DIEZ
Tempestad

Refugiados cubanos capean las aguas del Golfo rumbo a Cayo Hueso durante el apogeo del puente marítimo.

Había permanecido en la misma posición —forzando la vista para seguir a mi tío desde lejos—, por mucho tiempo. Me dolía el cuello y era evidente que no podía hacerlo regresar clavando la mirada en su pulóver blanco. Me froté la nuca automáticamente. Jirones de nubes cruzaban deprisa el cielo despejado y una leve brisa aliviaba el calor del mediodía. Los ojos me dolían de la claridad.

La idea de perder a mi tío me asustaba. Era el único nexo con el resto de nuestras vidas. Si desaparecía, tendríamos que quedarnos en Cuba. Y legalmente ya no estábamos en Cuba. No podíamos reanudar la vida donde la dejamos, encerrada en nuestro apartamento vacío de Santos Suárez. A mi hermana y a mí no nos admitirían de nuevo en la escuela. Mi padre no tendría trabajo y nadie le encargaría vestidos a mi madre. La gente tendría miedo de que los vieran con una familia que había tratado, sin éxito, de escapar.

La voz profunda de mi tío me rescató de mi pesimismo.

Estaba conversando con un marino musculoso y de piel curtida por el sol. Los rodeaban soldados cubanos armados. El marino hablaba inglés con un acento distinto al que yo estaba acostumbrada a escuchar en las películas en blanco y negro de la MGM que trasmitía la televisión cubana los sábados a medianoche. Aunque había tomado clases de inglés en la escuela desde octavo grado, no entendía una palabra de lo que decía. Hablaba como si las sílabas se le derritieran en la boca. Los ojos le brillaban en la luz y sonreía al mirarnos. El hombre había traído su yate, el Mañana, al puerto del Mariel en una misión humanitaria, explicó mi tío, y ahora nos iba a rescatar. Todos los que estábamos en el barco nos acercamos a él. Este era un americano en quien podíamos confiar.

El hombre dio unas órdenes a los jóvenes que lo acompañaban. Yo me senté en la superficie de concreto del embarcadero. Desde abajo le notaba algo extraño en el brazo izquierdo. Apenas se le movía al hablar y al gesticular con el brazo derecho. Seguí con la vista la curvatura de los músculos del antebrazo, cubierto por un pulóver apretado de color claro. Donde la piel debía unirse a la axila en una curva continua había un bulto, un engarce algo disparejo con el torso. Me di cuenta de que el brazo era postizo, pero tan semejante al otro que era casi imposible diferenciarlos. Las uñas estaban perfectamente delineadas, las venas formaban una red bajo la gomosa “piel” de la mano, y el color del brazo, del hombro a la mano, reproducía con precisión su tono de piel.

El gentío se dispersó para abrir espacio a los marinos. Cuando el americano lanzó una cuerda gruesa desde el muelle para inmovilizar al Valley Chief, el brazo postizo se le enredó y cayó al agua. Todos nos quedamos boquiabiertos. Alguien gritó. Mi madre se desmayó, cayendo con un golpe seco en el piso de concreto.

Un joven de la tripulación del norteamericano se zambulló en las oscuras aguas del puerto y en unos segundos subió, enarbolando triunfante el brazo prostético, como los soldados en las películas de guerra para mantener seco el fusil. El norteamericano sencillamente tomó el brazo, le sacudió el agua y se lo puso. Mi madre volvió en sí. La gente aplaudió, como si estuvieran en el teatro o en el estadio de pelota.

ANTES DEL MARIEL, yo nunca había viajado fuera del país, ni siquiera mucho por Cuba. Mis viajes más largos e interesantes habían sido siempre en autobús a los pueblos de mis padres en Las Villas. Siempre llegábamos a Rancho Veloz, nuestra primera parada, a eso de la medianoche. Encontrábamos a mi abuelo Juan sentado en su silla de ruedas, esperándonos en pijama, con la cara fresca y suave de una reciente afeitada, y el cabello, cada vez más escaso, cuidadosamente peinado alrededor del lustroso redondel de su calvicie. Con sus manos nudosas, de vejez y artritis, me sujetaba por los hombros antes de que lo pudiera abrazar, me miraba de arriba abajo y me decía lo mismo siempre: ¡Cómo has crecido! ¡Estás hecha una mujer!

Los pellejos le colgaban de unos brazos otrora poderosos, y las piernas, que ya no le respondían, eran puros huesos cubiertos de piel, amoratada y pulida por años de padecimientos circulatorios que, al fin, lograron ponerlo en una silla de ruedas. Pero conservaba las manos fuertes, y sus dedos deformes me dejaban marcas rojas en los brazos cuando por fin cedía para que lo abrazara, apoyando mi rostro lagrimoso contra su pecho.

¡Abuelo, Abuelo, Abuelo!, balbuceaba yo, sin saber qué más decir. Entonces nos sentábamos a hablar de la vida en La Habana. Mi abuelo, que todos los años se pasaba meses con nosotros antes que la enfermedad, aún sin diagnosticar, le impidiera viajar, preguntaba por viejos amigos, por su barbero, por el estado de algunos jardines del barrio de los que a menudo arrancaba rosas blancas, las preferidas de mi difunta abuela.

Cuando yo era pequeña, había sido mi más tolerante y fiel compañero de juegos. Me permitía pincharlo con las agujas de coser de mi madre cuando me dio por decir que quería ser doctora. Me enseñó a jugar a las damas y hacía trucos de magia para mí y mis amigas, asegurando que sus poderes venían de un ser invisible llamado Caballo Blanco, a quien sólo él podía conjurar chasqueando los dedos de la mano derecha.

Durante las vacaciones anuales en el campo, me sentaba a la mesa, bien pasada la hora de dormir, escuchando las historias, reales e imaginarias, de mi abuelo, que chupaba su pipa entre cuento y cuento. No soportaba separarme de él al final del verano. Le decía adiós desde la ventanilla del tren, que pasaba frente a su casa, y corría de vagón en vagón hasta llegar al último, en que se acababan las ventanas y ya no podía verlo. Siempre me iba pensando que era la última vez.

Y ahora estaba segura de que no lo volvería a ver. Las lágrimas me corrían sin control por primera vez desde que salimos de la casa, y así seguí a mi madre hasta el barco del americano.

SALTÉ LA BARANDILLA hacia la proa del Mañana. Buen nombre, pensé. Sin volverme a mirar al Valley Chief, donde mi padre y mi tío se habían quedado, me fui bajo cubierta, donde una mujer llamada Blanca pedía voluntarios para ayudarla a preparar sándwiches. Quería mantenerme ocupada, pero me temblaban las manos. Primero, la mostaza, me mostró Blanca pacientemente; luego el jamón y el queso. Seguí sus instrucciones automáticamente, no queriendo imaginarme lo que sucedía arriba, donde sabía que el capitán empezaría a maniobrar pronto para salir del puerto.

Hacía calor en esta cocina improvisada. Las gotas de sudor le corrían a Blanca de la cara al cuello y convergían en una gigantesca mancha en el frente de su blusa rosada de algodón. Oí al capitán gritar algunas órdenes y sentí al barco separarse del Valley Chief de un golpe. Blanca me pasó dos rebanadas de pan de molde blanco, perfectamente cortadas, como si no las hubiesen tocado manos humanas. Me acordé del pan de quince centavos por el que hacía cola un día sí y un día no a dos cuadras de mi casa: duro y tosco, dorado, disparejo, claramente el trabajo de un hombre y un horno —perfecta comunión de la experiencia y el fuego.

Oía los ruidos del puerto: los oficiales cubanos voceando órdenes por los megáfonos, las gruesas cuerdas de los veleros —tin-lin, tin-lin— al golpear los mástiles, las olas lamiendo los costados del Mañana con un ensordecedor jush, jush. Los sonidos se alejaban. Nos íbamos.

Una lágrima me cayó en las manos y Blanca me instó a que subiera y mirara bien mi tierra por última vez. Si no lo haces, algún día te vas a arrepentir, me dijo mirándome fija y seriamente. Solté el pan y la mostaza, el jamón y el queso, y subí corriendo los escalones de madera hacia la proa, desde donde vi que el sol empezaba a tocar las aguas de la bahía.

Tenía el corazón en la garganta, como si se me quisiera salir y quedarse. Tragué en seco. Siempre había pensado que me iría de Cuba de día y vería mi isla en todo su esplendor, como la había visto innumerables veces en mapas: llana y verde, con ríos serpenteantes que le entrecruzaban el vientre, rodeada de cordilleras de montañas, altas y majestuosas como centinelas del Caribe que la protegían de huracanes, invasores y otros peligros de la geografía y la historia. Nada como eso se veía desde el Mañana. Me concentré en los contornos de la tierra antes que la oscuridad se tragara mi limitada visión de la costa: retazos de verde, una bandera ondeando al viento, un edificio en una colina.

Concéntrate, le ordené al cerebro, para que recordara el más mínimo detalle de mi isla. Esta es la última vez que ves a Cuba, me dije. Absórbela. Absórbela toda. Por un instante me distrajo el graznido de un ave antes de zambullirse en busca de su cena, un pez plateado de escamas centelleantes bajo los últimos rayos del sol poniente. Volví a mirar a tierra, pero se había vuelto más amarilla que parda, el agua más azul que verde. Debí haber traído una piedra, un poco de agua, un puñado de tierra, pensé, y me quedé mirando el horizonte hasta que me dolieron los ojos y la tenue franja de la costa se fundió en el horizonte. Nada más quedaba el agua. Me incliné fuera de la proa y empecé a vomitar.

NINGUNO DE MIS amigos sabía que me iba de Cuba en ese momento. Pensé en Frank, todavía en Angola pero a punto de regresar. No pude decirle que no lo estaría esperando. De hecho, pocas personas, con excepción de nuestros vecinos más cercanos, sabían siquiera que no estábamos en casa.

Mi amiga Kathy sería seguramente la primera fuera de mi cuadra en enterarse de que me había ido de Cuba. Durante años la había ido a buscar a las doce y media de la tarde a su casa para ir juntas a la escuela. Si me retrasaba, lo cual solía ocurrir, ella venía de su casa, a dos cuadras, y me llamaba desde la calle, sabiendo que su voz entraría por la puerta de la terraza, siempre abierta. Seguramente el miércoles hizo lo mismo, pensé. Seguramente miró hacia arriba, vio la terraza vacía, la puerta cerrada, y comprendió. Seguramente vio las caras de mis vecinos y ellos la suya, y seguramente nadie se atrevió a pronunciar palabra.

Quizás ni el mismo gobierno sabía que yo iba en este barco en particular. Me sentí libre por primera vez en la vida, y la sensación, nueva y desconcertante, me perturbaba. Ya no hacía falta ocultar el deseo de mi familia de irse de Cuba, pues todos los que me rodeaban estaban, literalmente, en el mismo bote. Pero, a la vez, me sentía muy sola, desconectada, como si me hubieran cortado el cordón umbilical que me ligaba a mi sentido del ser y mi identidad durante dieciséis años. Ya no era la estudiante destacada que aspiraba a una plaza en la escuela de periodismo. Ni era la hija de gusanos desafectos. No era la amiga ni la novia de nadie. Era simplemente un ser humano más, a bordo de un yate que se mecía rumbo al norte.

Había entrado al mundo del exilio, una zona en la que se camina solo, a su propio paso, y sólo después de sepultar parte del alma.

ME DESPERTÉ CON un violento espasmo estomacal, como si fuese a vomitar, pero tenía el estómago vacío. Estaba totalmente desorientada. No sabía dónde tenía la cabeza ni los pies, como si alguien me hubiese movido la cama. Entonces me di cuenta de que no estaba en mi cama. Estaba sobre el piso de metal, mojado y frío, del Mañana. Traté de estirar los brazos y enderezar las piernas, pero tropecé con algo blando. Mi hermana estaba a mi lado, dormida, aunque también había vomitado. Tenía el pelo emplastado de comida seca. Alguien me sujetaba con fuerza por el tobillo. Me senté. Me dio un mareo y caí hacia atrás, dándome un buen golpe en la cabeza. Mi madre me soltó el tobillo y me acarició las manos. Se veía asustada.

Tenía cuarenta años y estaba sola con sus hijas por primera vez en la vida. No sabía nadar, nunca había estado en un barco y rara vez se había separado de mi padre. ¿Qué te pasa?, preguntó. Por un largo minuto pensé qué contestarle. Tenía frío y hambre. Me dolía mucho la vejiga porque llevaba horas sin ir al baño, o quizás el día entero —ya ni me acordaba. Tenía las piernas entumecidas. Me dolía la cabeza, y la garganta y el estómago, de arrojar bilis. Tenía la ropa sucia. El pelo empegotado. No me había cambiado ni aseado en casi cinco días. Tenía ganas de llorar, pero de tanto mareo ni eso podía. Y por supuesto, el dolor de dolores: Me había ido de Cuba.

Nada, por fin le dije, y volví a cerrar los ojos.

YO NUNCA ME había enfermado al punto de estar casi inmovilizada, como me sentía ahora. De hecho, excepto ocasionales sangramientos por la nariz, ni siquiera había estado en un hospital. La última vez que había tenido una hemorragia nasal, apenas unas semanas antes, había esperado seis horas en la sala de emergencias del mejor hospital infantil del país. Para evitar el espectáculo de mi nariz chorreante, me tragaba la sangre. Finalmente, cuando ya no aguantaba más, abrí la puerta de la enfermería y exigí ver a un médico. Una enfermera me dio una servilleta de papel para que me limpiara y me dijo amablemente que todos los médicos estaban en una reunión del partido comunista y no podrían verme hasta el próximo turno.

Me condujo a una cama y me dio una toalla limpia. No puedo hacer nada más, cariño, dijo en ese tono afable de los cubanos cuando te comprenden pero no pueden ayudarte. Tres horas más tarde me ingresaron por fin. Me tuvieron que inyectar para coagularme la sangre y me cauterizaron las venas de la nariz con corriente, lo que me produjo unas breves y dolorosas sacudidas eléctricas por la espina dorsal. De vuelta a casa, pasé todo el fin de semana ardiendo de cólera, convencida de que hasta la medicina estaba contaminada por la política que asfixiaba a todos y todo lo que me rodeaba.

MI MADRE SABÍA que yo estaba despierta aunque tenía los ojos cerrados. Dejamos el barco atrás, dijo, y supe que quería decir que el Mañana había remolcado al Valley Chief hasta aguas internacionales, como se había convenido, y ahí lo había soltado. No me imaginaba dónde estarían mi padre y mi tío.

¿Cuándo?, pregunté.

Hace unas horas, creo, susurró.

¿Los viste? ¿Hablaste con ellos?

No, dijo mi madre. Vi las luces a lo lejos.

¿Qué hora es?, le pregunté, pero no sabía.

Me incorporé con gran dificultad y la miré a los ojos, oscuros pero secos. Con la prisa por partir, ni siquiera me había despedido de mi padre antes de dejar el Valley Chief. Oí a mi tío que me gritaba que llamara a su mujer cuando llegáramos a Cayo Hueso, pero no miré hacia atrás. La oscuridad enmarcaba el rostro preocupado de mi madre y sentí la necesidad de tocarla, de consolarla, pero el esfuerzo de mover la cabeza era demasiado. Sentí náuseas y me recosté hacia atrás, buscando una posición cómoda. Una ola nos empapó y sentí sal en los labios. Era la madrugada del domingo, 11 de mayo, Día de las Madres.

Mi madre no recibiría su tarjeta ese día, pensé. Le había mandado una por correo el día antes de salir de la casa. Probablemente ya la habrían echado por debajo de la puerta.

Feliz Día de las Madres, alcancé a decir antes que la espesa neblina del mareo me envolviera otra vez.

HABÍA VIVIDO SIEMPRE con el temor de que ese año perdería a mi madre. Desde que supe que mi abuela había muerto a los cuarenta, al otro día de cumplir mi madre los dieciséis, me daba miedo que la historia se repitiera, dada la coincidencia de nuestros cumpleaños. Mi madre cumpliría cuarenta al llegar yo a los dieciséis. Ella se encargaba de alimentar mis desvaríos pesimistas recordándome a menudo que estaba segura de morir joven. Un día, poco antes de mis dieciséis, me despertaron sus sollozos. Mi madre, sentada junto a mi cama, me acariciaba los brazos, las manos, la cara. Asustada por las lágrimas, le pregunté qué pasaba. Nada, me dijo, pero pasará. Y así empecé a vivir con la certeza de que mi madre no pasaría de ese año.

Ella iba a cumplir cuarenta y uno en octubre. Yo aún tenía dieciséis. Estábamos en mayo.

CUANDO VOLVÍ A despertar, el sol me calentaba la piel sudada, pero me sentía pegajosa y con frío. La gente iba y venía, pero yo no sabía por qué. Toda mi energía se concentraba en un objetivo inmediato: ir al baño. La vejiga, de tan llena, no me dejaba moverme. Tomé un rollo de papel que mi madre me había dado y cuidadosamente me bajé el zipper del pantalón. Bajo la manta azul marino que me cubría, me rellené de papel la ropa interior. Estaba segura de que no llegaría al baño a tiempo. Mi madre vio mi apuro y pidió ayuda. Dos jóvenes, los ayudantes del capitán, me agarraron por los brazos y me arrastraron al baño. Se quedaron en la puerta, de espaldas, mientras mi madre me sujetaba para que no me cayera del inodoro al piso sucio. ¿Dónde estaría mi padre en este preciso momento, cuando más lo necesitaba?

LOS VERANOS, CUANDO viajábamos a Las Villas, mi padre se hacía amigo de los choferes del autobús como medida previsoria. Sabía que yo me mareaba en el trayecto, me daban dolores de estómago y necesitaba ir al baño con frecuencia. Los autobuses no tenían baño, por lo que mi padre buscaba por la ventana un lugar con malezas, donde hasta un hombre corpulento como él pudiera ocultarse un par de minutos. Chofer, ¿puede parar un momento? Tenemos una emergencia, gritaba tras verme palidecer. El chofer lo complacía.

Para esos momentos inevitables, mi madre llevaba una bolsa plástica llena de retazos de colores que sobraban de la ropa que les cosía a sus clientas. El papel sanitario escaseaba. Agachada en el monte, me fijaba en los complicados diseños de los retazos de la bolsa, tratando de asociarlos a las caras de las clientas de mi madre. Sabía que los verdes y estampados chillones eran por lo general de Anita, una divorciada joven que contaba sus aventuras amorosas mientras mi mamá le entallaba el vestido. Los de cuadros en blanco y negro provenían de dos hermanas gordas que siempre se entalcaban los pies. Cuando venían a probarse, dejaban sin falta un rastro blancuzco en el piso. Mi madre les prendía cuidadosamente el vestido con alfileres sobre el cuerpo rollizo mientras yo, sentada en la cama, tomaba notas de los arreglos por hacer.

Regresaba al autobús corriendo, sabiendo que mi padre me esperaba en los escalones. Él me pasaba la mano por el pelo, y yo, avergonzada pero aliviada, volvía a mi asiento, cerraba los ojos y apoyaba la cabeza en sus piernas hasta que el próximo aguijonazo en el estómago me despertaba.

AL SALIR DEL diminuto baño del Mañana, se oían voces y pisadas en cubierta. Habíamos llegado. Los marineros me ayudaron a subir hasta donde esperaban unos hombres con uniforme de campaña que llevaban una camilla verde olivo. Me chequearon un poco y, por medio de gestos, indicaron que hacía falta que me llevaran a un hospital. Mi madre se negó, moviendo la cabeza con energía, pues sabía que los hombres no entendían español.

Contrólate, me susurró al oído. No puedo dejar que nos separen.

Me incorporé poco a poco y, mientras lo hacía, empecé a oír gritos familiares de ¡Viva Cuba libre! Hombres y mujeres del otro lado de una cerca de alambre gritaban “¡Viva Cuba!” hasta quedarse roncos. Otro grupo cantaba y volvía a cantar el himno nacional cubano. Aun otros coreaban consignas contra Fidel Castro: ¡Abajo Fidel! ¡Muerte al tirano! Sentí ganas de llorar. Por esto me había ido de Cuba, pensé, para no oír más consignas, para no oír a nadie desearle la muerte a un líder político. Me volví y seguí a mi madre, lenta, muy lentamente, hasta el final de una cola que le daba la vuelta a un edificio blanco de dos pisos. Ante una puerta, en el suelo, había una estera con una palabra en inglés: WELCOME. La leí letra por letra, pero no la entendí.

El mareo desapareció al dar mis primeros pasos en Estados Unidos con mi madre y mi hermana en la cola. Cuando llegamos al frente, ya teníamos un papel con nuestros nombres y el nombre del barco que nos había traído. No lo pierdan. Es muy importante, dijo un hombre uniformado. Llevaba el mío apretado en el puño cuando me disponía a subir a un autobús.

En ese momento una mujer se acercó al grupo y se ofreció generosamente a llamar por teléfono a los familiares del que lo necesitara. En el día y la noche que pasamos a bordo del Valley Chief, yo había memorizado el teléfono y la dirección de mi tío. Escribí el número en un papel que me entregó y encima puse el nombre de mi tía, con un círculo alrededor, para que se destacara entre la infinidad de números que le habían dado a la mujer. Las puertas se cerraron y el autobús partió, dejando atrás el viejo muelle de madera.

Presa del pánico, me di cuenta de que acababa de pasar mis primeros momentos en Estados Unidos y ni siquiera sabía dónde estaba. Corrí al final del autobús y miré hacia fuera, pero no vi ni un nombre ni un letrero, sólo el verde brillante de la parte trasera de lo que parecía ser un carrito de helados que se abría paso entre la multitud de cubanos tras la cerca. Dos palmas ralas flanqueaban un edificio chato al final del muelle. Una mujer agitaba frenéticamente una banderita cubana de papel. Debe de ser Cayo Hueso, pensé, y volví a mi asiento.

SIEMPRE QUE VIAJÁBAMOS de La Habana al campo, mi padre, para combatir el aburrimiento y mis mareos, me contaba historias inventadas de cómo surgieron los nombres de los pueblos que pasábamos. Corralillo se llamaba así por un corral pequeño donde se guardaban vacas y ovejas mágicas; Sierra Morena, por una hermosa mujer de piel oscura que todos los hombres deseaban en vano. A Rancho Veloz lo bautizaron con ese nombre porque un hombre había tenido que construir un refugio a toda velocidad para proteger a su familia de una furiosa tormenta. Yo miraba por la ventana mientras mi padre tejía sus cuentos y veía a los niños jugar en el fango rojizo, a las mujeres echarse fresco con abanicos de cartón, y a los hombres regresar del campo con la cabeza gacha y los tabacos a medio fumar entre los dedos. A veces algunos levantaban la cabeza y saludaban a los pasajeros, a sabiendas de que éramos de La Habana, una ciudad que probablemente nunca habían visitado, pero que seguro imaginaban infinitamente mejor que la parcela en que sudaban de la mañana a la noche, día tras día menos los domingos.

LAS IMÁGENES BORROSAS de Cayo Hueso a través de las ventanillas del autobús me confundían y deseé que mi padre estuviese allí para explicarme. Esto no podía ser Estados Unidos. ¿Dónde estaban los edificios altos y relumbrantes? Sólo veía viejas casas de madera, blancas o color pastel desvaído, un perro sediento, dormido a la sombra de un portal con tela metálica, gallos por la calle como si todo este pueblo fuese un patio mal cuidado. Durante unos minutos, el autobús siguió a lo que parecía un trencito de juguete por callejuelas estrechas. Cuando el trencito dobló y lo pasamos por la derecha, mujeres y hombres de mejillas rosadas y sombreros blancos nos retrataron. De pronto me di cuenta de la facha que debía tener: La ropa me apestaba a vómito, la blusa de cuadros rojos, azules y blancos había aguantado bastante bien, pero mis pantalones rojos de poliéster tenían un tono más oscuro. Hubiera dado cualquier cosa por bañarme. No me había mirado al espejo en cinco días.

El autobús paró frente a un edificio que parecía un enorme almacén. Adentro, catres verdes del ejército formaban innumerables hileras. Unas ventanas enormes, por lo menos de tres pisos de alto, filtraban la luz como los reflectores de un inmenso estadio. Vigas de hierro formaban polígonos irregulares en el techo de puntal alto, y hombres de uniforme —verde, beis, blanco, azul marino— se movían por todas partes. Largas mesas rectangulares en dos de los costados ofrecían emparedados, refrescos y chicle.

Tengo que ir al baño, dije, y sentí un sabor metálico en la garganta. La voz me sonaba ronca, distante. Era la primera vez que les hablaba a mi madre y mi hermana desde la llegada.

Rumbo a uno de los servicios portátiles amarillos, oí mi nombre. Me volví y vi a una rubia de ojos azules y facciones delicadas que me hacía señas frenéticamente para captar mi atención. Al principió creí que me había confundido con otra persona, le sonreí y alcé los hombros en gesto de impotencia, pero la mujer insistía y me dirigí a ella.

A mitad de camino vi quién era: una de mis profesoras de literatura del preuniversitario, la que parecía una revolucionaria comecandela, la última persona que pensaba encontrar en Estados Unidos. Era de las que siempre criticaban mucho a gente como mis padres, que no apoyaban al régimen. Di la vuelta y me alejé. El baño podía esperar. Un rubor me corría por la cara y el cuello al llegar al catre donde aguardaba mi familia. Sentí vergüenza de haberme ido de Cuba y que alguien me hubiera sorprendido en el acto. No importaba que ella también se hubiese ido. Me sentí como una traidora. Traidora a quién, no lo sé. Me cubrí la cara para que nadie notara que ardía de confusión y pena.

NOS APILAMOS EN un catre a esperar instrucciones y alguna señal de vida de mi padre y mi tío. A eso de las ocho de la noche, oí mi nombre por un megáfono. El nombre se oía distorsionado por la mala pronunciación y el eco del amplificador, pero estaba segura de que me llamaban y corrí hacia esa voz, con mi madre y mi hermana detrás. La oímos antes de verla: la esposa de mi tío, Tere. ¡Ahí están! ¡Ahí están! Y ahí estábamos, saltando de contento con ella y sus hijos y abrazándolos con emoción y alivio.

Nos pidió que nos fuéramos con un cuñado que la había traído a Cayo Hueso, mientras ella se quedaba con Olimpia, una de las tías que nos habían visitado en Cuba el año anterior, a esperar a su esposo y a mi padre. En el apuro de irnos, se quedó con los documentos nuevos, los papelitos con nuestros nombres, que nos dijo que nos identificaban como refugiados del Mariel. No queríamos irnos sin mi padre y mi tío, pero mi tía nos aseguró que nada podíamos hacer. Vayan para la casa y descansen, nos dijo mientras nos guiaba amablemente hacia un brilloso automóvil verde musgo que esperaba fuera. Lo conducía Bartolo, el marido de la hermana mayor de mi padre y a la vez primo segundo de mi madre. Mi madre se sentó delante, con él, mientras mi hermana y yo nos recostamos atrás y nos dormimos en seguida, temblando por el frío excesivo del aire acondicionado pero demasiado tímidas para pedirle a Bartolo que lo apagara.

Me despertó la luz de una linterna en la cara. Un policía le explicaba algo al primo de mi madre en inglés, junto a la ventanilla. No podíamos salir de los cayos sin los papeles de identidad que habíamos dejado con Tere, dijo. Nos apartamos de la carretera y paramos en un restaurante grande a un lado del camino, el cual, nos dijo el primo de mi madre, anunciaba “el mejor pastel de lima del mundo”. Yo no sabía lo que era un pastel de lima y tuvo que explicármelo. Pensando en comida —limas, pasteles, crema, cakes— me quedé dormida, segura de que en unas horas me despertarían con la comida que siempre había soñado abundante en Estados Unidos: un sándwich prensado de jamón y queso, con el queso derretido y los bordes del jamón crujientes por el calor de la plancha, acompañado con un vaso grande de jugo de naranja. No recordaba la última vez que había comido.

Un tiempo después sentí abrirse la puerta del carro y una sensación de calor nos envolvió a mi hermana y a mí. Una mano grande, conocida, me acariciaba la cara y al abrir los ojos vi a mi padre inclinado sobre mí como el genio gigante de una lámpara maravillosa. Le salté al cuello y así estuve un buen rato, agarrada del ancla que tanto habíamos extrañado durante día y medio.

Ahí nos explicó que unas seis horas después de que el Mañana los dejara atrás, el Valley Chief empezó a hacer agua lentamente. Pero nadie se desesperó, ni siquiera los locos que el gobierno había subido al barco. Mi padre dijo que no se preocupó por él, sino por nosotras. Estaba seguro de que los norteamericanos los rescatarían.

Cerca de las siete de la mañana, dos escampavías de la guardia costera se acercaron al Valley Chief, comprimiéndolo por los costados con sus defensas neumáticas. Trozos de madera vieja volaron por los aires y por unos minutos pareció que el barco se hundiría antes que los rescataran a todos. Pero el Valley Chief aguantó. Los escampavías trasladaron a los hombres a un buque anfibio de asalto de la Marina norteamericana, el USS Saipan. La nave era tan grande —casi 1.000 pies de largo, calculó mi padre— que desde cubierta el mar se veía lejos, tranquilo, inofensivo. El buque transportaba diecisiete helicópteros y decenas de refugiados de otras misiones de rescate que ya estaban a bordo. Todos fueron chequeados por médicos y recibieron una comida caliente —y picante— de arroz con frijoles y carne. Por la noche, mi padre, mi tío y los demás fueron llevados en helicópteros a Cayo Hueso, donde encontraron a la esposa de mi tío y se fueron con ella hasta que avistaron el carro nuestro frente al restaurante que vendía el mejor pastel de lima del mundo.

EL 12 DE mayo, con los primeros rayos del sol, llegamos a la casa de mi tío, en una ciudad llamada Hialeah. Acostumbrada a ver fotografías de mis familiares en Nueva York, Hialeah fue una sorpresa y una desilusión, como lo había sido Cayo Hueso. No había edificios altos, ni arquitectura de interés, ni estatuas, ni puentes, ni anchas avenidas; no daba realmente la sensación de ser una ciudad. Y por supuesto no había nieve. Fuera de la casa, adornada por pintorescos jardines, hacía un calor insoportable. Dentro, hacía frío, y el zumbido del aire acondicionado nos seguía de una habitación a otra mientras inspeccionábamos cuidadosamente nuestro contorno sin atrevernos a tocar nada.

El cielo raso brillaba, y el piso resbalaba. Delicadas figuras de porcelana Lladró cubrían todas las mesas y repisas. Lámparas de cristal con pendientes en forma de lágrimas se cernían sobre la sala, mientras que gruesas cortinas aterciopeladas color vino bloqueaban el sol. La mesa de madera pulida no tardó en llenarse con el desayuno que había soñado: emparedados de jamón y queso y jugo de naranja de una jarra plástica, no de la fruta fresca. Me tomé tres vasos y pedí más. Mi tío me complació encantado.

Me di un baño largo que dejó una costra de churre en la inmaculada bañadera blanca. Una prima que no conocía pasó y me regaló sus gafas de sol, un tanto rayadas, pero me quedaban perfectas y me alegré. Otra me llevó a una tienda, donde, según me dijo, podíamos mirar pero no comprar. La esposa de mi tío me compró unas sandalias de cuero y alguien me cortó el pelo. Pedí un ejemplar de El guardián en el trigal, y en cuestión de horas la tenía, pero en inglés. No importaba, porque yo casi me lo sabía de memoria.

Nos tomamos una foto familiar en el patio, frente a unas gardenias en flor que, extrañamente, no olían. Me asignaron la cama de mi primo más joven, en un cuarto decorado con objetos deportivos y brillantes trofeos dorados. Esa noche, cuando por fin me acosté en sábanas adornadas con pelotas anaranjadas y cascos marrones, una idea irracional me desveló: de qué forma podía regresar a Cuba en el mismo puente marítimo que acababa de traerme a Estados Unidos.

UNOS DÍAS DESPUÉS fuimos a una improvisada oficina de inmigración cerca de Hialeah para dejar constancia de nuestra presencia en Estados Unidos. Una enfermera nos sacó sangre y nos tomó radiografías del pecho. Mientras esperábamos los resultados, nos llamaron a una mesa larga para entrevistarnos. Un hombre calvo con porte militar pero vestido de civil tenía mi expediente. En perfecto español me preguntó mi nombre. Pero antes de contestarle me dijo que podía escoger cualquier nombre. No tenía que ser mi verdadero nombre.

Ahora estás en Estados Unidos, dijo. Puedes olvidar el pasado y empezar de nuevo.

Creí que bromeaba, pero permanecía serio, esperando mi respuesta.

Gracias, le dije, pero me quedo con el mío.

No le dije que mi nombre era todo lo que tenía. Mi nombre y mis recuerdos.