Una nota para curiosos: la historia y la novela

Durante más de diez años, Moctezuma me ha perseguido. Nuestro primer encuentro ocurrió en una brevísima novela que ha corrido con buena suerte; sin embargo, en aquellas páginas apenas se muestra y asume algunas de las características que inexorablemente se le otorgan.1 Aunque desde que se publicó ese libro no he vuelto a asomarme a sus pliegos, estoy plenamente convencido de que no logré desentrañarlo: apenas era una sombra y su personaje fue engullido por uno de los vórtices que siempre lo atrapan. En cierto sentido, aquel hombre estaba fuertemente emparentado con el protagonista de los viejos libros escritos por Heriberto Frías,2 el maravilloso escritor que nunca le tuvo buena ley, o quizás aún estaba unido a las obras decimonónicas que —a la manera de Manuel Orozco y Berra— lo convertían en el gran culpable de la caída de Tenochtitlan.3

Lo que me sucedió en aquella novelita no es del todo extraño: el Tlatoani —salvo algunas obras excepcionales— continuamente es presentado como un hombre atrapado por las profecías, un cobarde que se rindió ante los invasores sin oponer resistencia, un traidor que merecería un juicio sumarísimo y una buena pedrada en la sesera.4 Para colmo de las desgracias, el nacionalismo mexicano lo maldijo y prefirió a Cuauhtémoc, al único héroe a la altura del arte. Por si esto no fuera suficiente, los liberales decimonónicos lo vieron como un ejemplo del fanatismo y, para colmo de males, los conservadores lo asumieron como un idólatra al que nunca podía perdonarse o el bárbaro que fue derrotado por los hombres más civilizados.

Las obras de aquellos clionautas no eran las únicas que lo maldecían: cuando se revisan las palabras de los indígenas que fueron recuperadas por los sacerdotes tras la conquista de Tenochtitlan, la posibilidad de comprenderlo casi se vuelve agua. Ellos —quizá tratando de agradar a sus entrevistadores— le negaron la piedad y, por si eso no bastara, la derrota tal vez los marcó con los hierros del odio hacia el gobernante que no logró la victoria y tampoco se ganó una muerte a la altura de los mártires. El caído no merecía misericordia y sus triunfos debían ser negados a toda costa. Para los mexicas era fundamental explicar su derrumbe, por ello había que hallar un responsable: el Tlatoani era el personaje perfecto y por ello sólo lo pintaron como un hombre orgulloso que pretendió igualarse con los dioses. Moctezuma, visto desde esta perspectiva, parece un ser irredento que, a pesar de este defecto, dejó su impronta en esta novela.

A pesar de todo, su figura es omnipresente y en algunos casos se ha unido al mito, al mesianismo que tiñe el mundo indígena: él —según lo señala Alfredo López Austin5— sigue mostrándose como una posibilidad de redención. Montezuma, Moctezuma, Montizón o Santozoma continúan vivos y, en más de una ocasión, han alimentado las rebeliones indígenas desde los tiempos de la Colonia.

Es cierto: a lo largo de estos años Moctezuma me ha estado dando vueltas en la cabeza sin que las piezas se acomodaran el todo. No fue sino hasta que me topé con la biografía escrita por Michel Graulich6 cuando su historia comenzó a cobrar sentido. Esta novela está en deuda con el historiador francés; sin embargo, en muchos momentos me separé de sus ideas para tomar otros rumbos sin tratar de enmendarle la plana. Este libro es una novela, aquél es una sólida obra de historia. Esta última afirmación es importante: si bien es cierto que muchos de los sucesos y las prácticas que se narran en este libro están unidas con el pasado, también lo es que la ficción es su sello distintivo. Esta novela se nutre de la historia, pero no es una historia en estricto sentido. Algo del pasado puede conocerse en sus páginas, pero la historia absolutamente verdadera está en otro lado y, tal vez, aún no se ha escrito.

Tras la lectura del libro de Graulich me sentí listo para comenzar a trabajar en esta novela, aunque todavía me quedaba un problema por resolver: ¿cómo debía contarla? Por alguna razón que no alcanzo a comprender del todo, la Malinche comenzó a meterse en mi cabeza. Entonces decidí que ella también debía dar su versión de los hechos y entrelazar su historia con la de Moctezuma. Aparentemente, el problema estaba resuelto, pero la verdad es que me había metido en un conflicto más grande: en la primera versión de estas páginas, ambas historias se unían, pero, gracias a la cuidadosísima lectura de Laura Lara, terminaron separándose.

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Como ya lo he hecho en la mayoría de mis novelas y mis cuentos, en esta ocasión también trato de dar cuenta de mis verdades y mis invenciones: los detalles del parto de Xochicuéyetl —además de una serie de fuentes clásicas imprescindibles—7 provienen de un ensayo donde Berenice Alcántara Rojas da cuenta de los rituales de embarazo y el alumbramiento entre los nahuas y los mayas del Posclásico.8 El uso de la herbolaria y la cola de tlacuache casi fue transcrito del Libellus de medicinalibus indorum herbis de Martín de la Cruz,9 mientras que los rituales de circuncisión, el entierro de la placenta de Xochicuéyetl y el sangrado de los lóbulos del recién nacido están tomados de un libro de Patrick Johansson K.10 Por su parte, el significado del nombre de Moctezuma lo tomé de la obra clásica de Diego Muñoz Camargo.11

La idea del uso de los regalos como demostración de poder y ofensa se me ocurrió tras la lectura de un libro de Óscar Moisés Torres Montúfar.12 Asimismo, confieso que hice por lo menos un par de trampas: según la fecha oficial de su nacimiento, Moctezuma llegó a este mundo un par de años antes de que Axayácatl ascendiera al trono. Sin embargo, mi decisión de cambiar el año —en principio sólo marcada por lo narrativo— quizá pueda tener algo de verdad, pues Michel Graulich sostiene que la elección del año 1 Caña para su nacimiento bien podría ser falsa y estar vinculada con otro tipo de asuntos.13 Por último, la historia de Viento de la Noche es otra de mis invenciones, aunque lo poco que se dice sobre Chalchiuhnenetzin es casi verdadero.

Los hechos que se narran sobre la estancia de Moctezuma en el calmecac, aunque en términos históricos no están directamente relacionados con la vida del personaje —pues nada o casi nada sabemos sobre el tiempo que él permaneció en esta institución— es muy probable que tengan cierta verosimilitud. En este caso, la principal fuente que seguí fue un ensayo de Pablo Escalante Gonzalbo;14 sin embargo, es necesario aclarar que Tonahuac es un personaje de mi absoluta invención, aunque la posibilidad de que un macehual entrara al calmecac debido a sus virtudes en el campo de juego no es del todo descabellada.15 Los hechos de la guerra contra los tlatelolcas también son casi verdaderos: el conflicto ocurrió y las escenas de canibalismo que lo antecedieron pueden ser reales,16 aunque las fechas y algunos de aquellos sucesos fueron modificados en aras de la novela, algo muy parecido a lo que hice con el asesinato del Señor de Xochimilco.17

Los acontecimientos que se cuentan a partir de la muerte de Axayácatl y hasta el ascenso al trono de Tízoc, además de nutrirse de las fuentes clásicas a las que ya me he referido, están profundamente vinculados con otros libros: las obras de Ximena Chávez Balderas y Óscar Moisés Torres Montúfar18 continuaron firmes para guiarme, y a ellas se sumaron un texto de Miguel León-Portilla19 y un ensayo de Felipe Solís Olguín que me permitieron completar el panorama.20 Vale la pena señalar que la historia del envenenamiento de Tízoc, aunque no está plenamente comprobada, bien puede ser cierta: cuando lo menos así lo sería si le creemos a Diego Durán21 y a varios investigadores recientes. La presencia de Yólotl —otra de mis invenciones— y el papel que en el asesinato de Tízoc y sus seguidores jugaron los guerreros es absolutamente indemostrable, sólo obedece a mi imaginación. Lo mismo sucede con el hecho de calificar a Tízoc como un gobernante cobarde y pelele, pues tampoco existe ninguna prueba firme que lo avale. Sin embargo, la posibilidad que muestro en esas páginas no me parece del todo descabellada, es posible que los militares y algunos sacerdotes participaran en este asesinato, si es que acaso ocurrió y fray Diego tiene razón. Una ausencia notoria en este capítulo es Tlacaélel, confieso que preferí casi eclipsarlo, pues su fuerza podría oscurecer a los demás personajes. Él —sin duda alguna— merecería un libro grande y poderoso para contar su vida.

A pesar de aquellas verdades, la mayor parte de lo que se cuenta sobre Moctezuma en el capítulo dedicado a los tiempos de Tízoc es una invención de la que sólo yo soy responsable. La razón que explica esta decisión arriesgada es simple, brutal y reiterativa: casi nada sabemos sobre el Tlatoani durante sus años en el calmecac, sobre sus reacciones ante la muerte de su padre y acerca de sus acciones durante el señorío de su tío. En aquellos años, el pasado se muestra como una oscuridad impenetrable que me obligó a tomar decisiones sin asideros, pues la información sobre la vida y los hechos de Moctezuma —por lo menos desde la perspectiva que nos otorgan la obra de Michel Graulich y las de otros investigadores— comienza a notarse a partir del reinado de Ahuízotl.

Las páginas dedicadas al reinado de Ahuízotl —que largamente se detienen en la descripción de la guerra y los sacrificios— no sólo se alimentaron de la obra de Graulich, pues en ellas están las marcas de dos libros que fueron publicados hace poco tiempo: Xipe Tótec. Guerra y regeneración del maíz en la religión mexica, de Carlos Javier González22 y Cacería, sacrificio y poder en Mesoamérica, de Guilhem Olivier.23 Las razones que me llevaron a incluir algunas de las ideas que se contienen en estas obras no sólo se deben a su indudable valía, pues este último autor ha sido una presencia definitiva en cada uno de mis trabajos durante los últimos años. Supongo que su aparición en mis páginas no lo llenará de orgullo, sin duda él merecería algo mejor.

Por lo que se refiere a las páginas dedicadas a Moctezuma que cierran la segunda parte, la obra de Graulich continuó siendo mi principal acompañante, aunque he de confesar que las conjuras en la corte de Tenochtitlan y las muertes de los sacerdotes son de mi absoluta invención, algo parecido a lo que ocurre con la participación y el asesinato de los hijos de Ahuízotl: Tlacahuepan y Macuil sí existieron y según algunas fuentes tuvieron un triste final; sin embargo, la historia de su asesinato poco o nada tiene que ver con la historia real.

En la tercera parte de esta novela, también seguí los pasos Graulich, aunque me distancié de su obra para crear un Nezahualpilli bastante alejado de la historia. Si bien es cierto que los hechos de la campaña contra Tlaxcala son más o menos verdaderos, las razones que los animan son de mi total invención, salvo en el caso de la historia de Vulva de Jade, la cual fue originalmente escrita por el siempre sospechoso Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, pues sus páginas inexorablemente apuestan a favor de Texcoco y en contra de los mexicas.24 A ciencia cierta se ignora si los amoríos de la hija de Axayácatl son comprobables más allá del probable cotilleo de Ixtlilxóchitl; sin embargo, son maravillosos y sin duda debían formar parte de esta novela.

En los últimos tramos de esta novela me enfrenté con un nuevo problema: la imagen de Hernán Cortés. Al principio tuve la tentación de seguir los pasos de uno de sus biógrafos heterodoxos, Christian Duverger.25 Sin embargo, al cabo de un rato, desistí de esta posibilidad y preferí una perspectiva mucho más serena, el libro de José Luis Martínez que siempre se muestra como un fiel compañero.26 A pesar de esta elección, confieso que abandoné a don José Luis en muchos momentos, la idea de que el conquistador no comprendía el mundo recién hallado y actuaba bajo el amparo de la suerte es mía. Efectivamente, no tengo manera de comprobar si esta intuición es verdadera y cada una de sus palabras está sostenida por una creencia que sólo buscaba abonar la novela.

Las profecías que se narran en estas páginas tienen distintos orígenes: la inmensa roca que vence los deseos del Tlatoani está tomada de la obra de Diego Durán,27 los cielos iluminados provienen de Alva Ixtlilxóchitl28 y las desgracias que ocurrieron en los templos de Huitzilopochtli y Tzonmolco —al igual que el cometa y las aguas hirvientes— fueron tomados del Códice florentino. Además de estas fuentes clásicas, en esta sección fue de gran utilidad un espléndido ensayo de Patrick Johansson: “Presagios del fin de un mundo en textos proféticos nahuas”.29 Evidentemente, el peso que se les da a estos augurios es mucho mayor del que tal vez tuvieron, pues hoy sabemos que la mayoría de ellos —por no decir que la totalidad— están profundamente unidos con las imágenes del cristianismo, justo como lo señaló Diana Magaloni Kerpel en Albores de la Conquista.30

Es importante señalar que en la historia de Nezahualpilli me tomé muchas libertades y torcí una buena parte de los hechos: en estas páginas, la muerte del Soberano de Texcoco y el levantamiento en armas de su hijo casi ocurren en paralelo a la llegada de los españoles comandados por Cortés; sin embargo, esto jamás ocurrió. Nezahualpilli murió algunos años antes de que don Hernán llegara a Mesoamérica.

En términos generales, la narración del avance de Cortés, de su llegada a la capital mexica, de las tensiones y los enfrentamientos entre los líderes mexicas, de la captura de Moctezuma y los momentos que anteceden a la huida de Tenochtitlan siguen las historias que se narran en las fuentes clásicas que ya he mencionado; sin embargo, en cada una de sus páginas hay invenciones, torceduras y creaciones que sólo son resultado de mi imaginación. Y exactamente lo mismo ocurre con la versión de la muerte del soberano; ella, si bien se acerca a lo señalado en algunas de aquellas obras, es casi de mi factura. No está por demás recordar lo que ya he dicho: éste no es un libro de historia, sólo es una novela que se nutre de la historia.

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Al igual que en mis libros anteriores, no puedo dejar de señalar a algunas de las personas que fueron definitivas en el nacimiento de estas páginas. La llamada telefónica y el desayuno con Laura Lara —una maravillosa editora que tiene la extraña costumbre de leer los manuscritos que publicará— me dio la certeza de que debía emprender la escritura de una novela que me anduvo dando vueltas en la cabeza durante casi una década. Volver a trabajar con ella después de La derrota de Dios y La conspiración era fundamental. Asimismo, el reencuentro con Guadalupe Ordaz me dio la seguridad de que llegaríamos a buen puerto: su incapacidad para olvidarme no tiene precio y exactamente lo mismo ocurre con su trato fraternal. Sin ellas, estas páginas no existirían.

A pesar de su importancia, la presencia de Laura y Guadalupe no fue lo único que hizo posible esta novela: Margarita de Orellana y Alberto Ruy Sánchez —gracias al maravilloso cobijo de Artes de México— también están en estas palabras. Por último, la presencia de Patty y Demián nuevamente fue definitiva: la certeza de que ellos estaban cerca, de que un beso podía romper las tinieblas, de que sus palabras son capaces de curar todos los males y los miedos fue absolutamente crucial para este proyecto. Sin ellos, me habría extraviado y mis días habrían sido devorados por la más siniestra de las oscuridades. Si algo queda de mí, sólo se debe a ellos.

JOSÉ LUIS TRUEBA LARA
Verano de 2016-primavera de 2017


1. Vid. José Luis Trueba Lara. La ciudad sin nombre. México, Alfaguara, 2015.

2. Vid. Heriberto Frías. Biblioteca del Niño Mexicano. México, Maucci Hermanos, 1899-1901. En especial pueden verse los volúmenes: Hernán Cortés ante Moctezuma, La prisión de Moctezuma ó el último ultraje y, por supuesto, La piedra contra el emperador ó la sublimidad de un héroe.

3. Manuel Orozco y Berra. Historia antigua y de la conquista de México. México, Porrúa, 1960, 4 v.

4. En el caso de Heriberto Frías, la pedrada corre por cuenta de Cuauhtémoc, lo cual es falso; mientras que en mi novela ocurre por obra del protagonista, lo cual —evidentemente— también es una mentira de cabo a rabo.

5. Alfredo López Austin. Las razones del mito. La cosmovisión mesoamericana. México, Era, 2015; vid. pp. 138ss.

6. Michel Graulich. Moctezuma. Apogeo y caída del imperio azteca. México, Era, 2014.

7. Bernardino de Sahagún. Historia general de las cosas de Nueva España. México, Porrúa, 2006; Diego Durán. Historia de las Indias de la Nueva España e islas de tierra firme. México, Conaculta, 2005, 2v; Juan de Torquemada. Monarquía indiana. México, UNAM, 1977; Hernando de Alvarado Tezozómoc. Crónica Mexicáyotl. México, UNAM, 1992; Toribio de Benavente (Motolinia). Memoriales. México, UNAM, 1971; Bernal Díaz del Castillo. Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. México, Porrúa, 1984, y Hernán Cortés. Cartas de relación. México, Porrúa, 1992.

8. Berenice Alcántara Rojas. “Miquizpan. El momento del parto, un momento de muerte. Prácticas alrededor del embarazo y parto entre nahuas y mayas del Posclásico”, en: Estudios Mesoamericanos. México, UNAM, n° 2, julio-diciembre de 2000, pp. 37ss.

9. Martín de la Cruz. Libellus de medicinalibus indorum herbis. México, Fondo de Cultura Económica/Instituto Mexicano del Seguro Social, 1996, 2v.

10. Patrick Johansson K. Xochimiquiztli. La muerte florida. El sacrificio humano entre los antiguos nahuas. México, McGraw Hill, 2005, 2v.

11. Diego Muñoz Camargo. Historia de Tlaxcala. Madrid, Dastin, 2003.

12. Óscar Moisés Torres Montúfar. Los señores del oro. Producción, circulación y consumo de oro entre los mexicas. México, INAH, 2015.

13. Michel Graulich. Op. Cit., pp. 74-75.

14. Pablo Escalante Gonzalbo. “La etapa indígena”, en: Dorothy Tanck de Estada (coord.). La educación en México. México, El Colegio de México, 2011, pp. 19ss.

15. Vid. William L. Fash y Barbara W. Fash. “Apuesta, guerra ritual e identidad en el juego de pelota de Mesoamérica”, en: María Teresa Uriarte (ed.). El juego de pelota mesoamericano. Temas eternos, nuevas aproximaciones. México, UNAM, 2015.

16. Vid. Michel Graulich. El sacrificio humano entre los aztecas. México, Fondo de Cultura Económica, 2016, pp. 430-431.

17. Vid., entre muchos otros: Jacques Soustelle. La vida cotidiana de los aztecas en vísperas de la conquista. México, Fondo de Cultura Económica, 2014, pp.163.

18. Ximena Chávez Balderas. Rituales funerarios en el Templo Mayor de Tenochtitlan. México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2007, y Óscar Moisés Torres Montúfar. Op. Cit.

19. Miguel León-Portilla. Aztecas-Mexicas. Desarrollo de una civilización originaria. Madrid, Algaba, 2005.

20. Felipe Solís Olguín. “Historias de familia: los ancestros de Moctezuma II”, en: Leonardo López Luján y Colin McEwan (coords.). Moctezuma II. Tiempo y destino de un gobernante. México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2010, pp. 25 ss.

21. Diego Durán. Op. Cit.

22. Carlos Javier González. Xipe Tótec. Guerra y regeneración del maíz en la religión mexica. México, Fondo de Cultura Económica / Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2015.

23. Guilhem Olivier Cacería, sacrificio y poder en Mesoamérica. Tras las huellas de Mixcóatl, “Serpiente de Nube”. México, Fondo de Cultura Económica/ Universidad Nacional Autónoma de México/Fideicomiso Felipe Teixidor y Monserrat Alfau de Teixidor/Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, 2015.

24. Vid. Fernando de Alva Ixtlilxóchitl. Obras históricas. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1975, 2 v.

25. Christian Duverger. Cortés. México, Taurus, 2010.

26. José Luis Martínez. Hernán Cortés. México, Fondo de Cultura Económica / Universidad Nacional Autónoma de México, 1992.

27. Diego Duran. Op. Cit.

28. Fernando de Alva Ixtlilxóchitl. Op. Cit.

29. Patrick Johansson K. “Presagios del fin de un mundo en textos proféticos nahuas”, en: Estudios de Cultura Náhuatl, enero-junio de 2013, n° 45, pp. 69-147.

30. Diana Magaloni Kerpel. Albores de la Conquista. La historia pintada del Códice Florentino. México, Artes de México/Secretaría de Cultura, 2016.