Cuarta parte

I

El largo papel seguía extendido frente a sus ojos. Sus dedos no podían negarse a sentir la rugosidad de las fibras que se acentuaba en los dobleces. La duda era imposible: los dibujos mostraban la verdad, el miedo de los tlacuilos y los espías garantizaban su exactitud. Las pesadillas eran reales, el mal había regresado a la costa. La desgracia golpeaba a Moctezuma después de varios años de noticias y profecías que no pudo callar. Sus órdenes no tuvieron la fuerza de la mordaza y las murmuraciones se apoderaron de la ciudad.

Moctezuma observó los trazos y su índice comenzó a recorrer las líneas que describían a los hombres cubiertos de metal. A pesar de los rumores añejos, poco sabía de ellos. Sus enviados fueron parcos y nada añadieron a lo que ya conocía: apenas eran un poco más altos que sus guerreros, los pelos de sus rostros eran rígidos como los de un puerco montés, apestaban a sudor rancio y sus dientes estaban podridos, jamás se los habían frotado con la ceniza de las tortillas ni, mucho menos, se sacaban los restos de comida con una espina de maguey. Sus maneras también eran distintas, el escándalo y los modales salvajes marcaban sus acciones.

—¿Sangran? —preguntó Moctezuma con ansia de que las viejas noticias fueran verdaderas.

—Sí —respondió el tlacuilo—, la muerte también los alcanza.

Una exhalación marcó el pecho del soberano. Ellos no eran distintos de los que antes habían llegado a la costa. Los enemigos no eran inmortales; sin embargo, el fuego y los rayos que salían de sus manos eran peligrosos, los venados descornados parecían terribles y sus perros acorazados atacaban a los hombres como seres del inframundo. Ahora lo sabía, la muerte descendía de las inmensas canoas aladas y los recién llegados habían derrotado a los chontales.

 * 

Moctezuma detuvo su mano. No quería volver a tocar los dibujos, un roce de más podría materializar a los enemigos. Durante varios años había tratado de convencerse de que los teúles no regresarían y las grandes canoas jamás volverían a verse en el horizonte. La primera vez que había oído hablar de ellos fue poco después de los grandes huracanes que arrancaron los árboles y destruyeron las casas de la selva; un par había llegado a la costa sin que el mar se atreviera a devorarlos. Los mayas los capturaron y los mataron sin miramientos: uno fue flechado para alimentar a los dioses y el otro perdió la vida después de que encendieron una hoguera sobre su vientre. El rumor de que su carne no era amarga también llegó a sus oídos.

En aquella ocasión, Moctezuma apenas escuchó lo que le contaban. Nada había más allá de las islas que estaban a unas cuantas jornadas de la costa y, a lo más, aquellos seres eran muy parecidos a los deformes que tenía enjaulados en sus jardines. Sus albinos, sus enanos y sus jorobados nada envidiaban de los náufragos peludos. A pesar de esto, su tranquilidad no fue muy larga, las grandes naves volvieron y la guerra llegó a la costa. Cuando los hombres acorazados desembarcaron en Chakán Putún, Moxcoboc los atacó con todas sus fuerzas. Aunque las flechas no mataron a muchos, los supervivientes huyeron sin llevarse los cadáveres, que quedaron abandonados en la playa. Aquella vez, la preocupación no se ensañó con el Tlatoani, si un soberano de poca monta los había derrotado, sus tropas los vencerían en un parpadeo.

Poco a poco, los hechos de Chakán Putún comenzaron a olvidarse. Moctezuma insistía en el silencio, ningún gobernante sin importancia podía tener una victoria que opacara sus glorias. Aún más, los hombres acorazados eran cobardes, unos cuantos flechazos habían bastado para ahuyentados. Sin embargo, ellos volvieron y los espías del Tlatoani los siguieron casi desde el momento en que sus naves se acercaron a la playa. Esta vez eran más y venían dispuestos a la batalla. En Cintla, el soberano de los chontales intentó detenerlos: doscientos de sus guerreros murieron antes de que se rindiera y les entregara su tributo, unas cuantas petacas con joyas y unas pocas mujeres sin marcas de nobleza. La mayoría de esas hembras sobrevivió apenas unos días; los hombres acorazados las penetraron hasta que la vida se les escapó por el sexo ensangrentado.

Moctezuma entregó el papel a uno de sus consejeros. Con una cuidadosa lentitud lo dobló mientras trataba de evitar que sus ojos se detuvieran en las imágenes. Ya nada quedaba por decir. Los espías y los tlacuilos salieron de la sala del consejo. El silencio se impuso entre los guerreros que lo acompañaban. Una señal casi imperceptible determinó el futuro: los hombres que le habían contado los hechos de Cintla debían morir antes de que dejaran el palacio. Nadie en Tenochtitlan podía conocer su historia y los soldados que la habían escuchado se amarrarían los labios.

 * 

A pesar de la oscuridad que ensombrecía los trazos, el mensaje no podía ser puesto en duda. Moctezuma debía sopesar sus consecuencias: los hombres de metal tal vez no se irían y él no tendría más opción que enfrentarlos. Los rayos y el fuego chocarían con la obsidiana. La guerra que jamás había librado estaba a punto de comenzar. La gruesa vena que cruzaba su frente se inflamó para acentuar su gesto, y los guerreros desearon que sus pasos los llevaran a otro sitio. Tuvieron suerte, la furia no se adueñó del soberano. A pesar de lo que había visto, las almas de Moctezuma estaban tranquilas. La confianza en su poder aún le daba la oportunidad de convencerse de que los teúles volverían al lugar de donde habían partido.

Los dioses comen de mi mano… soy invencible, pensó antes de asumir que la derrota de Cintla no podía decidir la guerra. Doscientos chontales muertos no eran nada, esa batalla no podía vencer al miedo que les mordía las almas a los que pronunciaban su nombre.

 * 

La frágil tranquilidad de Moctezuma no duró mucho, apenas habían pasado tres días cuando los mensajeros de Cuetlaxtlan llegaron con peores noticias. Las naves de los teúles seguían avanzando y pronto se verían en los rumbos de Cempoala y el territorio de los huaxtecos. El riesgo no era poco, sus enemigos serían los primeros en encontrarse con los guerreros acorazados.

Los hombres de Cuetlaxtlan abandonaron el palacio sin escuchar una sola palabra. Un levísimo movimiento fue suficiente para que se alejaran sin dar la espalda. Moctezuma necesitaba quedarse solo. Sus consejeros y los guerreros no debían perturbarlo. Valía más que se quedaran afuera, esperando hasta que los muslos se les acalambraran de tanto estar en cuclillas. Nadie debía interrumpir sus pensamientos. La imagen de la derrota se asomó en su corazón y su hígado sintió el golpe del miedo al fracaso; pero él no podía rendirse, la buena muerte era el mejor de sus consuelos.

Necesitaba pensar. Su cabeza no se debía perder en los laberintos de sus almas. Los ojos ciegos de la máscara que sus hombres le habían traído de Teotihuacan lo escrutaban para mostrarle la historia que podía repetirse. Sus dedos comenzaron a recorrerla, a tratar de adivinar la lisura que se ocultaba tras los pequeñísimos mosaicos de turquesa y coral. Poco a poco, Moctezuma descubrió lo que debía hacer: el secreto se encontraba en el pasado, los libros pintados tenían la respuesta.

Durante un instante estuvo tentado a pedir que se los trajeran, pero tuvo que contenerse. Eso era muy peligroso, su rendición ante la historia podía trazar el fin del imperio. La verdad había estado ante sus ojos y ahora debía recordarla: muchas ciudades antiguas habían sido presas del fuego y sus glorias se volvieron tizne cuando alguien fue capaz de unir a los enemigos que estaban marcados por el anhelo de venganza. En Teotihuacan, las viejas marcas de los incendios no se habían borrado a pesar de los siglos. Si ellos, los grandes entre los grandes, habían sido derrotados por los rivales que unieron sus fuerzas, la suerte de los mexicas no podía ser mejor. Moctezuma se encontró con los espectros de la memoria, la historia de las viejas ciudades no podía repetirse.

 * 

El silencio de sus aposentos era absoluto, pero allá, afuera, las desgracias se asomaban en el horizonte y los malos presagios se juntaron para aterrorizar a sus súbditos. Las lenguas de los macehuales no se quedaban quietas y sus manos buscaban los remedios en los amuletos que les ofrecían los brujos de peor calaña. Los ojos de venado, los colibrís disecados y las hierbas trenzadas comenzaron a colgarse donde nadie pudiera verlas. Pero ellos no eran los únicos que tenían miedo, los sacerdotes revisaban en silencio los libros adivinatorios y los guerreros ataban en sus escudos los talismanes que tal vez podrían alejarlos de la mala muerte. Ninguno de los cadáveres de las parturientas quedó entero, todas las tumbas fueron profanadas y los funerales interrumpidos con el filo de las armas. Sus dedos y sus cabelleras eran esenciales para garantizar la victoria y ahuyentar a la descarnada.

 * 

Los augurios retumbaban en su cabeza. Desde que iniciaron, sus ojos los contemplaron con las pupilas secas. Los presagios se revelaron y las almas de los mexicas se retorcieron ante su presencia. Pero aquellos horrores no eran lo único que lo atormentaba, a sus oídos también llegó el rumor que explicaba la causa de las desgracias: los incontables corazones y las escalinatas ensangrentadas no podían ocultar que la soberbia de Moctezuma ofendía a los dioses. Sus enemigos y los traidores, al igual que los miserables y algunos sacerdotes, estaban seguros de que él era el único culpable. A pesar de sus victorias, los vaticinios eran terribles.

Algo de verdad había en aquellas palabras. Mientras su poder crecía y sus rivales bajaban las armas, el orgullo de Moctezuma se había esponjado como si fuera un guajolote en busca de una güila. Por esta razón, varios años antes de que el papel con los teúles se revelara ante sus ojos, él se había convencido de que la piedra en la que ataban a los prisioneros que entregarían su sangre era demasiado pequeña. Su insignificancia le molestaba, esa roca debía recordarles a todos el día en que alimentó a los dioses por vez primera.

Sus palabras fueron obedecidas y los hombres salieron a buscar una nueva. La hallaron cerca de Aculco. Cientos de macehuales fueron enviados para arrastrarla hasta Tenochtitlan. Sus esfuerzos no llegaron muy lejos. Por más que lo intentaron, no les quedó más remedio que aceptar la derrota. En ese instante comenzaron los malos agüeros. A los oídos de Moctezuma llegó la versión de que la piedra los maldijo por su soberbia. La roca sólo ansiaba vencer a los mexicas para mostrarles la desgracia que pronto los alcanzaría.

Moctezuma no aceptó las excusas ni los ruegos y envió más hombres para lograr su cometido. Las cuerdas se entrelazaron para obligarla a seguir adelante pero, cuando cruzaban un puente, un derrumbe detuvo sus pasos. La roca se ahogó en el río y nadie pudo rescatarla. La profecía era inobjetable: los dioses anunciaban su asco ante los corazones que les ofrecían los mexicas.

 * 

La historia de la piedra hundida se convirtió en tabú, pero las lenguas no se quedaron quietas y se desbocaron sin que Moctezuma las pudiera contener. Los presagios apenas comenzaban y un nuevo augurio se reveló ante los mexicas: en las noches, los cielos se aclararon hasta que las estrellas dejaron de brillar. Una luz brotó del horizonte y sus rayos trazaron una inmensa pirámide. Los sacerdotes y los adivinos revisaron los libros pintados, pero su respuesta fue condenada al silencio. La presencia de Yólotl era suficiente para que sus labios se fruncieran.

Tras escuchar las voces temerosas, Moctezuma se encontró con Nezahualpilli. A pesar de la desconfianza, él era el único que podía descifrar el prodigio. Ambos sabían que los dioses no mentían, pero el Tlatoani estaba seguro de que las armas podían cambiar el destino. La conversación ocurrió en secreto. Valía más que así fuera para evitar los murmullos. Nadie sabe si el Señor de Texcoco mintió, pero su voz se convirtió en la certeza de lo siniestro. La luz en el cielo era un anuncio preciso: Quetzalcóatl volvería para anunciar el fin de los tiempos. Sus dichos quedaron proscritos y el espanto penetró en el cuerpo de Moctezuma.

 * 

Las desgracias no terminaron con aquel augurio. El templo de Huitzilopochtli ardió una noche sin que nadie le prendiera fuego. Sus llamas despertaron a todos y las ollas llenas de agua trataron de ahogarlo. De nada sirvieron, la humedad sólo alimentaba las flamas. El dios tutelar daba la espalda a los mexicas. Ellos estaban abandonados a la peor de las suertes, Nezahualpilli tenía razón.

Desde ese día, los rumores se hicieron más fuertes. Las casas de los dioses estaban en peligro y los hombres apenas podían rogar para que los males nunca llegaran. Sus plegarias no fueron escuchadas, en Tzonmolco, un rayo cayó sobre el templo sin que en los cielos se observaran nubes. Nada quedó de él y sus tizones tardaron mucho en dejar de humear.

Los dioses abandonaban a los mexicas, y sus enemigos, cuando se enteraron de los augurios, comenzaron a paladear las desgracias. Aquí y allá, los presagios se transformaban en encuentros casi secretos, en flechas almacenadas y obsidianas lascadas para descubrir los filos que vengarían las afrentas.

 * 

Las almas de los mexicas aún no terminaban de serenarse cuando una estrella humeante se mostró en los cielos de Tenochtitlan. El horror regresaba y Moctezuma tuvo que volver a encontrarse con Nezahualpilli.

Esta vez, con el amargo sabor de la venganza, Nezahualpilli dijo:

—Has de saber que todos los augurios caen sobre nuestros reinos. Tu ciudad y la mía vivirán cosas espantosas. En nuestras tierras y señoríos ocurrirán grandes calamidades y desventuras. Aunque tú no lo quieras, los amos del universo ya decidieron el futuro: no quedará cosa con cosa, habrá innumerables muertes y todo se perderá en nuestros reinos. Y todo esto será permitido por los señores de las alturas, por los amos del día y de la noche, por los dioses de la tierra, de las aguas, del fuego y del aire. Compréndelo y acéptalo con resignación: tú serás testigo de la desgracia, habrás de ver los horrores que en tu tiempo habrán de suceder.

Moctezuma no respondió, apenas apretó su brazo mientras trataba de contenerse. El anuncio del fin del mundo quemaba sus almas. No podía dudar que el tiempo se agotaría y el Quinto Sol moriría por los terremotos, así lo decían los libros sagrados; pero él no podía rendirse. Él alimentaba a los dioses y el universo giraba en torno a Tenochtitlan.

Las palabras del Señor de Texcoco lo hirieron sin misericordia. Nezahualpilli se portaba como un macehual y pensaba como el más burdo de los hechiceros. El hombre de sabiduría había muerto. Moctezuma estaba solo, tenso por la furia que se adueñaba de sus almas. Era cierto que los presagios se mostraban desde hacía varios años, pero también podría ser verdad que sus intérpretes estuvieran equivocados y sus voces mostraran los deseos de los enemigos y los traidores.

Nezahualpilli no permaneció mucho tiempo en Tenochtitlan. Su presencia era peligrosa, su mala sombra podía envenenar a los que aún tenían bravura en el cuerpo. Moctezuma no salió de sus aposentos para despedirlo. Las habladurías eran peligrosas.

 * 

Durante un tiempo los dioses dejaron de asfixiarlo. Las victorias en el campo de batalla y los corazones en los templos restablecieron la confianza. Muchos de los traidores que habían tratado de unirse en contra de Tenochtitlan se encontraron con el Descarnado. Nezahualpilli estaba equivocado, las armas de los mexicas eran invencibles. No faltaba mucho para que la piedra hundida, los adoratorios incendiados y las luces del cielo perdieran su fuerza y se convirtieran en vestigio que apenas se notaría en las entrañas de los enemigos. Moctezuma sabía que la gente no tiene memoria, el festejo del triunfo y una jícara con pulque eran suficientes para que los malos augurios salieran de la cabeza de sus súbditos. Sin embargo, el mal no había sido destruido, sólo esperaba su momento para lanzarse contra sus víctimas. Y así lo hizo: las aguas del lago se hicieron espuma y los gritos brotaron de las gargantas; pero ahí no se detuvieron las desgracias: sin que lloviera, las aguas se desbordaron hasta desmoronar las casas que se encontraban en la ribera.

Moctezuma no pudo dar una explicación convincente. El mal no era de este mundo. Los sacerdotes pronunciaron las palabras de la desgracia y Nezahualpilli las confirmó como un coro ululante. Cuando la inundación terminó, los albinos y los jorobados que estaban en su zoológico dejaron de verlo, mientras que los deformes y los enanos que lo alegraban con sus cabriolas desparecieron de sus comidas. El Tlatoani estaba lejos de todos y su aislamiento se hizo más grande cuando el llanto de la Cihuacóatl comenzó a escucharse en los barrios. Las desgarradas palabras de la llorona lo llenaban todo y ensombrecían la oscuridad. La gente dejó de adentrarse en la noche, ni siquiera los borrachos y los maleantes se atrevían a salir a la calle. La huesuda estaba suelta y nadie quería toparse con su lengua de pedernal.

Cuando las nubes parecían apoderarse del firmamento, un nuevo presagio las convirtió en la negrura perfecta. Los cazadores atraparon una garza que de inmediato fue llevada al palacio. En su cabeza estaba hundido un espejo oscuro donde se veían el cielo y las estrellas. Los que lo vieron, cuentan que Moctezuma fijó la mirada en su lisura, y ahí, como salidos de la nada, comenzaron a dibujarse los hombres ataviados como guerreros. Ellos montaban venados inmensos y a su paso sólo quedaban la muerte y la desolación. De inmediato llamó a sus sacerdotes y adivinos. Nada tardaron en llegar, pero cuando sus ojos se adentraron en la obsidiana, las figuras ya no estaban. Ellos nunca podrían verlas, las imágenes sólo tenían un destinatario que pronto se enfrentaría con la desgracia.

 * 

Durante muchos meses, el sol fue oscuro para Moctezuma, los augurios estrangulaban las almas de sus súbitos y la distancia con Nezahualpilli cada día era más grande. El Señor de Texcoco jamás lo perdonaría. Sin embargo, la suerte terminó sonriéndole pocos años antes de que los hombres acorazados derrotaran a los chontales, las ruedas del tiempo se detuvieron para el texcocano que lo habían apoyado para llegar al trono.

II

Moctezuma se postró ante el cadáver del viejo soberano. Largo fue su hablar y él mismo les arrancó el corazón a los cautivos que lo acompañarían en su viaje al inframundo. Delante de todos, el Tlatoani estaba desconsolado, pero Ixtlilxóchitl sabía que era una farsa. El Señor de Tenochtitlan era peor que las plañideras que se jalaban los cabellos y se arañaban el rostro. Poco antes de que el Descarnado lo abrazara, su padre le había revelado la verdad: Moctezuma jamás permitiría que él ocupara el trono de Texcoco. Así, cuando los grandes señores se reunieron para decidir el futuro del reino, el enfrentamiento se inició sin miramientos.

—Mi padre no está muerto —dijo Ixtlilxóchitl a los ancianos—. Mientras nadie ocupe su trono, él sigue con nosotros y nos obliga a obedecer sus mandatos.

—¿Y qué nos ordena? —preguntó Yólotl con sorna.

—Algo simple, que Texcoco siga existiendo y su rey no sea un juguete.

—Todos estamos de acuerdo con eso —replicó el viejo guerrero.

Ixtlilxóchitl se levantó. La furia lo poseía.

—No, no todos estamos de acuerdo, tu amo quiere imponer al soberano.

—Mientes, él ni siquiera está aquí y mi voz apenas se escucha —respondió Yólotl tratando de contenerse.

—Moctezuma quiere que Cacama se siente en el trono de Texcoco.

—Mientes. Mi Señor sólo quiere que la sangre real permanezca, tú y tu hermano tienen los mismos derechos. Si te atreves a arrebatárselos, estarás torciendo lo mandado por los dioses, y si llegas al trono sin el apoyo de todos serás maldito. La única manera en que podrías permanecer es uniéndote a nuestros enemigos, pero eso también sería traicionar a tu padre.

Los consejeros los obligaron a tranquilizarse. Valía más que la reunión se pospusiera. Ixtlilxóchitl y Yólotl no tuvieron más remedio que aceptar.

 * 

Las sombras eran las aliadas del enviado de Moctezuma. Mientras Ixtlilxóchitl se reunía con los pocos fieles que le quedaban, Yólotl se transformó en el nahual y la lengua que todo lo concede. Los indecisos tenían un precio y él podía pagarlo, los tesoros del soberano de Tenochtitlan sobraban para comprarlos. Cuando llegó el momento de elegir, las palabras de Nezahualpilli fueron olvidadas y las manos respaldaron a Cacama.

Durante unos pocos días, Ixtlilxóchitl fingió resignación, pero una mañana desapareció. Aunque nadie lo decía, todos sabían a dónde se había ido: se refugiaba en los montes de Metztitlán. Ahí estaban sus partidarios y pronto comenzó a levantar un ejército que avanzaría en contra de su hermano. Sus palabras eran pocas y precisas: Cacama es lo mismo que Moctezuma, el reino de Moctezuma es el fin de Texcoco.

El llamado de Ixtlilxóchitl no sólo fue escuchado por sus fieles, los enemigos del Tlatoani también lo hicieron suyo y sus tropas pronto comenzaron a ser apoyadas por los guerreros que venían de la Huasteca y de Atlixco, de Huejotzingo y de Tlaxcala. Incluso, sus mensajeros llegaron hasta el lejano Tehuantepec. La guerra había comenzado.

 * 

—Tu tiempo llegó —dijo Moctezuma.

Su voz era imperativa y cada una de sus palabras se transformó en el eco que repitieron las paredes de la sala del consejo. La discusión era imposible. A pesar de lo ocurrido, el soberano no estaba sorprendido: su rival sólo había hecho lo que esperaba. La huida a Metztitlán y las armas en alto eran previsibles. Él lo sabía, Ixtlilxóchitl jamás se inclinaría ante su presencia, los rencores de Nezahualpilli tatuaban sus almas.

Cacama no necesitaba explicaciones. Sus tropas tendrían que avanzar contra los guerreros que seguían a su hermano. La batalla no sería sencilla y su vida pendía del más delgado de los hilos, los dioses quizás estaban del lado de Ixtlilxóchitl y él apenas contaba con la benevolencia de Moctezuma. La duda asomó en su mirada sin que pudiera contenerla.

El soberano lo observó con calma. Se acercó a Cacama y lo tomó del brazo. La fuerza de su mano no era una amenaza.

—No te preocupes… Yólotl y los suyos estarán a tu lado.

Las palabras del Tlatoani casi eran un alivio, el todopoderoso no lo dejaría solo y la suerte le sonreiría. El cuerpo de su hermano debía quedar en el campo de batalla y sus hombres más bravos, alimentar a los amos del universo.

 * 

Las tropas partieron y los dioses las abandonaron. Los cuerpos destrozados en las batallas no le dieron la victoria. Por cada guerrero de Ixtlilxóchitl que caía, aparecían diez más. Su hermano había conseguido lo que parecía imposible, los enemigos de Moctezuma casi estaban unidos. Una voz bastó para que trataran de repetir las historias de las ciudades quemadas. Los antiguos libros tenían razón: el deseo de venganza fortificaba la alianza contra los mexicas.

Tras varios días de combate, Cacama tuvo que retirarse a Tenochtitlan con la derrota a cuestas. La vergüenza le ardía, las ansias de lograr la victoria se habían vuelto en su contra. Jamás había desobedecido al Tlatoani, pero sus deseos de mostrarse más grande lo habían llevado al fracaso, los guerreros mexicas no pudieron alcanzarlo y la ausencia de sus armas fue definitiva.

Ixtlilxóchitl siguió avanzando sin que nadie se le opusiera. Al llegar a Otumba, sus tropas se detuvieron, había que esperar un poco antes de iniciar la batalla definitiva.

 * 

En el palacio, la reunión transcurría tensa. Cacama sentía que la furia del soberano estaba a punto de tocarlo. Una palabra bastaría para que se convirtiera en alimento de los zopilotes. A su lado estaba Yólotl dispuesto a echarle en cara su avance precipitado y junto a él se encontraba Cuitláhuac, el único hermano al que Moctezuma le tenía confianza.

Durante un rato el Tlatoani los dejó hablar y así siguió hasta que las recriminaciones lo hartaron. De nueva cuenta, había sucedido lo esperado: Cacama era demasiado brioso y su hermano calculaba cada uno de sus movimientos.

—Están enfermos por la derrota —dijo.

Los tres hombres bajaron la mirada.

—Así es, así tiene que ser… la derrota nos duele a todos, pero eso ya no importa —murmuró Moctezuma.

—Nuestros hombres… —dijo Cuitláhuac.

—Nuestros hombres no participarán en más batallas, ellos sólo acompañarán a Cacama para que no quede duda de nuestra alianza. En el fondo, Ixtlilxóchitl no es tan peligroso… seguramente traicionará a los que lo siguen… eso será suficiente para derrotarlo —respondió el soberano.

—Pero… —murmuró Cacama.

Moctezuma sonrió. Su mueca estaba perfectamente calculada, quería castigarlo, pero no sobajarlo.

—Tu hermano tiene un precio. Piensa en él… todo lo que dice de mí y de ti no vale nada. Si nuestros enemigos lo apoyan no es porque tenga razón, sólo me odian y son capaces de unirse a cualquiera para luchar en mi contra. Date cuenta… Ixtlilxóchitl quiere riquezas y honores. El poder no le importa…

—Puede ser —respondió Cacama.

—No puede ser… es. Y tú tendrás que pagarle.

Cacama se movió inquieto.

—Una tercera parte de los tributos de Texcoco serán para él.

—Es mucho —replicó Cacama.

—Texcoco vale más que eso. Cuitláhuac irá a Otumba a negociar… tú te quedarás a mi lado hasta que regrese.

 * 

Los días se volvieron lentos para Cacama. Los mensajeros iban y venían de Otumba sin decirle nada. Moctezuma no lo había repudiado y se comportaba como si nada pasara, más de una vez lo invitó a verlo comer y juntos sonrieron por las cabriolas de los jorobados y los enanos que regresaron al comedor tras la muerte de Nezahualpilli.

Así pasó el tiempo, hasta que una noche el Tlatoani lo llamó a la sala del consejo. Sekjä lo acompañaba y Cacama no se atrevió a preguntarle por el ánimo del soberano.

Entró a la sala. Ahí estaban Cuitláhuac y Yólotl.

Moctezuma señaló una estera.

—Mañana volverás a Texcoco.

—Sí —respondió lacónico.

—Y mañana mismo le pagarás a Ixtlilxóchitl.

—Sí —dijo Cacama.

—Ya vendrá el tiempo en que dejarás de hacerlo.

Cacama asintió con un movimiento.

—Por favor, déjenos solos —dijo Moctezuma.

Cuitláhuac y Cacama salieron de la sala. Antes de abandonar el recinto, el hermano del Tlatoani tomó al joven por el brazo y sonrió.

—No te preocupes, todo está bien.

Moctezuma se acercó a Yólotl. El viejo guerrero comprendió sin necesidad de palabras.

—Tendrás que volver a ser mi nahual.

La mano de Yólotl acarició el cuchillo que estaba en su cintura.

—Ve con los tuyos y haz lo que tienes que hacer…

 * 

Yólotl partió la siguiente noche. Sus pasos sólo podían darse en la oscuridad. Avanzó como jaguar y sus ojos iluminaron las sombras. Llegó a Otumba y esperó a que las tropas de Ixtlilxóchitl cayeran en las manos de los señores del sueño. Su víctima estaba confiada, las petacas llenas de chalchihuites, plumas y joyas emborrachaban sus almas.

El viejo guerrero no logró su cometido. Los hombres de Ixtlilxóchitl lo capturaron. No hubo juicio, tampoco existió piedad. Durante muchas horas trataron de hacerlo hablar, pero ni las uñas arrancadas, las cuencas vacías o el despellejamiento lograron su cometido. No tenía caso seguir adelante, Yólotl jamás traicionaría a su amo. Así, antes de que amaneciera, lo ataron a un árbol y lo cubrieron de ramas de ocote. La resina ardió con rapidez y Yólotl se retorció sin pronunciar una palabra.

Días más tarde, los enviados de Ixtlilxóchitl llegaron a Tenochtitlan. Moctezuma los recibió y los colmó de regalos. Ninguna palabra de lo sucedido se pronunció, pero cuando el chocolate llegó a sus labios las voces brotaron con cautela.

—Gran Señor, uno de sus guerreros más cercanos trató de asesinar a Ixtlilxóchitl.

—Una desgracia… una verdadera desgracia —respondió Moctezuma—, pero ese hombre actuó sin mi permiso… los dioses son testigos de que sólo he buscado la paz. Dime quién es y su familia conocerá la muerte. El enemigo de mis amigos también es mi enemigo.

Los hombres de Ixtlilxóchitl volvieron a Otumba satisfechos después de mirar los cuerpos desollados de los hermanos y los sobrinos de Yólotl. Moctezuma tuvo que cumplir su palabra; sin embargo, cuando ellos se fueron, la negrura llegó a sus almas. Cada vez estaba más solo, Cuitláhuac y Cacama eran los únicos que permanecían a su lado. Los rehenes que vivían en el palacio también lo traicionarían, ni siquiera Sekjä le sería fiel.

Siete veces la luna cruzó el cielo antes de que el Tlatoani se dejara ver. Cuando salió de sus aposentos se veía más delgado y su mirada quemaba como el fuego que derrite el oro. En la orilla de sus uñas estaban las marcas de lo que había ocurrido, la sangre derramada era la prueba del doloroso placer que había asesinado sus penas.

 * 

Los grandes de Tenochtitlan guardaban silencio. Sólo Moctezuma podía iniciar la reunión. El futuro pendía de un hilo y los principales parecían impasibles.

Durante unos instantes, los miró para descifrar sus rostros y cuerpos.

Un movimiento sería suficiente para delatar el miedo, la cobardía y la traición.

Moctezuma buscaba los ojos apagados, las respiraciones que intentaran contenerse, las manos que apenas temblaran. Necesitaba esperar, la mudez estaba de su lado y ellos sentirían su fuerza como un tizón en las entrañas.

Así transcurrieron los instantes hasta que tomó la palabra.

—Todos lo sabemos —les dijo sin que su voz revelara sus sentimientos—, los teúles derrotaron a los hombres de Cintla y ya están cerca de Cempoala… no nos engañemos, desde hacía mucho sabíamos de ellos y los dioses nos confirmaron su presencia… La guerra es inevitable.

Las bocas de los principales siguieron mudas.

Ninguno se atrevió a decir una palabra que pudiera contrariar a Moctezuma.

El Tlatoani aguardó un momento. Cada uno de sus movimientos parecía dar tiempo para que los principales pudieran pensar.

—Los escucho…

La voz del Tlatoani no podía ser desdeñada y sus ojos señalaban al interlocutor preciso.

Nadie debía hablar antes del hombre indicado.

—Los hombres de Cintla que fueron derrotados no significan nada —dijo Cuitláhuac—, ellos no se comparan con nuestros guerreros. La cobardía no cabe en nuestras almas. Avancemos a la costa, ahí los venceremos.

Las palabras de Cuitláhuac, que recién había tomado el trono de Iztapalapa, eran necesarias. A partir de ese instante ninguno de los grandes de Tenochtitlan podía negarse a la guerra so pena de parecer un cobarde.

—¿Estás seguro? —preguntó Moctezuma.

—Sí.

—Piénsalo un poco… te lo ruego, piénsalo un poco. No hay duda de que nuestros ejércitos son invencibles y que la bravura está en cada uno de nuestros guerreros. Tienes razón, la cobardía no cabe en nuestras almas… ninguno de los que están aquí puede contradecirte a menos que sea un debilucho. Sin embargo, hay algo que debemos considerar… si salimos a enfrentarlos corremos dos riesgos, las tropas de Tlaxcala, Cholula, Huejotzingo y Atlixco podrían atacarnos por la espalda mientras nos enfrentamos a los teúles, o podrían avanzar hacia Tenochtitlan, que quedaría casi indefensa.

—Aún más —intervino Cacama— el camino más rápido hacia la costa nos obligaría a enfrentarnos con nuestros enemigos y después con los teúles. Nuestras tropas nunca llegarán completas y los de Tlaxcala podrían impedir la llegada de refuerzos.

—¿Entonces? —la voz de Cuitláhuac sonó casi como una afrenta.

—Tu duda es buena —dijo Moctezuma—, pero tu corazón olvida la historia… ya hemos derrotado a muchos y cada vez que nuestros enemigos han tratado de unirse descubrimos su lado flaco. Hagamos lo que tenemos que hacer, hagamos lo que siempre hemos hecho. Nuestra gente tiene que observarlos para descubrir sus debilidades, nuestros mensajeros deben encontrarse con ellos para mostrarles nuestra fuerza… Si los teúles miraron cómo sus soldados fueron entregados a los dioses, a ellos les bastará con una muestra de poder y una invitación para irse.

—¿Y si avanzan? —volvió a preguntar Cuitláhuac.

—Eso no importa —respondió Moctezuma—, algunos no entienden a la primera. Quizá sea necesario dejarlos acercarse… aún tienen la soberbia de su victoria en Cintla y seguramente terminarán enfrentándose a nuestros enemigos… aunque no lo creas, ellos se convencerán de que los teúles son nuestros aliados, cada regalo que reciben los hace parecer lo que no son. Y, si acaso los hombres acorazados logran derrotarlos, morirán en nuestro valle.

III

A pesar de la demostración de poder, los teúles siguieron avanzando. El gran sol de oro, las joyas y las plumas que les entregaron en la costa no bastaron para que entendieran el mensaje: Moctezuma les daba la oportunidad de retirarse sin que las armas les arrancaran la vida. Los enemigos lo ignoraron y hundieron sus naves. El retorno ya era imposible. Con cada uno de sus pasos, el miedo se hacía más fuerte y entraba en las casas como si fuera lodo podrido. En los barrios de Tenochtitlan, los macehuales repetían los rumores que llegaban desde las tierras de los huaxtecos. Sus palabras transformaban a los enemigos en gigantes acorazados y sus armas convocaban al rayo y al trueno. A pesar de su hambre sin límites, los dioses se habían olvidado de los corazones y los cuerpos desollados. El Tlatoani tal vez era el responsable de lo que ocurría. En la costa, los teúles se habían unido a los enemigos de los mexicas. Los días eran terribles. El sol se apagaba sin que nadie pudiera evitarlo, la muerte lo lamía y el tiempo se agotaba.

Nezahualpilli quizás había tenido razón y sus palabras mordisqueaban el hígado a Moctezuma. En la oscuridad de sus aposentos, la voz del texcocano resonaba con la opacidad que viene del inframundo: Tu ciudad y la mía vivirán cosas espantosas. En nuestras tierras y señoríos ocurrirán grandes calamidades y desventuras. Aunque tú no lo quieras, los amos del universo ya decidieron el futuro: no quedará cosa con cosa, habrá innumerables muertes y todo se perderá en nuestros reinos.

El sueño y el deseo abandonaron a Moctezuma. La sonrisa delante de los bufones apenas era un compromiso que cumplía aunque las tortillas le supieran amargas y las salsas tuvieran el gusto del trapo. Las sombras eran las dueñas de sus espíritus, pero nunca mostró sus pesares. Sus consejeros, los grandes guerreros, los sacerdotes y Cuitláhuac no descubrieron las tinieblas en su mirada y sus palabras jamás revelaron la congoja. Ante ellos era el que tenía que ser. Los murmullos y los susurros eran lo único que perturbaba su imagen. Sekjä y los jóvenes nobles que permanecían como rehenes sabían que ya no visitaba las alcobas de sus mujeres. El cuerpo de Tayhualcan seguía sin ser tocado y las delgadísimas telas terminaron guardadas en una petaca donde las arañas merodeaban para tejer entre sus fibras.

 * 

Moctezuma caminaba en sus jardines y la vena de su frente no encontraba sosiego. Nadie debía mirarlo en esas condiciones, sólo Cacama seguía a su lado. El resto de los principales se había ido para atender sus asuntos después de que los recibió con premura. Los arsenales y los graneros de Tenochtitlan no podían ser olvidados, y los tributos debían cobrarse sin despertar sospechas. Cada obsidiana que llegara a Tenochtitlan mermaría el ánimo de los traidores que se sumaban a los teúles. Lo que había ocurrido en Cempoala era un aviso que no podía ser ignorado: el cacique gordo se había unido a los invasores y los pueblos cercanos lo habían seguido. A cada paso, sus fuerzas se volvían más grandes. El odio y las ansias de venganza los unían en contra de los mexicas.

Aunque la lengua le hervía, Cacama no se atrevía a romper el silencio. Moctezuma lo quería, pero eso no le permitía cuestionarlo. El Señor de Señores sólo abriría la boca cuando así lo decidiera.

Los pasos del Tlatoani iban a ninguna parte y sus ojos en nada se detenían. Así siguió, hasta que, sin una razón aparente, se quedó quieto.

—Me equivoqué… esa demostración no fue suficiente para que se dieran cuenta de nuestro poder; las desgracias nunca llegan solas… los males y el hambre tampoco estuvieron de nuestro lado —murmuró Moctezuma.

Cacama lo tomó del brazo. Necesitaba que lo sintiera cerca, que su apoyo se revelara en la mano firme.

—No hace falta… —dijo el Tlatoani, su voz sonaba agradecida, capaz de comprender el rudo amor de Cacama—. No podemos engañarnos. Tú y yo lo sabemos… los males de la costa no fueron suficientes para que la vida se les fuera por la cola, el hambre tampoco pudo derrotarlos. Los gruñidos de sus entrañas no los obligaron a equivocarse… los teúles no se treparon en sus bestias para atacar a los pueblos cercanos y robarse la comida… eso era lo que debían hacer, eso era lo que tenían que hacer.

Durante un instante, Moctezuma observó a Cacama, el fantasma de su padre no estaba en sus pupilas y las armas de Ixtlilxóchitl jamás quebrantaron su lealtad.

—Algo salió mal… ¿quién puede decirme que los palos que cruzan para invocar a su dios no los protegen de todo? —la voz de Moctezuma sonaba hueca, opaca, como si cada una de sus palabras surgiera de una caverna—. No entiendo lo que pasa, los dioses que destruyeron en nuestros templos no los castigaron. Los rayos no los fulminaron y el viento no les arrancó la carne. Alguien les advirtió lo que sucedería… tal vez por eso torturan a su dios, sólo cuando está derrotado les dice lo que ocurrirá… tú viste los dibujos, su dios es un vencido, un sacrificado que se niega a alimentar a los amos del universo…

Cacama se sintió obligado a hablar.

Moctezuma puso su mano en el hombro.

El soberano de Texcoco debía transformarse en una estatua con la lengua encadenada.

—Yo esperaba que se treparan en sus bestias para robar y los huaxtecos los atacaran. Aunque quisieran parecer amenazantes, los teúles estaban débiles, sus almas no tenían de qué agarrarse… los hombres de Cempoala pudieron acabar con ellos en una sola batalla.

—Pero tú les diste comida, les enviaste regalos —replicó Cacama.

Moctezuma casi se sorprendió con sus palabras, el Señor de Texcoco no entendía sus planes y tampoco podía vivir la tensión que se apoderaba de él. Cada jugada parecía la definitiva, cada decisión que tomaba podía terminar en una desgracia. Moctezuma no podía equivocarse. Su delgado torso se hinchó con el aire que lentamente salió de sus pulmones.

—Tenía que hacerlo… cada mazorca y cada joya eran un mensaje… sólo les mostraba mi poder y los ahuyentaba, pero ellos no comprendieron… Ésa será su desgracia… aunque no lo creas, los tlaxcaltecas terminarán ayudándonos. Los teúles no llegarán muy lejos, la muralla de Tlaxcala marcará el fin de sus vidas.

El Tlatoani siguió caminando hasta que quedó sentado frente a un ahuehuete. Las ramas eran el reflejo perfecto de sus almas, ninguna apuntaba hacia las alturas, todas se esforzaban para acariciar el suelo.

—Nuestros hombres… —dijo Cacama.

—Nuestros hombres lo pueden todo y ninguno puede dudar de sus armas, pero en este momento no harán nada, absolutamente nada… un movimiento equivocado provocaría la derrota. Los teúles seguirán adelante y tal vez convenzan a muchos, pero eso no importa. Los tlaxcaltecas harán lo que tienen que hacer… durante muchos años han estado rodeados y el hambre los ha vuelto peores. Ellos se convencerán de que los teúles son nuestros aliados y los enfrentarán… cada regalo que reciban, cada vez que yo rechace nuestro encuentro, creerán que estoy uniéndome a ellos.

Moctezuma se levantó, tomó el brazo de Cacama y se fue sin decir una palabra. La ausencia de Yólotl le ardía en las almas. El viejo guerrero era el único que habría podido conseguir que sus planes no corrieran riesgos. La muerte de su nahual y su lengua emponzoñada lo dejaron solo, a Cuitláhuac le sobraban bríos y Cacama no tenía la maldad necesaria.

—Yólotl lo habría logrado —murmuró antes de entrar al palacio con la frente en alto.

El hombre apesadumbrado no podía mostrarse ante los cortesanos. Las sombras de sus espíritus se quedaron enredadas en las ramas del ahuehuete.

 * 

Los mensajeros tenían las marcas del camino. Sus pies estaban sucios, en sus torsos y sus frentes el sudor trazaba líneas y sus rostros tenían las marcas del polvo que se convirtió en lodo. Los fuelles de su pecho aún no recuperaban el ritmo y en sus ojos estaban clavados los puñales del miedo. Las malas noticias se pagaban con la vida. Sekjä no se atrevió a detenerlos para exigirles que se lavaran antes de entrar al recinto donde los esperaban Moctezuma y los principales. Las palabras de Cuitláhuac no podían ser desobedecidas.

—Los rituales no importan, que pasen de inmediato —dijo sin mirarle la cara.

La soberbia del Señor de Iztapalapa era más grande que la del Tlatoani.

Los mensajeros entraron con la mirada baja y se arrodillaron mucho antes de que sus ojos pudieran descubrir las manchas de las pieles que adornaban el trono.

—Señor, gran Señor —dijo el primero.

El Tlatoani fijó la vista en él y Cuitláhuac pronunció las palabras:

—Habla, el Señor de Señores te escucha.

—Cingapacinga fue atacada por los teúles. La ciudad ya no está en manos de Huitzilopochtli, su templo fue profanado y su sagrada imagen fue destrozada sin que los rayos cayeran sobre los enemigos.

La imagen del templo presa de un fuego que no se apagaba volvió al corazón de los consejeros. Unas cuantas palabras habían sido suficientes para que los recuerdos explicaran el presente: los dioses les estaban dando la espalda.

Una voz dura y artera espantó sus miedos.

—¿Y los guerreros? —volvió a interrogarlo el Señor de Iztapalapa.

—Muertos.

Las palabras del recién llegado provocaron un murmullo.

Moctezuma miró a sus consejeros. Ninguno podía mostrar sus pesares delante de los miserables. Un susurro permitiría que los muertos de hambre dieran gusto a sus lenguas cizañeras.

—¿Algo más? —preguntó Cuitláhuac.

—Sí, otra canoa llegó a la costa, los teúles tienen más hombres y vienen con más bestias para treparse.

Moctezuma apenas movió la mano. Los mensajeros abandonaron la sala del consejo sin dar la espalda y con la mirada baja.

—Dales algo, lo merecen —dijo a Cuitláhuac antes de levantarse del trono.

El Tlatoani no quería hablar con sus consejeros. A pesar de las palabras de su hermano, los mensajeros se encontrarían con la descarnada. Ellos, por haber escuchado el murmullo de los principales, no debían conocer la luz del día.

 * 

Las malas noticias no tenían freno. Unos pocos días después, Moctezuma supo que los teúles y sus aliados habían capturado a varios de sus guerreros. Los tenían enjaulados y los traidores se orinaban sobre ellos. Sus risas y burlas materializaban el odio añejo. Las palabras de los mensajeros eran funestas, los soldados mexicas serían devorados por los rivales que les negaban la posibilidad de acompañar a los dioses. El cacique gordo de Cempoala y sus seguidores sólo querían tragárselos, ésa era su venganza, su manera de adueñarse de las almas de aquéllos que alguna vez los habían derrotado.

 * 

La sangre de Moctezuma era amarga. Cuando la espina salió de su pantorrilla no tuvo más remedio que olisquearla. Nadie lo miraba y la punta de su lengua tocó la roja espesura. La pureza se había ido, los días de abstinencia y las noches sin sueño no habían podido purificarla. Su sabor era extraño, distinto de los cuerpos de los sacrificados que habían llegado a su boca. Sin embargo, su sangre no anunciaba hechizos ni sombras perdidas, el mal de ojo o las putrefacciones tampoco. Las maldiciones no estaban en su cuerpo.

La base del cuello le dolía, sus músculos estaban contraídos. Se movió con cuidado, el jaguar aún estaba dentro de él. Lentamente, sus dedos tocaron a los hijos de la lluvia que aún seguían en la jícara. Sus dedos sintieron la miel de maguey, y sin pensarlo se los llevó a la boca. La pegajosa dulzura no mitigó la pena que llegó de Cingapacinga, ni pudo alejar la historia de los guerreros capturados. Cuando los hongos entraron a su cuerpo, Huitzilopochtli y Tezcatlipoca se revelaron ante sus almas y le hablaron como si fueran sus hermanos. Sus palabras fueron claras: no debía encontrarse con los teúles.

La revelación no lo sorprendió. Si él se acercaba a la costa, el imperio correría el más grande de los peligros. Los enemigos al frente y a la espalda eran un riesgo que no podía tomar. Él sólo podía dar una batalla.

 * 

Con la revelación a cuestas, Moctezuma se levantó y salió del santuario. A unos pasos lo esperaba Cuitláhuac.

—Nuestros hombres fueron liberados, el teúl dice que quiere ser tu aliado.

Moctezuma sonrió.

—Los enemigos a veces se equivocan —dijo a su hermano mientras lo tomaba del brazo.

IV

La preocupación hundía los rostros. Los principales se tragaron sus palabras después de que escucharon a los mensajeros. Los muros del palacio todo lo oían y las paredes no eran tan gruesas para evitar que se escaparan. Moctezuma entró a la sala del consejo; sus ojos eran pedernales afilados y en su rostro se dibujaba la sonrisa de triunfo. Sus pasos eran lentos, quería que todos lo vieran, delante de ellos no estaba un soberano con el alma arrugada; ahí se encontraba el jaguar invencible, el hombre que todo lo podía, el que jamás sería derrotado.

Se sentó en el trono y se pasó la mano por la barba. Sus dedos sintieron los pelos hirsutos y se detuvieron en su bezote dorado. Guardó silencio, la teatralidad era necesaria. Los dioses le habían hablado y sus planes eran perfectos.

—Éste es el momento de las decisiones… los escucho.

La voz de Moctezuma sonaba fuerte, poderosa.

—Hablen —reiteró.

—El problema es claro —dijo Cuitláhuac—, los teúles se mueven y nosotros tenemos que decidir si los enfrentamos o los dejamos seguir adelante.

Moctezuma sonrió y asintió con un movimiento.

La violencia de Cuitláhuac era predecible, ahora sólo necesitaba atizarla. El tiempo de mostrar sus planes aún no había llegado.

—Tienes razón —dijo Moctezuma—, todos sabemos eso desde que llegaron a Cempoala… los teúles están dispuestos a la guerra y no quieren detenerse aunque los invitemos a largarse. Ustedes conocen los mensajes que les hemos enviado. Insisto, tienes razón, pero la pregunta es distinta… ¿qué haremos?

El momento de dejar libre la lengua había llegado.

—Todos sabemos lo que tenemos que hacer —dijo Cuitláhuac—, no podemos meter en nuestra casa a los que nos quieren echar. Si llegan a Tlaxcala, sus fuerzas serán más grandes y nadie podrá detenerlos. Avancemos ahora, una parte del ejército puede cuidarnos la espalda, mientras la otra acaba con los teúles. Una señal de tu mano será suficiente para que miles de escudos se lancen contra ellos.

Moctezuma lo escuchó con calma. La lisura de su frente no se quebró por la vena de la furia. Todo ocurría como él lo esperaba.

—¿Hay otras opiniones? —preguntó con calma.

Cacama levantó la mano y Moctezuma asintió con un movimiento.

—Dejémoslos acercarse, son los enviados de un rey poderoso, necesitamos entenderlos, tenemos que descubrir sus verdaderos planes.

—¿Y si entran a Tenochtitlan? —lo cuestionó Moctezuma.

—No necesariamente tienen que hacerlo, los caminos son peligrosos —la voz de Cacama sonaba segura, absolutamente confiada—. Esperemos a ver qué sucede en Tlaxcala, todo puede pasar, y quizá sólo tengamos que combatir contra unos cuantos. El viejo Xicoténcatl está ciego, pero su bravura no dejará que nadie con las armas en la mano entre a sus dominios, además está su hijo, que es tan fiero como Cuitláhuac. Ellos, tal vez sin quererlo, actuarán como nuestros aliados.

—¿En verdad crees que los tlaxcaltecas están de nuestro lado?, ¿en verdad estás seguro de que se olvidarán de los años de guerra y se lanzarán en contra de nuestros enemigos? No seas ingenuo, los tlaxcaltecas sólo esperan una oportunidad para apuñalarnos —dijo Cuitláhuac con sorna.

Cacama no se amilanó. La furia del Señor de Iztapalapa no lo hizo recular.

—Tienes razón —respondió con una calma que sorprendió a todos—, no creo que los tlaxcaltecas se vuelvan nuestros aliados, pero los dioses actúan de forma misteriosa y los hombres que se dejan llevar por la furia terminan en los despeñaderos. Yo sé lo que te digo, el recuerdo de mi derrota ante Ixtlilxóchitl todavía me persigue; yo sé que la prudencia derrota las lanzas. No podemos precipitarnos. Necesitamos paciencia, necesitamos hacernos más fuertes y esperar a que los dioses nos enseñen el camino.

Moctezuma miraba a Cacama, aunque no tenía manera de defender sus palabras, seguía aferrándose a ellas con tal de apoyarlo.

—Prudencia —dijo Moctezuma.

El silencio llegó a la sala aunque los ánimos seguían exaltados.

—Necesitamos ser prudentes… una sola derrota sería suficiente para que todos nuestros enemigos se sumen a los teúles. Ellos están esperando que nuestras armas sean vencidas para decidirse. Su miedo es nuestro aliado, el gordo de Cempoala no tiene fuerza y los muertos de hambre que están en el camino son poca cosa… ¿Qué significan dos o tres mil escudos? Nada, absolutamente nada… los nuestros son más que las estrellas. Cuitláhuac tiene razón, necesitamos enfrentarlos… sin embargo, la prudencia de Cacama no puede ser ignorada. Sus palabras no son cobardes, son cautas, y eso es importante. Sólo tenemos una oportunidad para derrotarlos, únicamente podemos librar una batalla y ninguno debe quedar vivo.

—¿Y mientras esperamos? —lo cuestionó Cuitláhuac antes de que los susurros se adueñaran de la sala.

—Siempre hay otras maneras de herirlos… la oscuridad también es nuestra aliada.

 * 

El corredor estaba solo. La imagen de Sekjä apenas se advertía en la lejanía. Moctezuma y Cuitláhuac avanzaban en silencio. Después de lo ocurrido en la sala de consejo, ninguno tenía el coraje suficiente para acercarse a ellos.

—¿Estás en mi contra? —preguntó Cuitláhuac.

Moctezuma se detuvo y lo tomó del brazo.

—Jamás —dijo.

La seguridad de sus palabras no podía ser puesta en duda.

—Entonces…

—Te pido que esperes.

Cuitláhuac intentó hablar, pero Moctezuma lo detuvo. Por primera vez en su vida, el Amo de Iztapalapa sintió la caricia de su hermano. La mano no podía mentirle, su aspereza no era capaz de ocultar lo que sentía.

—No me obligues a suplicarte… yo sé lo que estoy haciendo.

Cuitláhuac asintió y sonrió con amargura.

—Perdóname, dudé.

—No tengo nada que perdonar, la bravura te domina y eso es comprensible. Tú eres mi mano armada… cuando llegue el momento, la sangre de los teúles teñirá tu cuerpo.

Moctezuma sonrió. No necesitaba hacer otra cosa. A pesar de las dudas, todo estaba claro para su hermano, había que esperar.

 * 

La noche era oscura. Ninguno de los astros quería mirar lo que estaba a punto de suceder. La muerte se anunciaba en las tinieblas y ni siquiera la llorona se atrevía a salir de su morada. El mal andaba libre y los buenos sueños huyeron de Tenochtitlan. Los colibrís disecados, los ojos de venado y las hierbas trenzadas que colgaban en los rincones de las casas de los macehuales se movían muy despacio, sin que el viento los tocara.

Moctezuma esperaba. La ansiedad no se mostraba en sus músculos. Las líneas que las venas trazaban en sus brazos apenas pulsaban. Para descubrir la fuerza de su torrente había que poner una mano sobre su piel. El lugar estaba oscuro, apenas unas antorchas de ocote descifraban las vetas de las piedras, mientras que el humo del copal abrazaba las vigas del techo. Los convocados de los cuatro lados del mundo estaban a punto de llegar y Sekjä les abriría el paso sin que nadie pudiera verlos. El plan del Tlatoani no podía ser conocido.

El sonido de los huaraches en el pasillo anunció su presencia. Los recién llegados no avanzaban con rapidez, la mayoría arrastraban los pasos. La juventud los había abandonado. No tenían prisa, las palabras de Moctezuma valían menos que sus poderes.

El Tlatoani no se levantó y ellos entraron. Ninguno bajó la mirada, sus labios se negaron a sentir el sabor de la tierra. El olor de la podredumbre se adueñó del lugar. Las nubes de copal nada pudieron contra la pestilencia de la carroña y el humor de los animales de la noche. La devoradora de corazones avanzaba al frente. La vieja estaba desgreñada, las guedejas de su cabeza casi eran sólidas por los coágulos que se habían ido acumulando durante años de muertes. En su boca, la negrura apenas se interrumpía por los dientes que a fuerza de limas se habían convertido en filosos colmillos. Ninguno era blanco, todos estaban manchados por el humo del tabaco y la verdosa corrupción que los carcomía. Sus ropas eran harapos y su cuerpo estaba teñido con la sangre de los zopilotes y los murciélagos. En sus brazos, los cueros viejos y flácidos colgaban como la piel de una rata añosa que pronto se convertiría en un ser de la noche.

Tras ella venían los nahuales, los que sabían soltar las serpientes y los alacranes que no pueden ser vistos por los hombres, los que duermen a la gente para que se despeñe sin que nadie pueda evitarlo, los que lastiman las pantorrillas y detienen los pasos, los que invocaban los malos aires y los que tienen la mirada que une los males. Nunca habían estado juntos, tanto poder mataría al que intentara reunirlos.

—Hagan lo que tienen que hacer —dijo Moctezuma.

La devoradora de corazones bramó y los hijos de la noche se adueñaron del universo.

Moctezuma los miraba y los dejaba seguir adelante.

—Púdranse, llénense de llagas, que sus entrañas se harten de muerte, que sus pasos se pierdan y sus sombras se diluyan.

El murmullo del Tlatoani apenas podía escucharse. Los gritos y los aullidos de los hechiceros lo llenaban todo.

Afuera, casi lejos, Sekjä se enconchaba en uno de los rincones. El deseo de tener un poco de cera para retacarse los oídos carcomía su corazón. Si una sola palabra de los hechiceros se le metía en el cuerpo, sus días estarían contados. Su miedo era terrible y sus labios jamás podrían pronunciar una palabra sobre lo que había sucedido. Una mirada de Moctezuma lanzaría a la devoradora de corazones y a los nahuales en su contra.

Los hechiceros se fueron cuando el sol amenazó con su presencia.

Sekjä los escoltó hasta que dejaron el palacio y volvió para encontrarse con Moctezuma. El lugar del mal lo esperaba y la imagen de la muerte se clavó en sus ojos. Sekjä había visto demasiado y sus almas conocerían todos los tormentos hasta que abandonaran su cuerpo, los hechiceros eran sus dueños.

 * 

Trece días pasaron antes de que las noticias llegaran a Tenochtitlan. En esa ocasión, Sekjä había sido advertido, nadie debía enterarse del arribo del mensajero.

—¿Siguen vivos? —preguntó el soberano.

—Sí, mi Señor, los teúles siguen vivos.

Moctezuma se pasó la mano por la barba y la lisura de su frente se fracturó con una línea.

—¿Sus pasos renguean?

—No, mi Señor, sus pasos son firmes.

—¿Se tocan el vientre?

—No, mi Señor, sus manos sólo detienen las armas.

—¿Sus ojos están perdidos?

—No, mi Señor, sus miradas están fijas en el camino.

Moctezuma se levantó del trono y caminó hacia el mensajero. El hombre no pudo gritar: la puñalada le destrozó el cuello.

Sekjä se llevó la mano a la boca.

—Mis jaguares tienen hambre —dijo Moctezuma.

Las explicaciones sobraban, Sekjä, junto con los hombres que cuidaban los jardines del palacio, se encargaría de que el cadáver tuviera el destino señalado. Él guardaría silencio y ellos no tendrían manera de saber lo que pasó, la sombra de la duda o el deseo de preguntar serían suficientes para que la línea de sus vidas se interrumpiera.

 * 

Al llegar a sus aposentos, Moctezuma metió las manos en la jícara. El agua quedó enrojecida. Poco a poco empezó a limpiar su puñal. Sus dedos se detenían en cada muesca y acariciaban el filo. La muerte del mensajero no le pesaba: Hice lo que tenía que hacer, lo necesario para salvar al imperio. Su murmullo no podía ser escuchado por nadie.

Sin que lo deseara, su rostro se reflejó en el agua. La imagen era nítida, las sombras y las manchas de los malos augurios no se mostraban en la superficie.

—Ahora lo sé y eso es lo que importa… la carne de los teúles es muy dura y sus espíritus no duermen. Pero eso puede arreglarse, donde los hechizos fallan, las obsidianas triunfan.

Entonces levantó la jícara y se bebió su contenido. La sangre del mensajero no era impura.

 * 

—No puedes equivocarte —dijo Moctezuma al encargado de las riquezas del palacio—. Cada vez que los teúles lleguen a un pueblo, mis mensajeros tienen que estar esperándolos para darles nuevos regalos. No tiene caso dudar de lo que dicen… creamos que están enfermos del corazón y que el oro puede curarlos. Cada vez que se encuentren con ellos, mis enviados deben pedirles que no avancen, que no entren en las tierras de los tlaxcaltecas, pues son mis enemigos… entiéndelo, ni el oro ni las palabras pueden faltar.

—Sí, mi Señor, así se hará.

El encargado de las riquezas de palacio estaba incómodo. Las manos sudorosas no podían ocultarse. Los gastos eran excesivos. Los tributos que llegaban de los cuatro lados del mundo no alcanzaban para mantener el equilibrio.

—No te preocupes —lo tranquilizó Moctezuma—, yo sé lo que estoy haciendo.

El cortesano asintió con un movimiento apenas visible.

—Sí, mi Señor, sus deseos nunca se equivocan.

 * 

Moctezuma no se equivocó. Cuando Cortés llegó a Tlaxcala sólo se encontró con los escudos dispuestos. Frente a él estaban las tropas de Xicoténcatl y los guerreros hñähñu que se unieron para enfrentarlo. Las noticias que llegaron a Tenochtitlan no podían ser puestas en duda: dos bestias de montar habían caído con el cuello desgarrado, muchos hombres de Cempoala se habían quedado tirados con las entrañas de fuera, y la sangre de más de uno de los soldados acorazados había fecundado la tierra. Sus fuerzas se empequeñecían a cada paso y el momento de la última batalla parecía acercase. El miedo se enroscaba en el cuerpo de los teúles, más de uno quería largarse, muchos temblaban en las noches y los gritos de las pesadillas eran los amos de su campamento. Su jefe sabía que ya no era posible colgar a los cobardes, la sola presencia de la cuerda provocaría que las armas se desenvainaran en su contra.

Las dudas de Cuitláhuac desparecieron, su única preocupación eran las tropas que debían estar listas para partir en el momento en que los teúles se retiraran de las tierras de Xicoténcatl. La confianza también volvió a las almas de Moctezuma. Ningún mensajero conoció la muerte y todos, en el momento en que dejaron el palacio, tenían un collar de chalchihuites.

 * 

La llegada de los mensajeros sólo era motivo de júbilo. Los tiempos en que Sekjä los hacía entrar a la sala del consejo sin que se cumplieran los rituales estaban olvidados. Ahora tenían que lavarse y quitarse los huaraches antes de pisar los finos petates. La mugre de su ropa no podía insultar a Moctezuma. Incluso los demonios que atormentaban los espíritus del rehén comenzaron a encontrar la paz. Los horrores que hirieron sus ojos y orejas por fin tenían sentido, las maldiciones de los hechiceros habían logrado que los planes de Moctezuma fueran perfectos. El Señor de Señores nunca se equivocaba. Así se lo dijo a su padre el día que llegó a Tenochtitlan para postrarse ante el gran Tlatoani.

Esa mañana no tenía que ser distinta. Antes de que entraran a la sala del consejo, Sekjä revisó a los mensajeros que venían de Tlaxcala. Las arrugas en las tilmas fueron tensadas, los cabellos acomodados con precisión y sus cuerpos olisqueados para asegurarse de que el sudor no llegaría a la nariz del soberano.

Entraron.

—El Señor de Señores los escucha —dijo Cuitláhuac.

—Los teúles siguen guerreando contra nuestros enemigos, la muerte se lleva a muchos.

—¿Algo más? —preguntó el Señor de Iztapalapa.

—Sólo eso gran Señor.

Cuando los mensajeros dejaron el recinto, Moctezuma se levantó de su trono. No era necesario que se quedara para comentar las noticias, los hechos hablaban solos. Con calma avanzó hacia sus jardines, a su lado estaban Cacama y Cuitláhuac.

—El tiempo de la guerra ha llegado —dijo el Señor de Iztapalapa.

—Tal vez haya que esperar un poco —respondió Moctezuma.

—No lo sé, tal vez deberíamos enviar un emisario a Tlaxcala.

—¿Para qué?

—Propongámosles una alianza… ellos nos necesitan y todos los teúles conocerán la muerte.

—No, hay que esperar… no podemos precipitarnos, el joven Xicoténcatl, el hijo del ciego, es brioso como tú y nos ayuda sin darse cuenta… si nuestros guerreros le tienden la mano, él se dará cuenta de nuestros planes.