ALIYA

 

 

 

 

Intenté mantenerme ocupada. Barrí el suelo, froté cazuelas hasta que me dolieron los nudillos y corté berenjenas y cebollas para hacer banjaan. En el pasillo, el padre del chico daba golpes, serraba y entraba y salía con trozos de tubería entre ruidos metálicos. Después de un rato lo oí llamar a su hijo. Estaba enfadado. Le dijo que se diese prisa.

Mi madre me llamó para pedirme su té. Serví una taza, le puse una pizca de azúcar, como a ella le gusta, y la llevé al sofá donde seguía tendida. Tenía un puño apretado contra el pecho, como si escondiera algo valioso.

–¿Qué tienes en la mano, mor?

Abrió los dedos. Vi una tarjeta arrugada en la palma de su mano donde se leía «Abbott y Compañía, fontaneros. ¡Puntuales, rápidos, en su zona!», y un trozo de papel con un número escrito. Lo tomé.

–¿Qué es esto, mor?

Ella frunció el ceño mientras buscaba una respuesta, y después casi sonrió al recordar.

–Behrouz vino a casa cuando estabas en la tienda. Dijo que no me olvidara de dártelo.

–¿Por qué?

–Ha cambiado de teléfono. Este es el número nuevo.

La oscuridad fría me estremeció.

–¿Por qué lo ha cambiado?

Mi madre parpadeó con la vista fija en el suelo, y entonces me di cuenta de que ni siquiera se le había ocurrido preguntar. Metí la tarjeta y el número en mi monedero y me puse de nuevo con las cebollas, como si cocinar el plato favorito de mi hermano fuese a resolver el misterio de la pistola y los teléfonos y hacer desaparecer cualquier problema. El chico volvió a entrar en el piso. Lo vi recorrer el pasillo de un lado a otro al menos dos veces. No me miró, y cada vez que su padre le hablaba él le contestaba con un bufido o no respondía. Me sorprendió mucho esa falta de respeto. Estaba friendo las cebollas con el ajo cuando su padre asomó la cabeza por la puerta de la cocina y me devolvió las tazas.

–Huele bien –dijo–. Gracias por el té. Todo arreglado. Si hay cualquier problema, llámanos. Tu madre tiene mi tarjeta.

–Gracias –respondí.

El hombre echó a andar por el pasillo y exclamó sin apenas volverse:

–¡Trae el resto de las herramientas, Dan, haz el favor! Quiero echar un vistazo a los desagües antes de irnos.

Me colé en el baño. El chico estaba arrodillado metiendo las herramientas en una bolsa. Parecía aturdido y preocupado, y tenía un corte en la cabeza; me fijé en la parte donde la sangre le había empapado el pelo. Dan. Así lo había llamado su padre. Quise decir su nombre y hacer que me mirara. No me atreví. Por el contrario, le toqué la manga. Se apartó sobresaltado, como si su cabeza estuviese en algún lugar distante.

–Por favor. No le cuentes a nadie lo de la pistola.

Él volvió a rehuir mi mirada y cerró la cremallera de la bolsa.

–Júrame que no vas a decir nada.

El chico respondió con una señal de asentimiento casi imperceptible y luego salió. La puerta se cerró a su espalda con un golpe fuerte.

Cuando se marchó, el piso me pareció muy vacío.

 

 

 

El resto del día pasó muy despacio. Intenté matar el tiempo leyendo el libro que había traído de la biblioteca, Oliver Twist, uno de los favoritos de mi padre. Pero la historia era muy triste, sobre un niño huérfano perdido en Londres, y yo no podía evitar pensar una y otra vez en Behrouz y en todo lo que le iba a decir cuando volviera a casa. Cuando llegó la hora de cenar, apenas comí un poco de naan mojado en yogur y me quedé junto a la ventana pendiente de la llegada de mi hermano mientras mi madre y Mina picoteaban de la fuente de banjaan. Caía la noche y la vista desde nuestro piso quedó salpicada de luces trémulas, como si alguien hubiera derramado el contenido de un joyero sobre una alfombra oscura. Observé cómo las luces lanzaban destellos y titilaban hasta fundirse en un borrón resplandeciente. Bastante tiempo después de que la cena de Behrouz se hubiera enfriado y mi madre y mi hermana se hubieran acostado, yo aún seguía allí.

 

 

 

A medianoche, como Behrouz aún no había vuelto, me eché sobre los hombros el chal de mi madre, saqué mi monedero del cajón y salí de casa sin hacer ruido. Las luces de nuestro descansillo no funcionaban, y el resplandor amarillento de las farolas de la calle proyectaba unas sombras alargadas e irregulares sobre la escalera que parecían seguir mis pasos. Tuve ganas de dar la vuelta y volver a entrar, pero cerré los oídos a las voces de las sombras y atravesé corriendo el aparcamiento hacia el garaje de la esquina, que estaba abierto las veinticuatro horas. Allí había una cabina telefónica a la entrada que era la que utilizaba cuando tenía que llamar al médico por algo relativo a mi madre o a la señora García, del centro de atención a refugiados. Saqué el papel y marqué el nuevo número de mi hermano. Saltó directamente el buzón de voz. Colgué y busqué en el monedero la tarjeta de la compañía de taxis donde trabajaba. La acerqué a la luz y volví a marcar. Contestó una mujer.

–Taxis Khan, dígame.

Tenía una voz ronca y profunda y un acento que no logré identificar.

–Me llamo Aliya Sahar… Por favor, ¿podría hablar con Behrouz?

–Esta línea no es para llamadas personales.

–Por favor. Soy su hermana. –Mis palabras salieron atropelladamente–. No ha vuelto a casa y tampoco contesta al móvil. Necesito saber si se ha quedado a trabajar en el turno de noche.

–Yo acabo de entrar, pero ahora mismo pregunto. –Cuando se apartó del auricular, su voz sonó más amable y algo más lejana–. Oye, Liam, ¿Baz está en el turno de noche?

Me tapé la otra oreja con la mano y agucé el oído para oír la respuesta. Una voz de hombre respondió:

–Nooo, vino pronto, pero dejó el coche ahí plantado y se largó.

–¿Se encontraba mal?

–No creo. Me da que se ha echado una amiguita.

Oí reírse a otros hombres. La mujer les espetó algo que no entendí y volvió a hablar al auricular.

–Lo siento, hoy no ha trabajado.

–Ah…

–¿Estás bien?

–Sí. Gracias.

Colgué. Pero no estaba bien. Nada bien. ¿Por qué mi hermano iba a tomarse el día libre cuando necesitábamos todo el dinero que pudiese ganar? ¿Adónde había ido? ¿Dónde estaría ahora? Los atisbos de duda empezaron a cobrar vida propia y a convertirse en un monstruo que se alimentaba del pensamiento de la pistola escondida bajo mis sábanas. Sabía lo que tenía que hacer.

Crucé la calle a velocidad de vértigo. Un taxi tocó el claxon con furia. Atravesé el aparcamiento a la carrera sin levantar la cabeza. Oí ruidos de portazos y de un motor al acelerar, y de pronto se encendieron dos faros que me cegaron cuando una furgoneta salió a toda velocidad de entre dos coches, viró hacia la salida y se incorporó al tráfico con un chirrido. Corrí escaleras arriba y entré en casa. Con el mayor cuidado para no despertar a mi hermana, saqué la bolsa de plástico de debajo del colchón y corrí de nuevo al descansillo. Había gente en la escalera. Pegué la espalda a la pared y esperé a que dejaran de oírse los pasos y las voces antes de atreverme a bajar corriendo. Me agaché detrás de los contenedores y avancé por el borde del aparcamiento, deprisa y al amparo de las sombras que iba encontrando en el camino, hasta que llegué al callejón embarrado que conducía al canal. Un día había bajado allí con Mina para ver los patos y los botes pintados de colores, pero los almacenes destruidos por el fuego que había junto a la orilla la habían hecho llorar. Creo que le recordaron a los edificios de Kabul arrasados por las bombas y que, según decía la gente, estaban encantados por espíritus y djinns. Los almacenes parecían aún más fantasmagóricos a la luz de la luna. Unos carteles hechos jirones ondeaban y zumbaban al viento desde sus paredes ennegrecidas, y tras las ventanas rotas no se veía otra cosa que una oscuridad vacía. Mis pies resbalaron por el suelo embarrado, perdí el equilibrio y al caerme me di un golpe en la rodilla contra una piedra afilada. Grité, no pude evitarlo. Unas figuras borrosas salieron corriendo de debajo del puente, donde una pequeña hoguera arrojaba una luz parpadeante sobre el sendero. Intenté alejarme cojeando, temerosa de que quisieran hacerme daño. Cuando me volví para mirar, se habían ocultado en una de las puertas en penumbra.

Algo hizo crujir la basura que cubría el callejón. Me eché hacia atrás sobresaltada. De repente, un zorro apareció ante mí, agitando una rata entre las mandíbulas. Sus ojos me miraron con un destello durante un instante y después se alejó corriendo a buen paso. Yo cojeaba y resbalaba, pero me obligué a seguir buscando hasta que encontré lo que quería: un viejo bote de madera llamado Margaretta. La primera vez que lo vi me había dado mucha pena pensar que alguien dejara pudrirse un bote con un nombre tan bonito. Ahora me alegraba de que estuviera abandonado. Tiré de la amarra hasta que su casco cubierto de lodo tocó la orilla. Con una rápida mirada hacia el sendero para cerciorarme de que no había nadie mirando, empujé la bolsa por una parte en la que la lona estaba rasgada. El sonido del metal al golpear la madera resonó sobre el agua. Oí pasos. Me giré enseguida. Un anciano con el pelo largo y blanco y una barba canosa y sucia salió de la oscuridad dando tumbos con una botella en la mano. Su olor casi me asfixia. Se acercó a mí tambaleándose, con los brazos extendidos y entre balbuceos. Lo aparté de un empujón y no dejé de correr hasta que llegué al apartamento. Y ni siquiera entonces me sentí segura.