Prólogo
LA HABANA, 1980

La policía llegó el 7 de mayo cuando estaba a punto de sentarme a almorzar un yogur, endulzado con varias cucharadas de azúcar, plátanos maduros fritos y un emparedado de huevo con ketchup en media barra de pan. Llevaba una bata de casa por encima de mi uniforme escolar: una falda azul con dos cintas blancas alrededor del borde inferior, señal de que ya estaba en onceno grado, y una almidonada blusa de poplín blanco, que no quería manchar de grasa.

Me estaba alisando los pliegues de la falda para sentarme cuando sentí pasos en la escalera que conducía a nuestro apartamento en un segundo piso. Al menos tres personas subían. Por la manera en que una de ellas pausaba cada dos escalones sabía que era nuestra vecina de los bajos y presidenta del comité de vigilancia de la cuadra. Otras dos personas, ágiles y fuertes, venían delante y tocaron a la puerta antes de que pudiera avisarle a mi madre, que había estado cosiendo un vestido y ahora estaba de pie, inmóvil, junto a la máquina de coser. Hebras de hilo amarillo salpicaban su falda marrón.

En el reloj plástico rojo sobre el televisor eran las once y cuarto de la mañana. Esperaba una seña de mi madre, pero no se movió. Entonces nuestra vecina rompió el silencio.

¡Mirta! gritó, jadeante. Abre. Es la policía. Que ya se van.

Mi madre tragó en seco y abrió la puerta. Un fornido agente del gobierno, sin afeitar y vestido con pantalón verde olivo y un pulóver blanco con grandes manchas de sudor en las axilas, entró. Sin presentarse, leyó en voz alta nuestros nombres y apellidos: Orestes Maximino Ojito Denis, Mirta Hilaria Muñoz Quintana, Mirta Arely Ojito Muñoz y Mabel Ojito Muñoz.

¿Son éstos los nombres de las personas que viven aquí? preguntó. Mi madre asintió temblorosa.

Hay un barco esperándolos en el puerto del Mariel, dijo. Luego de una leve pausa para ver nuestras reacciones, prosiguió: ¿Están listos y dispuestos a abandonar el país en este momento?

Sí, dijo mi madre, su voz apenas un susurro.

“Abandonar” el país, había dicho. Sabía por qué el agente había escogido esa palabra, y me negaba a permitir que manchara a mi familia. Yo tenía dieciséis años y era geniosa, obstinada y políticamente alerta. Además, sentía ira y estaba harta de ser manipulada. “Abandono” no era una palabra que tuviese que ver con nosotros.

DESDE PEQUEÑA SUPE que un día me iría de Cuba con mi familia. Mis padres se habían conocido a fines de los años cincuenta, en momentos en que la revolución bullía en las montañas orientales y en los pasillos de las universidades de Cuba. A diferencia de muchos otros cubanos, que apoyaron la toma del poder de Fidel Castro en 1959 y luego cambiaron de opinión, mis padres nunca creyeron del todo que un barbudo de treinta y tres años con uniforme militar sucio iba a mejorar el país. Eran indiferentes a sus promesas, como habían sido algo ciegos ante las injusticias de Fulgencio Batista, el dictador depuesto por Castro. Mis padres, gente del campo, pobre y sencilla, nunca fueron partidarios de Batista, pero creían que un gobernante no debía meterse en la vida de los ciudadanos, sino dejarlos trabajar y prosperar para mantener a sus familias. Batista fue así. Fidel no. Fidel exigía lealtad.

Cuando Castro llegó al poder, mi padre trabajaba en una tienda vendiendo telas a mujeres que cosían en casa, como se estilaba entonces. Aspiraba a ser viajante de comercio y recorrer la isla en un automóvil de la compañía vendiendo telas a los comerciantes de los pueblos pequeños. Pero poco después de que el nuevo gobierno confiscara la tienda como parte de su gran plan de construir lo que llamaba “una sociedad igualitaria de trabajadores”, a mi padre lo asignaron a manejar un camión. Nadie se había interesado por su opinión, sus planes o sus ilusiones. Se suponía que querría ayudar a la revolución porque, le explicaron, así ayudaría al país.

Mi padre, de mentalidad independiente y totalmente apolítico, decidió que no podía vivir en un país donde las órdenes del gobierno, y no sus deseos y habilidades, determinaban el tipo de trabajo que realizaría el resto de su vida. En abril de 1961, por la época en que Castro anunció en un discurso televisado el carácter socialista de su régimen, mi padre comenzó a hacer planes para reunirse con su hermana mayor en Estados Unidos. En octubre de 1962, él y mi madre adelantaron la fecha de su boda para poder solicitar juntos una visa norteamericana. Pero la Crisis de los Misiles, que puso al mundo al borde de la guerra nuclear, nubló la primera semana de luna de miel de mis padres y frustró sus planes de emigrar. Desde su habitación en un hotel costero de La Habana veían desfilar los tanques de guerra, con miles de soldados que marchaban detrás. El país se preparaba para una invasión norteamericana que, para disgusto de mi padre, nunca ocurrió.

Cuando la crisis concluyó unos días después, el gobierno de Estados Unidos endureció el embargo económico declarado contra Cuba en 1960 —lo que significó, entre otras cosas, que me crié con compotas rusas y que los dibujos animados rusos, no las películas de Walt Disney, moldearon la mayor parte de mi infancia. Estados Unidos prácticamente dejó de dar visas a los cubanos, y la vida en Cuba se volvió aun más difícil de lo que ya era. La comida escaseaba, y el país se aisló política y económicamente, salvo por la ayuda del bloque soviético.

En un discurso en septiembre de 1965, Castro anunció de súbito que permitiría la salida de aquellos a quienes vinieran a recoger desde Estados Unidos al puerto de Camarioca, en la costa norte de Cuba. Decenas de cubanoamericanos de Miami fletaron embarcaciones y se llevaron unos 2.800 familiares en 160 naves antes de que Estados Unidos detuviera el puente marítimo. El presidente Johnson le tomó la palabra a Castro y de inmediato organizó un puente aéreo, bautizado los “Vuelos de la Libertad”. Más de 270.000 cubanos salieron de la isla en los siete años y medio en que los Vuelos de la Libertad surcaron los cielos sobre el Estrecho de la Florida.

Nosotros no estuvimos entre ellos. El gobierno no autorizó la salida de hombres menores de veintisiete años que no hubiesen completado el servicio militar. En 1965, cuando yo aún no había cumplido dos años, mi padre tenía veintiséis. Debía esperar un año más para solicitar el permiso de salida. Antes de su cumpleaños en mayo de 1966, mi madre me hizo una chaqueta de pana azul celeste, adecuada para la ciudad invernal que se imaginaba nos acogería. Era cruzada al frente, con grandes botones forrados y una capota redonda que colgaba sobre la espalda.

Al día siguiente de cumplir los veintisiete, mi padre mandó una carta certificada a la oficina de emigración del gobierno pidiendo permiso para irse del país. Guardó el recibo del envío en la gaveta de su mesa de noche, bajo las cajetillas de cigarros Populares que entonces fumaba. Todos los días mi madre revisaba rápidamente la correspondencia en busca de los dos únicos sobres que nos alegrarían la vida: una carta de una de las hermanas de mi padre —para entonces, dos vivían en Estados Unidos— o un sobre grueso de aspecto oficial, el cual indicaría que estábamos un paso más cerca de reanudar las vidas que mis padres sentían que les habían robado. Las cartas de mis tías eran frecuentes, algunas con mediecitas blancas para mí o flamantes cuchillas de afeitar Gillette para mi padre. Pero el sobre del gobierno no llegaba.

El año siguiente mi madre sacó el abrigo azul celeste de la bolsa plástica en que lo había envuelto y me dejó estrenarlo para una visita dominical a casa de su hermana. Era una fría mañana de enero y desayunamos chocolate caliente. En el autobús repleto rumbo a la casa de mi tía, me sentí mal y vomité, echando a perder el abrigo que debía haber usado para mi viaje al norte.

DESDE 1966 HASTA que nos fuimos de Cuba en mayo de 1980, el tema principal de conversación en mi casa y con amigos que compartían la obsesión de mis padres era cómo y cuándo saldríamos del país. Con Estados Unidos fuera del alcance de los inmigrantes cubanos tras el cierre de los Vuelos de la Libertad en 1973, nuestras probabilidades eran escasas. Sabíamos que alguna gente desesperada se echaba a las aguas traicioneras del Golfo de México, capeando las peligrosas corrientes y los tiburones para llegar a Miami. A veces nos enterábamos de los que llegaban, pero nunca de los que no llegaban. El mar no era una opción para mi familia. Mi madre es pesimista por naturaleza; mi padre, precavido. Ninguno de los dos sabía nadar. Tampoco podíamos tomar otra vía y pedir visa por España porque no teníamos familiares en ese país y nunca nos habíamos ocupado de buscar un ancestro español.

Por fin sucedió algo extraordinario. Un hombre profundamente religioso y defensor de los derechos humanos, asumió la presidencia de Estados Unidos en 1977, anunciando su intención de renovar la política exterior del país. No era necesario tener enemigos; el antagonismo no cabía en el mundo que avizoraba. Casi enseguida Castro vio en Jimmy Carter a un aliado, el presidente norteamericano que aceptaría finalmente que Castro era el presidente legítimo de Cuba, que le daría el reconocimiento anhelado. Miembros del Congreso de Estados Unidos empezaron a viajar a Cuba; funcionarios de ambos países comenzaron a tratar asuntos de límites marítimos y derechos de pesca; una periodista norteamericana entrevistó a Castro en la televisión cubana y le preguntó por los presos políticos; y jóvenes cubanoamericanos regresaron a su patria a manifestar su apoyo y su entusiasmo juvenil por la revolución que sus padres les habían negado. A fines de 1978, con la bendición del gobierno de Carter, un grupo de cubanoamericanos inició un diálogo con el gobierno cubano que condujo a la liberación de centenares de presos políticos y a las visitas de miles de exiliados, que en 1979 regresaron a la isla cargados de regalos.

Las visitas conmocionaron al país y al pueblo. Cuba había vivido casi una década de total aislamiento del mundo occidental. Nadie podía entrar ni salir. Dios y los Beatles estaban prohibidos, a los hombres que se dejaban el pelo largo los arrestaban, a los homosexuales y artistas los mandaban a campos de trabajo forzado. Todo el que expresara el deseo de emigrar se convertía inmediatamente en un apestado, era hostigado, y se le negaba acceso al trabajo y a la educación superior. Los que desafiaban abiertamente al gobierno eran encarcelados o fusilados. Los vecinos se espiaban unos a otros, y se esperaba que todos renunciaran a sus principios —incluyendo obligaciones familiares y lealtad a los amigos— por el bien de la revolución.

En ese clima de angustia y desconfianza, el gobierno nos sorprendió a todos al acoger a los exiliados. La gente se sintió engañada y confundida; los más arriesgados empezaron a buscar vías de escape. Las irrupciones en embajadas se convirtieron en hechos cotidianos. Para la navidad de 1979 había más de cien cubanos refugiados en embajadas latinoamericanas en La Habana.

Abatido al ver tanta gente deseosa de abandonar su paraíso socialista, Castro reaccionó con la única arma que le quedaba: Tal como había hecho con el puente marítimo de Camarioca en 1965, amenazó con inundar el sur de la Florida con refugiados. En abril de 1980 instó a los exiliados cubanos a que regresaran a recoger a sus familiares por el puerto del Mariel, al oeste de La Habana. El presidente Carter, preocupado con innumerables crisis nacionales e internacionales y una difícil campaña de reelección, no le prestó atención a la amenaza en un principio. Pero los cubanos de Miami, desesperados por reunirse con sus familiares, una vez más corrieron hacia las costas de Cuba.

El hermano mayor de mi padre, mi tío Oswaldo, fue uno de ellos. Y el 7 de mayo de 1980, el día en que la policía nos tocó a la puerta, dejamos nuestra casa, nuestro barrio, nuestra vida en cuestión de minutos. Nos fuimos como el que deja un amor imposible: con el corazón roto pero latiendo de esperanza.

REGRESÉ A ESE apartamento en enero de 1998 —diecisiete años, ocho meses y diez días después de mi partida. Cuando la mujer menuda que vivía allí me abrió la puerta, balbucié una llorosa presentación y miré por encima de sus angostos hombros, directo a mi pasado: el viejo refrigerador aún se encontraba resoplando en la cocina, ahora con la puerta cerrada por un perchero ingeniosamente colocado; la tabla de planchar, que tantas veces usé para mantener impecables mis uniformes escolares, todavía estaba detrás de la puerta de la cocina; y los coloridos vasos de cristal, que no podíamos tocar porque estaban reservados para ocasiones especiales, seguían acumulando polvo en las repisas de la sala. La nueva propietaria, como mi madre, no los usaba por temor a que se rompieran.

Los recuerdos me asaltaron.

Había vuelto a Cuba como reportera a cubrir la histórica visita del Papa Juan Pablo II a la isla, no a deshacerme en llanto a la vista de un mosaico cuarteado o un gastado sofá color vino. Con mi credencial de prensa, me había sentido fuerte y hasta un tanto distanciada. Pero un carné plástico colgando de una tira al cuello no podía protegerme de mi pasado. Ese viejo apartamento, esa cuadra, ese barrio bajo la sombra de incontables almendros —Santos Suárez, con sus casas bonitas y diminutos jardines— seguía siendo mío.

DE REGRESO EN Nueva York, me di a la tarea de analizar las razones por las que yo y miles de cubanos como yo nos enamoramos de la revolución. Desde muy temprana edad me había familiarizado con la retórica de sacrificio y martirologio de nuestros líderes, especialmente Fidel Castro. Ser revolucionario era ser cubano. Ser cubano era ser revolucionario. La revolución de Castro era nuestro proyecto nacional; sus ideas, nuestro giroscopio. En su incansable marcha hacia el comunismo, todos teníamos una tarea, un deber, como a menudo nos recordaban. Los adultos aportaban su sudor y lealtad, mientras que los niños debíamos entregar nuestras almas.

Sin embargo, yo ni siquiera había visto a Castro hasta 1991, cuando, como reportera de El Nuevo Herald, logré entrevistarlo en la puerta de su habitación en un hotel en Guadalajara, México. Aunque había crecido obedeciendo sus dictados y conocía el aplastante dolor espiritual de vivir bajo un líder que pretendía controlar la voluntad y la mente de su pueblo, cuando estreché su mano grande y flácida sólo sentí júbilo por haber logrado una primicia noticiosa.

Cuando entrevistaba a ex funcionarios cubanos que habían huido a Miami, siempre me preocupé por preguntarles acerca del momento en que supieron que no podían seguir siendo fieles a Castro, pero nunca me había hecho esa pregunta a mí misma. ¿Cuándo fue que todo se volvió insoportable? ¿En quinto grado, cuando me vi obligada a renunciar a Dios? ¿O cuando el gobierno admitió que había encarcelado a miles de hombres y mujeres sólo porque se habían opuesto a la revolución? O tal vez fue mucho más tarde, durante mis últimas semanas en Cuba, cuando la violencia contra los que deseaban escapar no me había dejado otra alternativa que enfrentarme al rostro de un país, un pueblo, que ya no reconocía.

En mis recuerdos, Mariel era algo que sencillamente me había sucedido a mí, a todos nosotros —en Cuba, en Miami y en Washington. Después de quince años de reportera en Miami y Nueva York, cubriendo mayormente temas de inmigración, estaba al tanto de las consecuencias y los rasgos generales del puente marítimo: las fechas, las estadísticas, el impacto —bueno y malo— y las imágenes televisadas de desesperación y esperanza, pero mi propia historia era una página en blanco.

¿Por qué, me preguntaba, se había producido realmente el puente marítimo? Más de 125.000 cubanos llegaron al sur de la Florida en un período de cinco meses en 1980, año electoral, en el mayor éxodo masivo de la historia reciente de este hemisferio. ¿Por qué lo alentó Castro? ¿Por qué lo permitió Carter?

UNA MAÑANA, A bordo del tren que me llevaba al trabajo en Times Square, empecé a leer un artículo del New Yorker sobre una mujer que tenía un brazo prostético, con uñas perfectamente delineadas. La imagen de un brazo postizo me sacudió la mente. ¿A quién conocía yo que tuviese un brazo postizo? ¡Al capitán del Mañana! Me acordaba perfectamente del buen samaritano que había traído a mi familia a Cayo Hueso cuando el barco de pesca que mi tío había fletado se había roto en el Mariel, pero no sabía quién era. Tengo que encontrar al capitán, pensé, aunque sólo fuese para darle las gracias. ¿Qué lo había llevado a Cuba? ¿Y quién era?

Esa búsqueda se convirtió en el impulso que condujo a estas páginas, la historia de mi travesía —de pionera comunista con pañoleta y boina roja a refugiada mugrienta y empapada en los muelles de Cayo Hueso, demasiado joven y perpleja para comprender del todo los hechos que me habían traído a esta otra orilla y dado una nueva vida. Este libro es también el relato de lo que he aprendido desde entonces: que un puñado de hombres y mujeres, actuando por su cuenta y a menudo por razones puramente personales, alteraron la historia de dos países y cambiaron el curso de miles de vidas, entre ellas, la mía.

He descubierto que en el Mariel todos somos protagonistas —desde Bernardo Benes, un judío cubano profundamente religioso que cambió la naturaleza de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, hasta Héctor Sanyustiz, el chofer de autobús desempleado que en la primavera de 1980 lanzó un autobús contra las verjas de la embajada del Perú en La Habana. Más de 10.000 personas siguieron la iniciativa de Sanyustiz y entraron en la embajada para asilarse. Ernesto Pinto-Bazurco Rittler, diplomático peruano nacido en Alemania que desconfiaba de militares, se dispuso a salvarles la vida. Lo mismo hizo Napoleón Vilaboa, vendedor poco exitoso de automóviles usados en Miami, que partió para Cuba en la primera nave del puente marítimo del Mariel e inspiró a miles a seguirlo. Mike Howell, el capitán del Mañana, fue uno de ellos, aunque nada sabía de Vilaboa cuando puso proa hacia Cuba a pagar su deuda con Dios.

Ellos inspiran este libro y son los personajes que me permiten llevar el relato del puente marítimo, más allá del terreno de la política, al espacio íntimo de las vidas privadas. A medida que los iba conociendo y me contaban detalles de sus historias personales, comprobaba cómo cada imagen de mi vida llevaba impresa la huella de los actos de estos personajes. Al alternar entre mis recuerdos y los suyos, entre mis papeles de protagonista y reportera, he querido enfocar esas imágenes borrosas.

Estas son sus historias y, por lo tanto, la mía.