NOTA

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Como he aprendido en la vida, el crecimiento personal no es más que un viaje desde la contaminación mental hasta la solución mental. En otras palabras, has de examinar cuidadosamente la suciedad de cualquier situación en la que te encuentres para que tu futuro no esté contaminado antes incluso de crearlo. Tanto si se trata de un trauma pasado como de una situación familiar difícil, superar mentalmente tales desafíos es con frecuencia el primer paso más importante para progresar personalmente.

Sin embargo, como alguien que ha tenido que vérselas con ese tipo de desafíos, y más, reconozco que es más fácil decirlo que hacerlo. De hecho, creo que buena parte de los jóvenes que acaban con problemas que les desestabilizan la vida sencillamente han sido contaminados por la suposición de que no tienen salida, o de que su única opción es la violencia. En el caso de quienes nacen en unas condiciones de vida desfavorables o no cuentan con el apoyo adecuado, esa situación puede dictar el curso de su vida. Creo que la juventud debería tener libertad para crecer hasta el máximo de su potencial individual, pero por desgracia la sociedad ha construido entornos que no siempre fomentan la fe en el futuro al mismo nivel. Más concretamente, los ciclos de la violencia de bandas, la drogadicción y los índices de criminalidad elevados en zonas con pocas oportunidades se perpetúan en círculos interminables de desesperanza. Es evidente que los niños desfavorecidos no son víctimas de ningún desastre natural, sino a menudo del hombre.

Como suele decirse, «Uno quiere ser lo que ve», pero si no tienes ejemplos tangibles de cómo puede ser tu vida, ni formas asequibles de conseguir esa visión de futuro, es tremendamente fácil creer que la situación que estás viviendo en un momento dado es la única posible. Puedes creerme, yo lo he vivido. Me crie en el South Side de Chicago, el gueto negro más grande de Estados Unidos durante la Gran Depresión. No era precisamente un entorno que fomentara la seguridad en la niñez, ni mucho menos el impulso y la ambición personales. No había programas comunitarios para incentivar la mente de un niño, y el acceso a otras fuentes de contenido inspirador era limitado, sobre todo antes de la llegada de internet. Es decir, teníamos libros como ¡Huye, Jane, huye! y See Spot, pero nada verdaderamente positivo sobre la historia de los negros ni nada que anclara nuestra identidad.

Pese a ello, me he dado cuenta de que uno de los factores que más influyeron en mi capacidad para superar mis circunstancias fue la creciente exposición a la esperanza y mi persecución incansable de ella. Puede que algunos lo llamen «oportunidad», pero es importante señalar que sin esperanza las oportunidades no hacen más que demostrar a un individuo desfavorecido lo que no es apto para ser.

El modo en que encontré rayitos de esperanza en medio de un entorno desprovisto de ella es un poco enrevesado, pero como decía siempre mi querido hermano Louis Armstrong: «No lo digas, tócalo». Así que trasladémonos a 1943, cuando empecé a aprender el valor auténtico que había tras el viejo dicho: «Si puedes verlo, puedes serlo».

Cuando mi hermano pequeño, Lloyd, y yo éramos niños, mi padre era carpintero para los Jones Boys, los gánsteres negros de peor reputación de Chicago que llevaban el juego de números, o lo que por aquel entonces se llamaba la raqueta de números, un sistema de apuestas ilegal que más tarde se convertiría en lo que hoy conocemos como lotería. Aquellos tipos eran los amos de aquel sistema, y vivir bajo el techo de papá, sin una madre que nos controlara, conllevaba estar muy expuestos al estilo de vida tempestuoso de sus jefes. Era todo cuanto Lloyd y yo habíamos conocido de verdad, y parecía inevitable que acabáramos como gánsteres o algo similar, ya que teníamos todos los números. Aunque papá nos quería y hacía todo lo posible por que no viésemos de cerca las operaciones de los Jones Boys, lo único que yo quería era ser como ellos porque encarnaban lo que significaba tener el control en un entorno caótico.

Correr entre cadáveres, presenciar peleas que acababan con gente muerta, así como otras experiencias que dejan huella en la mente de un niño, eran incidentes bastante habituales para mí. Hablando de dejar huella, en una ocasión me clavaron la mano a una valla con una navaja de muelle y un picahielos en la sien izquierda solo porque no tenía la contraseña adecuada para cruzar la calle. En esas condiciones, lo único que quería era algo de control, por poco que fuera, y lo único que veía que podía ofrecérmela era estar bajo la «protección» que implicaba unirse a una banda. Cuando digo que luchaba por sobrevivir hablo en serio. El poder que veía en la trastienda de la violencia no solo era lo que quería, sino también lo que creía necesitar para sobrevivir. No había mucho que hacer aparte de meterse en problemas, y eso fue lo que hice. No solo era lo normal, era lo que se esperaba.

Hacia 1943, después de que Al Capone echara de la ciudad a los Jones Boys por afectar negativamente a sus ganancias, mi padre, por seguridad, también se fue por piernas de la ciudad conmigo y con mi hermano Lloyd. Cogimos un autocar Trailways y llegamos a Sinclair Heights, en Bremerton, Washington. Puede que nos hubiéramos trasladado a otra ciudad, pero Lloyd y yo seguíamos esforzándonos por ser pequeños gánsteres. Nos parecía que si los Jones Boys y todos los gánsteres operaban en Chicago, ahora nosotros teníamos nuestra propia zona donde actuar.

Sin embargo, para complicar aún más las cosas, empezamos a vivir con Elvera, una madrastra abusiva que no nos hacía de madre en absoluto. Dentro de casa estábamos asustados, pero fuera asumíamos una posición de control abriéndonos paso a la fuerza ante lo que se pusiera en nuestro camino. Imitábamos lo que habíamos visto hacer a los miembros de las bandas de Chicago y conservábamos la mentalidad de que si quieres algo, vas y lo coges, a toda costa. Allanamiento de morada, robo con fuga… esa era nuestra vida, día sí, día también. Aparte del colegio, no había recreos, parques, ni nada remotamente seguro que nos mantuviera ocupados. Solo teníamos kilómetros y kilómetros de árboles de hoja perenne y muchos modos de meternos en problemas.

Incluso tras conseguir un trabajo de repartidor de periódicos en la base militar que había al lado de casa, siempre encontraba el modo de llegar a los vertederos del cuartel y llenar las bolsas de periódicos con cinturones de munición, atuendos navales completos y proyectiles de artillería reales. Era una actividad cotidiana porque al menos nos daba, a Lloyd, a mí y a nuestros nuevos hermanastros (los hijos de Elvera), una manera de mantenernos ocupados vistiéndonos como los marines negros de la base de la Marina e imitándolos.

No tardaron en pillarme robando munición y tuve que llevarme mis habilidades criminales a otra parte. Más concretamente, decidí centrarme en los postres del centro recreativo local. Lloyd, mi nuevo hermanastro Waymond y yo forzamos la entrada al enterarnos de que en el congelador tenían tarta de merengue de limón y helado. Nos los acabamos, hicimos una guerra de comida y después nos dividimos para investigar por el edificio. Eché un vistazo en un despacho y ya iba a cerrar la puerta cuando vi un pequeño piano de espineta en un rincón. Con una curiosidad insaciable, fue como si algo muy profundo dentro de mí me ordenara: «¡Vuelve a ese despacho!».

Me acerqué lentamente al piano y pasé los dedos por las teclas. De verdad, fue como si todas las células de mi cuerpo gritaran: «¡Esto es lo que vas a hacer el resto de tu vida!». No entendía el significado de aquella sensación, pero había algo en el sonido del piano que me aportaba paz. No sabía cómo funcionaba, ni tocarlo, pero cada nota parecía ir emparejada con un deseo creciente de entender cómo se generaba aquel sonido. Mis hermanos me alcanzaron y escapamos indemnes del edificio. Sin embargo, yo había quedado fascinado, cautivado por otra fuerza. Por mucho que lo intentaba, no podía quitarme de encima la sensación de que tenía que regresar a aquel piano.

Cada día echaba de menos el sonido de aquellas notas y al final empecé a colarme por la ventana del centro recreativo cuando estaba cerrado para tocar el piano. Conseguí entrar a la fuerza unas cuantas veces más, hasta que la amable conserje, una mujer mayor llamada señora Ayres, me pilló y empezó a dejarme la puerta abierta. Con mi nuevo acceso a aquel magnífico instrumento, intentaba emular los sonidos que había escuchado en la antigua iglesia baptista a la que asistía en Chicago (poco imaginaba que estaba tocando de oído). Pero cuando se me acababan las canciones que recordaba, recurría a tocar lo que sintiera dentro (más adelante descubrí el término más técnico para eso: improvisación). La música me fluía directamente del corazón. Era diferente a cualquier sentimiento que hubiera sentido hasta entonces. No se puede describir con palabras, pero era como si la música me concediera la capacidad de acceder a las partes más profundas de mi alma. Para calmar, reconfortar y sanar: ninguna descarga de adrenalina de ninguna actividad callejera podría habérsele acercado siquiera.

Estaba e-n-g-a-n-c-h-a-d-o. Noche tras noche, el piano se convertía en mi evasión de la realidad y dondequiera que oyera música, allá que iba. Una tarde pasaba por delante de la casa de Eddie Lewis, el barbero de Sinclair Heights, y le vi salir a los escalones de la puerta con una trompeta en la mano. Me quedé allí embelesado mientras él tocaba una melodía a pleno pulmón. Cuando vi que se iba a meter en casa de nuevo, no pude evitar salir corriendo hacia él para preguntarle cómo lo hacía. Fue increíble enterarme de que se podían crear todas aquellas notas usando solo tres válvulas. Y allí, en aquel preciso instante, decidí que quería tocar la trompeta. Pero conseguir una era prácticamente imposible, porque sabía que mi padre no se la podía permitir. Indagué un poco y descubrí que mi escuela secundaria dejaba prestados algunos instrumentos antes y después de las clases. Lamentablemente no tenían trompeta, así que empecé a trastear con el violín y el clarinete. Tras aprender lo básico, salté a la percusión, el sousafón, el bombardino barítono en si bemol, la trompa tenor en mi bemol mayor, la trompa, la tuba y el trombón. Si algo hacía música, yo quería tocarlo.

Una tarde, un chaval llamado Junior Griffin, que tocaba el saxo melódico en do, apareció con su bombardino en la zona común del centro recreativo y empezamos a improvisar juntos. Él se puso al saxo y yo al piano. Joseph Powe, un profesor de música que dirigía una banda de swing de la Marina que alguna vez tocaba en el centro recreativo, tomó nota de mi interés por la música y me invitó a unirme a un grupo coral a capela, The Challengers. El señor Powe también resultó ser el antiguo director de un famoso coro de góspel negro, Wings Over Jordan, así que me zambullí de lleno en él. Nuestro grupo empezó a cantar por las calles de Bremerton e incluso hizo un pequeño concierto en el Teatro Cecil B. Moore, mi primera actuación. Cantábamos canciones de góspel como «Dry Bones» y «The Old Ark’s a-Moverin». Te aseguro que no era el mejor cantante, pero no iba a dejar que eso me detuviera.

Durante los ensayos en casa del señor Powe no podía evitar fijarme en la cantidad de libros que había por todas partes: desde Glenn Miller sobre arreglos, hasta Frank Skinner sobre música para películas. Nunca había oído hablar de aquellas profesiones, pero los libros no paraban de ponerme ante los ojos todo un mundo de posibilidades musicales. Sentía avidez por descubrir adónde podía llevarme la música, así que cuando un día el señor Powe me preguntó si podía hacer de canguro a sus hijos, contesté que sí al instante, solo para poder pasar más tiempo leyendo. Cada vez que iba a cuidarlos me enterraba en las páginas de sus estanterías e intentaba imaginar qué era una clave de sol y por qué una trompeta en si bemol tenía que tocar un tono por encima de la nota del concierto. Quizá no fuera un canguro excepcional, pero descubrir aquel nuevo mundo de la música me proporcionó una perspectiva más amplia que la realidad en la que me movía.

Tras la Segunda Guerra Mundial, la población negra dejó de ser bien acogida en Sinclair Heights, ya que básicamente se había construido como un proyecto de viviendas temporales. Por la misma época, mi padre también se quedó sin trabajo en la carpintería del astillero naval, así que con el poco dinero que tenía nos trasladamos todos a una casa diminuta en el 410 de la avenida 22 del Central District de Seattle. Waymond, Lloyd y yo dormíamos en la buhardilla, mientras que los otros hermanos, mi padre y Elvera (la madrastra) estaban apiñados en dos habitaciones del piso de abajo.

Para mi sorpresa, Seattle resultó ser la meca absoluta de la música y mi único deseo era empaparme de ella por completo. Si una cosa me sacaba de aquella casa, créeme que allí estaba yo. Por la calle Jackson, entre la avenida 1 y la 14, y a lo largo de la calle Madison, entre la 21 y la 23, tenía todos los estilos de música posibles al alcance de la mano. Hablo de bebop, blues, R&B, pop, lo que fuera. Y para rematarlo, tras graduarme en la escuela Robert E. Coontz del centro de Bremerton, fui al instituto progresista James A. Garfield, que estaba enfrente de casa. Allí fue donde todo hizo clic. Parker Cook, el profesor de música, se percató de mi gran interés por la trompeta y me permitió darle rienda suelta en la sala de la banda. Fue como si llevara toda la vida esperando a poner mis manos sobre aquel instrumento, así que no me importó que estuviera algo gastado. Para mí lucía como el oro. La cogí, me la coloqué como recordaba que había hecho el barbero Eddie Lewis, soplé, y al oír el estruendo me quedé allí sentado completamente quieto. Era un sonido más bien sordo, bajo, sin vibrato, ya que todavía no había aprendido la técnica necesaria. Sin embargo, a pesar de mi falta de habilidad, sentía una atracción inconsciente por aquel sonido que me despertaba la curiosidad. Y lo más importante, el señor Cook siempre me proporcionaba espacio para visualizar en lo que podía convertirme: algo más que un pequeño gánster del proyecto de viviendas.

Una noche fría en que no paraba de dar vueltas en mi catre de la buhardilla, me puse a mirar por la que mis hermanos y yo llamábamos nuestra «ventana de los sueños». Desde allí arriba, con solo zarzamoras y pilas de basura a la vista, habías de tener mucha imaginación. Hacía un frío debilitante y mientras miraba por la ventana intentando quitármelo de encima lo único que veía eran las ratas que salían corriendo de debajo de casa hacia el patio, en una huida que yo me moría por protagonizar. Con un movimiento rápido agarré algo para escribir y dibujé un pentagrama improvisado. Con mis conocimientos básicos de composición musical a partir de mis lecturas, empecé a escribir una pieza que reflejaba mi sueño de volar a algún lugar lejano. Aquella noche descargué sobre la partitura todo lo que había aprendido en los libros del señor Powe y en la clase del señor Cook, y después la llevé encima a todas partes para poder pulirla en cualquier piano que encontrara, desde el de la sala de la banda del instituto Garfield hasta el del Club Social y Educativo Washington tras el cierre. Trabajar en aquella pieza, junto con la esperanza que me proporcionaban mis mentores, me hacía tener la sensación optimista de que mi composición, «From the Four Winds», era mi billete para salir de allí.

Nunca tuve ningún control sobre mi situación de vida, mis pesadillas, la gente enfadada que todavía me llamaba negrata, y ningún control sobre mi futuro (o eso creía). Sin embargo, nadie sabía decirme en qué tempo empezar mi composición musical ni con cuántos cambios de acorde podía jugar. Cuanto más me adentraba en la composición y en tocar la trompeta, más empezaba a ver lo que era posible tanto personal como musicalmente. En retrospectiva, «From the Four Winds» está en el extremo menos conocido del abanico de mi obra, pero para mí es una de las más importantes porque me proporcionó la primera pizca de confianza en mí mismo como compositor.

He de admitir que el único motivo por el que fui capaz de concebir un modo de salir de la situación en que había nacido fue porque estuve expuesto a un camino de esperanza. El mío vino en forma de creatividad, pero quiero que sepas que ser creativo no es solo cuestión de qué tipo de pincelada utilizas para plasmar una forma sobre un lienzo, o qué cambios de tono incluyes en una canción. Más bien creo que la supervivencia es también un acto de creatividad. Es cuestión de buscar nuevas formas de inspirarse y crear caminos que lleven a un futuro mejor para ti y, a su vez, para los demás.

La exposición cada vez mayor a la idea de que podía orientar mi vida en una dirección positiva fue suficiente para que me aferrara a ella y luchara por conseguirlo. Subconscientemente, aquella sensación de esperanza fue impregnando lentamente otras áreas de mi mente, cuerpo y alma, y creó espacio para una cantidad inesperada de potencial. De hecho, antes de empezar a ahondar en la música, la mayoría de mis calificaciones en el colegio eran malísimas; fue como si la pasión que descubrí revelara en mí una aptitud oculta para prosperar en lugar de solo subsistir para sobrevivir. Mis pensamientos ya no estaban llenos de actividades sin propósito, sino de una curiosidad entregada. Era como si alguien hubiera encendido una llama dentro de mí y por fin pudiera ver lo que me había acechado entre las sombras.

Al reflexionar sobre aquella época de mi vida, sería descuidado por mi parte decir que simplemente encontré la música y así «eludí a los matones». Hubo muchos elementos que influyeron: que la señora Ayres me abriera el centro recreativo, la oportunidad de acceder a la biblioteca del señor Powe, el encuentro casual con Eddie Lewis y su trompeta, la sala de la banda del señor Cook en el instituto Garfield. La combinación de todos estos elementos sirvió para filtrar la contaminación de mi entorno y me empujó hacia una claridad que nunca supe que podía experimentar. Teniendo eso en cuenta, imagino cuánta gente habrá ahí fuera con potencial o talento sin descubrir porque nunca han experimentado una sensación tangible de esperanza.

Si bien encontré aquel piano de espineta como consecuencia de un allanamiento de morada, estoy agradecido por el resultado, ya que me salvó la vida por completo. Si miro hacia atrás, sé que si hubiera dedicado mis horas de vigilia a continuar esforzándome por conseguir el sentimiento de pertenencia a una banda de gánsteres, no en la sala de la banda, haría mucho tiempo que me habrían llevado de este mundo. La juventud es un período de la vida sumamente impresionable y, aunque eso puede ser una gran ventaja, también puede ir en detrimento de tu desarrollo si aquello en lo que te estás convirtiendo no es lo mejor para ti. Créeme cuando te digo que esto no solo es aplicable a mis hermanos y hermanas económicamente desfavorecidos, es aplicable a todos los seres humanos. Puedes tenerlo todo, desde el punto de vista material, pero si te juntas con la gente equivocada o no permites que te lleguen las cosas adecuadas, lo único que haces es bloquear el paso hacia tu potencial. Y para aquellos de vosotros que hayáis dado unas cuantas vueltas más alrededor del sol, como es mi caso, la edad no exime de esta regla. Si bien puede que estéis más asentados en vuestro camino, creo que la prescripción para todos los traumas personales que os refrenan ha caducado (o debería hacerlo). Si vuestra posición actual no es la que habíais imaginado, os animo a evaluar vuestro pasado para entender cómo ha influido en quienes sois en la actualidad.

La vida es una hermosa responsabilidad, pero también una hermosa carga. En última instancia es tuya y la has de proteger durante el tiempo que se te ha concedido. Tanto si estás en posición de buscar esperanza como de contribuir a difundirla, te digo: eres más valiente de lo que crees, más inteligente de lo que sabes y más querido de lo que podrías llegar a imaginar.

Por complicado que haya sido, doy gracias por mi camino y por la combinación de hechos que se han producido para ayudarme a destapar la porquería bajo la que estaba enterrado desde el principio. Doy gracias a Dios por aquel piano. Doy gracias a Dios por el señor Powe, por la señora Ayres y por el señor Cook, unas de las primeras influencias en lo que acabaría siendo mi futuro. Hoy en día, la llama continúa ardiendo y es la razón por la que con frecuencia percibo a la primera los ambientes contaminados.

La esperanza puede presentarse de diferentes formas, pero siempre está en la letra pequeña. No se trata de empezar desde arriba, sino de darse cuenta de hasta dónde hay que subir y después no abandonar jamás. Y cuando digo jamás, quiero decir jamás. Dudo que llegues a la cima, y bueno, si lo haces, puede que no estés soñando lo bastante a lo grande.

Si puedes verlo, puedes serlo.