LA ESTRATEGIA DE AVENTAJAR A LOS DEMÁS
A lo largo de tu vida te verás peleando en dos frentes. Primero está el frente externo, tus inevitables enemigos; pero después, y de manera menos obvia, está el frente interno, tus colegas y compañeros cortesanos, muchos de los cuales intrigarán contra ti promoviendo sus propias agendas a tus expensas. Lo peor de esto es que con frecuencia tendrás que pelear en ambos frentes al mismo tiempo, encarando a tus enemigos externos mientras te esfuerzas por proteger también tu posición interna, lucha extenuante y agotadora.
La solución no es ignorar el problema interno (vivirás poco si lo haces) o manejarlo en forma directa y convencional, quejándote, actuando agresivamente o formando alianzas defensivas. Entiende: la guerra interna es no convencional por naturaleza. Como la gente que pertenece en teoría a un mismo bando suele hacer su mejor esfuerzo por mantener la apariencia de que forma parte del equipo y trabaja por el bien colectivo, quejarse de ella o atacarla sólo te hará quedar mal y te aislará. Al mismo tiempo, sin embargo, puedes dar por supuesto que esos ambiciosos sujetos operarán a trasmano y de modo indirecto. Afables y cooperativos por fuera, tras bambalinas son manipuladores y resbaladizos.
Milicia es la vida del hombre contra la malicia del hombre.
BALTASAR GRACIÁN, 1601-1658.
Tú debes adoptar una forma de guerra adecuada para esas nebulosas pero peligrosas batallas, que acontecen todos los días. Y la estrategia no convencional que da mejores resultados en esta arena es el arte de aventajar a los demás. Desarrollado por los más astutos cortesanos de la historia, este arte se basa en dos simples premisas: primera, tus rivales alojan las semillas de su propia destrucción; segunda, un rival a quien se le hace sentir defensivo e inferior, así sea en forma sutil, tenderá a actuar a la defensiva y a sentirse inferior, en su propio detrimento.
La personalidad de la gente suele formarse en torno a debilidades, defectos de carácter, emociones incontrolables. Las personas que se sienten necesitadas, o que tienen un complejo de superioridad, o que temen al caos, o que precisan desesperadamente del orden desarrollarán una personalidad —una máscara social— para encubrir esos defectos y ofrecer al mundo una apariencia segura, agradable y responsable. Pero esa máscara es como el tejido cicatrizal que cubre una herida: si la tocas en forma equivocada, dolerá. Las reacciones de tus víctimas comenzarán a estar fuera de control: se quejarán, actuarán a la defensiva y en forma paranoica o mostrarán la arrogancia que se esfuerzan tanto en ocultar. La máscara caerá por un momento.
Cuando sientas que tienes colegas que pueden resultar peligrosos —o que en realidad ya traman algo—, primero debes intentar reunir inteligencia sobre ellos. Examina su comportamiento diario, sus acciones pasadas, sus errores, en busca de señas de sus deficiencias. Con este conocimiento en tu poder, estarás list@ para el juego de aventajar a los demás.
Empieza haciendo algo para aguijonear la herida de fondo, generando dudas, inseguridad y angustia. Podría ser un comentario casual o algo que tus víctimas sientan como un reto a su posición en la corte. Tu meta no es desafiarlas abiertamente, sin embargo, sino exasperarlas: se sentirán atacadas, pero no sabrán por qué o cómo. El resultado es una vaga e inquietante sensación. Una percepción de inferioridad se colará dentro de ellas.
Continúa después con acciones secundarias que alimenten sus dudas. En este caso suele ser preferible operar en forma encubierta, dejando que otras personas, los medios de información o el simple rumor hagan el trabajo por ti. El juego final es engañosamente simple: habiendo acumulado en tus víctimas suficientes dudas de sí mismas para detonar una reacción, das marcha atrás para permitir que el blanco se autodestruya. Debes evitar la tentación de regodearte o asestar un último golpe; en ese momento, de hecho, lo mejor es actuar amigablemente, e incluso ofrecer supuesta asistencia y consejo. La reacción de tus blancos de ataque será extremosa. Estallarán, cometerán un penoso error, se exhibirán demasiado o se volverán demasiado defensivos y harán todo lo posible por complacer a los demás, operando de manera obvia con el propósito de proteger su posición y validar su autoestima. Las personas defensivas ahuyentan inconscientemente a la gente.
Antes que nada, una completa definición del término técnico “arte de aventajar a los demás” llenaría, y de hecho ha llenado ya, una enciclopedia más bien enorme. Aquí se le puede definir brevemente como el arte de poner a una persona “abajo de uno”. El término “abajo de uno” se define técnicamente como el estado psicológico que existe en un individuo que no está “arriba” de otra persona. [...]
Para formular estos términos en palabras de todos los días, a riesgo de perder rigor científico, podría decirse que en toda relación humana (y ciertamente entre otros mamíferos) una persona maniobra constantemente para dar a entender que está en una “posición superior” a la otra en la relación.
Esta “posición superior” no necesariamente significa superior en categoría social o posición económica; muchos servidores son expertos en rebajar a sus empleadores. Tampoco implica superioridad intelectual, como lo sabe todo intelectual que haya sido vencido por un musculoso barrendero en un encuentro de lucha india. “Posición superior” es un término relativo continuamente definido y redefinido por la relación en curso. Las maniobras para alcanzar una posición superior pueden ser crudas o infinitamente sutiles. Por ejemplo, usualmente no se está en una posición superior si se debe pedir algo a otra persona. Pero puede pedírsele de una manera que dé a entender: “Esto es, desde luego, algo que merezco”.
THE STRATEGIES OF PSYCHOTHERAPY, JAY HALEY, 1963.
En ese momento tu acción inicial, en especial si fue sólo sutilmente agresiva, se olvidará. Lo que resaltará será la desmedida reacción y humillación de tus rivales. Tus manos están limpias: inmaculada tu reputación. Su pérdida de posición es tu ganancia: tú estás arriba; ellos, abajo. Si los hubieras atacado directamente, tu ventaja habría sido temporal o nula; de hecho, tu posición política habría sido precaria: tus patéticos, sufrientes rivales habrían ganado simpatía por ser tus víctimas, y la atención se habría centrado en ti como responsable de su ruina. Por el contrario, deben caer por su propia espada. Tal vez tú les hayas dado una ayudadita, pero en cualquier medida posible a sus ojos, y ciertamente a los de todos los demás, sólo pueden culparse a sí mismos. Eso volverá su derrota doblemente irritante y doblemente efectiva.
Ganar sin que tu víctima sepa cómo ocurrió o simplemente qué hiciste es la culminación de la guerra no convencional. Domina este arte y no sólo te será más fácil pelear en los dos frentes al mismo tiempo, sino que, además, tu camino a las altas esferas será mucho más plano.
Nunca estorbes a un enemigo que está en proceso de cometer suicidio.
—Napoleón Bonaparte (1769-1821).
1. John A. McClernand (1812-1900) vio con envidia que su amigo y colega abogado Abraham Lincoln ascendía a la presidencia de Estados Unidos. McClernand, abogado y congresista de Springfield, Illinois, había tenido esa misma ambición. Poco después de estallada la Guerra Civil estadunidense, en 1861, renunció a su escaño en el congreso para aceptar una comisión como general brigadier en el ejército de la Unión. Carecía de experiencia militar, pero la Unión necesitaba liderazgo de cualquier tipo que pudiera conseguir; y si él mostraba valor en batalla, podría ascender rápidamente. En esa posición en el ejército vio su camino a la presidencia.
El primer puesto de McClernand fue a la cabeza de una brigada en Missouri al mando superior del general Ulysses S. Grant. Al cabo de un año se le ascendió a general de división, aún bajo Grant. Pero eso no fue suficiente para McClernand, quien necesitaba un escenario para sus talentos, una campaña que dirigir y por la cual obtener crédito. Grant le había hablado de sus planes para capturar el fuerte confederado en Vicksburg, sobre el río Mississippi. La caída de Vicksburg, según Grant, podría ser el momento decisivo de la guerra. McClernand decidió vender como idea suya una marcha a Vicksburg y usarla como trampolín para su carrera.
En septiembre de 1862, estando de licencia en Washington, D.C., McClernand visitó al presidente Lincoln. Estaba “harto de prestar sus sesos” al ejército de Grant, dijo; había demostrado su valor en el campo de batalla y era mejor estratega que Grant, quien era algo afecto al whiskey. McClernand propuso regresar a Illinois, donde se le conocía y podía reclutar un gran ejército. Después marcharía por el río Mississippi al sur, hasta Vicksburg, y capturaría el fuerte.
Vicksburg se hallaba técnicamente en el territorio de Grant, pero Lincoln no estaba seguro de que el general pudiera conducir el audaz ataque necesario. Llevó a McClernand a ver al secretario de Guerra, Edwin Stanton, otro exabogado, quien se compadeció junto con sus dos visitantes de las dificultades de tratar con la impertinencia militar. Stanton escuchó el plan de McClernand y le gustó. Ese octubre, el excongresista salió de Washington con órdenes confidenciales que aprobaban su marcha contra Vicksburg. Las órdenes eran un poco vagas, y Grant no fue informado de ellas, pero McClernand sacaría el mayor provecho de ellas.
McClernand reclutó rápidamente más soldados de los que había prometido a Lincoln. Envió a sus reclutas a Memphis, Tennessee, donde pronto se les sumaría para marchar a Vicksburg. Pero cuando llegó a Memphis, a fines de diciembre de 1862, los miles de hombres que había reclutado no estaban ahí. Un telegrama de Grant —fechado diez días antes y que lo aguardaba en Memphis— le informaba que el general planeaba atacar Vicksburg. Si McClernand llegaba a tiempo, dirigiría el ataque; si no, sus hombres serían comandados por el general William Tecumseh Sherman.
McClernand se quedó lívido. La situación había sido claramente orquestada a fin de impedirle arribar a tiempo para dirigir a sus reclutas; seguramente Grant había adivinado su plan. El cortés telegrama del general para blanquear sus razones volvía el asunto doblemente enojoso. Bueno, McClernand le enseñaría quién era: se precipitaría río abajo, alcanzaría a Sherman, tomaría el control de la campaña y humillaría a Grant ganando el crédito y honor de haber capturado Vicksburg.
McClernand alcanzó a Sherman el 2 de enero de 1863, y asumió de inmediato el mando del ejército. Se esforzó en ser afable con Sherman, quien, lo sabía, había planeado atacar puestos de avanzada confederados alrededor de Vicksburg para ablandar la aproximación al fuerte. La idea le llegó a McClernand como caída del cielo: él dirigiría esos ataques, ganaría batallas sin el nombre de Grant sobre el suyo, adquiriría cierta notoriedad y haría de su mando de la campaña de Vicksburg un fait accompli. Siguió al pie de la letra el plan de Sherman, y la campaña fue un éxito.
En ese instante triunfal, y en forma inesperada, McClernand recibió un telegrama de Grant: detendría las operaciones y esperaría a una reunión con el general. Era momento de que McClernand jugara su carta, el presidente; le escribió a Lincoln solicitando órdenes más explícitas, y específicamente un mando independiente, pero no obtuvo respuesta. Vagas dudas empezaron a perturbar entonces la tranquilidad de conciencia de McClernand. Sherman y los demás oficiales parecían indiferentes; de un modo u otro, él los había incomodado. Tal vez conspiraban con Grant para deshacerse de él. Grant apareció pronto en la escena con detallados planes para una campaña contra Vicksburg bajo su dirección. McClernand dirigiría un corps, estacionado sin embargo en el distante puesto de avanzada de Helena, Arkansas. Grant se esmeró en tratarlo cortésmente, pero todas las piezas juntas equivalían a un humillante revés.
Cómo aventajar —cómo hacer que la otra persona sienta que algo marchó mal, así sea sólo levemente. El hombre de mundo nunca es un pillo, pero qué fácil y seguramente, con frecuencia, puede hacer que otro se sienta pillo, y por periodos prolongados.
THE COMPLETE UPMANSHIP, STEPHEN POTTER, 1950.
McClernand explotó entonces, escribiendo carta tras carta a Lincoln y Stanton para recordarles su acuerdo previo y el apoyo que le habían dado, y quejándose amargamente de Grant. Luego de varios días de rabietas y cartas, McClernand recibió al fin respuesta de Lincoln; para su azoro y consternación, por algún motivo el presidente se había vuelto contra él. Había demasiadas riñas de familia entre sus generales, le dijo Lincoln; en bien de la causa de la Unión, McClernand debía subordinarse a Grant.
McClernand se sintió abrumado. No sabía qué había hecho o por qué todo había marchado mal. Resentido y frustrado, siguió desempeñándose bajo las órdenes de Grant, pero cuestionaba las habilidades de su jefe ante quien lo escuchara, incluso periodistas. En junio de 1863, tras haberse publicado suficientes artículos negativos, Grant finalmente lo despidió. La carrera militar de McClernand había terminado, y con ella sus sueños de gloria personal.
Interpretación
Desde el momento en que conoció a John McClernand, el general Grant supo que tenía a un revoltoso en sus manos. McClernand era el tipo de persona que sólo piensa en su carrera: que roba las ideas de los demás y conspira a sus espaldas en afán de gloria personal. Pero Grant tendría que ser cuidadoso: McClernand era popular entre la gente, un tipo simpático. Así que cuando Grant cayó en la cuenta de que McClernand se proponía eclipsarlo en Vicksburg, no lo confrontó ni se quejó. Pasó a la acción.
Sabiendo que McClernand tenía un ego hipersensible, Grant dedujo que sería relativamente fácil apretar sus botones. Al apropiarse de los reclutas de su subordinado (técnicamente en su territorio de todas maneras) mientras se cubría con el telegrama, obligó a McClernand a una apresurada respuesta con apariencia de insubordinación ante los demás militares y que dejaba en claro el grado en que usaba la guerra para sus fines personales. Una vez que McClernand se precipitó a recuperar sus tropas de manos de Sherman, Grant se hizo a un lado. Sabía que un hombre así —vanidoso y ofensivo— irritaría en extremo a los demás oficiales; éstos inevitablemente se quejarían de él con Grant, quien, como oficial responsable, tendría que transmitir las quejas a sus superiores, aparentemente sin sentimientos personales de por medio. Tratando cortésmente a McClernand, mientras que indirectamente lo anulaba, Grant consiguió por fin hacerlo estallar de la peor manera posible, con cartas a Lincoln y Stanton. Grant sabía que Lincoln estaba harto de las querellas en el alto mando de la Unión. Mientras que a Grant se le veía trabajar tranquilamente en el perfeccionamiento de sus planes para la toma de Vicksburg, Mc- Clernand actuaba en forma mezquina y hacía berrinches. La diferencia entre ambos era demasiado clara. Obteniendo Grant el triunfo en esa batalla, se lo repitió a sí mismo, McClernand se ahorcaría solo con sus insensatas quejas a la prensa.
A menudo te toparás con McClernands en tus batallas diarias: personas simpáticas por fuera pero traidoras tras bambalinas. No es conveniente confrontarlas de modo directo; son diestras en el juego político. En cambio, una sutil campaña para aventajarlas puede obrar maravillas.
Tu meta es que esos rivales exhiban su ambición y egoísmo. La manera de lograrlo es agudizar sus latentes pero poderosas inseguridades: hacerlos preocuparse de que la gente no los aprecia, de que su posición es inestable, de que su camino a la cima no está despejado. Quizá, como Grant, puedas realizar acciones que frustren de algún modo sus planes, al tiempo que escondes los tuyos bajo un barniz de cortesía. Harás de esta forma que se pongan a la defensiva y no se sientan respetados. Todas las oscuras y desagradables emociones que pugnan firmemente por ocultar saldrán a la superficie; tenderán a estallar, y se les pasará la mano. Empéñate en lograr que cedan a sus emociones y perderán su habitual serenidad. Cuanto más revelen de sí mismos, más ahuyentarán a los demás, y el aislamiento será su ruina.
Hay otras maneras de irritar los nervios. Durante la Guerra del Golfo, el presidente Bush no dejaba de pronunciar el nombre del líder iraquí como “SAD-am”, lo que en sentido amplio significa “bolero”. En el Capitolio, la mala pronunciación ritual del nombre de uno de sus miembros es una inveterada forma de fastidiar a los adversarios o celebrar la novatada de los recién llegados. Lyndon Johnson fue un maestro de esta práctica. Cuando era líder de la mayoría en el senado, escribe J. McIver Weatherford, la aplicaba con recientes miembros que votaban en forma equivocada: “Mientras palmeaba al joven colega en la espalda y le decía que comprendía, hacía trizas su nombre, como una metafórica declaración de lo que ocurriría si la deslealtad persistía.”
THE ART OF POLITICAL WARFARE, JOHN PITNEY, JR., 2000
2. La Académie Française, fundada por el cardenal Richelieu en 1635, es el muy selecto conjunto de los cuarenta eruditos más doctos de Francia, cuya tarea consiste en supervisar la pureza de la lengua francesa. En los primeros años de la academia se acostumbraba que cuando un asiento quedaba vacío, los posibles miembros solicitaran ocuparlo, pero en ocasión de una vacante en 1694, el rey Luis XIV decidió romper el protocolo y nominó al obispo de Noyon. La nominación de Luis ciertamente tenía sentido. El obispo era un hombre instruido y respetado, además de excelente orador y magnífico escritor.
El obispo, sin embargo, tenía también otra cualidad: un increíble sentido de su importancia. A Luis le divertía ese defecto, pero la mayoría de los miembros de la corte lo consideraban francamente insufrible: el obispo sabía cómo hacer sentir inferiores a casi todos los demás, en piedad, erudición, linaje, lo que fuera.
CUÁNDO DAR CONSEJO
En mi opinión (aunque compárese la de Motherwell), sólo hay un momento indicado en que el jugador experto puede dar consejo, y es cuando ha alcanzado una delantera útil, aunque no necesariamente triunfadora. Digamos que tres y nueve en el golf o, en el billar, sesenta y cinco contra treinta de su contrario. La mayoría de los métodos aceptados son efectivos. Por ejemplo, en el billar sirve la vieja fórmula. Va así:
Experto: Oye... ¿puedo decirte algo?
Novato: ¿Qué?
Experto: Tómalo con calma.
Novato: ¿Qué quieres decir?
Experto: Que... sabes pegar, pero te estiras en la mesa todo el tiempo. Mira. Acércate a la bola. Observa la línea. Y pega. Cómodo. Fácil. Tan simple como eso.
En otras palabras, el consejo debe ser vago, para tener la seguridad de que no sea útil. Pero, en general, si se le maneja adecuadamente, el mero ofrecimiento de un consejo es suficiente para colocar al experto en una posición prácticamente invencible.
THE COMPLETE UPMANSHIP, STEPHEN POTTER, 1950.
A causa de su rango, por ejemplo, al obispo se le había otorgado el raro privilegio de llegar en carruaje hasta la puerta de la residencia real, mientras que casi todos los demás tenían que bajarse del suyo y caminar desde la puerta de la calle. Una vez, el arzobispo de París recorría el camino de entrada cuando pasó el obispo de Noyon. Desde su carruaje, el obispo lo saludó agitando la mano, e hizo una seña para que el arzobispo se le acercara. El arzobispo supuso que aquél se bajaría y lo acompañaría hasta el palacio a pie. En cambio, Noyon hizo que el carruaje aflojara el paso y continuara su marcha a la puerta, mientras él conducía al arzobispo del brazo por la ventana, como si fuera un perro con correa, al tiempo que parloteaba presuntuosamente. Entonces, una vez que el obispo bajó del carruaje y ambos hombres subieron las majestuosas escaleras, Noyon abandonó al arzobispo como si fuera un don nadie. Casi todos en la corte tenían una historia como ésta que contar, y todos guardaban secretos rencores contra el obispo.
Con la aprobación de Luis, sin embargo, era imposible no votar a favor del ingreso de Noyon a la academia. El rey insistió además en que sus cortesanos asistieran a la ceremonia de ingreso del obispo, pues se trataba de su primer nominado a la ilustre institución. En la ceremonia, como de costumbre, el nominado pronunciaría un discurso, que sería contestado por el director de la academia, en ese entonces un intrépido e ingenioso individuo llamado el abbé De Caumartin. El abbé no soportaba al obispo, pero le desagradaba en particular su florido estilo literario. De Caumartin concibió la idea de burlarse sutilmente de Noyon: compondría su respuesta en perfecta imitación del obispo, llena de elaboradas metáforas y desbordados elogios del flamante académico. Para cerciorarse de no meterse en problemas por ello, enseñaría de antemano su discurso al obispo. Noyon se mostró encantado, leyó el texto con gran interés, e incluso llegó al extremo de complementarlo con más efusivas palabras de elogio y retórica de altos vuelos.
El día de la ceremonia, la sala de la academia lucía abarrotada por los más eminentes miembros de la sociedad francesa. (Nadie se habría atrevido a incomodar al rey dejando de asistir.) El obispo apareció ante ellos, monstruosamente complacido de merecer público tan prestigioso. El discurso que pronunció poseía una florida pomposidad que excedió todo lo que había hecho hasta entonces; era tedioso en extremo. Luego vino la respuesta del abbé. Ésta inició lentamente, y muchos escuchas empezaron a retorcerse en sus asientos. Pero luego despegó poco a poco, mientras todos se daban cuenta de que era una elaborada pero sutil parodia del estilo del obispo. La audaz sátira de De Caumartin cautivó a todos, y cuando terminó, el público aplaudió ruidosa y animadamente. Pero el obispo —intoxicado por el evento y la atención— pensó que el aplauso era sincero y que al aplaudir los elogios que el abbé le había dirigido, el público en realidad le aplaudía a él. Salió con su vanidad henchida más allá de toda proporción.
Pronto Noyon platicaba con todos sobre el evento, aburriéndolos hasta las lágrimas. Por fin tuvo la desgracia de hacer alarde de él ante el arzobispo de París, quien no había olvidado el incidente del carruaje. El arzobispo no lo pudo resistir: le dijo a Noyon que el discurso del abbé había sido una broma contra él y que todos en la corte se habían reído a sus expensas. Noyon no podía creerlo, así que visitó a su amigo y confesor Père La Chaise, quien confirmó que aquello era cierto.
El previo deleite del obispo se convirtió en la más amarga cólera. Se quejó con el rey y le pidió castigar al abbé. El rey intentó remediar el problema, pero valoraba la paz y la quietud, y el casi demente enojo de Noyon lo irritó. Al fin, el obispo, herido hasta la médula, abandonó la corte y volvió a su diócesis, donde permaneció mucho tiempo, humillado y abatido.
EL LEÓN, EL LOBO Y LA ZORRA
Un viejo león se hallaba enfermo, acostado en su cueva. Los demás animales, excepto la zorra, acudieron allí para visitar a su rey. Entonces el lobo, aprovechando la ocasión, acusó a la zorra ante el león porque, sin duda, no aceptaba en absoluto al que mandaba sobre todos ellos. Y, por eso, ni había ido a verlo. En tanto, también la zorra se presentó y escuchó las últimas palabras del lobo. Pues bien, el león rugió contra ella. Y ésta pidió una oportunidad para defenderse y dijo: “¿Y quién de los aquí reunidos te ha sido tan útil como yo, que he ido por todas partes y he tratado de conseguir de los médicos un remedio para ti y te lo he traído?”. Y cuando el león le ordenó que en seguida dijese el remedio, aquélla añadió: “Que despellejes a un lobo vivo y te pongas encima su piel caliente”. Y al momento el lobo yacía muerto y la zorra sonriendo dijo así: “No hay que mover al amo a la malevolencia, sino a la benevolencia”.
FÁBULAS, ESOPO, SIGLO VI A.C.
Interpretación
El obispo de Noyon no era un hombre inofensivo. Su presunción le hacía pensar que su poder no tenía límites. No se daba cuenta en absoluto de las ofensas que infligía a tantas personas, pero no podía confrontarse ni considerar atentamente su conducta. El abbé dio con la única manera real de bajarle los humos. Si su parodia hubiera sido demasiado obvia, no habría resultado tan entretenida, y el obispo, su pobre víctima, habría ganado simpatías. Al volverla diabólicamente sutil, y al hacer al obispo cómplice de ella, De Caumartin divirtió a la corte (algo siempre importante) y dejó que Noyon cavara su propia tumba con su reacción, desde las alturas de la vanidad hasta las profundidades de la humillación y de la ira. Súbitamente consciente de cómo lo veía la gente, el obispo perdió el equilibrio, enemistándose incluso con el rey, quien alguna vez había encontrado divertida su vanidad. Al final tuvo que ausentarse de la corte, para alivio de muchos.
Los peores colegas y camaradas suelen ser los de ego ampuloso, que creen que todo lo que hacen está bien y es digno de elogio. La burla sutil y la parodia disfrazada son brillantes maneras de aventajar a estos sujetos. Simulas loarlos, y tu estilo o ideas imitan incluso los suyos, pero el elogio tiene un aguijón en la cola: ¿los estás imitando o te estás burlando de ellos? ¿Tu elogio esconde crítica? Estas preguntas los exasperan, lo cual los vuelve vagamente inseguros de sí mismos. Quizá pienses que tienen defectos, y quizá esa opinión sea ampliamente compartida. Has perturbado su alto concepto de sí mismos, y tenderán a responder propasándose y cometiendo excesos. Esta estrategia funciona particularmente bien con quienes se las dan de grandes intelectuales y son incapaces de ganar cualquier discusión. Devolviéndoles sus palabras e ideas en forma ligeramente grotesca, neutralizarás sus fortalezas verbales y los dejarás inseguros y dudando de sí mismos.
3. Hacia mediados del siglo XVI, un joven samurai, cuyo nombre se ha perdido en la historia, desarrolló una nueva manera de combatir: podía empuñar dos espadas con igual destreza en ambas manos al mismo tiempo. Esta técnica era formidable, y estaba ansioso de usarla para hacerse un nombre, así que decidió retar a duelo al más famoso espadachín de la época, Tsukahara Bokuden. Éste ya era entonces de edad madura y estaba casi retirado. Respondió al reto del joven con una carta; un samurai que podía usar una espada en la mano izquierda con la misma efectividad que en la derecha tenía una injusta ventaja. El joven espadachín no entendió lo que quería decir. “Si usted cree que el hecho de que yo use una espada con la mano izquierda es injusto”, le contestó, “renuncie al combate”. Bokuden le envió en cambio diez cartas más, repitiendo en cada una de ellas, con palabras ligeramente distintas, la acusación relativa a la mano izquierda. Cada carta no hacía sino enfadar más al retador. Por fin, sin embargo, Bokuden accedió a combatir.
El joven samurai acostumbraba pelear guiado por su instinto y con gran rapidez; pero cuando el duelo comenzó, no dejaba de pensar en su mano izquierda y en el temor que ésta le causaba a Bokuden. Con su mano izquierda —se descubrió calculando— heriría aquí, lastimaría allá. Su mano izquierda no podría fallar; parecía poseída por un poder propio... De pronto, como salida de la nada, la espada de Bokuden hizo un profundo corte en el brazo derecho del retador. El duelo había terminado. El joven samurai se recuperó físicamente, pero su mente quedó afectada para siempre: nunca más podría volver a combatir guiado por su instinto. Lo pensó mucho, y pronto abandonó la espada.
En 1605, Genzaemon, cabeza de la renombrada familia Yoshioka de espadachines de Kioto, recibió el reto más extraño de su vida. Un samurai desconocido de veintiún años de edad llamado Miyamoto Musashi, vestido como un mendigo, con sucias y rasgadas ropas, lo retó tan altivamente a duelo que daba la impresión de creerse el más famoso de los espadachines. Genzaemon no creyó que tuviera que prestar atención a ese joven; un hombre tan ilustre como él no podía pasarse la vida aceptando retos de cualquier patán que se cruzara en su camino. Pero algo en la arrogancia de Musashi lo exasperó. Genzaemon gozaría dándole una lección a ese muchacho. El duelo fue fijado a las cinco de la mañana siguiente en un campo suburbano.
Genzaemon llegó a la hora convenida, acompañado por sus alumnos. Musashi no estaba ahí. Los minutos se hicieron una hora. El joven probablemente se había acobardado y huido de la ciudad. Genzaemon envió a un alumno a buscar al joven samurai en la posada donde se hospedaba. El alumno regresó pronto: Musashi, informó, estaba dormido cuando llegó, y al ser despertado le había ordenado, en forma más bien impertinente, que le enviara sus saludos a Genzaemon y le dijera que estaría ahí en poco tiempo. Genzaemon se puso furioso y empezó a dar zancadas por el campo. Y Musashi todavía se tomó más tiempo. Habían transcurrido más de dos horas cuando por fin apareció a la distancia, paseando en dirección a ellos por el campo. Llevaba puesta, asimismo, una banda escarlata en la cabeza, no la tradicional banda blanca que Genzaemon usaba.
Genzaemon le gritó airadamente y se lanzó al ataque, impaciente de acabar con ese irritante patán. Pero Musashi, mostrándose casi aburrido, detuvo un golpe tras otro. Cada uno de ellos fue capaz de herir la frente del otro; pero mientras que la banda blanca de Genzaemon se volvió roja de sangre, la de Musashi continuó del mismo color. Por fin, frustrado y confundido, Genzaemon volvió a la carga, directamente contra la espada de Musashi, que lo golpeó en la cabeza y lo derribó inconsciente al suelo. Genzaemon se recuperaría después, pero se sintió tan humillado por su derrota que dejó el mundo de la espada y entró al sacerdocio, donde pasó el resto de su vida.
[Christy] Mathewson contaba en sus últimos años un incidente aniquilador del primer partido de la Serie Mundial de 1911, que ganó para los Gigantes, derrotando a los Atléticos de Filadelfia 2 a 1. Charles Albert “Chief” Bender comenzó por los Atléticos, y ese día lanzaba con una fuerza que Mathewson no le conocía.
Ponchó dos veces a Fred Snodgrass, el joven jardinero central de los Gigantes. Cuando Snodgrass llegó al bat por tercera vez —en un “apuro”—, Bender sonrió. “Cuidado, Freddie”, le dijo, “tampoco esta vez vas a dar”. Luego lanzó una bola rápida en dirección a la cabeza de Snodgrass. Éste la esquivó. Primera bola. “Si no puedes lanzar mejor”, gritó Snodgrass, “claro que no daré”. Bender no dejaba de sonreír. (“Tenía unos dientes perfectos”, recordó Mathewson.) Luego lanzó una bola rápida que engañó a Snodgrass. “Fallaste por un kilómetro”, dijo Bender, sonriendo otra vez. Snodgrass trabó enojado la mandíbula y empezó a balancear el bat en exceso. “Sonriendo crónicamente”, en palabras de Mathewson, Bender lo ponchó con una curva que acabó en el suelo.
Snodgrass no temía a los lanzamientos de Chief Bender. Era buen bateador, y terminó con un promedio de .275 de por vida. Lo que ocurría, dijo Mathewson, era que la combinación de lanzamientos aniquiladores, burla sarcástica y sonrisa condescendiente distraía a Snodgrass. Luego, habiéndolo ponchado, Bender metía más hondo la aguja y le daba vuelta. “No eres bateador, Freddie. Eres receptor. ¡Nunca llegarás a ningún lado sin saber batear!”. Aunque fue vencido ese día, Chief Bender ganó los otros dos partidos. Los Atléticos ganaron la Serie Mundial, 4 partidos contra 2. En seis partidos, el confundido Fred Snodgrass, con un promedio de bateo de .294 en la temporada, obtuvo uno de .105. Pero tal como Mathewson interpretaba el episodio, había sido víctima de un jugador experto, lo cual es diferente a estar aterrado. “Chief ponía la mente de Fred fuera del partido”, decía Mathewson.
THE HEAD GAME, ROGER KAHN, 2001.
Interpretación
Para un samurai, perder un duelo podía significar la muerte o la humillación pública. Los espadachines perseguían cualquier ventaja —destreza física, una espada superior, la técnica perfecta— para evitar ese destino. Pero los mayores samurais, los Bokuden y Musashis, buscaban su ventaja en ser capaces de sacar sutilmente al adversario de su juego, experimentando con su mente. Podían tratar de encerrarlo en sí mismo, de hacerlo demasiado consciente de su técnica y estilo, trampa mortal para quien debe reaccionar al momento. Podían inducirlo a concentrarse en la cosa equivocada: la mano izquierda, la banda escarlata. En particular con adversarios de mente convencional, podían llegar tarde, instigando una frustración que trastornaría su ritmo y concentración. En todos estos casos, un cambio en la atención o estado anímico del enemigo conducía a un error. Tratar de reparar este error al calor del momento llevaba a otro más, hasta que el combatiente en desventaja podía literalmente ensartarse en la espada del otro.
Comprende: lo que rinde los mayores efectos en el juego de aventajar a los demás es una sutil perturbación de su ánimo y mentalidad. Sé demasiado direct@ —haz un comentario ofensivo, una amenaza obvia— y les harás ver el peligro que representas, alistar sus impulsos competitivos, dar lo mejor de sí mismos. Pero lo que necesitas es que den lo peor. Un comentario sutil que los haga pensar en ellos y los exaspere los forzará a la introspección, lo que los perderá en el laberinto de sus pensamientos. Una acción aparentemente inocente que despierte una emoción como frustración, enojo o impaciencia nublará igualmente su visión. En ambos casos, tenderán a equivocar la puntería y empezarán a cometer errores.
Esto funciona particularmente bien contra rivales que deben realizar algún tipo de actuación: pronunciar un discurso, digamos, o presentar un proyecto; la idea fija o emoción negativa que provocas en ellos les hará perder contacto con el momento y estropeará su sentido de la oportunidad. Haz bien esto, también, y nadie se percatará de tu implicación en el mal desempeño, ni siquiera el rival al que has aventajado.
Callarse.— La manera más desagradable de replicar en una polémica es la de enojarse y la de callar, pues el agresor interpreta ordinariamente el silencio como desprecio.
FRIEDRICH NIETZSCHE, 1844- 1900.
4. En enero de 1988, el senador Robert Dole, de Kansas, podía oler la victoria en su búsqueda de la presidencia de Estados Unidos. Su principal adversario en la nominación republicana era George H. W. Bush, el vicepresidente en ejercicio en el gobierno de Ronald Reagan. En las designaciones en Iowa, la primera prueba en la temporada de las elecciones primarias, Bush había carecido de lustre y terminado en un distante tercer sitio, detrás de Dole y del televangelista Pat Robertson. La agresiva campaña de Dole le había atraído enorme atención; tenía el impulso e iba claramente a la cabeza.
Pero había un lunar en su gran victoria en Iowa. Lee Atwater, de treinta y seis años de edad estratega de campaña de Bush, había revelado a los medios de información una historia que cuestionaba la integridad de la esposa del senador, la exsecretaria de la industria del transporte Elizabeth Dole. El senador era un político electo con una trayectoria de casi tres décadas y había desarrollado la dureza necesaria, pero creía que los ataques contra su esposa estaban más allá de todo límite. Tenía un temperamento que sus asesores se esforzaban por mantener en secreto, y cuando esa historia se divulgó, explotó ante los reporteros, dando a Atwater la oportunidad de decir: “Él sí puede ofender; pero si alguien le devuelve el golpe, empieza a gimotear”. Después Atwater le envió Dole una carta de diez páginas enumerando las muchas veces en que el senador por Arkansas había asumido una actitud negativa en la campaña, y esta carta también se abrió camino a los medios. Dole se puso furioso. Pese a su victoria en Iowa, no podía soportar que ensuciaran a su esposa. Ya se vengaría de Bush y de Atwater.
Se acercaban las primarias de New Hampshire. La victoria ahí afianzaría a Dole, e iba adelante en las encuestas; pero esta vez Bush salió al ataque y la contienda se puso reñida. El fin de semana anterior a la votación, la gente de Bush lanzó un anuncio en el que se describía a Dole como “oportunista”, un hombre de dos caras cuyos votos en el senado dependían de la conveniencia, no de una convicción sincera. Humorístico, engañoso, mordazmente negativo, el anuncio llevaba impresas las huellas digitales de Atwater. Y el momento fue perfecto: demasiado tarde para que Dole respondiera con un anuncio propio. Este anuncio ayudó a propulsar a Bush a la delantera y, días más tarde, a la victoria.
Poco después de que se dieran a conocer los resultados de las primarias de New Hampshire, el reportero de la NBC Tom Brokaw entrevistó a Bush y le preguntó si tenía algún mensaje para su rival. “Náá”, contestó Bush con una sonrisa, “sólo desearle que le vaya bien”. Brokaw le hizo luego la misma pregunta a Doyle. “Séé”, respondió Dole con el ceño fruncido. “Que deje de mentir sobre mi historial.”
En los días siguientes, la respuesta de Dole se transmitió una y otra vez en la televisión y se comentó en los periódicos. Lo hacía parecer un perdedor resentido. La prensa comenzó a insistir en el asunto, y Dole fue descortés; parecía quejumbroso. Semanas más tarde, sufrió una aplastante derrota en Carolina del Sur, y poco después una aún peor cadena de descalabros en las primarias del Super Martes en el sur. En algún punto de la línea, la campaña de Dole había chocado y ardido. Él apenas si podía sospechar que todo había empezado en Iowa.
Glaciación [...] es el nombre de una serie de gambitos destinados a inducir un incómodo silencio, o en cualquier caso una renuencia a hablar, de parte de posibles adversarios.
Los efectos de “congelamiento” de estos gambitos son a veces de inmenso poder. [...] Si alguien cuenta una historia divertida, no respondas, pase lo que pase, con otra, sino escucha con atención y abstente no sólo de reír o sonreír, sino de toda reacción, cambio de expresión y movimiento. El narrador de una historia divertida, cualquiera que sea la naturaleza de su chiste, sentirá de pronto que lo que ha dicho es de mal gusto. Saca provecho de tu ventaja. Si es un desconocido, y ha contado una historia sobre un cojo, no está mal que finjas que una de tus piernas es falsa, o en todo caso que padeces una cojera extrema. Esto silenciará sin duda al adversario el resto de la velada. [...]
Si, por ejemplo, alguien está siendo realmente divertido o ingenioso y hay una atmósfera verdaderamente agradable de risa sincera y explosiva, entonces: a) súmate primero a la risa. Después, b) calla gradualmente. Por último, c) en una pausa en la conversación, haz que se te oiga murmurar: “¡Qué buena charla, caray!”.
THE COMPLETE UPMANSHIP, STEPHEN POTTER, 1950.
Interpretación
Lee Atwater creía que los adultos podían dividirse en dos grupos: los demasiado maduros y los infantiles. Los demasiado maduros son inflexibles y excesivamente serios, lo que los vuelve muy vulnerables en política, en particular en la era de la televisión. Dole era notoriamente del tipo maduro; Atwaer, del infantil.
Atwater no tuvo que investigar mucho para saber que Doyle era hipersensible a los ataques contra su esposa. Repitiendo antiguas acusaciones contra ella en Iowa, fue capaz de exasperar al senador. Mantuvo hirviendo la sangre de Dole con la carta en que lo acusó de haber empezado la campaña sucia, e intensificó la presión con el muy oportuno anuncio que se burlaba del historial de Dole frente a los votantes de New Hampshire. Aunque era Atwater quien apretaba los botones, el estallido de Dole ante Brokaw centró toda la atención en él y en su conducta antideportiva. Atwater, genio de la ventaja, dio marcha atrás entonces. Dole sólo podía responder con más rencor, complicando el problema y encaminándose al suicidio electoral.
Los sujetos más fáciles de aventajar son los rígidos. Ser rígido no necesariamente significa no tener sentido del humor o simpatía, pero sí ser intolerante a todo lo que rompa el código de conducta aceptable. Ser blanco de una bufonada anárquica o no convencional detonará en esos sujetos una reacción desmedida que los hará parecer resentidos, vengativos, poco líderes. La serena apariencia del adulto maduro se esfuma momentáneamente, revelando algo más bien obstinado y pueril.
No impidas a esos blancos tomarse personalmente las cosas: cuanto más amargamente protesten y te critiquen, peor se verán. Olvidan que el verdadero asunto es cómo los percibe la gente que los rodea o, en una contienda política, el electorado. Inflexibles hasta la médula, se les puede inducir a cometer error tras error con el más leve empujón.
5. En 1939, Joan Crawford (1904-1977) obtuvo un papel relativamente menor en la película The Women (Mujeres): la vendedora de perfumes de clase baja que le roba el esposo a una elegante mujer, interpretada por Norma Shearer. Crawford y Shearer también eran acérrimas rivales en la vida real. Shearer era esposa del productor cinematográfico Irving Thalberg, quien siempre le conseguía los mejores papeles. Crawford la detestaba por eso, y por su petulancia. Thalberg había muerto en 1936, pero, para fastidio de Crawford, el estudio seguía consintiendo a Shearer. Todos en Hollywood sabían de su mutuo desagrado y esperaban el ajuste de cuentas. Pero Crawford era una consumada profesional en el foro y mantuvo las cosas en un plano civilizado.
Los personajes de Crawford y Shearer en The Women sólo compartían una escena: el clímax de la película, cuando Shearer confronta finalmente a Crawford sobre el affair con su esposo. El ensayo marchó bien, lo mismo que la toma maestra en la que aparecían las dos intérpretes actuando juntas. Pero luego llegó el momento de los closeups. Por supuesto que a Norma Shearer le tocó primero. Crawford se sentó en una silla fuera de cámara, para recitar sus parlamentos frente a Shearer. (Muchos actores tenían un asistente o el director decía los parlamentos mientras los demás se retiraban a los camerinos, pero Crawford siempre insistió en leerlos ella misma.)
Crawford tejía en ese entonces una colcha, y mientras decía sus parlamentos tejía furiosamente, para detenerse cuando era el momento de que Shearer respondiera. Nunca miró a Shearer a los ojos. Las agujas hacían un ruidoso chasquido, que empezó a enloquecer a Shearer. Haciendo un esfuerzo por ser cortés, Shearer le dijo: “Joan, querida, me distrae tu tejido”. Fingiendo no haber oído, Crawford siguió tejiendo. Por fin, Shearer, famosa por su elegancia, perdió el control: le gritó a Crawford, ordenándole que saliera del foro y se fuera a su camerino. Mientras Crawford se retiraba, todavía sin mirar a Shearer, el director de la película, George Cukor, corrió a su lado, pero Shearer le ordenó que regresara. Su voz tenía un tono de rencor que nadie le había oído antes y que pocos olvidarían, así de ajeno a ella era. ¿O no lo era?
En 1962, Crawford y Bette Davis, veteranas estrellas que nunca habían actuado juntas, fueron finalmente coestrellas en la cinta What Ever Happened to Baby Jane? (¿Qué pasó con Baby Jane?), de Robert Aldrich. Jamás se había creído que Crawford y Davis simpatizaran mucho, pero Crawford había alentado la asociación; causaría un revuelo que contribuiría a prolongar la carrera de cada cual. También entre ellas, la conducta fue civilizada en el foro, pero después del estreno del filme fue Davis, no Crawford, quien obtuvo una nominación al Oscar a la Mejor Actriz. Peor todavía, Davis empezó a jactarse de ello de inmediato, anunciando con orgullo que sería la primera actriz en ganar tres Oscares. Crawford sólo tenía uno.
Davis fue el centro de la atención en los Oscares. En los camerinos, antes del evento, fue inusualmente amable con Crawford; después de todo, podía permitírselo: era su noche. (Sólo estaban nominadas otras tres actrices, y todos esperaban que Davis ganara.) Crawford fue igualmente cortés. Durante la ceremonia, sin embargo, mientras Davis permanecía tras bastidores, aguardando, anhelaba ella, la recepción del premio, sufrió una sacudida: había perdido. Ganó Anne Bancroft por su actuación en The Miracle Worker (Ana de los milagros). Pero eso no fue todo: mientras Davis trataba de asimilarlo, sintió una mano en el brazo. “Con permiso”, le dijo Crawford, quien pasó a zancadas junto a una pasmada Davis para recibir el premio a nombre de Bancroft (la ganadora del Oscar no pudo estar presente esa noche). En la que se suponía que sería la noche de gloria de Davis, Crawford se robó los reflectores, una afrenta insoportable.
Inevitablemente, un paciente que inicia el análisis empieza a usar tretas que le han dado la ventaja en relaciones previas (esto se llama “patrón neurótico”). El analista aprende a devastar esas maniobras del paciente. Una forma simple, por ejemplo, es responder de manera inapropiada lo que el paciente dice. Esto lo hace dudar de todo lo que ha aprendido en sus relaciones con otras personas. El paciente podría decir: “Todos deberían decir la verdad”, esperando que el analista esté de acuerdo con él y por lo tanto siga esa pauta. Quien sigue otra pauta está en desventaja. El analista podría responder con un silencio, treta algo débil en esta circunstancia, o podría decir: “¿Oh?”. Este “Oh” se emite justo con la inflexión adecuada, que insinúa: “¿Cómo diablos pudo concebir usted tal idea?”. Esto hace dudar al paciente no sólo de su afirmación, sino también de lo que el analista quiso decir con el “Oh”.
La duda es, por supuesto, el primer paso a la desventaja. Cuando duda, el paciente tiende a apoyarse en el analista para resolver su duda, y nos apoyamos en quienes son superiores a nosotros. Maniobras analíticas destinadas a provocar dudas en el paciente se instituyen pronto en el análisis. Por ejemplo, el analista puede decir: “Me pregunto si eso es realmente lo que usted siente”. El uso de “realmente” es común en la práctica analítica. Implica que el paciente tiene motivaciones de las que no está consciente. Cualquiera se siente sacudido, y por lo tanto en desventaja, cuando esta sospecha es colocada en su mente.
STRATEGIES OF PSYCHOTHERAPY, JAY HALEY, 1963.
Interpretación
Una actriz de Hollywood debe ser dura, y Joan Crawford era la quintaesencia de la actriz de Hollywood: tenía una enorme capacidad para absorber y manejar insultos y faltas de respeto. Cada vez que podía, sin embargo, tramaba para ser la última en reír contra varias de sus némesis, dejándolas humilladas. Sabía que la gente pensaba que era una perra, una mujer recia, e incluso desagradable. Ella sentía que eso era injusto —había sido buena con muchos—, pero podía vivir con ello. Lo que le molestaba era que Shearer se saliera con la suya jugando a la dama elegante cuando en realidad, creía Crawford, era un espécimen detestable bajo su aspecto encantador. Así que maniobró para lograr que Shearer expusiera un lado de ella misma que pocos habían visto. Ese solo destello fue memorable para la comunidad de Hollywood, y humillante para Shearer.
Con Davis todo estuvo en la elección del momento: Crawford arruinó su noche de gloria (que ella había saboreado durante meses) sin decir una sola palabra descortés. Crawford sabía que Bancroft no podría asistir a la ceremonia y se enteró por medios confidenciales que ella sería la ganadora, así que se ofreció gustosamente a recibir el premio en su nombre.
Con frecuencia te descubrirás abrigando el deseo de vengarte de quienes te han tratado mal. La tentación es ser direct@, decir algo honesto y ofensivo, hacerle saber a la gente cómo te sientes; pero las palabras son ineficaces en este caso. Un altercado verbal te rebajará al nivel de la otra persona y te dejará a menudo con un sentimiento negativo. La venganza más dulce es una acción que te permita reír al último, dejando a tus víctimas con una sensación de vaga pero corrosiva inferioridad. Provócalas a exponer un lado oculto y desagradable de su carácter, róbales su momento de gloria, pero cerciórate de que ésta sea la última maniobra de la batalla. Esto te dará el doble deleite de mostrar que no deben meterse contigo y de infligir una herida que cale hondo. Como suele decirse, la venganza es un platillo que se sirve frío.
Imagen: La máscara. Cada actor en
el repleto escenario lleva puesta
una máscara: un
ros- tro agra- dable
y atractivo que
muestra al público. Si un golpe apa-
rentemente inocente de otro actor hace
caer una máscara, se revelará
un as- pecto
menos grato,
que po- cos ol-
vidarán aun después de
que la máscara haya sido
recuperada.
Autoridad: Es común que demos
a nuestros rivales los medios
de nuestra propia destrucción.
—Esopo (siglo VI a.C.).
A veces es mejor la guerra de frente, cuando, por ejemplo, puedes aplastar a tus enemigos cercándolos. En las relaciones permanentes de la vida diaria, sin embargo, aventajar a los demás suele ser la estrategia más sabia. A veces puede parecer terapéutico vencer directamente a tus rivales; a veces puede resultar atractivo enviar un mensaje abiertamente intimidatorio. Pero los momentáneos beneficios que puedes obtener con un método directo serán opacados por las sospechas que despertarás en tus colegas, a quienes les preocupará que un día también arremetas contra ellos. A largo plazo, es más importante asegurar los buenos sentimientos y guardar las apariencias. Los cortesanos prudentes siempre parecen dechados de conducta civilizada, envolviendo su puño de hierro en un guante de terciopelo.