El día que cumplí quince años, en los campos de Pinar del Río, con mi padre y mi hermana Mabel, entonces de diez años.
La mañana de la marcha del 19 de abril mi familia la pasó agazapada en el dormitorio, escudriñando la actividad callejera por las persianas de madera encima de la cama de mis padres. Los vecinos tocaron a la puerta, pero mi padre nos hizo seña de que no hiciésemos el menor ruido. En el silencio del pequeño apartamento, oíamos a los vecinos debatir en voz alta qué hacer. Si no nos localizaban, nuestra cuadra no tendría asistencia completa a la manifestación.
No habíamos visto el periódico de esa mañana porque no nos atrevimos a salir de la casa, pero el día anterior Granma había publicado un enorme titular a todo lo ancho, exhortando a los cubanos a no faltar a la marcha: ¡TODOS MAÑANA A LA MARCHA DEL PUEBLO COMBATIENTE! Y daban instrucciones detalladas: Asistan a la marcha con su municipio; no salgan hasta la hora señalada, para que el paso de personas por la embajada sea fluido, sin interrupciones; sean disciplinados, combativos y patrióticos. Cada cuadra de cada barrio de La Habana y sus pueblos aledaños debía mostrar su firmeza y compromiso revolucionario con el gobierno participando en la marcha. Una cuadra sin el 100 por ciento de participación dejaba mucho que decir sobre la capacidad de sus dirigentes de movilizar soldados para la revolución. La noción de que había cuatro personas escondidas en un dormitorio, como lo estábamos nosotros, era intolerable para nuestros exasperados vecinos.
¡Orestes! ¡Mirta! ¿Están ahí?, gritaron por última vez, quizás porque sospechaban que estábamos en casa y les disgustaba que nos atreviésemos a estropearles la meta de asistencia perfecta; o quizás a ninguno le importaba en realidad la marcha ni la meta y sólo fingían ira para que los demás los tomaran por verdaderos revolucionarios.
Era imposible descifrar sus intenciones porque en dos décadas los cubanos se habían vuelto expertos en ocultar sus verdaderos sentimientos y motivaciones. Vivíamos inmersos en un mundo de sombras. Todo el mundo llevaba una máscara en público, a veces incluso en la casa, y nunca se sabía con certeza quiénes eran los amigos y los enemigos. Había que escuchar, hablar poco, seguir la corriente, no fuera que el amigo resultara ser el enemigo que te arruinaría la vida. El mínimo desacuerdo, la conversación más trivial, la más leve desviación ideológica podían servirle a cualquiera para ascender aplastando a otro. Los sucesos de la embajada peruana habían exacerbado los temores e inseguridades de todos. En La Habana, las personas cruzaban la calle o desviaban la mirada para no hablar con alguien sospechoso de delator o, peor aun, alguien a quien uno tendría que delatar. Nadie escapaba.
Permanecimos en la cama para no hacer ruidos que los vecinos de los bajos pudiesen detectar. Cuando oímos el golpe seco del cerrojo de su puerta, nos percatamos de que ellos también se habían ido a la marcha. Desde las ventanas del dormitorio los vimos encaminarse hacia el gentío y doblar a la derecha, rumbo a la parada asignada, donde los recogió un autobús, dejando atrás una nube de humo negro. Y entonces se hizo silencio. Las calles estaban desiertas.
Al bajar de la cama, nos sacudimos los rastros de pintura blanca seca que se nos habían pegado en la frente y la nariz de estar tanto rato con las caras contra la vieja ventana, y nos movíamos con cautela, como si los vecinos aún pudiesen oírnos. Mi hermana y yo nos sentamos en silencio, a jugar a las damas. A nadie se le ocurrió encender el televisor. Mi madre se fue a la cocina, a preparar comida.
POR MÁS DE dos meses, desde que cumplí dieciséis y exhorté a mi padre a sacarnos de Cuba, me había estado despidiendo lentamente de mi vida y mi ciudad. Seguros de que nos iríamos pronto, mis padres me permitían más libertades que nunca. También me dejaban gastar más dinero de lo usual, pues no tenía sentido ahorrar una moneda sin valor fuera de Cuba. Con mis amigos de la escuela y mi hermana fui a todos los lugares que siempre quise visitar: a la playa en invierno, un lujo que mis padres no me hubieran permitido antes; al teatro a ver una hilarante parodia de La cenicienta; al renombrado Ballet Nacional de Cuba; al Museo Napoleónico; a la casa natal de José Martí; a la Biblioteca Nacional a estudiar en detalle gruesos tomos de arte; a la catedral en La Habana Vieja; y al restaurante famoso por ser uno de los predilectos de Ernest Hemingway, La Bodeguita del Medio, a comer con mis amigas y seguir la costumbre de dejar nuestra firma plasmada en las paredes.
En el restaurante, un camarero nos indicó una silla que colgaba del techo y nos dijo reverentemente que era la de Hemingway. Escogimos la mesa que le quedaba debajo. Llegado el momento de firmar en la pared, en vez de mi nombre escribí “Holden Caulfield” en grandes letras de molde. Acababa de leer El guardián en el trigal y veía a Holden Caulfield como un alma gemela; su alienación del mundo reflejaba el aislamiento que empezaba a sentir de todo lo que me era querido, incluida mi antigua certeza de que el gobierno no intentaba hacernos la vida imposible.
La revolución tenía un designio mayor, había creído siempre, y ese designio aún no había excluido del todo a mi familia, pues en realidad nunca nos habíamos apartado del camino trazado por nuestros líderes. El problema era que en los últimos años el camino se había estrechado de un modo que no previmos, hasta que, el día de la marcha del 19 de abril, no teníamos ya donde ponernos.
A FINES DE febrero mis padres habían recibido un telegrama de Las Villas. Ven a recoger tu premio, decía, un mensaje que mi padre sabía que significaba que el hermano de mi madre había matado el cerdo que nos había separado desde el año anterior.
Transportar un cerdo muerto por la isla no era cosa de juego. La venta y el consumo de comida estaban estrictamente controlados por el estado. Excepto los agricultores pequeños, que tenían arreglos especiales con el gobierno para cultivar sus pequeños lotes y criar sus propios animales para comer, la población podía consumir sólo lo que comprase, con una libreta de racionamiento, en mercados del gobierno. Si a fin de mes a una familia no le quedaba arroz o frijoles o incluso jabón, tenía que arreglárselas sin ellos. La mayoría de los cubanos, no obstante, evadía la ley y sobrevivía mediante un primitivo sistema de trueque por el que cambiaban los cigarros de la cuota del gobierno por, digamos, una libra de arroz. No era un negocio sin riesgos. Se podía ir a la cárcel por comprar en el mercado negro.
Por tanto, la noticia de que un puerco de cuarenta libras nos esperaba en casa de mi tío era motivo de júbilo pero también de temor.
Mis padres planearon el viaje cuidadosamente y se fueron solos a Las Villas, como si se tratase de una visita breve de rutina a la familia. Mi hermana y yo nos quedamos con nuestra amiga y vecina Maricusa, un lujo, porque así dormíamos en una habitación de verdad y en camas de verdad y no apretadas una contra otra en el viejo sofá de la sala.
Para el viaje de regreso a La Habana, mis padres envolvieron el puerco en un plástico fuerte y lo empaquetaron en la maleta de madera que yo llevaba todos los años a la escuela al campo. El viaje fue largo: el autobús hizo las habituales paradas no programadas y además se descompuso a mitad de camino. Al llegar a la terminal, el calor y la humedad le habían hecho efecto al cerdo. Cuando sacaron el equipaje, la maleta chorreaba sangre. Algunos pasajeros, sobre todo aquellos con el equipaje manchado, le daban gritos al empleado.
Mi padre metió la mano en el bolsillo y sacó un puñado de menudo y billetes arrugados. ¡Compañero!, le gritó al empleado, acercándosele y agitando la mano con el dinero. Esa maleta de madera, debajo de la azul, es mía. ¡Me hace falta ahora!
La maleta se materializó al instante. Mi padre la agarró con las dos manos y le hizo señas urgentes a mi madre de que lo siguiera. Corrieron hacia la salida y tomaron un taxi antes que los pararan, dejando un trillo de sangre en el piso de granito de la terminal.
Mi hermana y yo oímos el cuento cuando nos despertaron como a las dos de la madrugada para llevarnos a casa. Nos moríamos de la risa, pero no tardé en darme cuenta de que mis padres se habían jugado la cárcel simplemente por poner comida en la mesa.
NO TODOS EN Cuba tenían que contrabandear comida como mis padres. Aunque se suponía que las diferencias de clase habían desaparecido con el advenimiento de la revolución, los líderes de los últimos veinte años vivían en un mundo privilegiado que poco tenía que ver con el nuestro. Nunca conocí a ninguno, pero sabía que existían porque algunos de mis amigos habían tenido breves encuentros con ese mundo y volvían con relatos de fiestas espléndidas y comidas suntuosas. Los hijos de funcionarios del gobierno tenían acceso a las mejores escuelas del país, como la Lenin, e iban a exclusivos clubes militares a nadar en grandes piscinas inmaculadas que no se parecían en nada a las abarrotadas piscinas públicas en las que mi madre no me dejaba ni mojar un dedo.
Los hijos de la élite vestían ropa de moda —jeans, camisas ajustadas de poliéster y gafas tipo John Lennon— mientras que yo vestía lo que mi madre me hiciera de retazos de las telas que cosía para sus clientas. Mi ropa era a menudo de dos tonos: blusas de cuadritos verdes por delante, y otro matiz de verde, color entero, por detrás; pantalones azules hasta las rodillas que abrían en bajos de campana con un estampado de flores silvestres rosadas. Mis espejuelos eran de gruesa armadura plástica, color gris fango; me fastidiaba tanto usarlos que mi padre se compadeció de mí y, por primera y única vez en la vida, le escribió a su hermano en Estados Unidos pidiéndole que me mandara una armadura moderna, de metal dorado. Los nuevos espejuelos llegaron puntuales, en su estuche de cuero y con una carta de advertencia: Cuídalos mucho, escribía mi tío. Eran muy caros. Menos de una semana después, un muchacho me los pidió prestados. Al principio me negué, pero insistió y cedí, para que mis amigos más populares no me tildaran de pesada y egoísta. Nunca volví a ver los espejuelos.
Los hijos de ministros del gobierno no tenían que preocuparse de espejuelos robados; sus padres o madres podían traerles otro par de los tantos países extranjeros que visitaban por su trabajo. Si tenían hambre, sólo tenían que abrir el refrigerador o pedir que los llevaran a un restaurante. Nosotros comíamos en restaurantes varias veces al año; era el único lujo que mis padres retenían de sus vidas pre-revolución, pero íbamos principalmente a los que tenían un jefe de camareros a quien mi padre conociera, para no hacer cola, pues pocos restaurantes aceptaban reservaciones de la población.
Para comer en el Mónaco, nuestro restaurante italiano preferido, pero donde no conocíamos a nadie, elaboramos un plan con un vecino, un español jubilado llamado Aquilino Canal Cabazas. Algunos sábados, mientras mi padre trabajaba, Aquilino hacía la cola durante horas en la puerta del Mónaco y nos guardaba el puesto hasta que llegábamos, como una hora antes de la cena. Entonces nosotros le guardábamos el puesto a él mientras iba a su casa a bañarse y ponerse su gastado traje gris azul. Regresaba con su pareja —una viuda llamada Rosaura— cuando ya estábamos en una mesa para seis, pero justo antes que sirvieran la lasaña. Después de comer volvíamos a casa juntos, repletos y cansados y remolcando a Rosaura, que siempre bebía demasiado vermú, pero contentos de haber introducido, una vez más, una pizca de dulzura en nuestras vidas.
Mi padre se empezó a arrepentir de comer afuera cuando se convenció de que incluso en los restaurantes la influencia política determinaba quién comía bien y quién no. Un Día de los Padres nos llevó a un restaurante famoso por su conejo estofado. Cuando nos sentamos en el elegante comedor, le pidió al camarero refrescos de naranja para mi hermana y para mí. Se nos acabaron, dijo el camarero, y mi padre, acostumbrado a esas respuestas, no insistió. Pedimos agua. Unos minutos después, vimos a otro camarero llevar una bandeja de refrescos detrás de una cortina a un costado del comedor principal. Intrigado, mi padre llamó a nuestro camarero y le preguntó por qué sus hijas no tenían refrescos y quien estaba detrás de la cortina sí. Oh, dijo el camarero, ésa era una orden especial. Para el compañero Fernández. Y siguió su camino, como si mi padre debiera entender que José Ramón Fernández, ministro de educación, y sus invitados tenían todo el derecho a tomar refrescos pero nosotros no. Comimos en silencio. Al irnos, estaba segura de que no volveríamos a comer en un restaurante.
A PRINCIPIOS DE 1980 nuestra salida de Cuba parecía no estar lejos. Sabía que una vez que mi padre diera los pasos para obtener las visas, nada nos retendría. Si España no nos acogía, otro país lo haría. Mi padre hallaría un modo. Yo no quería que un cambio en mi conducta revelara los planes de la familia. En la escuela me comportaba como si nada pasara, como si no estuviera despojándome de mi antigua piel y preparándome para irme de Cuba.
Mantener mi propósito era difícil, porque a los dieciséis años llegaba otro ritual dictado por el gobierno: la invitación a ser miembro de la Unión de Jóvenes Comunistas. Yo estaba en onceno grado y tomaba cursos en la Universidad de La Habana en las dos asignaturas en que sobresalía: química y literatura. Sacaba excelentes notas, tenía asistencia perfecta y una actitud que, según me decían dirigentes de la juventud comunista, me hacía candidata natural a la organización. El problema radicaba en que no tenía intenciones de formar parte de un grupo cuyos ideales ya no compartía; sin embargo, si me reclutaban, no había forma de negarme, porque no estaba en mi carácter rechazar tal honor y, si lo hacía, sería indicio seguro de que mis ideas políticas habían cambiado.
El día de la reunión de aspirantes me esperaba una sorpresa. Una muchacha con la que había tenido varias acaloradas discusiones sobre tonterías que ya ni recordaba, se levantó y dijo, en un tono que la definía a las claras como la líder del grupo, que no secundaba mi nominación porque yo no había demostrado un verdadero compromiso con la revolución. Como ejemplo mencionó que yo no dedicaba tiempo suficiente a las actividades políticas, como ir a la Plaza cuando Fidel hablaba y participar en manifestaciones o en un comité de bienvenida a uno de las decenas de dirigentes comunistas que nos visitaban todos los años de los países del bloque soviético o del Tercer Mundo.
Por lo general, mi orgullo propio y mi carácter competitivo me habrían hecho defenderme, pero esta vez no pude estar más contenta de ceder. Me habían quitado un gran peso de encima.
Entiendo el planteamiento de la compañera, dije cuando me tocó hablar. Le agradezco que me haya señalado mis debilidades.
Hablé poco. Quería confundirlos, no ilustrarlos. Yo también había aprendido a llevar mi máscara.
Mis amigos más listos sabían que guardaba algún secreto. No me lo dijeron, pero se lo leía en los ojos y ellos en los míos. No obstante, aplaudieron como los demás y, cuando la reunión terminó y nos fuimos para la casa juntos, nadie dijo una palabra. Como si la reunión no hubiera ocurrido.
AL OTRO DÍA de la irrupción en la embajada del Perú, un amigo de mi padre vino a visitarnos con su mujer y sus hijos. En medio de un apagón, los adultos conversaron en la terraza. Ante la poca información del gobierno, los rumores rodaban por las calles de La Habana como bolas cuesta abajo: Todo el que llegue a Miramar puede cruzar la cerca. Viene gente desde las provincias del interior, a pie, arrastrando maletas y tratando de abordar cualquier vehículo. Los padres pasan impulsivamente a sus hijos por encima de la cerca, dejándolos con amigos y parientes mientras se van a su casa a empacar. Todos terminarán presos. Los van a mandar al Perú. Desaparecerán una noche discretamente y no los verán más. Todos son espías. Es un complot de los americanos.
Mi padre y su amigo pensaron en unirse a la multitud de la embajada, pero decidieron que sería muy peligroso para los niños. Les parecía imposible que dejaran irse a tantos que se habían atrevido a expresar su insatisfacción con el gobierno. Mi padre sugirió que todo era un ardid de Castro para erradicar el descontento que recorría la isla. Eso acabará mal, tal vez esta misma noche, concluyó.
Los próximos días en la escuela fueron confusos y tensos. Los maestros se notaban distraídos, y los estudiantes desanimados. Todos sabíamos de alguien que había saltado la cerca. La frase “saltar la cerca” se volvió sinónimo inmediato de traición y abandono. Si un alumno faltaba a clases, mandaban a un grupo a su casa a buscarlo; se pensaba que también había saltado la cerca. Nadie suponía un problema familiar o una enfermedad. El resultado fue un estudiantado temeroso pero puntual. Nadie se atrevía a faltar a clase o a expresar una idea que no siguiera al pie de la letra las orientaciones de los dirigentes.
Los periódicos abundaban en artículos sobre Héctor Sanyustiz y Pedro Ortiz Cabrera. A Sanyustiz lo presentaban como un vago que le pegaba a su mujer, fumaba mariguana, andaba por el barrio en una motocicleta y traficaba artículos robados. A Ortiz, por otra parte, lo describían como un héroe, hijo de campesinos de un pueblo remoto que tenía siempre una palabra o un gesto amable con sus compañeros de trabajo. Había sido pionero ejemplar y cortador de caña de avanzada, que había respondido sin falta a los llamados de la revolución. Poco antes de morir había compartido un cigarro con un amigo.
Caricaturas de la ingobernable y repulsiva multitud de la embajada salían a diario en el periódico. El caricaturista de Granma dibujaba a los hombres y mujeres de la embajada como sucias moscas que salían de latones de basura. Cartas de respaldo al gobierno cubano llegaban de otros países comunistas, mientras que organizaciones internacionales amistosas se alineaban junto al esforzado y decente pueblo de Cuba que nunca quiso abandonar a Fidel. Yo me había acostumbrado a la etiqueta de gusano, pero la descripción de los que querían irse como gente de la más baja ralea me hacía sentir que los sucesos de la embajada habían mancillado la decisión de mi familia, tomada dos décadas atrás, de reunirse con nuestros familiares en Estados Unidos. Mi padre me dijo que no creyera una palabra de lo que leía y dejó de traer el periódico a la casa.
Pronto se demostró que el gobierno instigaba, o al menos facilitaba, la violencia contra los que saltaban la cerca. Las noticias de la televisión mostraban a hombres en ropa de civil dándoles puñetazos y estacazos a quienes se atrevían a salir de la embajada con un supuesto salvoconducto. Me indignaba que los cubanos fuesen tan despiadados con sus compatriotas.
Una noche en que regresaba a casa con un grupo de amigos, empezamos a hablar, tentativamente, de los sucesos de la semana. Sergito, un muchacho pequeño pero fuerte, cinta negra de karate, empezó a hacernos un cuento. Sabíamos que su padre era miliciano. Lo que no nos imaginábamos era que Sergito, tan agradable y aparentemente inofensivo, quisiera seguir sus pasos.
Ayer estuve en la embajada, apaleando a esos delincuentes, dijo Sergito de repente.
Paré en seco, sin aliento. Sergito era como un hermano menor para mí, el único muchacho a quien yo le contaba mis enamoramientos idílicos con varios profesores y el único que visitaba mi casa regularmente desde que a mi novio lo habían mandado a Angola. Nos prestábamos las libretas y a veces hacíamos la tarea juntos. Éramos amigos.
¿Cómo pudiste?, le dije finalmente, roja como un tomate.
¿Cómo pude qué?, me contestó, intrigado.
¿Que cómo pudiste golpear a gente que no te ha hecho nada, gente que sólo quiere irse del país? No le hacen daño a nadie, dije.
Algunos de los amigos, dándose cuenta del tono de la conversación, siguieron su camino sin mirar para atrás. Otros se quedaron y trataron de halarme por el brazo, indicando que entraba en territorio peligroso. Sergito estaba pálido de ira.
¿Cómo puedes decir eso? ¡Han dañado nuestro prestigio internacional!, gritó. ¡Son traidores! ¿No lo sabes? ¿A ti qué te pasa?
Una mujer abrió una puerta cercana y dejó salir al perro. Ladraba furiosamente y varios curiosos nos rodearon.
¿Traidores a qué?, insistí, con palabras que a mí misma me sorprendieron. ¿Traidores porque quieren comer mejor, porque ansían libertad?
En eso, algunos desconocidos empezaron a abuchear, apoyando a Sergito. ¡Es una de ellos!, gritó alguien. La mujer del perro tiró un cubo de agua en el portal de mosaicos, mojándonos a propósito, quizás para que nos fuéramos de frente a su casa. Pero no nos movimos.
¿Entonces por qué no te vas con ellos?, dijo Sergito, envalentonado por la turba.
A lo mejor lo hago, repliqué. Así me alejo de gente como tú.
La mujer, que había dejado de fingir que limpiaba el portal, se dirigió a mí y me pidió, amablemente, que me fuera. Es por tu bien, me dijo.
Alcé la vista y me di cuenta de que estábamos discutiendo frente al comité de vigilancia de esa cuadra. Me separé del grupo y corrí sola loma abajo para esperar el autobús que me llevaba a casa. El mundo está al revés, pensé. Todos parecíamos haber perdido el equilibrio, en especial gente como yo, que nos habíamos criado con dos lealtades diferentes —a la revolución y a la familia.
EL 19 DE abril, Fidel Castro encabezó la marcha del pueblo combatiente, pasando ante la embajada en un jeep. Detrás de él, un millón de personas marcharon el día entero, coreando ¡Que se vayan! ¡Que se vayan! Llevaban carteles con dibujos de gusanos en las poses más ridículas: gusanos volando con destartaladas maletas, gusanos vestidos de pandilleros, gusanos yéndose por el inodoro, gusanos abrazados por el presidente Carter.
Al atardecer, regresaron nuestros vecinos. Los reconfortantes sonidos callejeros volvieron con ellos: niños llorando, puertas cerrándose, un hombre silbando, la mujer de enfrente gritándole al marido. De nuevo nos agazapamos en el dormitorio y apagamos las luces. Mi hermana y yo nos quedamos dormidas en la cama de nuestros padres, con las mejillas pegadas a la sobrecama de felpilla rosada. En algún momento de la noche mi padre debió de habernos llevado al sofá cama de la sala. Allí desperté por la mañana temprano, aturdida por los sucesos del día anterior. Mantuve los ojos cerrados, tratando de calmarme. De la confusión y del miedo que sentía, sólo una idea se destacaba entre las demás: unas ganas tremendas de echar alas y volar bien lejos.