NOTA
Como acabamos de ver, estar expuesto a más de lo que está disponible para uno en su esfera inmediata de la vida es una variable importante en la ecuación del crecimiento. En pocas palabras, hay que ir para saber. Hay que salir de lo conocido porque caer presa de la comodidad solo te impide experimentar la plenitud de vida que diferentes personas, lugares e idiomas tienen para ofrecer. No solo podrás ver más de la belleza que este planeta tiene para ofrecer, sino que, en tanto que creador, serás capaz de reflejarlo en tu arte.
Sumergirte en la cultura autóctona de un lugar determinado es un aspecto sumamente importante de la vida, ya que en última instancia evita que intentes imponer tu cultura a los demás. Todos somos culpables de tratar de reducir a los demás a lo que nos resulta familiar, pero ya es hora de deshacernos de la mentalidad del yo-me-mío y empezar a centrarnos en el «nosotros», «nos» y «nuestro». No solo hace que nuestra experiencia humana comunitaria sea más significativa, sino que también proporciona un pozo de conocimiento más rico del que extraer sensaciones, lo que contribuye a que seamos personas más creativas.
Por ejemplo, mi creatividad proviene de mis experiencias, y sin experimentar más facetas del mundo solo sería capaz de crear desde una perspectiva limitada. Pensemos en «We Are the World», la canción benéfica que produjimos en 1985 y que se convirtió en el sencillo más vendido de todos los tiempos. Sería imposible que yo hubiera formado parte de aquello si no me hubiera sumergido de lleno en lo que estaba pasando en el mundo: la pobreza, el hambre, los conflictos y una miríada de males. ¿Cómo puedes esperar crear un arte que trascienda las fronteras culturales si tú mismo no eres capaz de relacionarte con alguien del otro extremo de tu ciudad? Uno de los modos principales en que he logrado hacerlo ha sido viajando y sumergiéndome de lleno en otras culturas, desde el idioma hasta la comida y la música.
Hay muchos sabores en este arco iris que llamamos vida, y espero que llegues a probarlos todos. Estoy agradecido por haber aprendido de muy jovencito la lección del «hay que ir para saber», y lo mejor es que no hace falta ser estudiante para ponerla en práctica. De hecho, he aprendido más en el camino de lo que habría llegado a imaginar. Nunca he dejado de abrir el corazón y la mente, y creo que cualquiera que ponga fecha de caducidad a la exploración debido a su edad se coloca en una gran desventaja. Cuando nos cerramos al conocimiento, nos cerramos a nuestra auténtica conexión humana potencial. Ven conmigo a principios de la década de 1950 y te mostraré lo que quiero decir.
De color. Blanco.
Dos simples palabras que poseían el desafortunado poder de dictar todos tus movimientos, desde qué entrada hasta qué baño podías usar. Te decían exactamente dónde no eras bienvenido. Sabía que en los años treinta, cuarenta, cincuenta y sesenta crecer era así, pero hombre, fue una bofetada en toda la cara cuando hice mi primera gira estadounidense en 1951. Mi tema «From the Four Winds» llamó la atención de mi ídolo, el gran director musical Lionel Hampton, y me invitaron a unirme a su big band.
Nos echamos a la carretera con fuerza y aquel año hicimos trescientas actuaciones de una noche, recorriendo todo Estados Unidos: Tulsa, Wichita, Albuquerque, todas partes. Con un autocar lleno de músicos negros en los años cincuenta, siempre teníamos que llevar un conductor de autobús blanco porque de lo contrario no habríamos podido parar en los restaurantes. El conductor tenía que ir y asegurarse de que no hubiera moros en la costa, o sacarnos la comida afuera.
Nunca olvidaré cuando cruzamos la frontera para entrar en Texas, sobre las tres de la madrugada, con un hambre del demonio, y tuvimos que parar en seis sitios diferentes para intentar conseguir algo que comer, mientras el conductor nos decía que era demasiado peligroso que bajáramos del autocar. No podíamos hacer nada, así que continuamos conduciendo con el estómago vacío y al final llegamos a Dallas tres horas después. Al entrar en la ciudad, pasamos por delante de una iglesia y allí mismo, en el campanario, había una cuerda larga atada a la parte superior con la efigie de un hombre negro colgando de ella, básicamente una indicación para los transeúntes: «Si eres negro, no te pares. Ni se te ocurra entrar aquí». No nos detuvimos.
Encontrar un lugar donde dormir era otra historia; era un proceso absolutamente incómodo y doloroso en cualquier lugar de Estados Unidos al que viajáramos. Después de tocar en un club que se beneficiaba de tener nuestro nombre en las marquesinas, teníamos que salir por la puerta para gente «de color» e ir a buscar un motel para gente «de color» en el que hubiera habitaciones libres. Una noche íbamos por Newport News, Virginia, y no había ni una sola habitación libre en los moteles para gente «de color», así que mi compañero de habitación, Little Jimmy Scott, y yo tuvimos que dormir en una funeraria rodeados de cadáveres.
La única manera de tener un pequeño respiro durante una semana seguida era tocar en el Chitlin' Circuit (el nombre que se daba a los teatros, cantinas con gramola, salas de baile, clubes nocturnos y locales regentados por negros donde los artistas negros podían actuar con seguridad durante la segregación). Habíamos estado en todos, incluidos el Apollo de Nueva York, el Uptown de Filadelfia, el Regal de Chicago, el Royal de Baltimore y el Howard Theatre de Washington, D.C. Aquellas eran las únicas salas donde podían programar con comodidad actuaciones de negros, así que acabábamos tocando unas cuatro veces al año en cada una de ellas.
Por un lado, éramos artistas célebres, pero en cuanto bajábamos del escenario y soltábamos las trompetas y los saxofones se nos volvía a reducir al color de nuestra piel. Mi padre siempre me recordaba la frase: «Ni una gota de mi autoestima depende de que me aceptes». Así que mi viejo amigo Ray Charles (a quien había conocido en Seattle cuando yo tenía catorce años y él dieciséis) y yo nos lo repetíamos mutuamente cuando nos las veíamos con el racismo; era la única actitud que nos hacía salir adelante. Sin embargo, aquellas palabras, pese a su fuerza, no nos blindaban. Independientemente de cómo me lo planteara, lo que soportábamos a diario era profundamente doloroso. Y todavía me impresionaba más ver a aquellos músicos mayores a quienes admiraba despojados de su humanidad una y otra vez.
En total, estuve tres años con Hamp (el apodo de Lionel). Pero cuando empecé a acompañarle, algunos de aquellos tipos llevaban en la carretera más de treinta años lidiando con aquel mismo trato. Puede que pasar por aquello cada día de la vida fuera contra nuestros instintos naturales, cuando podríamos habernos quedado en casa con personas que se parecían a nosotros, pero aun así elegimos viajar y actuar porque era nuestra forma de libertad. Sí, seguro que era un bofetón a nuestra dignidad, pero en el fondo sabíamos que nuestra música era mucho más poderosa que cualquier restricción que nos pusieran sobre adónde podíamos ir y adónde no. Y lo más importante, nos mantuvimos unidos, y cuando funcionas como una unidad aprendes a desarrollar una serie de mecanismos de supervivencia para evitar que la ira se desborde. El humor y el ingenio, junto con nuestra pasión por la música, fue lo que de verdad nos impulsó a salir adelante. En la carretera, cada vez que nos enfrentábamos a la frase «Aquí no servimos (a) negratas», teníamos un chiste recurrente, nos reíamos y contestábamos: «Genial, porque no nos los comemos». No podíamos dejar que nos echaran de aquella manera, así que teníamos que actuar por nuestra propia cuenta.
En contraste con la división del país, una de las partes más bonitas de aquella gira del 51, y de la comunidad del jazz en general, era la camaradería con los demás músicos. Puesto que a mis dieciocho años yo era el más joven, algunos de los gatos más viejos siempre me cogían aparte para dejar caer algún consejo. La frase que decían todos, desde Count Basie hasta Coleman Hawkins y Benny Carter, era: «Pasa a mi despacho un momento, jovenzuelo. Yo te cojo el abrigo» (que quería decir: «Ven para aquí, que te voy a enseñar un par de cosas»). Ahí fue cuando aprendí por qué Dios nos había dado dos orejas y una boca: porque se supone que hemos de escuchar el doble de lo que hablamos. En cambio, de haber querido que habláramos más de lo que escuchamos, nos habría dado dos bocas. A aquella edad aprendí rápidamente que cuando alguien sabe de qué habla lo que has de hacer es callar. Aquella lección resultó ser importante, porque si no captabas las reglas de la carretera, te dejaban de lado.
Uno de los consejos más importantes que me dieron lo recibí con veinte años del legendario saxofonista Ben Webster (conocido como «el Bruto»). En 1953, justo antes de mi primera gira por Europa con Hamp, Ben me cogió aparte y me dijo: «Jovenzuelo, allá donde vayas con él, quiero que te aprendas treinta o cuarenta palabras de la lengua del país. Si aprendes la lengua, te llevará hasta la comida y la música. Así que quiero que escuches la misma música y comas la misma comida que ellos, porque el alma de un país se identifica por su música, por su comida y por su lengua. Hay que ir para saber». Me guardé el consejo en el bolsillo trasero y esperé con ansia a ponerlo en práctica en la carretera.
Cuando llegamos a la estación de Palais d'Orsay de París en un tren procedente de Suiza sobre las ocho de la tarde, nos dio la bienvenida una vista imponente del cielo carmesí abrazando la silueta de la Torre Eiffel. Era una de las más bellas que había visto en mis veinte años de vida. La ciudad tampoco me decepcionó. París era un sueño para un músico de jazz. Como consecuencia de que los soldados negros hubieran llevado el jazz a Europa tras la Primera Guerra Mundial, los franceses nos recibieron con los brazos abiertos, una acogida muy diferente a la que teníamos en nuestra propia casa, en Estados Unidos. Fue una época magnífica. No solo tocaba en una de las bandas de mi ídolo en un lugar que nos aceptaba por quiénes éramos, sino que estar en la carretera era como asistir a la universidad de la música.
En el primer restaurante en el que paramos en Francia, yo estaba decidido a seguir las instrucciones de aprender la lengua, así que intenté leer la carta. Cuando vi todas aquellas palabras extranjeras en la página, lo único que pude descifrar fue «bistec con potaje». Pensé: «Bueno, ¡nada puede fallar con un bistec estofado!», pero el plato resultó ser una especie de sopa de avena. Seguí equivocándome por todas partes, pero, con todo, aprender a hablar una lengua era una experiencia inmensamente gratificante. Aunque al principio resultara intimidante, poco a poco las cosas fueron cobrando sentido. Una palabra aquí, otra allá…, todo sumaba. Desde Francia a Suecia, a Grecia, a Pakistán, estaba decidido a comunicarme como lo hacía la gente de allí.
Lento pero seguro, a lo largo de mis viajes con la banda, ese proceso me abrió los ojos a cómo se comunican los humanos a través de las fronteras. Ben tenía razón: aprender algo de la lengua me llevó directo a la comida. Cuando por fin fui capaz de leer la carta, pude expresar con exactitud lo que quería pedir. Paella, pastel de carne, feijoada, pollo Marbella, lenguado meunière…, mi cabeza procesaba maravillada los gustos incomparables y el arte que había tras la creación de cada chef. El hecho de que aquellos cocineros supieran qué especias mezclar para que en cada plato hubiera armonía y delicado equilibrio me abrió los ojos a la creatividad que implicaba la cocina, sin duda un nivel superior a la cocina de supervivencia que estaba acostumbrado a comer en casa.
Enterarme de la variedad de alimentos que había en el mundo y del uso de ingredientes básicos que eran comunes a una cultura concreta me hizo entender que la comida y la música están inextricablemente relacionadas.
Piénsalo. ¿Cuál es el instrumento más agudo y destacado de una orquesta?
¡El flautín!
Ahora piensa en la cocina. ¿Cuál es el gusto más fuerte que sube por encima de cualquier otro?
¡El del limón!
En mi opinión, el equivalente culinario del flautín es el limón. Por mucha salsa picante y ajo o cualquier otra cosa que le eches a un plato, el limón las elimina a todas, igual que hace el flautín en una orquesta sinfónica. Los sabores de la comida y los fundamentos de la música están íntimamente relacionados, y eso me enseñó a cocinar como un orquestador y a orquestar como un chef. Cuanto más profundizaba, y cuanto más entendía cómo mezclar diferentes gustos y sonidos, más eran las combinaciones con las que era capaz de jugar.
De algún modo, sentía como si Ben me hubiera entregado el código secreto de la vida. Aquello me dio la vuelta completamente. Yo venía del gueto de Chicago y solo conocía lo que me resultaba familiar. Pero tras experimentar en el extranjero con lenguas, comidas y músicas nuevas, se abrió ante mí todo un mundo también nuevo que infundió más vida al mío. No tenía que aprender una lengua perfectamente, ni probar todas las comidas, ni escuchar toda la música. Solo tenía que estar abierto a ellas para entender y reconocer lo que hacía vibrar a las gentes de las diferentes regiones.
Viajar me ayudó a ver las cosas de otro modo. Y sobre todo me ayudó a que me vieran de otra manera. En la gira por Francia, los franceses nos aceptaban por quiénes éramos: músicos, no músicos negros. Nos cuidaban, amaban nuestra música y amaban a nuestra gente. De no haber sido por los franceses, no tendríamos jazz. Lucharon por él en Congo Square en la época de la esclavitud, y por toda Europa después. Fue la primera vez en mi vida en que me sentí libre en tanto que hombre negro y músico. No tenía que ver con tu aspecto, sino solo con si sabías tocar. Me mostraron lo que significaba el amor y el respeto auténticos por las diferencias.
Francia me evoca muchos de los recuerdos más intensos y cálidos de mi vida. En cierto modo, Europa me ayudó a definirme como joven músico y a encontrar mi lugar en el mundo. Me ayudó a salir de Estados Unidos, donde tenía todos los problemas delante de la cara, precisamente por el color de ella, y así era imposible separar mis luchas de mi música. Ver la alegría y el sufrimiento que experimentaban los diversos pueblos en el extranjero me enseñó que tengo más en común con mis hermanos y hermanas de la otra punta del mundo de lo que yo pensaba. Viajar se convirtió en una celebración de las diferencias culturales. Me abrió el alma y la mente a un mundo mucho más grande que la caja en la que el racismo había intentado encerrarme.
Tras haber experimentado ese tipo de libertad intercultural por primera vez en Europa, me fijé como objetivo intentar buscarla en mis viajes posteriores, y desde entonces no he dejado de hacerlo. Como ventaja adicional a la lección de Ben, reconocer la cultura de una ciudad a través de la lengua, la comida y la música de sus habitantes me proporcionó una nueva perspectiva del pasado, el presente y el futuro. Leer sobre la historia de un grupo de personas determinado es totalmente diferente a sentir la historia mientras caminas por sus monumentos y lugares de guerra o sentarse con alguien de la zona a escuchar su punto de vista sobre la influencia que el pasado ha tenido en el presente.
En tanto que estadounidense, me molesta saber que, al momento de escribir este libro, los Estados Unidos no tienen Ministerio de Cultura. Es el reflejo de una mentalidad social venenosa según la cual la historia y la cultura son irrelevantes. Pues bien, yo digo que la cultura es cualquier cosa menos irrelevante. Has de saber de dónde vienes para conseguir llegar adonde quieres. Sin esa base no sabrás quién eres, y no puedes esperar crear honradamente sin saber la verdad. Además, las huellas de la interculturalidad están por todo el arte moderno; solo hace falta mirar con atención.
Por ejemplo, la mayoría de las veces, cuando pregunto a los artistas de dónde viene el break dance, contestan que del Bronx. ¡Mal! Viene de la capoeira, un tipo de arte marcial disfrazado de danza que surgió hace miles de años entre los esclavos africanos procedentes de Angola y Brasil. Un amigo que coreografió los Juegos Olímpicos de Río 2016 se propuso demostrarlo haciendo actuar a bailarines de break dance del Bronx y después a bailarines de capoeira brasileños. Quedó claro que cada paso que interpretaban los bailarines de break dance era una evolución de aquella forma de arte.
Por otra parte, cuando pregunto a los artistas de dónde viene el rap, normalmente no saben darme una respuesta directa. Pues bien, tiene su origen en los imbongi, los griots y los historiadores orales de África. Desde nuestra música hasta nuestra jerga procede de aquellos que nos allanaron el camino. ¡Lester Young llamaba colega a Count Basie hace noventa años! Doo-wop, bebop, hiphop, laptop: todo forma parte de la misma evolución. La gente no suele hablar sobre por qué terminamos con el bebop, el doo wop y el hiphop, pero es porque todos son el resultado sociológico de una existencia muy dolorosa. Nuestra música no nació de la costa este, nació de la esclavitud. Eso debería cambiar radicalmente la forma en que vemos nuestro arte.
Creo que la música es el pulso de la vida porque tiene la capacidad de hablar a todo tipo de personas, independientemente de su color o su origen. De hecho, las crónicas indican que el primer texto poético de estilo rap del que se tiene constancia fue «Kinesiska Muren», una canción fechada en Europa a principios del siglo xx, compuesta por Evert Taube, autor, artista, compositor y cantante sueco. Él y su hijo, Sven-Bertil Taube, eran expertos en canciones folk de Estocolmo. Más tarde, Dag Vag rehizo «Kinesiska Muren» y en mayo de 1981 la canción se colocó entre las diez primeras posiciones de la lista Billboard de éxitos mundiales.
No puedes permitirte acomodarte hasta el punto de llevar la ignorancia por bandera y pensar que está bien no saber lo que sucedió antes de ti. No saber nunca es bueno. No dejo de decírselo a los cantantes de hiphop. No podemos permitirnos criar a una generación de creadores que piensen que son las únicas personas del mundo o las primeras en habitarlo. La gente que no conoce su historia o cómo celebrar las diferencias culturales se queda con ideas preconcebidas y estereotipos, que es en buena parte por lo que existe el racismo en la actualidad.
Por eso lo paso tan mal cuando oigo a los raperos usar la palabra negrata en su música. Quizá pienses que estoy un poco anticuado, lo sé, pero solo lo digo porque lo he vivido. Si la gente hubiera sufrido el dolor profundo que acompañaba a esa palabra, probablemente no la utilizaría tan a la ligera en su arte. La he oído utilizada de muchas maneras, y es como si a los artistas les pareciera que si seguimos jugando con ella perderá su significado. La palabra original, de raíces eritreas, en su día simbolizó a un tipo de monarca y era un término afectivo. Pero en la actualidad, se mire por donde se mire, hay demasiada subjetividad ahí fuera como para utilizarla con esa despreocupación en letras de canciones, letras de canciones que cantará en voz alta gente de cualquier entorno.
Cuando cumplí ochenta y cinco años, mi equipo de Quincy Jones Productions y yo hicimos una gira orquestal por Europa y actuamos en Londres, París, Budapest y Suiza. Fue increíble ver cómo, noche tras noche, gente de todas las edades, razas, religiones y clases sociales llenaban las salas de concierto. Llevo más de setenta años viajando en nombre de la música y he sido testigo en repetidas ocasiones de la capacidad que tiene la música de unir a gente de todas las condiciones sociales. La realidad dice más que cualquier palabra que yo pueda escribir. Independientemente de en qué lugar del mundo me encuentre, cuando acabo una sesión de grabación con colaboradores solemos ir a casa de alguno de nosotros y cocinamos, tocamos música nueva y charlamos y reímos juntos. Siempre se crea una atmósfera de auténtica conexión, y más espacio para la creatividad y la experimentación musical.
Hoy en día, continúo tomándome en serio el consejo de Ben Webster y lo pongo en práctica en todas mis paradas, ya tengo conocimientos básicos de cerca de veintisiete idiomas: francés, sueco, servo-croata, farsi, iraní, turco, griego, ruso, katakana y muchos más. La verdad es que no hay regalo más bonito que sentirse como en casa en cualquier lugar del mundo al que voy y ver a la gente por lo que realmente es. Tanto si se trata de la diferencia de significado en una palabra por la colocación de un acento, como de las diferencias de sabor de los ingredientes o de las diferencias en la música del mundo, has de abrir el corazón y la mente para ser capaz de entenderlas y celebrarlas todas.
De modo que si solo coges una cosa de esta Nota, por favor, hazme caso: «hay que ir para saber». Je t’aime dix mille foix!