ALIYA

 

 

 

 

Entré corriendo en la estrecha cocina y me dejé caer de espaldas contra la pared mientras me tapaba la boca con la mano.

–Aliya, ¿qué estás haciendo? –preguntó mi madre con voz débil e inquieta desde la sala.

Me costó un esfuerzo enorme moverme, respirar, pensar, pero exclamé:

–¡Voy a preparar té, mor! Ahora te llevo una taza.

Retiré el hervidor de la cocina y lo llevé al grifo, pero me temblaba tanto la mano que el agua rebotaba y salpicaba hacia todas partes menos hacia la boca. No podía evitarlo. La conmoción de ver aquella pistola y aquella bolsa de plástico azul me había paralizado los músculos. Pensé en la noche anterior: mi hermano había llegado a casa muy tarde, y recordaba haberlo visto entrar en el cuarto de baño con la bolsa y salir sin ella, pero jamás me habría podido imaginar que dentro había una pistola. Behrouz odiaba las armas. Solo el miedo y la desesperación lo habrían obligado a traer una a casa. Puse el hervidor al fuego, me incliné sobre el fregadero y me quedé mirando el agua negra del canal que corría por delante de los edificios de abajo, mientras me preguntaba si el chico le contaría a alguien lo que había encontrado. No estaba segura. Se había asustado, lo había percibido en su mirada, pero al menos esa extraña frase de morirse por una taza de té me había ayudado a evitar que su padre viera la pistola.

¿Qué nos estaba ocurriendo? Cuando llegamos, tres semanas atrás, Behrouz se había entusiasmado con todo lo que suponía nuestra nueva vida en Inglaterra: la lluvia incesante que borraba el color del cielo –y eso que se suponía que estábamos en verano–, los cines y los restaurantes que no nos podíamos permitir, el hombre de la tienda de la esquina que nos vendía fruta podrida, los chicos con capuchas que hacían caballitos con las bicicletas y nos miraban con el ceño fruncido cada vez que pasábamos a su lado, y los hombres enfadados y sin brillo en los ojos que vivían en los otros pisos y que no tenían familia ni trabajo.

No hacía ni un comentario contra el tacaño de Amir Khan, que le había dado trabajo como taxista. A mi hermano siempre le habían encantado los coches y le encantaba conducir, y decía que el señor Khan le había hecho un favor al contratarlo porque había sido amigo de nuestro padre en Kabul. Pero hacerlo trabajar tantas horas por tan poco dinero a mí no me parecía un favor. A mi hermano ni siquiera le importaba tener que vivir en aquel piso sucio y húmedo. Decía que habíamos tenido mucha suerte al conseguirlo, y que solo había sido posible porque el coronel Clarke y su esposa presidían una ONG que tenía un convenio con el ayuntamiento. La organización se llamaba Esperanza Ilimitada. No era un nombre muy acertado: la esperanza no es ilimitada. Es como una planta o un niño. Si no la alimentas, se muere.

El día que nos mudamos, Behrouz me ayudó a arrancar el linóleo agrietado y las cortinas llenas de polvo, y después frotamos el suelo de todas las habitaciones hasta que nos dolió la espalda. Cuando acabamos yo tenía ganas de llorar, porque aquel lugar seguía haciéndome sentir vacía y triste. Al día siguiente, para animarme, nos llevó en el taxi a ver algunos de los sitios más famosos de Londres: el palacio donde vive la reina, una plaza llamada Trafalgar Square que estaba llena de palomas y la torre del Big Ben. Yo quería subirme en esa noria enorme a la que llaman London Eye y que es tan grande que se ve desde nuestro piso, pero los tickets eran demasiado caros. Así que, para compensar, mi hermano nos compró pescado y patatas fritas. Dijo que era una comida muy típica en Inglaterra, pero las patatas estaban tan grises y blanduchas que nos hacían reír cuando las levantábamos en el aire y terminamos por echárselas a las palomas.

Aquella noche vino a vernos el coronel Clarke. Nos trajo un televisor, libros y bombones para mí y para mor, una muñeca para Mina y una foto firmada en la que aparecía entregando una medalla a Behrouz para sustituir a la que habíamos tenido que dejar en nuestra casa. El coronel era muy alto y me sentí un poco intimidada cuando entró, pero era muy amable y resultaba fácil hablar con él y nos hizo reír, incluso a mi madre, aunque mi hermana no quiso salir de detrás del sofá. El coronel le contó a Behrouz que cuando pasaran unas pocas semanas podría tener posibilidades de trabajar en Esperanza Ilimitada. Cuando el coronel se marchó, mi hermano me puso las manos en los hombros y dijo que con dos trabajos no tardaría mucho en conseguir una casa con jardín donde Mina pudiera jugar, los mejores médicos para que mor se recuperase, todos los libros que yo pudiera desear y un ordenador para mí sola. Yo sonreí, y por un instante creí que en un país como Inglaterra todas esas cosas eran posibles.

Pero hace una semana a mi hermano le ocurrió algo que lo hizo cambiar, algo malo que hizo desaparecer su esperanza y su risa y le impidió comer y dormir. Fue el día en que unas mujeres colgaron unas pancartas de los portales e instalaron unos puestos donde vendían cosas para recaudar dinero y arreglar los columpios rotos. Lo recuerdo porque mi hermano bajó pronto para ayudarles a montarlos, y cuando llevé a Mina más tarde para que viera al payaso, encontramos a Behrouz solo detrás de los contenedores. Estaba muy pálido y se marchó enseguida. Cuando lo volví a ver más tarde le rogué que me contara qué ocurría, pero él dijo que no pasaba nada.

Durante los días siguientes comenzó a comportarse como un desconocido, y he notado que su miedo va en aumento, que lo contagia todo y nos roe los nervios como las ratas en las paredes. Mi madre ha dejado de tomar las pastillas que le recetó el médico y Mina está adelgazando y ha empezado a llorar en sueños, aunque sigue sin hablar; no ha pronunciado una sola palabra desde que salimos de Kabul. Y esta mañana, justo cuando estaba consiguiendo que tomara un poco de leche y un trozo de naan tostado, ese hombre odioso del piso de abajo la asustó cuando se puso a gritar y a dar golpes en el techo con el bastón. No bajé a preguntarle qué quería porque no ha parado de gritarnos desde el día que llegamos. Se queja de todo: del olor de nuestra comida, del dinero que nos da el Gobierno, hasta del ruido de nuestros pasos. No entiendo lo de los pasos. Cada vez que mi madre se levanta, lo cual no sucede muy a menudo, vaga por la casa como un fantasma; Mina se pasa el día sentada en el sofá viendo dibujos animados y mi hermano hace tantos turnos que apenas pasa tiempo en casa. Y estoy segura de que mis pasos no se oyen. De hecho, empiezo a sentirme como si no existiera en absoluto, a pesar de la comida de la cocina que he preparado yo, de los formularios que hay sobre la mesa que he rellenado yo, y de la mirada de sospecha que brilló en los ojos de aquel chico cuando le rogué que no le contara a nadie lo de la pistola.

Dejé el hervidor al fuego, entré sin hacer ruido en la estrecha habitación que comparto con Mina, abrí la bolsa de plástico y miré la pistola. En el vecindario había gente mala, ladrones y estafadores, personas a las que mi hermano me había advertido que no debía acercarme. ¿Habría empezado él a tener trato con ellos? ¿Habría hecho algo terrible para poder conseguir todas aquellas cosas que nos había prometido? Me odié por el mero hecho de pensarlo. Dejé caer otra vez la pistola dentro de la bolsa y abrí la lata, desconcertada al encontrar en su interior lo que parecía el teléfono de Behrouz, envuelto en film transparente. Lo saqué. ¿Por qué lo habría escondido? Él no soportaba estar sin móvil. Una oscuridad fría me recorrió la piel, como si se quisiera meter en mi cabeza. Pero yo no se lo iba a permitir. Pulsé las teclas. La batería estaba demasiado baja y no daba señal, y además no tenía crédito. Volví a guardarlo en la lata, que dejé caer dentro de la bolsa, la metí debajo del colchón y arrugué las sábanas para disimular el bulto. En cuanto Behrouz llegara a casa lo obligaría a contarme qué estaba pasando, y por muy terrible que fuese yo sonreiría y le diría que tenía un plan y que daríamos con la solución. Como siempre hacíamos.

No había té inglés ni leche, así que hice té verde afgano y lo llevé al cuarto de baño. Todavía me temblaban las manos y derramé un poco por el suelo. El chico apartó las hojitas enroscadas que flotaban en su taza e hizo una mueca. Su padre chasqueó la lengua en señal de desaprobación.

–Vamos, Dan, es bueno probar cosas nuevas. –Bebió un gran sorbo y me sonrió–. No está nada mal.

El chico probó el suyo y dejó la taza a un lado. Su padre pareció avergonzarse.

–Si no te lo vas a tomar, podías bajar a ver si Jez tiene alguna tubería de repuesto en el sótano –dijo, y le tiró un pesado manojo de llaves–. Voy a necesitar unos cuatro metros del veintidós y una caja de empalmes. Los repuestos están guardados en una jaula al lado de la puerta, pero ten cuidado, porque abajo están haciendo obras.

El muchacho salió disparado mientras hacía tintinear las llaves. Ni siquiera me miró.