Capítulo 10

 

Acey le dio la vuelta al cuaderno y se lo pasó a Harry desde la cama. Él alzó la mano desde donde estaba sentado, en la alfombra y lo aceptó.

Para ser dos personas que estaban obviamente intentando evitar la estimulación sexual, el dormitorio era el último sitio en el que debían estar. Pero el ordenador estaba allí y desenchufarlo y quitar todas las notitas y direcciones de Internet que Steph tenía pegadas por todos sitios habría sido una pesadez. Además, Steph no estaba, había llevado a Sherlock al veterinario.

—¿Qué te parece? —preguntó Acey.

Esperó con paciencia a que Harry leyera el párrafo. Él ocultó una sonrisa. Era obvio que escribir no era el fuerte de Acey. Había tardado casi cuarenta y cinco minutos en escribirlo, estaba lleno de tachones y el resultado final no parecía escrito por Acey. Eran las palabras de alguien que había utilizado un diccionario de sinónimos y antónimos.

—Se lee bien, técnicamente —empezó Harry—. Pero no te refleja a ti.

—¿Qué sugieres?

—Quienes ofrecen la beca no son más que personas, ¿correcto?

—Sí.

—Pues muéstrales a Acey. Diles por qué tú, Acey, te mereces su generosidad. Muestra la persona que eres, la Acey que conozco y… —se detuvo al sentir un incómodo calor en las orejas. Nunca se había sonrojado, esa debía ser la primera vez.

—Antes de seguir —Acey dejó el bolígrafo—, propongo que, como adultos que somos, tomemos conciencia del gorila que hay en la habitación.

—¿Este? —Harry agarró un mono de peluche de lo que suponía era la cama de Steph y se lo tiró a Acey.

—Muy gracioso. Me refería a… lo que ocurrió entre nosotros. Fue… fue…

—Sí —dijo Harry—. Sin duda lo fue.

—Eso. Pero no deberíamos… no debimos…

—No. Sin duda no debimos. Yo tengo mis razones y tú tienes… ¿tus razones?

—Sí. Razones. Pero somos adultos y podemos solucionarlo juntos. ¿Sabes qué? —levantó el gorila—. Este es el gorila de la habitación. Vamos a ponerlo en el borde de la cama, entre nosotros. Cuando nos parezca que adquiere un papel importante, le daremos un golpecito en la cabeza —hizo una demostración.

Harry la imitó, sintiéndose ridículo.

—Muy bien. Ahora, ¿qué decías? —arrugó la nariz—. Quieres que escriba como si fuera yo, pero temo que si lo hago, me descubrirán.

—¿Qué quieres decir?

—Si lo envío como está ahora, dará la impresión de que soy lista, y tendrán una razón para darme dinero. Si sueno como soy yo, no les engañaré. Se darán cuenta de que intento sacar provecho de mi brillante personalidad, porque mi cerebro no es nada especial.

—Si yo no hubiera visto nada especial en tu cerebro, ¿me habría molestado tanto por ti? —le lanzó Harry.

—Supongo que no.

—Escríbelo otra vez, como si estuvieras hablando con amigos. Sé sincera. Sé tú misma, que es algo que ningún otro solicitante puede ser —sugirió Harry.

Esa vez, Acey escribió y tachó durante más de una hora. Harry vio cómo se apartaba el pelo de la cara y se lo recogía en una coleta. Estaba muy concentrada.

Cuando acabó, Harry descubrió que estaba frotando la cabeza del gorila con furia, y debía llevar un buen rato haciéndolo. Si Acey lo había visto, no hizo ningún comentario.

—Esto parece demasiado personal —dijo Acey.

—Bien. Así debería ser.

—Antes de leerlo, tú también tienes que compartir algo personal.

—¿De qué tipo? —Harry se puso en guardia.

—Cualquier cosa. Entre esta redacción y la saga de mi ex novio, tienes mucha más información sobre mí que yo sobre ti.

—¿Y? ¿Esto es un concurso?

—No. Una amistad —dijo Acey con firmeza—. Habla.

—Vaya, menuda presión —farfulló él.

Ella, sin decir nada, observó su rostro, desconcertándolo aún más. Aunque no hubiera un montón de cosas que prefería ocultarle, no tenía ni idea de qué quería oír ella.

—¿Qué tal tu familia? —preguntó Acey, tras un minuto de silencio.

—Te he dicho todo lo que merece la pena contar —aseguró él—. Madre, padre, hermanas. Texas.

—¿Te has peleado con la familia?

—¿Por qué lo preguntas?

—Nunca hablas de ellos.

—No estamos peleados, exactamente. Pero hace poco decidí que debía vivir fuera de su esfera de influencia. Ellos…, bueno, digamos que sé lo que me conviene en este momento. Aunque me quieren mucho, ellos no saben qué es lo mejor para mí. Son muy persuasivos, así que intento mantener la distancia.

—No pretendo ofenderte pero, ¿no eres un poco mayor para eso? La mayoría de la gente se rebela para vivir su vida e independizarse de sus padres más o menos cuando van a empezar la universidad.

—Tienes razón —él hizo una mueca—. Apuesto a que opinas que a mi edad, debería estar hablando de lo que me conviene en la vida con una esposa, no con mis padres.

—¿Eso es lo que opinas del matrimonio, vaquero? —Acey soltó una carcajada.

—No todos los matrimonios. Sólo bromeaba. Mis padres tienen un buen matrimonio, en general.

—Los míos también —dijo ella, dejando de reír—. ¿Dejaste a alguien… especial en Texas?

—Dejé a mucha gente especial. Y a otra menos especial —contestó Harry—. Pero nada inconcluso —añadió, por si Acey buscaba ese tipo de confirmación.

—¿Qué es lo que te da miedo? —Acey continuó con la entrevista.

—¿Qué te hace pensar que tengo miedo de algo?

—Todo el mundo teme algo, Harry.

—Ah, lo decías en general. Pensaba que preguntabas qué me daba miedo en este momento.

—Podría ser.

Harry desvió la mirada. No se sentía capaz de iniciar la respuesta diciendo «Tengo miedo de…»

—De perderme —dijo—. De haber entendido por primera vez lo que soy, tras años de errores y tonterías, y que esa comprensión dure sólo un tiempo breve y la pierda otra vez. Porque siempre cometo errores estúpidos.

Harry deseó que el largo silencio de Acey no se debiera a que la horrorizaba su confesión.

—No tengo ni idea de cómo eras antes de que yo te conociera —dijo ella—. Sólo sé que si temes no ser el hombre que eres ahora, es una locura. Eres el hombre que eres sin hacer ningún esfuerzo.

Harry se volvió para mirarla.

—Ayudas a todas las personas con las que te encuentras. Tu trabajo se centra en ayudar a quienes lo necesitan. Siempre estás ahí, con el gesto o la palabra correcta. Sobre todo para mí… —su voz bajó de nivel, como si supiera que se internaba en un campo de minas—. No tengo ni idea de qué podría hacer que un hombre como tú cambiase. No dejes escapar una oportunidad por miedo a cambiar. El destino no te cambiará, tú lo cambiarás a él.

Harry se quedó atónito. Acey había descrito al hombre que él había deseado ser con desesperación cuando dejó Texas. Confirmaba que lo había conseguido.

Había dicho: «No dejes escapar una oportunidad», como si se refiriese a algo específico. Wayne le había dicho lo mismo, pero él se refería a Acey. Se preguntó a qué se refería ella. Tal vez estaba cambiando de opinión con respecto al beso.

Quizá él también.

Alzó la mano para tocar la piel sintética del gorila, pero tocó carne suave y blanda. La mano de Acey ya estaba allí. Ninguno de los dos retiró la mano. Se miraron a los ojos. Ella los tenía muy abiertos y tenía los labios húmedos, como si acabase de lamérselos, anticipando lo que iba a suceder a continuación.

Pero en ese momento la puerta del piso se abrió de golpe y se oyeron unos desgarrados sollozos femeninos.

—¿Steph? —llamó Acey, con pánico. Se levantó de golpe y salió corriendo de la habitación. Harry no la siguió por discreción. Las hermanas tenían derecho a un poco de intimidad en su propia casa.

—Acey, ¡no puedo creerlo! —oyó gemir a Steph—. ¿Qué vamos a hacer?

Harry oyó los sonidos tranquilizadores de Acey y la imaginó abrazando a su hermana. Poco después, Steph se sonó la nariz. Entonces se levantó para cerrar la puerta. La pobre Steph debía haberse peleado con su novio y no tenía por qué pensar que él había oído su llanto. Sin embargo, cuando llegó a la puerta, una palabra lo dejó helado: tumor.

—Un tumor. Tiene un tumor —dijo Steph.

—¿Qué? —la voz de Acey sonó incrédula—. ¿Cómo puede ser? Tiene un aspecto muy saludable.

Harry se quedó inmóvil. Alguien iba a morir.

—Pues no está saludable —dijo Steph—. El veterinario ha dicho que hay que quitárselo.

Veterinario. Harry comprendió que se refería al gato.

—Es culpa mía —siguió Steph, volviendo a llorar—. Tenía que haberle hecho la revisión el mes pasado. La retrasé porque no teníamos dinero, por el regalo de cumpleaños de mamá.

—No. No es culpa tuya —le aseguró Acey—. De hecho, ha sido una suerte. Si hubieras llevado a Sherlock el mes pasado y no hubieran visto nada, el tumor habría empezado a desarrollarse y no lo habríamos llevado otra vez hasta que estuviera enfermo. Podría haber sido demasiado tarde. No —repitió Acey—. No es culpa tuya. Lo han visto a tiempo y podría ser benigno, ¿no?

Harry se ordenó cerrar la puerta. Era un asunto privado. Pero oyó de nuevo la voz de Acey.

—¿Cuánto?

—Mil dólares —Steph sonó resignada—. Para quitarle el tumor y analizarlo.

—Oh, Dios —dijo Acey—. No tenemos tanto dinero.

—Lo sé, créeme.

—Ni siquiera es que podamos pasarnos sin otras cosas durante un tiempo. No tenemos nada ahorrado.

—Lo sé —Steph empezó a llorar otra vez.

—Mamá y papá nos lo darían si lo tuvieran, pero no es así. ¿Quién lo tiene? Nadie.

A Harry se le partió el corazón en dos al oír que Acey empezaba a llorar también.

—Es terrible —dijo Acey—. Lo quieres mucho. Yo también lo quiero. Sherlock es parte de la familia. Confía en nosotras para que lo cuidemos —no hubo respuesta, sólo sollozos más intensos de Steph, así que siguió hablando—. Haremos algo. Se lo explicaremos al casero. Es buena persona. Eso costeará parte de la operación.

—¿Cómo vamos a pagar dos alquileres el mes que viene?

—Lo pensaremos entonces. Las dos podemos hacer horas extra.

—¿Mil dólares? Aunque trabajásemos veinticuatro horas siete días a la semana, no lo conseguiríamos.

—Encontraremos la manera —insistió Acey—. No puede morir. No puede.

Las palabras de Acey hicieron que Harry diera un salto hacia el pasado: «Ella no puede morir… no puede morir…»

 

 

«…Harrison Wells, montando a Belle, propiedad de Lara Beck, de los establos Beck y Call».

Harry y Belle entraron a la pista. Belle, una gran yegua gris, agitó las crines. Harry miró la tribuna; Lara, con un traje rosa de Chanel, le saludó con la mano.

Lara había querido que su adorada Belle compitiera en Houston. La yegua había sido adiestrada desde joven para ganar grandes premios de salto. Sin embargo, Lara no tenía la experiencia suficiente para una competición de tan alto nivel, y decidió no montarla.

Pero un mes antes, en la cama, Harrison se había ofrecido a montar a Belle. Lara no estaba muy convencida al principio. Él tenía más soltura, pero menos experiencia técnica que ella en salto. Pero él estaba seguro de que la yegua lo llevaría al triunfo y Lara cedió por fin. Como ya estaban en la cama, Harry le demostró su agradecimiento con gran pericia.

Lara y Harry sabían que su relación no era seria, sólo un aprecio mutuo de la perfección física. Lo del caballo sólo era un beneficio más de su asociación.

Harry sonrió en la pista. Tenían que dar una vuelta completa, sin ninguna falta, y ganarían. Él sentiría la satisfacción de haber triunfado en otro reto deportivo. La vida se reducía a eso cuando uno tenía todo el dinero y el tiempo del mundo a su disposición: superar límites. Y llevaba muchos superados.

Sonó la campana y Harry se concentró en su tarea. Llevó a Belle a medio galope hasta la primera valla y notó cómo sus músculos se tensaban bajo sus piernas antes de saltar con facilidad.

Saltaron la siguiente, el salto de agua y la combinación triple sin problemas. Harry ya se veía superando la última valla, que estaba decorada y había provocado el rechazo de cuatro caballos. Antes sólo había una valla blanca pequeña que no suponía ningún reto.

Quizá fue ese pensamiento lo que provocó el accidente. Tal vez Belle notó que su jinete no estaba con ella al cien por cien, se sintió sola galopando hacia la valla blanca. Harry se lo preguntaría el resto de su vida.

Belle titubeó un instante, no lo suficiente para que lo captaran las cámaras que después retransmitieron la caída una y otra vez, pero Harry se dio cuenta de que había perdido el impulso. Saltó y Harry se desequilibró en la silla. Cuando Belle tocó suelo, todo el peso de Harry estaba sobre sus hombros. Sus patas no tenían la fuerza suficiente y se le doblaron.

Harry cayó al suelo al mismo tiempo que ella y su pierna crujió cuando Belle le cayó encima. Intentó librarse, pero no pudo. Se resignó a soportar el dolor y el peso de la yegua hasta que se levantara. Pero no lo hizo.

Intentó levantar la cabeza, pero una sombra negra pasó ante sus ojos y perdió el conocimiento.

—¡Harry! —oyó. No supo si habían pasado dos minutos o dos horas.

—Está bien, tiene conmoción y la pierna machacada, pero vivirá —dijo un voz masculina desconocida—. El pobre caballo no ha tenido tanta suerte.

—¡Belle! —gritó Lara, transfiriendo su compasión por el hombre hacia la yegua—. No puede morir —sollozó—. No puede morir, no puede.

Harry la sintió temblar junto a la cabeza de Belle. En ese momento supo que Harrison Wells también había muerto, dejando atrás a otra persona, tumbada y rota sobre el polvo.

 

 

Sin pensarlo, Harry salió del dormitorio de Acey y entró al salón.

—¡Me has asustado! —gimió Steph—. ¿Qué has hecho, entrar por una ventana?

—Estaba aquí —dijo Acey rápidamente.

—¿Lleva aquí todo el tiempo? —Steph sonó confusa.

—Estábamos ocupados.

—Lo siento —Steph miró de Acey a Harry y se tapó la boca con la mano—. No pretendía interrumpir.

—No lo has hecho —dijo Acey.

Steph enarcó las cejas. Harry vio que tenía los ojos oscuros, como Acey, pero el parecido acababa ahí. Era de estructura más pequeña y más delgada. Tenía varios piercings en la cara y, aunque a Harry no le gustaban, entendía que hechizaran a otros hombres. Le daban un aspecto exótico y atractivo.

—Estaba ayudándome a rellenar unos documentos —aclaró Acey.

—Documentos, ¿para qué?

—No es importante —dijo Harry—. O sí lo es, pero no prioritario en este momento. ¿Estáis bien? No quería escuchar —se disculpó—, pero es un piso pequeño.

—No importa —dijo Steph—. Me sobresalté al verte. Soy Stephanie.

—Y yo Harry —dijo él, dándole un apretón de manos. Vio a Sherlock sobre el regazo de Steph, durmiendo tranquilamente, mientras ella lo acariciaba—. He oído las malas noticias, pero voy a daros una buena —siguió—. Os daré el dinero.

—¿Harías eso por nosotras? —preguntó Steph, boquiabierta. Acey lo miraba atónita.

—Claro que lo haría —le dijo Acey a Steph—, pero no lo hará. Es… demasiado generoso —miró a Harry—. Gracias, pero no podemos aceptarlo.

—¿Por qué no?

—¿Por qué no? Porque son mil malditos dólares.

—Ya lo había oído.

—¿Cómo podrías permitirte darnos…? —empezó Steph. Después calló, como si hubiera recordado algo.

—Eres muy amable, pero «no» podemos aceptar tanto dinero —intervino Acey.

—Podríamos —dijo Steph con voz razonable—, aceptar un préstamo.

—¿Puedo hablar con Harry a solas, por favor? —preguntó Acey, mirando a su hermana.

Steph asintió y se marchó con Sherlock en los brazos. El gato, sin saber que todo el jaleo era por él, estiró las patas delanteras y apoyó la cabeza en su hombro, encantado.

—Sherlock se pondrá bien —aseguró Acey—. Tendrá su operación. Encontraremos el dinero, no te preocupes. Túmbate un rato e intenta relajarte.

—Eso haré —aceptó Steph.

Acey se encaró a Harry. Tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás un poco, para no mirarlo al pecho.

—Harry, no puedo aceptar mil dólares de ti.

—¿Por qué no?

—¿Recuerdas el zoo? —Acey cerró los ojos y rezó para tener la fuerza de rechazar su ayuda—. Ni siquiera dejé que me pagases un perrito caliente. Si no acepté dos dólares, ¿qué te hace pensar que aceptaría mil, que no podré devolver en mucho tiempo?

—Que esto es una emergencia —dijo Harry—. Es importante.

—Puedo solucionarlo yo. Tendría que haberlo solucionado sola si no hubieras oído la conversación.

—Pero la oí —replicó Harry—. No seas tonta, Acey.

Acey, se sentó en el sofá. Sus palabras la habían herido, sin saber por qué. Intentó no llorar.

—No hago nada bien —dijo, hablando consigo misma—. Steph es mi hermanita pequeña.

—No es ningún bebé —apuntó Harry.

—Lo sé, y suele ser más madura que yo. Pero vive conmigo y me siento responsable de su felicidad. Ha funcionado bien hasta ahora. Algunos meses son más difíciles que otros, pero solemos apañarnos para pagar las facturas haciendo algunas horas extra —cerró los ojos y se apretó los párpados con los dedos—. Adora a ese gato. Yo le tengo cariño, pero ella lo adora. Y no puedo ayudarla, ni siquiera puedo ocuparme de un gato.

—Por favor, no te tortures —Harry se arrodilló a su lado—. Todo el mundo falla de vez en cuando. A veces uno piensa que ha decepcionado o herido a alguien… —se quedó sin voz. Acey abrió los ojos, pero Harry miraba hacia otro lado—. Puedo ayudarte a arreglar esto. Por favor, acepta mi ayuda. Por favor.

—¿Por qué es tan importante para ti que acepte? —preguntó Acey, sin entender por qué sonaba tan desesperado y suplicante.

—Porque me ayudarías tanto como yo a ti, si aceptas —explicó Harry tras una pausa.

Acey recordó otro momento en el que Harry había parecido misterioso y distante: en el zoo, al hablar de una mascota que había perdido. Tal vez creía que prestarle el dinero serviría para aliviar su dolor.

—Es mucho dinero —dijo con voz débil.

—Lo sé, pero… —Harry hizo una pausa—. Digamos… digamos que he tenido un buen mes. Ahora mismo puedo permitírmelo, así es el destino.

Acey visualizó el destino en forma de boleto de lotería, sujeto en la nevera con un imán. Harry tomó su mano y la apretó con suavidad.

—De acuerdo —aceptó por fin, soltando el aire—. Pero te lo devolveremos en cuanto podamos.

—Sólo si insistes.

—Desde luego que sí.

—Como quieras —dijo él con desgana. No era ideal, pero Acey no aceptaría un regalo—. ¿Qué tal diez dólares a la semana? ¿Podrías permitirte eso?

—Puedo doblarlo, y aún así sería… —hizo cuentas mentales—. Un préstamo de casi un año. Es una locura.

—¿Por qué? ¿Piensas dejar de ser amiga mía?

—Nunca —respondió ella, pensando en que había pensado que Harry, cuando cobrase el dinero, no tendría tiempo para ella—. ¿Y tú?

—¿Yo? ¿Pensar en dejar de ser tu amigo? —Harry la miró con incredulidad—. ¿Y perder mil dólares? ¿Estás loca? —le dio un abrazo—. Gracias.

—Eh, eso tenía que decirlo yo —musitó Acey, apoyando el rostro en su hombro. Deseó poder seguir así para siempre, sintiéndose segura, pero comprendió que estar tan cerca de él era todo menos seguro—. Supongo que deberías marcharte.

—Supongo —corroboró él—. Pero no antes de echar un vistazo a tu solicitud. Es decir, si no te importa.

—No —dijo Acey—. Acabas de prestarme mil dólares. Al menos te debo un párrafo.

—Eh. No me debes nada, excepto quizá mil dólares; y eso sólo porque insistes. Haz lo que quieras hacer. Siempre. ¿Entiendes?

—Sí. Es lo que quiero. Quiero que lo leas —Acey fue al dormitorio; Steph estaba tumbada en la cama con los ojos cerrados, con Sherlock encima. Acey, de puntillas, fue a por el papel.

—Es agradable —dijo Steph.

—Creí que estabas dormida.

—Me gusta, Acey. No tenía por qué ayudarnos. Apenas te conoce y a mí es la primera vez que me ve.

—Es así —dijo Acey—. Te lo dije cuando lo conocí. Es todo un caballero.

—Esto es más que caballerosidad. Tú le importas.

A Acey le agradó oírlo, pero en el fondo del corazón, sabía que Harry también lo hacía por él mismo. No sólo eso, sino ayudar a la gente. Estaba purgando un demonio interior, y se preguntaba cuál era.

—Le importas —repitió Steph—, pero, al fin y al cabo, mil dólares ya no son nada para él, ¿verdad?

—Shh —Acey bajó la voz—. No si cobra el premio. Aún no lo ha hecho.

—Cierto.

—Así que ese dinero se lo ha ganado con su sudor.

—Puede —dijo Steph—, pero quizá esté más cerca de cobrarlo. Lo has conseguido. Pensábamos que era el ganador, pero esto lo confirma, ¿no crees?

Acey cerró la puerta a su espalda.

 

 

Acey fue a la cocina para no ver a Harry leer su redacción. Le pareció que tardaba demasiado, debía ser horrible. Cuando por fin dejó el cuaderno, Acey se sentó en el suelo delante de él.

—¿Está fatal?

—Desde luego que no.

—¿Es el tipo de redacción que habrías escrito tú?

—Desde luego que no —repitió él.

—Oh, no —exclamó Acey—. Oh, no, la reharé. Trabajaré duro esta noche y la siguiente estará mejor…

—No —la cortó Harry—. No es lo que yo habría escrito porque sólo podrías haberlo escrito tú. La expresión, el sentimiento es tuyo. Es perfecta. No cambies ni una palabra. Mecanografíala y envíala.

—¿Crees que les gustaré? —Acey lo miró con incredulidad.

—Van a adorarte —dijo Harry, poniéndose en pie y yendo hacia la puerta.

 

 

Acey se controló para no llamar a Harry al día siguiente, su día libre. La tensión entre ellos era demasiado grande para arriesgarse a estar a solas con él.

Escribió la redacción y envió la solicitud. Su hermana llamó al veterinario y pidió hora para Sherlock a la semana siguiente.

—Acabas de costarnos mil dólares, amigo —le dijo Acey a Sherlock, que se lamía una pata.

Esa noche, Acey decidió ver las noticias. Si volvía a la universidad, no quería sonar como si llevara años sirviendo pizza y nada más. Se enteró de que había agitación en Oriente Medio, había bajado la bolsa y el ganador de la lotería seguía sin aparecer tras tres semanas. La reportera recordó a los televidentes que, legalmente, disponía de un año para reclamar el dinero.

—Un año, ¿eh? —dijo Steph—. ¿Qué pasa, Acey? Cada vez que pienso que has progresado con Harry, no pasa nada. ¿Qué haces con él?

—Ya te he dicho que lo intento. No hace más que estropearlo diciéndome que el dinero no significa nada. Yo lo sé, pero no puedo admitirlo si quiero que cobre el premio. Pensé que lo reclamaría, para prestarnos lo del gato; no puede tener tanto dinero. ¡Es frustrante! —Acey dio un puñetazo a un cojín y se puso en pie—. Necesito estar sola —dijo, yendo al dormitorio.

Se tiró sobre la cama. Tenía que pensar en algo. Se planteó decirle a Harry la verdad: que sabía que era el ganador e intentar convencerlo como amiga.

Pero ya no le parecía una opción viable, era demasiado tarde. Él pensaría que todo lo ocurrido entre ellos había sido una manipulación. Sobre todo desde que lo había besado. Podría creer que iba tras su dinero, no hablarle nunca más y, encima, no cobrar sus millones.

Después de quince minutos con la mente en blanco, estaba a punto de rendirse. Se frotó las sienes. Demostrarle a Harry el valor del dinero no funcionaba. Él creía que el dinero era malo y podía convertirlo en mala persona. Había admitido que tenía miedo a cambiar.

A arriesgarse.

Ese era el problema, Harry nunca se arriesgaba. Su apartamento era impersonal, sin vida, y siempre estaba trabajando. Harry necesitaba aprender a arriesgarse. Correr un gran riesgo, muy específico.

Por fin su cerebro funcionaba. Podía convencerlo si antes le hacía correr un riesgo pequeño con éxito.

Acey se sentó de golpe. Una bombilla se había encendido en su cerebro. Un día, cuando paseaban, Harry había mencionado que le daba miedo montar a caballo.

Un paseo a caballo era un riesgo pequeño, que le daría confianza para asumir uno mayor. ¡Podía funcionar!

Agarró el teléfono, llamó a información y buscó un bolígrafo para apuntar un número.