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Cómo exponernos a nuestros miedos

De los doce hombres que han caminado sobre la superficie lunar, tan solo cuatro continúan con vida mientras se escriben estas líneas. Todos los alunizajes se realizaron entre 1969 y 1972, y han dejado constancia del sentido del valor y el coraje que puede habitar en el corazón de los seres humanos. Alguna de las misiones, como la del Apolo 13, mantuvieron en tensión al mundo y nos dejaron frases inolvidables, como ese «Houston, tenemos un problema». Dicha misión tenía como objetivo alunizar sobre el famoso cráter de Fra Mauro, que se encuentra alrededor del Mare Imbrium. Estas formaciones pueden ser visibles a través de un telescopio que tenga cierta calidad de aumentos.

El nombre de este cráter precisamente se lo debemos al monje y cartógrafo veneciano Fra Mauro, quien en el año 1457 dibujó un mapa del mundo antiguo cargado de detalles. La belleza de este mapa no se debe tanto a su precisión, sino a la cantidad de comentarios que incluyó el monje. Cuentan que recibía en Venecia a todos los comerciantes y viajeros, a los que les asignaba tareas no solo de medición, sino que les pedía que le hablasen de la esencia de lo que encontraban en sus viajes, sus gentes, su gastronomía, sus costumbres. Dicen que el monje dibujó uno de los mapas mejor considerados de la cartografía medieval sin salir de su celda.

Esto que puede ser posible para un cartógrafo, no puede ser válido para quien desea salir de las intrincadas tierras de la ansiedad. El conocimiento teórico resulta insuficiente para consolidar aprendizajes que nos permitan cambiar nuestra mirada.

Lo que podemos aprender de una magdalena

Una de las magdalenas más famosas del mundo puede ayudarnos a descubrir otra gran herramienta para superar muchos de los obs­táculos, y, de paso, aprenderemos cómo las leyes del aprendizaje pueden enseñarnos tanto acerca de nosotros y de nuestras sesudas reflexiones sobre nosotros mismos. El conductismo nunca pasó de moda, siempre estuvo con nosotros. Sirva este capítulo como un homenaje a los trabajos de Burrhus Skinner, John Watson, Edward Thorndike, Albert Bandura y de otras figuras tan relevantes que siempre nos han acompañado en nuestro camino, en nuestra búsqueda. Marcel Proust nos dejó este:

Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no; pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes; sus desastres, en inofensivos y su brevedad, en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí; es que era yo mismo.

Proust tuvo una infancia enfermiza, aunque afortunadamente tuvo el calor y los cuidados de su madre. El sabor de aquella magdalena le trajo a la memoria el recuerdo de aquella época, rememorando la esencia del cuidado y del amor maternal.

La aventura del fisiólogo ruso Iván Pávlov permitió explicar eso que tanto fascinó a Proust. En otra de esas serendipias tan propias de la experimentación, el científico se hallaba investigando el funcionamiento de los sistemas digestivos de los perros cuando se encontró con uno de los hallazgos más relevantes de la psicología: el de cómo podemos convertir la casualidad en causalidad.

Los perros de Pávlov eran alimentados todos los días a una misma hora, y el fisiólogo observé algo que, quizá por resultarnos un fenómeno normal, nadie había reparado en su importancia: los canes salivaban antes de que apareciese la comida. Cualquiera que tenga un perro en casa se habrá dado cuenta de que el animal sabe qué vamos a hacer antes de que nosotros mismos lo hagamos. No se trata de una intuición mágica, ni del uso de una lógica deductiva, sino que en realidad dedican mucho tiempo a observar y a estudiarnos para tratar de predecir nuestro comportamiento. Sin embargo, la intuición de Pávlov le llevó mucho más lejos al diseñar un experimento en el que consiguió convertir un estímulo neutro, como puede ser una campanilla, en algo que podía provocar una respuesta como la salivación. Si preguntamos ahora «¿y qué?», y seguimos sin sorprendernos, es porque aún no hemos entendido el verdadero potencial de este descubrimiento, y cómo comprender este mecanismo ha marcado un antes y un después en la mayoría de las disciplinas científicas dedicadas a estudiar el comportamiento.

Esta investigación y muchas otras posteriores, que se llevaron a cabo no solo con animales sino también con humanos, pretendían esclarecer los porqués de nuestra conducta a través de una metodología más objetiva y demostrable de lo que había sido hasta entonces; y todo ello apoyándose en el importante papel que tiene el aprendizaje.

Los seres vivos aprendemos gracias a las experiencias que vivimos (como puede ser manipular objetos o interaccionar con otras personas), construimos nuevos conocimientos que cambian nuestros esquemas mentales, los de los otros y los del mundo que nos rodea. Esta construcción de nuevos conocimientos se asimila y acomoda mentalmente con el fin de generar nuevas conductas que puedan ser llevadas a la práctica de una forma relativamente estable para, en principio, facilitarnos nuestra adaptación al medio.

De hecho, se ha demostrado que el aprendizaje o condicionamiento es esencial para nuestra capacidad de supervivencia y de adaptación a un mundo en constante cambio. Nuestro sistema asocia eventos o estímulos con el fin de que sobrevivamos lo máximo posible. Por eso, si acercamos la mano a la llama de una vela y nos quemamos, posteriormente el recuerdo del dolor que sentimos en nuestra piel nos hará no desear acercar de nuevo la mano al fuego; incluso será un aprendizaje que compartamos con los demás, transmitiendo este mensaje a otros que aún no lo sepan.

¿Cómo aprende nuestro cerebro? Responder esta pregunta es un gran reto para los psicólogos y los profesionales de otras disciplinas. Los expertos se esfuerzan considerablemente en elaborar teorías del aprendizaje. La asociación es un aprendizaje que tiene lugar cuando dos elementos se conectan en nuestro cerebro. Por ejemplo, si asociamos el despertador a madrugar, descubriremos para qué sirve este instrumento y lo poco que nos agrada.

Pero hay más casos de aprendizaje asociativo. Por ejemplo, ¿nos resulta familiar el efecto de la bata blanca? Cuando nos miden la tensión en el médico, saben que es más probable que aparezca alta, porque hemos asociado esa situación a un estado de preocupación, y a su vez ese estado de preocupación nos está dando una imagen distorsionada de nuestra tensión. Es por eso por lo que tienen que hacernos varias mediciones y realizar una media. E incluso la medida de referencia que van a elegir como válida si se hacen dos veces seguidas es la segunda. Esto nos hace darnos cuenta de cómo esa asociación ha subido nuestros niveles de tensión arterial.

Otro ejemplo: cuando hemos aborrecido una comida, o nos ha sentado mal, desarrollamos una aversión al sabor, casi como una protección. Quizá hemos tenido una mala experiencia y ya no podemos ni oler la ginebra o el vodka, y esa asociación puede durar toda la vida.

Y un último ejemplo: uno ha sido abducido por videojuegos como Candy Crush o Angry Birds, o se pasa el día cultivando su granja virtual, es porque sigue los principios del condicionamiento operante y el moldeamiento a rajatabla. Nos recompensan, nos refuerzan, nos moldean y mantienen nuestra atención durante horas y horas.

Donald Hebb sentó las bases de la neuropsicología moderna al afirmar que no aprendemos tanto por la formación de nuevas neuronas, sino que en realidad la clave está en cómo se conectan entre sí, es decir, que al interactuar entre ellas se refuerzan esas conexiones. Cuanta más interacción, más se refuerza esa conexión, de tal manera que, cuando se ha repetido este emparejamiento un número determinado de veces (en ocasiones, una única exposición es suficiente, como en el caso de algunos trastornos de ansiedad), la asociación llega a ser casi automática. Cuanto más practicamos una lengua extranjera, más fácilmente se producirán esas asociaciones en nuestro cerebro. Y ciertos aprendizajes nunca desaparecen, sino que tan solo se debilitan; pero, cuando volvemos a encontrarnos en las mismas situaciones, vuelven a reforzarse.

Las conclusiones a las que se llega con este tipo de aprendizajes es que no se basan en inducciones lógicas. Lo fascinante de la asociación es que no termina por generar una creencia de causalidad que suponemos que explica la relación entre sus variables, resultando esta el origen de muchas de nuestras creencias. A lo mejor esa fue la razón por la que se creía que hacer sacrificios de animales o humanos haría que se ganase el favor de los dioses. Quizá un día se sacrificó una gallina y llovió, y terminamos generando la creencia de que era un acto con el que era posible influir en los dioses o en las fuerzas que controlaban la naturaleza. Lo demás lo construyó solito nuestro sesgo de confirmación. Ignoramos las veces que no ha llovido al sacrificar un animal, y nos fijamos únicamente en las que, efectivamente, ha sido así. Con esta receta podemos tener una creencia que dure toda la vida.

Por eso, desde el condicionamiento clásico, se explica por qué a base de aprendizajes podemos desarrollar ese miedo al miedo del que tanto hablamos en otras ocasiones. Antes de subir al autobús, o incluso cuando pensamos en acudir a esos lugares que hemos asociado con la ansiedad, vivimos el mismo miedo (respuesta ya condicionada) que aquel que experimentamos con las primeras sensaciones de ansiedad cuando creímos morir o perder la cordura. Es en este tipo de procesos de aprendizaje en donde los síntomas de ansiedad pueden resultarnos un estímulo del que asustarnos, y, a su vez, la única respuesta fisiológica que podemos buenamente dar frente a él, de forma que se retroalimenta la activación y, por lo tanto, el vernos expuestos a mayor intensidad sintomatológica.

Entra en juego Skinner

La ciencia de la conducta subió un escalón cuando se empezó a entender que podíamos influir sobre los aprendizajes que se habían adquirido mediante asociación; lo interesante no era solo estar presente en el nacimiento de las asociaciones, sino que podíamos ser capaces de observar su vida y cómo estas podían ser modificadas. Esto abrió una dimensión muy sugerente cuando nos dimos cuenta de que podíamos aumentar y prolongar la vida de estos aprendizajes o, por el contrario, podíamos influir para debilitarlos. Por ejemplo, si nos regalan un cupón de descuento en un supermercado, este aumentará la probabilidad de que volvamos a comprar allí, o si, por el contrario, recibimos críticas por nuestra forma de vestir, estas pueden desincentivar que usemos de nuevo esa misma ropa.

Las contingencias son aquellos hechos que, cuando se materializan, pueden influir en que una conducta intensifique o disminuya su frecuencia. De esta manera se inició un periplo científico en busca de las leyes generales que regulan el comportamiento de los animales y seres vivos. El trabajo de figuras como Skinner y Thorndike posibilitó una mayor comprensión de las contingencias.

Skinner fue un psicólogo y científico estadounidense, considerado uno de los mayores referentes del conductismo: corriente psicológica que estudia la conducta o comportamiento observable de las personas y animales a través de procedimientos objetivos y experimentales. Entre sus numerosas investigaciones destacan aquellas que realizó con ratas y palomas. «La caja de Skinner» fue uno de los trabajos en los que trató de poner a prueba el condicionamiento operante. Una vez adquirido el condicionamiento, nos dice, nuestro rechazo o aversión puede seguir siendo moldeado atendiendo a las consecuencias observables que se dan o no cuando un individuo realiza determinadas acciones, de tal forma que podemos influir incentivando o disminuyendo estas asociaciones. Por ejemplo, cabría preguntarse si en la pandemia no se hubiesen tomado medidas sancionadoras por no llevar mascarillas en determinados espacios, ¿su uso habría sido menor?

Para introducir los conceptos que nos atañen, hablaremos del experimento que hizo Skinner con ratas introducidas en jaulas. En esas jaulas había un pequeño pedal que, al ser presionado por los roedores, hacía que apareciera un pedazo de comida como recompensa. Cuando las ratas descubrían que al darle al pedal salía comida, la conducta (darle al pedal) aumentó debido al refuerzo que se producía (comida). A partir de este experimento surgió lo que se conoce como el condicionamiento operante.

Mediante este tipo de aprendizaje asociativo se puede explicar cómo se adquiere y, sobre todo, se mantiene la conducta. Sus principios básicos son los siguientes: si la realización de una conducta va seguida de una consecuencia positiva (una recompensa o refuerzo positivo), o bien de la desaparición o evitación de una consecuencia negativa (refuerzo negativo), aumentará la probabilidad de que esa persona repita la conducta. Si, en cambio, tras la realización de esa conducta la consecuencia es negativa (un castigo), es probable que esa conducta no se realice de nuevo. Finalmente, si la ejecución de una respuesta no tiene consecuencia, dicha conducta dejará de realizarse (extinción); si bien, como hemos comentado anteriormente, no existe un borrado del aprendizaje, este sería sustituido por otros.

Los principios del condicionamiento operante están implicados en la adquisición y el mantenimiento de algunos trastornos de ansiedad.

El refuerzo

El mantenimiento de las fobias se explica por un proceso de condicionamiento operante, por el mecanismo de refuerzo negativo (consecuencia positiva al eliminar algo «malo»). La evitación de la situación temida (salir corriendo del centro comercial, por ejemplo) provoca una disminución de la ansiedad a corto plazo, actuando así como refuerzo negativo (sensación de alivio; es una consecuencia positiva de eliminar algo «malo», como la ansiedad).

Los refuerzos son acontecimientos que, presentados después de una conducta, provocan el aumento de estas. Pueden ser positivos o negativos.

El refuerzo negativo

Un reforzador negativo es un acontecimiento que, presentado inmediatamente después de una conducta, provoca que la frecuencia o la posibilidad de que ocurra dicha conducta aumenten. En este caso, la conducta aumenta porque se retira un estímulo aversivo, por ejemplo, y para que todos podamos entendernos sin liarnos: cada vez que entramos en un coche y no nos abrochamos el cinturón, se oye un pitido muy desagradable; nuestra conducta (en este caso, abrocharnos el cinturón) aumenta a cambio de retirarnos el estímulo aversivo, es decir, una vez que nos abrochamos el cinturón, ya no escucharemos el pitido.

Podríamos poner el siguiente ejemplo: Celia padece fobia social. Todos los viernes intenta acudir a las quedadas junto con sus compañeros de la universidad, pero en cuanto por cualquier motivo se convierte en el centro de miradas, Celia finge que tiene una llamada urgente y se vuelve a su casa. En cuanto Celia se sube en su coche y se aleja de sus compañeros, su ansiedad desaparece.

La evitación de las situaciones que provocan ansiedad constituye un potente refuerzo negativo que mantiene el trastorno. En el caso, por ejemplo, de la fobia social, Celia evita poder ser juzgada por sus iguales; por este motivo evita a toda costa que se hable de ella. La negativa a estar en esas situaciones reduce la posibilidad de que la persona experimente ansiedad. Para esta, su conducta de evitación es algo positivo (no siente ansiedad), por eso la realiza. En el TOC, realizar la compulsión (por ejemplo, lavarse las manos) reduce o elimina la posibilidad de que la persona adquiera una hipotética enfermedad (obsesión). La ejecución de la conducta compulsiva reduce la ansiedad asociada al temor de una posible enfermedad o contagio. Desde este punto de vista, la obsesión se mantiene porque la compulsión actúa como un reforzador negativo. En ambos casos, sin embargo, la persona no comprueba la validez de sus temores porque no se enfrenta a las situaciones que le producen ansiedad.

El refuerzo positivo

Un reforzador positivo es un acontecimiento que, presentado inmediatamente después de una conducta, provoca que la frecuencia o la posibilidad de que ocurra dicha conducta aumenten. En este caso, grosso modo, significa recompensa o premio.

Pongamos un ejemplo: Mario padece agorafobia y, después de varias sesiones con su psicóloga, han decidido acudir a un centro comercial que teme desde hace años. Mario lidia con su ansiedad mientras recorre los pasillos del comercio, pero esta vez, a diferencia de otras, decide no salir huyendo. La ansiedad acaba por bajar y aparece consecuentemente una sensación potente de autocontrol: «¡He podido!». Cuando acaban, su psicólogo le felicita por el avance y lo mismo ocurre con sus familiares, que le hacen saber lo orgullosos que están por los avances conseguidos.

Tanto la sensación de autocontrol que surge cuando Mario comprueba que su ansiedad disminuye, aunque permanezca en el centro comercial, como las palabras del psicólogo y la de sus padres actúan como refuerzo positivo para que Mario quiera volver a exponerse a su miedo y superar su problemática.

Como hemos aprendido, la evitación facilita un mantenimiento del miedo, pues no se puede aprender que el miedo es solo miedo y que las consecuencias catastróficas que temo (perder el control, morirme, volverme loco...) no van a suceder.

Por otra parte, la evitación también facilita la influencia de pensamientos negativos (esquemas cognitivos —distorsiones cognitivas— subyacentes). Así, la evitación reduce la ansiedad a corto plazo, pero mantiene el miedo a largo plazo porque son conductas reforzadas negativamente (sensación de alivio) y porque impide que la persona aprenda que la situación no es peligrosa y que es poco probable que sus predicciones ansiosas se conviertan en realidad.

Un ingeniero antipático

«La ciencia es una disposición a aceptar los hechos, incluso cuando se oponen a los deseos», nos decía Skinner.

El conductismo y las leyes de aprendizaje fueron eclipsados por el auge de la psicología cognitiva a partir de los cincuenta. A pesar de ello, el conductismo nunca ha dejado de estar vigente, ha sido criticado y no siempre comprendido. Se considera el intento más preciso de adecuar la psicología al método científico; pero, reconozcámoslo, no ha caído bien del todo. Aun así, la psicología cognitiva no ha caminado sola, y no se puede concebir como una sustitución del paradigma conductual, sino como una prolongación de este. Por eso nos autodenominamos psicólogos cognitivo-conductuales.

Al conductismo se le ha acusado de reduccionista, de mecanicista, de ser un modelo limitado que no podía explicar muchos de los fenómenos de la experiencia vital. Y hasta cierto punto lo podemos entender; es como un ingeniero antipático al que parece que no le importan tanto nuestras razones. Lo único que le importa es el cómo, y además nos hace sentir bastante poco especiales. Porque el conductismo ignora nuestras teorías, nuestras explicaciones apasionadas e intuiciones. Es como un plato sin condimentos, sano, nutritivo y eficaz..., aunque no cae muy simpático.

Lo que importa es lo que nos dice, no que guste o no. Y no podríamos concebir la ansiedad y lo que sabemos de ella sin el conductismo.

Un trastorno de ansiedad no se aprende en los libros, se aprende asociando. Si nos da miedo el metro, o una reunión en la que tenemos que hablar en público, es porque hemos asociado esas experiencias a un malestar emocional y a unos síntomas que nos parecen enormemente desagradables, y si hemos aprendido a evitarlos es porque esa evitación nos relaja, aunque no solucione en realidad nuestro problema, y termine limitando muchísimo nuestra vida.

Lo que importa, por ejemplo, con los pensamientos que nos preocupan no es tanto el contenido de esos pensamientos (que también), sino cómo actuamos con ellos y si les damos más o menos espacio en nuestra vida, y cómo aparece la ansiedad anticipatoria. Así, la psicología cognitiva podría intentar cambiar el contenido de esos pensamientos por una manera más adaptativa de pensar, y eso funciona en muchas ocasiones, aunque no siempre. Pero a veces podemos tratar ese pensamiento más como una conducta para extinguir, que no voy a reforzar, por ejemplo. De este modo, los pensamientos se tratan como conductas, y esas conductas están influenciadas por los diferentes mecanismos de aprendizaje.

Exposición

De Mello contaba una historia que podría resultar interesante en este punto:

En cierta ocasión un pariente visitó a Nasruddin, llevándole como regalo un ganso.

Nasruddin cocinó el ave y la compartió con su huésped.

No tardaron en acudir un huésped tras otro, alegando todos ser amigos de un amigo «del hombre que te ha traído el ganso». Naturalmente, todos ellos esperaban obtener comida y alojamiento a cuenta del famoso ganso.

Finalmente, Nasruddin no pudo aguantar más. Un día llegó un extraño a su casa y dijo:

—Yo soy un amigo del amigo del pariente tuyo que te regaló un ganso.

Y, al igual que los demás, se sentó a la mesa, esperando que le dieran de comer. Nasruddin puso ante él una escudilla llena de agua caliente.

—¿Qué es esto? —preguntó el otro.

—Esto —dijo Nasruddin— es la sopa de la sopa del ganso que me regaló mi amigo.

Y como también dijo De Mello, es imposible enviar un beso a través de un mensajero. Si trasladamos este caso al tema de la agorafobia, vendríamos a decir que no hay mejora sin asumir riesgos, y que no puedo cambiar mis esquemas mentales sin experimentación. No puedo superar un miedo sin enfrentarme a él, sin cambiar mi experiencia.

Volviendo a nuestra querida almendra llamada amígdala, de la que hablábamos en el primer capítulo, sabemos que existen conexiones que inhiben su actividad desde el neocórtex. Es decir, el miedo no se supera pasivamente con el paso del tiempo, sino que vamos elaborando mecanismos que impiden su excitación, y esto es debido a que realizamos asociaciones inhibitorias, aprendemos que algo no es peligroso, y ese aprendizaje sustituye al aprendizaje anterior.

Una cosa ha de quedar clara: si nos exponemos de la forma adecuada, si aprendemos de la ansiedad en lugar de entrenar la angustia y somos lo suficientemente constantes, la ansiedad termina por disminuir.

¿Por qué? En esencia, la fobia se mantiene porque escapamos o evitamos el estímulo que tememos. La persona actúa así incluso cuando tan solo percibe una señal de dicho estímulo. Por ejemplo, alguien que tiene miedo a los perros puede escapar cuando vea uno, pero también cuando escuche el ladrido de ese perro.

La evitación o el escape se han convertido en la forma que tiene el individuo para controlar aquello que teme. La diferencia entre evitación y conducta de escape radica en la posibilidad de predecir lo que va a pasar. Si puedes predecir y controlar la presencia de los perros, entonces estás evitando; sin embargo, si escapas de un perro que acaba de aparecer, no has podido predecirlo, pero intentas controlar ese miedo huyendo de él.

La capacidad de predecir es importantísima para el ser humano. De hecho, para algunos autores, como el tecnobiólogo Jeff Hawkins, el pilar más importante en el que se basa nuestro concepto de inteligencia es la capacidad para predecir. Y es que, gracias a ella, somos capaces de sobrevivir en nuestra vida cotidiana. Sabemos, por ejemplo, qué podemos esperar de los demás a través de su tono de voz o sus gestos. Si estamos en el campo y vemos un montón de nubes negras, podemos predecir que es bastante probable que haya una tormenta eléctrica, así que más nos valdría refugiarnos. Si vemos a un hombre acercándose a nosotros, jugando con un palo, podemos anticiparnos que más nos vale huir o prepararnos para luchar. El problema es cuando la anticipación es exagerada, no se adapta a la realidad e influye sobre el día a día de la persona. Entonces podemos empezar a hablar de una fobia.

Si nos exponemos al estímulo, y comprobamos qué es lo que puede o no pasar realmente, estamos variando ese patrón de predicción exagerado que han adquirido las personas con fobias, así que la próxima vez que el estímulo aparezca no tenemos por qué relacionarlo con peligro, como lo habíamos hecho hasta entonces, o por lo menos no con la misma fuerza.

Pensemos por un momento en un nombre: Juan. ¿Quién es Juan en nuestra vida? Si nuestro hermano se llama Juan, probablemente pensemos en él. Si hablamos de Carmen, y nuestra novia se llama así, muy probablemente pensaremos en ella. Para que Juan, nuestro hermano, deje de ser en el primero en quien pensamos, deberemos conocer a otro Juan que emocionalmente tenga más peso. Por ejemplo, nuestro jefe Juan, el que nos hace la vida imposible. Es por eso por lo que la gente habla de que no le gustan las personas que se llaman Santiago, o que adora a las Lauras.

La exposición es una técnica de la terapia de conducta en la que se presenta al paciente a los estímulos fóbicos procurando que este no escape de la situación hasta que la ansiedad desaparezca o disminuya de manera significativa. Hay cinco tipos de modalidades en la exposición:

a) La exposición por inundación.

b) La exposición en vivo.

c) La exposición por imaginación (implosión).

d) La exposición interoceptiva (exposición a las propiocepciones).

e) La prevención de respuesta para el TOC o TAG.

La exposición por inundación

Michael Mahoney ha sido uno de los constructores de lo que hoy llamamos «psicología cognitivo-conductual», y cuando le conocí era un viejecito encantador, que contaba historias muy bien construidas, con la habilidad que proporciona la edad y la experiencia. Estaba en una conferencia en Granada y contaba el caso de uno de sus primeros pacientes, que tenía un pánico terrorífico a montar en ascensor y se negaba a coger cualquier cosa que se le pareciese. Maho­ney y su paciente charlaron durante la primera entrevista, y a la semana siguiente esta persona volvió con una sonrisa amplísima y un brillo especial en los ojos, y dijo: «¡Gracias, doctor, estoy curado!». Mahoney no se lo podía creer, y en realidad se preguntaba: «¿Y qué demonios le habré dicho yo a este hombre para que haya dejado de tener ese miedo tan atroz?». El caso es que el hombre dejó caer que, durante la conversación que habían tenido, el psicólogo había afirmado que no le podía suceder absolutamente nada durante un ataque de ansiedad, y con una fe impresionante ese hombre se aferró a esta idea. Ni corto ni perezoso, llamó a un técnico de ascensores amigo suyo y le indicó que le dejase entre la planta tercera y cuarta de un edificio, y que ya podía gritar, patalear o rogar a Dios para que le sacasen que el ascensor debía permanecer entre las dos plantas. Y así lo hicieron: el hombre permaneció horas gritando, llorando, pataleando..., y salió sano y salvo. Gracias a esta inundación fue capaz de desmontar toda la película que llevaba años contándose acerca de lo terrible que era un ascensor.

Pues esto es la inundación. La exposición masiva al estímulo, que se mantiene hasta que la ansiedad cede completamente. Y es cierto que para algunas personas ha sido la forma más rápida y eficaz para manejar las crisis de ansiedad. Recojo el comentario de uno de nuestros consultantes: «Para mí las inundaciones son lo que más provechoso me ha resultado. Cuando no quedan más narices que hacer algo, lo haces. Ahora mismo me vienen a la cabeza muchas, y podría escribir tres hojas hablándoos de ellas. La cuestión es que cada vez que he hecho una inundación he avanzado mucho».

Veamos el siguiente testimonio:

Intento ganar flexibilidad haciendo exposiciones pequeñas, pero en mi caso ha habido muchas y provechosas inundaciones porque desmiento muchas cosas de un plumazo, y me impaciento y preocupo sabiendo que este trastorno puede (si yo le dejo) durar años y años. Las inundaciones no me dan tiempo para pensar más que en lo necesario, y yo lo prefiero así, aunque me haya atrevido en contadas ocasiones.

Luego comencé a dar pasos cada vez más grandes y, a partir de un punto, creo que las inundaciones han sido imprescindibles para progresar hacia la normalidad. De hecho, en nuestra familia ha quedado instaurado el viaje de vacaciones anual como algo sagrado (aunque nadie sabe que realmente es una exposición que preparo yo todos los años para no perder la práctica). Este año hemos ido a Mont Blanc-Chamonix, Ginebra, la Costa Azul y Barcelona (yo vivo en Málaga), doce días de viaje en coche porque aún me queda superar lo del avión.

En una ocasión tenía como paciente a un transportista que llevaba mercancías en su camión desde una ciudad a otra. Un día le dio una crisis de ansiedad en medio de la nada, en plena meseta manchega. Con la zona habitada más cercana a bastantes kilómetros, este hombre no tuvo más remedio que admitir que no podía hacer nada, ya que su móvil no tenía batería. Así que, después de creer que algo horrible acontecería, esperó y esperó el fin... hasta que al fin se cansó de tener miedo.

Otra persona que estaba en las fases finales de un tratamiento de agorafobia nos contaba su experiencia cuando estuvo en la medina de Fez. Cualquiera que haya estado allí sabe que llega un momento en el que uno está tan perdido, y ha recorrido tantas callejuelas, laberintos y pasadizos que no sabe cómo puede salir de allí. Este paciente me dijo que, en aquel momento, estaba tan ocupado en buscar la salida que se olvidó del pánico.

Otra paciente nos comentaba:

La ventaja que saco de las inundaciones es que no quiero perder la fuerza que siento cuando me veo haciendo algo épico, a solas conmigo misma. Así es que me tomo respiros largos (hibernando en casa) para luego salir a comerme el mundo. Ahora, cada vez me planteo más en serio que tal vez me vaya mejor comerme el mundo poco a poco y ser más flexible, aunque me cueste ponerlo en práctica. De lo contrario, si hago una inundación y luego recaigo, como me ocurre, la sensación no es de haberme caído, sino de haberme dado un enorme golpe. Teatralizándolo un poco, es como recibir un gran premio por haber hecho una película increíble y que luego no te vuelvan a llamar. En el recuerdo queda una sensación de grandeza, pero en el presente vuelves a mascar como pasan los minutos. Al menos, en mi caso.

¿Qué ventajas tienen las inundaciones?

• El contacto con la realidad es inmediato, y permite ir más allá del miedo para comprobar lo que pasa realmente. Aprendemos de forma muy eficaz que nuestra predicción era errónea. A veces me gusta usar esta metáfora:

Imagina que estás al otro lado de una puerta e intentas atrancarla para que lo que hay al otro lado no pueda pasar. Tú haces fuerza para impedir que «eso» que está al otro lado no pueda acceder a ti. En realidad, no sabes qué es lo que hay al otro lado, solo sabes que es «eso», pero no quieres ni imaginarte (mentira, lo imaginas con gran detalle) qué es lo que pasaría si «eso» entrase. Ahora plantéate esto: ¿y si «eso» eres tú? ¿Y si quien hace fuerza para uno y otro lado es la misma persona? ¿Y si te dejas pasar y te ves a ti mismo? Entonces, ¿qué? ¿Ah...?

• Se observan mejorías rapidísimas. Recuerdo que una vez me llamó el marido de una paciente con la que llevaba apenas dos meses y con la que habíamos practicado esta terapia implosiva. El marido me dijo que le parecía muy bien que ella estuviese curada, pero que quizá había sido demasiado rápido, ya que había cogido las maletas y le había abandonado para irse a otra ciudad.

¿Qué desventajas tiene este tipo de exposiciones?

• La primera y más importante de todas es el abandono. Mucha gente decide abandonar después de la primera sesión. La persona puede escapar de la situación ansiógena, y puede seguir pensando que menos mal que se escapó, y además con más ahínco.

• La segunda desventaja es que podría suceder que el paciente interprete la experiencia como un hecho aislado, en la que tuvo suerte o simplemente un buen día.

• La tercera es que lo malinterprete como una machada, una actitud de valor aislada. No es que no lo sea, pero no todos los días tenemos el mismo valor ni nos sentimos igual. Lo que hay que aprender es que la ansiedad es una insinuación, pero no una realidad. Como dice el refrán, más vale maña que fuerza.

La exposición en vivo

La exposición en vivo sigue siendo la técnica de elección predilecta dentro del tratamiento cognitivo-conductual. Incluso otras corrientes que no siguen este paradigma hacen uso de la exposición como medio de trabajar los trastornos de agorafobia. La exposición implica que la persona se exponga en la vida real y, de un modo sistemático, a las situaciones que teme y evita. La dificultad básica reside en que esta técnica va en contra de la lógica de evitación que el agorafóbico posee. Dicha lógica de evitación (evitar todo tipo de contacto con la situación temida) es la que sigue manteniendo la fobia. La exposición a aquellas situaciones a las que teme el agorafóbico ha resultado ser una de las herramientas más potentes en el tratamiento de este trastorno. Existe, por así decirlo, un proceso de descondicionamiento. La persona desvincula aquellas situaciones que le causaban antes miedo con la emoción del pánico. La exposición continuada, por otro lado, refuerza en los pacientes la creencia en la capacidad de autocuidado, con lo que aumenta la confianza en sí mismos. ¿Qué características debe tener la exposición para ser eficaz?

En primer lugar, la constancia es uno de los puntos clave. La repetición de la exposición a la situación temida reduce significativamente el miedo. Si se espacia el tiempo de las exposiciones, es mucho más fácil que la persona vuelva a sentirse insegura en esa situación. Los pacientes que más y mejor cumplen con la exposición tienden a mejorar más. Es fundamental permanecer en la situación con ansiedad y esperar a que esa sensación disminuya, para que exista una percepción de autoeficacia. La regla de oro es no irse de la situación hasta que la ansiedad haya disminuido. En segundo lugar, es importante sentir ansiedad en un principio y luego esperar a que disminuya. Sin embargo, esa ansiedad no puede ser tan alta como para que interfiera en el procesamiento emocional de las señales de miedo. No es lo mismo entrenar la angustia que aprender a controlar la ansiedad. La curva de Yerkes-Dobson muestra que niveles muy bajos y niveles muy altos de ansiedad dificultan el procesamiento cognitivo, lo que impediría la asimilación de la experiencia. La ley de Yerkes-Dodson (en palabras de J. Fernández y J. Rusiñol) puede formularse así: cuanta más dificultad presenta una tarea de aprendizaje, menor es el grado óptimo de la motivación requerida por el aprendizaje más rápido. En términos más modernos, se recoge en dos postulados separados:

1. Para cualquier tarea hay un nivel óptimo de activación o ansiedad, manifestado en una curva en forma de U invertida que relaciona rendimiento y ansiedad.

2. El nivel óptimo de ansiedad es una función monótona decreciente de la dificultad de la tarea.

El empleo de conductas defensivas en la persona puede interferir en la eficacia de la exposición (ingesta de ansiolíticos, dirigirse a una situación o lugar que le proporcione seguridad, como las cercanías de un hospital, o ponerse cerca de la parada de taxis); sin embargo, no hay que confundirlo con el uso de técnicas de distracción que no interfieren significativamente y, es más, pueden llegar a ser positivas para la propia exposición. Si la persona tiene expectativas positivas antes de la exposición, es mucho más probable la correcta consecución de esta. Las perspectivas de autoeficacia son, a nuestro parecer, clave. Asimismo, la disponibilidad de un acompañante puede ser beneficiosa, según la persona, en un principio; sin embargo, a largo plazo puede no serlo tanto, ya que puede acabar siendo utilizada como conducta defensiva.

A diferencia de la técnica de inundación, en la exposición la persona se enfrenta a la situación problemática poco a poco, graduando la intensidad de la experiencia. Una gradación correcta del estímulo ansioso aumenta la eficacia de la exposición. La persona debe enfrentarse a situaciones en las que la ansiedad no puede ser ni tan excesiva que bloquee el procesamiento de la experiencia, ni tan insignificante que no permita vivenciarla.

CONSIDERACIONES SOBRE LA EXPOSICIÓN EN VIVO

A menudo se ha tachado a la exposición de ser una técnica «poco profunda». Sin embargo, es un prejuicio que sería conveniente de­sechar, porque que algo no implique un sesudo análisis no quiere decir que no pueda resultar una experiencia enormemente transformadora.

Ninguna persona con fobias tiene miedo al metro, ni al autobús, ni al ascensor o a los centros comerciales. Todos esos no son más que escenarios creados por la mente de la persona que padece estas fobias. Cualquiera puede montar en suburbano. Es una actividad bastante fácil: se bajan las escaleras, se saca el billete, se pasa por el torno, se bajan más escaleras, se espera en el andén... Lo difícil es ir al metro con la conciencia extrema de vulnerabilidad que el agorafóbico siente en esa situación. La finalidad de la exposición no es, por lo tanto, que el individuo pierda el miedo a esa situación en concreto; eso sería de locos, aparte de una tarea titánica, casi imposible. No podemos abarcar todo el espectro de situaciones susceptibles de exposición, en muchos casos. Más bien, se fomenta que la persona vivencie una conciencia de autocuidado, generalizando esa percepción en las diferentes situaciones. Por así decirlo, lo que aumenta no es su capacidad para viajar a lo largo de tres o cuatro estaciones de metro, sino la creencia de que es capaz de cuidarse, trasladando la responsabilidad a sí mismo. Al fin y al cabo, lo que una persona con un núcleo fóbico se dice a sí misma es que no es capaz de hacerse cargo de ella. Si no hay nadie más que la cuide, o no existe una situación, o lugar en los que se sienta a salvo, las piernas no la sostendrán, la cordura fallará, el corazón dejará de latir o perderá absolutamente todo control, porque no se considera capaz de salir adelante.

La ansiedad del portero ante el penalti siempre ha sido una de las metáforas más gráficas en una terapia. Si uno juega como delantero, siempre tiene al centrocampista, y este, a su vez, al defensa..., pero ¿quién guarda al portero? Este sabe que la única barrera que existe entre el balón y la portería es él.

Como dijo Fromm en el Arte de amar:

El hombre es vida consciente de sí misma; [...] consciente de su breve lapso de vida, [...] de que nace sin que intervenga su voluntad y ha de morir contra su voluntad; [...] la conciencia de su soledad y su «separatidad», de su desvalidez frente a las fuerzas de la naturaleza y de la sociedad, todo ello hace de su existencia separada y desunida una insoportable prisión. Se volvería loco si no pudiera liberarse de su prisión y extender la mano para unirse a otra, con los demás hombres, con el mundo exterior.

La vivencia de la separatidad provoca angustia. [...] Estar separado significa estar aislado, sin posibilidad alguna para utilizar nuestros poderes humanos. [...] Estar separado significa estar desvalido, incapaz de aferrar al mundo —las cosas y las personas— activamente; significa que el mundo puede invadirme sin que pueda reaccionar.

Esta experiencia se produce de forma invasiva y traumática, sin que a uno le dé tiempo a hacer la digestión. La experiencia es tan pavorosa que parece que se hubiera producido un atentado en mi interior que me ha dejado vulnerable y desnudo. Y, lo que es peor, con la conciencia de mi desnudez y mi fragilidad.

Se enseña en terapia que la fragilidad no es el final del camino, solo es una cara de la moneda. Se vuelve a experimentar esa fragilidad para volver a reinterpretarla y colocarla en su sitio. La persona nunca olvidará esa sensación, no puede volver a ser la de antes, como muchas personas desean en la consulta. Y no puede porque ahora ha tomado conciencia de algo que antes no conocía en su totalidad, y eso no se puede borrar. El único camino que queda es el de aceptarla y encajarla. Reinterpretarla. La fragilidad sigue ahí, lo que ocurre es que uno aprende a no rechazarla, a no temerla como la teme, a tomarla como una parte de su vida, pero para eso debe recorrer un camino que no se antoja fácil. Cuando se comprende la realidad, esta no se teme, porque dejamos de intercalar las fantasías entre la realidad y mi experiencia. Lo que es, es. Así, por lo tanto, la exposición en vivo es una técnica que lleva una carga más profunda de lo que en un principio pueda parecer. Lleva la verdad incontestable de mi experiencia, impide la elucubración mental, me acerca a la realidad y me baja del mundo de las ensoñaciones y fantasías en el que me quedo cuando evito.

La exposición por imaginación (implosión)

La implosión es una técnica en la cual los estímulos que provocan ansiedad son presentados de forma imaginada al paciente, de tal forma que la persona experimenta una ansiedad intensa sin peligro objetivo, hasta que esta disminuye. La investigación en realidad virtual proporciona interesantes perspectivas a la exposición por imaginación. Aun así, no se han obtenido resultados tan satisfactorios como en la exposición en vivo.

Se suele plantear esta técnica como complementaria a la exposición real, y es especialmente útil en algunas ocasiones:

• Hay exposiciones que resultan muy difíciles de graduar, como por ejemplo planear un viaje en avión. Esta técnica puede ayudar a superar este tipo de exposiciones.

• Hay personas que al principio se encuentran extremadamente reacias a la exposición en vivo, por lo que es una buena forma de empezar.

Ya hemos hablado de la ansiedad anticipatoria, y sabemos cómo funciona. Debido a la anticipación imaginada de la situación, la persona se va poniendo más y más nerviosa hasta que ha generado un ataque de ansiedad incluso antes de exponerse a la situación. Vamos a ver cómo se puede plantear dicha exposición. Primero hay que trabajar con nuestra forma de visualizar, y aprender a realizarlo de una manera efectiva. Según Ricardo de la Vega Marcos, psicólogo del deporte, son cuatro los aspectos clave para conseguir resultados óptimos:

El tiempo. Los estudios experimentales muestran como el tiempo dedicado a la imaginación está relacionado de manera evidente y constatable con una adecuada o inadecuada capacidad para visualizar. Es decir, cuanto más tiempo se dedique a esta práctica, mejor serán los resultados a la hora de visualizar.

La claridad. Las representaciones mentales propias son una especie de copia (interpretada y adaptada a la percepción del propio sujeto) de la información que se recibe desde el exterior. La capacidad que posea una persona para replicar o representar de forma fiel la situación u objeto que desee trabajar será un buen predictor del dominio que ese jugador posea de esta técnica y, cómo no, le permitirá predecir un mejor o peor rendimiento en esta faceta.

La viveza de las representaciones mentales. Este aspecto es esencial debido a las connotaciones que para cada persona despierta una situación concreta. Es decir, una representación no es, ni mucho menos, tan solo una imagen que tenemos almacenada en la memoria y que nos sirve para desenvolvernos en nuestra sociedad, sino que una representación es mucho más, ya que se le asocia un estado de ánimo y un nivel de activación que se traduce en acercamiento o rechazo, una serie de sonidos y sensaciones que van mucho más allá de las visuales y que ocupan los cinco sentidos que los humanos podemos desarrollar.

El control de las representaciones mentales. Esta variable no hace más que ampliar la perspectiva que señalábamos en el punto anterior porque pone el énfasis en que esas vivencias, imágenes y sonidos que suscitan nuestras representaciones deben controlarse perfectamente para que saquemos el mejor provecho posible.

Una vez que tengamos suficiente habilidad en esta técnica, podremos utilizarla para enseñar a nuestro cerebro a no anticipar, y proyectarnos sin ansiedad en esas situaciones, por lo que podremos enfrentarnos a ellas con la ansiedad anticipatoria muy reducida, lo que va a mejorar enormemente nuestro rendimiento.

Imaginemos que queremos montar en avión. Una vez que hayamos aprendido a graduar las imágenes, podemos servirnos de nuestra imaginación para reducir la ansiedad en una gradación como la siguiente:

1. Ir hacia el aeropuerto en coche.

2. Entrar en el aeropuerto con las maletas y buscar en los paneles nuestro avión.

3. Facturar nuestro equipaje y pasar por los controles.

4. Esperar en la sala de embarque.

5. Etcétera.

Y así hasta que consigamos no tener ansiedad anticipatoria en esas situaciones.

Exposición interoceptiva (exposición a las propiocepciones)

Con exposición interoceptiva entendemos el acto de provocarnos las sensaciones temidas para poder acostumbrarnos a ellas, y romper el condicionamiento donde hemos establecido que sentir es sinónimo de catástrofe.

Observemos el modelo que expuso David Barlow en 1988:

Tras el ataque de pánico inicial, muchas personas terminan condicionando su malestar no solamente a la situación, sino a la activación fisiológica que se produjo. Es decir, se tienen miedo a las sensaciones, porque dichas sensaciones son las que predicen que lo vamos a pasar fatal y nos vamos a hallar en un grave peligro.

¿Cómo podemos trabajar este hecho? ¿Cómo perder el miedo a nuestras sensaciones? A base de experimentar sensaciones y de darnos cuenta de que no son peligrosas. Por ejemplo, una de las cosas que primero suelo recomendar a mis pacientes es la posibilidad de practicar algún tipo de ejercicio aeróbico, pues, además de hacerles sentir mejor por la liberación de endorfinas, va a posibilitar que la persona pueda acostumbrarse a las sensaciones de un cuerpo que está en acción, y experimentar de primera mano que son expresiones naturales del cuerpo, y no la antesala del terror.

Por otro lado, existen una serie de ejercicios que nos pueden ayudar en este propósito, dependiendo de cuáles sean las sensaciones que más podamos temer. Vamos a provocar los estímulos internos de forma voluntaria a través de diferentes actividades:

• Taquicardia: correr en el sitio o subir y bajar escaleras.

• Sofoco: ponernos mucha ropa (jersey de cuello alto, abrigo, mantas...) y tener un calefactor encendido.

• Sudoración: igual que en el ejercicio anterior, pero después de haber bebido mucha agua.

• Ahogo: respirar por una pajita, hiperventilación forzada.

• Piernas flojas, temblorosas: hacer flexiones de piernas o andar de cuclillas.

• Carraspeo en la garganta: fumar varios puros o tomar muchos kiwis seguidos.

• Mareo: girar sobre uno mismo y permanecer de pie.

• Visión nublada: frotarse los ojos, y mirar fijamente una luz y luego apagarla y encenderla.

• Temblor de manos: sostener una taza de café llena por el borde.

• Sensación de irrealidad: mirar fijamente un espejo a la altura de los ojos durante noventa segundos.

La prevención de respuesta para el TOC o TAG

No solo tenemos que exponernos ante situaciones y entornos nuevos, sino que nuestro propio pensamiento a veces puede ser sujeto de la ansiedad. No es extraño encontrar rincones, imágenes mentales, voces internas que nos producen desasosiego y angustia, por lo que terminamos evitándolos también.

Ya sabemos que el intento de evitar determinados pensamientos suele resultar infructuoso, y nos envuelve en una neblina en la que al final solemos caer en un estado de confusión. En el caso del TOC, se crean rituales, por ejemplo, porque se considera que el malestar generado por una idea que esté rumiando en nuestro interior va a terminar resultando insoportable. El ritual (lavarse las manos, compensar pensamientos para tratar de anular los anteriores, hacer comprobaciones) termina perpetuando el trastorno, porque corrobora la idea de que, si no llega a ser por estas medidas, no hubiésemos podido hacernos cargo de la angustia.

Por lo tanto, una de las técnicas es intentar no eliminar ese pensamiento de nuestra cabeza, y mantenerlo ahí como si se tratase de un ruido, comprobando que al final si no se establece ninguna acción, la rumia dejará de tener el efecto inicial, como hemos observado con los experimentos y ejercicios de defusión cognitiva. Resulta tan difícil como las exposiciones de las que hemos hablado antes, porque dichos pensamientos tienen una atractividad para nuestra atención semejante a las sirenas con cuyo campo embarrancaban los barcos en la Odisea de Homero, pero resulta ser una de las técnicas más eficaces para TAG y TOC.

¿Por qué las exposiciones no parecen servir para algunas personas?

Hacía las exposiciones que me mandaban. Con mucho miedo y con la sensación de no estar avanzando nada. Estaba deseando que se terminara la exposición y, aunque hiciera un día y otro lo mismo, no llegué a sentir que controlaba la situación. Las vivía como una amenaza y se me activaban todos los circuitos. Y, cuando terminaban, lejos de sentirme bien por haberlo conseguido, me sentía fatal por lo que me había costado conseguirlo.

Si no persiguen un objetivo y una ilusión, aparece la resistencia de seguir adelante, seguida de la tristeza. Acabo por pensar que mis salidas no valen de nada y que no lo conseguiré.

Distinguir síntomas de ansiedad de sentimientos comunes (pereza, cansancio, aburrimiento, etc.) no es nada fácil y bastante latoso. Y aun cuando detectamos que es un síntoma, aparece el vértigo y la incertidumbre de saber si lo podremos manejar entonces.

Algunas personas no se apropian de las exposiciones. Ellas no eligen las exposiciones, sino que son una especie de tarea que tienen que presentar como completada una vez a la semana. No le encuentran un sentido a todo ello, ni motivación para seguir haciéndolo, porque no han convertido este ejercicio en algo suyo, sino que ha terminado siendo una tarea de niños buenos o malos. Es como una práctica sadomasoquista que no tiene sentido. Como si les dijeses: «¡Ah, que tienes agorafobia! Pues no te preocupes, todos los días te coges unas tenazas y te arrancas las uñas. Sí, sí, ya sé que duele, pero vas a ver como te curas». Otras personas, en cambio, tocan pared y se van del sitio. Si tocamos pared y huimos, solo habremos entrenado la angustia, y en realidad no habremos aprendido nada. O aun peor, nos servirá de excusa para seguir corroborando nuestras teorías predictivas. Hay gente que se va del sitio con más ansiedad de la que tenía cuando llegó, y con la sensación de que menos mal que se escaparon. Y, luego, lo único que pueden repetirse a sí mismos es que es horrible. Como este lamento que tanto se escucha: «No, si ya sé que hay que exponerse... ¡Pero hay que ver lo mal que se pasa! ¿Por qué se pasa tan mal?».

Hay quienes no saben hacer un buen balance de lo ocurrido. Si consiguen el objetivo que tenían marcado, enseguida se desvalorizan y se dicen que eso lo puede hacer hasta un niño de cuatro años. Aunque, para ser justos, ese niño, además de tener cuatro años, debería tener agorafobia. Por otro lado, si no consiguen el objetivo, se dicen que para qué lo han intentado, pues «¿no ves que lo paso mal y siempre lo pasaré mal?». También pueden pensar que los días buenos van a cualquier parte, pero los malos no, ya que esos días no pueden ni moverse. O sea, que lo que estamos diciendo es que hay días en que la agorafobia es más grande que otros, o etapas en las que se tiene más suerte que otras, así que si ese día me ha tocado la china..., ¿qué voy a hacer yo?

No olvidemos a las personas que siguen un tratamiento para decir que siguen un tratamiento. Así pueden justificarse delante de sus padres o de su pareja, y decir: «¿Qué más quieres que haga, no ves que voy al psicólogo?». No recuerdo qué terapeuta tenía puesto en su puerta: «Con venir aquí no basta».

Por último, es posible que durante la práctica se hayan tomado ansiolíticos para reducir la ansiedad, y también existe la posibilidad de que se haya usado el alcohol como relajante. El uso de ambas sustancias, así como el de cualquier otra droga, elimina la percepción de autoeficacia.