LA ESTRATEGIA DE DIVIDE Y VENCERÁS
Un día de principios de agosto de 490 a.C., los ciudadanos de Atenas recibieron la noticia de que una enorme flota persa acababa de desembarcar a unos cuarenta kilómetros al norte, en las planicies costeras de Maratón. Pronto se extendió una sensación de fatalismo. Todos los atenienses conocían las intenciones de Persia: capturar su ciudad; destruir su joven democracia y restaurar en el trono al antiguo tirano, Hipias, lo mismo que vender como esclavos a muchos de los ciudadanos. Ocho años antes, Atenas había enviado barcos para apoyar a las ciudades griegas de Asia menor en una rebelión contra el rey Darío, gobernante del imperio persa. Los atenienses habían vuelto a su hogar luego de unas cuantas batallas —pronto se dieron cuenta de que esa causa estaba perdida—, pero habían participado en la destrucción de la ciudad de Sardes, un ultraje imperdonable, y Darío quería venganza.
El predicamento de los atenienses parecía desesperado. El ejército persa era enorme, de unos ochenta mil hombres, transportados en cientos de barcos; tenía una excelente caballería y los mejores arqueros del mundo. Los atenienses, entre tanto, sólo tenían infantería, de unos diez mil miembros. Habían enviado a un mensajero a Esparta para pedir refuerzos con urgencia, pero los espartanos celebraban en esos días sus festividades lunares y era tabú pelear en ese periodo. Enviarían tropas tan pronto como pudieran, en un plazo de una semana; pero probablemente para entonces ya sería demasiado tarde. Mientras tanto, un grupo de simpatizantes de los persas en Atenas —en su mayoría de familias ricas— desdeñaba la democracia, esperaba con ansia el retorno de Hipias y hacía todo lo posible por sembrar la disensión y entregar la ciudad. Los atenienses no sólo tendrían que combatir a los persas atenidos a sus propias fuerzas, sino que además estaban divididos en facciones.
Hubo, sin embargo, muchas ocasiones en las que los franceses enfrentaron no uno, sino dos o toda una serie de ejércitos enemigos a suficiente distancia para apoyarse entre sí. Ante tan difícil situación, Napoleón solía adoptar un segundo sistema de maniobra: la “estrategia de la posición central”. Muy a menudo, en esas circunstancias los franceses operaban en desventaja numérica contra la fuerza combinada de sus adversarios, pero podían lograr un número superior contra cualquiera de las partes de las fuerzas de sus adversarios. El sistema estaba diseñado para explotar al máximo este segundo factor. “El arte del generalato consiste en ser superior al enemigo en el campo de batalla cuando se es inferior en número a él (en total).”
En suma, Napoleón se imponía la tarea de aislar a una parte del ejército enemigo, concentrando una fuerza mayor en asegurar su derrota y de ser posible su destrucción, y lanzándose después al ataque, con todas sus fuerzas, contra el segundo ejército enemigo; es decir, en vez de un solo golpe decisivo, planeaba una serie de golpes menores contra adversarios dispersos y se proponía destruirlos minuciosamente. ¿Cómo podía conseguirlo?
De nueva cuenta, la secuencia del ataque napoleónico revela la fórmula. Antes que nada, el emperador acumulaba la mayor información posible sobre las fuerzas que lo enfrentaban a partir de periódicos capturados, desertores y, en especial, las indicaciones aportadas por sus patrullas de caballería. Con base en los datos así obtenidos, trazaba cuidadosamente las posiciones de sus enemigos en el mapa, y luego seleccionaba el punto donde convergían los respectivos límites de esos ejércitos. Ésta era la “bisagra” o “unión” de las posiciones estratégicas del enemigo, y como tal era vulnerable al ataque.
Este punto sería seleccionado por Napoleón para su inicial ataque de blitzkrieg, ejecutado a menudo con todas las fuerzas. Protegido por la cobertura de su caballería, el ejército francés efectuaba una concentración intensiva y caía como rayo sobre el puñado de tropas que defendían ese punto central. Invariablemente ese asalto inicial era exitoso. Napoleón reunía de inmediato a su ejército en ese punto recién capturado, era el amo de la “posición central”; es decir, había interpuesto exitosamente su ejército concentrado entre las fuerzas de sus enemigos, quienes, idealmente, retrocedían bajo el impacto del golpe sorpresa, de tal forma que aumentaba la distancia entre sus respectivos ejércitos.
Esto significaba inevitablemente que el enemigo debía operar en “líneas exteriores” (es decir, a mayor distancia para marchar de un flanco a otro), mientras que los franceses, mejor colocados, tenían que recorrer una distancia más corta para llegar a cualquiera de sus enemigos.
THE CAMPAIGNS OF NAPOLEON, DAVID G. CHANDLER, 1966.
Los dirigentes de la Atenas democrática se reunieron para discutir las opciones, todas las cuales parecían malas. La mayoría argumentó a favor de concentrar las fuerzas atenienses fuera de la ciudad en un cordón defensivo. Ahí podrían esperar a enfrentarse a los persas en terreno que conocían bien. El ejército persa, sin embargo, era tan grande que podía rodear la ciudad por tierra y por mar, asfixiándola así con un bloqueo. Por lo tanto, uno de los dirigentes, Milcíades, hizo una propuesta muy distinta: que todo el ejército ateniense marchara de inmediato a Maratón, a un sitio donde el camino a Atenas cruzaba un estrecho paso a lo largo de la costa. Eso dejaría desprotegida a Atenas; al tratar de bloquear el avance persa por tierra, se expondrían a un ataque por mar. Pero Milcíades sostuvo que ocupar el paso era la única manera de evitar que los rodearan. Él había peleado contra los persas en Asia menor y era el soldado más experimentado de los atenienses. Los dirigentes votaron a favor de su plan.
Días después, así, los diez mil infantes atenienses iniciaron la marcha al norte, con esclavos que cargaban sus pesadas armaduras y mulas y burros que transportaban sus víveres. Cuando llegaron al paso que dominaba los llanos de Maratón, el alma se les fue a los pies: hasta donde alcanzaba la mirada, la extensa franja estaba repleta de tiendas, caballos y soldados procedentes de todos los confines del imperio persa. Barcos obstruían la costa.
Durante varios días, ninguno de los bandos se movió. Los atenienses no tenían otra opción que conservar su posición; sin caballería e irremediablemente inferiores en número, ¿cómo podrían trabar combate en Maratón? Si pasaba suficiente tiempo, quizá los espartanos llegarían como refuerzos. Pero, ¿los persas qué esperaban?
Antes del amanecer del 12 de agosto, exploradores griegos que se habían infiltrado entre los persas se deslizaron al bando ateniense y dieron increíbles noticias: al abrigo de la oscuridad, los persas acababan de zarpar para la bahía de Falera, fuera de Atenas, llevando consigo la mayor parte de su caballería y habiendo dejado una fuerza de contención de unos quince mil soldados en los llanos de Maratón. Tomarían Atenas por mar y luego marcharían al norte, para ahogar al ejército ateniense en Maratón entre dos grandes fuerzas.
De los once comandantes del ejército ateniense, sólo Milcíades parecía tranquilo, e incluso aliviado: ésa era la oportunidad de los griegos. Mientras el sol se disponía a salir, argumentó a favor de un ataque inmediato contra los persas en Maratón. Algunos de los demás comandantes se oponían a esa idea: el enemigo seguía teniendo más hombres, parte de su caballería y gran cantidad de arqueros. Era mejor esperar a los espartanos, quienes seguramente llegarían pronto. Pero Milcíades replicó que los persas habían dividido sus fuerzas. Él había peleado antes contra ellos y sabía que los infantes griegos eran superiores en disciplina y espíritu. Los persas en Maratón ya apenas rebasaban en número a los griegos; podían enfrentarlos y ganar.
Mientras tanto, aun con buen viento, los barcos persas tardarían de diez a doce horas en rodear la costa y llegar a la bahía de Falera. Luego necesitarían más tiempo para el desembarco de tropas y caballos. Si los atenienses derrotaban rápido a los persas en Maratón, tendrían tiempo suficiente para regresar corriendo a Atenas y defender la ciudad el mismo día. Si, por el contrario, optaban por esperar, los espartanos podrían no llegar nunca; los persas los rodearían y, peor aún, los simpatizantes de los persas en Atenas probablemente entregarían la ciudad y abrirían sus murallas a los bárbaros. Era ahora o nunca. Por una votación de seis a cinco, los comandantes decidieron atacar al amanecer.
A las seis de la mañana, los atenienses iniciaron el ataque. Recibieron una lluvia de flechas de los arqueros persas, pero cercaron tan pronto al enemigo que la batalla tuvo que librarse entonces cuerpo a cuerpo; y, como había previsto Milcíades, en el combate de cerca los atenienses eran superiores. Hicieron retroceder a los persas hasta los pantanos del extremo norte del llano, donde miles se ahogaron. Las aguas se enrojecieron con la sangre. A las nueve de la mañana, los atenienses tenían el control de los llanos, habiendo perdido menos de doscientos hombres.
Aunque emocionalmente rendidos por esa batalla, los atenienses tenían apenas siete horas para recorrer los cuarenta kilómetros de regreso a Atenas y llegar a tiempo para detener a los persas. Sencillamente no había tiempo para descansar; corrieron tan rápido como sus pies pudieron llevarlos, cargados con su pesada armadura, impelidos por la idea de los inminentes peligros para sus familias y los demás ciudadanos. A las cuatro de la tarde, los más veloces habían arribado a un punto que dominaba la bahía de Falera. El resto los siguió pronto. Minutos después de su llegada, la flota persa entró a la bahía para toparse con la menos alentadora de las vistas: miles de soldados atenienses, cuajados de tierra y sangre, hombro con hombro para hacer frente al desembarco.
Los persas fondearon varias horas, y luego enfilaron hacia el mar, para volver a casa. Atenas se había salvado.
Interpretación
La victoria en Maratón y la carrera a Atenas fueron quizá los momentos decisivos de la historia ateniense. Si los soldados no hubieran llegado a tiempo, los persas habrían tomado la ciudad, y después toda Grecia, para expandirse finalmente por el Mediterráneo, pues ninguna otra potencia entonces existente habría podido detenerlos. La historia se habría alterado irrevocablemente.
El plan de Milcíades dio resultado por el más estrecho de los márgenes, pero se basó en principios firmes e inmemoriales. Cuando un enemigo poderoso te ataca con vigor, amenazando tu capacidad para avanzar y tomar la iniciativa, debes procurar que divida sus fuerzas, y derrotar después a esas fuerzas más pequeñas una por una: “destacamento por destacamento”, como dicen los militares.
La clave de la estrategia de Milcíades fue su intuición de trasladar la batalla a Maratón. Al colocarse en el paso que conducía a Atenas, ocupó la posición central en la guerra en vez de la periferia del sur. Con todo el ejército en poder de ese paso, los persas se las verían muy difíciles para abrirse camino por esa vía, así que decidieron dividir sus fuerzas antes de que llegaran los refuerzos espartanos. Una vez divididos, y con su caballería diluida, perdieron su ventaja y la posición central desde la que podían dominar la guerra.
Para los atenienses era imperativo combatir primero a la fuerza más pequeña, la que enfrentaron en Maratón. Hecho esto, y habiendo asumido la posición central, disponían de la ruta más corta a Atenas, mientras que los invasores tenían que rodear la costa. Como llegaron primero a Falera, los atenienses no ofrecieron lugar seguro para desembarcar. Los persas habrían podido regresar a Maratón, pero la llegada de los ensangrentados soldados atenienses desde el norte debió indicarles que ya habían perdido la batalla allá, y su ánimo se quebrantó. La retirada era la única opción.
Habrá veces en la vida en que enfrentarás a un poderoso enemigo: un destructivo adversario en busca de tu ruina, un montón de problemas aparentemente insuperables afectándote al mismo tiempo. Es natural que te sientas intimidad@ en esas situaciones, lo cual puede paralizarte en la inacción o hacerte esperar con la vana perspectiva de que el tiempo ofrezca una solución. Pero es una ley de la guerra que al permitir que la fuerza mayor se lance sobre ti, con todo su poder y unidad, aumentas las probabilidades en tu contra; un grande y poderoso ejército en acción adquirirá un impulso irresistible si no se le pone freno. Te verás rápidamente abrumad@. El curso más sensato es correr un riesgo, enfrentar al enemigo antes de que se lance sobre ti y tratar de reducir su impulso obligándolo o induciéndolo a dividirse. Y la mejor manera de hacer que un enemigo se divida es ocupar el centro.
Concibe la batalla o conflicto como si ocurriera en un tablero de ajedrez. El centro del tablero puede ser físico —un lugar real, como Maratón—, o más sutil y psicológico: las palancas del poder dentro de un grupo, el apoyo de un aliado crítico, un alborotador en el ojo del huracán. Ocupa el centro del tablero y el enemigo naturalmente se dividirá en partes, para tratar de dañarte desde varios lados. Esas partes menores resultan manejables entonces, pueden ser derrotadas minuciosamente u obligadas a volver a dividirse. Y una vez que algo grande se divide, tiende a una mayor división, hasta reducirse a nada.
Cuando tu ejército hace frente al enemigo y el enemigo parece poderoso, intenta atacarlo en un punto particular. Si tienes éxito en el derrumbe de ese punto, déjalo y ataca el siguiente, y así sucesivamente, como si bajaras por un camino sinuoso.
—Miyamoto Musashi (1584-1645).
En su juventud, Samuel Adams (1722-1803), del Boston de la época colonial, desarrolló un sueño: las colonias americanas, creía, debían obtener un día completa independencia de Inglaterra y establecer un gobierno basado en los textos del filósofo inglés John Locke. De acuerdo con Locke, un gobierno debía reflejar la voluntad de sus ciudadanos; el que no lo hacía así perdía su derecho a existir. Adams había heredado de su padre una fábrica de cerveza, pero los negocios no le importaban; y mientras la fábrica caía en bancarrota, él dedicaba su tiempo a escribir artículos sobre Locke y la necesidad de independencia. Era un excelente escritor, tan bueno que lograba que sus artículos se publicaran, pero pocos tomaban sus ideas en serio: parecía delirar, estar un poco fuera de contacto con la realidad. Tenía ese obsesivo brillo en la mirada que hace pensar a la gente que alguien está loco. El problema era que los lazos entre Inglaterra y sus posesiones americanas eran fuertes; los colonos tenían motivos para quejarse, pero difícilmente había un clamor por la independencia. Adams empezó a tener arranques de depresión; la misión que se había asignado parecía perdida.
Los británicos necesitaban desesperadamente dinero de las colonias, y en 1765 aprobaron una ley llamada la ley del timbre: para dar validez legal a cualquier documento, las empresas en América tendrían que comprar y pegar en él un timbre de la corona británica. Los colonos eran cada vez más quisquillosos en cuanto a los impuestos que pagaban a Inglaterra; vieron la ley del timbre como un nuevo tipo de impuesto disfrazado, y algunas voces descontentas se alzaron en tabernas urbanas. Aun así, a la mayoría el problema le parecía menor, pero Adams vio la ley del timbre como la oportunidad que había esperado toda su vida. Le dio algo tangible que atacar, así que inundó los periódicos de las colonias con editoriales, todos ellos fulminantes contra esa ley. Sin consultar a las colonias, escribió, Inglaterra fijaba un nuevo tipo de impuesto, y esto, en una frase memorable, era gravación sin representación, el primer paso a la tiranía.
Un ajedrecista novato aprende pronto que es buena idea controlar el centro del tablero. Este reconocimiento recurrirá, bajo novedosos disfraces, en situaciones ajenas al ajedrez. Puede ayudar a buscar el equivalente del centro del tablero en cualquier situación, o a ver que el papel del centro ha migrado a los flancos, o a percatarse de que no hay tablero ni ninguna topología particular. [...]
CLAUSEWITZ ON STRATEGY, TIHA VON GHYZY, BOLKO VON OETINGER, CHRISTOPHER BASSFORD, EDS., 2001.
Esos editoriales estaban tan bien escritos y eran tan audaces en sus críticas que muchos se pusieron a analizar la ley del timbre con mayor atención, y no les gustó lo que vieron. Adams nunca había llegado más allá de esos artículos, pero una vez que encendió el fuego del descontento, vio la urgencia de atizarlo con la acción. Durante muchos años había fraternizado con obreros considerados gentuza por la sociedad elegante, como los estibadores, por ejemplo; congregó entonces a esos hombres en una organización llamada Hijos de la Libertad. Este grupo marchaba por las calles de Boston coreando una consigna que Adams había acuñado: “¡Libertad y propiedad, no timbres!”. Quemaba efigies de figuras políticas que habían promovido la ley del timbre. Distribuía panfletos que contenían los argumentos de Adams contra la ley. También se dedicó a intimidar a los futuros distribuidores de timbres, al grado de destruir una de sus oficinas. Cuanto más drástica era la acción, más publicidad tenía Adams; publicidad en la que podía insertar argumentos contra la ley.
Habiendo adquirido impulso, el implacable Adams no se detendría. Organizó un paro estatal de labores para el día en que la ley entraría en vigor: las fábricas cerraron, las calles lucieron vacías. A falta de actividades de negocios en Massachusetts, no se compraron timbres. El boicot fue todo un éxito.
Los artículos, las manifestaciones y el boicot de Adams tuvieron repercusiones en Inglaterra, y había miembros del parlamento que simpatizaban con los colonos y se pronunciaron contra la ley del timbre. Por fin el rey Jorge III tuvo suficiente, y en abril de 1766 esa ley fue derogada. Los americanos se regocijaron por su primera demostración de poder. Pero a los británicos les dolió su derrota, y al año siguiente introdujeron en forma subrepticia otra serie de impuestos indirectos, conocidos como el sistema Townshend.
Sin embargo, era obvio que habían subestimado al enemigo: Adams les declaró la guerra. Como lo había hecho en el caso de la ley del timbre, escribió incontables artículos sobre la naturaleza de los impuestos que los ingleses habían tratado de disfrazar, y volvió a despertar cólera. También organizó nuevas manifestaciones de los Hijos de la Libertad, esta vez más amenazadoras y violentas; de hecho, los ingleses se vieron obligados a enviar tropas a Boston para mantener la paz. Ésta había sido la meta de Adams desde el principio; él había incrementado la tensión. Beligerantes choques entre los Hijos de la Libertad y las tropas inglesas exasperaron a los soldados, y finalmente un nervioso grupo de ellos disparó contra la multitud, quitando la vida a varios bostonianos. Adams llamó a esto la Masacre de Boston y divulgó ardientes juicios contra ella en todas las colonias.
Hirviendo de cólera la gente de Boston, Adams organizó otro boicot: ningún ciudadano de Massachusetts, ni siquiera las prostitutas, vendía nada a los soldados británicos. Nadie les rentaba alojamiento. Se les rehuía en las calles y tabernas; se evitaba incluso el contacto visual con ellos. Todo esto tuvo un efecto desmoralizador en los soldados británicos. Sintiéndose aislados y rechazados, muchos empezaron a desertar o a buscar la manera de que se les enviara a casa.
Todo reino dividido contra sí mismo, es asolado; y una casa dividida contra sí misma, cae. Y si también Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo estará en pie su reino?
LUCAS 11, 17-18.
Noticias de los problemas en Massachusetts se esparcieron al norte y al sur; colonos de todas partes comenzaron a hablar de los actos de Gran Bretaña en Boston, el uso de la fuerza por esa nación, sus impuestos ocultos, su actitud condescendiente. En 1773 el parlamento aprobó la ley del té, al parecer un inofensivo intento de resolver los problemas económicos de la East India Company otorgándole un virtual monopolio sobre la venta de té en las colonias. Aunque esa ley también fijaba un impuesto nominal, abarataba el té en las colonias, a causa de que eliminaba a los intermediarios, los importadores coloniales. Pero era engañosa en su efecto, además de confusa, así que Adams vio en ella la oportunidad de aplicar el coup de grâce: arruinaría a muchos importadores coloniales de té, e incluía un impuesto oculto, una forma más de gravación sin representación. A cambio de té más barato, los ingleses se burlaban de la democracia. Con palabras más vehementes que nunca, Adams escribió artículos que abrieron las antiguas heridas de la ley del timbre y la masacre de Boston.
Cuando barcos de la East India Company empezaron a llegar a Boston a fines de ese año, Adams contribuyó a organizar un boicot nacional contra el té. Ningún estibador descargó los fletes, no habría bodegas que los almacenaran. Una noche de mediados de diciembre, tras un discurso pronunciado por Adams en una reunión sobre la ley del té en el ayuntamiento, un grupo de los Hijos de la Libertad —disfrazados de indios mohawks, con el cuerpo pintado— lanzaron gritos de guerra, atacaron los muelles, subieron a los barcos y destruyeron su cargamento, abriendo las cajas de té y derramando su contenido en el puerto, todo a gran velocidad.
Este acto de provocación, más tarde conocido como el Té de Boston, fue el momento crucial. Los británicos no pudieron tolerarlo, cerraron rápidamente el puerto de Boston e impusieron la ley marcial en Massachusetts. Se desvaneció así toda duda: arrinconados por Adams, los británicos actuaban en forma tan tiránica como él lo había pronosticado. La fuerte presencia militar en Massachusetts fue predeciblemente impopular, y en cuestión de meses la violencia hizo erupción: en abril de 1775 soldados ingleses dispararon contra milicianos de Massachusetts en Lexington. Esos “disparos oídos en el mundo entero” fueron la chispa de la guerra que Adams se había esmerado tan diligentemente en encender.
Interpretación
Antes de 1765, Adams operó sobre la opinión de que los argumentos razonables serían suficientes para convencer a los colonos de lo justo de su causa. Pero conforme se apilaban años de fracasos, confrontó la realidad de que los colonos mantenían un profundo apego emocional con Inglaterra, como hijos con sus padres. La libertad significaba para ellos menos que la protección de Inglaterra y el sentido de pertenencia en un medio amenazador. Cuando Adams se percató de esto, reformuló sus metas: en vez de predicar la independencia y las ideas de John Locke, se dedicó a cortar los lazos de los colonos con Inglaterra. Hizo que los hijos desconfiaran de sus padres, a los que terminaron por ver no como protectores, sino como amos dominantes que los explotaban en beneficio propio. Destrabado el vínculo con Inglaterra, los argumentos de Adams a favor de la independencia empezaron a resonar. Los colonos buscaron entonces su sentido de identidad no en la madre Inglaterra, sino en ellos mismos.
Así, en la campaña contra la ley del timbre Adams descubrió la estrategia, el puente entre sus ideas y la realidad. Entonces, sus textos querían instigar cólera. Las manifestaciones que organizó —teatro puro— también estaban destinadas a generar y acumular cólera entre las clases media y baja, componentes clave de la futura guerra. El innovador uso de boicots por Adams tuvo por objeto enfurecer a los británicos e inducirlos a una acción apresurada. Su violenta respuesta contrastó a todas luces con los métodos relativamente pacíficos de los colonos, lo que los hizo parecer tiránicos, tal como Adams los había descrito. Adams también se empeñó en incitar disensión entre los propios ingleses, debilitando el vínculo por todos lados. Las leyes del timbre y del té eran en realidad triviales, pero Adams las manipuló estratégicamente para extraer ultraje de ellas, convirtiéndolas en trabas puestas entre los dos bandos.
LOS TRES BUEYES Y EL LEÓN
Tres bueyes pacían siempre juntos. Un león, aunque quería comérselos, no podía debido a su unión. Sin embargo, los indispuso con falsas palabras, logró separarlos y al verlos solos los devoró uno tras otro.
FÁBULAS, ESOPO, SIGLO VI A.C.
Comprende: los argumentos racionales entran por una oreja y salen por la otra. Nadie cambia; predicas a l@s convertid@s. En la guerra, para llamar la atención de la gente e influir en ella, primero debes separarla de lo que la liga al pasado y la hace resistirse al cambio. Debes darte cuenta de que, por lo general, esos lazos no son racionales sino emocionales. Apelando a las emociones de la gente puedes conseguir que vea el pasado bajo una nueva luz, como algo tiránico, tedioso, terrible e inmoral. Entonces dispondrás de margen para infiltrar nuevas ideas, cambiar la visión de la gente, hacer que responda a una nueva noción del interés propio y sembrar las semillas de una nueva causa, un nuevo vínculo. Para lograr que la gente se una a ti, sepárala de su pasado. Cuando identifiques a tus objetivos, busca lo que los une al pasado, la fuente de su resistencia a lo nuevo.
Una unión es la parte más débil de cualquier estructura. Rómpela y dividirás interiormente a la gente, volviéndola vulnerable a la sugestión y el cambio. Divide su mente para conquistarla.
Haz creer al enemigo que le falta apoyo; [...] obstrúyelo, flanquéalo, vuélvete contra él en mil maneras que hagan creer a sus hombres que están aislados. Aísla de igual modo a sus escuadrones, batallones, brigadas y divisiones y la victoria será tuya.
—Coronel Ardant du Picq (1821-1870).
Hace miles de años, nuestros primitivos antepasados eran propensos a sensaciones de gran debilidad y vulnerabilidad. Para sobrevivir en el hostil medio del mundo ancestral, los animales contaban con rapidez, colmillos y garras, pelaje contra el frío del invierno y otras ventajas de poder y protección. Los seres humanos no tenían nada de eso; deben haberse sentido terriblemente expuestos y solos. La única manera de compensar esa debilidad fue formar grupos.
El grupo o tribu ofreció una defensa contra los predadores y mayor efectividad en la caza. En el grupo había suficientes personas para cuidar las espaldas de cada uno. Entre mayor era el grupo, más posibilidades tenían sus miembros de refinar esa gran invención humana, la división del trabajo; y entre más individuos en el grupo se veían libres de las inmediatas necesidades de la sobrevivencia, más tiempo y energía podían dedicar a tareas más elevadas. Estos diferentes papeles se apoyaban y reforzaban entre sí, y el resultado fue un incremento neto de fuerza humana.
A lo largo de los siglos, los grupos se hicieron cada vez más grandes y complejos. Al aprender a vivir en poblados y asentamientos, la gente descubrió que podía escapar a la sensación de inminente peligro y necesidad. Vivir con otros también ofrecía más sutiles protecciones psicológicas. Con el tiempo, los seres humanos empezaron a olvidar el temor que los había hecho formar tribus en primera instancia. Pero en un grupo —el ejército—, ese terror primordial se mantuvo tan profundo como siempre.
El modo normal de la guerra antigua era el combate cuerpo a cuerpo, un drama aterrador en el que los individuos estaban expuestos en todo momento a la muerte desde atrás y a ambos lados. Los jefes militares aprendieron pronto a formar a sus soldados en ceñidas filas. Confiando en que sus camaradas a cada lado no se retirarían ni lo dejarían expuesto, un soldado podía pelear con más valor y seguridad con el hombre que tenía enfrente. Los romanos prolongaron esta estrategia al colocar a los combatientes más jóvenes e impetuosos en las filas del frente, a los mejores y más experimentados en las de atrás y a todos los demás en medio. Esto significaba que los soldados más débiles —los más proclives al pánico— eran rodeados por los más valientes y firmes, lo que les daba una poderosa sensación de seguridad. Ningún ejército entraba en batalla con más cohesión y confianza que las legiones romanas.
A Roosevelt [...] le desagradaba sentirse muy comprometido con una persona. Le gustaba ser el centro de la atención y la acción, y el sistema lo convirtió en el foco del que irradiaban las principales líneas de acción. [...]
La principal razón de los métodos de Roosevelt, sin embargo, implicaba un tenaz esfuerzo por mantener el control del ejecutivo de cara a las fuerzas centrífugas del sistema político estadunidense. Al establecer en un organismo un centro de poder como contrapeso de otro, volvía a cada funcionario más dependiente del apoyo de la Casa Blanca; el presidente se convertía, en efecto, en el necesario aliado y socio de cada uno. Reducía así las tendencias burocráticas a la autoexaltación, y contenía todo intento de atacarlo en masa. En realidad adaptaba a sus propósitos el antiguo método de divide y vencerás. [...]
Su técnica era curiosamente similar a la de José Stalin, quien, como ha dicho un riguroso analista de sus métodos, se servía de la delegación de funciones empalmadas para impedir que “una cadena de mando tomara decisiones importantes sin consultar a otras ramas de la burocracia estatal, y por lo tanto sin poner al descubierto sus asuntos al más alto nivel”. Roosevelt, como Stalin, era un administrador político en el sentido de que su primera preocupación era el poder, pese a los muy diferentes fines entre ambos.
ROOSEVELT: THE LION AND THE FOX, JAMES MACGREGOR BURNS, 1956.
Al estudiar la guerra antigua, el coronel Ardant du Picq, el gran autor militar del siglo XIX, advirtió un fenómeno peculiar: en algunas de las batallas más célebres (la victoria de Aníbal sobre los romanos en Cannas y la de Julio César sobre Pompeyo en Farsalia, por ejemplo), las bajas de cada parte eran extremadamente desproporcionadas: de unos cientos para los vencedores y miles y miles entre los vencidos. De acuerdo con Du Picq, lo que había sucedido en esos casos era que, gracias a sus maniobras, el ejército a la larga victorioso se las había arreglado para sorprender al enemigo y dividir sus líneas. Al ver descomponerse sus filas, perder su sentido de solidaridad y apoyo y sentirse aislados, los soldados se aterraban, tiraban sus armas y huían, y un soldado que daba la espalda al enemigo era fácil de eliminar. Miles fueron sacrificados de esta manera. Así, esas grandes victorias fueron esencialmente psicológicas. Aníbal era muy inferior en número en Cannas, pero haciendo sentir vulnerables y aislados a los romanos, los desesperó y obligó a retirarse en medio de la confusión: presas fáciles.
Este fenómeno es perdurable: el soldado que siente estar perdiendo el apoyo de quienes lo rodean se sume en un intolerable horror primitivo. Teme enfrentar la muerte solo. Muchos grandes jefes militares han convertido este terror en estrategia. Gengis Kan fue un maestro en esto: usando la movilidad de su caballería mongola para bloquear las comunicaciones de sus enemigos, aislaba a una parte de sus ejércitos para hacerla sentir sola y desprotegida. Se empeñaba conscientemente en infundir terror. La estrategia de divide y vencerás también fue usada con gran efecto por Napoleón y las fuerzas guerrilleras de Mao Tse-tung, entre muchos otros.
Nuestra naturaleza no ha cambiado. Acechando en lo profundo de aun l@s más civilizad@s entre nosotr@s subsiste el mismo temor básico de estar sol@, sin apoyo y expuest@ al peligro. Hoy la gente está más dispersa y la sociedad menos unida que antes, pero eso sólo incrementa nuestra necesidad de pertenecer a un grupo, de tener una fuerte red de aliados, para sentirnos apoyad@s y protegid@s por todas partes. Si quitamos esta percepción, volveremos a nuestra primitiva sensación de terror a causa de nuestra vulnerabilidad. La estrategia de divide y vencerás nunca ha sido tan eficaz como ahora: aleja a la gente de su grupo —hazla sentir alienada, sola y desprotegida— y la debilitarás enormemente. Este momento de debilidad te dará gran poder para maniobrar y arrinconarla, ya sea para atraerla o para inducir pánico y repliegue.
En la década de 1960, uno de los más leales y confiables seguidores de Mao Tse-tung fue su ministro de Defensa, Lin Biao. Nadie alababa más empalagosamente al gobernante chino que él. Pero en 1970 Mao había terminado por sospechar que esos elogios eran una treta con la que Lin disfrazaba sus intenciones: conspiraba para ser su sucesor. Y lo que volvía a Lin particularmente peligroso era que, como ministro de Defensa, había acumulado aliados en el ejército.
Mao operó entonces con gran sutileza. En público manifestaba su apoyo a Lin, como si lo considerara su sucesor. Esto moderaba la natural cautela del conspirador. Al mismo tiempo, sin embargo, Mao atacaba y destituía a algunos de los más importantes partidarios de Lin en el ejército. Lin era un radical inclinado a la izquierda en la mayoría de los casos; Mao lo instó a proponer algunas de sus más extremosas ideas para la reestructuración del ejército, sabiendo en secreto que esas ideas resultarían impopulares. El apoyo a Lin entre los altos mandos del ejército empezó a diluirse poco a poco.
Lin se dio cuenta al fin de lo que Mao se proponía, pero ya era demasiado tarde. Había perdido su base de poder. Frustrado y temeroso, tramó un coup d’état, desesperado acto que no hizo sino favorecer a Mao. En 1971, Lin murió en circunstancias sospechosas en un accidente de aviación.
Como bien lo sabía Mao, en los medios políticos la gente depende de sus relaciones más que de su talento. En ese mundo, nadie querrá tratar con una persona cuya carrera va en declive. Y la gente que se siente aislada suele incurrir en actos desesperados, lo que desde luego sólo la aísla más. Así, Mao creó la impresión de que Lin perdía sus relaciones. Si lo hubiera atacado directamente, se habría empantanado en una desagradable pugna. Separar al ministro de su base de poder, y hacer parecer en el proceso que iba en declive, fue mucho más efectivo.
Antes de lanzar un ataque directo contra tus enemigos, siempre es prudente debilitarlos, creando la mayor división posible en sus filas. Un buen sitio para poner trabas es entre la dirigencia y la gente, ya sean soldados o ciudadanos; los dirigentes cometen errores cuando pierden el apoyo de la gente. Así que empéñate en hacerlos parecer autoritarios o fuera de la realidad. O quítales sus cimientos, como hizo en 1972 el presidente republicano estadunidense Richard Nixon al cortejar a los obreros, quienes tradicionalmente habían votado por los demócratas: dividió la base de los demócratas. (Los republicanos no han dejado de hacerlo desde entonces.) Recuerda: una vez que tu enemigo empiece a dividirse en cualquier forma, la ruptura tenderá a adquirir impulso. La división suele causar más división.
En 338 a.C., Roma derrotó a su mayor enemigo de entonces, la Liga Latina, confederación de ciudades italianas formada para bloquear la expansión de Roma. Con esa victoria, sin embargo, los romanos enfrentaron un nuevo problema: cómo gobernar la región. Si aplastaban a los miembros de la liga, dejarían un vacío de poder, y después emergería otro enemigo que podría resultar una amenaza aún mayor. Si simplemente absorbían a las ciudades de la liga, diluirían el poder y prestigio de Roma, lo que les daría un área demasiado grande por proteger y vigilar.
No penséis que he venido para meter paz en la tierra: no he venido para meter paz, sino espada. Porque he venido para hacer disensión del hombre contra su padre, y de la hija contra su madre, y de la nuera contra su suegra. Y los enemigos del hombre serán los de su casa. El que ama padre o madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama hijo o hija más que a mí, no es digno de mí. Y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí.
MATEO 10, 34-38.
La solución que se les ocurrió a los romanos, a la que después llamarían divide et impera (“divide y vencerás”), se convertiría en la estrategia con la que forjaron su imperio. Esencialmente dividieron la liga, pero no amenazaron por igual a todas sus partes. Crearon en cambio un sistema por el cual algunas de sus ciudades se incorporaron al territorio romano y sus residentes recibieron plenos privilegios como ciudadanos; a otras se les privó de la mayor parte de su territorio, pero se les concedió casi total independencia, y otras más fueron divididas e intensamente colonizadas con ciudadanos romanos. Ninguna ciudad preservó suficiente poder para desafiar a Roma, que mantuvo la posición central. (Como dice el refrán, todos los caminos llevan a Roma.)
La clave de ese sistema fue que si una ciudad independiente era leal a Roma o combatía por ella, obtenía la posibilidad de incorporarse al imperio. Así, a tales ciudades les interesaba más obtener el favor de Roma que buscar otras alianzas. Roma ofrecía la perspectiva de enorme poder, riqueza y protección, mientras que aislarse de ella era peligroso. En consecuencia, los antes orgullosos miembros de la Liga Latina competían entre sí por la atención de Roma.
Divide y vencerás es una estrategia eficaz para dirigir cualquier grupo. Se basa en un principio clave: en toda organización, la gente forma naturalmente pequeños grupos basados en el interés mutuo, el primitivo deseo de encontrar fortaleza en la cantidad. Estos subgrupos componen bases de poder que, fuera de control, amenazarán a la organización en su conjunto. La formación de bandos y facciones puede ser la peor amenaza para un líder, porque se empeñarán naturalmente en perseguir sus intereses antes que los del grupo. La solución es dividir para dirigir. A fin de lograrlo, antes tienes que establecerte como el centro de poder; los individuos deben saber que tienen que competir por tu aprobación. Agradar al líder debe ofrecer más ventajas que tratar de formar una base de poder dentro del grupo.
Cuando Isabel I subió al trono, Inglaterra era una nación dividida. Los restos de feudalismo implicaban muchos centros rivales de poder, y la propia corte estaba repleta de facciones. La solución de Isabel fue debilitar a la nobleza enemistando deliberadamente unas con otras a las familias que la integraban. Al mismo tiempo, ella ocupó el centro, convirtiéndose en símbolo de Inglaterra, el eje alrededor del que todo giraba. En la corte se cercioró a su vez de que nadie tuviera ascendencia sobre ella. Cuando vio que primero Robert Dudley y después el conde de Essex se creían sus favoritos, se deshizo de ellos de inmediato.
La tentación de tener un favorito es comprensible pero peligrosa. Es mejor rotar a tus estrellas, haciendo caer ocasionalmente a alguna de ellas. Atrae a personas con diferentes puntos de vista y aliéntalas a pelear por ellos. Puedes justificar esto como una sana forma de democracia, pero el efecto es que mientras tus colaboradores pugnan por ser oídos, tú mandas.
El director de cine Alfred Hitchcock encaraba enemigos por todas partes —guionistas, diseñadores de foros, actores, productores, marqueteros—, y cualquiera de ellos bien podía poner su ego por encima de la calidad de una película. Los guionistas querían demostrar sus habilidades literarias; los actores, parecer estrellas; los productores y marqueteros, que la película fuera comercial: todos tenían intereses contrapuestos. La solución de Hitchcock, como la de la reina Isabel, fue adoptar la posición central, en una variante de divide y vencerás. Su esmerado papel como celebridad pública formaba parte de esto: las campañas publicitarias de sus películas siempre lo involucraban como vocero, e hizo breves apariciones en la mayoría de sus cintas, lo que hizo de él una graciosa figura instantáneamente reconocible. Se ponía en medio de todos los aspectos de la producción, desde la elaboración del guión antes de iniciarse el rodaje hasta la edición de la película, cuando la filmación había terminado. Al mismo tiempo, mantenía a raya a todos los departamentos, aun al de producción; la información sobre cualquier detalle de la película estaba contenida en su cabeza, sus dibujos, sus notas. Nadie podía eludirlo; toda decisión pasaba por él. Antes del rodaje, por ejemplo, Hitchcock disponía en detalle la apariencia del vestuario de la actriz protagónica. Si el diseñador del vestuario quería cambiar algo, tenía que pasar por él, o sería sorprendido en insubordinación extrema. En esencia, él era como Roma: todos los caminos llevaban a Hitchcock.
En tu grupo pueden emerger facciones muy sutilmente en virtud del hecho de que l@s expert@s en su área podrían no decirte todo lo que hacen. Recuerda: ven sólo un panorama reducido; tú estás a cargo de la producción general. Para que dirijas realmente, debes ocupar el centro. Todo debe fluir a través de ti. Si se oculta información, eres tú quien debe hacerlo. Eso es divide y vencerás: si las diferentes partes de la operación carecen de acceso a toda la información, tendrán que dirigirse a ti para conseguirla. No es que microadministres, sino que mantienes el control general de todo lo vital y aíslas toda posible base rival de poder.
En las décadas de 1950 y 1960, el general de división Edward Lansdale fue considerado el principal experto estadunidense en contrainsurgencia. En colaboración con el presidente Ramón Magsaysay de Filipinas, elaboró el plan con el que se derrotó al movimiento guerrillero Hukbalahap de ese país a principios de los años cincuenta. La contrainsurgencia requiere una mano diestra, más política que militar, y para Lansdale la clave del éxito fue erradicar la corrupción gubernamental y acercar a la gente al gobierno mediante varios programas populares. Eso arrebataría su causa a los insurgentes, quienes morirían de aislamiento. Lansdale juzgó absurdo creer que los rebeldes izquierdistas podrían ser derrotados por la fuerza; de hecho, la fuerza les hacía el juego, pues les daba una causa que podían usar para reunir apoyo. Para los insurgentes, el aislamiento de la gente es la muerte.
Concibe como insurgentes a los miembros de tu grupo que trabajan principalmente para sus propios intereses. Son casos que prosperan con el descontento en la organización, induciendo la disensión y el faccionalismo. Aunque puedes dividir a esas facciones una vez que sepas de ellas, la mejor solución es mantener satisfechos y contentos a tus soldados, no dando a los insurgentes nada que los nutra. Amargados y aislados, languidecerán por sí solos.
La estrategia de divide y vencerás es invaluable para tratar de influir verbalmente en la gente. Comienza dando la impresión de que adoptas la postura de tus adversarios en algún asunto, ocupando así su flanco. Una vez ahí, sin embargo, genera dudas sobre alguna parte de su argumentación, torciéndola y desviándola un poco. Esto reducirá su resistencia y creará tal vez cierto conflicto interno acerca de una preciada idea o creencia. Ese conflicto los debilitará y los volverá vulnerables a nuevas sugerencias y orientaciones.
El gran espadachín japonés del siglo XVII Miyamoto Musashi enfrentó en varias ocasiones bandas de guerreros determinados a liquidarlo. La vista de un grupo así intimidaría a cualquiera, o al menos lo haría vacilar, error fatal en un samurai. Otra tendencia sería reaccionar violentamente, tratando de matar de un solo golpe a la mayor cantidad posible de atacantes, aunque a riesgo de perder el control de la situación. Pero, como estratega, Musashi estaba encima de todo eso, y resolvió tales dilemas en la forma más racional posible. Se colocaba de tal manera que sus agresores sólo tenían acceso a él en línea o en ángulo. Luego se concentraba en la eliminación del primero de ellos, tras de lo cual recorría rápidamente la línea. En vez de abrumarse o de esforzarse en exceso, dividía a la banda en partes. Después, sólo tenía que matar al adversario número uno, mientras se colocaba en posición de enfrentar al adversario número dos e impedía que su mente se opacara y confundiera con los demás atacantes que lo aguardaban. El efecto era que podía conservar su concentración al tiempo que mantenía trastornados a sus adversarios, puesto que, conforme avanzaba por la línea, ellos eran los intimidados y aturdidos.
LOS HIJOS DEL LABRADOR QUE REÑÍAN
Los hijos de un labrador reñían a diario. Éste, como, aun aconsejándolos mucho, no podía con sus palabras persuadirles de que cambiasen, comprendió que debía hacerlo con hechos y les invitó a que trajesen un haz de varas. Al hacer éstos lo que se les había encomendado, les entregó primero las varas juntas y les pidió que las partiesen. A pesar de que pusieron todo su empeño, no lo pudieron lograr; a continuación desató él el haz y les dio las varas una a una. Al romperlas ahora con facilidad, les dijo: “Asimismo vosotros, hijos, si estáis de acuerdo, seréis indomables para los enemigos; pero si discutís, seréis fáciles de someter”.
FÁBULAS, ESOPO, SIGLO VI A.C.
Ya sea que te veas asediad@ por muchos problemas pequeños o uno gigantesco, convierte a Musashi en el modelo de tu proceso mental. Si permites que la complejidad de la situación te confunda y vacilas o reaccionas sin pensar, perderás el control de tu mente, lo que sólo añadirá impulso a la fuerza negativa contra ti. Divide siempre el asunto en cuestión, colocándote primero en una posición central y procediendo después a lo largo de la línea, liquidando tus problemas uno por uno. Suele ser razonable comenzar por el problema menor, mientras mantienes a raya a los más peligrosos. Resolver ése te ayudará a generar impulso, tanto físico como psicológico, lo que contribuirá a que aplastes el resto.
Lo más importante es moverte rápido contra tus enemigos, como hicieron los atenienses en Maratón. Esperar a que los problemas lleguen a ti no hará sino multiplicarlos y darles un impulso aniquilador.
Imagen: El nudo. Es gran- Deja pasar tiempo y el nudo
de, irremediablemente en- sólo empeorará. En vez de
redado y parece imposible tratar de desbaratarlo de uno
de desenmarañar. Consta u otro lado, alza tu espada y
de miles de nudos más córtalo a la mitad de un so-
chicos, todos ellos retor- lo golpe. Una vez divi-
cidos y entrelazados. dido, se deshará solo.
Autoridad: Antaño, los que eran te-
nidos por expertos en el arte militar
impedían en las filas del enemigo la
coordinación entre la retaguardia y
la vanguardia, la recíproca colabo-
ración entre los elementos impor-
tantes y los de menos envergadura,
el apoyo de las tropas escogidas a
las mediocres y la ayuda mutua entre
superiores y subordinados. Cuando
las fuerzas del enemigo están dis-
persas, impide que se reagrupen;
si están concentradas, siembra el
desorden. —Sun-tzu (siglo IV a.C.)
Dividir a tus fuerzas como medio para generar movilidad puede ser una estrategia eficaz, como lo demostró Napoleón con su flexible sistema de corps, el cual le permitía atacar impredeciblemente al enemigo desde ángulos muy distintos. Pero para que su sistema funcionara, Napoleón necesitaba de la precisa coordinación de las partes y el control general de sus movimientos, y su meta última era reunir a las partes para dar un gran golpe. En la guerra de guerrillas, un comandante dispersará a sus fuerzas para que sea más difícil atacarlas, pero también esto exige coordinación: un ejército guerrillero no puede triunfar si sus partes no pueden comunicarse entre sí. En general, cualquier división de tus fuerzas debe ser temporal, estratégica y controlada.
Al atacar a un grupo para sembrar división, ten cuidado de que tu golpe no sea demasiado fuerte, ya que podría tener el efecto contrario y provocar que la gente se una en un momento de gran peligro. Éste fue el error de Hitler durante la Guerra Relámpago de Londres, su campaña de bombardeo destinada a sacar a Inglaterra de la Segunda Guerra Mundial. Dirigida a desmoralizar a la sociedad británica, esa guerra relámpago sólo la volvió más determinada: estuvo dispuesta a sufrir el peligro a corto plazo con tal de batir a Hitler a largo plazo. Este efecto de unidad fue en parte resultado de la brutalidad de Hitler, y en parte el fenómeno de una cultura dispuesta a sufrir por un bien mayor.
Finalmente, en un mundo dividido, obtendrás poder si mantienes unido y cohesionado a tu grupo, y clara tu mente, concentrada en tus metas. Podría parecer que la mejor manera de mantener la unidad es crear entusiasmo y una moral alta; pero aunque el entusiasmo es importante, con el tiempo naturalmente decae, y si terminas por depender de él, fracasarás. El conocimiento y el pensamiento estratégico son mucho mejores defensas contra las fuerzas de la división. Ningún ejército o grupo puede dividirse si está al tanto de las intenciones del enemigo y da una respuesta inteligente. Como lo descubrió Samuel Adams, la estrategia es tu única espada y escudo confiable.