Mi graduación de escuela primaria en 1975, con mi maestra de sexto grado, Rita, y la directora de la escuela, Iraida.
¿Qué? grité, subiendo de mala gana la escalera hacia nuestro apartamento. ¿Qué quieres? pregunté abriendo la puerta de un tirón. Estaba jugando en casa de mi mejor amiga, en la acera del frente, cuando la voz de mi madre, desde el balcón, me había obligado a suspender el juego y correr a casa.
Cuando entré, mi hermana me miró expectante, pero no dijo nada. Una sensación de temor se apoderó de mí, y miré a mi madre en busca de pistas.
Años de estudiarle el rostro me habían vuelto experta en descifrar sus estados de ánimo. Con mirarle furtivamente la boca o la frente sabía el día que nos esperaba. Un ceño fruncido, solo, era señal de aburrimiento o cansancio; un ceño fruncido acompañado de ojos entrecerrados anunciaba cólera y advertía de consecuencias por mal comportamiento. Una frente sin arrugas, y a veces incluso ojos vivaces, significaba un respiro de su incesante pesimismo o de su tristeza. Los días de ojos vivaces podía esperar cualquier sorpresa de mi madre: un ratoncito muerto flotando en una paila de agua, un arroz con leche tibio al regresar de la escuela, una blusa nueva hecha de los retazos guardados de su costura o la promesa de que, a las siete de la noche, me dejaría ir a casa de la vecina a ver mi programa favorito de televisión.
Pero hoy estaba distinta. Hoy parecía contenta. Su cara redonda, enmarcada por el pelo negro y sedoso, se veía receptiva y cálida, apacible y con la luminosidad de un antiguo traje de bodas de satín blanco. Sus ojos oscuros levemente achinados brillaban. Ni cuenta parecía haberse dado de mi tono de alarma. ¡Oh, no! pensé, nos llegó la salida. Y sentí pesar, porque en el verano de 1974, a los diez años, nada hubiera causado más alegría a mis padres —y tristeza a mí— que el permiso de emigrar a Estados Unidos.
No recuerdo un momento de mi vida en que no supiera que la aspiración más acariciada de mis padres era algún día, de algún modo, irse de Cuba, como ya lo había hecho la mayor parte de la gente que conocíamos. Mis memorias más tempranas no son las de hacer amistades, sino de perderlas. Todos los amigos de mis padres y muchos de nuestros familiares se habían ido antes de que yo cumpliera seis años. Los domingos, cuando paseábamos por el barrio, de repente mi madre notaba el revelador papel amarillo del gobierno que sellaba la puerta de la casa de un vecino, y comprendía que había perdido otros amigos —y por ende, yo también. Marcelo y Mery y sus dos hijas, la familia de los bajos, se fueron primero. Mery le cortaba el pelo a mi madre; Marcelo, a mi padre. Después fueron Gladys y Ñico, a la vuelta de la esquina. Gladys era prima segunda de mi madre; su hija mayor era mi amiga y compañera de clases. Luego les tocó a Alicia y Miguel. Vivían a una cuadra y eran los mejores amigos de mis padres. Su casa amplia y llena de libros era un imán de gente interesante y divertida que muchas noches hacían reír a mi madre, y a mi padre olvidarse de su vida un rato.
Con el tiempo, mis padres, mi hermana y yo nos sentábamos a planear nuestros fines de semana y nos dábamos cuenta de que ya no nos quedaba a quien visitar. Mi madre comenzó a oír novelas radiales para llenar el silencio de sus días. Mi padre prefería quedarse en casa, y se pasaba los domingos lustrando los zapatos de los cuatro en la terraza. Yo empecé a hacer amistad con los ancianos del barrio, los que pensé que eran demasiado viejos para irse. Me pasaba horas en la oscura casa colonial de cinco hermanas solteronas, que siempre decían que querían ser enterradas en Cuba. Creía que, a menos que se enfermaran y murieran de repente, sus planes de entierro le garantizaban cierta longevidad a nuestra relación.
Así, poco a poco, el deseo de salir se convirtió en un modo de vida. Mi padre buscaba en el periódico noticias de conflictos con otros países, calculando qué nación enemiga acogería con más probabilidad a refugiados cubanos. Mi hermana y yo rara vez usábamos nuestra mejor ropa porque mi madre la guardaba, planchada y en forro plástico, para que nos viéramos elegantes al llegar a Madrid, que fue el plan por un tiempo, o a Nueva York, que siempre fue el sueño. A medida que crecíamos dejó de hacerlo y en su lugar guardaba las telas más gruesas que encontraba, suponiendo que cualquier sitio al norte de La Habana sería frio. Mis padres evitaban todo tipo de filiación política porque, como les explicaban a los diversos reclutadores que venían a la casa para alentarlos a que se integraran a la revolución, no valía la pena. Estamos esperando los papeles de salida, explicaban. Y los hombres y mujeres que religiosamente trataban de convertir a mis padres en comunistas abrían los ojos y exclamaban, ¡Aah!, sorprendidos de su honestidad y un tanto envidiosos de una familia con un plan tan definido.
Pero de pie ante mi madre ese día, rogando en silencio que la urgencia de su voz no estuviese ligada a nuestros planes de emigrar, sólo detecté júbilo; ni un sólo gesto nervioso. Me di cuenta de que no se trataba de los papeles. Con el rabillo del ojo, vi a mi padre, agachado, jugueteando con lo que parecía una caja negra. Me incliné para ver qué hacia, pero al principio sólo veía su pelo negro y rizado que todas las mañanas peinaba cuidadosamente con brillantina, y luego la nariz larga, que, como la aguja de un reloj de sol, dividía en dos su cara estrecha y descendía en ángulo recto sobre su bigote fino. Me alcé en punta de pies y vi por fin lo que mi padre me ocultaba: ¡un televisor!
¡Ay, Dios mío!, grité y me encaramé en la espalda de mi padre, abrazándolo fuerte.
Deseaba un televisor desde hacía tanto tiempo que había empezado a pensar que nunca lo tendría. Me hubiese conformado con uno como los que tenían mis amigos: reliquias en blanco y negro de la época en que en Cuba se vendían productos norteamericanos. Y aquí llegaba el nuestro. Al fin. También en blanco y negro, pero nuevo y grande, con una incomprensible palabra rusa en la parte superior derecha.
De la alegría, empecé a saltar. Mi hermana y mi madre también. Mi padre nos explicó que por 200 pesos, el equivalente a un mes y medio de salario, le había comprado un cupón a un amigo que certificaba que le había donado un viejo televisor norteamericano al gobierno. Con ese cupón falso, mi padre se gastó otros 700 pesos, una fortuna para nosotros, en comprar el aparato ruso; sin el cupón no hubiera podido. Todo era más o menos ilegal, pero mi padre nos aseguró que no sería descubierto, aunque lo dijo en un tono más de esperanza que de certeza, más apenado que triunfal por el negocio. Aun así, con ayuda de mi madre, había logrado una hazaña. Durante años, mi madre había separado cada peso que ganaba en la máquina de coser para que nuestra familia pudiera darse ciertos lujos, como almorzar pollo frito todos los domingos, salir a comer de vez en cuando, y ahora, finalmente, un televisor.
A menudo, mis padres me recordaban la vida que llevaban antes de la revolución, la vida que, según ellos, yo debí tener. Hablaban con frecuencia de baños con jabones de olor, de champú que lavaba de verdad el pelo largo como el mío, de artefactos caseros “Made in USA” que duraban años y años y de un ungüento mágico, llamado Vicks VapoRub, que quitaba la tos y destupía la nariz. Uno de esos pomos azul cobalto, el último que compraron mis padres antes que los productos norteamericanos desaparecieran de las farmacias, aún presidía en nuestro botiquín. Todas las posibilidades del capitalismo, de la vida en la Cuba anterior a Castro, se encerraban para mí en ese frasquito redondo y chato con un emplasto tan viejo que había perdido el olor.
La vida a finales de los años cincuenta era alegre, me decían mis padres. Los fines de semana paseaban por la ciudad en autobuses limpios y casi vacíos, sólo para matar el tiempo. De noche, los programas de televisión eran entretenidos, no educativos como los que yo tenía que ver a falta de otros. Sus programas preferidos daban premios. ¡Imagínate! me decía mi padre. Gateabas por un palo ensebado y si llegabas al tope, te ganabas un colchón o un sofá. Si encontrabas un gallito plástico dentro del jabón de lavar, te podías ganar una casa. ¡Una casa! ¡Imagínate! Pero yo no podía imaginármelo, hasta que mi padre me llevó a ver la única casa del barrio que aún llevaba el emblema del jabón, Jabón Candado.
Cuando caminaba por el barrio, me desviaba buscando esa casa, para maravillarme de su construcción y examinar los detalles ornamentales de la fachada —grietas y nichos y columnas dóricas, una reliquia. Una adolescente en silla de ruedas vivía en esa casa, y todos los días sus padres la sacaban al portal a recibir la brisa de la tarde. Se sentaba sola, con su vestido rosado de pliegues, y me miraba mientras yo miraba su casa. La madre salía a veces y, suponiendo que sentía curiosidad por su hija, me invitaba a pasar. Me preguntaba: ¿Quieres ser su amiga? Pero yo sólo quería vivir en su casa o, al menos, visitarla. Ansiaba tocar el símbolo del Jabón Candado, un candado abierto adosado a la fachada para recordarles a todos que años atrás alguien en esa casa había tenido la buena suerte de encontrar un gallito plástico dentro de una barra de jabón.
EN MI MUNDO no existía la buena suerte. Mi familia vivía en un apartamento de una sola habitación por el que mis padres pagaban veinticinco pesos al mes, poco menos del 20 por ciento del salario de mi padre. Como el gobierno había confiscado la propiedad privada, nunca supimos quién era el dueño original del apartamento. Para nosotros, era nuestro. Nadie podía botarnos, como decían mis maestros que los capitalistas hacían con los pobres que no podían pagar el alquiler. Pero tampoco teníamos la oportunidad de ganarnos una casa o incluso un apartamento más grande probando suerte. En mi mundo, la gente se ganaba el derecho a tener lo que necesitaba por su trabajo duro y la actitud política adecuada, no por suerte.
La gente que yo conocía obtenía cupones para comprar batidoras plásticas o lavadoras rusas trabajando largas horas, seis días a la semana e incluso los domingos, por el bien del país. Cortaban caña en campos lejos de su familia, ayudaban a construir casas para los que no tenían o trabajaban horas extras en fábricas para cumplir metas de producción o tal vez lograr el derecho a comprar un refrigerador. Mi padre trabajaba duro, más que muchos otros, me constaba. Sin embargo, hasta el día en que trajo ese aparato ruso a casa, yo nunca había encendido un televisor.
Anda, enciéndelo, dijo mi padre, adivinándome el pensamiento. Con cuidado.
Una simple vuelta del botón a la derecha y una luz apareció en el centro de la pantalla, parpadeó un instante y entonces, como por arte de magia, la pantalla se iluminó.
No se veía nada; la programación no empezaba hasta más tarde. Nos sentamos en el sofá, sonrientes, mirando unas bandas verticales sobre una larga banda horizontal hasta que nos aburrimos. A las 5:45 de la tarde, transmitieron una vieja película argentina, que todos vimos con atención comiendo pan con aceite y sal, nuestra merienda favorita.
Una hora después, cuando la película estaba a punto de terminar, se fue la luz. Los apagones nocturnos de varias horas eran comunes en Cuba, especialmente en mi barrio de Santos Suárez. Allí no vivían diplomáticos, ni estudiantes extranjeros, ni camaradas de Europa Oriental —los únicos forasteros que visitaban a Cuba por entonces—, por lo que mi barrio se prestaba para mantenerlo a oscuras. Nadie se quejaba. ¿A quién? ¿Para qué? La mayoría hacía lo que hicimos esa noche: salir al balcón o la terraza, sentarse en un sillón, y mecerse para espantar el tedio y la frustración.
Me sentía tan agradecida de tener un televisor que, cuando se fueron las luces, corrí a la habitación de mis padres, me tiré bocabajo en la sobrecama rosada, cerré los ojos y me prometí que al empezar el sexto grado en septiembre, sólo vería televisión después de hacer la tarea y aprenderme las lecciones del día.
Más tarde, cuando le conté a mi madre lo de la promesa, sacudió la cabeza en silencio. Si pensaba que era exageración mía, no lo dijo. Sabía que el anterior año escolar había sido un tormento para las dos. Necesitaba probar, aunque sólo fuese a mí misma, que —al menos en los estudios— era irreprochable.
HABÍA TENIDO DOS maestras en quinto grado, una de ciencia y matemática, la otra de literatura e historia. Esta división de asignaturas era una novedad, porque hasta entonces había tenido una sola maestra o maestro por grado y a todos los veneraba. Así que tal vez por costumbre sentí un vínculo instantáneo con mis dos maestras el primer día de clases.
Eran jóvenes y bonitas. Tania tenía pelo negro y largo hasta la cintura, y usaba vestidos muy cortos. Eradia era delgada y trigueña, con los rasgos delicados de un pajarito. Tenía pelo negro, corto y rizado y una amplia sonrisa que revelaba dientes blanquísimos.
En la primera semana de clases, Tania hizo una pregunta que nunca me habían hecho.
¿Quién de ustedes cree en Dios?, preguntó, recorriendo la clase con la mirada.
Sin pensarlo levanté la mano. También lo hizo Ivón, la gordita que se sentaba a mi lado y estaba en mi clase de catecismo los sábados. Eramos las únicas con el brazo en el aire. Ivón se ruborizó profundamente. Bajo el peso de tantos ojos que nos miraban, bajó poco a poco la mano hasta posarla con suavidad en el pupitre.
¿Y quién va a la iglesia?, insistió Tania.
Dejé el brazo arriba, sobre todo porque sabía que mi maestra ya sabía. Estaba segura de que mi asistencia a la iglesia aparecía en mi expediente de estudiante, el que llevaban las autoridades escolares para cada niño. También porque en mi familia no se permitía negar a Dios. En casa había categorías de mentiras. No debíamos alardear de tener familiares en Estados Unidos, pero tampoco negarlo. No debíamos pregonar que creíamos en Dios, pero, si nos preguntaban, admitirlo. Y si alguien preguntaba por qué nos queríamos ir del país, decíamos que queríamos reunirnos con los hermanos de mi padre en el extranjero, lo cual era cierto, pero no toda la verdad. No debíamos revelar que mi padre discrepaba de una revolución que pretendía apoderarse del alma de los cubanos de la isla.
Las mentiras eran necesarias porque la percepción de cualquier falla ideológica podía marcar a una familia como contrarrevolucionaria, enemiga de la revolución. Tener un familiar preso por oponerse a la revolución; comunicarse con familiares en un país occidental, en especial Estados Unidos; haber tenido mucho dinero o influencia en el régimen anterior; creer en Dios y asistir a la iglesia abiertamente; y querer irse del país podían ganarle a uno fama de contrarrevolucionario. Y con esa etiqueta, la vida en Cuba se dificultaba aun más. Un error que a cualquier otro le valdría una reprimenda podía costarle cárcel a un contrarrevolucionario.
Tres años antes, cuando tío Oswaldo nos había mandado un paquete desde Madrid, mi madre me había dicho que no se lo dijera a nadie. Es cosa de familia, me dijo. Acepté su comentario como permiso para mentir. Un paquete no valía la mortificación de ser sincero. Si me preguntaban de dónde había sacado el vestido amarillo canario que usaba en ocasiones especiales, diría que un vecino que viajaba a menudo a la Unión Soviética me lo había traído. Admitir haber recibido un paquete del exterior —la designación oficial para todo lo que la revolución no produjera, vendiera o controlara— le daba armas al gobierno para tildar a una familia de contrarrevolucionaria.
Así, mis padres vivían con precaución, moviéndose en el espacio cada vez más estrecho donde sus convicciones personales no interferían demasiado con sus obligaciones de padres responsables que enseñaban a sus hijas a obedecer reglas que ellos mismos aborrecían. Con tacto y buen carácter, lograban pasar inadvertidos para quienes creían que la apatía era casi tan subversiva como un ataque a la revolución.
Nunca asistieron a la Plaza de la Revolución, la explanada donde Castro pronunciaba sus interminables discursos, pero eran serviciales con los vecinos y a menudo trabajaban gratis los domingos, echando cemento para reparar aceras cuarteadas o sembrando árboles en jardines comunitarios. Pese a sus obvias deficiencias políticas, eran respetados y hasta admirados por algunos de los vecinos más militantes del barrio. Nuestra vecina de los bajos, que se había mudado después de que Marcelo y Mery se fueron a Estados Unidos, había peleado junto a Castro en las montañas, y su marido recibía periódicamente entrenamiento militar en la Unión Soviética. Sin embargo mi madre y ella conversaban a diario, mientras lavaban ropa en el patio, sus voces amortiguadas por el piso que las separaba y el chapoteo del agua en el lavadero.
Quizás debí haber mentido cuando me preguntaron sobre mi fe, pero hasta entonces mis maestras habían sido buenas conmigo, y en su bondad había hallado un refugio de la dicotomía de mi vida. Podía creer en Dios y en Fidel. Leer a Karl Marx y a Mark Twain. Podía hacer el papel de Angela Davis, la militante negra de los años sesenta, en una obrita escolar y cantar en el coro de la iglesia los sábados por la tarde. Todos los días ponía a prueba mi equilibrio en una cuerda floja ideológica, desgarrada entre la escuela, donde me repetían constantemente que la revolución se había hecho para que niños como yo tuviesen un futuro mejor, y mi casa, donde la sola mención de la palabra “revolución” les resultaba ofensiva a mis padres, sobre todo a mi padre. Hasta ese momento, no tenía razón alguna para creer que mis maestras de quinto grado me harían perder ese equilibrio.
Para ellas, no obstante, yo era materia prima defectuosa, una niña inteligente que no llegaría a nada porque la actitud contrarrevolucionaria de mis padres me lo impedía. Los maestros, especialmente los jóvenes ambiciosos que aspiraban a pertenecer al Partido Comunista, se empeñaban en moldear a los niños como yo a la imagen y semejanza del “Hombre Nuevo” que había soñado Che Guevara. Pero yo, hija de confesos gusanos —término aplicado a los que no se integraban al proceso revolucionario y deseaban irse del país—, no era material moldeable. Mis maestras sabían que mi padre se había opuesto a que yo me hiciese pionera a los cinco años, la edad en que los niños cubanos juran ante la bandera, en una elaborada ceremonia, crecer para ser como Che Guevara: “Pioneros por el comunismo. Seremos como el Che”. Le había tomado dos años a mi madre convencer a mi padre para que me dejara llevar a la escuela la pañoleta de pionera, en aquel entonces azul y blanca; ella, más que él, intuía que yo no iba a adelantar en la escuela si no me hacía pionera. Cuando por fin lo hice, a principios del tercer grado, mi madre asistió a la ceremonia; mi padre no. Estoy segura de que eso también lo notaron mis maestras.
¿Cómo una niña tan inteligente puede creer en Dios?, me preguntó Tania en tono burlón. ¿Dios te pone la comida en la mesa? Noooo, te la pone Fidel. ¿Dios te da los libros y lápices para venir a la escuela? Nooooo, te los da la revolución.
Bajé la cabeza en silencio. Estaba marcada.
En la Cuba de los años setenta, hasta los niños sabían que no había lealtad más importante que a Fidel Castro y la revolución. Antes de aprenderme las tablas de multiplicar, me sabía de memoria la carta de despedida del Che a Castro, en la que le dice que se va de Cuba porque estaba hecho para la lucha, no para los despojos de la victoria. Me habían enseñado que Nixon era malo antes de aprender quién era Hitler y qué había hecho. Podía repetir el discurso de Castro en el juicio de 1953 por encabezar el ataque contra un cuartel militar de Batista, antes de haber leído nunca un poema de Lord Byron o Pablo Neruda. En la escuela nos recordaban a menudo cuántos niños se acostaban con hambre o morían de enfermedades curables en lugares como Nicaragua, Etiopía o incluso Alabama, y nos hacían memorizar consignas como “Fidel es mi papá y Cuba es mi mamá”. Yo movía los labios pero nunca repetí esas palabras.
DESDE EL DÍA en que Tania descubrió que yo iba a la iglesia, comenzó a burlarse de mi madre.
Señorita, ¿qué tal le va a mi hija? ¿Cómo van sus notas? ¿Se porta bien en clase?, mi maestra decía caminando del centro del aula a la puerta, levantando la mano como mi madre, esforzándose en vano en parecerse a ella. Mi madre era tan alta y elegante que esta mujer, con su cuello corto y grueso, no se le parecía ni remotamente.
Y allí estaba yo, la primera a la derecha de la maestra, rodeada de las risitas apenas contenidas de mis condiscípulos, no sabiendo si reírme de ella por lo ridícula que se veía o llorar por la caricatura que hacía de mi madre.
¿Por qué no se interesa por todos los niños de la clase?, preguntaba Tania, enfatizando la palabra “todos”, alargando la primera vocal al tiempo que hacía un arco con los brazos para abarcar a los treinta alumnos del aula. ¿Por qué es tan individualista, tan burguesa? ¿Y por qué insiste en decirme “señorita”?
Ser cortés era ser burgués, un pecado en la Cuba de Castro. Mi maestra quería que le dijeran “compañera”. Quería que mi madre fuese “madre combatiente”, versión mucho más politizada de una socia hiperactiva de la Asociación de Padres y Maestros de Estados Unidos. Ya yo le había pedido a mi madre que se incorporara al grupo y empezara a utilizar el vocabulario popularizado por el gobierno. Pero ella rechazaba todo tipo de iniciativa organizada, y sus labios finos parecían hechos para palabras más suaves, como “Señorita” y “por favor” y “tenga la bondad”. “Compañera” sonaba áspero. “Combatiente” era un término militar.
Compañeros son los bueyes, mi madre me decía. Nosotros somos personas. Yo no tengo compañera, ni estoy en guerra.
El curso escolar avanzó. Mi madre nunca se enteró de que la señorita Tania —tan joven y de aspecto tan inocente— se burlaba de ella en el aula. No me atreví a contárselo, temiendo su reacción. Si se le ocurría quejarse, estaba segura de que la burla no tendría fin.
UN SÁBADO, MIENTRAS mis padres se vestían para su paseo semanal al cine, mi madre me preguntó por qué no había sacado mi ropa para ir a la iglesia. Todos los sábados nos llevaban a mi hermana y a mí a la clase de catecismo, y se iban al cine. Cuando se terminaba la película, mi hermana y yo estábamos recibiendo la comunión. Mis padres nos esperaban en los bancos traseros, con la esperanza de que nadie notara que habían faltado a misa. Ninguno de los dos se había criado en un hogar particularmente religioso. Sin embargo, insistían en que mi hermana y yo fuésemos a la iglesia porque, decían, allí no nos podía pasar nada malo.
Pero yo ya no estaba muy segura si me gustaba la iglesia, y se lo dije a mi madre en el momento en que se estaba poniendo sus sandalias negras de tacón alto. Se levantó de la cama, me miró a los ojos y me preguntó por qué.
Es que no me gusta, dije. Me aburre, y hay que confesarse y, como no tengo pecados, los invento, y estoy cansada de eso. Los ojos se me llenaron de lágrimas.
Mis padres se quedaron azorados.
Y mi hermana tampoco debería ir, dije entre sollozos. No le conviene.
Estaba segura de que mi hermana Mabel, cuatro años menor, me seguiría. Desde que nació, mi madre me había hecho sentir que yo era tan responsable de su seguridad y bienestar como ellos. A cambio de mi devoción, contaba con la lealtad de mi hermana. A mí era a quien le daba la mano al cruzar la calle cuando paseábamos en familia, y a mí era a quien acudía cuando estaba triste o confundida. Deseaba evitarle la humillación y la pena que mi confesión de fe me estaba produciendo. Mis padres se miraron sin decir nada. Mi padre terminó de peinarse y, finalmente, habló.
Está bien, dijo. Vístete de todos modos. Van al cine con nosotros.
Fuimos a ver Los incapturables, una película rusa con subtítulos en español, acerca de una banda de cuatro jóvenes que recorren Rusia buscando aventuras. Lloramos de tanto reírnos. Y nunca más hablamos de Dios, la iglesia o la religión en la casa.
A partir de entonces me senté en la última fila de mi aula y rara vez levantaba la mano. Mis notas bajaron, no drásticamente pero lo suficiente para que mi madre lo notara y fuera a hablar con la maestra para pedirle detalles, lo que hizo que Tania intensificara sus burlas. Empecé a fingir dolores de cabeza para no ir a la escuela. Pronto los dolores de cabeza se volvieron reales.
Por cada día que faltaba a clases, Tania me tenía un castigo especial. Debía escribir, a la hora de almuerzo, quinientas líneas de cualquier oración humillante que se le ocurriera: No debo hablar en clase. No debo faltar a clase. No debo llegar tarde. Mi madre imitaba mi letra para ayudarme a terminar a tiempo. Yo dejaba de almorzar para terminar mis copias, o si almorzaba, vomitaba en el camino de regreso a la escuela para la sesión de la tarde.
Un día la maestra me pidió que me quedara después de clases y la acompañara a la oficina de la directora. Yo me preguntaba qué habría hecho para merecer tal humillación. La directora, una mujer robusta y severa llamada Iraida, nos esperaba tras su escritorio. Delante, tenía una carpeta con mi nombre. Dijo que estaba preocupada por mi futuro, que temía que mi conducta frustrara mis planes, y que mi familia obstaculizara mis oportunidades de progresar. Mi futuro, me dijo, peligraba.
Pero sabes una cosa, dijo. Todavía podemos hacer algo. La compañera Tania tiene algo para ti.
Tania me entregó un sobre amarillo para que lo llevara a casa, me pidió que mis padres contestaran todas las preguntas de los papeles que contenía y se lo devolviera a la mañana siguiente. Les di las gracias a ella y a la directora, porque pensé que me habían dado la responsabilidad de salvar mi futuro. Quedaba, literalmente, en mis manos.
Me fui a casa pensando en encerrarme en el baño a leer los papeles antes de dárselos a mis padres. Pero tan pronto mi madra me vio notó mi ansiedad, y me preguntó qué pasaba. Saqué el sobre de la maleta y se lo di, sin decirle lo que había dicho la directora sobre mi futuro incierto. Hojeó los papeles antes de ponerlos en la mesa del comedor; esta vez su rostro no reflejaba ninguna emoción. Acostumbrada a dejarle las decisiones importantes a mi padre, dijo que él los miraría cuando volviera del trabajo, normalmente pasadas las ocho, exhausto de manejar el camión con el que repartía mercancía a tiendas en La Habana y sus alrededores.
Cuando llegó esa noche, al principio tampoco les hizo caso a los papeles. Yo estaba loca por leerlos, pero no me atrevía a tocarlos. Le recordé que contestara todas las preguntas, como había dicho la maestra. Ya veremos, dijo.
Me acosté, pero no me dormí. Como mi hermana y yo compartíamos el sofá de la sala, veía a mi padre inclinado sobre los papeles, leyéndolos a la luz tenue del comedor. Pasó la mitad de la noche despierto, a veces leyendo, a veces pensando, apoyando la frente en tres dedos de la mano izquierda, como hacía cuando algo lo agobiaba. Yo lo miraba por entre las sábanas, fingiendo dormir. Antes del amanecer dejó los papeles en su lugar y se acostó.
Por la mañana me dijo simplemente que no podía responder las preguntas, y me mostró por qué. El cuestionario pedía hasta el último detalle de nuestra vida. ¿Teníamos familiares en Estados Unidos? ¿Cuáles eran sus nombres y direcciones? ¿Nos comunicábamos con ellos? ¿Con cuánta frecuencia? ¿Íbamos a la iglesia? ¿Todas las semanas? ¿Todos los días? ¿Conocíamos a algún contrarrevolucionario? ¿Íbamos a la Plaza cuando hablaba Fidel? ¿Nos ofrecíamos de voluntarios cuando la revolución nos necesitaba? Ciento cincuenta y cuatro preguntas imposibles de responder, pero tal vez peligrosas de pasar por alto. Descartar las preguntas podría enviar la señal que yo trataba desesperadamente de evitar: que como hija de gusanos confesos, no tenía salvación. Nada podía hacer por la revolución y, por tanto, nada podía hacer la revolución por mí.
Nadie tiene derecho a invadir así nuestra privacidad, dijo mi padre. Sabía que no valía la pena discutir, así que no insistí.
Enrolló los papeles y los metió en uno de los vasos de cristal de un juego verde y naranja que mi madre guardaba en el aparador. Falté a la escuela ese día, quejándome de dolor de estómago. Al día siguiente mis maestras me preguntaron si habíamos llenado el cuestionario. Dije que mi padre estaba en eso. Volvieron a preguntarme al día siguiente, y al otro, hasta que dejaron de preguntarme. Los papeles permanecieron en el aparador el resto del tiempo que vivimos en Cuba.
EL CURSO ESCOLAR concluyó, como todos los años, con un espectáculo estudiantil. Los maestros escogían a sus alumnos preferidos y los preparaban para desplegar sus habilidades el día de la graduación, cuando se entregaban premios y diplomas. Yo había tenido un año tan caótico que sabía que no recibiría ningún premio especial ni sería seleccionada para actuar en ninguno de los espectáculos. Mi clase había organizado un desfile de modas en representación de los países del mundo. Había niñas vestidas con vaporosos vestidos blancos panameños, elaborados trajes de bailarinas españolas y hasta quimonos japoneses. Otras llevaban batas cortas color cartucho y plumas en el pelo; eran indias norteamericanas. Una esbelta niña negra se envolvió en una colorida cortina de la sala de su casa, representando a África. Otra vestía pantalones holgados y un velo en el rostro; era la versión cubana de un país árabe.
Yo miraba desde bambalinas, pretendiendo disfrutar de los preparativos del espectáculo como si participara en él. Pero no lo disfrutaba porque, por primera vez, no me habían escogido. Ya no servía para interpretar a una campesina vietnamita, cosechando arroz con una vara mientras fingía esquivar las bombas norteamericanas, ni siquiera a Angela Davis, un papel que había hecho antes, enfundada en una minifalda de plástico negro, con las manos atadas por cadenas de papel mientras los pueblos del mundo me rodeaban y clamaban por mi libertad. Había bailado y cantado y recitado poemas desde que aprendí a leer. Había representado el papel de Cuba, la patria, envuelta en la bandera y con un gorro rojo en la cabeza.
Sin embargo, allí estaba ese día de julio de 1974, mirando a mis compañeros de clase divertirse mientras se ponían los trajes, las niñas se cepillaban el cabello y los varones probaban el sistema de sonido. El sabor salado de mis lágrimas me sorprendió y corrí al baño a esconderme. De regreso me topé con Eradia, la maestra que había guardado silencio mientras Tania me hacía la vida imposible ese año. Me agarró por la cintura y me dijo: ¡Aquí estás!
Aquí estoy, respondí, preparándome para lo peor.
Te andaba buscando, dijo. No tengo a nadie para el papel de Cuba y tú eres la perfecta.
Pero no tengo disfraz, dije, mientras la cabeza me daba vueltas y el corazón me latía a todo dar. ¿Podría correr a casa y hacerme un vestido en la máquina de coser mágica de mi madre antes del inicio del espectáculo en diez minutos? Probablemente no.
No te hace falta. Vas a interpretar a Cuba revolucionaria, dijo, apuntando a mi ropa.
Yo vestía pantalones negros de algodón y una blusa larga de poliéster rojo con vuelos en el frente. Rojo y negro eran los colores del Movimiento 26 de Julio, el grupo dirigido por Castro en su conquista del poder.
¡Sí!, dije, ¡sí! Y me encaramé de un salto al escenario. Ocupé mi lugar en lo que comenzaba la música. Cuando Eradia leyó mi nombre y dijo: ¡Y ahora, compañeros y compañeras, la Cuba de hoy, la Cuba de todos, la Cuba revolucionaria!, saludé con una inclinación y busqué a mi madre entre el público. Reprimiendo su sorpresa, me devolvió una sonrisa apretada.
El regalo de graduación de mis maestras fue un grueso libro titulado Moncada, el nombre del cuartel militar que un grupo de hombres, dirigido por Castro, había atacado en su primer intento por derrocar el gobierno de Batista en julio de 1953, veintiún años antes de que me graduara de quinto grado. La lustrosa cubierta tenía lo que supuse eran manchas de pintura blanca y negra, hasta que un niño señaló que lo negro era realmente sangre, la sangre de los mártires que habían muerto para que yo pudiese disfrutar de las libertades que me decían que tenía. En el interior del libro venían fotografías de los revolucionarios muertos en la fallida misión. A algunos los habían desfigurado a fuerza de torturas, ojos sacados, uñas extraídas, rostros destrozados a golpes. Cerré el libro de inmediato, pero les di las gracias a mis maestras. Al llegar a casa, escondí el libro en el entrepaño más alto que encontré para no tener que ver jamás lo que les sucede a jóvenes revolucionarios con convicciones.
EL PRIMER DÍA de sexto grado conocí a Marta, una niña pequeña, pecosa, de dientes grandes y ojos vivaces, y pronto nos hicimos amigas. Era aplicada, como yo, y siempre andaba con un libro. Marta vivía con su abuela, Carmelina, una anciana amable que enseñaba piano y francés a un grupo de niños selecto. Estudiar con la abuela de Marta era un privilegio, señal de que uno era lo bastante emprendedor e inteligente para atraer la atención de la mujer más educada del barrio. Antes de la revolución había estudiado en el extranjero, en Francia y Estados Unidos, donde se había graduado de filosofía. Sabía historia, geografía y geometría tan íntimamente como conocía todos los rincones de su antigua casona.
Ya sabía de la reputación de Carmelina, y Marta me caía muy bien, por lo que le sugerí que hiciéramos la tarea juntas. Kathy, mi amiga de la infancia, se sumó al grupo. Forjamos una sociedad. Todos los días al salir de la escuela nos íbamos a casa, nos bañábamos de prisa y corríamos a casa de Marta, donde en el comedor, al extremo de una larga mesa de patas gruesas y talladas, su abuela nos esperaba. Primero hacíamos la tarea, guiadas por ella, luego repasábamos las lecciones del día. Carmelina nos instaba a pensar de modo crítico, a ir más allá del capítulo que nos tocaba. Permanecíamos en la mesa hasta que se aseguraba de que, por lo menos ese día, entendíamos el mundo tan claramente como ella lo veía. A menudo terminaba la tarde tocando el piano, mientras nosotras nos sentábamos en los muebles elegantes pero gastados de la sala y contemplábamos los cuadros con escenas de caza inglesa que colgaban de las paredes.
Mis notas mejoraron tan drásticamente que llegué a aspirar a la mejor escuela preuniversitaria del país, la Escuela Vocacional Vladimir Ilich Lenin. Había tres alumnas con buenas oportunidades ese año. Yo era una; las otras dos eran Kathy, que ya tenía una hermana en la escuela, y Marta, cuyos padres se decía eran miembros de la milicia (fuerza de civiles que recibían entrenamiento militar). Yo tenía el mejor promedio de sexto grado, pero no tenía una hermana mayor brillante ni conexiones familiares, como me recordaba a menudo mi madre. En los días anteriores al anuncio, las tres estábamos nerviosas, pero tratábamos de que no se notara. Sabíamos que sólo seleccionarían a una y sin embargo seguíamos estudiando juntas. Ahora que estábamos seguras de graduarnos con honores, Carmelina había aflojado las reglas y nos dejaba jugar en su amplia azotea, desde donde veíamos los techos del barrio entero. Incluso nos hacía dulces y nos dejaba aporrear el viejo piano.
Pero mi madre seguía escéptica. No te van a escoger. No lo olvides, decía, y agregaba: Si esperas lo peor, no te desilusionarás cuando ocurra. Estarás preparada. Y si no ocurre, quedarás encantada.
Al final del curso, cuando la directora anunció el nombre del estudiante de sexto grado que iría a la escuela Lenin, yo estaba preparada para lo peor, como me aleccionaba mi madre, pero esperaba lo mejor. No sucedió. Seleccionaron a Marta. Todos corrieron a felicitarla. Yo también.
CUANDO LLEGÓ EL momento de matricularse en la secundaria básica, mi expediente escolar lo enviaron a otra escuela. Tuve que ir a buscarlo personalmente para llevarlo a la escuela asignada. Me advirtieron que no abriera el paquete ni me atreviera a leer las páginas del expediente.
Lo primero que hice al llegar a casa, por supuesto, fue buscar el modo de leerlo. Resultó más fácil de lo que pensaba. La libreta blanca con mi nombre impreso en letras negras estaba dentro de un sobre plástico sellado con una simple presilla. Quité con cuidado la presilla abriéndole las dos paticas con un cuchillo de cocina y saqué la libreta, tratando de no ensuciar las inmaculadas tapas con los dedos.
Mis maestros me habían repetido muchas veces que, desde preescolar en adelante, se llevaba un detallado registro anual de nuestras calificaciones, nuestras aptitudes y debilidades y nuestra actitud revolucionaria. Lo que no me habían dicho era que mi expediente escolar incluía una buena cantidad de información sobre mi familia. Página tras página, con letra que reconocí como la de mis maestros de primaria, el expediente revelaba todos los detalles de mi vida.
El padre no la deja ser pionera, había escrito mi maestra de primer grado.
La madre se interesa extremadamente en la niña, incluso viene a clases para aprender conceptos de matemática moderna, a pesar de que tiene una educación de sexto grado de antes de la revolución, añadía la maestra.
A la niña le gusta leer, escribía mi maestro de segundo grado, que me regalaba libros sobre la guerra de Vietnam como premio por mis buenas notas.
Es precoz. Tiene potencial, pero no participa mucho en actividades políticas, escribía mi maestra de tercer grado. Tiene familiares en Estados Unidos y la familia se comunica regularmente con ellos.
Esta alumna aún va a la iglesia, escribió Tania.
Excelentes notas, pero necesita participar más en actividades revolucionarias, escribía otra maestra.
Al final del reporte, tuve que alejar la libreta de la cara para no mancharla de lágrimas. Ahora sabía por qué no me habían seleccionado para la escuela que deseaba. No había tenido la menor oportunidad. Por suerte, estaba sola en la casa. No quería que mis padres concluyeran que su ideología obstaculizaba mi educación. Devolví la libreta a su sobre plástico, lentamente volví a pasar la presilla por los agujeros y, con el cabo del cuchillo, la cerré.
ESE AÑO, LA presidenta del comité de la cuadra se acercó a mi padre un atardecer en que regresaba a casa con una bolsa de papas que le había comprado a un campesino, transacción prohibida en aquella época. ¿Cuándo te vas a integrar?, le preguntó, mirando las papas ilegales. Mi padre se paralizó. Sabía que la mujer podía llamar a la policía ahí mismo, pero esperaba que no lo hiciera. A fin de cuentas, llevaba años comprando comida en la bolsa negra y nadie había dicho nada. Esta vez era diferente, lo presentía. La presidenta del comité estaba molesta porque la nuestra era la única cuadra del barrio que no tenía una participación del 100 por ciento. Todo por la familia Ojito, decía. La negativa de mis padres le estropeaba su meta. Si no lograba convertir a todos sus vecinos en revolucionarios, la verían como una dirigente débil e indigna de confianza.
¿Cuánto tiempo más crees que te voy a poder proteger?, le dijo.
Mi padre captó la amenaza implícita. Poco después, mis padres se hicieron miembros del Comité de Defensa de la Revolución, y yo me convertí en miembro juvenil, repartiendo vacunas para los niños, desyerbando jardines comunitarios y tocando a las puertas de los vecinos para recordarles la próxima reunión de la cuadra.
El 6 de octubre de 1976, tras años de relativa paz entre Cuba y Estados Unidos, terroristas colocaron una bomba en un avión de Cubana de Aviación en ruta de Venezuela a Cuba. El avión estalló en pleno vuelo, matando a las setenta y tres personas a bordo, incluida la mayoría de los miembros del equipo juvenil de esgrima de Cuba. El piloto del avión era el padre de una de mis condiscípulas de octavo grado. Nuestra escuela, y la nación, estaban de luto; fue un instante de gran lucimiento para Fidel. Este era exactamente el tipo de desastre que necesitaba para avivar las llamas del ardor nacionalista. Nos habíamos vuelto demasiado flojos, nos dijo. Demasiado seguros de nuestra revolución, de nuestros logros, de nuestra firmeza. Pero jamás debemos olvidar que nuestros enemigos están agazapados.
El país vivía un frenesí revolucionario del que era imposible escapar. Aunque nunca me había sentido particularmente atraída por Fidel y había evitado escuchar la mayor parte de sus discursos, me sentí en el deber de ir con mis compañeros de clase a la Plaza de la Revolución a oírlo despedir el duelo de las víctimas. Cuando los autobuses vinieron a recogernos a la escuela, en vez de esconderme en un clóset o en el baño como hacía antes, subí, me senté junto a una ventanilla y canté de corazón, desafiando a los enemigos de la revolución a que nos atacaran otra vez. Resistiremos, canté y grité con los otros niños.
No vi a Fidel. Cientos de miles de personas desbordaban la Plaza y las calles aledañas. Caminando entre la multitud y tratando de no perder de vista a mis amigos, oía fragmentos del discurso que retumbaban sobre mi cabeza. Sangre. Principios. Muerte. Yanquis. Una vez más culpaba a Estados Unidos.
La furia de Fidel me atemorizó. El pecho se me apretó y sentí necesidad de irme. Traté de avanzar pero no me movía. Demasiada gente. Ni pensar en dar la vuelta. Una turba me presionaba por detrás. Tras doblar de súbito a la derecha quedé separada de mis amigos y terminé refugiándome en una funeraria. Una familia velaba a un joven que se había matado con la pistola de su padre. Era el primer cadáver que veía, y sentí una oleada de bilis en la garganta.
Salí corriendo y no paré hasta subirme a un autobús que viajaba casi vacío porque todos o casi todos estaban en la Plaza, de donde yo acababa de huir. Seguí hasta el final de la ruta. Estaba tan confundida que no tenía idea de dónde andaba. Cuando el discurso terminó y los autobuses reanudaron sus rutas, encontré uno que por fin me llevó a casa.
ANTES DE FIN de año, los periódicos empezaron a publicar artículos sobre el hombre que había ganado las elecciones en la Casa Blanca, Jimmy Carter. Los periódicos cubanos prestaban exagerada atención a las idas y venidas de “los americanos”, pero a este Jimmy Carter le estaban dando más atención que a otros. Parecía un hombre con quien Fidel podía comunicarse. Controlaría a los cubanos de Miami o a los asesinos de la CIA o a quien hubiera asesinado al equipo de esgrima, aseguraba el gobierno.
Pese a las noticias que tenían a la nación en vilo, la vida seguía su curso, con las preocupaciones por la escasez de alimentos y otras inexplicables consecuencias de desafiar a Estados Unidos. Vivíamos en un país de misterios, de espejos, de magos. Una mañana sacaban a la venta grandes cantidades de huevos, como si todas las gallinas de Cuba hubieran sobre-cumplido su producción, y de pronto los huevos desaparecían durante semanas. Los norteamericanos deben de haber envenenado a los pollos, decía la gente. Una tienda de La Habana recibía un enorme cargamento de jabón, y las colas se extendían por los sombreados portales de la ciudad varios días; después faltaba el jabón por meses. El “bloqueo” debe de haber retenido un ingrediente esencial del jabón, oíamos decir. La mantequilla iba y venía. El helado de vainilla abundaba, pero el de fresa escaseaba; el trópico no es bueno para los frutos delicados, nos decían. Siempre parecía haber yogur en las tiendas, pero no suficiente leche. Teníamos pan, pero, aunque estábamos rodeados de mar, nunca había pescado.
La autora del libro de cocina más famoso de Cuba nos enseñaba a hacer albóndigas sin carne. Sugería hacer la masa con gofio. Teníamos la mejor atención médica de las Américas, se nos repetía, pero a veces no se empastaban caries por falta de amalgama; los dentistas la usaban para repellar pequeñas grietas en las paredes de sus casas porque no había yeso —ni cemento, ni mosaicos, ni pintura— en las tiendas. Fidel hablaba horas sobre cómo los campesinos cumplían las cuotas de producción pese a “los americanos”, pero al día siguiente no se encontraba un plátano en toda La Habana.
Vivíamos temerosos del enemigo. Vivíamos desafiando al enemigo. El enemigo era siempre Estados Unidos. Mi padre me advertía que aunque el gobierno norteamericano hubiese cometido errores, el pueblo era bueno. Un pueblo que, como nosotros, trabajaba duro y estudiaba y cumplía las leyes, pero que, a diferencia de nosotros, veía recompensados sus esfuerzos. Allá, decía mi padre, señalando con el índice hacia una tierra imaginaria al norte de nuestra terraza, el salario de un hombre alcanza para comprar un emparedado de jamón y queso todos los días y posiblemente también para darse el lujo de comprar encajes y vuelos para adornar los vestidos que tanto me gustaban, sin sacrificar la ración mensual de carne para comprarlos.
¿Y sabes lo que es aun más importante?, preguntaba y se respondía antes que yo pudiese contestar. Lo más importante es que nadie te pregunta qué compraste ni por qué. A nadie le importa lo que haces o piensas.
En los años sesenta y setenta, esa implícita promesa de una vida mejor en el capitalismo era llamada “diversionismo ideológico”, una traición ideológica castigable con expulsion de escuelas y empleos, así como, en algunos casos, detención e incluso prisión. Por respeto y curiosidad dejaba que mi padre explicara sus teorías sobre Estados Unidos sin interrumpirlo. Pero yo todavía creía en las posibilidades del socialismo y sabía, en la medida en que se sabe a los trece años, que los revolucionarios como yo no debían permitir que las seducciones del capitalismo nublaran su juicio.
Entonces, en mayo de 1977, ocurrió un hecho extraordinario en Cuba. Una periodista norteamericana llamada Barbara Walters —un nombre que yo apenas podía pronunciar— había venido a Cuba a conocernos, según decían, y a entrevistar a nuestro líder. Los cubanos del pueblo, como nosotros, no habían tenido contacto con norteamericanos por casi dos décadas. Una vez más me alegré de tener televisor. Ver a esa mujer haciéndole preguntas en inglés a Fidel por casi cinco horas, preguntas que nadie le había hecho antes, me dejó muda. ¿Y los presos políticos?, quería saber ella.
Cuando era pequeña, había oído hablar de un joven del barrio a quien arrestaron y fusilaron por conspirar contra la revolución. Su novia se había vuelto loca, decía la gente en la cuadra; pasaba los días catatónica, mirando por la ventana de su imponente pero deteriorada casa frente a nuestro apartamento. Pensé en un primo de mi madre, al que recordaba vagamente. Había estado preso en una isla al sur de La Habana, y mi padre fue a verlo varias veces en una avioneta. Huyó de Cuba en una lancha tan pronto lo liberaron. El hijo del mejor amigo de mi padre en el trabajo también había estado preso, condenado a treinta años por intentar irse del país ilegalmente en un bote. Siempre creí que esos eran incidentes aislados, aberraciones de un régimen que se sentía amenazado por sus enemigos del norte. Pero aquí estaba Fidel admitiendo por televisión que tenía tal vez dos o tres mil presos políticos. No solo eso, sino que en un momento dado había más de 15.000 cubanos presos por motivos políticos. Por último, Barbara Walters le pidió a Fidel que dijera algunas palabras en inglés para el pueblo norteamericano. Sus palabras se tradujeron instantáneamente al español. Dijo que “los americanos” eran parte de un pueblo trabajador, un pueblo honesto, incluso idealista. Añadió que esperaba que el pueblo de Cuba y el de Estados Unidos fuesen amigos. Esa, dijo, era su esperanza.
Cuando apagamos el televisor, mi padre se quedó pensativo en la oscuridad de la sala. El mensaje era claro, dijo. Venían cambios. Si Fidel estaba dispuesto a hablar con sus enemigos, cualquier cosa podía pasar. Quizás podíamos volver a soñar. No con cambios radicales que nos hicieran desear quedarnos en Cuba, dijo mi padre, sino soñar con obtener lo que más deseaba en la vida: una visa para Estados Unidos. Todo lo que hacía falta ahora —lo que Fidel buscaba realmente— era un empujoncito, un indicio de Washington o de Miami de que los norteamericanos estaban dispuestos a escuchar. Pero ¿quién?, se preguntaba mi padre citando un antiguo dicho, ¿quién le pone el cascabel al gato?