7

El lenguaje interno

El año 1933 fue el que marcó la cartografía urbana para siempre. Los mapas originales del metro de Londres empezaban a ser enrevesados, y a menudo poco funcionales. Las líneas del suburbano habían crecido de manera mastodóntica, y aunque los diseñadores trataban de ser lo más fidedignos posible, los resultados no terminaban de ser satisfactorios. Se trataba de amoldar la realidad al mapa, y no al revés.

Cuando a Harry Beck se le encargó el proyecto de simplificar el mapa de Londres, llevaba cinco años trabajando para la oficina de señales del suburbano londinense. Además, tenía mucha experiencia con sistemas de circuitos eléctricos, y eso debió de influir en su idea final. El resultado fue un mapa que no pretendía ser exacto, sino práctico; el mapa que sirvió de modelo para el de todos los metros del mundo. El diseño de Beck no estaba exento de un carácter psicológico, ya que, al ser convexo, hizo que las estaciones más lejanas parecieran más cercanas al centro de la ciudad. Dicen que esto incentivó su uso por parte de las zonas más residenciales, y animaba a los usuarios a acercarse al centro.

El lenguaje nos moldea

El lenguaje es una de las abstracciones más maravillosas creadas por el ser humano. La segunda herramienta que va a ser fundamental y nos va a ayudar en nuestro propósito es la de mantener un diálogo interno consistente y que resulte beneficioso para lograr nuestros objetivos. No somos muy conscientes de hasta qué punto los mensajes, las reglas verbales, van a influir en nuestra percepción de la realidad.

Somos lo que nos contamos, lo que nos pasa, y cómo lo contamos. Cuántas veces un amigo nos hace recordar una época pasada de nuestra vida, o aquel viaje que compartimos, y nos damos cuenta de que hemos vivido dos realidades diferentes. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia; debería estar inscrito en la entrada de nuestro cerebro, grabado con un cincel.

La pluralidad de nuestras diferentes versiones hace que la realidad cambie. De hecho, en psicología se estudia cómo el individuo no es un mero receptor pasivo de su entorno, sino que constantemente está modulando, interpretando y construyendo la realidad. Una vieja historia hace hincapié precisamente sobre este hecho:

Había una vez un par de religiosos, uno benedictino y el otro jesuita, que eran amigos y ocasionalmente se encontraban para charlar.

Parece ser que tanto el jesuita como el benedictino eran grandes fumadores, y compartían ese problema. Como todos los días debían pasar largos espacios de tiempo rezando en cada uno de sus conventos, sufrían gravemente la privación del tabaco. Resolvieron entonces discutir el asunto con sus respectivos superiores y, en la semana siguiente, comunicarse el resultado.

En la reunión convenida, el jesuita le preguntó al benedictino cómo le había ido.

—Pésimamente —replicó este—. Le dije al abad: «¿Me da usted permiso para fumar mientras rezo?», y se puso furioso. Me impuso quince oraciones más de penitencia en castigo por mi atrevimiento. Pero tú —refiriéndose al jesuita— pareces muy contento, amigo mío. Y a ti, ¿cómo te ha ido? —le preguntó a su amigo jesuita.

Este sonrió y dijo:

—Hablé con mi superior y le pedí autorización para rezar mientras fumo. Y no solo me la concedió, sino que además me felicitó por mi devoción.

Para Ludwig Wittgenstein, unos de los grandes filósofos del siglo XX, los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo, y si bien no sabemos si sostener esa premisa con la misma convicción que el filósofo de Cambridge, los clínicos no podemos dejar de prestar atención a cómo se expresan las personas en consulta y realizar reflexiones sobre este uso. Ahora bien, no solo usamos el lenguaje para comunicarnos con los demás, sino para ordenar nuestra realidad. ¿Pueden nuestras expresiones crear oasis y demonios? ¿Hasta qué punto las reglas verbales que interiorizamos están generando diferentes estados emocionales?

Mark Waldman y Andrew Newberg, psiquiatras y profesores de las universidades de California y Thomas Jefferson, respectivamente, afirman en su libro Las palabras pueden cambiar tu cerebro que si un sujeto escucha la palabra «no», su cerebro empezará a liberar cortisol, mientras que si recibe una afirmación ante una propuesta, su núcleo accumbens liberará dopamina; el uso de palabras positivas y optimistas ayudaban precisamente a activar el lóbulo frontal, que, a su vez, produce una desactivación de la amígdala. Además, si nuestro idioma nativo es el castellano, quizá contemos con ventaja, ya que recientemente se ha descubierto que es la lengua que más frecuencia de términos positivos posee en su uso cotidiano.

En inglés, la palabra pollyana hace referencia a aquella persona que plantea el mundo a través de una exagerada exaltación del optimismo. Este término se popularizó a partir de la novela que lleva el nombre de su protagonista, y que fue escrita por Eleanor H. Porter. Pollyana es una niña huérfana que, a pesar de todas las adversidades que le depara la vida, decide ver la vida desde el lado más amable de la existencia. La idea de esta novela ha servido de inspiración a dos investigadores para probar que el lenguaje que utilizamos cotidianamente posee más connotaciones positivas o negativas. Un par de matemáticos, Peter Dodds y Chris Danforth, decidieron dar toda una lección de minería estadística y recopilaron los diez mil vocablos más frecuentes de los diez idiomas más comunes. Bucearon entre tuits, letras de canciones, libros populares, sitios web... y llegaron a la conclusión de que las palabras más frecuentes tienen un sesgo claramente optimista en todos los idiomas consultados. ¿Quizá tratemos de compensar con el lenguaje la tendencia de nuestro cerebro a fijarse primero en lo que podría resultar amenazador?

Otro estudio publicado en la Clinical Psychological Science nos demuestra que el uso de ciertas palabras en la expresión oral y escrita podrían indicarnos que la persona está pasando por un proceso de ansiedad o depresión. Destacaban, además del uso de términos tildados como negativos (solo, miedo, tristeza o desesperación), el abuso de pronombres en primera persona (es decir, se encontraban más centrados en sí mismos). Por otro lado, se usaba un estilo de expresión más polarizado, donde aparecía una visión del mundo más radical en la que se enfatizaban los contrastes.

Daniel Everett es uno de los lingüistas que se han atrevido a poner en duda la gramática generativa que defiende Noam Chomsky. Según la teoría de Chomsky, existe un módulo predeterminado en el cerebro humano que facilita la adquisición del lenguaje, y gracias a esa predisposición los diferentes idiomas y dialectos contienen reglas comunes y universales. Everett fue un entusiasta misionero cuando era joven, y se trasladó con su familia a la Amazonia para llevar la palabra de Dios. Fue en medio de la selva donde encontró la tribu de los pirahãs, una comunidad aborigen amazónica que se comunica con el idioma más extraño del mundo. Aunque los pirahãs eran reacios a las acciones de los misioneros, y en general al contacto con el mundo exterior, terminaron aceptando a Everett. Después de observar a los miembros de esta tribu, ocurrió lo contrario de lo que esperaba. El misionero les hablaba de religión y felicidad, pero se dio cuenta de que ya eran felices, así que terminó cambiando su fe por el ateísmo, y se dedicó a estudiar su lengua.

Lo curioso del idioma de los pirahãs no es solamente que carezca de palabras para numerar las cosas (son incapaces de distinguir entre cuatro y cinco, ya que solo poseen los vocablos «uno» o «muchos»), sino que tampoco tiene tiempos verbales. Los pirahãs viven en un eterno presente, ignorando el futuro y el pasado. El propio Everett habla precisamente de la gramática de la felicidad por este caso. Al no existir en el lenguaje, simplemente no piensan en ello.

El cerebro es plástico

La plasticidad cerebral es una de las herramientas que favorece la adquisición de capacidades cognitivas. Esta moldea nuestro cerebro para que logre adquirir y mantener nuevos aprendizajes, lo que implica que, por medio del aprendizaje y la práctica, se pueden mejorar las capacidades cerebrales de las personas. El cerebro está constantemente creando nuevas conexiones neuronales y evolucionando, alterando las ya existentes para adaptarse a nuevas experiencias, aprendiendo de la conducta y la nueva información.

Una de las ventajas que se han observado en el desarrollo de la plasticidad cerebral es que, a mayor diversidad y número de conexiones corticales, aumenta la capacidad para aprender y generar nuevas soluciones a problemas que se pueden presentar en el día a día.

Y si nuestro cerebro está continuamente creando nuevas conexiones y evolucionando, ¿cómo le afecta entonces el lenguaje? ¿Qué efectos tienen las palabras, frases y conversaciones en nuestro cerebro?

Nuestro lenguaje es una actividad humana de rango superior, y comparte muchas características con otras actividades o procesos psicológicos, como la memoria o el pensamiento. El lenguaje es un poderoso sistema de representación de nuestro mundo exterior e interior en nuestra mente. Lo que hablamos influye, modifica e incluso corrige lo que pensamos. A nivel cognitivo, buena parte de lo que se dice acaba siendo lo que se piensa.

Un estudio liderado por el Instituto Hospital del Mar de Investigaciones Médicas de Barcelona (IMIM) muestra que solo una de cada diez personas con trastornos de ansiedad recibe el tratamiento adecuado. Además, la búsqueda de los términos «depresión» y «ansiedad» ha experimentado un crecimiento considerable durante los últimos cinco años. De hecho, la ansiedad ha sido el trastorno mental más buscado en este tiempo, coincidiendo con el aumento de esta enfermedad en la población mundial. Esta marcada tendencia en las búsquedas sobre trastornos mentales va acompañada del incremento de la búsqueda de información sobre ansiolíticos y antidepresivos.

Este mismo estudio nos indica que las búsquedas de Google no se corresponden con el lenguaje utilizado por los profesionales de la salud. Así, entre las búsquedas más habituales se encuentran consultas sobre «cómo calmar o combatir la ansiedad», «cómo salir de una depresión» o «cómo sé si tengo una depresión». Esto nos advierte a los profesionales de la salud que debemos cambiar el lenguaje que utilizamos en nuestras plataformas para llegar a todas personas que necesitan ayuda sanitaria.

Se ha comprobado que el cerebro usa los mismos mecanismos cuando una persona habla en voz alta que cuando lo hace para sí misma. Diversos estudios han demostrado que, cuando mantenemos esas charlas internas, se activan áreas como la de Broca, presentes también cuando nos comunicamos en voz alta.

Nuestro diálogo interno moldea nuestras creencias sobre nosotros mismos y sobre el mundo que nos rodea, y repercute además de forma directa en nuestros estados emocionales. El lenguaje que usamos cuando pensamos y lo que nos decimos con esos pensamientos es mucho más importante de lo que solemos creer.

El diálogo interno cambia nuestro cerebro. Esa charla cotidiana que tenemos con nosotros mismos puede fortalecer un gran número de áreas cerebrales para ayudarnos a manejar mejor el estrés, regular nuestro estado del ánimo o hacer incluso que seamos más resolutivos. Por el contrario, el habla negativa que desgasta, sin duda, puede llevarnos a estados muy debilitantes y perjudiciales.

Como hemos mencionado, si utilizamos palabras y frases positivas, se ejercita y fortalece el lóbulo frontal de la corteza cerebral. De esta forma, nuestras funciones ejecutivas mejoran. Además, favorecemos que nuestro cerebro libere dopamina, activando así los circuitos de placer, de recompensa, y la sensación de calma, bienestar y alegría. El modo en que nos hablamos nos define. Si lo hacemos con desprecio, cuestionando nuestro potencial y recordándonos que somos menos que los demás, nos estaremos convirtiendo en nuestros peores enemigos. Al fin y al cabo, el bienestar también implica hablarnos con amor y delicado respeto.

Es necesario que tomemos conciencia de que el diálogo interno puede afectar de manera directa a nuestra salud, tanto física como psicológica. Esa charla limitante recorta nuestra autoestima y apaga nuestro potencial, nuestros recursos y oportunidades. Por ello, es importante prestarle una mayor dedicación y atención, con el fin último de trabajar en su transformación y cambio.

Amaya iba a casarse al cabo de dos meses, llevaba un año y medio esperando ese momento, pero ya no tenía muy claro si iba a poder disfrutar de su boda. ¡Era un acontecimiento tan importante y deseado para ella! Pensaba una y otra vez: «Después de tanto quebradero de cabeza, todo tiene que salir bien, si no me muero».

A pesar de ser tímido, Pablo ha empezado a hablar con el compañero que entró a trabajar hace unos meses en su empresa. Unos días atrás, este compañero le invitó a una barbacoa por su cumpleaños y hoy le tiene que confirmar o no su asistencia, así que se imagina qué pasará si va a la fiesta: «Todo el mundo se conocerá entre sí, estarán hablando y disfrutando, todos menos yo, que estaré solo, como un pasmarote, callado... Y encima se darán cuenta. No voy a ir. A ver qué excusa pongo».

De unos meses a esta parte, Adriano teme salir a la calle y sufrir un ataque de ansiedad. No puede evitar pensar: «¡Qué flojo y cansado estoy! Hoy no voy al súper porque seguro que si salgo me da un ataque de los gordos... Pero ¿por qué no puedo salir a pasear o a hacer la compra tranquilamente como las personas normales?».

Nuestros tres protagonistas nos ayudan a ilustrar situaciones que quizá te resulten familiares. Los tres, aunque parezcan estar en contextos muy distintos, tienen algo en común: tanto Amaya como Pablo y Adriano tienen una serie de pensamientos o formas de valorar la dificultad a la que han de enfrentarse. Como un trozo de barro que trabajamos con las manos para darle forma, el lenguaje con el que se dicen a sí mismos lo que les pasa hoy y les puede llegar a pasar después moldea y modifica sus emociones, motivación, decisiones...

El diálogo que mantenemos con nosotros mismos

A menudo se nos hace muy difícil explicar a otras personas nuestros estados mentales o cómo pensamos. No todo el mundo cuando piensa lo hace desde una voz interior; por ejemplo, existen personas cuya experiencia mental es más visual. Esto lo explica el psicólogo y ensayista inglés Charles Fernyhough en su libro Las voces interiores: qué nos dicen la historia y la ciencia sobre cómo nos hablamos a nosotros mismos. En él recoge los estudios que se han hecho sobre esa voz interior que todos más o menos reconocemos, y asegura que es un fenómeno muy frecuente a la hora de pensar, pero que existen diferencias entre personas: algunas recurren a ese monólogo interior constantemente; otras, solo a veces, y hay gente que nunca o casi nunca acude a lo verbal, pero sí al empleo de imágenes.

La verdad es que, por lo general, pensamos mucho con palabras. Durante gran parte del tiempo, utilizamos el lenguaje como una herramienta que nos ayuda a estructurar lo que pensamos y a crear nuestra narrativa autobiográfica, es decir, a contarnos lo que nos ha pasado. Esos diálogos internos son una especie de voz en off de nuestra vida, gracias a los que podemos evaluar y dar contexto a nuestros recuerdos, ideas y planes de futuro.

Pensar, entendiéndolo como el diálogo interno que llevamos con nosotros mismos, conlleva ciertas características:

• Ser conscientes, en el sentido de que sabemos lo que pensamos.

• Es dependiente del lenguaje que hemos aprendido (con las facilidades y dificultades que ello implique a la hora de simbolizar y fijar conceptos, sobre todo los que nos resultan menos familiares o abstractos).

• Es un acontecimiento privado, ya que los otros no acceden a él.

• Es coherente, en el sentido de que encaja en un flujo de ideas.

• Es activo, pues es algo que se hace y uno reconoce como propio.

Ya que hemos visto que pensar es un acto íntimo que mayoritariamente se apoya en el lenguaje, podemos considerar que es una maravillosa herramienta para crear, para construir crecimiento; y, es verdad, a las pruebas de nuestra evolución como especie nos remitimos. Pero no se nos puede pasar por alto que también puede ser un arma para destruir, y si no ¡que se lo digan a nuestros protagonistas! Atendamos a la importancia que tienen y conozcamos los diálogos internos que hay que evitar para no caer en hablarnos a nosotros mismos desde esos monólogos tan destructivos.

Diálogos que no nos ayudan

Los casos de Amaya, Pablo y Adriano nos pueden ayudar a mostrar cuatro de esas maneras de contarnos las cosas que más nos perjudican a todos en general, y que suelen desarrollarse sobre todo en las personas que experimentan problemas de ansiedad.

Pensamientos en los que nos anticipamos

«Todo el mundo se conocerá entre sí, estarán hablando y disfrutando, todos menos yo, que estaré solo, como un pasmarote, callado... Y encima se darán cuenta. No voy a ir. A ver qué excusa pongo», se decía Pablo. ¿Acaso tenemos una bolita mágica para saber a ciencia cierta cómo se van a suceder los acontecimientos en nuestro futuro? Pues, como Pablo, a veces nos contamos una historia con todo detalle de lo que sucederá y, lo peor de todo, nos la creemos.

Anticiparnos viene en nuestro programa filogenético. Es necesario en situaciones en las que va nuestra integridad en ello, como en la de cruzar por un paso de peatones y que un coche no frene ante el semáforo en rojo; y en otras ocasiones no es que sea necesario, pero sí útil, como por ejemplo cuando queremos jugar a las palas en la playa, porque si no anticipásemos la trayectoria de la pelota..., no habría juego ni diversión. Es en estos casos cuando anticiparnos nos ayuda. Pero, si nos fijamos, poco diálogo interno hay en estas situaciones, más bien uno pasa a la acción que se haya aprendido, sin pensar.

El problema es que a veces queremos aplicar esta estrategia a otro tipo de circunstancias en las que, por su naturaleza, anticipar es una falacia. El sentimiento con el que peor nos llevamos los seres humanos es el de la incertidumbre, el de no saber qué va a suceder. Por lo tanto, hablamos de situaciones en las que experimentamos que no podemos tener el control absoluto sobre lo que sucederá en nuestro contexto, a los otros o a nosotros mismos. Nuestra mente intenta adelantarse, anticipándose, inventándose una historia para sentir que aumenta nuestra sensación de control y seguridad.

Lejos de conseguir el control, al evitar esas situaciones, porque creemos que lo que va a suceder no nos va a gustar, lo que logramos es empobrecer nuestra vida de acontecimientos y experiencias enriquecedoras. Y como le pasa a Pablo, a veces nos adelantamos tanto que ni siquiera nos damos el beneficio de la duda a conocer qué sucederá de verdad, comprobar si nos equivocábamos o, por el contrario, si surgen complicaciones y nos vetamos el derecho a poder comprobar sobre la marcha con qué recursos contamos para sobrellevarlas.

Pensamientos catastróficos

Comprobamos que Pablo se cree su propio cuento: una situación en la que todo el mundo está acompañado y contento, mientras él está solo, aburrido y, encima, posiblemente sea objeto de crítica por parte de los demás. Para una persona tímida y retraída, sensible a las apreciaciones o juicios ajenos, ¿no os parece que es una historia de terror? Al igual que la de Adriano, cuando se cuenta a sí mismo que no va a ir al súper porque está tan flojo y cansado que «seguro que si salgo me da un ataque de los gordos...».

A menudo, el anterior diálogo (cuando anticipamos) propicia colocarnos en el peor de los escenarios posibles, al menos el peor escenario para nosotros mismos. Así que los relatos catastróficos tratarán sobre tener que enfrentarnos a condiciones (futuras) que nos resultarán tremendamente difíciles, incluso devastadoras para nosotros, sin importar lo improbable que pueda resultar. La historia de terror termina siendo en nuestros pensamientos una situación que se va a dar en la realidad, y nos va a afectar a nosotros o a las personas que queremos.

Pero ¿cuándo nos ha pasado algo así? Y queremos decir «exactamente así». Quizá estés pensando: «Ya, pero algo parecido sí». Pues entonces pregúntate: ¿qué ocurrió realmente y qué hice entonces? ¿Crees que tuviste algún recurso que te ayudó? ¿Qué pasó luego? ¿Y tiempo después? Ahora, ¿tiene tanta importancia para ti?

Pensamientos exigentes

Como a Amaya, a veces se nos pasa de rosca la necesidad de que «todo salga bien». Sentimos que no es un deseo personal, sino una necesidad vital el hecho de que las cosas tengan que salir perfectas, como habíamos planeado, sin peros ni fallos.

En un contexto cultural en el que a veces parece criminalizarse el error o la equivocación aparenta no tener cabida sin un despido o una renuncia, es difícil no hiperdesarrollar cierta sensibilidad hacia la búsqueda de la perfección y las demostraciones hacia los demás de que nuestros comportamientos son intachables. Para ello, sin que nos demos cuenta, sutilmente, vamos reforzando tendencias rígidas y exigentes de cómo hemos de vivir y compartirnos con los demás.

Si estamos atentos a lo que nos sucede a nosotros en esta situación, podemos estar escuchando una especie de «sargentillo» interno que nos habla de lo que está bien o mal, de lo que tenemos que hacer y de lo que no nos podemos permitir si no queremos ser castigados. «Deberías hacer/pensar/sentirte...», «No puedo permitirme que pase...», «Tendrías que...» son los mensajes que caracterizan este tipo de diálogo interno. Y para ello, además, debemos esforzarnos muchísimo en que así sea, «porque si no... va a ser horrible/insoportable/me muero», es decir, conectamos directamente con pensamientos catastróficos.

Cuando esto pasa múltiples veces al día, podemos escuchar íntimamente el discurso de ese sargento, orden tras orden, exigencia tras exigencia, e intentamos llevarlo a la práctica habitual con la intención de que nos proporcione el éxito y la felicidad prometidos. Nos hemos creído la historia de que, si seguimos esas reglas, si mantenemos el control de ese modo, escaparemos del horrible final. Pero la realidad es que nos vamos sintiendo cada vez más ahogados y atrapados en ese diálogo: si queremos llevar a la acción cada mandato, será muy difícil que la situación se sostenga a la larga; pero, a la vez, a medida que pasa el tiempo, nos parece más complicado romper con ello y con los roles que hemos establecido con nosotros mismos.

Pensamientos victimistas

A veces las cosas no salen como queremos (Amaya puede tener algún contratiempo en su estratégico plan) o, como Pablo, decidimos retirarnos antes de tiempo sin comprobar qué es lo que sucede al final en realidad. Es decir, a través de lo que nos pasa y de lo que nos contamos que nos pasa, así como a través de las decisiones que tomamos basándonos en esas narrativas internas, podemos llegar a sentirnos frustrados, descontrolados, encerrados o condenados; como le sucede a Adriano, que termina preguntándose por qué él no puede salir tranquilamente como las «personas normales».

Cuando nuestros diálogos internos tienden a victimizarnos, suelen desencadenarse frases como «Esto es injusto y no debería pasarme», planteándonoslo como que «es algo horrible que me ha tocado vivir» y que «no puedo hacer nada por cambiarlo». Es un mensaje en el que parece que un ser superior nos ha echado esta maldición de la cual no nos podremos librar.

Hacemos de las dificultades y nuestros miedos una cosa que se escapa a nuestro control, favoreciendo que lo valoremos íntimamente desde una posición en la que la sensación de indefensión es la reina. Nos decimos que no somos como los demás, sino seres más desdichados, unos extraños que aparentan ser normales en la normalidad, pero que nunca lo serán. «Nadie entiende por lo que estoy pasando», «La gente no lo pasa tan mal como yo» nos decimos, mientras se afianza la sensación de ser un caso perdido, incapaces de hacer nada por sentirnos un poquito mejor. Realmente es algo destructivo e incapacitante para la persona que lo piensa, ¿no?

Cuando exteriorizamos este tipo de diálogos, en ocasiones expresamos: «Qué le voy a hacer, si soy así», incluso a veces podemos llegar a creer que son las personas más cercanas a nosotros las que deberían facilitarnos las cosas o encargarse de nuestro bienestar. Así que, para manejarnos con este tipo de diálogos internos, lo interesante será preguntarnos hasta qué punto, si los otros nos solucionasen todas las papeletas, nos estaríamos ayudando a nosotros mismos o si en realidad nos estaríamos autocondenando al exilio y a la falta de oportunidades a aprender habilidades nuevas. Peguntémonos: ¿hasta dónde llega nuestra responsabilidad en todo esto?, ¿en qué cuestiones podemos tomar decisiones y a partir de qué punto ya no tenemos control en las situaciones cambiantes a las que nos exponemos?

Decía Aristóteles que el sabio no dice todo lo que piensa, pero sí que piensa todo lo que dice.

Más interesante aún es la publicación de estudios que plantean que no es lo mismo un diálogo interno que un monólogo interno. Cuando se establece un diálogo, se activan áreas del cerebro que están destinadas a la interacción social, como el precúneo o la corteza cingulada anterior. ¿Esto implica que hay diferentes partes de mí que están involucradas en una conversación? ¿Puedo estar dividido en fragmentos? ¿Pueden pelearse o llevarse mejor esas partes entre sí? En cambio, cuando se establece un monólogo no se activan dichas áreas. En el caso de una estructura como el precúneo, esto es sumamente interesante, ya que es una zona muy importante del cerebro, con una gran variedad de tamaño entre personas y que había sido descuidada por la neurociencia hasta hace poco. Es la base de la función empática, el reposo emocional y la fluidez del cerebro. Esto nos podría llevar a un montón de preguntas: ¿y si podemos extender funciones como la empatía para mejorar la relación con nosotros mismos? Algo así como una empatía interna que nos lleve a autoconsensuarnos. ¿Pueden existir diferencias individuales, de modo que haya personas más monologuistas y otras que reproducen más conversaciones internas? ¿Qué efectos tienen esos monólogos o diálogos en nosotros?

Esto que estamos relatando no deja de tener muchas inexactitudes. Las neuronas no hablan, por supuesto, y utilizan una forma de lenguaje neural que se parece más a un lenguaje de programación lleno de ceros y unos que a un guion elaborado. Sin embargo, son buenas metáforas que nos pueden ayudar a una misión mucho más práctica: la de establecer una cooperación interna en lugar de una división.

Es indudable que el uso del lenguaje altera nuestra realidad, y no podemos obviar este hecho. Los clínicos sabemos que lo que pasa dentro de una sesión de terapia no es extraordinario en sí; lo extraordinario se fabrica y entreteje dentro del lenguaje compartido que emplean el terapeuta y el paciente. A veces, una expresión, una palabra en el momento justo, no antes ni después, puede marcar la diferencia.

Distorsiones cognitivas

¿Por qué la luna a veces se ve enorme y otras está en el cielo minúscula como un punto, si en realidad su tamaño siempre se mantiene constante? Ptolomeo se hacía ya esta pregunta hace bastante tiempo, y la respuesta es que en realidad no depende de la Luna, sino del contexto en el cual esta se halla. Si hay objetos alrededor, se verá más pequeña, pero si la encontramos en el vacío, sin apenas estrellas, la Luna a veces puede parecer enorme. Si la ves de ese tamaño, intenta observarla a través de un agujero, como el formado por un tubo. De repente, el satélite se hace más pequeño porque el cerebro lo sitúa en las cercanías de los límites del hueco. Al quitar esos límites, la Luna aumenta de tamaño instantáneamente.

El persa sufí Yalal ad-Din Muhammad Rumi cuenta la siguiente historia:

Seis hindúes sabios, inclinados al estudio, quisieron saber qué era un elefante. Como eran ciegos, decidieron hacerlo mediante el tacto. El primero en llegar junto al elefante, chocó con su ancho y duro lomo, y dijo:

—Ya veo, es como una pared.

El segundo, palpando el colmillo, gritó:

—¡Esto es tan agudo, redondo y liso que el elefante parece una lanza!

El tercero tocó la trompa retorcida y vociferó:

—¡Dios me libre! El elefante es como una serpiente.

El cuarto extendió su mano hasta la rodilla, palpó en torno y dijo:

—Está claro, el elefante es como un árbol.

El quinto, que casualmente tocó una oreja, exclamó:

—¡Aún el más ciego de los hombres se daría cuenta de que el elefante es como un abanico!

El sexto, que palpó la oscilante cola, acotó:

—El elefante es muy parecido a una soga.

Y así, los sabios discutieron largo y tendido, cada uno excesivamente terco y violento en su propia opinión y, aunque parcialmente en lo cierto, estaban todos equivocados.

Admitámoslo, la mente no está hecha para descubrir la verdad, sino para hacer una historia coherente con lo que esperamos que va a ocurrir. A veces, esa forma de contarnos la realidad puede interferir seriamente en nuestra vida, ya que en realidad se producen errores a la hora de procesar la información que nos llevan a sentirnos ansiosos o profundamente desgraciados. Es entonces cuando hablamos de distorsiones cognitivas.

Las personas pueden cambiar su modo de ver la realidad y adoptar una visión que vaya más acorde con su vida, o por lo menos ser conscientes de que su manera de ver las cosas es una de las muchas posibles.

Desde la Antigüedad han existido escuelas de pensamiento que quisieron cumplir el cometido de aprender a pensar de forma más adaptativa. Los estoicos, los cínicos o los epicúreos se preocupaban de hallar la fórmula de la serenidad mediante la incorporación de nuevos modos de pensamiento. La psicología cognitivo-conductual, que se desarrolla a partir de la segunda mitad del siglo XX, está profundamente arraigada a estas escuelas de pensamiento. En AMADAG hemos tenido siempre muy en cuenta a estos filósofos para entender e identificar qué tipo de pensamientos está detrás de las personas que desarrollan trastornos de ansiedad como el que nos ocupa en este libro. Claro que, antes de nosotros, generaciones de psicólogos cognitivistas han advertido sobre los nefastos efectos de dichas percepciones distorsionadas.

La terapia racional emotiva, y la psicología cognitiva en general, defienden que el pánico, la tristeza, la sensación de miedo y cualquier estado emocional no puede producirse sin una interpretación según el famoso esquema del A-B-C, del que hablan los terapeutas cognitivo-conductuales. En este esquema, A representa un suceso; C, un estado emocional, y B, la forma de interpretar dicho proceso que nos lleva a ese estado emocional.

Los ejemplos de diálogos internos perjudiciales que relatábamos antes están basados en distorsiones automatizadas de pensamiento. Estas distorsiones actúan a modo de filtros, mostrándonos espejos deformados.

A efectos prácticos

¿Cómo podemos cambiar el pensamiento?

¿Cómo cocinamos un plato con estos ingredientes tan complicados? Cuando uno lleva mucho tiempo pensando de una manera determinada, intenta ajustar la realidad a los patrones preconcebidos. Lo complicado es poder darse cuenta y crear un nuevo hábito de pensamiento.

Algunas personas dicen que su ansiedad viene de repente, y otras, en cambio, afirman que la provoca su inconsciente. ¿Qué es lo que mucha gente quiere decir con inconsciente? Se suele referir más bien a un tipo de magia negra que habita en algún lugar de su cerebro y aparece de forma sorpresiva y traicionera. Y, claro, nadie puede luchar contra la magia. Podríamos cambiar este concepto por «automatizado». ¿Cómo aprende uno a montar en bicicleta? No lo podemos explicar, igual que si intentamos pedir a alguien que nos diga cómo camina, obtendremos un fracaso similar. No lo podemos explicar porque no pensamos realmente en ello, lo tenemos automatizado.

Si sufrimos claustrofobia, el metro, por ejemplo, dejará de ser el tren de la bruja cuando adquiera nuevos significados. Es posible que para nosotros el metro termine siendo un lugar bastante placentero donde podamos leer o contemplar un montón de rostros, e imaginar a qué se dedicarán o cuáles serán sus hobbies.

Lo que sucede es que hemos automatizado de manera tan eficaz los pensamientos que, a menudo, no somos capaces de ver la cadena de ideas que nos llevan hasta un lugar determinado. La mente es un caballo muy veloz que está continuamente galopando. Así que una tarea fundamental es la de aprender a observar ese pensamiento, es decir, hay que devolver la conciencia a ese proceso para poder automatizar otro pensamiento más adaptativo. Es lo que llamo «observar al observador».

1. Observando al observador

Nuestra mente está evaluando continuamente. Nos dice todas esas cosas: «Vas a tener un infarto»; «¿qué es la muerte?»; «vas a perder el control, no vas a poder soportarlo»; «¿soy feliz con mi vida?»; «¿dónde vas a estar dentro de cinco años?»; «van a echarte de la empresa». Nuestra mente habla y habla sin poder callarse, pero no debiéramos enfadarnos con ella, no es del todo su culpa; está ahí para eso, ya que la función principal del neocórtex, que es lo que nos identifica como humanos, es la de predecir y anticipar. Uno de los pensamientos más recurrentes en personas con ansiedad es la anticipación de sucesos catastróficos. La gran mayoría de las veces son pensamientos imprecisos e incompletos. ¿Recordamos cuando hablábamos de las películas de terror? Lo que da miedo no es lo que está sucediendo ahora, sino lo que va a suceder.

Analicemos bien la estructura de algunos de ellos: son como fotos fijas sin continuidad, como cuando vemos un episodio de una serie y acaba en una foto congelada y un texto que dice: «Continuará»... Estamos en un centro comercial y nos imaginamos chillando o corriendo. Nunca hay un después, solamente vemos algo que nosotros calificamos como horrible. Si vamos un poco más allá, podríamos no quedarnos ahí, y quizá sea bueno darle forma a ese pensamiento, explorarlo bien.

• ¿Dónde estamos? ¿En qué lugar? ¿Es un lugar que conocemos o es un escenario imaginado? ¿Hay gente con nosotros?

• ¿Qué es lo que verdaderamente calificamos como horrible? ¿Por qué no lo vamos a poder soportar?

• ¿Qué va a pasar después? No nos quedemos en la foto fija.

Si sabemos que son ilógicos, ¿por qué se mantienen? La razón es que no llegamos a comprobar si esto es así o no. Los mecanismos de evitación permiten que la superstición siga funcionando. Si no pasamos debajo de una escalera, no podremos comprobar si realmente da mala suerte.

Por ejemplo, algunas personas comentan que tienen miedo a perder el control. ¿Y cómo se supone que pierden el control? Muchas de las veces el mayor signo de descontrol que muestran tener es tensar el cuerpo y quedarse como un palo. Sin embargo, a las personas que, por así decirlo, piden ayuda y dicen «auxilio» o «socorro» les importa un pimiento si están perdiendo el control o no, simplemente quieren recibir ayuda. Esto es así en una gran parte de los casos.

Albert Ellis hablaba del A-B-C en su terapia racional emotiva. Se refería a acontecimientos activadores (A) que, mediados por un pensamiento (B), terminaban causando una serie de consecuencias (C). Imaginemos que coincidimos en el autobús con alguien a quien llevamos mucho tiempo sin ver, como, por ejemplo, un amigo del instituto, y no nos saluda. ¿Cómo nos sentiríamos? Pues depende:

Podemos observar que la situación es la misma, pero las consecuencias son muy diferentes. Y ello depende de la interpretación que he dado.

Veamos algunos ejemplos de esto mismo aplicado a la ansiedad:

En este primer ejemplo, una mujer está comprando cuando se da cuenta de algo: está lejos de cualquier salida y existe la posibilidad de que se desmaye sin que pueda llegar a tiempo a ninguna de ellas. Así que la persona empieza a buscar signos de mareo... y los encuentra, claro. Tras evidenciar que hace calor, es muy posible que hiperventile lo suficiente como para empezar a sentir sensaciones como mareo, falta de aire, etc.

Hay quienes, tras un suceso activador, como el ejercicio físico o un enfado, se asustan de la propia reacción natural que se ha producido como consecuencia del ejercicio o el enfado. Entonces se enfocan en las sensaciones y se olvidan de por qué han llegado hasta ese punto. Al enfocarse tienen miedo de los cambios fisiológicos que se han producido.

2. Sustituir los pensamientos irracionales por otros más adaptativos

Después de lo que hemos visto hasta ahora, estás preparado para poder rebatir las ideas irracionales; otra cosa es que sea fácil, que no te lo prometo. Si fuese sencillo, ya lo habríamos hecho hace mucho. Pero nadie dijo que esto sería un camino de rosas.

Recomendamos una tabla con el A-B-C, y que luego le añadas otras dos columnas: D y E. En la columna D podrás rebatir el pensamiento; en la columna E, anotar cuál es el cambio con ese nuevo pensamiento.

Recordemos este ejemplo:

Si nos fijamos bien, estamos distorsionando la realidad con un pensamiento catastrófico. Ante los pensamientos catastróficos recordemos que podemos preguntarnos: ¿qué evidencias tenemos de que eso sea así?; ¿qué otras explicaciones podemos tener para nuestros síntomas? Añadiríamos, por tanto, dos columnas:

Principales distorsiones cognitivas

¿Cuáles son las principales distorsiones que encontramos en alguien que está pasando por un proceso de ansiedad? ¿Qué filtros suelen interiorizar y automatizar? Aprender a reconocerlos e identificarlos no solamente puede servirnos para disminuir la potencia de la respuesta ansiosa, sino que además nos ayudará en los procesos de anticipación y posterior evaluación que se elaboran alrededor de la aparición de las crisis y los picos de malestar.

PENSAMIENTO POLARIZADO

Cuando uno piensa en estos términos, las palabras mágicas son «todo» o «nada». ¿Te has sorprendido en una discusión de pareja, pronunciando estas palabras?: «Tú nunca te ocupas del niño» o «Tú siempre tienes que tenerlo todo controlado».

El ser humano ha tendido siempre a clasificar y categorizar el mundo para poder ordenar y entender la gran variedad o «caos» de la realidad (en ocasiones es incluso necesario), es cierto. No obstante, hacerlo en exceso supone quedarnos muy cortos, parcelar y reducir a una pequeña parte la enorme variedad y diversidad. Simplificar la realidad, eliminando los matices, es un acto necesario cuando uno posee poco tiempo para tomar la decisión.

Ejemplos de pensamiento dicotómico pueden ser los siguientes: «Todo me sale mal siempre», «Nunca lo conseguiré», «Nadie me hace caso», «¿Me quiere o no me quiere?», «O estás conmigo o contra mí», «Es mala persona»... De este modo, uno de los mejores «trucos» para «cazar» estos pensamientos con facilidad es que precisamente suelen aparecer con palabras del tipo siempre/nunca, todo/nada.

Se trata, por lo tanto, de un pensamiento irracional (un pensamiento que no es cierto y que, además, nos suele generar malestar y bloquear o paralizar) o un error de pensamiento porque limitamos la realidad o a nosotros mismos; lo acotamos en exceso, de forma que queda fuera de ese límite una gran parte de la realidad (que, además, la obviamos o no la tenemos en cuenta, como si no existiese, llegando a otro tipo de pensamiento irracional: el filtraje selectivo). Asimismo, tendemos también no solo a ver el mundo en los dos opuestos, sino también a «encajar» las cosas que nos suceden en uno de los dos, cuando muchas veces no suele ser así. No todo es tan simple ni tan rotundo en la vida.

Lo malo de este tipo de frases es que etiquetan al otro, y nos impiden la comunicación. En el primer caso, no hablamos de alguien que no se ocupa del niño, como nosotros desearíamos; es alguien que nunca se ha ocupado de él. Es menos que cero. En el segundo caso, no estamos hablando de alguien que a veces, por inseguridad o por lo que sea, intenta controlar las cosas para sentirse seguro; estamos hablando de un robot que está analizando sin descansar las situaciones. Y las personas a veces se dirigen a ellas mismas en esos términos e impiden su crecimiento, ya que si siempre pasa algo o nunca sucede, nada puede cambiar. El pensamiento polarizado está impidiendo que pueda surgir nada nuevo.

A efectos prácticos

Sigamos con el ejemplo anterior: ¿qué pruebas tengo para pensar que siempre me pasa lo mismo, que todo me sale mal, al cien por cien? ¿No hay absolutamente nada que se me dé bien? ¿Siempre ha sido así, en todas y cada una de las situaciones de mi vida, desde que he nacido? ¿Seguro? ¿Qué pruebas reales del pasado desmontarían este pensamiento, es decir, hay al menos una vez en la que pensaba que eso en concreto se me daría mal y al final resultó que lo conseguí? Y, en último término, ¿me ayuda en algo pensar de este modo?

ADIVINACIÓN

Por adivinación entendemos predecir o «profetizar» el resultado de eventos antes de que sucedan. Uno sabe que va a tener una crisis de ansiedad, y por eso termina teniéndola. Aunque yo daría una vuelta de tuerca a este hecho, afinando mejor la puntería. Hay una vieja historia hindú que nos puede ayudar a entender algún aspecto:

Durante una batalla, un general japonés decidió atacar al adversario a sabiendas de que su ejército era inferior en número de efectivos. Pero estaba confiado en ganar, aun cuando sus hombres estaban llenos de dudas.

Camino a las operaciones, se detuvieron en una capilla. Después de rezar con sus hombres, el general sacó una moneda y dijo:

—Ahora tiraré esta moneda. Si es cara, ganaremos. Si es cruz, perderemos. El destino se revelará.

Tiró la moneda al aire y todos miraron atentos cómo aterrizaba en el suelo. Era cara.

Los soldados estaban tan contentos y tan confiados que atacaron vigorosamente al enemigo y consiguieron la victoria.

Después del combate, un teniente le dijo el general:

—Nadie puede cambiar el destino.

—Tal vez —contestó el general con una sonrisa de picardía mientras mostraba al teniente una moneda que tenía cara en ambos lados.

En esta historia observamos que la creencia en la victoria hace que esta acabe siendo posible. En un sentido contrario, ¿no pasa algo parecido cuando anticipamos? Estamos totalmente obsesionados con la idea de que sería horrible tener una crisis de ansiedad en esa situación que imaginamos. Nos decimos que no debe pasar, y al final, como ya comentamos, ese mismo pensamiento es el que provoca el pánico. Provocamos el pánico al querer escapar de él, pensando en cómo evitarlo, y eso nos hace estar permanentemente en un mundo de adivinación y fantasías, que alimentan la ansiedad.

Uno podría preguntarse: ¿qué evidencias tenemos de que se vayan a producir nuestras predicciones? ¿Qué hechos apoyan nuestra afirmación?

FILTRAJE SELECTIVO

Tomamos actos aislados y los transformamos en generalidades. Nos enfocamos exclusivamente en ciertos aspectos, usualmente negativos y perturbadores, de un evento o persona y excluimos las pruebas que nos demuestran lo contrario de ese pensamiento.

Nuestra concepción del universo dio un giro radical cuando nos dimos cuenta de que no era el Sol lo que giraba alrededor de la Tierra, como propugnaba el geocentrismo, sino que era al revés. Aristarco de Samos fue completamente ignorado. Giordano Bruno fue quemado en la hoguera. Copérnico fue acosado, y Galileo, juzgado y obligado a retractarse. El 31 de octubre de 1992, el papa Juan Pablo II rehabilitó a Galileo 359 años después de que fuera condenado por la Iglesia. Eso demuestra lo difícil que es cambiar una concepción previa; las ideas se mantienen durante generaciones y siglos sin ser cuestionadas, y esto es en parte porque podemos ignorar las evidencias en contra de esa idea.

¿Por qué hay días que parece que todo sale mal? ¿Por qué casualmente cuando llegamos tarde a un sitio hay más atasco o pillamos más semáforos en rojo? ¿Por qué salen ese día todos los tontos a la carretera?

Normalmente se producen dos fenómenos: una magnificación de la experiencia negativa y una minimización de los aspectos positivos. Si me propongo ir al teatro tres veces y una cuarta me tengo que salir por ansiedad, puedo llegar a concluir que los teatros no son lo mío, y que las tres veces anteriores eran pura chiripa.

CATASTROFIZACIÓN

«El sol brilla en todas partes, pero algunos no ven más que sus sombras», nos decía Arthur Helps. Imaginarse lo peor que nos puede ocurrir, sin ir más allá, sin importar lo improbable de que suceda, o pensar que la situación es insoportable o imposible cuando en realidad es incómoda (o muy incómoda) o inconveniente, es la definición de esta distorsión.

A principios del siglo XX se descubrieron e interpretaron varias tablillas cuneiformes pertenecientes a la antigua ciudad de Babilonia. En dichas tablillas se hacía referencia a la vida y costumbres de por aquel entonces, y lo que asombró a los arqueólogos fue que no se diferenciaban mucho de las suyas. Por ejemplo, se decía que las nuevas generaciones habían perdido el respeto que habían tenido las anteriores. ¿Nos recuerda a algo? Las personas más mayores de una sociedad suelen pensar que los jóvenes van abocados a la catástrofe, y que estamos al borde del colapso social. Después de tanto tiempo de ir a peor, aún no me explico cómo hemos logrado sobrevivir, quizá seamos una especie con suerte.

De forma parecida, a veces, en el proceso de terapia, algunas personas se quejan de que cada vez van a peor, por eso las obligo a escribir cómo se han encontrado cada día, para comprobar si efectivamente es así o no, y la mayoría de las veces no es cierto.

«Seguro que me sale mal la entrevista»; «El avión se va a caer y voy a morir»; «Si cojo el coche, lo más seguro es que provoque un accidente»; «Si entro en el supermercado, me voy a desmayar y dar un golpe en la cabeza». Lo más utilizado son los «¿y si...?», nos suena, ¿verdad?: «¿Y si hago la exposición y todos se burlan de mí?», «¿Y si cojo el autobús y este se estrella?».

Las personas con pensamientos catastrofistas exageran las cosas en sentido negativo y se sienten continuamente ansiosas y con miedo frente a las posibles contingencias que podrían suceder. Como ya se podrá presuponer, este tipo de pensamiento guarda una estrecha relación con la ansiedad, puesto que la potencia de forma superlativa.

A efectos prácticos

Algunas indicaciones para tratar de disminuir la potencia de esta distorsión son las siguientes:

• Lo primero de todo es detectar el pensamiento catastrofista y analizarlo. Podemos hacernos preguntas del tipo: ¿qué probabilidades hay de que suceda realmente lo que estoy pensando?; ¿cómo me siento si lo pienso?; ¿me ayuda este pensamiento a enfrentarme a la situación? Darnos cuenta de los daños que nos provoca este tipo de pensamiento es importante, pues nos motivará a cambiar.

• Una vez que estemos dispuestos a cambiar, dejemos que nuestro discurso interno fluya. Escuchemos con atención las cosas que decimos; a menudo, estas pasan por nuestra mente, pero no nos detenemos en cada una, sino que nos sentimos abrumados por el peso del discurso negativo. Por eso, es importante ser conscientes de lo que nos decimos mentalmente. Tomemos cada una de esas ideas y preguntémonos cuáles son las probabilidades de que sucedan.

• Permitámonos identificar un amplio abanico de posibles alternativas en esas situaciones que nos generen emociones muy intensas.

• Aprendamos a relacionarnos con lo que pensamos y con lo que sentimos de una forma más amable y realista.

• Evaluemos nuestra habilidad de responder a los acontecimientos basándonos en nuestras capacidades y en las evidencias que tenemos de que cómo lo hemos hecho ya en el pasado.

• Acostumbrémonos a quedarnos en el presente en vez de vivir en el futuro (porque una cosa es prestar atención al futuro y otra muy distinta vivir como si ya estuviéramos ahí).

• Enfrentémonos a nuestros miedos. No es nada nuevo: la forma más eficaz para superar los miedos es enfrentándonos a ellos, porque a lo que nos resistimos sigue persistiendo (como decía Carl Jung).

RAZONAMIENTO EMOCIONAL

El razonamiento emocional es un proceso cognitivo por el cual damos forma a nuestra realidad en función de cómo nos sentimos. Es una de las piedras angulares en la terapia cognitiva fundada por Aaron Beck en los años setenta y, posiblemente, la forma de autosabotaje más común.

Las emociones nos ayudan a reaccionar de manera eficaz ante las señales de nuestro entorno. Sin embargo, en algunas circunstancias, pueden proporcionarnos información equivocada y llevarnos a actuar en contra de nuestros intereses. Razonar en función de nuestras emociones es una trampa habitual que, a veces, nos tiende el cerebro en momentos en los que encuentra cierta dificultad para significar y manejar correctamente la vivencia emocional, y en los cuales poco importan las evidencias observadas. A un lado queda, entonces, nuestra capacidad de análisis y reflexión.

Cuando caemos en la trampa del razonamiento emocional, llegamos a conclusiones aparentemente verdaderas, pero sin seguir una secuencia de razonamiento lógico, poniendo atención tan solo en cómo nos sentimos.

Por ejemplo, desde esta forma de interpretar la realidad, pueden aparecer discursos internos como los siguientes:

«Me siento como un inútil». – «Soy un inútil».

«Siento que no valgo para nada». – «No valgo para nada».

«Me siento abrumado y desesperanzado». – «Debe de ser imposible resolver mis problemas».

«Me siento deprimido». – «La vida no tiene sentido para mí».

«Lo siento así». – «Es así».

De este modo, nuestra conducta queda «secuestrada» por la emoción. Es normal que, cuando ese momento de invasión emocional acabe, nos demos cuenta de que algo que hemos hecho o dicho ha sido inapropiado, o de que nos hubiera gustado actuar de otra manera.

Otras veces la consecuencia puede tener que ver con lo que no se hace. Un fenómeno curioso que se da en el razonamiento emocional es la procrastinación. El mundo puramente emocional e instintivo también domina cuando posponemos tareas que nos preocupan o molestan, en lugar de enfrentarnos a ellas.

Cuando utilizamos el razonamiento emocional, tendemos a la generalización y es fácil que pensemos que si una vez nos sentimos mal (tristes, enfadados, asustados...) ante una situación o persona, eso continuará siendo así con otros muchos estímulos semejantes. Por ejemplo, si nos sentimos solos, podemos llegar a pensar que nos lo merecemos, que no somos dignos de ser queridos, o que tenemos algún defecto que aleja a las personas. Como si pesara sobre nosotros una maldición que no nos permitiera vivir y sentir la realidad desde otra posición.

También es bastante común que, si razonamos emocionalmente, juzguemos la conducta o el estado emocional de los demás en función de cómo nos sentimos nosotros. Tenderemos a atribuir a su vivencia el mismo significado que a la nuestra, y esta proyección puede llevar a muchos malentendidos y conflictos con las personas de nuestro entorno. Quizá, ante una misma situación, el otro no esté sintiendo miedo sino curiosidad, y entender que su experiencia es diferente nos abre la posibilidad de flexibilizar nuestras percepciones.

Con todo esto no quiero decir que debamos dejar a un lado nuestras emociones. Estas son un mecanismo muy útil que nos sirve para comunicar estados, actitudes y predisposiciones conductuales, tanto a nosotros mismos como a los demás; para orientarnos hacia la satisfacción y el bienestar, todas las emociones (agradables o desagradables) cumplen una función adaptativa para entendernos y manejarnos de la mejor manera con nuestro entorno.

Es como si tomásemos el sentimiento y le diésemos una validez lógica por el mero hecho de experimentarlo. El nombre de razonamiento emocional no deja de ser problemático porque separa demasiado el razonamiento (como bueno) de lo emocional (como malo), y no estoy demasiado conforme con esto. Es más importante encaminarnos hacia una emoción más adecuada, y la emoción no hay que confundirla con la sinrazón.

Esta es una distorsión presente en muchas depresiones, y no hay un cuestionamiento de la validez de las conclusiones a las que llegamos. Es un pensamiento eminentemente supersticioso.

Concentrarse en lo que uno piensa que «debería ser» en lugar de ver las cosas como son, y tener reglas rígidas que uno piensa que debería aplicar sin importar el contexto situacional. Este mandato está detrás de muchas sensaciones de culpa.

A efectos prácticos

1. Identifica situaciones en las que puede estar sucediendo el razonamiento emocional: observa si hay emociones que experimentas muy frecuentemente; en qué situaciones no te sientes satisfecho con tu forma de actuar o acabas sintiéndote mal; si sientes que sueles enfadarte con los demás, sentir un miedo irracional o adaptarte a lo que el resto espera de ti. La mayoría de las veces tus emociones te mandarán señales correctas, pero, cuando observes un desajuste entre tu emoción y la situación que la ha generado, posiblemente esté sucediendo esta distorsión.

2. Describe tus emociones de forma precisa: no es lo mismo sentirse decepcionado que enfadado, desmotivado que triste, tenso que culpable... Cuanta más precisión haya entre la descripción de la emoción y la situación que vivas en ese momento, más sencillo te resultará actuar de la manera más beneficiosa para ti.

3. Busca explicaciones alternativas a las emociones que sientes en tus relaciones (con otros o contigo mismo). Por ejemplo, si alguien se molesta contigo, puede deberse a que atraviesa un momento complicado, a que tiene una opinión diferente y no se atreve a expresarla, o a que habéis tenido un malentendido en la comunicación. Igualmente, tu enfado con otra persona puede deberse a la frustración de que no actúe como te hubiera gustado, y no tanto a que haya querido hacerte daño de forma intencionada.

4. Recuerda que tus sentimientos no siempre reflejan la realidad objetiva; familiarízate con la elaboración de frases como «que me sienta culpable no significa que lo sea», «que esté triste no implica que las cosas vayan mal», «que me dé vergüenza no tiene que ver con que sea una persona inadecuada».

5. Actúa de manera congruente con la situación, no con tu emoción. Si crees que no has hecho nada malo, puedes ser amable, pero no te disculpes; si crees que tu enfado es irracional, expresa cómo te sientes («Esto me da rabia»), pero no responsabilices al otro de tu emoción; si estás triste, reflexiona sobre tu emoción, pero trata de no encerrarte en casa y abandonar todos tus planes.

«DEBERISMO»

El «deberismo» crea muchas situaciones propicias para el pánico, porque si muchas personas se dejan llevar por él, pueden terminar atrapadas. Por ejemplo, supongamos que estamos en un restaurante y empezamos a encontrarnos mal. Si seguimos esta distorsión, nos agobiaremos pensando que no tenemos salida, ya que vamos a montar el espectáculo. Pensamos que hay sitios donde no «debemos» tener un ataque de pánico, y precisamente ese deberismo es el que provoca la crisis de ansiedad. Pensemos detenidamente: ¿dónde está escrito que no podamos levantarnos e irnos? En realidad, somos libres de irnos cuando queramos. Otra cosa es que decidamos seguir un protocolo o nos dé vergüenza que los demás nos vean con ansiedad. Fijémonos en la cantidad de decisiones que podemos tomar:

• Puedes irte del cine o del teatro cuando quieras. No es lo recomendable, según estamos viendo en este libro, pero es posible hacerlo.

• Si lo deseas, puedes abandonar la cola del supermercado y dejar el carro en un pasillo; luego, cuando estés más tranquilo, puedes volver a ponerte en la cola.

• Es posible parar en medio de un discurso si tienes un ataque de ansiedad y buscar algún mecanismo, como preguntar al público, hacer un resumen de lo que llevabas hasta entonces e incluso reconocer que has perdido el hilo y continuar.

• Sufrir un ataque de ansiedad delante de quien te plazca; incluso delante de esa persona cuyo juicio tanto miedo te produce. Es más, esa persona puede juzgarte y que tú sigas vivo.

• Puedes ser un afamado pianista y tener una crisis de ansiedad en medio de un concierto. No serías ni el primero ni el último.

• Es posible tener una crisis cuando quieras y como quieras.

• Seguir con pensamientos destructivos sin que te destruyan, continuar teniendo pensamientos angustiosos que, como mucho, te generarán angustia.

Desear y propiciar un resultado está bien; exigir que ese resultado tenga que ser el que esperamos es inútil y desquiciante. Podemos poner toda la carne en el fuego y aumentar las probabilidades de que algo suceda, pero no tenemos control sobre el resultado final. Nuestro papel consiste en llevar la pelota al campo contrario, nadie nos asegura que marquemos un gol.

El poder del lenguaje

«Ser» y «tener»

Uno de los primeros escollos que nos permite superar el lenguaje es el de poder separar conducta de identidad. Podemos decir que somos ansiosos o que padecemos ansiedad, pero el punto de vista y las connotaciones que derivamos de ambas expresiones son muy diferentes. Afirmar que somos ansiosos no es lo mismo que comportarnos de manera ansiosa. Al adoptar la fórmula que pone el foco en la identidad no podemos separarnos de ella, y tampoco somos responsables de su aparición.

Erich Fromm, uno de los pensadores más lúcidos del siglo XX, nos dejó un magnífico ensayo titulado Del tener al ser, en el que hace una profunda reivindicación del acto de definirnos más allá de las cosas que poseemos, y donde reflexiona acerca de las consecuencias de sustituir las posesiones con la esencia del individuo. Parece que corremos el riesgo de ser sustituidos por nuestras posesiones. Lo malo de esta tendencia es que precisamente son los objetos los que parecen poseernos a nosotros.

«Siempre» y «nunca»

Como hemos observado en la polarización del pensamiento, sería deseable no utilizar estos términos cuando nos referimos a nosotros mismos o a los demás. Como se suele decir, «si siempre decimos nunca, nunca será siempre».

Conjunciones

El uso de la conjunción «pero» y los «es que» pueden influir en cómo construimos nuestro diálogo interno. A veces, es buena idea probar a sustituir las conjunciones para mostrar una realidad más inclusiva y amplia.

Begoña (nombre ficticio, por supuesto) lleva cuatro meses acudiendo a terapia por ansiedad social. Le cuesta no sentirse ajena dentro de algunos entornos sociales. Le resulta difícil mantener la mirada y dedica más tiempo a pensar en qué es lo que tiene que decir que a escuchar a su interlocutor. Le pregunté cómo fue la fiesta a la que acudió unos días antes en un piso de estudiantes. Su respuesta fue: «Pude estar tranquila y escuchar más, como me dijiste; pero, al final, hablando con un chico, sentí que había dicho una tontería. Luego solo quería marcharme de la fiesta».

Javier lleva años con ataques de ansiedad. Cuando le pregunté por sus últimas vacaciones, dijo que hacía tiempo que no disfrutaba como lo había hecho, pero el viaje de vuelta lo pasó muy mal en un atasco, y pensó que había arruinado su experiencia.

¿Qué pueden tener en común las expresiones y conclusiones de Begoña y Javier?

Pues, si nos fijamos, hay un aspecto o un hecho desagradable que anula la vivencia anterior. Begoña estaba intentando escuchar, y permaneció bastante tranquila, pero metió la pata. Javier disfrutó de sus vacaciones, pero tuvo un ataque de ansiedad en un atasco.

Nos colocamos en posiciones monolíticas que nos impiden entender la riqueza de nuestras experiencias. Parece que, si el dolor aparece en nuestra vivencia, anula al resto de las emociones, y eso hace que solo nos centremos en la experiencia dolorosa y queramos evitar el dolor a toda cosa, lo que nos provoca, paradójicamente, un enorme sufrimiento.

La gente al principio quiere vivir sin ansiedad, y cualquier atisbo de esta termina arruinando la experiencia. Pero, si somos realistas, necesitamos incluir la ansiedad, como necesitamos incluir el dolor.

Javier lo pasó bien en sus vacaciones y además tuvo un ataque de esta, pero el ataque de ansiedad no fue lo más importante de sus vacaciones.

Recuerdo cuando cayó en mis manos el maravilloso Lágrimas negras, ese disco tan fantástico que grabaron Bebo Valdés y El Cigala, y escuché la adaptación de aquella canción del hombre que habla con su corazón y le dice que no entiende cómo puede uno querer a dos mujeres a la vez, y no estar loco.

Digamos, por hacer un símil geográfico, que la mente de aquel hombre estaba en Occidente y el corazón, en Oriente. Occidente, heredero de la filosofía aristotélica, no puede admitir que sucedan dos cosas aparentemente contradictorias. ¿Se ama o se odia? ¿Se es fuerte o se es débil? Esta dicotomía del pensamiento ha caracterizado a la mentalidad occidental. Así que dentro del corazón humano conviven fuerzas aparentemente contradictorias y aparentemente insostenibles. Fuerzas que la lógica no puede explicar, y, sin embargo, ahí están.

Se puede amar a dos mujeres a la vez, aunque nuestra razón no lo entienda. Se puede querer salir de un problema, a la vez que una parte de mí se resiste a hacerlo. De no ser de este modo, no se explicarían muchas cosas. ¿Cómo nos sabotearíamos de la forma en que lo hacemos si no es así? Debemos ser muy ingenuos para no ver la parte de nosotros que está instalada en el problema, y se alimenta del problema. No es algo tan descabellado, solo es costumbre de estar, y si a la mente le gusta mucho algo, eso es lo conocido. Así que, cuando la ansiedad pasa a ser lo conocido en nuestra vida, es mucho más difícil desembarazarnos de ella.

El deseo y el miedo van de la mano. Detrás de muchos miedos, uno descubre deseos insospechados. Llama la atención cuando la gente habla de aquella época en la que le gustaba viajar, y podemos preguntarnos: ¿y ahora no le gustará viajar? Pues claro, no ha dejado de desearlo, aunque le dé miedo. Es preciso detenerse en este punto e investigar: seguimos deseando, a pesar del miedo. Porque parece que la persona se limita innecesariamente cuando solo se queda con el temor. Es como si ya no tuviese derecho a seguir sintiendo ese deseo. Es como el amante rechazado que se avergüenza de su apasionamiento por no haber sido correspondido. Aun si ese amor no correspondido, con toda claridad, es lo mejor que le ha pasado nunca. Que el otro tome el testigo o no es algo sobre lo que no tenemos control, está en su derecho de aceptarnos o rechazarnos. Pero ¿quién nos mandará a nosotros sentir vergüenza de algo tan genuino?

Da la impresión de que convertimos el miedo en una estrella tan luminosa que no permitimos que nada más ilumine nuestro cielo. Tenemos miedo a desear porque no queremos enfrentarnos con la frustración. Pero la frustración es el inicio del movimiento. No podemos empezar a comer si no tenemos antes la desagradable sensación del hambre.

No debiéramos olvidar que uno no solamente tiene miedo a hacer las cosas. Y esto que parece obvio tiene una profundidad y una trascendencia mayor que lo que estamos dispuestos a otorgarle. Porque el deseo es una fuerza que nos lleva. Es el Eros, la esencia vital, la que nos impulsa a experimentar.

Esto recuerda a aquella historia en la que el general está en una trinchera con un soldado que está temblando y tiene evidentes muestras de miedo. Entonces el general, indignado, le reprende: «Es una vergüenza para el cuerpo que se comporte de ese modo, soldado». A lo que el soldado replica: «Es posible, general, pero soy el único que se ha quedado con usted, el resto del pelotón se ha ido hace un rato». ¿Vemos? El miedo no es el final, sino tan solo una manera de estar. Incluso, si rizamos el rizo, el objetivo no es no tener miedo, sino poder estar con él. Seamos buenos enemigos.

Cuando se padece un trastorno de ansiedad se tiende a pensar que el bienestar es la ausencia de síntomas, y eso hace que, cuando los síntomas aparecen, vivamos nuestra experiencia como un fracaso personal.

Así que sustituyamos cuando podamos el «pero» por un «y». No es la ansiedad lo que nos impide ser dichosos, es que comemos con ella, pensamos en ella, hacemos planes intentando adivinar si está o no...

Utilizar términos no catastróficos y definidos

¿Verdad que no es igual perder las llaves que perder a un ser querido? Pues cada vez que expresamos que lo que está pasando es insoportable o terrible nos estamos asustando innecesariamente.

Albert Ellis, a quien ya hemos citado con anterioridad, hablaba de los «deberismos» o de los «no puedo más» o los «nosoportantitis» como los elementos clave a la hora de provocar una neurosis.

Decir que no podemos soportar algo es un mensaje inexacto, porque ya lo estamos haciendo; es más bien la creencia de que no vamos a poder soportarlo lo que condiciona nuestras decisiones, más que el hecho de hacerlo o no. Fijémonos en que estamos actuando sobre lo que creemos y no sobre lo que es. Podríamos utilizar una metáfora para profundizar sobre este hecho.

Imaginemos eso que tanto sufrimiento nos está generando —ansiedad, recuerdos o pensamientos negativos, culpa, miedo—. Ese malestar se parece a una persona que está unida a un monstruo por una cuerda, con un foso entre ambos. Mientras el monstruo está tranquilo, dormido o tumbado, solo podemos verlo; pero, en cuanto despierta, se hace insoportable, insufrible, y tiramos de la cuerda para conseguir arrojarlo al foso. A veces, parece que se calma al tirar de la cuerda, como si se diera por vencido, pero lo que ocurre a la larga es que, cuanto más tiramos de la cuerda, más nos aproximamos nosotros al filo del foso y, por el contrario, más grande, fuerte y amenazante se hace el monstruo. Así, la situación implica que tengamos que estar pendientes constantemente de si el monstruo se levanta para tirar de la cuerda, y, además, cuando lo hacemos, el monstruo también lo hace, lo que a veces nos lleva a que nos encontremos al borde del abismo. Y, mientras tanto, nuestra vida se limita a estar pendientes de la cuerda. Nos gustaría no estar atados al monstruo, pero eso no es algo que pueda cambiarse, de manera que nos planteamos qué podemos hacer basándonos en la experiencia. Una posibilidad es seguir como hasta ahora y continuar sosteniendo la cuerda; otra, liberarnos de ella soltándola y arriesgarnos a ver al monstruo en su peor versión.

En realidad, la ansiedad, los pensamientos negativos, la culpa, los recuerdos negativos, la preocupación son como un monstruo que vive y se alimenta de adrenalina. Cuando el miedo nos avisa de que hay un peligro, como cuando bajamos por una escalera mucho más empinada de lo que esperábamos, realizamos una descarga automática de adrenalina, y el monstruo de la adrenalina que estaba dormido se despierta y hace que, de forma automática, nos agarremos a la barandilla y no caigamos.

Nos damos cuenta de que este monstruo está con nosotros y que se ha quedado porque mientras generamos adrenalina él todavía tiene con qué alimentarse, y seguimos sintiendo ansiedad. Cuando pasa el tiempo sin que veamos un nuevo peligro, el cuerpo recupera su nivel normal de adrenalina y el monstruo hiberna.

Cuando es el propio monstruo el que nos da miedo, lucharemos para echarlo del cuerpo, para que desaparezca de inmediato. Es decir, intentaremos deshacernos a toda costa de los pensamientos que nos angustian, de la ansiedad, de los recuerdos emocionalmente negativos, el pasado, la culpa..., ejerciendo así una lucha contra nosotros mismos. Como si nos subiésemos a un ring de boxeo y comenzáramos un combate contra nosotros que pareciera no tener fin.

Esa constante lucha por echar de nuestro lado todo lo que nos genera malestar nos lleva a descargar más adrenalina. El monstruo, encantado porque tiene más alimento, crece y se hace más amenazador; nos dice cosas terribles, como que va a comernos el cerebro, a dañarnos el corazón y a paralizarnos la garganta para siempre.

Si aceptamos al monstruo en nuestro cuerpo y no hacemos nada para que se vaya, entonces dejaremos de darle alimento y el monstruo hibernará de nuevo. La disposición a experimentar lo que sea que la historia de cada uno pone sobre la mesa es la clave que nos permite ser capaces de establecer y mantener compromisos para cambiar aquello que en la actualidad no nos está funcionando.

Pasar de los «por qué» al «cómo»

Quienes llegan a la ansiedad por primera vez se preguntan: «¿Por qué a mí?». Huelga decir que la mayoría de las veces no es un «por qué» sincero, y el real viene mucho después, si es que llega. Sin embargo, uno puede seguir con esa pregunta, y ese mismo sentido durante años dando vueltas en círculo. La frase correcta, lo que en realidad quiere decir la persona, es: «Esto no debería haberme pasado a mí; es injusto».

A partir de aquí comienza una espiral de enfado y tristeza. Y cuando estas dos sensaciones se juntan, las nubes de la depresión pueden empezar a cernirse en el horizonte. Este es el principio a partir del cual el individuo se compara con los demás, y le resulta tan difícil entender por qué el resto sí puede y él no se siente capaz. ¿Es que los demás son superhéroes?

Los demás no hacen un esfuerzo mayor, ni son más duros o más valientes, sino que no experimentan la realidad en esos momentos como lo hace quien padece un trastorno de ansiedad.

Por otro lado, es fácil que a partir de ese planteamiento nos comportemos como niños enfadados, que decidamos dejar de jugar si consideramos que el juego es injusto, y entonces nuestro enfado ya no es con la ansiedad, sino con la vida.

Hay mucha propaganda dentro de la autoayuda diciendo que el dolor nos hará mejores. «De esto saldremos mejores», nos decíamos en la pandemia. Pero el dolor no es una oportunidad; es una circunstancia, es una afirmación de póster tan categórica que me cuesta creer. A algunas personas el dolor las hará más asustadizas, enfadadas y resentidas. Las arrinconará más aún en la visión negativa que tienen del mundo.

Para otras, en cambio, puede ser el inicio de un proceso de maduración. Empezamos a madurar cuando dejamos la concepción infantil de ser el centro del universo. El universo no puede mirarnos a nosotros, que estamos en un planeta perdido en un extremo de la galaxia, y no va a esperar nuestro siguiente movimiento. ¿No será al revés? ¿No será que somos nosotros quienes tenemos que aprender de nuestro entorno y seguir evolucionando para adaptarnos a la vida?

La única respuesta válida es que es lo que ha tocado. Hay gente que padece experiencias traumáticas o viven una pérdida. Algunas personas sufren accidentes y a otras les parten el corazón, y casi todas se preguntan por qué; pero aparentemente no existe respuesta posible para esa cuestión. Lleva un tiempo darse cuenta de que sí la hay y permitir que el enfado deje paso a la aceptación. Algo así como: «Empiezo la partida desde esta casilla... ¿Adónde voy ahora?».

¿Qué podemos hacer para propiciar esta aceptación?

• Utilicemos el «quiero» o el «elijo» frente al «debería».

• No empleemos la visualización positiva imaginando que hemos conseguido nuestros objetivos; eso no nos proporciona nada interesante, según los estudios de Richard Wiseman. En lugar de eso, imaginémonos realizando esos objetivos.

• El humor no solo es beneficioso, sino que provoca un distanciamiento respecto a la situación.

• Las llamadas «intenciones de implementación» nos permiten ahorrar espacio cognitivo y nos ayudan precisamente a cumplir nuestros objetivos sin desgastarnos mucho. La fórmula de las intenciones de implementación es la siguiente: «Si..., entonces», en lugar de: «¿Y si...?», que tantos problemas nos suele dar. Usamos un condicional («Si...») con respuesta cerrada («..., entonces») para determinar qué es lo que vamos a hacer en el futuro. Por ejemplo, si estamos a dieta y comemos fuera, entonces nunca pediremos postre; si tenemos un ataque de ansiedad y nos salimos del metro, entonces cogeremos el siguiente.