Segunda parte

I

Los chillidos de las plañideras herían sus oídos. Moctezuma no tenía más remedio que mirarlas. Los movimientos de las viejas chimuelas revelaban el dolor perfecto, la pena que se abre paso entre la penumbra y los cuerpos retorcidos. Las manos que jalaban los cabellos, las uñas que rasgaban el rostro, las bocas que aullaban y los ojos que escurrían lágrimas a cambio de unos cuantos granos de cacao podían convencer a cualquiera que no supiera la verdad. Sin embargo, a ninguno le importaba que esos aullidos fueran falsos, alguien tenía que sufrir y ellas lo fingían de buena gana mientras pensaban que su llanto aniquilaría las ratas del hambre. Cada quejido era una tortilla, cada tirón de greñas se transmutaba en un tamal y cada lágrima se convertía en un puñado de amaranto y chía.

A pesar de su falsedad, los lamentos de las ancianas mostraban lo que unos cuantos sentían y jamás podrían revelar. Mientras todos observaban el cadáver de Axayácatl y se alimentaba la pira que lo devoraría, era claro que el dolor y la tristeza eran peligrosos. Un movimiento equivocado bastaría para que la desgracia sitiara a sus protagonistas. Los ríos de lumbre corrían bajo las buenas maneras y el duelo.

Los grandes señores, los sacerdotes de los templos más importantes y los guerreros que comandaban a las tropas tenían que tragarse sus flaquezas aunque les envenenaran el cuerpo. La oscuridad era su única protección en contra de las traiciones y las emboscadas. Apenas así podían moverse con el sigilo de los pumas que sólo se descubren cuando se lanzan sobre su presa para darle la tarascada que le arrebatará la vida.

Axayácatl estaba muerto y ellos debían seguir adelante. La gente de los palacios tenía viva la envidia, y las ansias de riqueza y poder les carcomían las almas. Los días del soberano habían terminado y sólo uno podría ocupar su lugar. La lucha por el trono de Tenochtitlan había comenzado.

 * 

El cadáver del Tlatoani apenas estaba a unos cuantos pasos de Moctezuma, pero entre ellos existía una distancia infinita. Aunque lo deseara, el joven nunca podría acercarse para descubrir el rostro de Axayácatl entre las máscaras y las mantas. Su padre sólo era un bulto. La posibilidad de que su mirada se encontrara con sus ojos secos estaba cancelada. Sus pies debían permanecer clavados y su cuerpo tieso hasta que todo terminara. Los años que había pasado en el calmecac aún no servían para nada. Él no tenía la importancia que se necesitaba para ocupar un lugar en las primeras filas. Esos sitios eran para los grandes señores, para los aliados y los soberanos que pronto se rebelarían con tal de intentar lo imposible: romper con el yugo que los unía a los mexicas. Ahí no estaban los hijos innumerables, ése era el lugar de los sacerdotes y los guerreros que capturaron a los enemigos para alimentar a los dioses y ensanchar las fronteras del imperio.

Moctezuma era nada, apenas podía mostrarse como uno más de los muchos vástagos que el Tlatoani engendró para apuntalar su reinado. A pesar de su intensidad, los deseos de Xochicuéyetl no se cumplirían: su hijo no podía aspirar al trono y ella sufriría el desprecio de las mujeres que llegarían al palacio con el nuevo monarca. Su sexo húmedo ya nada valía. Al cabo de unos cuantos días, su padre entregaría a otra de sus hijas al Señor de Tenochtitlan con tal de mantener la alianza. Un himen inmaculado garantizaría el acuerdo. Su futuro no tenía secretos, Xochicuéyetl se inclinaría ante las jóvenes y su existencia pendería del hilo de la araña que asciende desde el lugar de los muertos. En el palacio, todos sabían que las viudas y los hijos de un cadáver tienen un destino oscuro. Nadie se atrevería a protegerlos y la huesuda los sorprendería en sus lechos. Los cuellos abiertos, los mecates que cortaban la respiración y los venenos se revelarían ante los cortesanos que todo lo permitirían. Los descendientes del Tlatoani sólo eran un estorbo y podían convertirse en traidores.

La nobleza de la sangre de Moctezuma tampoco tenía valor, su nombre no pesaba y sus aliados aún no existían. Estaba solo, abandonado a su suerte. Ninguno de sus compañeros del calmecac podía influir en la designación del nuevo Tlatoani. Los jóvenes que apenas tenían unos cuantos pelos en la cara podían ser ignorados sin riesgos, la gloria de la batalla aún no los marcaba y los guerreros que dirigían las tropas tenían los ojos puestos en otras personas. En esos momentos había otros más importantes: los hermanos de Axayácatl que ansiaban sentarse en el trono vacío y los hombres que a fuerza de alianzas y traiciones buscaban torcer el rumbo marcado por los dioses.

Aunque ninguno de los poderosos podía delatar sus intenciones, todos conocían los nombres de los posibles sucesores y murmuraban acuerdos para apoyarlos o atacarlos. Tízoc y Ahuízotl se imponían a sus rivales mientras el cadáver del Tlatoani aún no apestaba lo suficiente para anunciar que sus almas lo habían abandonado. La difamación ennegrecía la lengua de los grandes y las palabras envenenaban los susurros de los cortesanos. Lo que dijeran los dioses era importante, lo que revelaran los viejos libros también podría ser conveniente antes de que se tomara la decisión final, pero lo que acordaran los poderosos sería definitivo. Los cuatro días que el cuerpo de Axayácatl permaneció sin ser acariciado por las llamas transcurrieron entre encuentros furtivos y palabras que apenas podían escucharse. Una mirada precisa y una mano en el brazo valían más que los augurios.

Cuando comenzó el largo funeral, nada de esto importaba a Moctezuma. La distancia que lo separaba del cuerpo de su padre era buena, casi podía pasar desapercibido y nadie descubriría que la tristeza no estaba en sus almas. A él le dolía que no le doliera. Su aflicción era idéntica a la pena seca que nace de la falta de lágrimas, al ardor que provoca un cadáver que no se ensaña.

 * 

A pesar de su victoria sobre los tlatelolcas y la inauguración del gran templo que durante muchos días se tiñó de rojo, Moctezuma estaba seguro de que la muerte rondaba a su padre. Aquellas glorias no fueron suficientes para sanar sus almas. Y si acaso lo hicieron, no tardaron mucho en quedarse tan flacas como un esqueleto que amenazaba con desmadejarse. La luz de Axayácatl duró muy poco, los que tenían memoria no podían olvidar la deshonra que estaba más allá de los asesinatos y las apuestas que perdió en el juego de pelota. Tras la derrota de los tlatelolcas, Axayácatl se embarcó en las guerras que engrandecerían su imperio. Sin la amenaza a sus espaldas, los mexicas podían ser los amos del mundo. Al principio, los dioses les sonrieron y los pueblos y las ciudades se rindieron después de enfrentar las batallas perdidas de antemano. Los amos del universo se alimentaron con corazones y los almacenes de Tenochtitlan se llenaron con los tributos; sin embargo, el día en que sus soldados fueron derrotados en Tlaximaloyan, la luz se apagó en su mirada.

Axayácatl había llegado demasiado lejos y la soberbia le había impedido medir la fiereza de sus rivales. De muy poco sirvió que la catástrofe se ocultara y las piedras se labraran para contar mentiras; tampoco tuvo importancia que los libros pintados narraran lo que nunca ocurrió. La derrota no podía esconderse y seguía viva en el corazón de unos pocos: el Tlatoani se retiró con la cola entre las patas. Los miles de guerreros que se quedaron tirados con la muerte a medias lo perseguirían todas las noches para restregarle su fracaso, esos espectros eran peores que las pesadillas que le provocaba el recuerdo de Viento de la Noche.

De nada servía buscar consuelo con sus mujeres, los movimientos rápidos y convulsos no podían imponerse a la desgracia. Las palabras de los sacerdotes y los cortesanos comenzaron a sonarle huecas. Axayácatl ya no era el grande ni el invencible, tampoco el Señor de Señores, y la lengua comenzó a engarrotársele. La tragedia era su dueña. Incluso, la escultura que lo mostraba junto al primer Moctezuma y que se labró bajo la supervisión del viejo Tlacaélel era incapaz de mitigar su pesadumbre, y exactamente lo mismo ocurrió con las victorias sobre los mazahuas, los matlatzincas y los hñähñu. Los caseríos quemados, las ciudades que cayeron en sus manos, las pieles de venado que llegaron como tributo y los cadáveres tatuados que se quedaron tirados en los campos no lograron que sus almas sobrevivieran. Tlaximaloyan lo mataba lentamente y nadie podía evitar el desastre.

 * 

Las almas de Axayácatl agonizaban. Moctezuma descubrió sus estertores durante una de las fiestas que intentaban ocultar la derrota. A pesar del sonido de los tambores y el olor de la sangre en los altares, los ojos de su padre estaban apagados, hundidos, casi viscosos. El Tlatoani se había avejentado como el maíz en las secas y su cuerpo se había contraído como las calabazas que habían dejado atrás sus mejores días. Nunca preguntó nada y Axayácatl tampoco dijo una sola palabra. Apenas hablaban y sus voces siempre eran las que debían pronunciarse.

Durante algunos años, Moctezuma se esforzó por convencerse de que su padre estaba orgulloso, de que sus ojos se detenían en su cuerpo y que interrogaba a sus consejeros sobre sus hechos. Necesitaba notarse, ser alguien, saber que algo sentía por él; pero Axayácatl jamás mencionó su nombre delante de los poderosos.

El Tlatoani tal vez hizo lo correcto y quizás algo sentía por el hijo de Xochicuéyetl, pero un gesto o una palabra habrían bastado para que el joven quedara maldito y su vida fuera más frágil que los huesos de un anciano. Los enemigos y los que ya pensaban en el sucesor serían capaces de todo con tal de asesinar o hechizar al preferido del soberano. Si los brujos lo maldecían, Moctezuma se convertiría en alguien atrapado por los conjuros y perdería el seso para siempre. Los alacranes se cebarían con sus entrañas y las arañas depositarían sus huevecillos en su vientre sin que nadie pudiera evitarlo. La hierba de las nubes no lo aliviaría de sus pesares y los sacerdotes lo abandonarían hasta que el cuerpo reventara para parir los insectos que lo devoraban. Valía más que así fuera, lo mejor era que Axayácatl nunca lo mirara.

 * 

Estaba lejos, expectante, deseoso de que el dolor llegara a sus almas para que pudiera abandonarse a la pena que no sentía. Las palabras de la mujer que lo concibió mientras sus ojos se mantenían fijos en la pared, comenzaron a retumbar como los tambores que anunciaban las batallas: Tú tienes que ser grande, tú tienes que sentarte al trono, tú tienes que matar para cumplir tu destino, tú tienes que vengarme de todas las ofensas.

Ella, la que nunca fue la primera y siempre tuvo la saliva envenenada, tenía que desquitarse de las otras mujeres. Eso era lo único que le importaba. El ahorcamiento de Viento de la Noche no había bastado para aplacarla. Su hijo tenía que aniquilar a cuatrocientos para sentarse en el lugar preciso, para que la gente bajara la mirada ante su presencia y los poderosos sintieran en sus labios el amargo sabor de la tierra. Por esa razón, los oídos y los ojos de Moctezuma se fueron para otro lado: comenzaron a observar a sus tíos para tratar de descifrar los murmullos y los movimientos que apenas se notaban.

Tuvo suerte, la verdad llegó a sus ojos: los envidiosos y los que buscaban beneficios miraban a uno de sus tíos. Tízoc fingía y apenas reparaba en ellos. El signo de la pierna herida que contenía su nombre era suficiente para que muchos anhelaran su ascenso. El cobarde era la opción definitiva. Tízoc sería el nuevo Tlatoani y los poderosos lo controlarían sin que pudiera resistirse, las artes oscuras y las armas jamás habían tocado sus manos. Ahuízotl había sido derrotado sin dar batalla.

 * 

Moctezuma se transformó en una sombra, tenía que fundirse con las paredes del calmecac para que ninguno de los grandes reparara en su existencia. Una habladuría sería suficiente para que sus días terminaran después de que fuera llamado por Tízoc para conversar sobre asuntos sin importancia. O, tal vez, ni siquiera eso sería necesario, los hechiceros podían convocar las fuerzas de la noche y los nahuales llegarían a su lecho para desgarrarle la garganta. Moctezuma debía esperar y mirar el piso mientras los grandes pasaban a su lado.

Sólo dos personas permanecieron a su lado. Yólotl lo miraba con la tristeza clavada en los ojos. El hombre con el cuerpo marcado por las batallas jamás dijo nada, pero Moctezuma sabía que el tiempo de las palabras terminaría por llegar. Algo había en él que anunciaba su protección y su alianza. En cambio, Mazacóatl, el viejo sacerdote que le mostraba las revelaciones de los dioses y la historia de sus ancestros, puso la mano en su brazo para mostrarle su compasión. Esos dedos fueron los únicos que lo consolaron. En aquellos momentos, Moctezuma no podía acercarse a Xochicuéyetl, un encuentro habría bastado para que las acusaciones de traición cayeran sobre ellos.

—Estoy contigo, tú serás uno de los grandes —murmuró Mazacóatl sin darle mayores explicaciones.

Moctezuma lo miró sin contestar, el silencio era la única respuesta que podía ofrecerle mientras Tízoc se sentaba en el trono de su padre.

 * 

Tízoc era una vergüenza. Por primera vez en la historia, el Tlatoani se había convertido en un títere que estaba en las manos de los hombres que se adueñaron de sus almas. El trono de los jaguares ya no tenía la fuerza que obligaba a bajar la mirada. El gran Señor de Tenochtitlan era un pelele, un cobarde acorralado por los que decidieron su ascenso al trono. Las causas de su elección no tardaron en mostrarse: cada uno de los que se sumó en contra de Ahuízotl le cobró su apoyo hasta que los murmullos llegaron a los barrios, sus tierras se volvieron más grandes, el lujo de su ropa ofendía la mirada y los regalos de plumas y oro colmaban sus casas. Los miserables que llegaban a Tenochtitlan para pagar el tributo con su trabajo ya no construían templos ni levantaban acueductos, ellos pasaban sus días en los sembradíos de los comerciantes y embellecían los palacios de los que mandaban al Tlatoani. Tízoc estaba podrido, sólo obedecía las órdenes de sus poderosos.

Moctezuma lo sabía todo, pero frente a él se abría un camino que debía recorrer hasta las últimas consecuencias. Aunque el orgullo lo hiriera cada vez que se inclinaba ante los traidores, no podía dejarse matar. El poder es un don de los sobrevivientes. Sin embargo, en esos momentos existía un remedio que ninguno de los guerreros se atrevía a dar: Ahuízotl debía ocupar el trono.

Aunque la deshonra lo carcomiera y el odio tensara sus músculos, Moctezuma no tenía más opción que esperar a que sus armas probaran la sangre y sus manos se transformaran en las garras que conducirían a los derrotados hasta la cúspide de los templos para alimentar a los dioses. Cada vez que el cuchillo se adentrara en un pecho, su nombre se escucharía en el último latido del sacrificado. En ese instante florecerían los dolores del entrenamiento y las manos llagadas en los combates se convertirían en la crónica que se escribiría con la más roja de las tintas, sus hechos no tendrían que borrarse de los libros pintados y sus hazañas jamás necesitarían esculturas como la que labraron para contar las supuestas conquistas de Tízoc. Pero eso no era suficiente, Moctezuma también tenía que aprender los secretos del poder, gracias a ellos podría convertirse en el nahual que se mueve en la oscuridad, en la palabra que oculta los pensamientos, en el movimiento certero que asesina sin quedar manchado.

Moctezuma debía esperar. Tenía que amarrarse la lengua hasta que sus hechos obligaran a los otros a contar su historia. Frente al sacerdote apenas podía darse el lujo del parpadeo, sus pupilas tenían que estar fijas en las imágenes y sus oídos debían llenarse con las palabras sagradas. La batalla y la muerte eran indispensables, y él ya lo sabía todo: los dioses sin sacrificios eran menos que nada, los hombres sin augurios se quedaban ciegos y las lanzas que ignoraban la historia carecían de sentido. La guerra incesante era la única clave del poder.

II

El verde se había largado del valle y el viento cortaba como navaja. El sol hambriento no podía imponerse a las nubes y la grisura era la dueña del espacio. Ni siquiera el color de los magueyes tenía la fuerza para notarse. Las espinas no podían rasgar los cúmulos. Las plumas de los yelmos ondeaban y la piel de los guerreros se endurecía al sentir el siniestro ulular que se robaba el calor de sus cuerpos. En sus manos, el sudor se helaba sin que pudieran evitarlo. El silencio era frágil, una voz podría romperlo y provocar una desgracia de la que todos se arrepentirían. La violencia tiene un compás que debe ser respetado.

Moctezuma miraba al hombre que estaba a su lado, la cabeza casi rapada contaba su historia y las negras líneas que recorrían su piel eran el augurio de la guerra que jamás se detendría. En los brazos de Yólotl, los músculos estaban surcados por las venas, y en su mano derecha el arma esperaba el momento del combate, los filos de obsidiana reclamaban el sabor de la sangre. El tiempo del entrenamiento en el calmecac había terminado, ahora sólo quedaba la posibilidad de la batalla.

Tras los guerreros estaban los macehuales que habían enviado los barrios y los pueblos para cumplir con su cuota mortal. El tiempo de la cosecha había terminado, el momento de la guerra comenzaba. Ninguno de los miserables tenía un yelmo con la imagen de los dioses, sus cuerpos estaban apenas cubiertos y sus cabellos se contenían con un trozo de mecate. Muchos estaban descalzos, apenas unos cuantos tenían huaraches. Las corazas de algodón fuertemente ceñido tampoco eran para ellos, los jaguares y las águilas eran los únicos que podían usarlas.

Los macehuales tenían miedo. Sólo algunos, los que estaban dispuestos a todo, apretaban sus armas para sentir la posibilidad de la gloria. Las hondas que soportaban el peso de las pequeñas piedras, los garrotes apenas fuertes y las lanzas con la punta endurecida por el fuego eran los únicos asideros para sus quebradizos anhelos: si capturaban a los enemigos sus días podrían ser distintos, el hambre dejaría de torturarlos y sus hijos no tendrían que trabajar.

Frente a ellos estaban los rivales. Sus lanzas los mostraban como un animal erizado, como una serpiente gorda que se enroscaba para atacar. A pesar de los deseos de los mexicas, los soldados de Huejotzingo no pudieron ser sorprendidos; los años de guerra les habían curtido el cuerpo y sus armas estaban dispuestas a todo. Ellos los esperaban para cumplir el ritual inexorable que alimentaría a los amos del universo. Las guerras floridas tenían su momento, su calendario era el de los dioses y las tierras estaban lo suficientemente secas para que la sangre las fertilizara.

 * 

Poco a poco, sin que nadie lo ordenara, los arcos comenzaron a tensarse y las hondas empezaron a zumbar, el chiflido sólo se detendría cuando la voz de Yólotl retumbara. Mientras tanto había que aguantar y desear que los otros huyeran. Pero ninguno dio paso atrás. Los huejotzincas no tenían miedo y mostraron sus escudos al tiempo que empuñaron las lanzas.

El grito de guerra desgarró el silencio. El cielo se llenó de lanzas, flechas y piedras. El opaco ruido de su choque contra los cuerpos y los escudos se escuchó como lluvia seca. La descarnada estaba suelta y su lengua de pedernal se enterraba en los guerreros y miserables. Los gritos de los heridos no frenaron el ataque, los cuerpos que cayeron sin vida tampoco penetraron la mirada de sus compañeros, los silbidos de las armas continuaron sin piedad hasta que Yólotl ordenó el avance.

Se lanzaron contra sus rivales. Los ojos buscaban al hombre que los cubriría de gloria. Los macehuales conocerían la muerte en el campo de batalla, los grandes guerreros la encontrarían en el altar donde el cuchillo les abriría el pecho para arrancarles el corazón. Los gritos de furia helaban las almas. Moctezuma corría y trataba de no perder el paso. No podía quedarse atrás del hombre que estaba a su lado, Yólotl tenía que atestiguar su bravura. Las voces huyeron de su cabeza, el mundo era tan colorado como la sangre que debía derramar. Su cuerpo ya no era el de un hombre, estaba poseído por la furia, por las ansias de arrebatar la vida, por el deseo del poder que se adueña de todo. El nahual era el amo de sus almas y marcaba sus pasos.

Los ejércitos chocaron y el estrépito se escuchó en la morada de los dioses. El fragor fue más grande que los truenos y los huracanes, que los rugidos y los montes que se desgajan con los terremotos. Los filos se estrellaron contra los escudos y desgarraron a los rivales. A cada golpe, los ríos púrpuras los salpicaban y su sabor se adentraba en su boca para que los guerreros comulgaran con lo absoluto.

Moctezuma siguió avanzando. A cada paso, los tajos de su arma abrían la carne de los miserables y quebraban los escudos más débiles. No podía detenerse. Ninguno valía la pena. Tenía que encontrar al enemigo preciso, al hombre que se transformaría en el cadáver que marcaría el inicio de su historia. Entonces lo vio. El huejotzinca con yelmo de jaguar estaba rodeado por los cuerpos de los hombres que habían caído ante la furia de su maza. Se detuvo y lo miró hasta que obligó a sus pupilas a chocar con las suyas. Los ojos se enfrentaron, ambos sabían que ninguno daría un paso atrás, los dos tenían la certeza de que la muerte sería la única victoriosa.

Lentamente, Moctezuma avanzó hacia su enemigo sin que nadie se atravesara. La ira era una coraza que nadie se atrevía a desafiar. El huejotzinca levantó su maza enrojecida. Los coágulos la alimentaban y exigían otra víctima. El olor de los muertos se metió en sus narices y las venas se revelaron en sus ojos. Ahí estaban, uno frente otro, listos para iniciar la danza macabra que marcaría el fin del combate. El joven lanzó el primer tajo y los filos de obsidiana estallaron contra el escudo de su rival. Las maderas entretejidas y los cueros curtidos aguantaron el golpe. El huejotzinca sonrió. Su rostro se transformó en la máscara del inframundo, en la mueca que anhelaba la vida del joven.

Moctezuma no podía darle respiro. Un instante de flaqueza sería suficiente para que lo destrozara. El miedo se acercaba, los golpes volvían inútil su arma. No podía girarla para usar las otras navajas. Tenía que resistir, esperar el instante en que podría matarlo. Lo golpeó con su escudo y el cuerpo del huejotzinca quedó expuesto: el tajo fue implacable y su arma sólo se detuvo cuando chocó con los huesos del cuello. El chorro encendido trazó una curva y Moctezuma lo sintió en el rostro. Estaba espeso, caliente. El guerrero cayó de rodillas y le dio un nuevo golpe. El casco se partió y el enemigo murió frente a sus ojos.

 * 

Moctezuma levantó la vista, la batalla casi había terminado. Los dioses estaban del lado de los mexicas. Los enemigos se retiraban a golpes y filos de obsidiana. Instintivamente tomó la maza de su enemigo y se preparó para correr tras los huejotzincas. La furia aún no lo abandonaba, la sed de sangre y vidas lo obligaba a seguir adelante. Los cuerpos retorcidos no saciaban el hambre del nahual. Él necesitaba capturar a uno de los grandes para que su nombre sonara en los cielos.

Una mano lo detuvo.

—No vayas, no tiene caso —dijo Yólotl.

Moctezuma no pudo seguir avanzando.

Debía obedecerlo aunque sus almas le exigieran la captura que lo llevaría a la gloria.

Poco a poco, los fuelles de su pecho recuperaron el ritmo. El olor del lodazal enrojecido y los gritos de los heridos comenzaron a imponer su presencia. Los ojos de Yólotl se detuvieron en el caído. Poco a poco se hincó a su lado y le dio la vuelta. El rostro era irreconocible. El golpe de las navajas había transformado su piel en jirones y uno de sus ojos se había convertido en una mancha oscura.

Con calma, sus manos tocaron las heridas hasta que quedaron tintas.

—Ven, acércate —ordenó al joven.

Moctezuma cerró los párpados para sentir los dedos que trazaban en su rostro los signos de la victoria.

Cuando el movimiento terminó, los abrió con orgullo, pero el rostro adusto del guerrero estaba a punto de revelar su desaprobación.

—No estuvo mal, casi lo lograste —dijo Yólotl.

Moctezuma quiso responder, pero sus palabras se ahogaron.

—Los macehuales deben morir en el campo, los grandes en el altar —murmuró Yólotl sin que la victoria asomara en su voz.

Su triunfo no era suficiente. La furia lo había obligado a ignorar las palabras que Yólotl le había dicho en el calmecac: él debía capturar al guerrero para entregarlo a los dioses. Esta batalla no era para castigar ni para conquistar, su fin era sagrado y no pudo cumplirlo.

Sin decir una palabra y con la mirada baja siguió los pasos de Yólotl. El suelo estaba húmedo y la oscuridad enrojecida apocaba el ocre de la tierra.

 * 

Poco a poco sus ojos comenzaron a recorrer el campo de batalla, los cuerpos sin espíritus eran arrastrados por sus compañeros. Ninguno sería llevado a Tenochtitlan, todos arderían en una pira que mantendría las llamas durante muchas horas. Tuvieron suerte. Su muerte había sido buena, la de los miserables también era la correcta; sus casas, vacías de hombres, quedarían a cargo de sus barrios; sus mujeres y sus hijos jamás padecerían hambre, nunca faltaría alguien que les acercara algo para llevarse a la boca. La fortuna de los heridos era distinta: los que tenían las entrañas de fuera y los que sentían cómo los huesos quebrados se adentraban en sus músculos no tenían más remedio que anhelar el fin de sus días. Nada, o casi nada podría hacerse por ellos.

Moctezuma siguió avanzando entre los cadáveres, sólo se detuvo al ver a uno de sus compañeros en el suelo.

Se arrodilló, y en ese momento una voz lo obligó a levantarse.

—Déjalo, la gloria tiene que alcanzarlo —ordenó Yólotl.

Moctezuma le abrió los párpados y se levantó. Había que seguir adelante mientras el caído observaba la llegada del dios Descarnado.

Entonces empezó a buscar el yelmo. La imagen del colibrí de Huitzilopochtli era una ausencia, una ofensa que no podía ser lavada. Tízoc no había estado en la batalla, se había quedado lejos, el miedo le había impedido tomar las armas. El Tlatoani era un cobarde y Moctezuma se preparaba para ser un cuachic, un cabeza rapada que llevaría a sus cautivos hasta el altar donde los dioses y las armas se quedarían marcados en su cuerpo.

—No pienses en él… algunos llegan al trono sin merecerlo —dijo Yólotl, la vena que surcaba la frente de su discípulo había delatado sus pensamientos.

Moctezuma asintió.

—No importa que nunca te lo haya dicho, tú lo sabes… eres como mi hijo y tu futuro no está marcado por la cobardía.

 * 

Por primera vez en su vida, Moctezuma escuchó la confesión del guerrero. Yólotl le abrió sus secretos y reveló la razón por la que siempre había estado a su lado. Desde el momento en que Xochicuéyetl lo había traído al mundo, el destino entretejió sus vidas. En aquellos tiempos, Yólotl estaba lejos de Tenochtitlan y junto con los suyos vivía en la frontera del imperio. Ese día, mientras Xochicuéyetl sentía cómo se desgarraba su cuerpo y temía la mirada de Viento de la Noche, él avanzaba al frente de las tropas mexicas. El fuerte donde vivía se quedó al cuidado de unos cuantos soldados. Las armas del guerrero enrojecieron, pero la victoria sobre los hombres que se negaron a pagar el tributo no pudo ser festejada: las gruesas líneas de humo que marcaban el cielo eran el anuncio de la desgracia. Los mexicas habían caído en la trampa.

Cuando Yólotl se adentró en el caserío, la presencia del Descarnado le asesinó las almas: el cuerpo de su hijo estaba marcado por las dentelladas de los atacantes y sus muslos eran jirones. No se atrevió a tocarlo, sus dedos no podían sentir la frialdad del rostro al que habían arrancado los ojos. Los coágulos que manchaban su cuerpo eran el recuento de la tortura que no se detuvo ante el llanto del que no podía pronunciar palabras. Su mujer estaba tirada a unos cuantos pasos con la ropa desgarrada. Su sexo sangraba y su rostro tenía las marcas de los golpes, los párpados delicados eran hinchazones moradas, la nariz recta era un amasijo y sus pechos se habían convertido en las heridas que nacen de la amputación. Su respiración había perdido el ritmo, su voz sólo era un gruñido que suplicaba por el fin del dolor.

Yólotl se hincó a su lado. La muerte estaba cerca.

El guerrero cerró los ojos durante un instante y tomó el cuchillo que colgaba de su cintura. Como nunca antes, el peso del arma se ensañó con su mano. Con cuidado le intentó cerrar los párpados a su mujer. Su mirada no debía perseguirlo. Apretó el puñal y comenzó a clavarlo en el lugar preciso. El movimiento tenía que ser rápido, pero las costillas de su esposa detuvieron su avance. Yólotl empujó con fuerza. El cuerpo se arqueó y el silencio se adueñó de su boca.

Se levantó sin pensar en los funerales. Las llamas que darían cuenta de los cadáveres podían esperar. Su mano se alzó y los guerreros lo acompañaron para buscar venganza. No tardaron mucho en alcanzar a los atacantes. Ninguno murió en el combate, todos fueron capturados y la lentitud de la tortura se adueñó de sus cuerpos. Ellos desearon la muerte mil veces antes de que la vida los abandonara. Los dientes de Yólotl rasgaron su carne y su lanza la penetró como si fueran unos cuilloni.

Volvieron y el fuerte se levantó de las cenizas. La venganza le devolvió el honor al imperio.

Yólotl fue llamado a Tenochtitlan. Los nombres de su esposa y su hijo fueron devorados por el silencio que ensombreció su mirada. El Tlatoani lo premió por su furia, el calmecac lo necesitaba. El guerrero aceptó con el espíritu seco, pero una mañana, al mirar al hijo de Axayácatl, descubrió al que había nacido para salvarlo de las tinieblas.

 * 

La noche llegó al campamento de los mexicas. Algunos todavía tenían ánimo para festejar la victoria y otros miraban las piras donde estaban los caídos que acompañarían al sol. Las carnes que se retorcían por las llamas avanzaban hacia la gloria. Ahí, en el señorío de la muerte, sólo unos cuantos estaban lejos de todo. El triunfo no bastaba para sanar sus almas, para curarlos del dolor y la vergüenza.

—Tú debes saberlo —dijo Yólotl.

Moctezuma permaneció callado.

La luz de la hoguera iluminaba el cuerpo del guerrero y trazaba sombras en su rostro. El olor de los muertos que se tatemaban flotaba sobre el campo de batalla. Los gritos de dolor se habían ahogado.

El tono de Yólotl era siniestro, absolutamente convencido de que sus dichos eran definitivos y apenas debían pronunciarse ante unos pocos.

—Aunque yo no lo quiera, tú debes saberlo y una palabra en contra será de muerte —dijo.

Yólotl no mentía, las telarañas del inframundo eran la marca de su verdad.

—Todavía puedes irte, pero después de que me escuches quedarás maldito y la luz se alejará de tus pasos —volvió a decir.

Moctezuma negó con un gesto.

No podía hacerse a un lado, tenía que seguirlo sin que le importaran las consecuencias.

—Me quedo, estoy contigo —respondió.

—Tízoc no puede seguir en el trono, la muerte tiene que llevárselo. La guerra es lo nuestro. Tú lo sabes, todos nos odian y tienen razón, los vencemos y nos alimentamos de su carne. Nos tienen miedo y sólo esperan un momento de flaqueza para atacarnos. Ellos saben que si el Tlatoani es cobarde, podrán avanzar hacia nuestra ciudad. Su venganza no dejará piedra sobre piedra. Nuestra vida es la guerra, nosotros matamos para vivir, y cuando dejemos de hacerlo el Descarnado vendrá por nosotros.

Moctezuma asintió.

Las palabras de Yólotl no lo sorprendieron. Aunque nunca las hubiera pronunciado, ambos sabían que estaban tatuadas en sus corazones. En silencio tomó su arma.

—No, así no… la muerte puede llegar de muchas maneras.

 * 

Aunque todos trataron de ocultar la verdad, Moctezuma la conocía sin máscaras. El rostro de Tízoc amaneció contrahecho. De sus labios fruncidos colgaba un hilo de baba verdosa y sus ojos estaban absolutamente blancos. El vómito y la mierda trazaban mapas terribles en su lecho, las suaves pieles que cubrían los petates contaban la historia de su agonía. El mal había entrado por su boca y sus entrañas se habían convertido en andrajos.

Apenas unos cuantos pudieron sentir dolor por el fin de su vida. Cuando los hombres desnudos y pintados de negro terminaran de alimentar el fuego que consumiría el cuerpo del Tlatoani, sus días valdrían menos que una jícara rota. Ellos, los cobardes que se sumaron a Tízoc y los ansiosos de riqueza que apostaron a su reinado, morirían a manos de los guerreros y, si la suerte no estaba de su lado, sentirían las manos esqueléticas mientras los hechiceros pronunciaban conjuros fatales que los devorarían sin que pudieran evitarlo.

Los bravos habían triunfado. Ahuízotl se sentaría en el trono de Tenochtitlan.

III

Sólo unos pocos elegidos ocupaban un lugar en el recinto sagrado. Lo que ahí sucediera podía transformarse en una maldición, los dioses hablarían y los hombres tendrían que obedecerlos sin que les importaran las consecuencias de sus designios. Nadie, por poderoso que fuera, sería capaz de desobedecerlos. Ahuízotl, los señores de Texcoco y Tlacopan, los grandes consejeros y los guerreros más bravos eran los únicos que podían enterarse de los presagios. Sin importar lo que pasara, sus sombras no se perderían por el espanto. Ellos eran los únicos que podían resistir la revelación que tal vez tendría el filo de la obsidiana, sólo ellos serían capaces de enfrentarse a la calavera sin que sus cuerpos temblaran.

La verdad, si era desfavorable, jamás sería revelada a los macehuales, los hombres de los barrios tenían que seguir convencidos de que los dioses estaban a su lado, sólo así los acompañarían en el camino que los conduciría al final de sus días. Ninguno de los que se enfrentarían a los enemigos con el cuerpo casi desnudo podía darse el lujo de flaquear en el combate. La certeza de la derrota no podía convertirse en la podredumbre que se alimentaría de sus almas flacas. Su muerte, a pesar de lo que dijeran los todopoderosos, tenía que ser magnífica.

Los rivales tampoco podían conocer el augurio de la desgracia, la certeza de un vaticino adverso los haría más fuertes y la fatalidad asesinaría a los mexicas y sus aliados. Sin sangre y corazones, los amos del universo les voltearían el rostro; sin los tributos y los hombres que llegaban para trabajar desde los pueblos dominados, el poderío del pueblo del sol eclipsaría. El odio atravesaría las montañas, cruzaría las aguas y cobraría venganza. Su alternativa era clara: la muerte en la guerra o la victoria del imperio.

 * 

Los cuerpos pintados de rojo o negro tenían los avíos de los dioses y las armas estaban listas en sus zarpas. Los penachos y los collares, las orejeras y los bezotes estaban quietos, los chiflones no se atrevían a retarlos. El mundo estaba nervioso y Tenochtitlan se alejaba del ajetreo de todos los días. Los gritos de los embarcaderos y el incesante murmullo de la ciudad se habían apaciguado. Ninguno levantaba la voz, nadie bromeaba; en todo el valle no existía alguien que se atreviera a luchar contra los susurros del desasosiego. Los amos del universo no querían cascabeleos, sólo exigían silencio y espera.

Ninguno de los que se encontraban en el recinto se movía, sus músculos estaban tan tirantes como las cuerdas de los arcos que aguardan la orden del disparo. A pesar de esto, sus pensamientos corrían desbocados sin que sus rostros se atrevieran a mostrarlos. El futuro era una sombra, unas fauces que podían devorarlos en un pestañeo. Todos sabían lo que estaba a punto de suceder, las ruedas del tiempo habían llegado al día preciso y algunos no volverían. El lugar olía a cadáver. Los coágulos que teñían los muros contaban la historia de los sacrificios que invocaban las moscas. El tenue zumbido no tenía rivales. Estaban callados, aguardando el momento en que llegaría el sacerdote que tal vez se había transformado en la diosa madre.

 * 

Moctezuma no estaba lejos, apenas unos cuantos pasos lo separaban del lugar donde estaban los poderosos. Su cuerpo pintado de rojo, sus sienes amarillas y sus manos armadas sentían el peso del momento. El dolor en la base del cuello no le mentía. Cerró los ojos y comenzó a moverse con lentitud. Ningún ruido podía delatar su rigidez. Sus pasos revelaban los años de entrenamiento: él era el jaguar que anhelaba la piel manchada con la fuerza de la noche, el águila que rogaba por las alas que le permitirían acompañar al sol, la cabeza que ansiaba la navaja que sólo le dejaría la cresta de cabello que lo identificaría como un cuachic, uno de los guerreros más bravos. El rumor monocorde que invocaba a la descarnada era su único dueño; allá, en el recinto sagrado, los poderosos oraban para conocer el futuro. Moctezuma se estiró con cuidado para enfrentar la tensión que anudaba su espalda con una lentitud exasperante.

Las ruedas del tiempo también se habían detenido para él, antes de que el sol agonizara, Moctezuma avanzaría con los guerreros para que su historia se escuchara en todas las bocas. Apenas faltaban unos días para que él cambiara por completo. La piel del hombre que había traicionado al Tlatoani abandonaría su cuerpo, los murmullos que lo perseguían desde el asesinato de Tízoc serían condenados al silencio y él se adueñaría de su destino. Ante la corte y el ejército, Moctezuma tenía que ser mucho más que un asesino que se sumó a Ahuízotl.

 * 

A pesar de las maldiciones y los murmullos, el pasado ya no le pesaba a Moctezuma: su padre apenas era una imagen en los libros pintados que narraban historias inmaculadas. Su derrota ante los purépechas estaba olvidada y los ojos viscosos fueron sustituidos con la mirada de obsidiana y la lengua de pedernal; las crónicas de la victoria sobre los tlatelolcas y la inauguración del gran templo de Tenochtitlan ocultaban su desgracia. Los miles de sacrificados que enrojecieron el santuario eran una buena razón para no hurgar en la memoria. Como hubieran sido, los tlatoanis muertos se transformaban en los héroes de una historia que nunca dejaba de reescribirse; en los libros sagrados, los mexicas jamás habían sido vencidos. Los muertos de hambre no podían conocer los secretos de las batallas adversas.

El recuerdo de Xochicuéyetl tampoco arañaba su cuerpo, la leche de sus pechos lo había condenado a ser el que era. A Moctezuma apenas le quedaba un consuelo deslavado: la muerte había sido buena con ella, el mal parto de un bastardo le había abierto el camino del cielo. Ella acompañaba al sol en su ruta al ocaso y eso era suficiente. Los rumores contaban que nunca habría podido parir al ser que cobijaban sus entrañas, ese niño sólo era resultado de la debilidad de Tízoc, del hombre que trató de derrotar al espectro de su hermano en el cuerpo de la que fuera su esposa. Eso le bastaba para consolarse. Ella nunca había sido la primera y terminó sus días postrada ante las mujeres del Tlatoani que le contaban las tortillas y se burlaban de sus nalgas aguadas.

Los otros recuerdos debían largarse al territorio del olvido que se niega a mirar los deseos no cumplidos. Aunque muchos guerreros y cortesanos pensaran lo contrario, la desventura de su madre no le dolía: ella había tenido el destino que siempre aguardaba a las esposas de los soberanos muertos, y él, en el momento en que tomó sus armas para asesinar a los hombres de Tízoc, no sintió el placer de la venganza por lo que había sucedido a Xochicuéyetl. Los cadáveres de los nobles y los comerciantes apenas eran parte de los cuatrocientos que debían caer antes de que se sentara en el trono.

Moctezuma ya no era el niño que temblaba en las noches mientras las navajas y las púas herían su cuerpo en la oscuridad del calmecac, tampoco era el joven que deseaba el fin de los castigos y cerraba los ojos ante sus compañeros caídos, y mucho menos era el hijo que buscaba los ojos de Axayácatl. El crío que se había amamantado con hiel también estaba muerto. Moctezuma era otro, su vieja piel sin vellos había sido abandonada en el campo de batalla y su carne joven se había quedado junto a los lechos de los que sintieron el filo de las armas que terminaron con el reinado de Tízoc. Él era el nahual, el vengador, el que mata sin que las almas le duelan.

En esos momentos, sus privilegios no eran escasos. Aunque muchos de los grandes lo miraban con extrañeza, Ahuízotl y Yólotl le concedieron la gracia de que los acompañara hasta la entrada del recinto sagrado. Moctezuma aún no había alimentado a los dioses, pero la bravura en su primer combate y el apoyo a los asesinos de Tízoc bastaban para justificar su presencia. Mientras el cuerpo del Tlatoani se retorcía en su lecho, él nunca se acobardó, se jugó el todo por el todo y su lealtad a Ahuízotl quedó sellada con un crimen. El miedo a que el espectro de su tío lo torturara en los sueños no detendría sus armas. Moctezuma mató a los que tenía que matar. Su puñal era más peligroso que las maldiciones de los hechiceros. Sin embargo, a él le pesaba estar fuera del recinto. Necesitaba pararse junto a los grandes señores y los guerreros todopoderosos, quería sentir el poder de las miradas bajas y observar los labios que se manchaban con el polvo.

 * 

Más allá del lugar donde estaban los principales, en la gran plaza y las casas, las mujeres eran incapaces de contener su dolor. La muerte era una culebra que les apretaba el cuerpo para condenarlas a la soledad. Ninguna sabía si sus hombres volverían. Sus maridos y sus hijos cogerían con la muerte. Desde ese instante y hasta que todo terminara, ellas dejarían de lavarse la cara y sus cabellos sentirían la dejadez absoluta. La limpieza abandonaría su cuerpo y las lágrimas no podrían limpiarlo. Las hijas y las madres sólo saldrían de sus hogares cuando la noche fuera la dueña del universo, primero barrerían las entradas de sus casas con sus escobas de varas y después caminarían hacia los templos con cazuelas y sogas en las manos.

Ahí, al pie de las escalinatas oscurecidas por los incesantes sacrificios, les entregarían la comida a los sacerdotes para rogar por la vida y la gloria de sus hombres. Su llanto y su tristeza serían inmensos, pero ellas tendrían que tragárselos aunque el dolor las ahogara. Las cosechas se habían levantado y la guerra volvía. Ellas, al igual que todos los habitantes de Tenochtitlan, esperaban el lamento de los caracoles y el tronar de los tambores que anunciarían la partida hacia los campos donde se revolcarían con la descarnada.

 * 

El sonido de los pasos del sacerdote apenas podía escucharse. Sus sandalias se movían despacio. Los dioses exigían espera, tensión. Poco a poco la luz comenzó a revelarlo: las gruesas costuras atravesaban el lado izquierdo de su rostro, y en la espalda las toscas puntadas ajustaban la piel de la sacrificada para que se amoldara su cuerpo. El cuero todavía estaba fresco. Las gotas de sangre y grasa marcaban sus pasos.

El sacrificio de la mujer fue inmaculado. Después de que bebió el pulque de los dioses, ella se entregó sin resistirse. La sonrisa de la dejadez estaba en su rostro. Apenas convulsionó cuando el cuchillo penetró su carne y las manos del sacerdote hurgaron en su pecho. Con el corazón de fuera, las navajas comenzaron a desollarla. Los cortes eran precisos, absolutamente perfectos. Gracias a su piel, el ciclo de la vida y la muerte podría reiniciarse.

El sacerdote comenzó a moverse frente a los grandes señores y los guerreros. Sus brazos se torcían, sus manos se transformaban en garras y su espalda se arqueaba hasta perder su vieja apariencia. Poco a poco, el sonido de los tambores y el humo del copal se adueñaron de su cuerpo. La piel de la mujer colgaba sobre su rostro para revelar la mirada de los dioses que reclamaban vidas y corazones. Danzó y danzó sin detenerse hasta que los poderosos se sumaron al baile. Los pasos eran frenéticos, los gritos de guerra se escuchaban en los corredores, y afuera, delante de todos, los caracoles sonaron.

Así siguieron y la piel pasó de cuerpo en cuerpo hasta que todos quedaron marcados por sus excrecencias. Los grandes abandonaron el recinto con la carne teñida y las huellas de la muerte florida. La victoria no les sería negada por los dioses.

IV

Las tropas de Tenochtitlan, Texcoco y Tlacopan avanzaban como langostas. Los graneros que se encontraban a su paso quedaban vacíos y los pocos hombres que trataban de detenerlos se convertían en la sangre que alimentaba la tierra seca. Desde el instante en que la guerra se decidió, Ahuízotl renunció a la sorpresa, los soldados de Cuautla debían saber que los mexicas se acercaban y que nada ni nadie podría derrotarlos. El Tlatoani quería que el horror los atenazara antes de que la batalla definitiva se mostrara en el horizonte.

Los pasos de los guerreros no estaban marcados por la prisa, su lentitud estaba calculada. En las noches, mientras los soldados mezclaban las harinas de amaranto y chía con la miel de los magueyes y mascaban los trozos de las tortillas tostadas, los grandes se reunían frente a la hoguera más poderosa. Sus cuerpos tenían las marcas de las espinas, de los punzones de hueso y las navajas que habían alimentado a los dioses; ahí también estaban las largas cicatrices que revelaban las batallas que los cubrían de gloria. Sólo entonces podían hablar, sus palabras eran la crónica del eterno combate que se inició cuando los mexicas sacrificaron a sus primeros enemigos sobre las biznagas: el desollamiento de la hija del Señor de Colhuacan, la unión que ató los destinos de Tenochtitlan, Texcoco y Tlacopan, la derrota de los tepanecas y los tlatelolcas, el nacimiento de las guerras floridas en tiempos del primer Moctezuma y las hazañas de los guerreros que acompañaban al sol se repetían como una plegaria que invocaba al pasado para desencadenar la furia que nunca quedaría satisfecha, el hambre de los dioses era insaciable.

Moctezuma guardaba silencio, sus historias valían menos que los granos de maíz con gorgojos. Los hombres que habían caído por el filo de sus armas no tenían valor. Su sangre no se derramó en el templo. A pesar de las batallas, aún no había logrado capturar a un gran guerrero para alimentar a los dioses, los cadáveres caídos antes de tiempo lo alejaban de la gloria. Y ahí, frente al fuego, sólo podía escuchar para adueñarse de las historias, debía quedarse callado hasta que llegara el momento en que sus hazañas pudieran ser contadas.

 * 

Siguieron avanzando. Nadie podía detenerlos. La calaca estaba suelta y caminaba al frente de las tropas mexicas junto a los sacerdotes que abrían la marcha. La sangre y el fuego se apoderaron de los campos. Uno por uno, los combates se decidieron a favor de los guerreros de Tenochtitlan y sus aliados. Así siguieron, avanzando, matando, capturando a los hombres que alimentarían a los dioses en el gran teocalli.

Así continuaron hasta que llegó la batalla definitiva. Desde el momento en que el sol se asomó entre los cerros y hasta el instante en que enrojeció el horizonte, las tropas se enfrentaron en las cercanías de Cuautla. Los bramidos de la furia y los aullidos del dolor se impusieron a cualquier otro sonido. La descarnada corría entre los guerreros y los besaba para llevárselos. Sus almas no se habían ido al cielo aún cuando Ahuízotl levantó su arma. No tenía sentido continuar, los dioses les habían mentido a los guerreros de Cuautla o, tal vez, sus poderosos se habían tragado los augurios para tratar de ocultar lo inevitable, los amos de todas las cosas estaban del lado de los mexicas.

 * 

Moctezuma caminó entre los muertos. Sus ojos se detuvieron en los zopilotes que vaciaban las cuencas de los caídos y hurgaban entre los músculos aún calientes. El olor del hígado guiaba sus picotazos. Los cuerpos de los mexicas que habían entregado sus vidas ya no estaban en el campo, sólo quedaban los soldados de Cuautla que no merecían la caricia de las llamas. Algunos de sus hombres lo seguían a unos cuantos pasos. Ninguno tenía la mirada baja. Sus torsos sentían como los coágulos se secaban sobre su piel para tatuar la victoria. En sus manos estaban los mecates que sujetaban a los cautivos: cuatro guerreros marcados con los signos de la nobleza que serían sacrificados a los dioses.

La pestilencia de las vísceras expuestas se entrelazaba con el humo que llegaba desde las piras donde se consumían los cadáveres de los guerreros mexicas. El aire era espeso y el campo estaba erizado por las armas que seguían clavadas en el suelo. El silencio apenas era desafiado por el lejano crepitar de la leña y las llamas que se alimentaban de los caídos. Los gritos de dolor estaban ahogados y la luz del sol comenzaba a ser suplantada por las hogueras.

 * 

Moctezuma detuvo sus pasos. Frente a él estaban Yólotl y el Tlatoani. Aunque los filos de sus armas estaban destruidos, las mantenían en sus manos. La bendición de la sangre las acariciaba. Con una señal apenas notoria lo invitaron a acercarse.

—Era lo que esperábamos —dijo Ahuízotl mientras observaba a sus cautivos.

Moctezuma bajó la mirada y asintió.

Las palabras no tenían ningún sentido. Los macehuales que habían teñido sus armas y los guerreros que capturados bastaban para que sus deseos se cumplieran. En las noches, los grandes soldados comenzarían a narrar sus hazañas y sus voces se entretejerían con las glorias del pasado. El cuerpo pintado de rojo y con las sienes amarillas pronto dejaría de existir: el jaguar recibiría su piel, el águila tendría sus alas, y la cabeza conocería la navaja que lo transformaría en un cuachic.

 * 

A pesar de su victoria, Yólotl y el Tlatoani lo observaban con cuidado. La confianza de Ahuízotl siempre era frágil. Su mirada buscaba una señal que revelara un mal presagio, un vestigio de traición. El asesinato a Tízoc los ataba y el soberano no tuvo más remedio que aceptar la única posibilidad que tenía, la ingratitud era imposible. Lo mejor era confiar, por eso no lo enviaría a una misión que terminaría con una flecha en la espalda. Moctezuma podría vivir, ninguno de sus hombres lo mataría a traición. Él era uno de los pocos que debían sentarse a su lado. Valía más que así fuera. Ahuízotl jamás olvidaría que el joven estaba dispuesto a matar y que atacaba en el momento menos esperado. Lo mejor era tenerlo cerca para que comiera de su mano, lo correcto era que obtuviera los honores que lo ataran a su persona.

—Ve con los tuyos, festeja —dijo mientras lo tomaba del brazo.

Su mano era la certeza del apoyo, la confirmación de su victoria, la bienvenida al mundo de los poderosos.

Moctezuma asintió y volvió sobre sus pasos.

 * 

Lo mejor era alejarse. La cercanía con el Tlatoani podía delatarlo. La falsa modestia y los ojos bajos eran su única opción. El orgullo sin freno podía matarlo con las envidias que apenas quedarían satisfechas cuando los hechiceros pronunciaran su nombre.

Moctezuma debía regresar con los guerreros que lo acompañaban desde sus tiempos en el calmecac, ellos tal vez lo apoyarían y quizá se convertirían en sus hombres de confianza, en los que probablemente nunca lo traicionarían. Sus compañeros de armas eran los únicos con los que podía contar en ese momento. Es cierto, Ahuízotl y Yólotl estaban de su lado, pero eso no era suficiente, el Tlatoani lo abandonaría a su suerte si los vientos cambiaban de rumbo. Un movimiento equivocado, una mirada errónea o una palabra a destiempo serían suficientes para que se hiciera a un lado y sus enemigos se lanzaran en su contra. La certeza de que el cuchillo podía remediarlo todo, le permitió acercarse a sus guerreros, la mínima duda provocaría el fin de sus días. La lección de Tízoc era indudable, todos pueden traicionarte.

Sus pasos no se apuraron, quería que todos lo observaran mientras caminaba frente de sus prisioneros con la mirada baja y la sumisión a cuestas. Nadie debía dudar de su hazaña, a él no le ocurriría lo mismo que a Tízoc en su primera campaña, cuando los guerreros tuvieron que renunciar a sus cautivos con tal de que el Tlatoani no regresara a Tenochtitlan con las manos vacías.

 * 

La hoguera liberó las lenguas y las historias del combate corrieron sin ataduras, la felicidad y las bromas se ataban con las glorias. Moctezuma apenas habló de sus cautivos, cada una de sus palabras recordó y exageró los hechos protagonizados por sus compañeros. Eso era lo correcto. Su voz no podía mancharse con sus alabanzas, ellas debían correr por cuenta de otros. Así habrían seguido hasta que el sol asesinara las tinieblas, pero los ruidos de los presos los obligaron al silencio. Los crujidos de las maderas, las respiraciones entrecortadas, las maldiciones contenidas y el jaloneo de las cuerdas fueron suficientes para que abandonaran las palabras.

La vena de la ira se marcó en la frente de Moctezuma. Los ruidos interrumpieron el momento preciso en que sus hombres comenzarían a hablar de sus glorias. Con los labios apretados y las manos sin armas comenzó a caminar hacia donde estaban los prisioneros. Uno de sus compañeros siguió sus pasos. El guerrero victorioso no podía presentarse inerme. La descarnada quizá no estaba satisfecha con los cuerpos que habían quedado en el campo. Nada era peor que ser asesinado por un cautivo que pudo escapar, la victoria se esfumaría y en su lugar nacería el retorcido feto de la derrota.

Sin embargo, cuando estaban a unos cuantos pasos, Moctezuma le ordenó que se detuviera. Necesitaba mirarlo sin que nadie lo viera, sin que las lenguas tuvieran motivo para desanudarse y darle gusto al chismarajo.

El cautivo se esforzaba por romper sus ataduras. El sudor recorría su torso desnudo y sus muñecas estaban enrojecidas por las cuerdas que se negaban a ser rasgadas. Moctezuma lo miró con calma, la vena que surcaba su frente desapareció por completo, poco faltaba para que ese hombre se convirtiera en una bestia que podía arrancarse la carne a mordiscos con tal de recuperar la libertad.

Sus ojos se encontraron.

El vencedor tomó su brazo. Su prisionero no podía empañar su victoria, él sólo debía capturar a los valientes.

—No sigas… no tiene caso —dijo Moctezuma.

En su voz, la ira era una ausencia. En sus palabras no había amenazas, cada una de sus sílabas parecía un consuelo, un recordatorio que obligaba a aceptar lo inevitable.

El guerrero de Cuautla lo miró con odio y volvió a tratar de romper las cuerdas que lo sujetaban.

—Acéptalo, no puedes huir, no tiene caso que huyas… los dioses ya decidieron tu destino —volvió a decir.

Sin miedo, se puso en cuclillas y lo observó.

Quería descifrarlo, necesitaba comprender los resortes que movían la deshonra. Él, si acaso caía en manos de los enemigos, nunca podría huir. Si los dioses decidían su muerte, sólo existía la posibilidad de aceptarla y avanzar hacia el templo para entregar su corazón.

Con calma volvió a tomar su brazo, sus movimientos eran casi los de un amigo, los de alguien que puede comprenderlo todo.

—Tú no puedes ser un cobarde —murmuró—, tú no puedes darte el lujo del miedo. Si fueras un macehual y volvieras a Cuautla, todos te recibirían con honores, pero no eres un muerto de hambre. Tú eres un guerrero, un noble; por eso, si es que vuelves, los tuyos te matarán como si fueras un perro… Acéptalo, tu muerte será magnífica y no puedes negarte a ella.

Moctezuma se levantó para regresar a la hoguera.

El cautivo bajó la mirada. Tal vez, si los dioses se apiadaban de él, podría derrotar a alguno de sus enemigos en la piedra sacrificial donde los cautivos entregaban la vida en un combate perdido de antemano.

 * 

Esa noche, los ojos de Moctezuma no conocieron el descanso. Cuando el silencio se adueñó del campamento, se adentró en la espesura del bosque. Ninguno de los vigías trató de detenerlo, nadie fue capaz de ofrecerle su compañía y su protección. Era claro que necesitaba estar solo.

Cuando la lejanía fue suficiente, Moctezuma se arrodilló. Los zopilotes ya habían huido a sus nidos y los coyotes estaban muy lejos, el ruido de los guerreros que celebraban era más poderoso que el olor de la carroña. Lentamente hurgó en su morral hasta que sus manos encontraron el objeto deseado: el hueso de jaguar, largo y puntiagudo, reflejaba la blancura de la luna; sólo los grabados que se habían teñido interrumpían el color inmaculado. Tenía que enterrárselo, necesitaba ofrendar la sangre que agradecía la victoria. Sin embargo, una imagen comenzó a rondarlo, el recuerdo de Tonahuac regresaba sin que pudiera evitarlo.

El cuerpo derrotado se mostró en su corazón y Moctezuma tuvo que recordar el día que volvió a verlo. Varios años habían pasado desde que las puertas del calmecac se habían abierto para mostrar su vergüenza. En aquella ocasión, su antiguo compañero se acercó con una sonrisa y trató de tomarle el brazo. Su amistad seguía firme, dispuesta a seguir adelante. Moctezuma se negó a que sus ojos permanecieran sobre Tonahuac; incluso, con un movimiento casi discreto, impidió que su mano lo tocara. El asco lo obligaba a actuar de esa manera. La piel de los cobardes y los deshonrados no podía rozarlo.

Moctezuma no podía tener ataduras con ese pasado. Tonahuac era un caído, él era el guerrero. Sabía que los amigos eran peligrosos y hacían flaquear a los poderosos. Los amigos lo perdonaban todo, y todo lo justificaban sin detenerse a pensar en las consecuencias. La amistad siempre mata con la dulzura de la comprensión. Los hombres de confianza eran peligrosos, enflaquecían el espíritu con sus palabras condescendientes y le abrían el camino a la derrota. Ellos eran una debilidad, un flanco descubierto, una rajadura en la coraza. Entonces lo supo, sus hombres jamás serían sus amigos, ellos eran las piezas del juego y él sería el único ganador.

Los enemigos y los traidores eran preferibles, siempre obligaban a la victoria, a la falsedad que oculta los planes, al comportamiento impecable que estrangula los rumores y embellece los defectos. Los poderosos no necesitan amigos. Moctezuma anhelaba rivales y sólo deseaba que los hombres se convirtieran en sus aliados en el momento preciso y murieran cuando fueran innecesarios. La última escena de su destino estaría escrita en los puñales, en los hechizos, en las batallas donde una flecha que se pensaba aliada les arrebataría la vida. Tonahuac debía desaparecer de su cabeza y sus sueños, tenía que convertirse en una página en blanco, en una sombra engullida por la negrura.

Cerró los ojos para sentir el dolor en la pantorrilla, sólo la sangre que manchaba el hueso de jaguar podía destruir la amenaza de debilidad. Tenía que seguir moviéndose entre los mundos sin que nadie descubriera sus intenciones. Él sería el guerrero implacable, el razonamiento indudable; pero también sería el hombre de las fiestas, el que supuestamente está cerca de sus soldados, el que puede bailar sin perder el ritmo y el que puede reírse de las ocurrencias sin sentir la vergüenza en su rostro. Moctezuma sería todo esto, pero también sería un cuachic, en un tequihua que avanzaría al frente de las tropas y las comandaría en las batallas.

V

La victoria no tenía manchas. La cobardía de Tízoc ya no podía empañar el triunfo de los mexicas, el nuevo Tlatoani era poderoso, invencible, capaz de enfrentar a los hombres más bravos y devorar su carne. Después de que los campos de Cuautla se llenaron de cadáveres, las tropas de Ahuízotl entraron a Tenochtitlan con las armas en alto. Junto a sus mejores guerreros caminaban los prisioneros atados, algunos tenían mecates en el cuello, otros estaban amarrados del escroto y a algunos más los contenían las cuerdas en las muñecas. Sus ojos no estaban marcados por la cobardía. Todos aceptaban su destino y miraban al frente con la certeza de que la buena muerte los premiaría.

La ciudad había vencido a sus enemigos y se preparaba para alimentar a los dioses. Los mexicas que tenían la piel marcada con tumores sintieron el filo del pedernal y los niños con dos remolinos en la cabellera se encontraron con la afilada lengua de la huesuda. Su sangre era débil, por eso debía derramarse en los arroyos y los manantiales, en los pozos y las lagunas que alimentarían las semillas. Aquellos males y esa característica invocaban la lluvia. Ahuízotl, acompañado por los sacerdotes, los grandes señores y los guerreros que se ganaron la gloria protagonizaban los rituales que permitirían que la vida continuara. Y ahí, siempre a unos cuantos pasos del Tlatoani, estaba Moctezuma, sus movimientos y su mirada ocultaban su orgullo, su fuerza indiscutible, su avance hacia los sitios privilegiados. Aún no podía mostrarse del todo. El jaguar que se esconde en las sombras era su signo; la serpiente que se enrosca, su marca. En esos momentos debía contenerse. No había más remedio que esperar a que cayera la noche, entonces podría reunirse con los prisioneros que alimentarían a los amos del universo.

 * 

Cuando los caracoles anunciaron las tinieblas, Moctezuma avanzó hacia el lugar donde estaban los cautivos. Su cuerpo estaba pintado de negro, el blanco que se entreveraba en las plumas de guajolote era lo único que quebraba su oscuridad. Caminaba con la mirada fija. En su mano, la larga navaja de obsidiana estaba firme. Sin pronunciar una palabra tomó el cabello de la coronilla del primero de sus prisioneros. El guerrero trató de resistirse, pero la fuerza implacable lo obligó a quedarse quieto. El tajo fue preciso y con el mechón en la mano se dirigió hacia el fuego sagrado. El olor de los pelos quemados pronto llegaría a los cielos para alertar a los dioses, la sangre correría cuando el sol se mostrara en la orilla del valle. Así siguió. Ninguno de sus cautivos fue capaz de oponerse; sin embargo, al tomar el cabello del último, su voz lo obligó a detenerse.

—Soy un guerrero, soy un noble —dijo el hombre que había tratado de escapar.

Moctezuma lo miró. Sus ojos recorrieron el rostro del prisionero. Era distinto, las ansias de huir y el miedo a la oscuridad habían desaparecido para siempre.

—Lo eres… —respondió.

Una leve sonrisa de aprobación marcó su cara, ninguno de los guerreros que entregarían su corazón sería un cobarde.

—Concédeme una muerte gloriosa —susurró el prisionero sin que en sus palabras se revelara la derrota.

—Así será… juro que así será —respondió Moctezuma y cortó su cabello con mucho cuidado.

 * 

Los tambores de Quetzalcóatl anunciaban la llegada del amanecer. Moctezuma volvió al lugar donde lo esperaban los prisioneros. Sus pasos eran firmes y su cuerpo tenía las señas de la soberbia. Nadie lo miraba y podía mostrarse sin temor a la envidia. Entró al recinto y los observó con orgullo, las cicatrices de las batallas y los sacrificios contaban las vidas de sus cautivos. Su piel era perfecta, lejana de la lisura de los cobardes. Los ojos del victorioso se cerraron para murmurar una plegaria y su mano comenzó a recorrer la superficie del altar, la piedra porosa lo acariciaba y le susurraba la certeza del triunfo.

Una señal bastó para que el primero de sus presos fuera conducido hacia la piedra de los sacrificios. Cinco de sus soldados los custodiaban. Cuando llegaron ante el altar, lo obligaron a postrarse, sus pies y sus manos quedaron sujetos, y en su cuello amarraron la cuerda que le impediría moverse. El sacerdote ofreció a Moctezuma el cuchillo con el que ofrecería su primer sacrificio. El puñal apenas pesaba y la aspereza del maíz con el que había sido fabricado manchó sus manos. La cal no lo había tocado y los granos molidos conservaban su cáscara. Moctezuma lo tomó, ése era el último paso que lo separaba de la gloria. Entonces cerró los ojos y levantó las manos, el golpe destruyó el cuchillo y la masa quedó marcada en el pecho del cautivo. El sacrificio definitivo vendría más tarde, cuando el sol llegara al centro del cielo, los guerreros entregarían sus prisioneros en el templo.

 * 

Mientras la luz caía a plomo sobre Moctezuma, los sacerdotes tomaron del cabello a tres de sus prisioneros y los obligaron a subir al gran templo. El miedo se apoderó de sus almas, los dos primeros trataron de huir y terminaron hincándose para rogar por sus vidas. Sus palabras cayeron en el vacío y la mirada de Moctezuma se oscureció por la rabia: la cobardía empañaba su victoria. Los hombres pintados de negro no se detuvieron y a rastras los obligaron a ascender por la escalinata. Los cuerpos raspados alimentaron las piedras labradas. Las almas del tercer cautivo eran distintas. Sin miedo ofreció su cabellera a los sacerdotes y comenzó a subir sin que le temblaran las piernas. Sus labios no se mancharon con la súplica y su voz jamás se oscureció con el miedo. Cuando estaba a mitad del camino se detuvo durante un instante y el grito de Cuautla retumbó en la plaza. Nadie impidió que lo hiciera, su valor merecía ser reconocido.

Al llegar a la cumbre del teocalli, los sacerdotes tomaron los cuchillos de la jícara donde los habían lavado. El agua estaba enrojecida. Mientras murmuraba una plegaria, el más viejo mezclaba polvo de cacao en el recipiente. La bebida de los dioses estaba lista y el cautivo yacía en la piedra: cuatro hombres detenían sus extremidades y uno más sujetaba su cuello con un mecate.

—Bebe —ordenó.

El hombre trato de retorcerse y apretó los labios.

Fue en vano. El sacerdote lo obligó a abrir la boca y vertió un poco de la mezcla sagrada. Tomó el cuchillo. El pedernal era el falo que fecundaría el universo. Lo levantó y con un solo golpe lo enterró en el centro del tórax. A pesar de la resistencia de la piel y la carne, el corte avanzó rodeando las costillas. Las manos del sacerdote se adentraron en busca de la vida que aún pulsaba. El corazón quedó atrapado en sus garras, las gruesas venas fueron arrancadas y salió del pecho con el último aliento. El sacerdote lo miró y con reverencia lo guardó en una vasija. El cuerpo inerte fue arrojado por la escalinata, los peldaños se tiñeron de rojo.

Abajo, los sacerdotes con las cabezas rapadas lo esperaban. Sus cuchillos comenzaron a arrancarle la piel, a separarla de los músculos y la grasa. Los cuerpos desollados no permanecerían incólumes: los filos les abrieron el cuello y separaron las vértebras para liberar la cabeza que se entregaría al tzompantli, el muro donde los cráneos serían atravesados por la sien para mostrar la fuerza de los mexicas. Cada una de esas cabezas era una advertencia que revelaba el destino de los que se atrevían a levantar sus armas en contra de Tenochtitlan.

Los cuchillos de los sacerdotes se detuvieron hasta que el ocaso se adueñó del horizonte. Al final de la jornada, la escalinata del gran teocalli estaba tinta, resbalosa. Casi mil hombres habían sido entregados a los dioses y las moscas más gordas se alimentaban de su muerte. El olor de la sangre coagulada por el calor no podía ser ahuyentado por las flores que los grandes señores y los guerreros se llevaban al rostro. Abajo, junto a la piedra que mostraba a la diosa decapitada, estaban las pieles de los sacrificados.

Moctezuma se negó a recibir las flores que le ofrecieron. Necesitaba que el olor de la muerte se le metiera en el cuerpo. Lentamente volvió la cara, necesitaba observar al último de sus prisioneros.

—Mañana, tu muerte será gloriosa —dijo.

 * 

El momento había llegado, Ahuízotl lo esperaba y Moctezuma avanzó con la mirada baja. Se hincó frente al Tlatoani y las navajas comenzaron a recorrer su cabeza; los cabellos que caían y el dolor de las pequeñas cortadas fueron su primera recompensa. El joven guerrero ya era un cuachic. Antes de levantarse, sus dedos tocaron la tierra y acariciaron sus labios. El polvo no le supo amargo, la sumisión era necesaria.

—Que la victoria te siga hasta el fin de tus días —dijo Ahuízotl mientras tomaba su brazo.

Moctezuma agradeció en silencio y el Tlatoani se quitó uno de sus collares para entregárselo. Ése era el primer regalo que anunciaba las joyas y las plumas, las armas y las mujeres, las tierras y las copas de oro colmadas de cacao. Pero eso llegaría más tarde y él siempre tendría que mostrarse como alguien indigno: Mis acciones son insignificantes, mi bravura apenas es un pelo de conejo, mi gloria se oscurece ante la suya, diría con la mirada clavada en el piso mientras el orgullo corría por sus venas. Poco a poco, sus palabras convertirían sus palacios en pobres casas, al tiempo que sus riquezas se transformarían en inmensas miserias. Su lengua ya podía ofender con la falsa modestia.

Uno a uno, los guerreros que capturaron a los enemigos en la batalla contra Cuautla recibieron sus regalos. Moctezuma permanecía inmóvil y sus labios parecían agradecer a los dioses por lo que jamás merecería. El compás de la plegaria marcaba sus movimientos. Sus oídos buscaban los murmullos y su mirada escrutaba a los que estaban cerca. Algunos lo observaban de reojo y sus pupilas eran pedernales dispuestos a saciar la envidia; otros, al sentir el peso de la riqueza, se volverían cobardes, y las plumas y los honores les quemarían el hígado. Los hombres que lo enfrentarían y los que se harían a un lado ya estaban definidos.

Y así, cuando la ceremonia terminó, todos, sin decir una sola palabra, empezaron a caminar hacia el lugar que los esperaba. Los macehuales seguían sus pasos y sus ojos se quedaban fijos en el cuerpo del cautivo que estaba a su lado.

Se detuvieron ante la piedra sacrificial. El grueso mecate esperaba al guerrero de Cuautla.

—Tu tiempo ha llegado… —dijo Moctezuma.

El prisionero lo miró con orgullo. En el fondo de su mirada estaba el último de los desafíos.

—Nuestro tiempo ha llegado —respondió el hombre antes de dar el primer paso.

Los sacerdotes comenzaron a atar la soga a uno de los tobillos del cautivo. Con gran cuidado tensaron los nudos y sus manos recorrieron las fibras para cerciorarse de que no eran débiles. Le entregaron un escudo y un arma sin filo. En sus bordes, las plumas habían desplazado las navajas de obsidiana.

Moctezuma avanzó hacia el guerrero para iniciar el último duelo. Ambos se movían para encontrar el momento idóneo, para descubrir la piel desnuda que recibiría el golpe. El primer tajo de Moctezuma fue perfecto, una larga línea roja se dibujó en el muslo de su rival. No quería matarlo con rapidez, necesitaba que su cuerpo se tiñera de bermellón antes de arrebatarle la vida. Lo dejó avanzar, le permitió que lanzara los golpes que detuvo con su escudo, pero siempre respondió con una nueva herida.

La piel desgarrada comenzó a imponerse y, en el preciso instante en que su fuerza comenzó a flaquear, Moctezuma dio el tajo definitivo, sus navajas casi destrozaron su cuello y la sangre se mostró como un manantial incontrolable. Sin prisa extendió la mano para que le entregaran una jícara. El líquido espeso debía ser entregado a los dioses.

Cuando cayó el último de los cautivos que enfrentaron el sacrificio gladiatorio, los sacerdotes se inclinaron ante los cuerpos para desollarlos. Las pieles fueron entregadas a sus verdugos y los músculos comenzaron a ser separados, los soldados victoriosos de Tenochtitlan devorarían a sus enemigos para comulgar con los dioses.

 * 

La vida de Moctezuma cambió, el rostro ceñudo y la sonrisa se alternaban sin que nadie pudiera evitarlo, las manos que apretaban el brazo y las palabras marcaban el rumbo de su camino. Mil veces sus armas probaron la sangre y los cautivos que entregó a los dioses ya sumaban legión. Sus fieles aumentaban tras las batallas, sus aliados crecían en las oscuridades del palacio y las historias de sus triunfos estaban en boca de todos. Poco a poco sus rivales se convirtieron en las sombras que buscaban los rincones, en los conjuros que trataban de apoderarse de sus sueños; los que se atrevían a enfrentarlo se encontraron con la deshonra y una misión que terminaba con una flecha clavada en la espalda. Los arqueros de Moctezuma nunca permitieron que ellos volvieran a Tenochtitlan.

Ahuízotl lo dejaba hacer. Valía más que no lo señalara y su frente jamás perdiera la lisura. Moctezuma aún le era fiel y valía más tenerlo cerca. Con él no funcionaban las telarañas que atrapaban a todos, de nada servía que le entregara riquezas y mujeres, las tierras no lo encadenaban y tampoco tenía sentido que lo invitara a su mesa. Moctezuma jamás bebería más de unos cuantos sorbos de pulque y, cuando los hongos sagrados entraban en su cuerpo, jamás rebelaba los secretos que se escondían en sus almas. Él, oculto tras la modestia y los ojos bajos, sólo anhelaba seguir adelante. Nunca se negó a recibir los obsequios del Tlatoani, pero ellos nada valían junto al trono.

Y así pasó lo que tenía que pasar: la fuerza del guerrero y sus aliados tuvo que ser reconocida, el Tlatoani lo nombró tlacochcalcatl y los arsenales de la ciudad quedaron bajo su custodia; ya después, cuando Ahuízotl no tuvo otra opción, Moctezuma comenzó a sentarse en el consejo supremo que podía elegir al soberano que lo sucedería. Sin que nadie pudiera evitarlo, Moctezuma ya era uno de los herederos del trono.

 * 

Las noticias de Ayotla llegaron al palacio y el dios de la guerra se adueñó de Moctezuma. Frente a él estaba la posibilidad de la victoria que confirmaría su poder. La batalla no podía llegar en mejor momento, los que aún murmuraban por su presencia en el consejo y escupían sobre su designación como tlacochcalcatl debían quedar condenados al silencio. Una expedición a las tierras de los enemigos indómitos bastaría para que su nombre les helara la sangre.

La reunión con Ahuízotl fue muy breve, el mensaje no podía discutirse: los comerciantes mexicas habían llegado demasiado lejos, y sus riquezas atizaron la codicia de los enemigos y los traidores. Los rumores recorrieron los cerros, las armas salieron de sus escondites y los guerreros de Tehuantepec los atacaron. El primer combate no fue desastroso, los pochtecas y sus escoltas se refugiaron en Cuauhtenanco. Ahí estaban, rodeados por los enemigos que sólo esperaban el momento preciso para adentrarse en la ciudad. La situación era desesperada, las palizadas no resistirían lo suficiente. En unos cuantos días, los guerreros de Tehuantepec quebrarían las defensas y sus armas cegarían la vida de los mexicas.

 * 

Moctezuma alistó sus tropas y avanzó a marchas forzadas. La pérdida de las riquezas y la certeza de que los enemigos podían asesinar a los comerciantes de Tenochtitlan eran inaceptables. Si el castigo no se labraba con fuego, su ejemplo cundiría y la desgracia no tardaría en asomarse entre los cerros. La respuesta tenía que ser brutal, fulminante.

Durante todo el camino, los guerreros de Moctezuma apenas se detuvieron para tomar un respiro y las noches se trocaron en momentos infinitesimales. Debían llegar, romper el cerco y tomar venganza. A lo largo de varios días siguieron adelante, hasta que en una ruta lejana se encontraron con los mensajeros que venían de Cuauhtenanco.

Moctezuma avanzó hacia los recién llegados.

Los mensajeros se inclinaron y tocaron el suelo con los dedos antes de comenzar a hablar:

—Tlacochcalcatl Moctezuma —dijo uno de ellos—, sea bienvenido. Ya no es necesario que siga adelante, Cuauhtenanco está en manos de nuestro Señor Huitzilopochtli, los mercaderes mexicas cumplieron con su deber.

Los comerciantes le habían arrebatado la gloria y las lenguas de los cortesanos seguirían envenenando su nombre. Los mercaderes que se sentaban con Ahuízotl y se embriagaban sin que nadie pudiera evitarlo, lo habían deshonrado.

—Bien hecho —respondió al mensajero.

A pesar de las palabras, sus tropas siguieron adelante y tuvo que conformarse con ser la escolta de los comerciantes. Su orgullo estaba herido, pero tenía que tragarse la venganza.

 * 

Antes de que las tropas llegaran a Tenochtitlan, Ahuízotl sabía que las ansias de revancha mordían a Moctezuma, los mensajeros llegaron un poco antes y sus palabras ensalzaron la bravura de los pochtecas. Las armas del hijo de Axayácatl fueron innecesarias. Durante un instante se sintió aliviado, una derrota no le vendría mal al que cada día se volvía más poderoso. Los dioses quizá le daban la espalda y alguno de sus hijos podría sentarse en el trono: Tlacahuepan o Macuil lo merecían más que Moctezuma. Ahuízotl, desde el más allá, podría seguir gobernando a través de sus vástagos.

Sin embargo, la felicidad le duró muy poco al Tlatoani. Esa noche, las sombras se adueñaron de sus sueños. Entre las brumas, Ahuízotl vio a los perros que husmeaban la basura, estaban destripados y alguien les había arrancado una de las mandíbulas. Sus hocicos eran colgajos y sus cuerpos pelones tenían las marcas de las garras. El nahual estaba suelto y los puestos del tianguis manaban sangre. Los dioses le advertían de la desgracia que podía alcanzarlo, y él no podía ignorarlos.

 * 

Cuando Moctezuma entró a la sala del trono, los augurios quedaron confirmados, las ansias de muerte estaban en sus pupilas. Si no podía detenerlo, el guerrero se vengaría de los que se habían atrevido a deshonrarlo. Los nahuales correrían libres, los puñales cortarían los hilos de la vida y los hechiceros pronunciarían los ensalmos fatales. Pero eso era imposible, cada viaje de los pochtecas significaba riquezas, información sobre los lugares donde se fraguaban conjuras o se escondían los bienes que necesitaba Tenochtitlan. Algo debía hacer para evitar que la descarnada rompiera sus ataduras y entrara en las casas. Moctezuma merecía una satisfacción, un reconocimiento que lo pusiera por encima de los comerciantes y silenciara los murmullos.

El dolor de la victoria arrebatada sólo pudo curarse con la llegada de la nueva mujer que le entregó Ahuízotl; el huipil de la hija del Señor de Ecatepec se anudó al manto de Moctezuma delante de los grandes. El mensaje era claro: ese cuerpo sería el primero en el que sembraría la alianza con los hombres poderosos que estaban más allá de Tenochtitlan. Gracias a la boda, Moctezuma se convertía en el heredero de dos tronos. El primero llegó cuando su suegro dejó este mundo.