13 Conoce a tu enemigo

LA ESTRATEGIA DE INTELIGENCIA

El blanco de tus estrategias debe ser menos el ejército frente a ti que la mente de quien lo dirige. Si comprendes cómo funciona esa mente, tendrás la clave para engañarla y controlarla. Aprende a interpretar a la gente captando las señales que emite inconscientemente sobre sus ideas e intenciones más profundas. Una fachada amigable te permitirá observarla detenidamente y extraerle información. Cuídate de proyectar en ella tus emociones y hábitos mentales; intenta pensar como ella piensa. Al descubrir las desventajas psicológicas de tus adversarios, podrás ocuparte de trastornar su mente.

EL ENEMIGO REFLEJADO

En junio de 1838, lord Auckland, gobernador general británico de la India, llamó a una reunión a sus altos oficiales para discutir la posible invasión de Afganistán. Auckland y otros ministros británicos estaban cada vez más preocupados por la creciente influencia de Rusia en el área. Los rusos ya se habían aliado con Persia, e intentaban hacer lo mismo con Afganistán; si tenían éxito, los británicos en la India se verían potencialmente aislados del oeste por tierra, y vulnerables a más incursiones de los rusos. En vez de tratar de vencer a los rusos y negociar una alianza con el gobernante afgano, Dost Mahomed, Auckland propuso la que creyó una solución más segura: invadir Afganistán e instalar a un nuevo gobernante —Shah Soojah, exlíder afgano depuesto veinticinco años antes—, quien en consecuencia estaría en deuda con los ingleses.

Conoce al enemigo y conócete a ti mismo y, en cien batallas, no correrás jamás el más mínimo peligro.

SUN-TZU, SIGLO IV A.C.

Entre los hombres que escuchaban a Auckland ese día estaba William Macnaghten, primer secretario del gobierno de Calcuta, de cuarenta y cinco años de edad. Macnaghten pensaba que la invasión era una idea brillante: un Afganistán amigo protegería los intereses británicos en el área y ayudaría incluso a esparcir la influencia británica. Y la invasión difícilmente podría fracasar. El ejército británico no tendría ningún problema para barrer a las primitivas tribus afganas; se presentaría como libertador, pues libraría a los afganos de la tiranía rusa y llevaría al país el apoyo y civilizadora influencia de Inglaterra. Tan pronto como Shah Soojah tomara el poder, el ejército se retiraría, para que la influencia británica sobre el agradecido sha, aunque poderosa, fuera invisible para el pueblo afgano. Cuando llegó el momento de que Macnaghten diera su opinión sobre la posible invasión, su apoyo fue tan firme y entusiasta que lord Auckland no sólo decidió seguir adelante, sino que además nombró a Macnaghten enviado de la reina en Kabul, la capital afgana: el principal representante británico en Afganistán.

[En cuanto al segundo caso], el de ser atraído a una [trampa o emboscada], [...] debes ser astuto para no creer fácilmente en cosas que no van de acuerdo con la razón. Por ejemplo, si el enemigo pone un botín frente a ti, deberías creer que dentro hay un anzuelo y que oculta algún ardid. Si muchos del enemigo son puestos en fuga por tus pocos, si pocos del enemigo asaltan a tus muchos, si el enemigo se da a la súbita fuga, [...] debes temer un ardid. Y nunca creas que el enemigo no sabe cómo conducir sus asuntos; más bien, si esperas ser menos engañado [...] y [...] correr menos riesgos, en proporción a la debilidad de tu enemigo, en proporción a su imprudencia, debes respetarlo más.

EL ARTE DE LA GUERRA, NICOLÁS MAQUIAVELO, 1521.

Habiendo hallado escasa resistencia en el camino, en agosto de 1839 el ejército británico llegó a Kabul. Dost Mahomed huyó a las montañas, y el sha volvió a la ciudad. Para los habitantes locales, aquel espectáculo resultó extraño: Shah Soojah, a quienes muchos apenas si recordaban, parecía viejo y sumiso junto a Macnaghten, quien llegó a Kabul enfundado en un uniforme de colores brillantes complementado por un sombrero de tres picos orlado con plumas de avestruz. ¿Por qué habían llegado esas personas? ¿Qué hacían ahí?

Con el sha de nuevo en el poder, Macnaghten tuvo que reevaluar la situación. Recibió informes que le notificaban que Dost Mahomed estaba formando un ejército en las montañas del norte. Mientras tanto, al sur, parecía que al invadir el país los británicos habían agraviado a caciques locales al saquear sus dominios en busca de alimentos. Esos jefes estaban causando problemas. También resultaba claro que el sha era impopular entre sus antiguos súbditos; tanto que Macnaghten no podría dejarlo desprotegido, como tampoco a los demás intereses británicos en el país. A regañadientes, Macnaghten ordenó a la mayor parte del ejército británico que permaneciera en Afganistán hasta que la situación se estabilizara.

Pasó el tiempo, y finalmente Macnaghten decidió permitir que los oficiales y soldados de esa fuerza de ocupación crecientemente perdurable enviaran por sus familias, para que la vida fuera menos severa para ellos. Pronto llegaron esposas e hijos, junto con sus sirvientes indios. Pero mientras que Macnaghten había imaginado que el arribo de las familias de los soldados tendría un efecto humanizante y civilizador, sólo alarmó a los afganos. ¿Planeaban los británicos una ocupación permanente? Dondequiera que la gente mirara, había representantes de los intereses británicos, hablando ruidosamente en las calles, bebiendo vino, asistiendo a teatros y carreras de caballos: extraños placeres importados que ellos habían introducido al país. Y ahora llegaban sus familias a sentirse como en su casa. Un odio contra todo lo inglés empezó a echar raíces.

Había quienes advertían a Macnaghten contra eso, pero para todos ellos él tenía la misma respuesta: todo se olvidaría y perdonaría cuando el ejército se fuera de Afganistán. Los afganos eran personas infantiles e irascibles; una vez que sintieran los beneficios de la civilización inglesa, estarían más que agradecidos. Un asunto, sin embargo, preocupaba al enviado: el gobierno británico estaba molesto por el creciente costo de la ocupación. Macnaghten tenía que hacer algo para reducir los gastos, y sabía dónde empezar.

EL LEÓN QUE SE HABÍA HECHO VIEJO Y LA ZORRA
Un león ya viejo y que no podía procurarse comida por medio de su fuerza comprendió que debía hacerlo mediante algún plan. Así que se fue a una cueva y allí, recostado, fingía estar enfermo. Y de este modo, atrapando a los animales que se acercaban a él para visitarlo, los devoraba. Muertas ya muchas fieras, una zorra que se había percatado de su astucia se acercó y, deteniéndose lejos de la cueva, le preguntó cómo estaba. Al responder el león “mal” y preguntarle la causa por la que no entraba dijo: “Habría entrado de no haber visto huellas de muchos que entran pero de ninguno que sale”. Así, los hombres prudentes evitan los riesgos al preverlos a partir de indicios.

FÁBULAS, ESOPO, SIGLO VI A.C.

La mayoría de los pasos montañosos por los que corrían las principales rutas comerciales de Afganistán estaban en poder de las tribus ghilzyes, las que durante muchos años, en vida de muy diferentes gobernantes del país, habían recibido un estipendio para mantener abiertos esos pasos. Macnaghten decidió reducir a la mitad tal estipendio. Los ghilzyes reaccionaron bloqueando los pasos, y en otras partes del país se rebelaron tribus amigas de los ghilzyes. Tomado por sorpresa, Macnaghten intentó sofocar esas rebeliones, aunque no las tomó demasiado en serio, y oficiales preocupados que lo instaban a responder más vigorosamente eran reprendidos por su exagerada inquietud. Para entonces era obvio que el ejército británico tendría que quedarse indefinidamente.

La situación se deterioró rápidamente. En octubre de 1841, una turba atacó la casa de un funcionario británico y lo mató. En Kabul, jefes locales empezaron a conspirar para expulsar a sus amos británicos. Shah Soojah se aterró. Durante meses había pedido a Macnaghten que le permitiera capturar y liquidar a sus principales rivales, tradicional método de los gobernantes afganos para asegurar su posición. Macnaghten le había dicho que un país civilizado no se valía del homicidio para resolver sus problemas políticos. El sha sabía que los afganos respetaban la fuerza y la autoridad, no los valores “civilizados”; para ellos, su fracaso en el trato con sus enemigos lo hacía parecer débil e inepto, y lo dejaba rodeado de enemigos. Macnaghten no escuchaba.

La rebelión se extendió, y Macnaghten tuvo que confrontar entonces el hecho de que no tenía los efectivos militares necesarios para sofocar un levantamiento general. ¿Pero por qué tenía que aterrarse? Los afganos y sus líderes eran ingenuos; él recuperaría el mando mediante la intriga y la astucia. Con ese fin, negoció públicamente un acuerdo por el cual tropas y ciudadanos británicos saldrían de Afganistán, a cambio de lo cual los afganos proporcionarían alimentos a los británicos en retirada. En privado, sin embargo, hizo saber a unos cuantos jefes clave que estaba dispuesto a convertir a alguno de ellos en visir del país —y cargarlo de dinero— a cambio de que sofocara la rebelión y permitiera a los ingleses quedarse.

El jefe de los ghilzyes del este, Akbar Khan, respondió a ese ofrecimiento, y el 23 de diciembre de 1841 Macnaghten partió a una reunión privada con él para sellar el pacto. Tras intercambiar saludos, Akbar le preguntó a Macnaghten si deseaba seguir adelante con la traición que planeaban. Entusiasmado por haber dado un giro completo a la situación, Macnaghten contestó animadamente que sí. Sin la menor explicación, Akbar señaló a sus hombres que aprehendieran a Macnaghten y lo arrojaran en prisión: él no tenía la intención de traicionar a los demás jefes. Pronto se congregó una multitud, la cual se apoderó del desafortunado enviado y, con una furia acumulada durante años de humillación, literalmente lo hizo pedazos. Sus extremidades y cabeza fueron llevadas en procesión por las calles de Kabul, y su torso colgado de un gancho de carne en el bazar.

Carnada.— “Todos tienen su precio”: no es cierto. Pero seguramente existe para todos una carnada que no pueden evitar tomar. Así, para ganar a muchas personas para una causa basta con darle un barniz de filantropía, nobleza, caridad, abnegación —¿y a qué causa no puede dársele?—: éstos son los dulces y golosinas de su alma; otros tienen otros.

HUMANO, DEMASIADO HUMANO, FRIEDRICH NIETZSCHE, 1886

En cuestión de días, todo se desbarató. Los soldados británicos restantes —unos cuatro mil quinientos, más doce mil acompañantes— fueron forzados a aceptar un inmediato retiro de Afganistán, pese al hostil clima invernal. Los afganos mantendrían abastecido al ejército en retirada, pero no lo hicieron. Seguros de que los británicos jamás se irían a menos que los obligaran, los acosaron sin piedad en su salida. Civiles y soldados por igual perecieron pronto en la nieve.

El 13 de enero, tropas británicas en el fuerte de Jalalabad vieron que un caballo se abría difícil paso hacia sus puertas. Su medio muerto jinete, el doctor William Brydon, fue el único sobreviviente de la aciaga invasión de Afganistán por el ejército británico.

Interpretación

El conocimiento que habría impedido la catástrofe estaba al alcance de Macnaghten mucho antes de que éste iniciara su expedición. Ingleses e indios que habían vivido en Afganistán habrían podido decirle que el pueblo afgano se contaba entre los más orgullosos e independientes del planeta. Para ese pueblo, la imagen de tropas extranjeras marchando sobre Kabul constituía una humillación imperdonable. Además, no era un pueblo deseoso de paz, prosperidad y reconciliación. De hecho, veía el conflicto y la confrontación como un sano modo de vida.

Macnaghten tenía la información, pero se negó a verla. En cambio, proyectó sobre los afganos los valores de un inglés, que equivocadamente supuso universales. Cegado por el narcisismo, malinterpretó todas las señales a lo largo del camino. Así, sus acciones estratégicas —dejar que el ejército británico ocupara Kabul, reducir a la mitad el estipendio de los ghilzyes, tratar de no exhibir demasiado su mano en el sofocamiento de las rebeliones— fueron exactamente contrarias a las que se necesitaban. Y en el fatídico día en que literalmente perdió la cabeza, hizo su peor mal cálculo, imaginando que el dinero y la apelación al interés propio comprarían la lealtad de las personas a las que tanto había humillado.

Ceguera y narcisismo como éstos no son raros; los encontramos todos los días. Nuestra tendencia natural es ver a los demás como meros reflejos de nuestros deseos y valores. Al no comprender que no son como nosotr@s, nos sorprende que no respondan como suponíamos. Involuntariamente ofendemos y alienamos a la gente, y después la culpamos, en vez de a nuestra incapacidad para comprenderla, del daño hecho.

La evaluación de Confucio sobre Yang Hu, un hombre que se había visto obligado a huir de un Estado a otro porque se volvía codicioso y desleal cada vez que adquiría poder, proporciona un simple ejemplo de proyección de la conducta con base en la constancia. Basado en ese repetido patrón de conducta, Confucio predijo acertadamente que Yang Hu sufriría sin duda un fin ignominioso. En términos más generales, Mencio sentenció subsecuentemente: “Un hombre que abandona sus esfuerzos donde no debería, los abandonará en cualquier parte. Un hombre que es parsimonioso con quienes debería ser generoso será parsimonioso siempre.” Concediendo que la gente suele adquirir hábitos fijos pronto en la vida, el fin de un hombre puede preverse a la mitad de su vida: “Alguien que sigue siendo desagradable a los cuarenta años de edad, terminará siéndolo”.

RALPH D. SAWYER, THE TAO OF SPYCRAFT, 1998.

Entiende: si dejas que el narcisismo actúe como pantalla entre tú y los demás, los malinterpretarás y tus estrategias equivocarán la puntería. Toma conciencia de esto y empéñate en ver a los demás en forma desapasionada. Cada individuo es como una cultura extraña. Debes llegar al fondo de su manera de pensar, y no como ejercicio de sensibilidad, sino por imperativo estratégico. Sólo conociendo a tus enemigos puedes esperar vencerlos alguna vez.

Sé sumiso para que él confíe en ti y conozcas su verdadera situación. Acepta sus ideas y responde a sus asuntos como si fueran gemelos. Una vez que lo sepas todo, adquiere sutilmente su poder. Así, cuando llegue el último día, parecerá como si el mismo cielo lo destruyera.

—Tai Kung, Six Secret Teachings (circa siglo IV a.C.).

UN FUERTE ABRAZO

En 1805, Napoleón Bonaparte humilló a los austriacos en las batallas de Ulm y Austerlitz. En el tratado subsecuente, desmembró el imperio austriaco, apoderándose de sus territorios en Italia y Alemania. Para Napoleón, todo eso formaba parte de un juego de ajedrez. Su meta última era hacer de Austria un aliado; débil y subordinado, pero que le diera peso en las cortes de Europa, pues Austria había sido una fuerza central en la política europea. Como parte de esta estrategia general, Napoleón pidió un nuevo embajador austriaco en Francia: el príncipe Klemens von Metternich, entonces embajador de Austria en la corte prusiana en Berlín.

Metternich, de treinta y dos años de edad, procedía de una de las familias más ilustres de Europa. En dominio de un impecable francés, firme conservador en política, era un dechado de urbanidad y elegancia y un inveterado mujeriego. La presencia de ese refinado aristócrata añadiría brillo a la corte imperial que Napoleón estaba creando. Más aún, conquistar a un hombre de tanto poder —y Napoleón podía ser sumamente seductor en reuniones privadas— contribuiría a su gran estrategia de hacer de Austria un débil satélite. Y la debilidad de Metternich por las mujeres le brindaba a Napoleón un acceso.

Se conocieron en agosto de 1806, cuando Metternich presentó sus credenciales. Napoleón actuó fríamente. Se vistió con finura para la ocasión, pero no se quitó el sombrero, lo que para las costumbres de la época era más bien descortés. Luego del discurso de Metternich —breve y ceremonioso—, Napoleón empezó a deambular por la sala y a hablar de política en una forma que dejó en claro que él estaba al mando. (Le gustaba ponerse de pie para dirigirse a la gente mientras ésta permanecía sentada.) Hizo alarde de agudeza y concisión; no era un aldeano corso con quien el sofisticado Metternich pudiera jugar. Al final se sintió seguro de haber causado la impresión que deseaba.

En los meses siguientes, Napoleón y Metternich tuvieron muchos encuentros así. Era plan del emperador fascinar al príncipe, pero la fascinación corría inescapablemente al revés: Metternich escuchaba con suma atención, hacía adecuados comentarios e incluso alababa las ocurrencias estratégicas de Napoleón. En tales momentos, éste resplandecía por dentro: he ahí un hombre que realmente podía apreciar su genio. Empezó a apetecer la presencia de Metternich, y sus conversaciones sobre política europea se volvieron cada vez más francas. Se hicieron una especie de amigos.

La coordinación es un problema menor cuando los líderes políticos desempeñan un papel activo en el esfuerzo de inteligencia. Cuando era líder de la mayoría en el senado, Lyndon Johnson cultivó un amplio sistema de inteligencia con fuentes en todo Washington.
  En la década de 1950 se quejó con un reportero de tener que atender los problemas internos de los demócratas mientras dejaba de cubrir divisiones entre los republicanos en el senado. Para explicarse, sacó un memorándum sobre una reciente reunión privada en la que el reportero y varios de sus colegas habían obtenido información sobre faccionalismo entre los republicanos del senador Thurston Morton (R-KY). Rowland Evans y Robert Novak recordaron: “El sistema de inteligencia era una maravilla de eficiencia. También era más bien alarmante”. Aun en la Casa Blanca, Johnson era partidario de la inteligencia política de primera mano. Según su asistente Harry McPherson, “supongo que le llamaba a mucha gente, pero usualmente yo podía estar seguro de que en la tarde, cuando despertaba de su siesta, me llamaría para preguntarme: ‘¿Qué sabes?’”. McPherson le transmitía entonces las últimas novedades que había obtenido de reporteros y figuras políticas.

THE ART OF POLITICAL WARFARE, JOHN J. PITNEY, JR., 2000.

Esperando aprovechar la debilidad de Metternich por las mujeres, Napoleón dispuso que su hermana, Caroline Murat, tuviera un affair con el príncipe. Por ella se enteró de algunos chismes diplomáticos, y ella le dijo que Metternich había terminado por respetarlo. También le dijo a Metternich que Napoleón era infeliz con su esposa, la emperatriz Josefina, quien no podía tener hijos; estaba considerando el divorcio. Napoleón no pareció molestarse de que Metternich supiera esas cosas de su vida personal.

En 1809, buscando vengarse de su ignominiosa derrota en Austerlitz, Austria declaró la guerra a Francia. Napoleón no pudo menos que agradecerlo, pues ese hecho le daría la oportunidad de batir a los austriacos aún más sonoramente que antes. La guerra fue dura, pero los franceses prevalecieron, y Napoleón impuso un arreglo humillante, anexándose secciones enteras del imperio austriaco. El ejército austriaco fue desmantelado, su gobierno remozado y el amigo de Napoleón, Metternich, nombrado ministro del Exterior: justo donde Napoleón lo quería.

Varios meses después sucedió algo que tomó ligeramente por sorpresa a Napoleón pero que le encantó: el emperador austriaco le ofreció en matrimonio a su hija mayor, la archiduquesa María Luisa. Napoleón sabía que la aristocracia austriaca lo detestaba; eso tenía que ser obra de Metternich. La alianza matrimonial con Austria sería un tour de force estratégico, y Napoleón aceptó gustosamente el ofrecimiento, divorciándose de Josefina y casándose con María Luisa en 1810.

Metternich acompañó a la archiduquesa a París para la boda, y entonces su relación con Napoleón se hizo aún más cordial. Este matrimonio convirtió a Napoleón en miembro de una de las grandes familias de Europa, y para un corso la familia lo era todo; había adquirido la legitimidad dinástica que tanto anhelaba. En conversación con el príncipe, se sinceró aún más que antes. También estaba fascinado con su nueva emperatriz, quien reveló poseer una aguda mente política. Él le permitía intervenir en los planes de su imperio en Europa.

En 1812, Napoleón invadió Rusia. Metternich acudió entonces a él con una solicitud: la formación de un ejército de treinta mil soldados austriacos a disposición de Napoleón. A cambio, Napoleón permitiría a Austria reconstruir su ejército. Napoleón no vio ningún inconveniente en ese paso; era aliado de Austria por matrimonio, y el rearme ahí le ayudaría a la larga.

En todas las artes marciales, en todas las artes escénicas y, más aún, en todas las formas de conducta humana, las posturas o movimientos de un hombre se basan en los movimientos de su mente [invisible]. [...] En el estilo kage de arte de la espada, un espadachín lee la mente de su adversario a través de sus posturas o movimientos. [...]
  ¿Qué mente puede penetrar la mente de su adversario? Una mente que ha sido educada y cultivada hasta el punto del desapego con perfecta libertad. Tan clara como un espejo que puede reflejar los movimientos de la mente de su adversario. [...] Cuando uno se coloca frente a sus adversarios, su mente no debe delatarse en la forma de los movimientos. En cambio, debe reflejar la mente del adversario, como el agua refleja la luna.

LIVES OF MASTER SWORDSMEN, MAKOTO SUGAWARA, 1988.

Meses después la invasión de Rusia se convirtió en un desastre, y Napoleón se vio forzado a retirarse, diezmado su ejército. Metternich ofreció entonces sus servicios como mediador entre Francia y las demás potencias europeas. Centralmente colocada como estaba, Austria había desempeñado esa tarea en el pasado, y de todas maneras Napoleón tenía pocas opciones: necesitaba tiempo para recuperarse. Aun si el papel de Austria como mediador permitía a este país reafirmar su independencia, Napoleón tenía poco que temer de sus parientes políticos.

En la primavera de 1813 se habían roto las negociaciones y una nueva guerra estaba a punto de estallar entre la muy estropeada Francia y una poderosa alianza de Rusia, Prusia, Inglaterra y Suecia. Para ese momento, el ejército austriaco había crecido considerablemente; Napoleón había metido las manos en él de una u otra manera, pero sus espías informaban que Metternich había establecido un acuerdo secreto con los aliados. Seguramente era una treta: ¿cómo podía el emperador austriaco combatir a su yerno? Sin embargo, en pocas semanas se volvió oficial: a menos que Francia negociara la paz, Austria abandonaría su posición mediadora y se sumaría a los aliados.

Napoleón no pudo creer lo que oía. Viajó a Dresde para una reunión con Metternich, que tuvo lugar el 26 de junio. En cuanto vio al príncipe, sintió una sacudida: el aire amigable y despreocupado se había extinguido. Con un tono más bien frío, Metternich le informó que Francia debía aceptar un arreglo que la redujera a sus fronteras naturales. Austria estaba obligada a defender sus intereses y la estabilidad de Europa. El emperador se dio cuenta de pronto: Metternich había estado jugando con él todo el tiempo; los lazos familiares habían sido sólo una treta para cegarlo ante el rearme e independencia austriacos. “¿Así que perpetré una estúpida tontería al casarme con una archiduquesa de Austria?”, soltó Napoleón. “Ya que Su Majestad desea conocer mi opinión”, contestó Metternich, “yo diría francamente que Napoleón, el conquistador, cometió un error”.

Napoleón se negó a aceptar la paz dictada por Metternich. En respuesta, Austria abandonó su neutralidad y se unió a los aliados, convirtiéndose en su jefe militar de facto. Y con Austria a la cabeza, finalmente los aliados derrotaron a Napoleón en abril de 1814 y lo desterraron a la isla de Elba, en el Mediterráneo.

Interpretación

Napoleón se enorgullecía de su capacidad para medir la psicología de la gente y usarla en su contra, pero en este caso fue burlado por un hombre muy superior en ese juego. El modus operandi de Metternich era el siguiente: estudiaba en silencio a sus enemigos detrás de su sonriente y elegante aspecto, y su aparente relajamiento los invitaba a sincerarse. En su primera reunión con Napoleón, vio a un hombre empeñado en impresionar: notó que el menudo Napoleón caminaba de puntitas, para parecer más alto, y se esmeraba en suprimir su acento corso. Posteriores reuniones sólo confirmaron la impresión de Metternich de un hombre que clamaba aceptación como igual social de la aristocracia europea. El emperador estaba inseguro.

Cuando a Munenori se le concedió una audiencia con el shogún, se sentó y puso las manos en el suelo de tatami, como hacían siempre los siervos para mostrar respeto a su amo. De pronto, Iemitsu arrojó una lanza contra el “confiado” Munenori, ¡y se sorprendió al verse tendido sobre su espalda! Munenori había percibido la intención del shogún antes de que se hiciera un movimiento, y se escurrió bajo las piernas de Iemitsu al instante de la embestida.

LIVES OF MASTER SWORDSMEN, MAKOTO SUGAWARA, 1988.

Adquirido este discernimiento, Metternich lo usó para moldear la contraestrategia perfecta: el ofrecimiento de matrimonio en la dinastía austriaca. Para un corso, eso significaba todo, y cegó a Napoleón ante una simple realidad: para aristócratas como Metternich y el emperador austriaco, los lazos familiares no significaban nada en comparación con la sobrevivencia de la dinastía.

El genio de Metternich fue identificar el blanco adecuado de su estrategia: no los ejércitos de Napoleón, que Austria no podía esperar derrotar —aquél era un general como no hubo otro en siglos—, sino la mente de Napoleón. El príncipe comprendió que aun el más poderoso de los hombres sigue siendo humano y tiene debilidades humanas. Entrando en su vida privada, siendo cortés y subordinado, Metternich pudo encontrar las debilidades de Napoleón y herirlo como no había podido hacerlo ningún ejército. Al acercarse a él emocionalmente —a través de Carolina, la hermana del emperador; a través de la archiduquesa María Luisa; a través de sus reuniones sociales—, pudo asfixiarlo en un amistoso abrazo.

Comprende: tu verdadero enemigo es la mente de tu adversario. Sus ejércitos, sus recursos, su inteligencia: todo puede ser vencido si puedes desentrañar su debilidad, el punto ciego emocional a través del cual puedes engañarlo, distraerlo y manipularlo. El ejército más poderoso del mundo puede ser batido trastornando la mente de su jefe.

Y la mejor manera de encontrar las debilidades del jefe no es por medio de espías, sino de un fuerte abrazo. Detras de una fachada amigable, aun servil, puedes observar a tus enemigos, lograr que se sinceren y delaten. Llega a lo más hondo; piensa como ellos. Una vez que descubras su vulnerabilidad —un temperamento incontrolable, una debilidad por el sexo opuesto, una corrosiva inseguridad—, tendrás el material para destruirlos.

La guerra es una actividad de la voluntad, ejercida, no como en las artes mecánicas sobre materia inerte, [...] sino sobre objetos vivientes y capaces de reaccionar.

—Carl von Clausewitz (1780-1831).

CLAVES PARA LA GUERRA

El mayor poder que tú podrías tener en la vida no procedería de recursos ilimitados, y ni siquiera de una consumada habilidad en la estrategia. Procedería de un claro conocimiento de quienes te rodean: la capacidad de leer a la gente como un libro. Dado ese conocimiento, podrías distinguir al amigo del enemigo, descubrir las serpientes en la hierba. Podrías anticipar la malicia de tus enemigos, horadar sus estrategias y emprender una acción defensiva. Su transparencia te revelaría las emociones que menos pueden controlar. Armado de ese conocimiento, podrías hacerlos caer en trampas y destruirlos.

En mi opinión, hay dos tipos de ojos: un tipo simplemente mira las cosas y el otro ve a través de las cosas para percibir su naturaleza interior. El primero no debería estar tenso [para observar lo más posible]; el segundo debería ser fuerte [para discernir claramente la operación de la mente del adversario]. A veces un hombre puede leer la mente de otro con los ojos. En esgrima, es correcto permitir que los ojos expresen la voluntad, pero nunca dejarlos revelar la mente. Este asunto debe ser cuidadosamente considerado y estudiado con diligencia.

MIYAMOTO MUSASHI, 1584- 1645.

Este tipo de conocimiento ha sido una meta militar desde el amanecer de la historia. Por eso se inventaron las artes de la recolección de inteligencia y el espionaje. Pero los espías son poco confiables; filtran información a través de sus prejuicios, y como su oficio los coloca precisamente entre una parte y la otra y los fuerza a ser operadores independientes, son notoriamente difíciles de controlar y pueden volverse contra ti. Asimismo, los matices que brinda la gente —tono de voz, expresión de los ojos— se pierden inevitablemente en los informes de un espía. A la larga, la información de éste no significa nada, a menos que seas experto en interpretar la conducta y psicología humanas. Sin esta habilidad, verás en esa información lo que quieras ver, y sólo confirmarás tus propios prejuicios.

Los líderes que han hecho el mejor uso de la inteligencia —Aníbal, Julio César, el príncipe Metternich, Winston Churchill, Lyndon Johnson durante su carrera en el senado estadunidense— fueron antes que nada grandes estudiosos de la naturaleza humana y superiores interpretadores de hombres. Afinaron sus habilidades mediante la observación personal de los individuos. Sólo sobre esa base, el uso de espías amplió efectivamente sus poderes de visión.

Cólera como espía.— La cólera vacía el alma y pone incluso sus heces al descubierto. Por eso, si no conocemos otra manera de descubrir la verdad de un asunto, debemos saber cómo hacer encolerizar a nuestros conocidos, nuestros adherentes y adversarios, para saber todo lo que realmente piensan y emprenden contra nosotros.

HUMANO, DEMASIADO HUMANO, FRIEDRICH NIETZSCHE, 1886.

El primer paso en este proceso es desechar la idea de que las personas son misterios impenetrables y de que sólo algún truco te permitirá asomarte a su alma. Si parecen misteriosas, es porque casi tod@s aprendemos a disfrazar nuestros verdaderos sentimientos e intenciones desde temprana edad. Si anduviéramos por todas partes mostrando exactamente cómo nos sentimos y diciéndole a la gente lo que planeamos hacer, nos volveríamos vulnerables a la malicia; y si siempre expusiéramos nuestra opinión, ofenderíamos innecesariamente a muchas personas. Así que, mientras maduramos, esconder gran parte de lo que pensamos se convierte en nuestra segunda naturaleza.

Esta deliberada opacidad vuelve difícil el juego de la inteligencia, pero no imposible. Pues aun cuando la gente pugna conscientemente por ocultar lo que ocurre en su mente, inconscientemente desea ponerse al descubierto. Esconder cómo nos sentimos en situaciones sociales es agotador; poder exhibirnos resulta un alivio. En el fondo deseamos que la gente nos conozca, aun si esto incluye nuestro lado oscuro. Aunque conscientemente pugnemos por controlar ese oculto anhelo, inconscientemente siempre estamos enviando señales que revelan una parte de lo que sucede en nuestro interior: deslices verbales, tono de voz, forma de vestir, tics nerviosos, súbitas acciones irracionales, una mirada que contradice nuestras palabras, lo que decimos después de una copa.

Comprende: día tras día, la gente emite señales que revelan sus intenciones y más profundos deseos. Si no las captamos, es porque no prestamos atención. La razón de esto es simple: usualmente nos encerramos en nuestro propio mundo, escuchando nuestros monólogos interiores, obses@s con nosotr@s mism@s y la satisfacción de nuestro ego. Como William Macnaghten, tendemos a ver a los demás meramente como reflejos nuestros. En la medida en que puedas dejar de lado tu interés propio y ver a la gente tal como es, divorciada de tus deseos, serás más sensible a sus señales.

La capacidad de interpretar a la gente era una crítica habilidad de sobrevivencia para el samurai japonés, y fue particularmente enfatizada por la escuela shinkage del arte de la espada. Uno de los primeros maestros de esa escuela fue el samurai del siglo XVII Yagyu Munenori. Una tarde de primavera de sus últimos años, Munenori daba un pacífico paseo por sus jardines, admirando los cerezos en flor. Iba acompañado por un paje/protector, quien caminaba detrás de él, la espada en alto, como era la costumbre. De pronto, Munenori se detuvo. Tuvo una sensación de peligro. Al mirar alrededor, no vio nada que justificara su sensación, pero aun así estaba tan inquieto que volvió a su casa y se sentó con la espalda contra un poste, para prevenir un ataque sorpresa.

Y David huyó de Najoth que es en Rama, y vínose delante de Jonatán, y dijo: ¿Qué he hecho yo? ¿Cuál es mi maldad, o cuál mi pecado contra tu padre, que él busca mi vida? Y él le dijo: En ninguna manera; no morirás. He aquí que mi padre ninguna cosa hará, grande ni pequeña, que no me la descubra: ¿por qué pues me encubrirá mi padre este negocio? No será así. Y David volvió a jurar, diciendo: Tu padre sabe claramente que yo he hallado gracia delante de tus ojos, y dirá: No sepa esto Jonatán, porque no tenga pesar: y ciertamente, vive Jehová y vive tu alma, que apenas hay un paso entre mí y la muerte. Y Jonatán dijo a David: ¿Qué discurre tu alma, y harélo por ti? Y David respondió a Jonatán: He aquí que mañana será nueva luna, y yo acostumbro sentarme con el rey a comer: mas tú dejarás que me esconda en el campo hasta la tarde del tercer día. Si tu padre hiciere mención de mí, dirás: Rogóme mucho que lo dejase ir presto a Bethlehem su ciudad, porque todos los de su linaje tienen allá sacrificio aniversario. Si él dijere, Bien está, paz tendrá tu siervo; mas si se enojare, sabe que la malicia es en él consumada. [...]
  Y Jonatán dijo a David: Ven, salgamos al campo. Y salieron ambos al campo. [...] David pues se escondió en el campo, y venida que fue la nueva luna, sentóse el rey a comer pan. Y el rey se sentó en su silla, como solía, en el asiento junto a la pared, y Jonatán se levantó, y sentóse Abner al lado de Saúl, y el lugar de David estaba vacío. Mas aquel día Saúl no dijo nada, porque se decía: Habrále acontecido algo, y no está limpio; no estará purificado.
  El día siguiente, el segundo día de la nueva luna, aconteció también que el asiento de David estaba vacío. Y Saúl dijo a Jonatán su hijo: ¿Por qué no ha venido a comer el hijo de Isaí hoy ni ayer? Y Jonatán respondió a Saúl: David me pidió encarecidamente le dejase ir hasta Beth-lehem. Y dijo: Ruégote que me dejes ir, porque tenemos sacrificio los de nuestro linaje en la ciudad, y mi hermano mismo me lo ha mandado; por tanto, si he hallado gracia en tus ojos, haré una escapada ahora, y visitaré a mis hermanos. Por esto pues no ha venido a la mesa del rey. Entonces Saúl se enardeció contra Jonatán, y díjole: Hijo de la perversa y rebelde, ¿no sé yo que tú has elegido al hijo de Isaí para confusión tuya, y para confusión de la vergüenza de tu madre? Porque todo el tiempo que el hijo de Isaí viviere sobre la tierra, ni tú serás firme, ni tu reino. Envía pues ahora, y tráemelo, porque ha de morir. Y Jonatán respondió a su padre Saúl, y díjole: ¿Por qué morirá? ¿Qué ha hecho? Entonces Saúl le arrojó una lanza por herirlo: de donde entendió Jonatán que su padre estaba determinado a matar a David. Y levantóse Jonatán de la mesa con exaltada ira, y no comió pan el segundo día de la nueva luna: porque tenía dolor a causa de David, porque su padre le había afrentado.

1 SAMUEL 20, 1-11, 24-34.

Luego de que Munenori pasó un rato sentado, su paje le preguntó qué ocurría. El samurai confesó que, mientras veía los cerezos en flor, había tenido una intimación de inminente peligro, de un enemigo al ataque. Lo que le inquietaba para entonces era que el peligro había sido aparentemente imaginario; sin duda había alucinado. Un samurai dependía de sus agudos instintos para anticipar un ataque. Si Munenori había perdido ese poder, su vida como guerrero había terminado.

De repente el paje se arrojó al suelo y confesó: mientras Munenori paseaba por el jardín, a él se le había ocurrido que, si hería a su maestro mientras el samurai estaba perdido en la admiración de los cerezos en flor, ni siquiera ese dotado espadachín podría eludir su ataque. Munenori no había perdido su habilidad en absoluto; muy por el contrario: su incomparable sensibilidad a las emociones e ideas de los demás le había permitido captar sensaciones de alguien a su espalda, así como un caballo siente la energía de su jinete o un perro los movimientos de su dueño. Un animal posee tal sensibilidad porque presta completa atención. De igual modo, la escuela de shinkage enseñaba a los guerreros a vaciar su mente, centrarse en el momento como ha cían los animales y evitar distraerse con cualquier pensamiento particular. Esto permitiría al guerrero practicante del shinkage leer en el codo o mano de su adversario la menor tensión que señalara un ataque; podría ver a través de los ojos de su adversario y sentir el golpe inminente, o notar el nervioso arrastre de los pies que indicaba temor o confusión. Un maestro como Munenori podía prácticamente leer los pensamientos de alguien cuando no era ni siquiera visible.

La facultad que enseñaba la escuela shinkage —misma que poseía el príncipe Metternich— era la capacidad de olvidarse del ego, de sumergirse temporalmente en la mente de la otra persona. Te sorprenderá cuánto puedes captar de la gente si eres capaz de acallar tu incesante monólogo interior, vaciarte de pensamientos y anclarte en el momento. Los detalles que veas entonces te darán información no filtrada a partir de la cual podrás armar una adecuada imagen de las debilidades y deseos de la gente. Sé particularmente atent@ a sus ojos: implica mucho esfuerzo ocultar el mensaje de los ojos acerca del estado mental de una persona.

De acuerdo con el pítcher Bob Lemon, el gran jugador Ted Williams “era el único bateador que sentías que te atravesaba con la mirada”. En la pugna entre pítcher y bateador, el pítcher tiene la ventaja de saber qué lanzamiento hará. El bateador sólo puede suponerlo, y por eso aun los mejores usualmente sólo conectan una de cada tres o cuatro veces. De un modo u otro, Williams cambió esa disparidad.

El método de Williams no era magia, y ni siquiera intuición; era bastante simple. Estudiaba a los pítchers, observando sus patrones en el curso de un partido, una temporada, una carrera. Les hacía a los pítchers de su equipo interminables preguntas sobre su proceso, tratando de hacerse una idea sobre cómo pensaban. En la caja de bateo, vaciaba su mente de todo lo que no fuera el pítcher, percibiendo hasta el menor tirón en el movimiento de su brazo o cambio en su fuerza: cualquier cosa que señalara sus intenciones. El resultado final parecía sobrenatural: al bat, Williams podía meterse en la mente del pítcher y anticipar el lanzamiento por venir. A veces se veía incluso como otra persona: un pítcher tratando de burlar al gran bateador Ted Williams. Como lo demuestra Williams, la capacidad de imitar y meterte en los patrones de pensamiento de tus enemigos depende de que recolectes tanta información sobre ellos como puedas, analizando su conducta pasada en cuanto a sus patrones habituales y estando alerta a los signos que emiten en el presente.

Es por supuesto crítico que la gente no sepa que la observas tan detenidamente. Una fachada amistosa, como la del príncipe Metternich con Napoleón, ayudará a disfrazar lo que haces. No elabores demasiadas preguntas; el truco es conseguir que la gente se relaje y sincere sin mortificarla, espiándola tan silenciosamente que nunca adivine qué es lo que en realidad te propones.

La información es inútil a menos que sepas cómo interpretarla, cómo usarla para distinguir la apariencia de la realidad. Debes aprender a reconocer una amplia gama de tipos psicológicos. Estáte alerta, por ejemplo, al fenómeno del contrario enmascarado: cuando alguien manifiesta notoriamente un rasgo particular de personalidad, ese rasgo bien podría ser un encubrimiento. El untuoso carácter congraciadoramente efusivo en halagos podría ocultar hostilidad y mala voluntad; el bravucón podría ocultar inseguridad; el moralizador quizá da muestras de pureza para esconder deseos atroces. Ya sea que arrojen polvo a tus ojos o a los suyos —podrían tratar de convencerse de que no son lo que temen ser—, el rasgo contrario acecha bajo la superficie.

Motivo de ataque.— Uno ataca a alguien no sólo para hacerle daño o para vencerlo, sino sólo quizá para saber qué tan fuerte es.

FRIEDRICH NIETZSCHE, 1844- 1900.

En general, es más fácil observar a la gente en acción, particularmente en momentos de crisis. En circunstancias así revela su debilidad o se empeña arduamente en disfrazar lo que tú puedes ver a través de la máscara. Puedes sondearla activamente haciendo cosas que parezcan inofensivas pero cuyo fin es obtener una respuesta; tal vez decir algo osado o provocativo, y luego ver cómo reacciona. Hacer que la gente ceda a sus emociones, apretar sus botones, tocará una parte profunda de su naturaleza. Soltará una verdad sobre ella misma o se pondrá una máscara que tú, en la situación de laboratorio que has creado, podrás traspasar.

Una parte crítica de conocer a la gente es medir su capacidad de resistencia. Sin ese conocimiento la sobrevalorarás o subestimarás, dependiendo de tus propios niveles de temor o seguridad. Debes saber cuánta combatividad posee la gente. Alguien que esconde su cobardía y falta de resolución puede ser obligado a rendirse con un solo empujón violento; alguien desesperado que tiene poco que perder peleará hasta las últimas consecuencias. Los mongoles solían empezar sus campañas con una batalla cuyo único propósito era probar la fuerza y resolución del adversario. Nunca enfrentaban a un enemigo hasta que hubieran medido su moral. Esta batalla de preparación también tenía el beneficio de revelar algo de la estrategia y pensamiento de aquél.

El año anterior, en una gran conferencia, hubo cierto hombre que explicó su opinión divergente y dijo que estaba resuelto a matar al líder de la conferencia si no era aceptada. Su moción fue aprobada. Terminados los trabajos, el hombre dijo: “Su asentimiento llegó pronto. Creo que son demasiado débiles e inestables para ser consejeros del maestro.”

HAGAKURE. EL CAMINO DEL SAMURÁI, YAMAMOTO TSUNETOMO, 1659-1720.

La calidad de la información que reúnas sobre tus enemigos es más importante que la cantidad. Un solo pero crucial elemento puede ser la clave de su destrucción. Cuando el general cartaginés Aníbal veía que el general romano al que enfrentaba era arrogante y arrebatado, deliberadamente jugaba al débil, induciendo a ese sujeto a un ataque precipitado. Una vez que Churchill vio que Hitler tenía una vena paranoide, por la que se volvía irracional al menor indicio de vulnerabilidad, el primer ministro británico supo cómo trastornar al führer alemán: fingiendo atacar algún área marginal como los Balcanes, podía hacerlo ver amenazas por todas partes y desplegar sus defensas, un crítico error militar.

En 1988, Lee Atwater era un estratega político del equipo de George Bush padre, quien contendía entonces por la nominación presidencial republicana. Al descubrir que el principal rival de Bush, el senador Robert Dole, poseía un temperamento terrible el cual sus asistentes tenían que batallar por controlar, Atwater ideó interminables estratagemas para apretar los botones de Dole. No sólo un molesto Dole les pareció poco presidencial a los estadunidenses, sino que además un hombre irascible y colérico rara vez piensa con claridad. A una mente perturbada puedes controlarla y desequilibrarla a voluntad.

Desde luego que existen límites a cuánta inteligencia puedes recolectar con la observación de primera mano. Una red de espías ampliará tu visión, en particular mientras aprendes a interpretar la información que te proporcionan. Una red informal es lo mejor: un grupo de aliados reclutados al paso del tiempo para ser tus ojos y oídos. Trata de hacer amistad con personas en o cerca de la fuente de información sobre tu enemigo; un amigo bien colocado rendirá mucho más que un puñado de espías a sueldo. En tiempos de Napoleón, su red de inteligencia no tenía rival, pero su mejor información procedía de amigos a los que colocaba cuidadosamente en círculos diplomáticos alrededor de Europa.

El coronel John Cremony comentó sobre su pericia para semejar “desaparecer” cuando escribió: “Un apache puede ocultar su cuerpo moreno en la verde hierba, tras arbustos cafés, o grises rocas, con tanta destreza y juicio que cualquiera, salvo el experto, pasaría junto a él sin detectarlo a una distancia de tres o cuatro metros”, y señaló que “vigilarán durante días, examinándote en todo momento, observando cada uno de tus actos; tomando exacta nota de tu destacamento y todas sus pertenencias. Que nadie suponga que esos asaltos son hechos sin pensar por bandas accidentalmente encontradas. Lejos de eso; son casi invariablemente resultado de una larga vigilancia, paciente espera, cuidadosa y rigurosa observación, y angustioso sigilo”.

WARRIORS: WARFARE AND THE NATIVE AMERICAN INDIAN, NORMAN BANCROFT-HUNT, 1995.

Busca siempre espías internos, personas insatisfechas y resentidas del campamento enemigo. Inclínalas a tus propósitos y te darán mejor información que cualquier infiltrado que metas desde fuera. Contrata a gente despedida por el enemigo; te dirá cómo piensa éste. El presidente Bill Clinton obtenía su mejor inteligencia sobre los republicanos de su asesor Dick Morris, quien había trabajado para ellos durante años y conocía sus debilidades, tanto personales como organizacionales. Una advertencia: nunca dependas de un espía, una fuente de información, por bueno que sea. Te arriesgas a ser engañado o a recibir información sesgada y parcial.

Muchas personas dejan rastros en textos, entrevistas, etc., tan reveladores como lo que podrías obtener de un espía. Mucho antes de la Segunda Guerra Mundial, el libro de Adolfo Hitler, Mein Kampf, brindó un croquis de su pensamiento e intenciones, para no mencionar los inagotables indicios de su psicología. Sus generales Erwin Rommel y Heinz Guderian también escribieron sobre el nuevo tipo de guerra de blitzkrieg que preparaban. La gente revela mucho de sí misma en su escritura, en parte intencionalmente —publica para explicarse, después de todo—, y en parte de modo irremediable para quien sabe leer entre líneas.

Finalmente, el enemigo que enfrentas no es un objeto inanimado que simplemente responderá a tus estrategias en una forma esperada. Tus enemigos cambian sin cesar y se adaptan a lo que haces. Innovándose e inventándose, tratan de aprender de sus errores y sus éxitos. Así que tu conocimiento del enemigo no puede ser estático. Mantén al día tu inteligencia, y no confíes en que el enemigo responderá del mismo modo dos veces. La derrota es una maestra estricta, y tu abatido adversario de hoy puede ser más sabio mañana. Tus estrategias deben tomar en cuenta esta posibilidad; tu conocimiento del enemigo debe ser no sólo profundo, sino también oportuno.

Imagen:    La   som-

bra. Tod@s tenemos

una  sombra,  un   yo

secreto, un  lado  os-

curo.   Esta   sombra

comprende   todo  lo

que   la  gente   trata

de  ocultar  al   mun-         Autoridad: Pues si el príncipe es-

do: sus  debilidades,        clarecido y el general competente

deseos  secretos, in-        derrotan al enemigo cada vez que

tenciones    egoístas.       pasan a la acción, si sus hazañas

Es  invisible  a  lo  le-      se salen de lo común, es gracias a

jos; para  verla debes     la  información  previa.  Lo que  se

acercarte,     física   y,     ha  llamado  “información   previa”

sobre    todo,  psicoló-   no puede obtenerse de  los  espíri-

gicamente.  Entonces    tus, ni de las divinidades, ni  de la

cobrará relieve. Sigue   analogía con  acontecimientos pa-

de  cerca  las  huellas   sados, ni de los cálculos. Es nece-

de   tu   blanco   y   no    sario obtenerlo  de  hombres  que

sabrá  cuánto  de   su    conozcan la situación del enemi-

sombra  ha  revelado.  go. —Sun-tzu (siglo IV a.C.).

REVERSO

Mientras te esmeras en conocer a tus enemigos, debes volverte lo más amorf@ e indescifrable que puedas. Como en este caso la gente sólo dispone de apariencias para orientarse, puede ser fácilmente engañada. Actúa impredeciblemente de vez en cuando. Arrójale una preciada prenda de tu yo interno: algo falso que no tenga nada que ver con cómo eres realmente. Toma conciencia de que te escudriña, y no le des nada o aliméntala de información incorrecta. Mantenerte amorf@ e inescrutable le hará imposible a la gente defenderse de ti y volverá inútil la inteligencia que reúna sobre ti.

En principio, debo asentar que la existencia de agentes secretos no debería tolerarse, pues tiende a aumentar los positivos peligros del mal contra el que se usan. Que el espía falsificará su información es un lugar común. Pero en la esfera de la acción política y revolucionaria, que se funda parcialmente en la violencia, el espía profesional tiene todas las facilidades para falsificar los hechos mismos, y hará el doble de mal de emulación en una dirección, y de pánico, apresurada legislación e irreflexivo odio en la otra.

EL AGENTE SECRETO, JOSEPH CONRAD, 1857-1924.