un arco.
–Por allí, querida, si eres tan amable. Es la mesa del rincón.
La mesa está puesta para dos personas; porcelana fina blanca sobre un mantel blanco almidonado, flores color rosa pálido en un jarrón de plata. Se deja caer encima de la silla.
–Gracias, querida. –El hombre hace un gesto con la palma de la mano hacia arriba para señalar los bollos y los pequeños recipientes de mantequilla y mermelada–. Por favor, acompáñame.
–¿Yo? Oh, no, gracias.
–Insisto. Es lo menos que puedo hacer.
–Pero espera usted a alguien.
El anciano sonríe.
–Pido que la pongan para dos, por si acaso disfruto del placer de un acompañante.
La camarera aparece con una tetera de plata y la deja encima de la mesa.
Sería una grosería salir a toda prisa, y además estoy cansada y tengo hambre, así que cuelgo la mochila del respaldo de una silla y me siento. El hombre vuelve a sonreír y me sirve el té.
–Perdona, debería haberme presentado. George Woodcote.
Estrecho la mano rosada y regordeta que me tiende.
–Encantada, señor Woodcote, yo soy…
–Ya sé quién eres.
Me pongo colorada y bajo la vista.
–No te alarmes, querida. Me temo que tropecé contigo a propósito.
El miedo me taladra la piel. Levanto la vista despacio.
–¿Por qué?
–Quería felicitarte por el excelente trabajo que has hecho al destapar la red de narcotráfico del coronel Clarke.
–Ah.
–¿Quieres que te prepare un bizcocho?
Corta por la mitad un bollito marrón, lo unta cuidadosamente con nata y mermelada y me lo ofrece en un plato.
–Té con bizcocho. Una merienda muy especial y muy inglesa.
Muerdo lo que él llama bizcocho, que se deshace entre mis dientes, y archivo sus palabras.
–Debo decir que no nos resulta nada fácil encontrarnos con una jovencita con tu… conocimiento del idioma, tu inteligencia… y tu tenacidad.
No me gusta el cambio en el tono de su voz. No me gusta cómo ha dicho «nos».
–¿Es usted policía?
–No exactamente. Pero en ocasiones mi organización trabaja en colaboración con ellos, y desde luego tenemos un gran interés en el caso de tu hermano y en tus andanzas después de la explosión.
El destello amable de sus ojos se ha ido apagando hasta convertirse en un tenue brillo acerado.
¿Un gran interés? ¿Mis andanzas?
–Usted ordenó que me siguieran, ¿verdad? –pregunto–. Toda esa gente con la que nos cruzábamos, que pasaba por donde pasábamos, que se sentaba donde nos sentábamos… Trabajaban para usted.
El hombre sofoca una risita como si se tratara de un juego, pero es un sonido hueco que me hace enfadar.
–Creíamos que nos podríais llevar hasta Al Shaab –confiesa–, pero no fue fácil. Tú y tu amigo Dan resultasteis ser muy escurridizos.
–¿Para qué me ha traído aquí?
–No te pongas nerviosa. Tengo que hacerte una proposición –continúa mientras yo permanezco en silencio–. Existe una organización que llevamos un tiempo vigilando. Trabaja con jóvenes refugiados, pero creemos que es la tapadera de algo más siniestro. –Dobla la servilleta y se limpia con la punta una manchita de nata que tiene en el labio–. Nos pareció que quizá podrías averiguar lo que pasa desde dentro. Por supuesto, te pagaríamos. Una cantidad importante.
Me quedo mirándolo mientras proceso sus palabras.
–¿Quiere que espíe para ustedes?
–Bueno…, sí, si es así como quieres llamarlo.
Siento unas incomprensibles ganas de reírme. ¿Por qué la gente no hace más que ofrecer a mi familia esos trabajos espantosos? Behrouz no quería traficar con droga para el coronel Clarke, y yo desde luego no quiero espiar para el Gobierno británico.
–Usted pensó que yo era una terrorista. Creyó que los llevaría hasta Al Shaab.
–Solo al principio. Tómate otro bizcocho.
Aparto mi plato. El hombre deja la servilleta sobre sus rodillas y me pone la mano en el brazo para evitar que me vaya.
–Hay muchas cosas que uno aprende con la edad, querida, especialmente en un trabajo como el mío. Una de las más importantes es que son las obras y no las palabras las que demuestran el valor de una persona. Tú has pasado muchas dificultades: incertidumbre, dolor, miedo, amenazas…, pero te mantuviste leal, seguiste adelante contra toda lógica y arriesgaste la vida para ayudar a alguien a quien querías. Las personas capaces de ese tipo de lealtad desinteresada se pueden contar con los dedos de una mano. Son oro molido, como se suele decir.
Oro molido.
Todo me viene de nuevo a la mente: correr y esconderme, la barcaza, el agua negra, el miedo y el dolor que sufrió el chico para ayudarme sin traicionar a su padre, intentando por todos los medios hacer lo imposible y mantenerse leal a ambos. Me levanto de la silla.
–Tengo que marcharme.
–¿Qué pasa, querida?
Salgo corriendo. Mientras me alejo a toda prisa, saco el teléfono y marco un número. Me siento afligida. Entonces oigo al chico decir con voz suave:
–Hola, Aliya.
Y sus palabras hacen que mi furia desaparezca.
–Hola, Dan –susurro–. Creo que te debo una vuelta en esa noria de London Eye.