Quinta parte

I

Después de las batallas con finales indecisos, los tlaxcaltecas bajaron las armas. Aunque el joven Xicoténcatl insistía en que acabaran con ellos, los ojos ciegos de su padre lo obligaron a contenerse.

—Esta guerra no tendrá buen final —dijo antes de que los teúles llegaran a Tlaxcala.

El joven no respondió, apenas inclinó la cabeza y se fue sin despedirse. Esa tarde, él fue una ausencia en el encuentro con los españoles. A pesar de la rabia de Xicoténcatl, el soberano tenía razón: si los combates seguían, Moctezuma sería el único vencedor. Los ejércitos diezmados no podrían oponerse a sus soldados y los mexicas se convertirían en los dueños del mundo. El viejo conocía el pasado y sabía que la historia podía repetirse, Tenochtitlan sólo sería derrotada cuando todos se volvieran uno y el hombre que mandaba a los teúles podía sumar a los rivales.

 * 

Cuando se reunieron, el viejo soberano sopesó las almas de don Hernán. Su lengua sentía el sabor de los guisos sin sal y sus escasas muelas se esforzaban para destrozar la carne tiesa. A pesar de la importancia del encuentro, la pobreza de Tlaxcala no podía ser escondida. Uno de los consejeros murmuraba a su oído, cada una de sus palabras describía a los teúles y le revelaba sus movimientos, sus miradas, la forma que adquiría su pecho cuando suspiraban. El anciano se sentía tranquilo, sus ropas tejidas con fibras de maguey no eran peores que las de sus invitados. Los castellanos ya mostraban los estragos de la guerra y la marcha: muchas corazas estaban abolladas y los cueros que las sostenían tenían las mordidas del tiempo. La comida que ofreció tampoco lo hizo sentirse menos, ellos se habrían tragado cualquier cosa sin que el deseo de grasa y vino se les fuera de la boca. La miseria de Tlaxcala no podía ofenderlos y ellos tal vez ignoraban que se había iniciado cuando Moctezuma sitió su reino.

Las palabras que la mujer del barbudo le traducía eran cuidadosas, casi lo ofrecían todo sin comprometerse a nada. En esos momentos no podía exigirle más, la caída del soberano de Tenochtitlan era suficiente para aliarse.

Nada quedaba por discutir. El tlaxcalteca entregó algunas mujeres a los teúles y, en la oscuridad de su ruinoso palacio, se reunió con su hijo.

—Tú avanzarás al frente de los guerreros —dijo.

—Pero ellos son nuestros enemigos —respondió Xicoténcatl.

—Tal vez, pero tenemos que aceptar la única opción que nos queda, los rivales de los mexicas tienen que ser nuestros aliados.

—¿Y después?

—Ya veremos, la alianza tendrá que pagarse y la sal volverá a los platos. El barbudo sabe que nuestro apoyo es decisivo y eso tiene un precio.

 * 

Los teúles abandonaron Tlaxcala con sus tropas engrandecidas. Las largas filas que abrían los valles no tardaron en llegar a Cholula. Las noticias que llegaban a Tenochtitlan eran contradictorias, la matanza era lo único que las unía. En un solo combate, los guerreros acorazados y sus aliados habían asesinado a la mayoría de los pobladores y el fuego convertido en cenizas una buena parte de la ciudad sagrada. No quedó piedra sobre piedra y los dioses no destruyeron a los españoles y sus aliados, los palos cruzados que apuntaban al cielo tenían más fuerza que los corazones sangrantes. Las razones de la matanza no eran claras: algunos estaban convencidos de que era una venganza de los tlaxcaltecas, otros juraban que la emboscada de Moctezuma había fracasado y unos más decían que los miles de cadáveres eran una demostración de lo que sucedería en Tenochtitlan. Fuera cual fuera su causa, el miedo llegó a la capital del imperio.

Aunque Moctezuma trató de minimizar la desgracia, los grandes de Tenochtitlan no le creyeron y, cuando la gran emboscada que les habían tendido tras la matanza de Cholula había sido descubierta y esquivada por los teúles, la certeza de que los enemigos llegarían al valle se transformó en fatalidad. Todo había fracasado.

 * 

Los ceremoniales ya no tenían sentido. Cuitláhuac y Moctezuma estaban lejos de los filos de las pupilas, más allá de las orejas y las lenguas que bifurcaban sus puntas. Ni siquiera Sekjä se atrevió a quedarse en el corredor para adivinar los deseos del soberano. Cuando los petates cegaron la entrada, se fue para otros rumbos y los jóvenes cortesanos lo siguieron con las orejas gachas y el cuerpo encogido.

La leña que ardía en los braceros y el aroma del copal eran inútiles, las sombras no huían y el aire podía cortarse con el filo de las palabras. El lugar olía a ira contenida, a las recriminaciones que estaban a flor de piel. Pero nada de esto importaba, Moctezuma tenía que decir la verdad, su hermano aún lo veía a los ojos y quizá podía hablar con la lengua sin nudos.

—No te atragantes… las palabras también envenenan —dijo.

Cuitláhuac lo observó, necesitaba asegurarse de que Moctezuma no tenía dobleces, la furia también podía esconderse en las aguas más tranquilas.

El Tlatoani sostuvo su mirada, en sus ojos no habitaban las llamas ni los pedernales.

—Habla… te lo suplico —el ruego del soberano no era fingido.

La respiración de Cuitláhuac era densa, pesada, incapaz de llegar a los cielos. Estaba seguro de lo que sucedería. La bilis negra amargaba su boca y los gusanos de la ira se cebaban con sus entrañas.

—Te equivocaste —murmuró Cuitláhuac—, de nuevo, te equivocaste. Me diste la espalda y todos lo pagaremos.

Moctezuma asintió con un movimiento apenas notorio.

—Puede ser… —respondió.

Su voz no era poderosa, la palabra imbatible no salió de su garganta.

El todopoderoso se había largado, en su lugar estaba el hombre que deseaba arrancarse las tenazas. Cuitláhuac tenía que oírlo sin que el miedo y el poder lo subyugaran.

—¿Sabías que la emboscada fracasaría? —lo cuestionó Cuitláhuac.

La pregunta no sorprendió a Moctezuma.

—No —respondió el soberano—, los teúles siempre se movieron como yo lo esperaba, esta vez me decepcionaron… quizá nos conocen y eso es peligroso… tal vez ya pueden adivinarnos.

—Te equivocaste, yo tenía razón —reiteró Cuitláhuac.

—Tal vez… pero eso no importa, el futuro está en manos de los dioses y los hombres que todo lo pueden…

Los ojos del soberano recorrieron el lugar. La penumbra lo dominaba todo, el silencio se imponía con tanta fuerza que les ataba el hocico a los jaguares de sus jardines.

Suspiró. La larga exhalación era necesaria para seguir adelante, el camino que había emprendido no tenía retorno.

—Tú y yo no tenemos derecho al remordimiento —dijo Moctezuma—. Nuestra sangre es distinta… no podemos arrepentirnos. Si alguna vez lo hiciéramos, nuestra debilidad quedaría delante de todos… el cuchillo, los venenos, los nahuales y los hechizos nos alcanzarían sin que pudiéramos evitarlo. Tú asesinaste a tus hijos y sus fantasmas no te persiguen, yo también tengo las manos ensangrentadas y los espectros de los engendros de Axayácatl no tienen el valor de torturarme, los perros de Tízoc tampoco se aparecen en mis sueños… El día que supe cómo mataste a tus hijos me di cuenta de que debías estar a mi lado, hacías lo que tenías que hacer y les arrebataste la vida con tal de mantener el imperio… eso es lo único que importa.

Moctezuma no mentía. Cuitláhuac lo escuchaba y no tenía más remedio que asentir.

—Acepta lo que somos… —dijo el Tlatoani—. Tú y yo matamos cuando es necesario. Lo sabes bien… todos nos odian aunque sus palabras quieran mostrar lo contrario. La tierra en los labios sólo alimenta la venganza… Nosotros hacemos lo que tenemos que hacer y enfrentamos las consecuencias sin espantarnos por la muerte. No tenemos otras opciones y las alternativas se van cuando pronunciamos una orden… Entiéndelo, nunca rectificamos ni aceptamos un error… lo único que podemos hacer es volver a mandar.

—Pero todavía podemos hacer algo —dijo Cuitláhuac—, nuestros guerreros son invencibles.

—¿Y si nos derrotan?

—Tú sabes lo que pasaría, moriríamos peleando.

La voz de Cuitláhuac se escuchaba segura, absolutamente convencida.

—Entiéndeme… una derrota sería suficiente para que todos se lancen en nuestra contra… Tenochtitlan caería y no quedaría cosa con cosa —le advirtió Moctezuma sin darse cuenta de que en sus palabras ya estaba la impronta de Nezahualpilli.

—Pero si no peleamos…

—Nadie dijo que no tomaríamos las armas.

Moctezuma se levantó y caminó durante unos instantes. En su rostro, la sonrisa comenzó a dibujarse.

—Todavía podemos hacer algo, la última pieza no se ha movido.

—¿Qué haremos? —preguntó Cuitláhuac.

—Dejémoslos entrar… cuando llegue el momento preciso levantaremos los puentes y ellos terminarán atrapados como las bestias en las jaulas… en todo el universo no existen suficientes canoas para que sus aliados puedan apoyarlos. Se quedarán solos, lejos de los refuerzos que nunca llegarán… ellos no pueden vencernos, cada uno de sus pasos los acerca a la muerte, a las armas que tú tendrás en la mano.

Cuitláhuac lo miró.

—Tú también debes aceptar algo —dijo.

—¿Qué?

—Ésta es nuestra última oportunidad.

—No… ésta será la victoria definitiva —respondió Moctezuma.

El soberano tomó el brazo de su hermano, quería estar solo. A pesar de los presagios y las malas noticias, Moctezuma debía convencerse de que no estaba equivocado, ése sería el único combate. Los cadáveres que quedarían tirados en las calles de Tenochtitlan, las casas que se transformarían en hogueras y los tullidos que se arrastrarían hasta el fin de sus días no tenían ningún valor. Costara lo que costara, los enemigos serían derrotados.

 * 

Tenochtitlan se ensombrecía a cada paso de los teúles y sus aliados. Aunque el sol se mostrara en los cielos, la negrura se apoderó de sus calles. Las madres les cerraban el paso a sus hijos y los obligaban a quedarse, los hombres se resistían a ir a las chinampas y todos buscaban la manera de protegerse. Las afiladas navajas y las duras lanzas siempre estaban a su alcance, pero tal vez no serían suficientes; los amuletos volvieron a colgarse en las entradas de las casas y en los rincones más oscuros mientras se pronunciaban los conjuros que invocaban a los nahuales.

El mal estaba cerca y nadie podía detenerlo. Las petacas se llenaron con los granos, que eran cuidados como si fueran lágrimas de los dioses, y los chiles se secaron con el humo de los comales. La gran ratonera no sólo podía atrapar a los teúles. Las lenguas se movían sin ataduras y los murmullos infectaban el aire. Aquí y allá se susurraba que Moctezuma estaba perdido, vencido por los espíritus que salían de los rayos que vomitaban las armas de los españoles, por eso —cuando la noche se volvió impenetrable— él ordenó que los bultos sagrados de los dioses se sacaran de los templos y se ocultaran donde nadie pudiera hallarlos. Las grandes pirámides ya sólo eran un pedrerío sin sentido.

Los únicos que recorrían las calles eran los soldados: las armas debían estar listas y los arsenales dispuestos. Cuitláhuac se reunía con los guerreros y estudiaba los puntos débiles, sus ojos se detenían en los gruesos maderos de los puentes y el deseo de sangre lo obligaba a sentir su saliva. Habría una batalla y tenía que ser definitiva. Un error sería suficiente para que la vida de los mexicas tiñera los lagos. Aunque nunca se los dijo, los soldados también estaban seguros de que el destino de Tenochtitlan estaba a punto de llegar a su desenlace.

 * 

Los teúles siguieron avanzado, nada podía herir sus pantorrillas ni abrirles las plantas. Los hechizos no podían contra ellos. Cacama aceptó sus órdenes y salió a su encuentro. Sin dar explicaciones, Moctezuma dijo que él era el único que debía recibirlos, Cuitláhuac podía equivocarse, el odio hervía en sus venas y sus navajas estaban hambrientas. Valía más que esperara su momento. Los enemigos tenían que sentirse confiados, capaces de hacer a un lado sus armas de trueno y despojarse de sus hierros ante la posibilidad del sueño sin pesadillas. Entonces los puentes se levantarían para que las obsidianas humedecieran sus filos.

 * 

Los cortesanos que barrían el suelo que pisaría el enviado de Moctezuma abrían la marcha. A los lados de Cacama avanzaban algunos nobles y tras ellos seguía una escolta de guerreros. Los penachos, las pieles de jaguar y las armas que reflejaban los rayos del sol parecían incontables. Los ojos de los hombres no alcanzaban a vislumbrar al último de ellos.

Cortés los miró con una calma cuidadosa. El leve temblor que a veces se asomaba en su párpado no le jugó una mala pasada. Los pendones colorados y amarillos se extendían con el viento para sonar como los látigos, y los tambores comenzaron a redoblar mientras los enviados de Moctezuma se acercaban.

Así siguieron hasta que llegaron.

Cacama estaba frente al capitán de los teúles. Apenas los separaban unos pasos y Cortés avanzó hacia él.

—El Señor de Señores lamenta no estar aquí, se siente indispuesto y nuestras almas están apesadumbradas —dijo Cacama.

Los labios de la mujer que poseía las palabras casi rozaron el oído del teúl y la sonrisa se dibujó en su rostro.

—Pues sigamos adelante para encontrarnos con él, mis médicos pueden sanar todos los males —respondió don Hernán.

Cacama no intentó detenerlos. Allá, en Iztapalapa, Cuitláhuac los esperaba para escoltarlos durante el último tramo del camino.

 * 

Cacama observaba a los teúles. Eran hombres y sangraban, no eran muchos y sus armas tampoco parecían indestructibles. Había que seguir adelante, la trampa se cerraría y los guerreros se cubrirían de gloria.

El soberano de Texcoco casi se sentía tranquilo, sólo la distancia con Cuitláhuac lo ensombrecía, ya no tenía más remedio que reconocer su error: si las tropas mexicas hubieran avanzando, los teúles no habrían llegado tan lejos.

 * 

Los españoles y sus acompañantes siguieron avanzando, y después de unas pocas jornadas llegaron a Iztapalapa. Ésa era su última parada antes de entrar a Tenochtitlan. El desprecio y la ira estaban en los ojos de Cuitláhuac. La ceremonia del encuentro apenas duró lo estrictamente necesario para que la fuerza de los guerreros penetrara en los ojos de los teúles. Sus armas eran los espectros que los atormentarían. El hermano de Moctezuma apenas le habló a don Hernán, su voz sólo tenía que ser escuchada por sus hombres, por aquéllos que anhelaban la sangre de los enemigos y deseaban que sus colmillos desgarraran la carne de los que se habían atrevido a desafiarlos.

Ninguno de los habitantes se acercó a mirar a los teúles y sus aliados, Cuitláhuac les había prohibido que salieran de sus casas, sus palabras también amenazaron con la muerte a los recién paridos que se atrevieran a llorar. El silencio tenía que ser absoluto, los fantasmas y las pesadillas debían ser los únicos dueños del espacio.

Con los augurios a cuestas, los teúles y los mexicas avanzaron hacia uno de los largos puentes que atravesaban las aguas para llegar al centro del universo, a la capital del imperio que se extendía por los cuatro rumbos del mundo.

 * 

Los guerreros acorazados no podían dejar de mirar lo que les salía al paso, el puente era tan ancho que ocho caballos juntos podían cabalgar sin tocarse, y la ciudad les quemaba los ojos de tan blanca. El aire era transparente. El olor de las escalinatas ensangrentadas aún no les golpeaba la nariz y el zumbido de las moscas verdosas y gordas todavía no se adentraba en sus orejas.

Siguieron avanzando y llegaron ante la puerta fortificada. Cortés se detuvo para contemplarla. Si los puentes se levantaban, quedarían irremediablemente atrapados. Dudó en dar el siguiente paso. La tentación del cebo no era suficiente para que se adentrara en la trampa; tal vez debía exigir que Moctezuma se presentara ante él.

Poco a poco volvió el rostro, el aliento contenido de sus hombres y sus aliados lo obligó a moverse. Si se retractaba, su gloria terminaría en un orinal cuyas natas contarían la historia de aquél que tal vez lo habría podido todo.

La puerta se abrió y mil principales de Tenochtitlan avanzaron. Con un movimiento perfecto se inclinaron para que sus dedos tocaran el suelo y pudieran llevárselos a la boca. Cortés no tuvo palabras, el número de los hombres era infinito y su riqueza ahogaba a la de su rey.

Cacama y Cuitláhuac lo observaban, el poder de los mexicas lo había doblegado.

—Ellos te acompañarán —dijo Cuitláhuac.

El capitán de los teúles asintió después de escuchar a su mujer.

II

Él lo sabía, los teúles tenían que esperarlo. No había ninguna razón para apresurarse, cada instante que pasara jugaba a su favor. Cuando el sol ya se había ensañado con sus enemigos, el ruido de las escobas los obligó a mirar al frente, cientos de nobles descalzos barrían el suelo que pisaría el soberano, tras ellos venían los que colocaban los petates virginales. Los pies de Moctezuma no podían tocar la tierra, tampoco podían seguir las huellas de otros.

En el preciso instante en que el sol quedó a su espalda, el soberano de Tenochtitlan se mostró bajo un toldo de plumas verdes del que colgaban adornos de oro y plata. Los mástiles que lo sostenían estaban en las manos de los guerreros más poderosos. Sus cuerpos marcados por las cicatrices narraban la historia de sus combates; las viejas heridas eran una advertencia que revelaba el destino de sus rivales, los mexicas nunca serían derrotados.

Moctezuma avanzó con parsimonia. Véanme, tiemblen, decían sus movimientos. A sus lados estaban Cuitláhuac y Cacama. Sus ojos eran idénticos a los de las serpientes. Lo blanco había desaparecido y la oscuridad los cubría. El soberano era el poder invencible. La gente que estaba a los lados de la calle se hincaba y bajaba la vista. En todo el universo no había un hombre que pudiera mirar su rostro. El silencio era total, absoluto, ni siquiera un suspiro podía interrumpir sus pasos.

 * 

Cortés descendió de su caballo. La tentación de caracolearlo no le duró mucho, la posibilidad de que pareciera una amenaza lo disuadió antes que pudiera clavarle las espuelas. En ese momento no podía retarlo, valía más tener los pies en la tierra y dar un paso al frente. Aunque el miedo lo tensaba, trató de mantener la sonrisa que poco a poco se convirtió en un rictus. La suerte ya estaba echada: debía fingir que nada pasaba, que el desplante del soberano era poca cosa, por eso extendió los brazos y trató de abrazarlo.

Malintzin intentó detenerlo. Ese movimiento era una ofensa que no podía permitirse. El cuerpo de Moctezuma no podía ser profanado. Un rozón bastaría para ensuciarlo. Cuitláhuac y Cacama le impidieron acercarse.

Don Hernán dio un paso atrás y bajó la mirada. Más valía quedarse quieto. Una falla sería suficiente para que sus hombres murieran, lo mejor era dejarse llevar sin oponer resistencia.

Moctezuma avanzó hacia él y con una cuidadosa calma se despojó de uno de sus collares. Las conchas coloradas incendiaban la vista y las cuentas doradas, tan grandes como una nuez, las obligaban a resaltar. En silencio se lo ofreció. A pesar de las callosidades de la guerra, las manos del soberano eran delicadas. Ninguno de sus movimientos era precipitado, el sudor no estaba sus palmas y el temblor no delataba sus miedos. Cortés lo tomó con cuidado, se lo puso y agradeció con una afectadísima reverencia. Lentamente comenzó a quitarse el que tenía, los falsos brillantes destellaron y el Tlatoani se lo puso después de sopesarlo. Esas piedras podrían deslumbrar a muchos, pero sus destellos no tuvieron la fuerza para meterse en los ojos de Moctezuma.

—Vamos —dijo Cacama.

 * 

Los teúles se adentraron en la ciudad. En las azoteas la gente se asomó para mirarlos después de que pasó el soberano. Por más gallardía que fingieran y por más fuerte que sonaran sus tambores, los castellanos habían perdido su aura. Los soldados que venían de lejos ya no eran un grupo uniforme, las corazas de metal se alternaban con las prendas de algodón que habían conseguido en el camino, los escudos claveteados y las rodelas emplumadas se entreveraban en sus filas, muy pocas alpargatas cubrían sus pies y los huaraches de mecate trenzado estaban en su sitio; incluso las largas picas convivían con las puntas de pedernal. Algunos iban en camillas. Las heridas de la guerra y los males del cuerpo podían llevárselos en cualquier momento.

 * 

Los dientes de Moctezuma estaban tintos por el cacao mezclado con achiote. El agua de los dioses alimentaba su cuerpo. Sólo unos cuantos teúles fueron recibidos en el palacio. Todos estaban en silencio y así permanecerían hasta que el soberano se dignara a pronunciar una palabra.

—Yo soy de carne y hueso… soy mortal y palpable —dijo Moctezuma mientras Malintzin traducía sus palabras—. Algo de riqueza me queda… nada de ella es mía, sólo son cosas que me dejaron mis abuelos. Tú lo has visto… mi ciudad es pobre y mis hombres no quieren la guerra. Sé mi huésped, mi amigo, mi aliado.

Cortés se tardó unos instantes en responder. El discurso del soberano era extraño, sus palabras parecían mentiras y su cuerpo se movía como si fueran verdaderas.

—Gracias, Señor, su merced y yo seremos amigos —dijo.

—Que los dioses así lo quieran.

Cuando Moctezuma terminó de hablar, una joven entró al recinto.

—Es mi hija —dijo el Tlatoani.

Cortés intentó levantarse, pero el soberano lo obligó a permanecer en su sitio con una seña. Su movimiento no fue violento, pero la fuerza se mostraba en su delicadeza. Nadie, absolutamente nadie podía desafiarla.

—Es mi hija… —repitió Moctezuma— que ella se convierta en la garantía de nuestra alianza. Tú y yo seremos uno gracias a su cuerpo.

—Se llamará Isabel —respondió Cortés.

Malintzin observó a la hija del soberano y supo lo que pronto sucedería. Lo que en ese momento ocurría no era diferente de lo que ya había ocurrido con las mujeres que los teúles habían recibido en Cintla, en las tierras de los huaxtecos y en Tlaxcala. Su hombre la penetraría hasta que su vientre pariera; después, su destino sería incierto. Cuando los mexicas fueran derrotados, ella arrastraría a su bastardo delante de los hombres que llenarían las páginas sobre las ruinas del imperio, tal vez Isabel recibiría unas tierras y sólo los dioses sabían si conservaría su nombre y su sangre. En esos momentos, apenas podía mirarse como unas piernas abiertas y un vientre fecundo. Por más noble que fuera, la nueva hembra no le dolió, la hija de Moctezuma no era dueña de las palabras.

—Vayan —dijo el soberano—, sus aposentos los esperan… la casa de mi padre tiene las puertas abiertas.

 * 

Los españoles entraron al palacio de Axayácatl. No hubo necesidad de que Cortés ordenara nada, el miedo estaba enquistado en sus hombres. Los pasos recorrieron los corredores y llegaron a las azoteas, los ojos buscaron los puntos débiles y no se tardaron en encontrar los lugares en donde podrían defenderse de las puntas y las piedras. Poco a poco, el viejo palacio comenzó a transformarse en la fortaleza donde los teúles rogarían a los santos para resistir el ataque de los endemoniados. Los soldados también comenzaron a palpar las paredes. Sus dedos ansiosos recorrían el enjarre para tratar de descubrir las fisuras que ocultaban los tesoros anunciados en el puente. A pesar de su avaricia, ninguno se atrevió a pegar con fuerza, los leves golpeteos les parecieron suficientes para descubrir las oquedades. El tiempo de la rapiña y el botín aún no llegaba, un error podía costarles la vida.

 * 

Cortés y sus hombres llegaron a sus habitaciones, las sirvientas los esperaban con la mirada baja. Las dejaron hacer sin oponer resistencia aunque las manos de las mujeres se volvieron torpes. Las hebillas y los nudos, el peso de las corazas y las perneras, y las prendas que no parecían acabarse las obligaban a buscar caminos nunca antes vistos. Por fin, los hierros abandonaron sus cuerpos y entraron a los temazcales con miedo. No los asaron y los puñales tampoco les arrancaron la vida. El vapor y las hierbas aromáticas se adueñaron de sus almas.

Ésa fue la primera vez que sus músculos se relajaron. La sensación de paz era irresistible, capaz de obligarlos a olvidar las espadas y los arcabuces. Cerraron los ojos y las imágenes de la riqueza se filtraron en sus sueños, el deseo de hidalguía les parecía poca cosa, los marquesados y los condados se aparecieron ante su mirada ciega. Ninguno intentó tocar a las mujeres, las muchas urgencias no podían ponerlos en riesgo, los falos enhiestos no debían invocar la muerte.

 * 

Malintzin también estaba en sus aposentos. Se dejó llevar y permitió que las manos limpiaran su cuerpo. El vapor que nacía de las piedras enrojecidas y la frescura del agua virgen la recorrían para devolverle la limpieza que había perdido en los caminos. Los cadáveres que se habían quedado tirados en Cholula, el recuerdo de las mujeres muertas tras violaciones incontables y las noches con el miedo a cuestas se diluyeron sin que pudiera oponer resistencia.

Durante un instante recordó el momento en que deseó las hierbas que purificarían su cuerpo después de que fuera profanado por los chontales. Ellos la compraron cuando apenas había dejado de ser una niña. Malintzin era su propiedad, su juguete, la rajada que podía penetrarse sin humedades ni culpas. Aquella imagen no llegó muy lejos, y lo mismo ocurrió con el sonido que provocaba la panza de su segundo dueño cuando se estrellaba contra su carne. Durante muchos años, ella había sido nada, menos que nada. Sólo era una muerta de hambre que apenas se atrevía a sobrevivir. Sin embargo, tras la derrota de Cintla, su vida cambió: fue entregada a los teúles junto con otras mujeres. Aquella vez tuvo suerte, don Hernán no la obsequió a la soldadesca que la penetraría hasta morir. Tuvo suerte, el barbudo pagaba sus compromisos con carne, por eso la entregó a uno de sus hombres más cercanos. La marca que aquel español dejó en su cuerpo tampoco tuvo la fuerza para convertirse en un imperativo. No pasó mucho tiempo antes de que Cortés la recuperara: ella era su voz, su lengua, su mujer.

Cuando volvió a su habitación, sobre la estera más grande estaban sus ropas nuevas; el recuerdo de las telas apenas labradas la obligó a detenerse. Ya no era una miserable. Sus manos comenzaron a recorrerlas y se perdieron entre los hilos y las joyas. La mujer que nada valía estaba muerta y su cadáver había quedado olvidado en las tierras lejanas. Ahora era la doña, la dueña de las palabras, la mujer ante la que todos debían inclinarse. Delante de ella nadie se atrevería a pronunciar las letras fatales, puta era apenas un murmullo que no quebraba sus sueños.

Esa noche, el lecho de Malintzin se transformó en la soledad infinita. Su hombre estaba en otro lugar y la hija de Moctezuma apretaba las mantas para resistir sus embestidas. Él hacía lo que tenía que hacer y nadie podía oponerse. El ahogado quejido no sería escuchado por nadie, y si acaso llegaba a las orejas de algunos, aquéllos que lo oyeran sólo sonreirían: el capitán se divierte, diría uno; la alianza se consuma, murmuraría otro. Sin embargo, para Cortés, las piernas abiertas eran la primera derrota del Señor de Señores. Él se la cogía mientras imaginaba que jodía a Moctezuma. Cuando terminó de moverse, se levantó sin mirarle el rostro, la mancha colorada que interrumpía la blancura de la manta era la señal que buscaba.

 * 

Los días en Tenochtitlan transcurrían marcados por la contradicción, la curiosidad por los teúles se entrelazaba con el odio y las buenas maneras de Moctezuma se unían con los deseos de muerte. Aunque sus ojos se ensombrecían, ninguno de los hombres acorazados se atrevió a tratar de detener los puñales de los sacerdotes. Las enrojecidas escalinatas del gran templo, el largo tzompantli y los cuerpos troceados los obligaban a mirar hacia otro lado. El tiempo de derrumbar los ídolos aún no llegaba. En el muro de los cráneos, la cabeza casi descarnada de uno de sus caballos se convirtió en la profecía que convocaba las pesadillas. Cada picotazo de los cuervos que hurgaban sus cuencas era idéntico a las cartas que leían las gitanas. La sangre y las fauces de los mexicas estaban más allá de lo que podían resistir. Para ellos era mejor aceptar que los hombres que los guiaban los llevaran a otros lugares: el mercado de Tlatelolco, las calles de los barrios, los talleres de los orfebres y las chinampas que hacían crecer el territorio de la ciudad.

No pasó mucho tiempo antes de que las precauciones comenzaran a parecerles excesivas, Moctezuma y sus hombres quizá no tramaban nada contra ellos. Por eso, cuando la paz ya estaba bien adentro de sus almas, muchos aceptaron las órdenes de su capitán sin poner reparos. Debían abandonar Tenochtitlan para explorar los alrededores, sus ojos debían contemplar los criaderos de oro y plata, los caminos que llevaban a todas partes, las cosechas que les matarían el hambre. Había que ver, había que descubrir a todos los enemigos del Tlatoani, ellos se sumarían a la línea de sus escudos en el momento preciso.

Ninguno de los mexicas detuvo sus pasos. El soberano tampoco se opuso a sus deseos; Cuitláhuac sólo los miraba y las obsidianas de sus armas se alegraban.

 * 

Moctezuma observaba a Cortés con descaro. Sus encuentros eran cotidianos y las reuniones con los nobles de Tenochtitlan quedaron subordinadas a sus pláticas. Con el paso de los días, el recién llegado se movía con más confianza, aunque nunca caía en las trampas: las jícaras de pulque apenas conocieron la caricia de sus labios, los hongos cubiertos con miel de maguey fueron rechazados bajo el amparo del Crucificado y las preguntas que ocultaban sus fines se evadieron sin que el rubor manchara su rostro.

El Tlatoani tenía que entenderlo, necesitaba desnudar sus almas, pero ellas desaparecían sin que pudiera atraparlas. Cortés no tenía la lengua florida, pero sus maneras eran las de alguien que podía mentir y ocultarse sin sentir vergüenza. Así hubieran seguido, jugando al cazador y su presa, a las miradas que hechizan y matan con una sonrisa; sin embargo, el silencio no podía ser eterno.

—Y los hombres que te acompañan… ¿quiénes son?, ¿son tus esclavos?, ¿son tus vasallos? —la voz de Moctezuma se escuchaba curiosa.

Malintzin tradujo sus palabras y el capitán de los teúles sonrió. La trampa del soberano fue descubierta de nueva cuenta.

—Ninguno es esclavo, ninguno es mi vasallo, todos son mis amigos y compañeros —respondió Cortés con una sonrisa.

—¿No tienen diferencias?

—¿Por qué lo preguntas?

—Para no ofenderlos y darle a cada uno el regalo que merece.

—Todos somos iguales —respondió Cortés.

Moctezuma comprendió sus palabras. No importaba que le mintiera. Sus hombres los miraban para descubrir las jerarquías, por más que su enemigo dijera que todos eran iguales, las diferencias eran muy grandes y sabría aprovecharlas, un poco de oro de más a la persona indicada sería suficiente para que la envidia se convirtiera en su aliada.

 * 

Todos sabían dónde estaba don Hernán. La noche había llegado y él jadeaba sobre el cuerpo de la hija de Moctezuma. Ellos estaban solos, necesitaban hablar. La decisión final no podía posponerse.

—Ya es tiempo — dijo Cuitláhuac.

Cacama lo observó. Su puño casi era blanco. La sangre contenida anunciaba la ira.

—Todavía no —respondió el soberano.

Un dejo de molestia se revelaba en sus palabras, el ímpetu de su hermano tenía que contenerse.

—Tal vez Cuitláhuac tiene razón —intervino Cacama midiendo sus palabras.

—¿Tú también? —preguntó Moctezuma.

La sorna del soberano latigueó a su interlocutor. Por primera vez, el Señor de Texcoco se atrevía a desafiarlo.

—No estoy en contra de tus planes, pero el tiempo es nuestro enemigo.

—Éste es un buen momento —dijo Cuitláhuac—, muchos de los teúles están fuera y los que quedan no tardarían en ser derrotados.

—Eso es lo que me preocupa… los que están fuera también pueden levantar miles de escudos.

—¿Y qué importa? Iremos por ellos.

—Y después…

—Los dioses se comerán sus corazones.

Moctezuma sonrió con amargura.

—No te das cuenta de lo que pasa —dijo a su hermano—. Vendrán nuevas canoas y las playas se llenarán con miles. Necesitamos acabar con los teúles, pero también necesitamos derrotar a sus aliados… sólo así lograremos que nunca vuelvan…

—Pero otros se están adelantando —murmuró Cuitláhuac.

Durante un instante la sorpresa se adueñó del rostro del soberano.

—¿Quiénes? —preguntó Moctezuma.

—Coatlpopoca y sus hombres mataron a algunos en las tierras de los huaxtecos.

—Eso es perfecto —replicó Moctezuma—, los teúles pensarán que sus aliados los están abandonando.

—¿Entonces?

—Esperemos… esperemos un poco más.

Esa vez, Cuitláhuac salió del recinto sin despedirse, tampoco se inclinó y sus dedos se negaron a tocar el suelo.

 * 

El cazador y la presa se encontraron. La sonrisa no estaba en el rostro del capitán de los teúles y su mano se enroscaba en el mango de su espada.

—Me traicionaste —dijo con palabras de lumbre.

Malintzin se detuvo antes de traducir sus palabras. Los guerreros que estaban a unos cuantos pasos podían acabar con ellos.

—Me traicionaste —repitió Cortés con ansias de que el miedo se le saliera del pecho.

Moctezuma lo observaba sin perder la compostura.

—Yo no traiciono a mis amigos —su voz casi sonaba dura.

—Tus guerreros asesinaron a mis hombres.

—Eso es mentira… Coatlpopoca actuó sin obedecerme.

—También se traiciona por omisión.

—Coatlpopoca morirá frente a ti.

—Eso no basta… ¿cómo sé que tus hombres no nos atacarán cuando les demos la espalda?

—Tienes mi palabra.

—Las palabras de los traidores no valen nada.

—Yo no soy un traidor.

—No lo sé, pero ya eres mi prisionero.

Los guerreros que custodiaban a Moctezuma trataron de avanzar, pero los detuvo con un movimiento de su mano.

—Seré tu invitado —dijo el soberano y se levantó para acompañarlo.

Esas palabras eran el último asidero del hombre que alguna vez lo había podido todo.

III

Moctezuma ya sólo podía fingir. Aunque nadie detenía sus pasos y sus actividades parecían las mismas, el cautivo no era capaz de ocultar que estaba en poder de los teúles. A su lado siempre se encontraba uno de ellos. Inexorablemente, la mano blanca y velluda del custodio acariciaba una empuñadura. Esos movimientos eran suficientes para disuadir a cualquiera, la vida del soberano valía demasiado y ninguno de sus guerreros se atrevería a intentar un movimiento en falso. Todos conocían lo que había pasado, las palabras de los hombres que habían atestiguado su captura se metieron por todos lados. Las viejas entrometidas las repetían a sus vecinas, los soldados las murmuraban con vergüenza y los nobles las pronunciaban con la certeza de la derrota. Nunca antes un Tlatoani había sido capturado, ni siquiera el cuilloni de Tízoc había padecido esa afrenta. Sin embargo, cuando todos lo miraban, Moctezuma conversaba como si nada sucediera y retaba a sus captores a derribar figuras con las pelotas que hacían rodar por el suelo. Todos veían cómo jugaban y cómo dejaba que Cortés hiciera trampa. En esos momentos sonreía con descaro y regalaba joyas a los que supuestamente ganaban. Él apostaba y siempre se dejaba vencer.

Las semanas pasaban y la impostura seguía a pesar de los murmullos que corrían en los cimientos del imperio. Varias veces, Moctezuma y Cortés salieron de cacería, el soberano era diestro con la cerbatana y sus dardos le robaban la vida a los pájaros. Cada tiro le permitía recuperar sus almas, esas muertes quizá serían vistas como una advertencia de lo que podía suceder. La batalla decisiva aún no comenzaba. El teúl lo dejaba seguir y permitía que los cuerpos de las aves fueran recuperados por los sirvientes, pero cuando el soberano estaba a punto de proclamar su victoria, el estallido del arcabuz reventaba un zanate. El tronido siempre ocurría en el momento crucial y la oscuridad volvía al cuerpo del Tlatoani. Las plumas, negras y ensangrentadas, eran la revelación de su destino.

 * 

Nadie faltaba cuando Cortés empezó a hablar. Frente a él estaban los principales de Tenochtitlan y algunos de sus mayores aliados. A pesar de su resistencia, los señores de Texcoco, Tacuba e Iztapalapa acudieron al encuentro con los cuerpos marcados con los símbolos de la guerra. Las rayas negras en el rostro y los collares de dientes de jaguar revelaban sus ansias de sangre. Todos lo miraban. En sus ojos estaban las señales de los rumores que no paraban, sólo la venganza les devolvería la claridad que alguna vez habían tenido.

A un lado del teúl, en el trono cubierto con pieles de jaguar, se encontraba Moctezuma, su carne estaba limpia y los colores de la furia, ausentes. El soberano se acariciaba los pelos de la barba hirsuta y a ratos cubría su boca. Quería sentir su respiración, necesitaba tranquilizarse con el compás de sus exhalaciones. El ademán era cuidadoso, pero no bastaba para engañar. La flacidez se ensañaba con su cuerpo y sus ojos estaban nublados. El fuego que los alimentaba se había apagado. El Tlatoani estaba quebrado, absolutamente desgarrado por la mala fortuna y las cadenas que no se miraban. Las habladurías eran ciertas: Moctezuma era un pelele, un hombre encadenado que había perdido la ira de los nahuales.

 * 

Las palabras de don Hernán se escuchaban en la lengua de los hombres cuando Malintzin las pronunciaba. No tenía prisa. Necesitaba que su voz quedara labrada como la marca que dejan los hierros enrojecidos por la lumbre.

—Su Señor Moctezuma es un rey sabio —dijo a los nobles y a los guerreros—. Hemos hablado durante mucho tiempo y por fin se convenció de la verdad que nadie puede negar.

Lentamente, don Hernán puso la mano sobre el hombro de Moctezuma. El cuerpo del todopoderoso fue profanado sin que éste opusiera la mínima resistencia. El soberano era su perro. Las pupilas de Cuitláhuac se transformaron en pedernales y sus manos se convirtieron en puños. A pesar de su cercanía, el teúl no pudo mirarlo. Sus ojos estaban fijos en el Tlatoani que sólo volteó para perderse en la nada.

—Mi Señor —dijo Cortés con parsimonia— es el soberano más poderoso de la tierra y el gran Moctezuma ya es su vasallo. La guerra entre nosotros es imposible. El rey Carlos es el soberano de los mexicas.

El murmullo no pudo ser contenido y Cortés abandonó el recinto sin dar explicaciones. Una sola palabra sería suficiente para que muchos de los guerreros levantaran sus armas. Valía más que así fuera, era mejor que el silencio se convirtiera en la más terrible de las desolaciones. Los mexicas estaban solos, su imperio era un guajolote decapitado.

Cuando los poderosos de Tenochtitlan comenzaron a mirar hacia la puerta descubrieron el tamaño de la desgracia: Moctezuma avanzaba detrás de Cortés y sus ojos no podían ocultar lo que sucedía.

 * 

No fue fácil que se encontraran. Antes de que entrara a la habitación, las manos de los teúles recorrieron el cuerpo de Cuitláhuac. Jamás lo habían deshonrado de esa manera, ni siquiera los cautivos que se entregaban a los dioses merecían ser tocados como si fueran unas putas. Ya no le quedaban armas, todas estaban a unos cuantos pasos. Ahí seguían, secas, irremediablemente sedientas de venganza.

Uno de los soldados que lo manoseaban sonrió con burla y con una seña le indicó que podía pasar.

Cuitláhuac dio un paso adelante y lo vio. Moctezuma estaba sentado en un rincón. A pesar de todo, en su rostro no se mostraba la derrota. El hombre que había estado delante de los poderosos se había esfumado para ceder su lugar al soberano.

—Ven, acércate —dijo.

Su hermano obedeció en silencio.

—¿Por qué? —preguntó Cuitláhuac en voz baja.

—Era necesario…

La queda voz de Moctezuma lo obligó a bajar los párpados. Necesitaba tranquilizarse.

—No, no lo era —murmuró.

El soberano sonrió.

—¿No entiendes lo que pasa?

—No, sólo veo la derrota —replicó Cuitláhuac.

—Ellos tienen que pensar que nos han vencido, sólo así se sentirán confiados. Finge como yo lo hago…

—No puedo.

—Sí puedes y lo harás hasta que llegue el momento.

Cuitláhuac tomó el brazo del Tlatoani.

—No sé, no sé si pueda. Cada día que pasa, los guerreros te pierden confianza.

—No importa, cuando llegue el momento de la venganza ellos también entenderán.

Cuitláhuac se levantó. Las voces de los soldados que estaban cerca le ordenaban que se fuera.

—¿Y cómo sabré cuando llegue el momento?

—Lo sabrás, los dioses nunca nos abandonan… sin mi mano el hambre les morderá las entrañas.

 * 

Todo comenzó con un siseo que apenas podía escucharse. Los españoles se agazapaban en las esquinas del palacio y sus rostros cambiaban. Las muecas preocupadas y las negaciones guiaban sus movimientos. Algo pasaba. Desde el día en que ese papel llegó a manos de don Hernán, las miradas de los teúles perdieron su brillo. La contención y el rumor apenas duraron: las voces alzadas y los insultos se apoderaron de sus bocas. Moctezuma los miraba. El miedo los mordisqueaba sin clemencia. Poco a poco, sus palabras comenzaron a tener sentido gracias a las revelaciones de Cuitláhuac: los enemigos de los teúles habían llegado a la costa y se preparaban para atacarlos.

 * 

Ahí estaban, frente a frente. Los criados de Cortés ajustaban las correas de su coraza mientras su párpado temblaba. El chirrido de la espada que se deslizaba sobre la piedra no se detenía. Su filo y su punta debían ser perfectos, absolutamente mortales. Moctezuma lo observaba con tranquilidad. No se había equivocado. Su enemigo tenía miedo aunque trataba de fingir que nada ocurría.

—Te veo preocupado… vamos a caminar a mis jardines —dijo Moctezuma mientras calculaba el efecto de sus palabras.

El teúl no respondió.

La voz del soberano de Tenochtitlan sonaba lejana y sus pensamientos trataban de prepararse para enfrentar la desgracia. En esos momentos se estaba jugando el todo por el todo.

Malintzin tuvo que tocarle la espalda para que su espíritu volviera. Repitió la pregunta y Cortés se tomó un tiempo para responder.

—No, no pasa nada… perdón, estaba distraído.

Su voz no podía fingir, sus palabras tampoco podían ocultar las sombras.

—¿Y por qué te preparas para la guerra? —volvió a preguntar Moctezuma.

Cortés necesitaba mentir, la impostura era el único clavo del que podía aferrarse.

—No, nada de eso… mis amigos llegaron y tengo que ir por ellos.

Moctezuma avanzó hacia su enemigo y se puso en cuclillas delante de él. Sus pupilas habían recuperado el fuego.

—Eso es raro… —dijo con calma.

—¿Por qué?

—Tú lo sabes… las lenguas nunca están quietas.

El soberano de Tenochtitlan cuidaba su tono. Un error podía ser desastroso.

—¿Y qué dicen? —preguntó Cortés.

—Habladurías… tonterías… La gente es muy rara y está convencida que los recién llegados son tus enemigos y vienen a hacerte la guerra.

La tensión traicionó a don Hernán.

—Eso no es cierto… ellos también sirven a mi rey.

El teúl salió de sus aposentos.

 * 

La desgracia mordía a Cortés. Su rebeldía ante el gobernador de Cuba, el lugar del que habían partido sus tropas, llegaba a su momento más álgido. Las armas estaban a punto de desenvainarse y el plomo que escupían los arcabuces buscaría los cuerpos para perforar los músculos y llamar a la muerte. Él lo sabía, su antiguo cabecilla no se quedaría de brazos cruzados. Diego Velázquez había enviado una armada en su contra para recuperar lo que le pertenecía por derecho: él había pagado una buena parte de la expedición, y las tierras y las riquezas eran suyas. Don Hernán lo había traicionado y sin problemas lo había enviado al mismísimo carajo después de inventarse una solución de leguleyo: sus hombres se habían reunido, habían firmado un papel y se habían proclamado libres de Velázquez. Luego de eso, sus naves se hundieron y sólo una se mantuvo a flote para conducir a sus enviados ante el soberano de España. Ellos se ocuparían de endulzarle el oído y difamar a Velázquez con tal de que Cortés se quedara al frente de la conquista y se apoderara de las riquezas. Más de uno de sus hombres conoció la horca por tratar de mantener el compromiso con el gobernador de Cuba y, al final, la mayoría cayó en sus manos gracias a la avaricia y las ansias de matarse el hambre de siglos. La gloria de esta conquista era más grande que las cruzadas y la derrota de los musulmanes en Granada. Bajo su mando, los piojos de Castilla se convertirían en los grandes señores de las Indias.

Cuando los hombres de Velázquez desembarcaron en Veracruz, Pánfilo de Narváez envió una carta a Tenochtitlan. La caligrafía que trazó el escribano fue tan cuidadosa como las palabras que contenía. Los traidores merecían una oportunidad para arrepentirse y doblegarse ante sus amos. El mensaje era claro: valía más que don Hernán se rindiera, era mejor que curvara el espinazo ante el gobernador de Cuba. Él era su señor, el teúl sólo era un subalterno, un socio menor en una empresa que estaba más allá de sus posibilidades. Una sola muestra de rebeldía sería suficiente para que los hombres de Velázquez marcharan en su contra.

Al terminar de leer el pliego, Cortés supo que la suerte estaba en su contra, ya no tenía más opción que dividir sus tropas. Tenochtitlan no podía ser abandonada y sus enemigos debían ser derrotados. Con cuidado seleccionó a los hombres que lo acompañarían a la costa, sólo los leales podrían estar a su lado. El riesgo de la traición tenía que eliminarse antes de que naciera. Los demás, los tibios y los que podían quebrarse, se quedarían al mando de Pedro de Alvarado. El apóstol Santiago no los abandonaría y sus espadas volverían con la certeza de la victoria.

 * 

Las tropas de don Hernán aún no se perdían en el horizonte cuando Cuitláhuac llegó al Palacio de Axayácatl. Nadie se atrevió a detenerlo, ninguno osó tocar su cuerpo para asegurarse de que no estaba armado. La minusvalía de los teúles era suficiente para no provocar un encontronazo. Un puente alzado sería suficiente para condenarlos a la peor de las muertes.

Cuitláhuac entró a la habitación. Ahí estaba Moctezuma. Su cuerpo se veía relajado y sus dedos se entreveraban en sus cabellos.

—¿Vienes a pedir perdón? —preguntó el soberano.

En su voz no se escuchaban la ira ni el castigo, la soberbia era su única marca.

—Te lo dije… los dioses nunca nos abandonan… ellos comen de mis manos.

Cuitláhuac bajó la mirada. Asintió y se acercó para tomar el brazo de Moctezuma.

—Perdón —dijo.

—No tienes que pedirlo… cualquiera habría dudado.

Sin decir otra palabra tomó la mano de Cuitláhuac. La caricia de Moctezuma era sincera.

—¿Ya es tiempo?

—No… todavía no.

—¿Por qué?

—En el momento en que los guerreros del teúl sean derrotados o tengan un revés nos lanzaremos sobre ellos… primero morirán los que están aquí y sus aliados les darán la espalda. Espera un poco, sólo faltan unos días…

 * 

A pesar de los desplantes y las grandes voces, los soldados de Cortés huían de la batalla. Conforme se acercaban a la costa, sus pies se alejaban de los caminos grandes para seguir las veredas más tortuosas. Así siguió hasta que se encontró con algunos de los hombres de Velázquez. Las armas no brillaron y las palabras se cruzaron: había una última oferta, aún podía llevarse todas sus riquezas y abandonar el intento de conquista. Nadie tenía que morir, ya bastante tenía para que él y sus descendientes jamás tuvieran que padecer la mala fortuna del trabajo. Sólo había una condición: sus soldados no podrían acompañarlo, ellos se sumarían a los hombres que comandaba Pánfilo de Narváez. Don Hernán dijo que aceptaría si Narváez se reunía con él.

El encuentro entre los españoles jamás ocurrió. Don Pánfilo lo esperó durante muchas horas hasta que la lluvia lo obligó a largarse con el alma aguada. Mientras tanto, Cortés movía sus tropas. Los papeles iban y venían, las ofertas y las contraofertas llenaban los pliegos mientras que los soldados no se encontraban. Varias veces, los enviados de Velázquez estuvieron listos para la batalla, pero la soledad fue su única enemiga.

La desesperación comenzó a roer las armaduras de los hombres de Velázquez, de nada servía que fueran más y estuvieran mejor pertrechados. La batalla se alejaba y el cansancio cada día era más duro. La selva y los males los estaban mermando: los vómitos prietos, las fiebres cuartanas y las diarreas que desgarraban las entrañas estaban a punto de vencerlos. Las nuevas tierras estaban malditas, sólo los demonios podían conquistarlas.

 * 

Esa noche, la fatiga se apoderó del campamento de Narváez. Los ronquidos, los quejidos ahogados y el incontrolable titiritar de las fiebres apenas podían combatir el silencio. Las bocas de los cañones estaban cubiertas, la lluvia incesante no debía humedecerlos. Ninguno pudo escuchar el crujido de la rama que se quebró, la voz de alerta jamás salió de los labios de los centinelas que cabeceaban. De pronto, el redoble de los tambores y los bramidos de los arcabuces quebraron los sueños. Muy pocos pudieron desenvainar sus armas y las mechas mojadas les impidieron usar sus trabucos. La batalla no fue larga y, cuando la derrota fue indiscutible, los hombres de Velázquez también fueron hechizados: las montañas de oro y plata, las tierras donde todo florecía y las ofertas de leones rampantes en sus escudos bastaron para que se sumaran a don Hernán. Los que insistieron en permanecer fieles no llegaron muy lejos: el cuchillo y la horca dejaron claro el destino de sus rivales.

 * 

La habitación estaba en penumbra. En esos momentos, las sombras eran mejores que la luz.

—¿Ya lo sabes? —la voz de Cuitláhuac estaba marcada por el ansia.

—Las malas noticias siempre son veloces —respondió Moctezuma.

El silencio se impuso, los dioses tal vez le seguían dando la espalda. La soberbia del Tlatoani había llegado demasiado lejos. En silencio, el soberano caminó hacia la entrada. Tenía que decidirse, el tiempo se agotaba. Sus ojos se detuvieron en los muros quebrados. Los golpes de los teúles los habían fracturado para buscar los tesoros de sus ancestros. Aquellos esfuerzos no fueron en vano: las joyas terminaron en los crisoles y se transformaron en toscos lingotes.

—Unos días, ya sólo faltan unos días…

La voz del soberano era dura, absolutamente inflexible. Cuitláhuac lo miró y, antes de que pudiera responderle, volvió a tomar la palabra.

—Después de la fiesta de Tóxcatl tus armas probarán la sangre. En este momento necesitamos la bendición de Tezcatlipoca.

IV

Pedro de Alvarado se miró las palmas. El brillo del sudor roía su piel y el viento frío no tenía la fuerza para secarlo. En ese momento no podía engañarse, apenas fue capaz de restregarlas sobre las eternas arrugas de su camisa. El movimiento y la plegaria que murmuró no sirvieron para nada, la humedad volvió después de unos instantes y su miedo se mantuvo firme. No había manera de enfrentarlo y tampoco podía engañarlo. La medalla del apóstol Santiago que colgaba de su cuello no podía exorcizarlo aunque la besara con devoción. El oscuro demonio del pánico era el dueño de su alma.

Se llevó la mano al pecho parar aminorar la opresión. Respiró profundamente, pero tampoco logró nada. Los hombres que se habían quedado con él apenas sobrepasaban la centena y los enemigos eran incontables. Dios lo sabía, desde el día en que don Hernán se fue para enfrentar a Narváez, el sueño también se fue de su cuerpo. Cuando sus párpados lo vencían, el más quedo de los ruidos lo obligaba a despertar para tomar su espada con el Jesús en la boca. Muchas veces se había levantado para caminar hasta la entrada del Palacio de Axayácatl. Sus ojos recorrían la oscuridad para tratar de descubrir la sombra de la muerte. Las calles solitarias eran peores que el bramido de los guerreros. El tiempo era lento y olía a cadáver, a la huesuda que los asechaba a la vuelta de una esquina y en la inmensidad de la plaza. Esas noches sólo tenían un don: las moscas verdosas y gordas no lo torturaban con su zumbido. El horror de sentir sus patas era intolerable. El frío las volvía rígidas mientras se quedaban quietas sobre la sangre coagulada que manchaba los templos y los altares del Diablo.

Aunque trataba de resistir, su cuerpo empezó a mostrar las señales del pánico, las ojeras profundas, los cabellos enmarañados y la desesperación que abría paso a los gritos de furia no podían esconderse. ¿Quién podía asegurarle que no lo habían abandonado a su suerte? Ningún mensajero llegaba de la costa y los rumores eran funestos. La mala fortuna lo alcanzaba para cobrarle sus pecados: la avaricia y la lujuria, la soberbia y la ira debían ser pagadas. Los diablos estaban a punto de atraparlo y el infierno ya estaba delante de él. Sus hombres no estaban en mejores condiciones. Ninguno dormía descalzo, las espadas y los arcabuces siempre estaban a su lado; por eso, cada vez que el insomnio lo alcanzaba, él los miraba para descubrir sus pesadillas. Los quejidos y temblores se apoderaban de sus sueños. El vaho de la muerte les acariciaba la nuca para negarles el descanso.

Moctezuma también los observaba. Su altivez estaba agazapada y la sonrisa casi boba se convirtió en la máscara perfecta. Nada parecía preocuparle y casi obedecía a sus captores. Cada una de sus invitaciones a caminar por los jardines, a salir de cacería o jugarse un poco de oro parecía una amenaza. A pesar de las ansias de riqueza que los carcomían, los teúles aceptaban de mala gana o se rehusaban mientras trataban de fingir entereza, una onza resplandeciente valía menos que el miedo de ser sorprendidos por los mexicas. Aunque quisieran negarlo, ellos también estaban presos y su vida pendía de un hilo.

 * 

Esa mañana salieron juntos. La plaza estaba llena y los caracoles sonaban para invocar a los dioses. Los pasos de don Pedro se volvieron lentos, sus manos estaban ansiosas. Los rostros pintados eran la amenaza perfecta. Moctezuma avanzaba y a cada paso la multitud se abría. Una sola voz sería suficiente para que las vidas de los teúles terminaran.

El Tlatoani se detuvo, miró la cúspide del templo y el cuchillo del sacerdote se clavó en el pecho del hombre. El sacerdote le arrancó el corazón y el cuerpo rodó por las escaleras. Los sacrificios continuaron y cuando el último de los cautivos cayó al pie del santuario, los tambores comenzaron a retumbar. Su sonido era grave, absolutamente perverso. Los nobles que estaban en la plaza aullaron y comenzaron a danzar. Sus movimientos se volvieron frenéticos y los bramidos se adueñaron de los cielos. El Diablo los poseía. Todos llamaban a Tezcatlipoca, todos rogaban para que el señor de la oscuridad volviera su mirada hacia Tenochtitlan.

El sudor comenzó a correr por la frente de don Pedro. Su mano derecha temblaba y sólo pudo contenerla cuando apretó el mango de su espada. El oscuro demonio volvía a morderlo. Sin darse cuenta, dio un paso atrás. El instinto lo obligaba a acercarse a sus hombres, pero no podía abandonar a Moctezuma. Tampoco podía gritar, ni era capaz de ordenar la retirada. Los dientes de los mexicas atraparon su mirada. Pronto se enterrarían en su carne y él se transformaría en mierda. Los hilos de baba que se tensaban entre los colmillos eran el augurio de la muerte. Desenvainó su estoque y se lanzó a la carga con la mirada perdida. Necesitaba matar, le urgía sentir la sangre de sus enemigos para recuperar al que había sido.

Los teúles no pudieron huir, no tuvieron más remedio que acompañarlo en la matanza. Una colorada valía más que mil descoloridas. El miedo acumulado se convirtió en desesperación. El estruendo de los arcabuces ahogó los tambores, y los gritos al cielo se convirtieron en certeza de muerte. Los tajos y las puñaladas no pudieron ser detenidos. Ninguno de los que estaban en la plaza tenía un arma para defenderse. El niño que trató de correr terminó el suelo después del golpe que le reventó la cabeza, las mujeres que se hincaban para suplicar por su vida fueron acuchilladas sin miramientos y los que trataron de enfrentarlos a golpes terminaron con la carne abierta y las entrañas expuestas. Los mexicas huyeron y sus pies aplastaron a los que cayeron.

La matanza no fue muy larga. Sobre la plaza estaban los cadáveres y los heridos. Poco a poco, el zumbido del silencio se apoderó de la ciudad. Don Pedro limpió la hoja de su espada con su camisa. Las manchas se oscurecieron con el calor de su cuerpo. Enfundó su acero y tomó el puñal que colgaba de su cinto. Sus ojos estaban extraviados. El temblor marcaba su carne. Se acercó a uno de los hombres que estaban tirados. Gritó y le encajó la daga en el ojo. El cuerpo se contrajo y el silencio comenzó a adueñarse de la plaza.

Don Pedro miró a su alrededor.

—¡Vámonos! —gritó.

Sus hombres estaban rígidos. El destino los había alcanzado.

—¡Carajo! —volvió a gritar.

Su voz por fin se impuso a la parálisis de sus hombres.

—¡Vámonos!, ¡vámonos!

No hubo necesidad de explicaciones, los teúles corrieron hacia el palacio de Axayácatl mientras jaloneaban a Moctezuma. Él era la única carta que les quedaba.

 * 

Los gritos se terminaron cuando entraron al palacio. No hacía falta que ninguno hablara, todos ocuparon sus puestos. En las azoteas, los arcabuces y las ballestas apuntaban hacia las calles y la entrada se convirtió en una barricada. Don Pedro se miraba las manos y trataba de limpiárselas en su camisa, pero los coágulos no las abandonaban. Palpó su cuerpo con desesperación, necesitaba saber si estaba herido. Cerró los ojos. Era indispensable serenarse, la desgracia había llegado.

—Carajo, carajo, ¡carajo! —murmuró con ganas de que el temblor desapareciera.

Poco a poco, su cuerpo recuperó el ritmo. Alvarado se alisó los cabellos y caminó hacia el lugar donde estaba Moctezuma. Sus ojos chocaron y don Pedro, casi instintivamente, tomó su puñal.

Moctezuma sonrió.

—Ustedes sólo seguirán vivos mientras yo viva —dijo.

Don Pedro envainó su arma. Cerró los ojos y golpeó la pared. El dolor lo obligó a apretarse la mano.

—¡Enciérrenlo! —ordenó a sus hombres.

Los soldados lo tomaron de los brazos y comenzaron a avanzar hacia una de las habitaciones más lejanas.

—¡Que no se quede solo! —gritó antes de que se alejaran.

Los españoles asintieron.

—Ustedes me responden con su vida si algo le pasa.

 * 

El silencio anunciaba la cercanía de la muerte. Las sombras de los teúles se movían aunque sus cuerpos permanecían firmes. Tenían que estar agachados, el muro que los protegía apenas se alzaba en la azotea. El sol no se detenía y los enemigos no se acercaban al palacio de Axayácatl. Al principio, los españoles estaban dispuestos a vender muy caras sus vidas: las balas y las ballestas podían llevarse a cientos antes de que los mexicas pudieran acercarse lo suficiente. El combate definitivo no ocurriría pronto, y el milagro del regreso de don Hernán aún podía manifestarse. En aquellos momentos tenían fe y las cuentas de los rosarios comenzaron a ser recorridas mientras los ojos trataban de descubrir a los enemigos en las calles vacías; pero antes de que llegara la noche, la verdad comenzó a quebrarlos. Cuando las jícaras casi vacías llegaron a sus manos, el milagro empezó a diluirse. El agua que tenían no era eterna y los bultos de maíz apenas resistirían unos pocos días. El negro caballo del hambre los derrotaría antes de que sus enemigos dispararan una flecha.

 * 

Cuando llegó la oscuridad, uno de los arcabuceros que estaban en la azotea escuchó un rasguño. Se movió despacio y tuvo que esperar un instante para volverlo a oír. Afinó la mirada y lo descubrió. La silueta del ratón se recortaba en la luna. Tomó una piedra y se preparó para matarlo. Se detuvo.

—Todavía no —murmuró—, el hambre aún está lejos, todavía no tenemos que tragarnos a los ratones.

Volvió a su puesto con la sensación de asco en la boca. La arcada lo dominó durante un instante y el ácido quemó su lengua. Escupió y se recargó en el muro con miedo de alzar la cabeza. Valía más que olvidara lo que había pensado, era mejor que sus ojos se concentraron en la calle.

—¡Ahí!, ¡ahí! —dijo a sus compañeros.

Los soldados se arrastraron hacia él y comenzaron a mirar hacia el lugar que les señalaba. Las sombras comenzaron a revelarse. Uno de ellos tomó su arcabuz y apuntó con calma.

—No tiene caso, están muy lejos —le advirtió.

El hombre siguió adelante y, cuando estaba a punto de jalar el gatillo que incendiaría la pólvora, alguien detuvo su mano.

—No podemos desperdiciar los tiros —dijo.

 * 

Las sombras siguieron mostrándose y el ruido fracturó la noche. Ahí estaban los enemigos, se movían como arañas y lentamente construían las barricadas que cerraban las calles que rodeaban al palacio. No tenían prisa. Cuitláhuac sabía que los disparos no podían alcanzarlos. Su venganza era fría, absolutamente lenta. Los teúles tendrían que morir mil veces antes de que la descarnada se los llevara.

 * 

Mientras las piedras se amontaban, don Pedro los miraba. El movimiento de los enemigos era perfecto, seguramente los puentes que aislaban la ciudad ya estaban levantados. Cortés, por más que lo intentara, no podría llegar para salvarlos. La ratonera se había cerrado y su tiempo se agotaba.

—Todavía podemos huir —dijo uno de sus hombres.

Alvarado guardó silencio.

—No podemos —respondió después de un rato—, ellos nos alcanzarían y moriríamos todos.

No tenía caso decir una palabra más y se dio media vuelta. Apenas había dado unos pasos cuando la voz del soldado lo obligó a detenerse.

—Moctezuma puede ser nuestro salvoconducto —dijo.

Alvarado levantó los hombros. No podía hacer otra cosa antes de responderle.

—No lo sé, creo que ya nadie sabe cuánto vale su vida. Tenemos que resistir, don Hernán volverá pronto.

La mentira no amargó su boca. Él debía mantener la entereza de sus hombres, como fuera.

 * 

La inmovilidad llegó con el sol y el miedo empezó a roer el espinazo de los españoles. El día transcurrió lento y toda la noche estuvieron mirando a sus enemigos. Antes de que comenzara a clarear, los ojos les ardían como si se los hubieran lavado con agua de mar. Estaban cansados pero no podían abandonar sus puestos. Los cabeceos los derrotaban, aunque ellos trataban de enfrentarlos. Un instante de sueño sería suficiente para que los mexicas los atacaran.

Poco a poco comenzaron a organizarse. Algunos serían centinelas mientras que el resto dormiría a unos cuantos pasos, con las armas dispuestas. A ninguno le preocupó la luz, el miedo y el cansancio les permitían ignorarla sin ponerse siquiera un trapo sobre los ojos. Don Pedro no pudo oponerse: cuando llegara el momento de la verdad, necesitaría a todos sus hombres en las mejores condiciones.

 * 

La noche transcurría sin novedades. Los enemigos no se observaban en las barricadas y el silencio era espeso. Uno de los centinelas comenzó a estirarse. Las horas que había estado mirando a la nada habían entumido su cuerpo. Se levantó y dejó su arma recargada en uno de los muros. Se quitó el yelmo y frotó su rostro. Volvió a estirarse.

Un zumbido rasgó la mudez. No pudo gritar, la flecha se clavó en su pecho.

El ruido de la caída despertó a todos. Algunos corrieron hacia los muros y comenzaron a disparar hacia la oscuridad. Otros se acercaron al herido, su respiración se entrecortaba mientras su piel se volvía azulosa.

—¡Arráncasela! —gritó uno de los hombres.

Alguno obedeció y jaló la flecha. La mancha roja se extendió sin que nadie pudiera detenerla, un charco espeso comenzó a formarse bajo su coraza. El hombre arrojó el proyectil, le arrancó los cueros al metal y empezó a hurgarle la carne. Sin detenerse a pensar metió los dedos en la herida, pero la sangre se escurría entre ellos.

—Nos vamos a morir, todos nos vamos a morir —susurró el herido.

Alvarado llegó al lugar.

—¡Alto el fuego! —gritó al darse cuenta de que los tiros se perdían en la noche.

Los hombres obedecieron. Caminó hacia el herido.

—Nos vamos a morir, todos nos vamos a morir —repitió el hombre.

Don Pedro puso la mano en su cabeza antes de que el alma se le escapara por la boca. Cerró sus ojos sin pronunciar una plegaria. Dios los había abandonado.

—Todos nos vamos a morir, pero no aquí —dijo a sus hombres antes de volver sobre sus pasos.

 * 

La oscuridad se transformó en el territorio del mal. Un movimiento era suficiente para que las flechas encontraran su destino. Dos más perdieron la vida y los heridos crecían sin que nadie pudiera evitarlo. A cada instante, les revisaban la carne abierta. Los ojos buscaban los abscesos que anunciaban la llegada de la pus y las pupilas trataban de adivinar las llagas que nacerían del veneno. Las toscas suturas se convirtieron en su único asidero y las lesiones limpias no pudieron tranquilizarlos; las jícaras cada vez estaban más cerca de quedarse secas y las entrañas gruñían para exigir una comida más abundante. El susurro de la huida se apoderaba de todos y don Pedro no podía controlarlo: el castigo ejemplar provocaría un motín.

 * 

La lluvia no los espantó de sus puestos. Algunos la recibieron como si fuera una bendición, los yelmos se voltearon para recibir las gotas y matarse la sed. El sonido del agua que chocaba con el metal tranquilizó sus almas. Poco a poco volvieron a sus lugares, pero algo había cambiado: las barricadas estaban solas.

—¡Se fueron! —murmuró uno de los soldados.

Ninguno se atrevió a gritar, todos se acercaron al muro y la soledad les golpeó la mirada. Lentamente comenzaron a ponerse de pie sin miedo a la emboscada. Los ojos de don Pedro escrutaban la calle para tratar de descubrir el mal oculto. Nada, absolutamente nada.

—Vámonos —rogó uno de sus hombres.

Alvarado tenía que decidirse, ésa era su última oportunidad.

Cuando estaba a punto de dar la orden definitiva, un relincho se impuso al sonido de la lluvia.

—¡Allá, miren! —gritó un arcabucero.

Don Hernán y sus hombres se acercaban al palacio de Axayácatl. Las sombras avanzaban con lentitud y los ruidos de las herraduras comenzaron a oírse. Los sitiados se hincaron y los rezos brotaron.

Alvarado los dejó seguir hasta que el murmullo acompasado terminó.

—Quiten las piedras de la entrada —ordenó a sus soldados con una sonrisa. Dios no lo había abandonado, sólo lo había puesto a prueba.

 * 

La azotea quedó vacía, todos querían atestiguar la llegada de don Hernán. Los rostros ansiosos miraban hacia la calle. La barricada cayó y los caballos aparecieron delante de ellos. A cada instante la distancia que los separaba se hacía más pequeña y las caras de sus compañeros comenzaron a delinearse. Uno de los soldados que estaban en el palacio se hincó y levantó los brazos hacia el cielo; tenía que agradecer el milagro, pero una flecha le arrancó el alma.

V

Los gritos desgarraron el sonido de la lluvia. Las gotas se transformaron en piedras y los relámpagos en flechas. Los mexicas los atacaban desde las azoteas y en las calles los guerreros se enfrentaban a los españoles y sus aliados. Los charcos enrojecieron y los truenos enmudecieron por los aullidos que invocaban la venganza. Las armas no podían ser detenidas y abrían la piel de sus adversarios. Cada paso costaba vidas, cada carrera se convertía en heridas. El relincho de uno de los caballos erizó la piel de los teúles: las largas lanzas de los mexicas lo habían alcanzado y su jinete estaba en el piso. El peso de su armadura se convirtió en su enemigo; por más que lo intentó, no pudo levantarse. El golpe de la maza le partió el cráneo.

Los arcabuces empezaron a tronar desde la entrada del palacio, pero la lluvia los silenció después de la primera descarga. Las espadas reflejaban el brillo de la luna y las líneas de sangre brotaban de los cuerpos. La muerte estaba suelta. Los teúles corrían hacia su único refugio. Las amistades y las lealtades eran menos poderosas que el miedo y la emboscada. Cuitláhuac había dejado que los españoles se adentraran en Tenochtitlan. Quería matarlos a todos.

Cuando entró el último de los teúles, los defensores del palacio cerraron filas. Las manos ansiosas trataban de secar sus armas mientras sus labios maldecían la humedad que solidificaba la pólvora. De pronto, el silencio se impuso y los mexicas desaparecieron en la noche.

 * 

Don Hernán miró a la calle, sólo Dios sabía cuántos estaban tirados. La lluvia comenzó a menguar y el quejido de uno de sus hombres se le metió en el alma. Ahí estaba, apenas lo separaban unos pasos. Sus brazos se alargaban para tratar de tocarlo. La flecha clavada en el muslo no lo dejaba seguir avanzando. Los intentos para arrastrarse eran imposibles. El dolor lo frenaba y las líneas de sangre lo debilitaban a cada latido. Durante un instante, Cortés pensó en darle la espalda, el caído ya estaba más muerto que vivo, pero al final se contuvo. Con lentitud, pasó la mano por su rostro para tratar de limpiarse el agua y el sudor. No podía abandonarlo delante de sus compañeros; si lo hacía, la lealtad de sus hombres quedaría irremediablemente fracturada, todos descubrirían lo que ninguno debía saber: en el momento decisivo, cualquiera sería abandonado a su suerte.

—Ve por él —ordenó a uno de sus soldados.

El hombre dudó.

—Ve, no lo puedes abandonar… la cobardía es de españoles a medias, sólo los putos abandonan a los suyos —gritó don Hernán.

Todos escucharon la orden y asintieron sin pensar en las consecuencias. El soldado ya no tenía otra opción y avanzó hacia el caído. Sus primeros movimientos fueron medrosos, sus ojos trataban de desgarrar la negrura para descubrir a los enemigos. Nada encontraron. A cada paso su confianza se fortalecía. La noche había devorado a los mexicas. Llegó a su destino, se inclinó frente al herido y tomó su mano para ayudarlo a levantarse. Su brazo comenzó a tensarse y una flecha lo derribó sin que un grito pudiera salir de su garganta. El tiro fue mortal.

Cortés no bajó la mirada aunque los gritos del herido desgarraban sus oídos. Todas las opciones estaban canceladas: los caídos se morirían delante de ellos y sus fantasmas los perseguirían hasta el fin de los tiempos.

—Prepárense para resistir —dijo y se adentró en el palacio.

 * 

La llegada del sol fue terrible. El murmullo se apoderó del palacio de Axayácatl y los teúles comenzaron a asomarse para mirar lo que nunca debieron ver. Delante de ellos estaban los cuerpos de sus compañeros. Todos estaban decapitados y sus carnes habían sido destazadas. Los zopilotes los picoteaban y alzaban sus cabezas para deglutir después de zamarrear.

Uno de los soldados apuntó su arcabuz y disparó. El disparo le reventó el cuello al zopilote y los demás huyeron por el estallido. El sonido del batir de las alas era idéntico a las risas de los demonios.

—No los podemos dejar ahí, eso no es de cristianos —murmuró el soldado mientras levantaba su arma.

Sus compañeros sólo bajaron la mirada.

—¡Vamos! —insistió.

Cuando el silencio parecía volverse eterno, una mano se posó sobre su hombro.

—No podemos… eso es lo que quieren que hagamos —dijo uno de sus compañeros.

—No importa, los plomos pueden cubrirnos.

—Mejor reza por sus almas.

El soldado no podía decirle más. Si acaso lograban recuperar los cadáveres, la muerte los alcanzaría más rápido: la peste de la putrefacción se les metería en el cuerpo y los males los devorarían con las fiebres que nadie podría controlar.

 * 

La posibilidad de resistir se escapaba de sus manos. Todos los días los mexicas los atacaban cuando el cansancio los vencía, los ojos que los vigilaban desde los otros edificios y los parapetos siempre descubrían el instante preciso. Aquellos combates jamás fueron definitivos, sólo alargaban su agonía. Los gritos y las flechas resquebrajaban el sueño y les restregaban la imagen de la calaca. El tiempo se transformó en lodo podrido y los cadáveres de los teúles se acumulaban en el patio más lejano. Día a día, la pila se hacía más alta. Poco a poco, aquellos cuerpos se hincharon por el calor. Su piel tensa por los gases de la putrefacción comenzó a reventarse y los gusanos blancos brotaron de la carne. De nada servía que desearan quemarlos, en todo el palacio no había suficiente madera para lograrlo, tampoco podían arrojarlos por la azotea, cada cuerpo que cayera fortalecería a sus enemigos. La debilidad no podía ser revelada. Los heridos sólo miraban a la nada mientras murmuraban sus arrepentimientos. Aún les quedaba tiempo para que su dios los perdonara. El miedo a la muerte a filo de obsidiana ya estaba dentro de ellos y, para colmo de las desgracias, los males se apoderaron del palacio sin que nadie pudiera jalarles la rienda: uno de los negros que había llegado con Narváez tenía una fiebre ingobernable. Sus dientes chocaban y sus ojos se volvían globos blancos que contenían arroyos de sangre. Los paños húmedos que ponían en su frente se secaban en un santiamén y las pústulas llegaron a su cuerpo. La esperanza se había terminado.

 * 

Don Hernán lo miraba con furia y la voz de Alvarado se apagaba. A pesar de lo que había ocurrido, Cortés tenía que contenerse, ya llegaría el tiempo de las recriminaciones y los castigos.

—¿Cuánto tiempo nos queda? —preguntó.

—Poco, muy poco —respondió don Pedro.

Las explicaciones sobraban. Ahí, muy cerca de ellos, estaban los canastos casi vacíos y el olor de la podredumbre llegaba desde el patio.

—Todavía podemos retirarnos —susurró Alvarado.

Cortés sólo movió la cabeza y se golpeó el muslo.

—Cuitláhuac no es un pendejo, se está jugando la última carta.

—Pero…

—Pero ¿qué? —interrumpió Hernán.

—Somos más de los que éramos.

—Y ellos son miles.

Cortés avanzó hacia los canastos. Su mano tuvo que llegar muy lejos para sentir los granos. Se recargó en la pared y tocó su párpado. El temblor había regresado.

—Todavía podemos hacer algo… Dios aprieta pero no ahoga.

 * 

Moctezuma estaba sentado, sus ojos se clavaban en el piso hasta perderse en el polvo. A pesar de los combates seguía cautivo y los españoles no se rendían. El cuerpo le dolía y nada podía mitigar la tensión de los músculos engarrotados. El deseo de adentrarse en el temazcal era imposible. La verdad lo había alcanzado y le negaba piedad: su destino era incierto. Cuitláhuac terminaría con los teúles, pero él nunca volvería a sentarse en el trono de los jaguares. Todos estaban seguros de que era un cobarde, de que se había rendido sin levantar las armas y que no había tenido el valor de arrancarse la vida cuando lo encerraron como a un perro. Nadie comprendería sus planes; nadie, absolutamente nadie aceptaría que, a pesar de todo, su estrategia había sido la correcta.

Cuando Cortés y Malintzin entraron a la habitación, sus ojos se iluminaron, tal vez aún le quedaba una oportunidad. El lento rayo del poder tocó sus almas.

—Volviste… después de lo que ha pasado pensé que ya nunca nos encontraríamos —dijo.

La voz del soberano sonaba tranquila, pero en ella se adivinaba el olor de los cuerpos que reventaban en el patio.

Don Hernán se contuvo.

—Sí, aquí sigo —respondió mientras se sentaba delante de él.

Moctezuma tomó la jícara que estaba a su lado y se la ofreció. Sus movimientos no revelaban miedo. Cortés la rechazó mientras se llevaba el puño a la boca.

—¿Me traicionaste?

—No… tus hombres nos atacaron cuando estábamos desarmados. Tú ya lo sabes… ellos soltaron a la descarnada.

El soberano no mentía, cada una de sus palabras coincidía con lo que había escuchado durante los días más largos de vida.

—¿Y ahora?

—Nuestro destino está en manos de los dioses.

Aunque la voz de Moctezuma se oía absolutamente desconsolada, sus palabras sonaban como amenaza. Hernán lo miró, el soberano se enroscaba como una serpiente que se prepara para el ataque final.

—Tú puedes detenerlos —dijo Cortés.

—No… yo no puedo hacer nada… Ellos sólo quieren tu sangre.

Don Hernán permaneció en silencio. Se levantó y caminó por la habitación. Sus pasos eran lentos.

—Todavía podemos hacer algo —dijo al Tlatoani.

—¿Qué?

—Habla con tu gente, convéncelos de que nos dejen ir.

Moctezuma sonrió con desgano.

—No puedo… los dioses saben que no puedo.

—Convéncelos —reiteró don Hernán—, tú nos acompañarás y volverás con los tuyos cuando estemos cerca de Tlaxcala. La guerra tiene que parar, nosotros nos iremos para siempre. Te juro por Dios que nunca volveremos.

—No te engañes… Cuitláhuac nunca dejará que me vaya. El estire y afloja siguió adelante durante muchas horas. Moctezuma era inflexible y se mostraba como el derrotado perfecto. Quería que Cortés le rogara.

 * 

Los gritos de los pregoneros que repetían las palabras incompresibles se oyeron durante un largo rato. Al principio le hablaban a la nada, ni siquiera las flechas les respondían con sus zumbidos mortales. Cuitláhuac los dejó seguir adelante. Poco a poco, los mexicas comenzaron a acercarse. Todos estaban armados y sus miradas se clavaban en la entrada del palacio. Antes de que el sol llegara al centro del cielo, las calles y la plaza estaban llenas.

Don Hernán se asomó con cuidado. Nadie debía verlo antes del momento definitivo. Sus ojos buscaban al hombre que le roía la sesera. Cuitláhuac no estaba delante de ellos, pero sus pupilas y su lengua se habían adueñado de todos. Cortés se jugaba las últimas cartas y no podía equivocarse. El as de espadas y el rey de oros tenían que acompañarlo hasta el fin de la partida. La tentación del arrepentimiento mordió su pecho, pero ya no podía retractarse. Se adentró en el palacio y llegó a la habitación de Moctezuma.

El soberano lo esperaba. Su cuerpo estaba limpio y sus ropas eran lejanas de las que había usado la primera vez que se encontraron. Moctezuma miraba la habitación buscando lo que nunca podría hallar: su penacho estaba desplumado y sus joyas se habían convertido en burdos lingotes.

—Ya es tiempo —dijo don Hernán y sus palabras fueron repetidas por Malintzin.

Moctezuma se levantó y comenzó a caminar hacia la azotea.

Nadie le abría el paso, ninguna escoba barría el piso y las manos que colocaban los tapetes virginales se habían esfumado. Sus plantas sentían el polvo y tuvo que detenerse para quitarse una pequeña piedra que se le encajó en el talón. A cada momento, la destrucción se le metía en los ojos. Los muros fracturados, el olor de los orines que se concentraba en las esquinas y la pestilencia del sudor añejo eran las cicatrices del palacio.

La escalera estaba delante de él. Antes de levantar la pierna se detuvo. Lentamente se tocó el rostro. Sus dedos recorrieron sus ojeras y huyeron de sus cabellos desarreglados. Sus súbditos nunca lo habían mirado de esa manera. Entre él y los muertos de hambre ya no había diferencia. Sin embargo, el anhelo de que su presencia los obligara a bajar el rostro era su único consuelo.

—Vamos —dijo Cortés.

El soberano dio el primer paso.

 * 

Moctezuma observó a los mexicas. Al principio, los ojos de sus súbditos buscaron el suelo, pero no pudieron quedarse quietos. El murmullo los obligó a levantarse. Las pupilas eran puñales que exigían venganza. Sus súbditos ya no le temían. Todo estaba perdido, pero el Tlatoani suspiró para convocar la poca fuerza que le quedaba. El aire volvió a llenarle el pecho y, antes de que pronunciara la primera palabra, un grito le robó la voz.

—¡Cobarde! — se oyó entre la multitud.

Durante un momento, el silencio se adueñó de la plaza.

—¡Perro! —gritó otro.

—¡Traidor! —aulló un tercero.

Las maldiciones se adueñaron del mundo. Moctezuma dio un paso atrás. Sus pies comenzaron a buscar la escalera. Tenía que huir, largarse. De pronto, una piedra cayó a su lado. Los españoles apuntaron a sus enemigos y dispararon. Muchos cayeron, pero los proyectiles de los mexicas también los hirieron.

Moctezuma bajó por la escalera. Su mano sentía la humedad que brotaba de su cabeza. No llegó muy lejos. Se quedó sentado en uno de los escalones. El temblor se adueñó de su cuerpo y las lágrimas se ahogaron en sus ojos.

 * 

Desde ese día Moctezuma quedó mudo y su mirada se extravió sin remedio. Ahí estaba, sentado en uno de los rincones, con los hombros caídos y la saliva seca en las comisuras. De nada servía que le hablaran y los gritos tampoco entraban en sus oídos. Sus manos temblaban, su piel era flácida como el cuero de los guajolotes y sus ojos se volvieron viscosos sin que nadie lo embrujara. Su desgracia no necesitaba las maldiciones de los hechiceros. La comida que le acercaban jamás era tocada y las moscas caminaban sobre ella sin que él las espantara. Su hígado se había secado para siempre y el valor estaba muerto en su cuerpo. El deseo del fin no salía de su sesera y lo atormentaba a cada instante: la suya no sería ya una muerte gloriosa, nunca se quedaría tirado en el campo de batalla para que su sangre fertilizara la tierra y tampoco sentiría el puñal que alimentaba a los dioses. Los nahuales nunca llegarían con la noche para desgarrarle la garganta: los que nada valen no merecen su presencia. Su fin sería el mismo de los cobardes y los perros, su alma jamás acompañaría al sol y vagaría eternamente para mostrarse en las calles oscuras.

 * 

La lluvia los obligó a decidirse. El momento había llegado. Los enemigos no se veían y una de las barricadas podía ser destruida con rapidez. En el palacio todos se movían. Las armas estaban listas y las alforjas con los lingotes colgaban sobre las ancas de los caballos. Los heridos que no tenían remedio fueron bendecidos y olvidados después de prometer lo que jamás se cumpliría. Ninguno de los suyos recibiría una onza dorada, los supervivientes se las repartirían sin recordar siquiera sus rostros.

Los hombres de don Hernán lo obligaron a levantarse y a empujones lo llevaron a la salida del palacio.

—De algo servirá —les dijo Cortés antes de tomar su lugar en la formación.

La luz del relámpago marcó el instante definitivo. Los teúles corrieron hacia la plaza y comenzaron a adentrarse en la calle que los llevaría a uno de los puentes. Los pasos de Moctezuma los retrasaban.

—¡Muévete!, ¡carajo, muévete, cabrón! —gritó uno de los teúles.

Moctezuma cayó y lo levantaron del cabello.

 * 

La orilla de la laguna estaba a unos pasos y el bramido de la guerra alcanzó a los teúles. Los hombres que estaban en la retaguardia trataron de resistir sin lograrlo. Todos comenzaron a huir. Necesitaban llegar al puente, tenían que cruzar las aguas para que los demonios no pudieran alcanzarlos. Los hombres que custodiaban a Moctezuma estaban a punto de abandonarlo, las órdenes de Cortés podían irse a la mierda con tal de conservar la vida.

—¡Mátalo! —grito uno de ellos.

El soldado desenfundó su puñal y se lo encajó en un costado. Sin saber por qué, lo siguieron arrastrando hasta que llegaron a la orilla del puente. El camino estaba cortado. Moctezuma volvió a caer sobre sus rodillas. Una patada lo derribó y su cuerpo cayó al lodo. Sus manos sintieron la humedad pastosa y trataron de aferrarse a ella. La descarnada llegaba, su imperio estaba herido de muerte.