David Lyon: Una de las cosas más impactantes que hizo posible el desarrollo tecnológico del siglo XX es la mayor capacidad para actuar a distancia. Incluso esta conversación que estamos manteniendo sólo es posible gracias a la electrónica. No necesitamos esperar a tener la oportunidad de hacer un viaje intercontinental, o incluso de esperar los diez días que tardaría una carta en cruzar el Atlántico, para compartir opiniones como estamos haciendo ahora. Nos limitamos a escribir nuestros mensajes y enviarlos sin ningún esfuerzo hacia puntos lejanos, esperamos luego unas horas o unos días, y la respuesta aparece en nuestro buzón. Por supuesto, como lo conozco, puedo oír su voz en mi cabeza mientras leo el texto, y como conozco la habitación en la que escribe y soy consciente de los demás asuntos que lo ocupan en este momento, puedo imaginarlo trabajando mientras vuelve a situarse en el marco de nuestro diálogo. Pero ¿cuál es significado de estas cosas hechas en la distancia en el contexto de vigilancia líquida?
Anteriormente hablamos de los drones, esas libélulas mecánicas que llegan y observan allí donde los ojos no pueden ver (sin olvidar sus primos asesinos, cuya función es la de matar, limpiamente, en los lugares donde las fuerzas armadas no pueden, o mejor dicho, prefieren no ir). Usted habló de la «confortable invisibilidad» de esos ojos desde los cielos y de la exención de responsabilidad de sus dueños, que los programan para volar siguiendo un itinerario propio y decidir cuándo toman imágenes. Y nos recordó también el efecto indirecto que tiene este fenómeno sobre los países o los Estados que usan esas tecnologías a distancia, alejándolos también de esos conflictos, y de los crímenes o crisis que supuestamente deben detectar o impedir.
En los años en que usted daba clases en Leeds, yo era un estudiante graduado que lidiaba con las adustas cuestiones que habían surgido durante mis estudios sobre la historia, la literatura y las ideas de la Europa contemporánea. Mi mayor perplejidad concernía, creo, al Holocausto, e incluso visitamos varios lugares —Dachau, Ravensbruck, Mathausen, Auschwitz— para ver las fatídicas vías ferroviarias y los edificios alineados cuyo propósito calculado era precisamente los trabajos forzados, o los experimentos con humanos y su exterminación. Aunque había seguido sus obras desde el final de los años setenta, debo decir que me pareció especialmente profundo y emocionante el libro Modernidad y Holocausto, cuando se publicó en 1989. Marcó un hito.
Empecé a sospechar que los temas que usted abordaba no solamente tenían que ver con la burocracia moderna, sino también con la technique en el sentido que le atribuye Jacques Ellul, y con diversas tecnologías específicas y sistemas tecnológicos que cuestionaban varios aspectos de la entonces novedosa «revolución de la información». Pude discernir en lo que estaba diciendo algunas conexiones con las nuevas y tecnológicamente mejoradas prácticas organizacionales y, en último término, con la evolución hacia una vigilancia más ubicua. La organización meticulosa, la cuidadosa separación entre el burócrata y la «víctima», y la eficiencia mecánica de la operación —apuntada en el prefacio— tienen todavía hoy que ver no con la violencia física, sino con la clasificación de las poblaciones en categorías con tratamientos distintos. El patrón es paralelo, aunque sus efectos —ser clasificado para un tipo de muerte o un tipo de perjuicio social— no pueden ser comparables. Pero en un contexto adiaforizado, el patrón o proceso, valorado en función de su eficiencia, puede tener efectos que van desde la relegación económica a la periferia hasta la extraordinaria entrega a un poder terrorista.
Por todo ello iniciaré esta parte de la conversación con una pregunta más general sobre la elaboración y la mejora de algunos aspectos de la racionalidad burocrática, ya visibles en esas fábricas de la muerte y en los campos de trabajo de los años treinta, en los patrones de organización actuales y, por supuesto, sobre las prácticas de vigilancia. No se trata de ser macabro, alarmista o anacrónico. Y como siempre, los datos concretos, y no sólo las afirmaciones abstractas, son vitales para un análisis completo. Quiero llegar a descubrir los motivos soterrados, las mentalidades que perduran y la consecución, especialmente desde el punto de vista de los conceptos —o más bien de las prácticas— del distanciamiento, la lejanía, y la automatización. ¿En qué medida estas conexiones pueden resultar, en su opinión, constructivas y aclaradoras?
Zygmunt Bauman: Asumo, aunque no lo puedo demostrar (y creo que nadie puede), que a lo largo de los milenios transcurridos desde que Eva tentó a Adán para que probara la fruta del árbol del conocimiento del bien y del mal, las capacidades humanas y la propensión a hacer el bien, así como la inclinación humana y la habilidad para hacer el mal, han seguido siendo básicamente las mismas. Pero las oportunidades y/o las presiones para hacer el bien o el mal han variado, en paralelo a la proximidad de los individuos y la imposición de normas de convivencia. Lo que parecen o han sido descritos como casos en que se liberaron o se dieron rienda suelta a los instintos malignos de los humanos, o, al contrario, se los suprimió o se los contuvo y sofocó, se entienden mejor como productos de una «manipulación de probabilidades» social (y, en general, impuesta por el poder), que incrementa la probabilidad de que se den ciertos tipos de conductas, mientras que disminuye la probabilidad de otras. La manipulación (reorganización, redistribución) de probabilidades es el sentido último de todos los «constructores de orden», y de manera más general de todo lo «estructurante» dentro de un campo amorfo de diversos y caóticos acontecimientos. Y los modelos preponderantes de «orden», al igual que los patrones más dirigidos de «estructura», cambian según el momento histórico, aunque, al contrario de lo que implica la concepción más generalizada del progreso, han cambiado más bien de forma pendular, y en absoluto siguiendo un camino uniforme y coordinado.
Los demonios que habitaron y desgarraron el siglo XX se gestaron en el curso de decididos esfuerzos para completar la tarea fijada en los mismos inicios de la edad contemporánea (una tarea que definió ese mismo comienzo, al elegir el modo de vida llamado «moderno», que básicamente implica un estado de «modernización» compulsiva, obsesiva y adictiva). La tarea dispuesta para cada fase o momento de modernización, si bien no resultaba fácil atisbar cuál era su fin (en el caso de que alcanzar ese fin sea factible), se centró en imponer un diseño transparente y manejable sobre un caos sin reglas ni control: todo ello para llevar al mundo de los humanos, hasta entonces ofensivamente opaco, sorprendentemente imprevisible e irritantemente desobediente e ignorante de los deseos y objetivos humanos, hacia el orden: un orden completo, inconstestable e incuestionable. Un orden bajo la inquebrantable regla de la Razón.
Esta Razón, que tiene su origen en la Casa de Salomón de La nueva Atlántida de Francis Bacon, pasó sus años de aprendizaje en el panóptico de Jeremy Bentham, y justo en los inicios de nuestra época se estableció en los innumerables edificios fabriles habitados por los fantasmas de las medidas de tiempo y de movimiento de Frederick Winslow Taylor, por el espectro de la cadena de montaje de Henry Ford, y por el fantasma de la idea de Le Corbusier del hogar como una «máquina para vivir». Esta Razón asume que la variedad y divergencia de las intenciones y las preferencias humanas son temporalmente irritantes, abocadas a ser expulsadas del camino de la construcción del orden mediante una hábil manipulación de las posibilidades de comportamiento a través de una organización de patrones externos y la transformación en impotentes e irrelevantes de todos los elementos que se resistan a esta manipulación. La visión de la vigilancia universal de Jeremy Bentham se acabó elevando con Michel Foucault y sus innumerables discípulos y seguidores al rango de patrón universal de poder y dominación, y en último término de orden social.
Un orden de este tipo significa, en definitiva, la ausencia de todo lo «innecesario» —en otras palabras, de lo inútil o indeseable— o cualquier cosa que cause infelicidad o que sea confuso y/o molesto, porque supone un obstáculo al control incuestionado de la condición humana. Significa, de hecho, convertir lo permitido en obligatorio, y eliminar el resto. La convicción de que tamaño logro es posible, factible, imaginable y está al alcance de los hombres, junto al irresistible apremio de actuar de acuerdo con esta convicción, fue, y sigue siendo, el atributo que define la modernidad, y alcanza su cumbre en el inicio del siglo XX. La «era contemporánea clásica», que fue desafiada brutalmente y vio minada su confianza en sí misma por el estallido de la Gran Guerra, que a su vez la llevaría a medio siglo de agonía, constituyó un viaje hacia la perfección, para alcanzar un estado en el que el impulso por hacer las cosas mejor se paralizó, pues cualquier interferencia nueva con el mundo de los hombres sólo podía empeorarlo. Por la misma razón, la era contemporánea fue también una era de destrucción. La búsqueda de la perfección llevó a erradicar, destruir y deshacerse de numerosos seres que no podían ser integrados en un esquema perfecto del mundo. La destrucción fue la verdadera sustancia de la creación: la destrucción de las imperfecciones fue la condición —una condición tanto suficiente como necesaria— para alcanzar la perfección. La historia de la modernidad, y especialmente de su desarrollo en el siglo XX, fue una crónica de la destrucción creativa. Las atrocidades que marcaron el curso de este «siglo corto» (como lo llamó Eric Hobsbawm, estableciendo su verdadero inicio en 1914 y su final real en 1989) nacieron de un sueño de pureza, limpieza y transparencia de la perfección última.
Los intentos de hacer ese sueño realidad son demasiados para citarlos todos. Pero dos destacan sobre los demás, debido a sus desmesuradas ambiciones y a su sorprendente voluntad. Ambos merecen ser considerados entre los más completos y grandiosos intentos de aplicación del sueño de «un orden último»: un tipo de orden sin necesidades y que no permite reordenaciones posteriores. Y en relación con los logros de estos dos intentos se mide el valor de todos los demás intentos, genuinos o putativos, emprendidos, intentados o sospechados. Y es su terca e intransigente voluntad la que sigue habitando nuestra memoria colectiva como el prototipo de todos los intentos siguientes de hacer lo mismo, ya sea de manera mitigada o disfrazada, decidida o tibia. Los dos intentos en cuestión son, por supuesto, el intento nazi y el intento comunista de erradicar de una vez por todas, de forma total y de un plumazo, cualquier elemento o aspecto de la condición humana que implique desorden, que sea opaco o aleatorio, o que se resista a ser controlado.
Los procedimientos de los nazis procedían del corazón de la civilización, la ciencia y el arte europeos, esto es, de tierras que se preciaban de haberse acercado como nunca al sueño del Francis Bacon de «la Casa de Salomón»: un mundo sometido íntegra y definitivamente a la razón, que es a su vez la servidora más leal de los intereses más importantes para los seres humanos: el bienestar y la felicidad. La idea de limpiar el mundo extirpando y quemando sus impurezas, tanto como la convicción de que era posible hacerlo (aplicando la suficiente voluntad y poder a esa tarea), nació en la mente de Hitler mientras paseaba por las calles de Viena, que entonces era la verdadera capital de las ciencias y las artes europeas.
Casi al mismo tiempo, desde la modernidad europea, una idea fraternal se estaba gestando en la mente de las personas que miraban piadosamente, con una mezcla de respeto y de envidia, al otro lado de la porosa frontera, anonadadas por lo que veían: la idea comunista de perseguir, alcanzar y superar la civilización moderna en la carrera por lograr la perfección. La conciencia de la humillación por haberse quedado atrás en esta carrera agravó la urgencia, las prisas, y llevó a la búsqueda de un atajo. Esto implicaba la necesidad de condensar en el espacio de una sola generación lo que al otro lado de la frontera se había tardado en alcanzar tras muchas generaciones. Y esa generación que eligió alcanzar ese mundo feliz tuvo que pagar un alto precio por ello. Ningún sacrificio se consideró excesivo en comparación con las maravillas y la nobleza del punto de destino. Y ningún fragmento de la realidad podía alegar inmunidad o exención alguna conforme a sus méritos pasados, fuera de su mera existencia. Había que ganarse de nuevo el ticket de entrada al mundo de la perfección. Y, por supuesto, no todo el mundo tenía derecho a hacer cola para conseguir esos tickets. Al igual que en cualquier otro modelo de mundo perfecto, el modelo comunista no era completo sin un inventario de todos aquellos a los que se les negaba la entrada.
Después de haber examinado cuidadosamente los archivos de las unidades de investigación y de las oficinas administrativas del Estado nazi, Götz Aly y Susanne Heim insisten en que la «política de modernización» y la «política de destrucción» estuvieron íntimamente conectadas en las estrategias nazis para redibujar el mapa político, étnico y social europeo. Los dirigentes nazis estaban decididos a obligar a Europa, después de su conquista militar, a adoptar unas «nuevas estructuras políticas, económicas y sociales, tan pronto como fuera posible».55 Esta intención implicaba, por supuesto, que no se iban a tener en cuenta algunos accidentes históricos como la situación geográfica de grupos étnicos y el equilibrio resultante entre los recursos naturales y la mano de obra; la esencia del poder está, en definitiva, en la capacidad de ignorar estos caprichos del destino. En un mundo construido con orden, no había espacio para muchos de los restos de un pasado fortuito que podía ser inapropiado o causar daños al nuevo orden establecido. Algunas poblaciones podían ser deportadas hacia otros lugares, donde sus capacidades podrían aprovecharse mejor o emplearse en otras tareas.
Fue su naturaleza extrema, su radicalismo brutal y desinhibido, su determinación de superar todos los obstáculos, lo que ha hecho que los campos de concentración y del Gulag, de Auschwitz y Kolyma, y, vistos en su conjunto, los períodos nazi y comunista asociados a ellos, hayan sido considerados, de forma amplia aunque errónea, como una rebelión contra la «civilización moderna», antes que como un movimiento totalmente leal a los preceptos esenciales de ésta. Así pues, se llevó entonces hasta sus últimas consecuencias la pasión por la construcción del orden, que sin ellos no hubiera cumplido con todo su potencial y no hubiera adquirido una fuerza y un dominio de la naturaleza y de la historia que permitiera cumplir los sueños y las ambiciones del espíritu moderno. Nazis y comunistas sólo hicieron lo que otros deseaban hacer, pero que eran demasiado tímidos, o demasiado blandos, o faltos de determinación, para hacerlo realidad...
Y lo que seguimos haciendo, aunque de manera menos espectacular y con ello menos repugnante, y aunque se trate de un compromiso más diluido y atenuado, lo hacemos, como ha observado acertadamente, siguiendo fielmente el precepto del «distanciamiento, alejamiento y automatización». Ahora lo hacemos, en otras palabras, al estilo de la alta tecnología, después de superar, rechazar y dejar atrás los métodos de la industria textil, que utilizaban la moral para conseguir que la población hiciera lo que hubiera preferido no hacer, usando débiles e inseguros ojos humanos para la vigilancia, lavando cerebros para disciplinar y policías para hacerlo durar. Además de la eliminación de los individuos y las categorías defectuosos (unwerte), cuando los economistas, los agrónomos o los planificadores de espacios públicos se sintieron obligados a «sanear la estructura social» de las tierras conquistadas.
La calidad racial de los hombres, según los ingenieros sociales nazis, sólo se podía mejorar con la aniquilación o al menos la castración de los unwerte Leben, los pueblos defectuosos.56
D. L.: Sí, la modernidad, por lo que parece, tiene mucho de lo que debe responder. Pero ¿no deberíamos decir más bien que la modernidad revela algunas de sus caras más profundamente repugnantes en relación con lo que yo decía respecto de que las ambiciones técnicas son capaces de silenciar la voz de la conciencia y de la compasión? Quizá lo más terrible sea que, a pesar de la angustia que causó el Holocausto, no parece que hayamos aprendido de ello. Los legítimos lamentos y condenas de algunos regímenes casi parecen superficiales comparados con la voluntad de desligar la técnica de sus consecuencias. La idolatría que profesamos a su lógica y que no nos deja ver sus límites hace que estos efectos distanciadores sean aún más perversos y perniciosos en la «edad de la información».
Z. B.: Hans Jonas, uno de los filósofos más grandes de la ética del siglo XX, fue seguramente el primero en llamar nuestra atención, y con una crudeza que no dejaba lugar para la imaginación, sobre las horribles consecuencias de la victoria contemporánea de la tecnología sobre la ética. Poseemos una tecnología, decía (por cierto, lo dijo mucho antes de que existieran las ideas, por no decir la tecnología, de los misiles inteligentes o de los drones), con la que podemos actuar desde distancias tan grandes (tanto en el tiempo como en el espacio) que no pueden ser abarcadas por nuestra imaginación ética, que durante siglos se ha reducido a los estrechos espacios de «lo que está a la vista» y «lo que se puede alcanzar». Y Ellul, al que seguramente recuerda, ensombreció la esperanza de construir un puente sobre el abismo entre la tecnología y la ética porque entendía que la «instrumentalidad» de nuestra racionalidad se ha invertido desde la época de Max Weber: ya no nos ayuda a ajustar los medios a los fines, sino que nos permite unos fines que podemos alcanzar en función de la disponibilidad de los medios.
Ya no desarrollamos técnicas «para» hacer lo que queremos hacer, sino que seleccionamos cosas para hacer sólo porque existe la tecnología para hacerlas (o, más bien, porque se ha puesto de manifiesto; porque ha sido descubierta accidentalmente, casualmente). Y cuanto mayor es la distancia a la que la tecnología nos permite hacer que aparezcan o desaparezcan cosas, menor es la posibilidad de que las nuevas posibilidades planteadas por la tecnología sean ignoradas, y menos que no se desarrollen porque sus consecuencias potenciales o sus efectos colaterales pueden chocar con algunas consideraciones (incluidas las morales) que resultan irrelevantes para el objetivo planteado. En otras palabras, el efecto más importante del progreso de la tecnología del «distanciamiento, la teledirección y la automatización» es la progresiva y quizá imparable liberación de nuestras acciones de sus limitaciones morales. Cuando el principio de «si podemos hacerlo, lo haremos» dirige nuestra acción, llegamos a un punto en el que la responsabilidad moral de las acciones humanas y sus efectos inhumanos no puede ser establecida por la autoridad ni reclamada en la práctica.
Durante la Segunda Guerra Mundial, George Orwell dijo: «Mientras escribo, seres humanos altamente civilizados vuelan por encima de mi cabeza, e intentan matarme. No sienten animosidad contra mí como individuo, ni yo contra ellos. Sólo están “cumpliendo su deber”, como se dice». Unos años más tarde, buscando a través del vasto cementerio llamado Europa el tipo de seres humanos que habían sido capaces de hacer aquello a otros seres humanos, Hannah Arendt puso al descubierto la costumbre de recurrir a disolver la propia responsabilidad dentro del cuerpo administrativo. Arendt denominó a las consecuencias de este «recurso» la «responsabilidad de nadie». Más de medio siglo después, podemos decir prácticamente lo mismo de la situación actual de las artes de matar.
¿Existe, pues, cierta continuidad? Sin duda hay una continuidad, aunque ésta se da junto a varias discontinuidades... La mayor novedad está en que se ha borrado la diferencia de estatus entre medios y fines. O más bien, hubo una guerra, y la ganaron las hachas a los verdugos. Hoy son las hachas las que seleccionan los fines: es decir, las cabezas que hay que cortar. Los verdugos no pueden hacer mucho más para evitarlo (tendrían que cambiar la mentalidad de unas hachas que no tienen, o apelar a unos sentimientos que aquéllas tampoco tienen) que aquello que hizo el legendario aprendiz de brujo (esta imagen no es en absoluto excesiva: como escribieron los expertos militares Thom Shanker y Matt Richtel en el New York Times, «después de años en que los militares han priorizado el desarrollo de la tecnología militar, lo que se plantea hoy en día es la manera en que los hombres pueden asimilar esa tecnología sin ser superados por ella». Y como opina el neurocientífico Art Kramer en el mismo artículo, «existe una sobrecarga de información en cada nivel del ejército, desde el general hasta el soldado raso»).57 Todo el ejército, «desde el general hasta el soldado raso», han sido rebajados del estatus del brujo al rango inferior de su aprendiz.
Desde el 11 de septiembre de 2001, la cantidad de «información de inteligencia» reunida por la tecnología punta del Ejército de Estados Unidos se ha incrementado un 1.600 por ciento. No es que los verdugos hayan perdido su conciencia o hayan sido inmunizados contra los escrúpulos morales. Sencillamente no pueden hacer frente al volumen de información que proporcionan los dispositivos que tienen operativos. Esos dispositivos, de hecho, actualmente pueden ser igual de buenos (o malos...) con o sin la ayuda de sus dueños. Aparten a los verdugos de detrás de sus pantallas y apenas notarán su ausencia en relación con la distribución de resultados.
A comienzos del siglo XXI, la tecnología militar ha conseguido superar y con ello «despersonalizar» la responsabilidad hasta un punto inimaginable en tiempos de Orwell o de Arendt. Los misiles «inteligentes» y los «drones» han tomado el control del puesto de mando y de la selección de objetivos que hacían los funcionarios de a pie y los altos cargos de la maquinaria militar. Quiero sugerir que los desarrollos tecnológicos más importantes de los últimos años no se han producido en relación con el poder de destrucción de las armas, sino en el ámbito de la «adiaforización» del asesinato militar (es decir, su salida de la categoría de los actos sujetos a evaluación moral). Como nos avisó Günther Anders después de Nagasaki, pero mucho antes de Vietnam, Afganistán o Irak, «no aprietas los dientes cuando pulsas un botón [...] Una tecla es una tecla». No existe una gran diferencia en el acto de apretar un botón, aunque eso signifique que salga helado de chocolate, que empiece a funcionar la red eléctrica o que se suelten los cuatro jinetes del Apocalipsis. «El gesto que inicie la Apocalipsis no será muy diferente de cualquier otro gesto. Y se realizará, como otros muchos gestos similares, por un operador aburrido que sigue su rutina.»58
«Si algo simboliza la naturaleza satánica de nuestra situación es precisamente la inocencia de ese gesto», concluye Anders: la insignificancia del esfuerzo y del pensamiento necesarios para causar un cataclismo, cualquier cataclismo, incluido un «globocidio»...
Lo que es nuevo es el dron, acertadamente llamado Predator, que ha asumido la función de reunir y procesar información. El equipo electrónico del dron es excelente en el cumplimiento de esta función. Pero ¿qué función? Pues al igual que la función manifiesta del hacha es permitir al verdugo ejecutar a un condenado, la función manifiesta de un dron es permitir al operador localizar el objetivo de una ejecución. Pero el dron que sobresale en esa función e inunda al operador con olas de información que no es capaz de digerir, y mucho menos de procesar rápida y velozmente, «en tiempo real», puede estar desempeñando también otra función, latente y no expresa: exonerar al operador de la culpabilidad moral que podría afectarle cuando estuviera seleccionando a los condenados para una ejecución; y, otra más importante aún, asegurar con antelación al operador que si se produce un error, no será a causa de su inmoralidad. Si muere «gente inocente», se tratará de un error técnico, no de un fallo moral o de un pecado. Y, a juzgar por la regulación vigente, no será en ningún caso un crimen. Como ya apuntaron Shanker y Richtel, «los sensores de los drones han dado lugar a una nueva clase de guerreros conectados que deben filtrar un mar de información. Pero algunas veces se ahogan en ese mar de datos». Pero ¿no está incluida en el diseño del dron la capacidad de bombardear con información las facultades mentales del operador? ¿Y no es la principal función del dron suministrar todo ese caudal de información al operador? Cuando en febrero de 2011, veintitrés invitados a una boda afgana fueron asesinados, los operadores que pulsaron la tecla culparon a las pantallas, que se habían vuelto «borrosas». Se perdían en cuanto las miraban. Había niños entre las víctimas del bombardeo, pero los operadores «no los enfocaron correctamente en medio del remolino de datos», «al igual que un oficinista que pierde un importante e-mail entre una gran cantidad de ellos». Y nadie acusaría a ese oficinista de un fallo moral...
Desencadenar un cataclismo —incluido, como insiste Anders, un «globocidio»— es hoy en día más plausible que cuando Anders hizo sus advertencias. Al operador rutinario y aburrido se le ha añadido su colega y su probable sustituto o sucesor: un tipo con la mirada fija embobada, y con la mente desconcertada ante un «torbellino de datos»...
D. L.: Estoy de acuerdo con usted en general, Zygmunt. Existen continuidades importantes que deben tenerse en cuenta (junto con otras discontinuidades, amplificaciones y disminuciones) en el mundo de lo que se podría llamar «la acción en ausencia». Sin embargo, aunque los ejemplos que da son escalofriantes, me gustaría que nos centráramos un poco más en las continuidades de carácter no militar, las que no implican matar directamente. En algunos contextos de vigilancia el objetivo es producir muertes o resultados peligrosos, pero en la mayor parte de los casos esto no ocurre. Sin embargo, la adiaforización a la que se refiere puede manifestarse claramente aun en el caso de que la falta de responsabilidad moral sea distinta.
Permítame referirme de nuevo a algunos de sus propios comentarios sobre la vigilancia, esta vez en el contexto de la globalización. Alguien podría objetar o criticar sus distinciones entre «globales y locales» o entre «turistas y vagabundos», pero la observación que hizo en su texto de 1998, Globalización, sigue vigente. Esa observación era que las bases de datos son un medio fundamental de cribar o filtrar a los indeseables de los deseados, a los emigrantes deseables de los indeseables. Estas bases de datos permiten «hacer cosas a distancia» (o acción in absentia) en no menor medida que en los casos que comentó antes de manera tan vívida. Por mi parte, en mi trabajo también llamé la atención sobre el hecho de que cuando se trata de población migrante, las fronteras están en todas partes.59
Y con esto quiero decir varias cosas, pero especialmente dos. Por un lado, la frontera como línea geográfica tiene aún menos sentido cuando se concibe como una especie de expresión física de un registro. Aunque la parafernalia de los puntos de control y las oficinas de inmigración y aduanas puede estar en las propias fronteras físicas, la utilización de bases de datos remotas y de redes de telecomunicaciones significa que el control crucial —y efectivo— ocurre extraterritorialmente, o al menos en muchos lugares cuya existencia es inmaterial (casi en los dos sentidos). Pero otro significado derivado de que la frontera se encuentre en todas partes es que no importa dónde se encuentra el emigrante «indeseable». Puede ser detenido en cualquier lugar. A propósito de esto, me enteré esta semana de que en el Reino Unido algunos agentes de inmigración controlaban a las personas en la red de transportes públicos, concretamente en las estaciones de autobús, haciendo una interpretación bastante flexible de las reglas que supuestamente aplican.60
Lo que quiero decir es que ese fenómeno del que hablan Jonas, Levinas y otros de hacer cosas a distancia se ha expandido hoy en día de manera masiva. Esta capacidad de acción remota que permiten las infraestructuras de la información y el software de selección influye también en la toma de decisiones militares que tiene importantes consecuencias para las vidas y las oportunidades de muchas poblaciones. En este contexto ¿se puede introducir una crítica de la adiaforización? ¿Le parece que vale la pena abordar estas cuestiones?
Z. B.: Cada ejemplo de vigilancia sirve al mismo propósito: señalar los objetivos, el lugar donde se encuentran y/o centrarse en esos objetivos. Cualquier diferenciación funcional surge de esta base común.
Por supuesto, tiene usted razón al observar que centrarse en la «orden de matar» limita en exceso nuestro tema; aunque supongo y sospecho que el I+D vinculado y financiado por los militares orientado a la «ejecución a distancia» constituye la «vanguardia» del ejército de vigilancia, y aporta la mayor parte de las innovaciones tecnológicas que más tarde se adaptan a las necesidades de otras, paramilitares éstas, variedades securitarias de vigilancia, así como para simples usos comerciales y publicitarios. Pienso también que las aplicaciones militares pioneras establecen los estándares técnicos para el contenido del aparato de vigilancia, así como el marco cognitivo y pragmático de su desarrollo. Por último, también pienso que esto es más verdad en la era del banóptico que en cualquier otro tiempo.
Y sí, tiene usted razón de nuevo al decir que los instrumentos de vigilancia instalados en las entradas de las tiendas y las urbanizaciones cerradas no están equipados con un «brazo ejecutor» diseñado para aniquilar los objetivos señalados o determinados, sino que su objetivo, en todo caso, es la incapacitación de los objetivos y su evacuación «hacia el exterior». Se puede decir lo mismo de la vigilancia que se utiliza para escoger entre los posibles clientes a aquellos que no pueden pagar, o en las herramientas de vigilancia utilizadas para separar a los clientes sin blanca de los clientes prometedores de entre las multitudes que circulan por los centros comerciales. Ninguna de estas dos variantes de la vigilancia contemporánea tiene por objetivo causar la muerte física; pero lo que se desprende de ella es una suerte de muerte (la muerte de todo lo que importa). No se trata de una muerte corporal, pues ésta no se produce y (en principio) es revocable: se trata de una muerte social, que deja abierta, por decirlo así, la posibilidad de una resurrección social (una rehabilitación, una restauración de derechos). La exclusión social, la razón de ser del banóptico, es en esencia análoga a un veredicto de muerte social, aunque en la gran mayoría de los casos la sentencia implica la suspensión de la ejecución.
Y está absolutamente en lo cierto cuando observa que las capacidades de la tecnología de vigilancia a distancia (en otras palabras, hacer el ámbito de vigilancia total y verdaderamente extraterritorial, libre de los límites y las obligaciones impuestas por las distancias geográficas) se despliegan con un celo excepcional en los controles de la inmigración, que en su mayor parte es un proceso global. Suscribo cada palabra de su análisis. Estados Unidos trasladó a sus agentes de inmigración de las puertas de desembarque de los aeropuertos al punto de embarque. Sin embargo, parece una solución primitiva, propia de una industria artesanal, comparada con los métodos cada vez más frecuentes de los gobiernos de los países destinatarios de inmigración para «cortarla de raíz», que consisten en situar el aparato de vigilancia en los puntos de partida de la migración en vez de situarlo en sus supuestos y temidos destinos, para descubrir, arrestar e inmovilizar a los sospechosos lejos de sus propias fronteras, y chantajear o sobornar a los gobiernos de los países exportadores de emigrantes a fin de que su policía se encargue de las tareas de «prevención del crimen» o de «encarcelamiento e incapacitación de los sospechosos».
Debo decir que lo que esto significa no es tanto despojar a la distancia física de su importancia y anular su potencial capacidad para plantear resistencias y bloqueos, sino más bien la manipulación de las distancias. La distancia entre los puntos de partida de los emigrantes y los puntos de llegada ha ampliado su «ámbito específico» (los emigrantes se ponen en la categoría de «sospechosos de actos delictivos» muy lejos del lugar donde pueden infringir la ley y se los rebautiza como «delincuentes»), mientras que la distancia física que separa las torres de observación de sus objetivos de vigilancia se reduce drásticamente a cero mediante las herramientas electrónicas de las comunicaciones en tiempo real.
Un beneficio colateral de los vigilantes —un plus cuyo atractivo no podemos subestimar, y que es una tentación difícil de resistir— es la posibilidad de «ocultar» o «borrar» los odiosos y condenables efectos de esta manipulación, junto con la posibilidad de que fracase. Es decir, el alejamiento contrafactual, geográfico y legal de los sitios donde se lleva a cabo el «trabajo sucio» de la ejecución respecto de las oficinas donde se reúne la información y se da la orden. En otras palabras, como diría Hannah Arendt, se «diluye» la responsabilidad. Es un recurso que usaron los que perpetraron el Holocausto con resultados extraordinarios mucho antes de la llegada de la sofisticada tecnología de vigilancia actual, pero es un recurso que la aparición de esta tecnología ha vuelto mucho más limpio, discreto, menos problemático (para los que dan las órdenes) y más hábil. Como ya sabe, diluir la responsabilidad constituye una de las estrategias más recurridas y eficaces de la adiaforización, es decir, derribar la resistencia moral contra la comisión de actos inmorales en beneficio de únicamente criterios de eficiencia instrumental en la elección de las maneras de proceder.
D. L.: ¿Podría aclarar una cosa, por favor, Zygmunt? Cuando habla de los efectos de la tecnología suena a veces como si éstos fueran negativos siempre y en todo lugar. Las nuevas tecnologías abren una brecha entre los seres humanos y sus responsabilidades morales en relación con los demás, en la misma medida en que lo hizo la burocracia antes. Así pues, los drones ayudan a matar a distancia, al igual que otras máquinas permiten la acción in absentia. Y parece, según los estudios que se han realizado, que solamente una minoría de operadores de drones (por poner un ejemplo) ha sufrido estrés postraumático, aunque los vídeos que examinan son con frecuencia terriblemente detallados.61
Mi pregunta, entonces, es: ¿Tiene que ser así? ¿Existe algo inevitable en los efectos nefastos de la mediación electrónica o esas mismas tecnologías podrían igualmente facilitar las relaciones sociales en un sentido humano y esperanzador? Esta pregunta estaba ya implícitamente presente en el modo en que empecé esta conversación, al observar que sólo había podido iniciar un diálogo intercontinental como éste porque las tecnologías de la información y de la comunicación, a las que llamamos últimamente los nuevos medios, existían.
No estoy, por supuesto, planteando las tecnologías como un tipo de herramienta «neutral» cuya dirección moral sólo se decide en función de su «uso». Cualquier desarrollo tecnológico es sin duda el producto de unas relaciones culturales, sociales y políticas. Todo aquello que llamamos «tecnología» es más bien un componente de las relaciones «tecnosociales» o «sociotécnicas». En este sentido, todos los gadgets y los sistemas expresan tendencias morales; no un comportamiento moral como tal (en mi opinión), pero sí una dirección moral. Si esto es correcto y seguimos el razonamiento, la tecnología puede producir efectos de distanciamiento negativos, pero también puede conseguir, al menos de forma parcial, la superación de las distancias geográficas. Mi placer al hablar por Skype con un hijo que está lejos o con mis nietos es un caso ilustrativo de esta idea.
El teórico de los medios de comunicación Roger Silverstone solía lamentar el hecho de que los dos sentidos —el moral y el geográfico— de la distancia tienden a confundirse cuando hablamos de tecnología. Silverstone habla de «distancia apropiada», con lo que se refiere a una distancia «distintiva, correcta y moral, y socialmente apropiada», y propone que se aplique este término de manera crítica.62 ¿Cuál es la distancia adecuada para internet o para las relaciones de vigilancia? Tener medios para comunicarse a distancia supone buscar una conexión, o incluso alguna comunicación, pero las dimensiones sociales y espaciales no se pueden obviar. La distancia también es una categoría moral y para superarla se necesita proximidad y no solamente tecnología. Por supuesto, esto es parecido a lo que usted apuntó en alguna de sus obras, por ejemplo en Postmodern Ethics (1993), de que la proximidad es el reino de la intimidad y de la moralidad, y la distancia lo es de la alienación y de la ley.
Para usted, creo, la modernidad rechaza lo íntimo y lo moral, y este rechazo se nos impone con frecuencia mediante la ley y la actividad estatal, y también, añadiría, con la vigilancia en particular. La proximidad y las distancias cortas requieren una responsabilidad, que a menudo nos niegan la modernidad y la tecnología. Pero la corta distancia de Silverstone tiene matices. Para él, la tecnología no lo determina todo; impone restricciones pero también puede hacer posibles otras cosas. En el flujo y en la fluidez de las relaciones humanas, una serie de intervenciones discursivas y tecnológicas desestabilizan la corta distancia que se requiere para actuar de forma ética. La distancia debe producirse. Llevo tiempo defendiendo que, por más que la vigilancia se establece por motivos de control —el poder siempre tiene esa implicación—, no está excluida la posibilidad de que haya situaciones en que la vigilancia pueda constituir un medio de cuidado del Otro. La cuestión principal aquí es cómo podemos comportarnos de manera responsable cuando mediamos en la vida de otros.
Así pues, y volviendo a mi pregunta, ¿pueden las tecnologías de vigilancia utilizarse para proteger o están condenadas a ayudar a la derrota de la moral y a la adiaforización?
Z. B.: Podemos considerar la modernidad (que, en último término, es un estado de «modernización» compulsiva, obsesiva y adictiva, o bien un nombre en clave para hacer las cosas mejor de lo que son) como una espada cuyo filo se dirige constantemente contra las realidades presentes. Podemos decir también entonces que la tecnología —como invención, desarrollo y despliegue de técnicas apropiadas para una tarea— es la mayor herramienta, y probablemente la más esencial de la actividad moderna, y se la puede considerar como el atributo definidor de la modernidad. Pero las espadas tienen con frecuencia un doble filo; sirven eficazmente para llevar a cabo una tarea, pero pueden cortar por ambos lados, y las palabras con doble sentido, lógicamente, son herramientas peligrosas. Aparte de sus fines reconocidos, cuya bondad y utilidad se dan por supuestos, pueden dañar objetivos no previstos. La acción debe centrarse en el objetivo marcado para ser eficaz; pero los objetivos están inmersos en bucles de interdependencia, junto con otros muchos objetos que no están en el primer plano.
Así que, junto con los objetivos designados, las acciones tienen inevitablemente consecuencias no anticipadas, efectos dañinos colaterales que nadie quiso ni previó. Ulrich Beck sugirió alguna vez que toda acción comporta riesgos, y que el efecto positivo de una acción y sus efectos colaterales negativos proceden de las mismas causas, y que no existe el uno sin el otro. Al aceptar una acción, aceptamos los riesgos a los que está inevitablemente asociada. Últimamente, el discurso de los «riesgos» tendió a ser desplazado y quizá sustituido por el discurso de «daños colaterales» o «víctimas colaterales». La idea de «colateralidad» sugiere que los efectos positivos asumidos y los supuestamente negativos se dan de manera paralela, y por esta razón cada aplicación consciente y expresa de cualquier técnica nueva produce (al menos en principio) una nueva área de fatalidades que antes no se habían producido. Al inventar y construir la red de ferrocarriles, nuestros antepasados inventaron las catástrofes ferroviarias. La introducción de los viajes aéreos inauguraron unos desastres aéreos totalmente nuevos. La tecnología de la energía atómica/ nos trajo Chernobyl y Fukushima, y el espectro nunca exorcizado de la guerra nuclear. La ingeniería genética ha incrementado de manera espectacular las cantidades de comida disponibles, mientras se sigue hablando de la posibilidad —nunca concretada— de que algún diseñador de especies provoque interacciones imprevistas y desencadene procesos que resulten incontrolables...
Silverstone, creo, habla de ese mismo atributo inseparable del «progreso tecnológico», si bien lo presenta como una suerte de «orden contrario». Creo que él estaría de acuerdo con la crítica de las aplicaciones para la vigilancia, y que también ve unos objetivos inicuos como razón y motor principal del progreso espectacular de la tecnología de la vigilancia. Su «descubrimiento» está en que una tecnología utilizada para incapacitar también puede servir para capacitar en ciertos casos (al igual que las paredes sirven para construir guetos y cárceles, pero también sirven para los que buscan la sensación de solidaridad y de comunidad). Por otra parte, no es ninguna novedad decir que la tecnología es un arma de doble filo, y que puede producir efectos imprevistos y servir a intereses no planificados. Pero, aunque haya habido ejemplos de aplicaciones de técnicas de vigilancia dignas de elogio (seguramente no previstas), sigue siendo cierto que no son esos usos meritorios y correctos los que estimulan y orientan el desarrollo de la tecnología de la vigilancia; como tampoco deciden el valor ético y social de esas tecnologías. Y aunque se multiplicaran las noticias favorables sobre éstas, seguiría existiendo —como nos recuerda Ulrich Beck— un imperativo de «cálculo de riesgos» cuidadoso y concienzudo. Un cálculo de beneficios y pérdidas. ¿Qué pesa más en la balanza, tomando todos los efectos en cuenta: las ganancias sociales o las pérdidas? ¿El avance de la moralidad o la devastación moral? ¿La promoción de la división social y la separación, o el crecimiento de la solidaridad moral? Nadie niega que cuando se agote la producción de energías no renovables, la energía atómica ofrece una solución genuina a la crisis que se perfila. Aun así, después de Fukushima, los gobiernos de los países más poderosos están sopesando seriamente la posibilidad de prohibir totalmente las plantas nucleares...