Tengo una deuda con la obra de decenas de periodistas que cubrieron el puente marítimo, en especial Jo Thomas, Joseph B. Treaster y Edward Schumacher, del New York Times; Helga Silva, Guillermo Martínez, Dan Williams y Guy Gugliotta, ex reporteros del Miami Herald; y varios más del Washington Post y Newsweek. A Joe Julavits, que trabajaba entonces para el ahora inexistente New Orleans States-Item, le debo los detalles de la aventura cubana del capitán Mike Howell. En el New York Times, mis jefes, particularmente Gerald Boyd, apoyaron el libro desde el principio.
También estoy endeudada con la tarea de bibliotecarios e investigadores como Martin I. Elzy, ex director adjunto de la Biblioteca Jimmy Carter; Gay Nemeti, del Miami Herald; Linda Lake y Vincella Miller en el New York Times; Esperanza de Varona y su equipo de la Colección de la Herencia Cubana de la Universidad de Miami, en especial Zoe Blanco-Roca; Nancy Burris, del Times-Picayune; y Traci L. Hahn en el Centro Nacional de Documentación de Embarcaciones del Servicio Guardacostas de Estados Unidos. En la búsqueda del capitán Mike Howell me ayudaron Mona Porter y Robert Sanchez, de la División de Vehículos Motorizados del Estado de la Florida, quienes me facilitaron la lista original de embarcaciones llamadas Mañana. Chris Havern, historiador de la oficina de historia del Servicio Guardacostas en Washington, D.C., redujo la lista de cincuenta y cinco a cuatro recurriendo a la lógica de marino y las corazonadas de historiador. Manolo Fallat, compañero de viaje del Mañana dotado de una memoria prodigiosa, escogió el nombre de Mike entre cuatro que le presenté un día cerca de medianoche, veintitrés años después que ambos desembarcáramos en Cayo Hueso.
Pocos escritores comparten mi suerte de que un académico haya escrito un libro sobre un tema similar. En el curso de mi investigación, me tropecé con una joya de libro, Presidential Decision Making Adrift: The Carter Administration and the Mariel Boatlift, escrito como disertación doctoral en 1992 por David W. Engstrom, actual profesor asociado de la Escuela de Trabajo Social de la Universidad Estatal de San Diego. El doctor Engstrom no sólo compartió conmigo sus observaciones sino también me permitió usar y retener por más de dos años sus valiosos archivos, acumulados en seis años de investigación. Otros dos libros ayudaron inmensamente: The Closest of Enemies: A Personal and Diplomatic Account of U.S.-Cuban Relations Since 1957, de Wayne S. Smith; y Secret Missions to Cuba: Fidel Castro, Bernardo Benes, and Cuban Miami, de Robert M. Levine, profesor de la Universidad de Miami que murió antes de poder agradecerle el haber escrito la historia de Benes antes que yo. A través de los años, Wayne Smith ha tenido la gentileza de concederme varias entrevistas cuando pudo haberme remitido con la misma facilidad a su minucioso libro.
Muchas otras personas contribuyeron, en grande y pequeña medida, desde recomendarme un libro hasta entregar una carta en Perú. No puedo nombrarlos a todos, pero aquí van algunos: Eida de la Vega encontró el libro de Engstrom; Rogelio Ventura sacó a la luz y me envió un documento crucial; Teresa Mlawer hizo los contactos iniciales en Lima, Perú, por medio de sus amigas Aida Marcuse y Martha Fernández, que me condujeron a los embajadores Ernesto Pinto-Bazurco y Edgardo de Habich. Mi querido amigo Jorge Koechlin tenía el teléfono de la casa del ex presidente del Perú, general Francisco Morales Bermúdez. Salomón Haddad, uno de los pocos cubanos de Miami que no se han olvidado de los cubanos que quedan en Perú, me condujo a Mercedes Álvarez, y Hugo Díaz Pizarro me llevó a su casa y a todas partes en Lima, sin importarle la distancia, la hora o la frecuencia.
En Estados Unidos, les agradezco a todos los antiguos miembros del gobierno de Carter que escarbaron en su memoria detalles de la historia del Mariel: Stuart Eizenstat, que compartió sus notas manuscritas con el doctor Engstrom y, por tanto, conmigo; Zbigniew Brzezinski, que tuvo la paciencia de soportar mi aún imprecisa entrevista; Robert Pastor, que advirtió que yo tenía un libro entre las manos antes de que yo misma lo supiera y respondió a todas mis preguntas con esa intuición en mente; Peter Tarnoff, que entendió rápidamente la esencia de todas mis preguntas; Victor Palmieri, que me permitió examinar su manuscrito inédito; y el presidente Jimmy Carter, que me respondió por fax a la única pregunta que de verdad quería hacerle: ¿Por qué instó a los norteamericanos a que nos recibieran con los brazos abiertos si realmente no lo sentía? Aunque contestó que nunca pretendió acoger un puente marítimo ilegal, su respuesta sigue sin parecerme clara. En realidad, no importa. Tanto él como su personal insisten en que no les quedó más remedio. Creo que subestiman su generosidad.
Entre los amigos de Miami he hallado un caudal de información y ganas de ayudar: Norberto Fuentes me presentó a dos desertores cubanos que tenían respuestas a muchas de las preguntas que les hubiera hecho a funcionarios del gobierno cubano si me hubieran concedido las entrevistas que reiteradamente solicité. Ambos desean permanecer anónimos. Otro desertor, Carlos Cajaraville, que murió posteriormente, me guió en la dirección adecuada al principio de mi investigación en 1999. Guillermo Martínez me confió el manuscrito de un libro que escribió con Victor Palmieri. Siro del Castillo me concedió la primera entrevista y compartió documentos y libros. Guarioné Díaz, David Shahoulian, Antonio Jorge, María Cristina Herrera y Teo Babún compartieron información, documentos y recuerdos.
Lissette Elguezabal, C.M. Guerrero y Héctor Gabino, del Miami Herald, contribuyeron con fotografías, así como Pam Prouty y Minla Shields, del Atlanta Journal Constitution. Bob Mack me permitió gentilmente usar fotos que tomó hace más de veinticinco años en La Habana.
También estoy agradecida de una mujer a quien no conocí y cuyo nombre no sé. Sabiéndose enferma de muerte, llamó a Rafael Peñalver, conocido abogado de Miami y amigo mío, para ofrecerle varias cajas con cientos de recortes sobre el puente marítimo del Mariel y sus consecuencias. El tesoro de esa mujer me reveló muchos de los secretos del Mariel.
Fabiola Santiago compartió mi angustia cotidiana al escribir. Ana María Rabel, también marielita y amiga, me alimentó cuerpo y espíritu más de una vez, cocinando para mi familia cuando yo no podía. E Ingrid Fuentealba cuidó amorosamente a mis hijos mientras yo escribía. Mis padres y mi hermana, Mabel Junco, fueron invaluables fuentes de información. Mi esposo, Arturo Villar, leyó todo lo que escribí y lo releyó después que lo reescribí. Nunca se aburrió y sacrificó mucho en los casi tres años de trabajo que invertí en este libro, incluida una mudanza a Miami, dejando atrás su querido barrio de Carnegie Hill en Nueva York.
Andrés Reynaldo, uno de los mejores escritores que conozco y también refugiado del Mariel, y Marifeli Pérez-Stable, poseedora de una de las mentes más claras en Estados Unidos sobre asuntos cubanos, leyeron versiones de este libro y me sacaron de apuros. Sam Freedman, mi profesor y colega, creyó que yo podía escribir este libro antes de que a mí se me ocurriera y me aconsejó que asistiera a su seminario de escritura en la Universidad de Columbia en la primavera del 2001.
No pude haber pedido mejores agentes que Heather Schroder, que tuvo la visión de intuir un libro en mis interminables divagaciones durante nuestros desayunos casi mensuales en Nueva York, y Thomas Colchie, que hizo posible que este libro existiera en español. Él me condujo a Milena Alberti, la editora de Vintage Español, que le ha inyectado a esta edición no sólo todo su profesionalismo y entusiasmo sino también cariño. Su asistente, Jackeline Montalvo, tuvo el buen tino de escoger al mejor traductor para este libro, Orlando Alomá, antiguo colega del Miami Herald. A Cecilia Molinari le agradezco su ojo sagaz y afilado lápiz.
Y finalmente, pero sólo porque mi gratitud es tan grande que los dejé para lo último, tengo una inmensa deuda con los hombres y mujeres que pueblan este libro: Bernardo Benes, Héctor Sanyustiz, Radamés Gómez, Francisco Raúl Díaz Molina, Ernesto Pinto, Mercedes Álvarez, Napoleón Vilaboa, mi tío Oswaldo Ojito y el capitán Mike Howell. Dieron de sí desinteresada y frecuentemente, contestando cada pregunta y cada llamada telefónica, compartiendo mi obsesión por la exactitud y los detalles. No hubiera podido escribir este libro sin su confianza y cooperación. Es más, sin ellos no habría Mariel ni historia que contar.