Box Hill, donde los moteros se juntan un domingo cualquiera. La Box Hill de Leatherhead, en Surrey, joya de los bajíos norteños, coronándolos a apenas 150 metros por encima del nivel del río (que viene siendo el Mole). Un acantilado cubierto por un espeso manto de arbustos y tejos. Tan solo el boj y sus milenarios tejos pueden echar raíces en tan empinados cuestos. Bien podría haber tomado el nombre de cualquiera de ambas plantas, pero los arbustos se antojaban mucho más exóticos.

La madera de boj es la más pesada de la flora europea. No flota. Sus raíces suelen emplearse en la talla de mangos para cuchillos. Es, además, un arbusto venenoso, de toxicidad solo comparable a la del tejo. Únicamente los camellos devoran con insaciable fruición sus hojas, mas no porque sean inmunes al veneno sino porque son rematadamente estúpidos, no saben lo que hacen.

Las hojas del boj tienen forma aovada, son recias y lisas, coriáceas y de color verde oscuro. Lo busqué en el diccionario; suena como un poema al que no puedes desentrañarle el sentido. Por su denso follaje, estos arbustos se utilizan también para trenzar los setos de los laberintos, y pueden arquearse con tutorado para que su frondoso ramaje repose en tierra firme; pues de bien poco sirve un laberinto si al echarte al suelo panza abajo puedes ubicarte y resolver cómo salir reptando.

Desde lo alto se divisan los pastos de los bajíos donde pacen las ovejas y en los que emerge la variopinta flora de sus roquedos calizos. Prados en los que se ocultan no pocas orquídeas para disfrute del ojo más avezado y habituado a distinguirlas. Hermoso lugar en el que, una vez por semana, se dan cita hordas de motociclistas a bordo de sus fastuosas máquinas. Motos que parecen lamentarse sin razón aparente, motos que rugen.

1975, el domingo en que cumplí los dieciocho, fui a echarle un ojo a las motos. La vida en casa rara vez prometía especial diversión, menos aún en esa época, madre deslomándose a diario en el hospital y padre en un estado irreconocible. Me eché al monte porque sabía que algún día, no muy lejano, iba a hacerme con mi propia moto. Porque salivaba contemplando a los moteros. Porque era mi cumpleaños y porque se me antojaba y ya.

En lo que a pilotar mi propia bestia respecta, lo más cerca que había estado hasta entonces de lograr semejante hazaña fue durante el viaje de peregrinación que me regalé desde Isleworth a Lewis Leathers, en Great Portland Street, junto a Oxford Circus, para hacerme con un catálogo. A decir verdad, no muy cerca. Encartado en el interior sobresalía un folleto explicándote cómo tomarte las medidas para confeccionar el atuendo debido: tu propio mono. Mostraba el perfil de una figura humana acompañado de una serie de indicaciones para tomarlas: del hombro a la muñeca, la pernera y demás componentes.

No me parecía a mí que lo del mono fuera a funcionar. Por el formato de la prenda intuí que no se iba a ajustar a mi cuerpo. Una chaqueta de talla estándar, cuando pudiera permitírmela, sería lo más sensato. El mono me abrigaría, sí; aunque lo cierto es que ni siquiera de eso estaba seguro. Si era lo suficientemente grande como para abrochármela por encima del ombligo, las mangas me quedarían demasiado largas y en el interior de las hombreras todo estaría flotando.

 

 

Me caí encima de él. Tropecé y me caí encima, tal cual; así nos conocimos. A propósito de lo cual Ray siempre precisaba: «No cayó presa de mis encantos, sino sobre mis encantos». Y luego se arrancaba ya con los pormenores de la parte que más rubor me causaba y finiquitaba el relato añadiendo: «Le eché un solo vistazo, y supe en ese instante lo que de veras quería de mí».

Lo cierto es que no creo que supiera lo que realmente quería y, de hecho, ni siquiera sé por qué se fijó en mí. Nunca me distinguí por lucir muy buen aspecto ni por exhibir un físico agraciado en exceso. Ray, en cambio, era todo un guaperas, aunque la gente no utilizara esa palabra por aquel entonces. Pero no hubo ardor a primera vista. No me parecía, en 1975, que fuera un tipo tan bien parecido. Yo aún leía revistas para adolescentes, y recuerdo que, en aquel momento, el palabro que gastábamos los chavales, y pululaba por mi mente, no era otro que guaperas.

Me caí encima de él, tal como refirió. Hay un lugar en Box Hill al que llamo la zona esquilada, cerca del mirador, donde la hierba crece bien cuidada y luce muy cortita, y esto sucedió justo al otro lado de la colina, donde los hierbajos brotan más asilvestrados y sin tantas atenciones. Estaba sentado con la espalda apoyada en un árbol, con los ojos cerrados —no le había visto— y los pies cruzados frente a su imponente figura; los mismos pies con los que tropecé. Calzaba un cuarenta y seis.

Estaba echándose una siesta para borrar todo vestigio de la juerga de la noche anterior, con el estómago rebosante de frituras que podía procurarse uno al pie de la colina, donde todo el mundo vestía puro cuero pero nadie lo lucía con su porte. Estaba tan acostumbrado a ser el centro de todas las miradas que ya ni siquiera lo notaba. Hubiera sido típico de la persona que llegué a conocer, sentarse ahí a leer un libro justo al terminar de comer. Historia militar o algo sobre los océanos y sus criaturas. Es la única persona a la que he visto pasar página enfundado en sus guantes de piel sin mayor complicación.

Por el amor de Dios, el tipo era capaz de barajar y repartir sin siquiera quitarse los guantes, tanto si lo hacía para quedarse con el personal como obligado por alguna absurda apuesta perdida con los integrantes de su club de póker. Dúctiles guantes de vestir, no sus guantes de moto, claro. Al descender de su corcel, se desprendía de los rígidos guantes de moto, los doblaba y guardaba en su yelmo, y se sacaba de la chaqueta esos guantes finos. Os apuesto lo que queráis a que esos guantes de piel para vestir se los hacían en Mayfair, a medida, para que pudiera enfundárselos como anillo al dedo hasta acariciar la costura con las yemas de sus dedos.

Y en el entreacto sin guantes, cuando sus manos quedaban al desnudo, echaba mano del izquierdo para sacudirse de un guantazo su poblado flequillo dorado, con brío suficiente como para no retozar en la autocomplacencia. Nada invitaba a tomar por acicalamiento el resuelto despliegue de aquel gesto, ni afectación alguna. Ni lacio en exceso ni en apariencia ingobernable, el corte de su flequillo apenas lucía con la suficiente presteza como para llegar a ser tildado de tupé.

Cuando la gente babeaba al contemplarle, Ray aparentaba no inmutarse, pero tampoco estaba acostumbrado a no ser el foco de atención cuando irrumpía en escena. Al despertarle tras tropezar con él, huelga decir quién se llevó la peor parte en aquel accidentado encontronazo. Perdí el equilibrio y me di un buen trompazo raspándome, para mayor gloria, ambas rodillas. A Ray, en cambio, lo peor que le pasó fue que una de sus botas acabó inadvertidamente rozando la otra. Por su modo de fruncir el ceño, no obstante, semejante descuido parecía una afrenta no menor. Cuando conseguí reincorporarme y alcancé a sacudirme el polvo y pude, por fin, acomodar mis posaderas en el suelo, Ray me echó una miradita, no exenta de cierto desprecio, gruñendo acto seguido: «¿Por qué coño no miras por dónde cojones vas?».

Quizá en mi remembranza de tan amistosa admonición no haya acertado a ubicar «cojones» en el lugar original de la cita. Tal vez me espetara: «¿Por qué cojones no miras por dónde vas?». Se me hace ciertamente difícil recordar con nitidez lo sucedido después de tanto tiempo, pero de una cosa estoy seguro: por algún lugar del reproche asomaron los cojones. No estaba uno acostumbrado a que se le distinguiera con semejantes improperios y debo admitir que me estremecí. Me acojoné, para ser exactos, pero no me di a la fuga. A decir verdad, no es que correr haya sido nunca mi fuerte. Mis piernas tropiezan una con la otra cuando lo intento.

No podía apartar la mirada de su rostro, la verdad sea dicha, pero ¿acaso hubiera podido alguien en mi lugar? Era la viva imagen deslumbrante del catálogo de Lewis Leathers y yo, deduzco, ni siquiera daba el tipo para figurar en el escaparate de la tiendecilla Burton de ropa interior obsoleta, tugurio en el que, pese a probar con toda suerte de fondos y diferentes tipos de iluminación, no conseguían que los transeúntes les obsequiasen siquiera con un displicente barrido visual por la mercancía. Mis pantalones eran tímidamente acampanados —sí, los pantalones acampanados también pueden ser tímidos—, y mi chaqueta marrón de piel tenía unas solapas exageradamente redondeadas cuya cremallera, más de plástico que metálica, descendía justo por en medio, no en esa suerte de ángulo sexi que tienen las cremalleras en las chaquetas de motero. Ray medía metro noventa y cinco y yo apenas alcanzaba lo que creo seguir midiendo ahora, metro sesenta y siete. Me da que, aunque hubiera sido algo más alto, me hubiera encontrado en clara desventaja postrado frente al extraño que fruncía el ceño al fulminarme con la mirada.

Si bien, en palabras del aludido, no era precisamente el ceño lo que llamaba poderosamente mi atención. Aun así, no dejó de sorprenderme lo que a continuación repuso: «Ya te calé. ¿Es esto lo que de veras te interesa?». Su voz cambió, era tanto o más amenazante que al censurar mi actitud, pero gastaba otro registro. Amenazante en el sentido de que parecía, de manera implícita, deslizar alguna proposición. Tan displicente como increpante, añadiría. Ni siquiera caí en la cuenta de que no estaba mirándole a los ojos. No porque me desagradaran en lo más mínimo su cara ni su imponente rostro de facciones cinceladas. Simplemente, no le prestaba atención.

Siempre iba un escalón por delante de mí. A veces, hasta me sacaba la escalinata entera y me observaba por encima del hombro, desde lo alto de la escalera, sin inmutarse, sopesando si me iba a asistir la valentía suficiente para trepar tras sus pasos. Con frecuencia, me daba algún que otro esquinazo para que saliera corriendo tras sus huellas, sin aliento y a trompicones, como temiendo que si lo perdía de vista ya no podría darle caza.

Vestía un mono de una sola pieza. Se llevó la mano al cuello para soltar la tira que protegía la cremallera en lo alto con un botón a presión. La desabrochó y apartó la banda con el dedo. Seguí con atención cada movimiento, pero sin que lo pareciera, mientras abría con parsimonia la cremallera del todo, hasta donde le fue posible.

Si Ray medía metro noventa y cinco, diría que la cremallera, que descendía desde el cuello hasta rebasar el triángulo púbico, rozaría el metro. Una cremallera de poco menos de un metro, más de la mitad de lo que mide un servidor. Hizo un zumbido extraño aunque placentero. Ray tenía un truco para impedir que las cremalleras se atascaran, aunque, por supuesto, por aquel entonces desconocía en qué consistía. Cada semana frotaba las cremalleras de todas sus prendas de piel con el tocón de una vela. El aceite no surte el mismo efecto en las cremalleras, tiene que ser cera porque el aceite se evapora y la cera aguanta mucho más tiempo. La fricción que se produce a lo largo del recorrido, al unir o separar los dientes de la cremallera, licua la cera impregnándola con una capa lubrificante. Las cremalleras de Ray siempre ronroneaban, tanto al abrirlas como al cerrarlas, manteniendo una presión absolutamente uniforme del uno al otro confín.

Cuando el cuerpo de la cremallera dejó a la vista la clavícula, pensé que se detendría en ese punto y me mostraría algún amuleto, pero no lograba imaginar qué: un crucifijo, tal vez un camafeo con un retrato de su mujer. Al aproximarse a su ombligo, surcando esa capa de cera invisible, pensé que iba a blandir una navaja, y que tan solo podría ofrecerme en el altar sin oponer resistencia para que me descuartizara a su antojo. Cuando pudo, por fin, desprenderse de buena parte del ropaje, la galopante cremallera dejó al descubierto dos manchas con marcas de sudor, una sobre el esternón y otra por debajo del ombligo.

Yo también estaba empezando a sudar, por temor y también por el calor que hacía, pero mi sudor no era más que una vulgar secreción de puro desecho. El suyo, en cambio, le confería una lubricidad que no empañaba su belleza. Puro elixir.

Al alcanzar la cremallera el final del recorrido, debo admitir que poco más quedaba ya por exhibir que lo que me sirvió en bandeja: su polla y su pelotamen. Buscó para sus adentros y rescató de la oscuridad sus pelotas con suma delicadeza, disponiéndolas como frutas exóticas en un bodegón, cual escultural efebo acodado en el alféizar de la ventana. Creí adivinar que me invitaba a contemplar el descomunal volumen de su alforja escrotal, y el blando reposo que ofrecía esta a un rabo que apenas empezaba, no sin cierta incomodidad, a levantar cabeza sin tomarse aún la molestia de erguirse. Zanganeando y aguardando indolente pero al acecho, por si un pasatiempo digno del esfuerzo requerido para tal fin tocaba a rebato.

Pronto reparé en el hecho de que el mono de Ray poco se parecía a los que había visto en el catálogo de Lewis Leathers. En estos el recorrido de la cremallera era discretamente más breve, a diferencia de la que lucía Ray y que alcanzaba el umbral de su paquete, a fin de poder presentar sus credenciales a quien se le antojara sin más preámbulos. Así fue cómo aprendí una de las primeras lecciones en aquel primer encuentro: hay muchos otros lugares donde puede uno hacerse con prendas para motoristas sin tener que ir hasta Lewis Leathers en Great Portland Street, junto a Oxford Circus.

Si hubiera prestado más atención me hubiera percatado de algo más: el mono de Ray tenía doble cremallera, lo cual le permitía sacar a la luz del día sus partes abriendo la cremallera que arrancaba en los bajos y no desde lo alto. Ocurrente solución de diseño inspirada en la ropa de esquí y concebida para alivio y disfrute de quienes tienen que orinar en condiciones extremas, exhibiendo tan poca carne como sea posible a la tormenta para evitar la congelación.

No reparé en el hecho, mientras me acurrucaba hambriento frente a Ray, de que aquel numerito al desnudarse podía bien tratarse de su acostumbrado ritual para prender el flirteo. La ausencia de ropa interior presagiaba no solo gran destreza, sino la clase de destreza que acaba envenenando sin ambages. No solo destreza sino oficio.

Me quedé impertérrito, como si verdaderamente me hallara en medio de una gran tormenta de nieve sin ropaje de montañero. No podía moverme. Oía sobresaltado mi agitada respiración, el rumor lejano de la actividad rural en los alrededores y el aún más distante rugido de las motos. Sabía ya qué se esperaba de mí, y sabía también qué es lo que yo deseaba hacer, pero permanecía petrificado. No podía acometer la faena, no sin un poco de ayuda.

Ray se apiadó de mí. Empuñó su verga con una mano, en lo que pareció una maniobra para poner de relieve sus pelotas con mayor prominencia. Al chasquido obrado por los dedos de la otra siguió una sola reverencia cuyo fin no era otro que apuntar al epicentro de la acometida. El chasquido fue amortiguado —sin perder, por ello, un solo ápice de autoridad— por los guantes que aún llevaba.

Me lo estaba poniendo fácil, mostrándome cómo abordar el palo mayor de tal suerte que hasta el más inexperto grumete no pudiera errar al soplar el silbato. Tras permitirme reparar, de nuevo, en el pelotón, inclinó la polla al frente y marcó de nuevo el compás con decidido chasquido; chasquido cuyo eco pareció resonar en un espacio que no era el que nos circundaba, sino dentro de mi cabeza. Sentí como si hubiera hecho estallar los dedos en lo más profundo de mis pensamientos, causándome un trastorno en la sesera parecido al que produce un brusco cambio de humor en la gente que acostumbra a sufrirlos.

Me obsequiaba con su infinita paciencia. Cada vez que me atragantaba, me permitía recuperar el aliento acariciándome el cogote con la mano enguantada, para, acto seguido, retomar la embestida. Si hubiera consumido algo de pornografía en mis años mozos quizá hubiera caído en la cuenta de que lo que creía que estaba sucediéndome solía tan solo darse entre los sufridos logopedas del gremio. Pero no me había decantado por este tipo de lecturas, por lo que colegí que lo que me estaba sucediendo era lo que había y punto pelota.

Ni siquiera pensé en la posibilidad de que alguien pudiera sorprendernos en plena faena en el interior de su andrajoso dormitorio. Tal vez a Ray tampoco le preocupara demasiado y fuera más bien descuidado, al entregarse por completo a cuanto le ofrecían sus sentidos en aquel instante, mordiéndose el labio y dejándose llevar, mas procurando no gemir. No se me malinterprete, no estoy tratando de colar aquí autoalabanza alguna. El placer no le hacía gemir. En muy contadas ocasiones, en eso creo no faltar a la verdad, estalló un ronco rugido de sus entrañas, pero eso no es exactamente lo mismo.

El Ray al que llegaría a conocer advertiría, sin mayor dificultad, la presencia de alguien en sus inmediaciones, sin importar cuán absorto anduviera en tan noble empeño. Era capaz de mantener los ojos cerrados hasta que un incauto transeúnte se acercaba demasiado cerca como para albergar duda alguna sobre lo que allí se estaba haciendo, luego los abría y dejaba que esos deslumbrantes ojos azules hicieran su trabajo mientras le espetaba: «¿Le importa? ¿No ve que estamos ocupados?»; para murmurar, con algo más de sigilo, a continuación: «Qué pocos modales tienen algunos».

Cuando se apartó de mí y comenzó a recomponer sus atributos, posó el pulgar tras el cabezal de la cremallera a fin de no esquilar, en plena ascensión, muestra alguna de vello púbico ni tampoco del de sus hercúleos pectorales. No había prisa en sus movimientos, pero sí llevó su tiempo conseguir que luego se apresurara. Tal vez había oído a alguien acercarse y quería ahorrarme la incomodidad del encontronazo con la siguiente visita, cosa que a él parecía traérsela al pairo. Es más, diríase que casi parecía desear provocarlo, a fin de dejar bien claro la ridícula importancia que para él tenían esas cosas.

No sabía a qué atribuir semejante parsimonia. Me preguntaba si su inopinada calma podía revelar que había superado alguna clase de prueba o si, por el contrario, había fracasado estrepitosamente. Ignoraba también si se antojaría muy grosero expurgar cualquier vestigio de pelopolla que siguiera aferrándose a mi lengua. Lo cierto es que apenas había alcanzado a reincorporarme desde que tropecé con Ray por vez primera, y aunque podía soportar el dolor en las rodillas, no estaba seguro de poder dar con la fuerza necesaria para que mis piernas me sacaran de allí. Presa de cierto aturdimiento, indudablemente por lo que había hecho, mas también por el sujeto beneficiario de mis atenciones, no acertaba a ocultar cuán pazguato me sentía. Puede que nunca hubiera abandonado tan sumisa postura de no ser por su intervención final, agarrándome por las axilas y propulsándome con un buen empujón hasta que recobré el gobierno de mis piernas. Me sorprendió la facilidad con la que me puso en pie, pues nunca he sido precisamente un peso pluma. Desconocía aún cuál era su estado de forma ni cuánta fuerza le asistía, pese a las apariencias que invitaban a presuponer que no le hacía muchos ascos ni a la lucha libre ni a las artes marciales.

«Soy Ray», dijo, apoyando sus manos sobre mis hombros, y a punto estuve de balbucear «Colin». Era tanto más alto que yo que sentí como si hubiera estado contemplándole con la misma torsión en las cervicales desde el momento en que lo vi, incluso cuando estaba conectado a él embocando ese altivo cetro de carne. Incluso entonces, al tratar de darle placer, en esa maraña de irreprimibles querencias, mis ojos buscaban desesperadamente, más allá de la oscuridad púbica, cruzarse con su mirada allí en lo alto.

Todavía era yo algo enclenque, pero él lucía una constitución atlética tan robusta que, incluso con las manos apoyadas en mis hombros, parecía empujarme hacia el suelo una vez más. Mis rodillas cedieron de nuevo y hubo que echar mano de una ridícula repetición de la maniobra anterior: sus manos sujetándome al instante por las axilas para darme apoyo. Arriba, abajo. No era dueño de mis actos.

Por primera vez estuvo a punto de esbozar una sonrisa, aunque fuera poco más que una suerte de sonrisa sombría, y me preguntó con un movimiento de cabeza: «¿Qué voy a hacer contigo?».

Sé que hay preguntas que no precisan respuesta, pero no podía permitir que aquella fuese una de ellas. «Lo que gustes.» No estaba seguro de haber logrado decirlo en voz alta, así que lo recalqué de nuevo, por si la primera vez tan solo alcancé a verbalizarlo para mis adentros; esta era mi oportunidad y necesitaba que él me escuchara con meridiana claridad. «Lo que se te antoje.»

Acto seguido, masculló: «¿Hay alguien a quien necesites llamar?». Le faltó tiempo para concederme una de esas pausas cargadas de significado, esos silencios que acostumbran a intercambiar los protagonistas de las telenovelas, para dejar constancia de la trascendencia del momento. Salió directamente con esas, sin el más leve atisbo de duda. Todavía no entiendo cómo alguien podía ser tan resueltamente claro y directo. Ray lo decidió allí, sin más.

La verdad es que no pillé de qué iba el rollo. «¿Para qué?» No me estaba haciendo el interesante para nada. Ni siquiera habría sabido cómo hacerlo. Tan solo estaba siendo corto de entendederas, como siempre.

«Para decir que no irás adonde sea que debas estar.» Al poco me di cuenta de que tenía otra chupa de cuero, además del mono. Estaba enrollada al pie del árbol, como una especie de cojín varonil. La recogió y se la echó al hombro, usando el pulgar como gancho del que colgarla.

Donde se me esperaba, aunque más tarde, era en casa, en Isleworth. Mamá seguía ingresada en el hospital y aún no sabíamos qué le sucedía. Papá estaba muy enojado por ello, pero no sabía si también había razón médica alguna que explicara sus enfados. Siempre parecían incomodarle las cuestiones relacionadas con la salud femenina, lo cual no dejaba de parecerme muy chocante en un farmacéutico, pero también era once años mayor que mamá y un hombre de esa generación. Era de lo más natural para él, al fin y al cabo los farmacéuticos no son médicos, solo tienen que descifrar las recetas manuscritas de los médicos. Apenas tienen contacto con la gente, y si, para colmo, son tímidos y retraídos por naturaleza, no hay razón aparente para que no puedan seguir comportándose así.

Mamá solo había pasado en el hospital unos días, pero se había convertido en una auténtica pesadilla desde entonces convivir con papá. Se hacía cargo de la tienda, llevaba la caja y las cuentas, y se ocupaba de la mayoría de las cosas, además de preparar las recetas; pero el manejo del negocio no era lo que le molestaba.

Alcanzar la mayoría de edad con dieciocho años tampoco significaba entonces lo que significa ahora. Entre otras cosas, no significaba que lo que había estado haciendo con Ray fuera legal, lo hubiera sido tan solo si lo hubiéramos practicado intramuros y no en la cara más asilvestrada de Box Hill. Pero sí significaba que, a partir de este mismísimo instante, podía votar, la próxima vez que hubiera que votar, y como adulto, cual ciudadano adulto, parecía de justicia que pudiera decidir qué hacer con lo que quedaba de ese día tan especial. Dicho lo cual, tampoco podía desaparecer sin siquiera dejar un mensaje. Le dije a Ray que tenía que hablar con Ted y pusimos rumbo a la aldea de Box Hill para encontrarlo. Me refiero, claro está, al pueblo donde estaba el pub. Estaba acalorado, así que me quité la chaqueta y traté de colocarla sobre mi hombro colgándola del pulgar como Ray, pero ni la chaqueta ni mi pulgar parecían decididos a emularlo, y se me caía todo el rato, por lo que no hubo más remedio que enrollarla y acomodarla torpemente bajo el brazo.

Ted me había conducido hasta Box Hill, un motero con el que la menor de mis dos hermanas, Joyce, había roto; pero, por alguna razón, la familia no había logrado deshacerse de él. Tenía por costumbre hacer acto de presencia en el momento más inesperado, y mamá le daba siempre algo de comer, incluso si Joyce no se inmutaba, como era costumbre, con su presencia, y ni siquiera levantaba la mirada de su revista cuando este se alzaba y se despedía.

Espero que Ted no estuviera aguardando a que Joyce cambiara de opinión. Se le da muy bien cambiar de opinión, así es Joyce, pero una vez se convence a sí misma es imposible hacerle cambiar de parecer de nuevo. Ofrecerse a llevarme a Box Hill, para darme un regalo y cuidar de mí el día de mi cumpleaños, podría asegurarle algunos puntos con papá, pero no iba a arreglar las cosas con Joyce. En cualquier caso, a Ted parecía consolarle la convicción de estar haciendo cuanto estaba en su mano por recuperar a Joyce, pero estaba empezando hacer mella en él, agriándole el carácter.

Ted era de esos bebedores impenitentes que apenas muestran los efectos de la ingesta. Ni siquiera estoy seguro de que hubiera podido conducir su moto de no haber probado ni gota. Lo cierto es que por aquel entonces la gente no se tomaba muy en serio lo de los riesgos de la conducción bajo los efectos del alcohol. Me refiero a la gente en general, no solo a los moteros. No olvidemos que las horas en las que se permitía el consumo de alcohol seguían estrictamente restringidas en esos días, especialmente los domingos.

No puede decirse que me diera a la bebida con mucha frecuencia, pero cuando me encontraba en compañía de las amigas de mis hermanas, las únicas consignas que aguardábamos con impaciencia eran: «¡Ya abren!» y «¿Quién se va a poner del revés?». Las cinco horas que mediaban en domingo entre el cierre de la tarde y la reapertura vespertina eran peor que la travesía del desierto, un interminable tormento de deshidratación entre dos insaciables avalanchas que ansiaban revolcarse en los abrevaderos a la hora convenida.

Había dejado a Ted en el Hand in Hand de Box Hill Road, camino del depósito de Headley poco antes de que se nos conminara, a voz en grito, a pedir las últimas rondas a eso de las dos, y sabía que andaría ya pensando en comprar algunas latas para prolongar la sesión, por su cuenta y riesgo, durante tan impío lapso. Así tenía por costumbre avituallarse para, al dar las siete y levantarse la veda, acudir puntualmente a la cita. Le dije que iba a dar un paseo, a echar un vistazo por ahí. Al margen de otras consideraciones, me moría de hambre, y sabía por experiencia que Ted solo pensaba en comer cuando no quedaba ni una sola gota de alcohol que echarse entre pecho y espalda. No estaba con ganas de prorrogar aquella agonía, y recordaba que había un Wimpy al otro lado de la carretera, camino del mirador, donde podría hacerme con una hamburguesa y un generoso vaso de limonada.

No estaba tan interesado en que Ted me llevara de vuelta a casa, cosa que él no querría hacer hasta que terminara la juerga, en cualquier caso, pero hasta entonces no había tenido elección. Ahora la tenía.

Cuando Ray y yo dimos con Ted a las puertas del Hand in Hand, su moto reposaba sobre el caballete lateral y él se había estirado encima con aire chulesco, ojos cerrados y los pies sobre el manillar. A duras penas podía sostener la lata de cerveza con la mano casi dormida sobre su sucia camiseta. Horas antes me habría parecido una estampa digna de encomio, pese a emitir notables ronquidos que se transmutaban en eructos sin orden ni concierto.

Me había afanado ahora un nuevo manual de estilo, a la última, uno que no eructaba ni roncaba. Cuando abrió los ojos y vio a Ray, Ted se puso en pie. Por un momento, la moto se tambaleó sobre su soporte, y pensé que uno de ellos se iba a caer, incluso los dos. De haber caído Ted, quiero pensar que hubiera sido capaz de contener la carcajada, pero había dejado de ser santo de mi devoción, por lo que no puedo garantizarlo. Solo la lata de cerveza se desplomó sobre el asfalto, siendo objeto esta de una mirada agonizante no exenta de censura. Aunque cualquiera que le conociera se habría dado cuenta de que, tanto si andaba despierto como si estaba dormido, o en un estado intermedio, su cuerpo no tenía por costumbre dejar caer un solo recipiente con restos de alcohol mientras quedara en él una sola gota que sorber.

Ted se reincorporó para intentar parecer más alto. Ray hacía que todo el mundo quisiera lucir sus mejores galas cuando se encontraban frente a él; para ponerse a su altura. Tan solo deseaba que los ojos de Ted no repararan en la cremallera de Ray, como hubieran hecho los míos de no mantener yo una estrecha vigilancia sobre ellos, y cayera en la cuenta de que su recorrido se extendía unos cuantos centímetros más de lo que la mayoría de la gente hubiera estimado estrictamente necesario. Por suerte, si Ted andaba repasando a alguien con la mirada, de arriba abajo, era a mí, y no a Ray.

«¿Qué pasa, chavalín?», me inquirió con un bufido desprovisto de entonación. Supongo que quería adivinar qué diablos hacía un servidor, tratando de averiguar si estaba codeándome con los personajes más atractivos del lugar, pero listo para repudiarme al instante en caso de haber hecho algo reprobable.

Le dije que no tenía que preocuparse de llevarme a casa. Hizo lo que buenamente pudo para disimular su ebriedad, a pesar de lo que se había metido entre pecho y espalda, y quiso apañar una admonición paternal, sin saber muy bien cómo, y acabó expresándose con una voz de todo punto irreconocible. «No estoy preocupado —gruñó con suma cautela—, pero hay personas que sí lo estarán. Espero que hayas pensado en ellas.» Se me hizo verdaderamente vergonzoso recordar que había deseado que formara parte de mi familia. Dios me ayude, de repente pensé que Joyce tendría que haber sido aún mucho más dura con él. Y de veras pensé que estaba siendo dura con él.

«Dile a papá que he conocido a un amigo y que me quedaré en su casa.» Ray no había dejado del todo claro que podría pasar la noche ahí, y le lancé una mirada que delataba mi ansiedad, pero ni se inmutó, gracias a lo cual me reafirmé en lo dicho. Los presenté, y Ted estrechó su mano con cierta torpeza. Al regalarse aquella siesta, se le había quedado el tirón del anillo de la lata de cerveza atrapado en el corazón de la mano derecha. Aquel diminuto rizo de latón todavía unido al dedo parecía una pieza de bisutería o un proyecto de mondadientes bastante patético.

Ted extendió la mano para estrecharla y se dio cuenta de que aún llevaba enfundado el anillo. Se apartó bruscamente para quitárselo del dedo, avergonzándose por unos instantes. Incluso se sonrojó, pero, de no conocerle, pocos hubieran advertido tal cosa bajo la coloración que la elevada ingesta de cerveza imprimía ya a sus mofletes. Luego frunció el ceño, para ayudarse a recobrar la compostura cuando, por fin, su mano quedó libre de todo ornamento y pudo ofrecerla en condiciones para ser estrechada sin lastimar a nadie en el empeño.

Si alguien hubiera sostenido un espejo frente a mí en ese preciso instante, me habría dado cuenta inmediatamente de que no tenía nada que ofrecerle a Ray. Ray no tenía por qué desperdiciar su tiempo con semejante tipejo. Pero, afortunadamente, yo tenía la mirada puesta en Ted, y la parte de mí que estaba irremediablemente condenada a hacer comparaciones poco lisonjeras, ya estaba comparando a todo y a todos con este tipo impresionante que acababa de conocer, encontrándolos a todos aparentemente dispuestos a aceptar el reto; con lo que tenía algo más con lo que entretenerme. Concluí que el cabello de Ted estaba grasiento y que las patillas le hacían parecer aún más gordo. Todos lucían patilla en esos días, incluso yo, incluso Ray, aunque las suyas estaban impecables, y la pronunciada simetría de sus facciones habría desafiado los gustos y tendencias de la moda imperante en cualquier década.

Me fijé en el hecho de que incluso el atuendo de cuero de Ted daba realmente pena, desgastado y raído, mientras que el de Ray parecía haber sido engrasado para la ocasión. No es que fuera nuevo ni mucho menos, pero era llevado con porte y exquisitamente cuidado.

Sabía, sin ningún género de dudas, que Ted quería tener un aparte conmigo a propósito del cambio de planes. Siguió haciéndome señas, para que atendiera su demanda y le concediera unos segundos pero, al advertir que hacía caso omiso de sus indicaciones, hizo como si hubiera sentido una ligera indisposición en el cuello. Nervios. Yo no lo estaba en absoluto. Me sentía de maravilla junto a Ray, en pie, cual puto tótem, sin hacer nada, y contemplando cómo el mundo cambiaba a su alrededor.

A Ted parecían agotársele los recursos y, por fin, se armó de valor y me preguntó: «¿Estás seguro de que sabes lo que haces?», pregunta a la que, en honor a la verdad, solo podía ofrecer por respuesta un No categórico. Precisamente por ello, porque no tenía ni pajolera idea de lo que estaba haciendo, necesitaba irme con Ray, allá donde fuera que me llevara aquella historia. Y, por supuesto, dije que sí.

A decir verdad, la contribución de Ted a todo este desaguisado es apenas digna de mención. Ni siquiera requería impostar tanta solemnidad chorra por su parte. Todo lo que tenía que hacer era marcarse una llamada telefónica. Ni siquiera necesitaba hablar con mi padre directamente, solo estaba transmitiendo un mensaje. Por extraño que pueda parecer, en 1975 mis padres no tenían aún teléfono. Marjorie, la vecina de al lado, tomaría el recado y a ella misma le tocaría acercarse a casa para, a paso ligero, comunicarle a papá que no iba a volver a casa. Todavía podía valerse por sí misma en 1975, aún tenía buena vista y era capaz de moverse sin grandes dificultades. En aquella época todavía se llevaba ese nombre. Unas pocas Edith también, y tampoco escaseaban las Ivys.

Ted lo tenía fácil, no tenía que dar explicaciones a nadie. Podía beber hasta cuando se le antojara. Yo llevaba el casco de repuesto de Ted camino de Box Hill, y en ese momento me lo lanzó con gesto hosco. Casi lo arrojó. Tal vez se sintió ofendido por el hecho de que Ray no se quitara los guantes cuando se dieron la mano, o por todo el alboroto del asuntillo con el tirón del anillo, anillo que había tirado al suelo cual hombre ultrajado, presa de un absurdo acceso de ira, rompiendo su compromiso nupcial.

El casco que iba a enfundarme tenía un aspecto harto cutranga y había sido, sin lugar a dudas, usado hasta la saciedad. Yelmo digno de la tienda de chatarra más cutre del condado. Podía inferirse, por su aspecto, que había sufrido más de una caída desde lo alto de un taburete en más de un bar, al igual que el tipo que me lo estaba prestando. Confiaba en no tener noticia de cuánta, o cuán poca, protección me brindaba aquel cachivache, después de tantas colisiones tabernarias. Incluso antes de tener que ponérmelo me di cuenta de que apestaba a cerveza. Diríase que hasta incluso pudo beber de él, obligado por una apuesta, o acaso sin necesidad de mejor excusa. Tal vez así seguía viéndose a sí mismo como una suerte de vikingo. Ted el vikingo, con el que ni en sueños pringo.

Ray nada dijo mientras caminamos unos cientos de metros hasta donde había dejado su petardazo. No puedo dar con la palabra exacta para describir su forma de caminar: «pasear» apenas le hace justicia, a menos que se le agregue a semejante acto una seguridad apabullante, autoridad que irradiaba en sus andares con cada paso que daba. Los reyes no pasean. Podía verme corriendo, tratando de darle alcance, impedido por unas piernas que parecían más patosas que nunca, ansioso por no perder comba, pero temiendo el inevitable momento en el que se volvería hacia mí y me espetaría: «No creerías, de veras, que ibas a venirte a casa conmigo, ¿verdad? Échate una buena ojeada en el espejo a la que tengas ocasión, en cuanto te asista el coraje para ello». Ese tenía que ser su modus operandi, su forma de excitarse. Mientras alimentaba yo mis sueños para dejarlos caer estrepitosamente. En cualquier caso, sabía que, pasara lo que pasase, no me iría con Ted ni, menos aún, a Isleworth con el rabo entre las piernas. Dormiría en Box Hill, si no había más remedio, acurrucándome al abrigo de un arbusto.

Ray había dejado su casco colgando del manillar de su moto. Ninguno de nosotros temía que nos fueran a birlar nuestras posesiones en aquella época, aun así, lo cierto es que no dejaba de sorprenderme la tranquilidad con la que Ray se desprendía de sus enseres con una seguridad extraordinaria en sí mismo. Parecía como si pudiera proteger sus pertenencias electrificándolas con solo tocarlas, y no tuviera que temer por nada mientras andaba absorto en otros quehaceres.

Asistí fugazmente, por primera vez, al desconcertante ritual que oficiaba religiosamente con los guantes: retirándose los más finos y guardándolos con sumo cuidado en el bolsillo de la chaqueta que llevaba, recuperando los más gruesos —guanteletes, casi— extrayéndolos del casco donde, tan confiado como desafiante, los había dejado. Su casco, a diferencia del mío (es decir, el de Ted), brillaba con suavidad y no tenía abolladura alguna.

No sabía entonces gran cosa de motos, y tampoco es que sepa mucho más ahora pero, incluso a primera vista, la moto de Ray, una Norton Commando negra, empequeñeció aún más la motocicleta japonesa en la que yo había llegado a Box Hill. Lo cual no dejaba de ser extraño, ya que la Yamaha de Ted, fuente de orgullo y alegría, tenía tan solo un par de meses, y ya lucía las primeras marcas de descuido propias del estreno, pero la Norton era cualquier cosa menos nueva. Creí observar cierta simetría entre el hombre y aquello que montaba, entre dichos personajes y sus respectivas monturas. La moto de Ray era tan clásica como él: versiones complementarias, añadiría, de la misma grandeza; él por templanza e indumentaria, la Norton por cromado y potencia.

Si llevas gafas, ponerte un casco resulta un tanto incómodo, sobre todo si es integral. Si las llevas con esas varillas tan finas con los terminales que se enrollan alrededor de tus orejas, ni siquiera veo cómo puede hacerse. Incluso con varillas rígidas como las mías tenía que acordarme de quitármelas —las dejé en la hierba por un momento— antes de ponerme el casco y, solo entonces, acomodar las sujeciones torpemente en su lugar.

Antes de quitarme las gafas, tuve tiempo de notar que el interior del casco de repuesto de Ted, que en su día me había parecido un auténtico privilegio poder llevar, acogía en sus acolchadas entrañas, flanqueadas por fibra de vidrio, todo un auténtico muestrario de cabellos de toda clase y condición —a saber de quién—, entre los que alguno mío habría junto con otros algo más largos y rubios, con una leve ondulación al final que, tal vez, fueran de Joyce. El cabello de todas las chicas lucía ese toque. Peinado que las más jóvenes en esos días habían aprendido con La familia Partridge, Abba y Suzi Quatro. Los Ángeles de Charlie estaban al caer, preparándose para emprender sus primeras misiones.

Mientras lidiaba con la correa que cubre la barbilla, Ray se puso al otro lado de la moto. Me chocó que pateara los neumáticos de ambas y se inclinara con el ceño fruncido para inspeccionar los frenos. Con el tiempo, aprendería que siempre tenía por costumbre hacer esas comprobaciones cada vez que se disponía a arrancar la moto después de llevar un buen rato sin usarla. Siempre era muy escrupuloso en todo lo relativo a la seguridad, de tal suerte que resultaba ciertamente obsesivo para lo que se estilaba en aquellos días.

En aquel entonces, debo decir, no acababa de entender que lo que Ray estaba haciendo no era otra cosa que ser admirablemente cuidadoso en materia de seguridad. Presa de mi acostumbrada perplejidad, me preguntaba yo si habría razones de otra naturaleza que le llevaran a temer encontrarse con algún neumático pinchado o los frenos destensados. Me pareció también, por primera vez, que tal vez había tropezado con un ser verdaderamente especial de los que no abundan, y no solo especial para mí, especial porque, sencillamente, nunca había conocido a nadie como él. Me preguntaba si sería alguien famoso a quien no había reconocido, alguien que asumía riesgos innecesarios al mezclarse con la gente común. La clase de gente que nutre las hordas de moteros en los alrededores de Leatherhead un lunes festivo.

Debió de parecerle que me encontraba en un estado lamentable cuando acabó de efectuar las comprobaciones y se dio la vuelta. Me había vuelto a poner la chaqueta y finalmente conseguí también enfundarme el casco. Oía mi propia respiración incluso con la visera levantada, sudando tanto que mis lentes empezaron a empañarse, y temiendo que la cerveza se condensara en mi cabello aplastado. Estaba completamente convencido de que elegiría el momento más doloroso posible para decirme que había cambiado de opinión y que tendría que volver a pasar por el humillante numerito de tener que desatar la correa con mi acostumbrada torpeza. Para mi sorpresa, me ofreció su propia chaqueta, diciendo que si bien podía sentirme acalorado ahora, seguro que la necesitaría más tarde.

Tal vez se sintió avergonzado por la indisimulable cutrez de mi chaqueta de cuero. «Cutre» era una palabra cuyo uso empezaba a afianzarse. Debe reconocérsele a la princesa Ana su desacomplejada contribución al popularizar su uso, al menos como calificativo. Lo usó como insulto sin que los periodistas se sintieran demasiado ofendidos por ello si llegaba a sus oídos. «No me seáis cutres», les decía. Un caballo decepcionante en una competición podía antojarse de una cutrez desesperante. Era como el té de la pijería cuyo disfrute había adoptado la reina, el té con garantía de la Casa Real y producido por encargo. Sería, pues, la princesa Ana quien otorgaría, a su vez, a las expresiones «no me seáis cutres» y «cutrez» la garantía de la Casa Real.

Hasta entonces no caí en la cuenta de cuán sumamente hortera era mi chaqueta. La piel era como de cartón plastificado, confeccionada con cualquier otra cosa que no fuera piel. Quizá Ray se avergonzaba de mi indumentaria y quería recubrir como fuera mi inexcusable error, pero, a decir verdad, no creo que eso le inquietara en absoluto. Las desacertadas elecciones en el atuendo de quienes disfrutaban de su compañía no conseguían restarle un ápice de vistosidad, por horteras que fueran. No iba así la cosa. A Ray le bastaba con su propia imagen, tenía encanto para dar y vender. El efecto en los demás era más bien el contrario: era él quien, con su mera presencia, conseguía atraer todas las miradas de los allí presentes.

Ray no se había puesto la chaqueta que me dejó, tan solo la usaba como almohada, por lo que no olía intensamente a él. De todos modos, me la puse con gesto reverencial, sin importarme que me viniera demasiado grande y que no cerrara del todo bien sobre mi barriga. El peso de la prenda era asombroso. Me sentí como si estuviera usando un traje de buzo de época, como el de los libros de Tintín.

Ray me ayudó a arremangarme para que mis manos volvieran a la luz, pero se dio por vencido cuando se enfrentó a la cremallera, no iba a cerrar. Su aliento era de menta. Me miró a los ojos y dijo de nuevo: «¿Qué voy a hacer contigo?». Esta vez, sin embargo, no me pareció advertir destello alguno de incertidumbre en su voz. Parecía saber perfectamente bien lo que iba a hacer. Lo soltó de esa manera en que la gente dice: «Tengo novedades para ustedes». No sonaba la cosa a pregunta.

Tuve la tentación de largarme pitando antes de decepcionarlo como temía hacerlo si seguía a su lado. No me cabe la menor duda de que vendría a por mí a reclamar su chaqueta, pero en el zarandeo tal vez consiguiera arrebatarle discretamente los guantes de etiqueta que llevaba en el bolsillo, con el calor impregnado por sus dedos. Los mismos que llevaba enfundados cuando accedió a dejarme complacerle.

Puso la moto en marcha, con un leve salto e imprimiendo una sola patada al arranque sin sobresfuerzo aparente. De hecho, la verdad es que tan grácil gesto difícilmente podía calificarse de patada. Acto seguido, el motor recobró la vida con un inapelable rugido gutural. Si todos pudieran arrancar su moto con la misma facilidad que Ray, el arranque eléctrico nunca se habría puesto de moda.

No podía dejar de flipar con lo ruidosa que era la Norton. Todavía no había oscurecido del todo pero tampoco quedaba mucho tiempo; con todo, y pese a haber aún buena visibilidad, prendió sin titubear el alumbrado delantero. Debe de haber sido una de las primeras personas en hacer eso, conducir con el alumbrado encendido día y noche, digo. Claro, no todas las motos disponían, a la sazón, de la energía suficiente como para mantener un haz de luz inagotable. La Norton sí. Su casco, a diferencia del mío, no era integral y alcancé fugazmente a disfrutar del conjunto que esbozaba su desprotegida efigie cuando asintió indicándome que tomara asiento detrás de él.

Las piernas cortas no son, precisamente, de lo mejorcillo para colgar despendoladamente de objetos de una altura considerable, pese a lo cual me las arreglé para acomodarme como mejor pude en la silla de montar. Como no podía ser de otro modo, mis pantalones acampanados lucían profusamente estampados de manchas de hierba por doquier, por lo que, finalmente, pude comprender por qué Ted no había podido quitarme los ojos de encima el tiempo suficiente para reparar en la no muy ortodoxa cremallera de Ray. Mis rodillas ya le habían puesto en antecedentes, por así decirlo.

Más ajustes había que hacerle aún a la moto. Con mi peso, los espejos quedaron obviamente desalineados, y a Ray le llevó unos segundos reajustarlos mientras el motor se calentaba y se hacía con fuerzas para sobrellevar la nueva carga. Por la nueva carga me refiero, claro está, a un servidor. Aun así, la moto vibró hasta tal punto que los espejos empezaron a temblar, y lo que Ray intuyó en aquellos ingobernables tembleques debió de llamar poderosamente su atención.

Apenas había viajado una veintena de kilómetros en motocicleta en toda mi vida, y me resultó difícil relajarme como se supone que debería hacerlo todo buen paquete. La altura de Ray me impedía disfrutar de las vistas por encima de sus hombros. Siguió inclinando levemente la cabeza, lo cual me pareció un poco raro, dado que, gracias a mi andrajoso casco integral, le clavaba mi barbilla en la espalda cada vez que frenaba. Sin razón para ello, seguía pensando para mis adentros que, cada vez que se daba la vuelta, tenía que haberse dado cuenta de que llevaba a un polizón a bordo que no pertenecía a su mundo, y que, en cualquier momento, haría un alto para desprenderse de tan indigno lastre... eso, claro, si se molestaba en detenerse para desprenderse de mí.

Con el tiempo averiguaría que se ejercitaba poniendo en práctica el método de conducción de la policía motorizada, en estricta observancia de su protocolo, de ahí tan exhaustivo ritual. No era un descerebrado al uso, pirrado por la velocidad, ni tampoco parecía quitarle el sueño perder el culo, a toda mecha, por los cerros de Surrey. Nada podía sustraerle de su compulsiva obsesión por la seguridad. Una vez más, hete aquí a un tipo cabal, adelantado a su tiempo. En aquellos días, el examen para hacerte con el permiso de conducir en motocicleta era bastante rudimentario, por lo que la gente contaba. Una somera evaluación de tus habilidades bastaba a tal efecto. Ted lo sacó a la primera, ¿no? No hay más preguntas, Señoría. Con eso queda todo dicho. El instructor de turno alzaría por unos instantes sus acomodaticias posaderas del pupitre del aula donde se oficiaba el examen, conminándote a dar unas cuentas vueltas a la manzana, y al concluir la última, se abalanzaría sobre ti, a fin de evaluar tu pericia con el frenazo de emergencia. Si eras capaz de mantener el equilibrio y no lo atropellabas, la licencia era tuya. Sin ninguna de las moderneces que gastan ahora, asignándote a un examinador que te sigue a bordo de su propio vehículo y te da instrucciones por los auriculares conectados con su casco.

Dudo que Ray me hubiera obsequiado con una charla, aunque hubiera tenido el chisme para comunicarnos por radio. De pronto, me soltó un grito ordenándome aferrarme a él, en lugar de tratar de agarrarme a la parte trasera del sillín. Seguramente le desequilibraba cada vez que aceleraba. Soy más bien grandote. Nada que, a corto plazo, pueda hacer para remediarlo. Lo dicho, estoy fondón. No me habría atrevido a aferrarme a él de no recibir esa orden.

Tan movidito viaje, pese a la encomiable pericia de Ray al mando, me revolvió el estómago e hizo aflorar, cual eructo sostenido, los efluvios de la hamburguesa y el vaso de limonada que me había regalado antes de saber siquiera que existía Ray. Efluvios que avivaron el indeleble recuerdo que dejó la impronta de su sabor corporal en mi bóveda palatal, el regusto del único rincón de su cuerpo cuyo sabor me había sido dado conocer. Como si me estuviera tratando de demostrar a mí mismo lo que había pensado en cuanto le vi por primera vez: Ray era suculento.

Durante un buen rato, mientras tomábamos la ruta que nos conducía hacia el norte desde Box Hill, pensé que, con toda probabilidad, me estaba llevando de vuelta a casa, a Isleworth, tras dejar atrás Chessington y Surbiton, por la A243. De Chessington, en aquella época, quedaba solo un zoológico; no era un lugar especialmente idílico. Me pregunté, incluso, si todo lo sucedido aquella tarde no sería una especie de regalo de cumpleaños de lo más extravagante. Pero ¿quién podía conocerme tan bien como para obsequiarme con un combinado de moto-taxi y servicio de escolta con un carismático pedazo de machote requeteputo incluido? Sobre todo, si ni siquiera yo mismo tenía claro si eso era lo que más me apetecía.

Sentí como si Ray, con el diligente chasquido de sus dedos al pie de aquel árbol —haría cosa de una hora, quizá dos a lo sumo— hubiera paralizado y tomado el control de mi voluntad. Quizá había caído en manos de un motero avezado en el arte de la hipnosis. Tal vez fuera eso lo que hacía para ganarse la vida. Eso explicaría cómo, valiéndose únicamente de tan certero chasquido, se las ingenió para narcotizar algunas vías de mi sistema nervioso y tomar, a un tiempo, el control de mis actos volitivos, a la par que estimulando y abriendo otros circuitos de cuya existencia no había tenido noticia hasta aquella tarde. Sea como fuere, el hipnotizador tan solo puede obrar el milagro con tu consentimiento, nunca contra tu voluntad. Con todo, en aquel preciso instante, mientras me agarraba a él cual paquete en el sillín de su moto, y no solo porque me conminara a hacerlo, parte de mí padecía esa suerte de aturdimiento que acompaña al que recobra el gobierno de sus sentidos sobre el escenario al concluir la sesión de hipnotismo.

Después de que el tipo cuya mirada te atraviesa obra, por segunda vez, el chasquido mágico, las personas que le rodean en el escenario despiertan y se dan cuenta de que lo que han estado devorando con tanta fruición es, en realidad, una cebolla y no una manzana. Dulzura y repugnancia se enfrentan por un momento en tus fauces y en el recuerdo, antes de que la dulzura se bata en retirada.

Retazos de mi memoria reciente empezaron a recobrar vida de nuevo y a conectarse con otros recuerdos. Uno de ellos seguía extático gritándose a sí mismo triunfalmente: Le he chupado la polla a un hombre, una señora mamada de carne y hueso tan real como la vida misma. ¡Comí verga y no vomité! Otra parte de mí pensaba que no tenía ni puta idea de adónde me estaba llevando ese extraño, ni qué me pasaría cuando llegáramos allí.

Al cruzar el río, a la altura de Kingston Ray, viramos a la izquierda en lugar de tomar la ruta que conduce a Isleworth. El aire era fresco y húmedo a la vera del río. Ni dos chaquetas por banda eran abrigo suficiente y Ray debía de estar congelándose, pero ni se inmutó.

Al cabo de unos tres kilómetros Ray tomó la desviación que quedaba a nuestra derecha. De pronto nos detuvimos frente a la guarida que tenía Ray en Hampton, en un callejón sin salida que daba a la High Street. El callejón en cuestión llevaba por nombre Cardinals Paddock. No hace falta devanarse los sesos para adivinar a qué cardenal se consagró aquel callejón: poco hay, en un radio de ocho kilómetros desde Hampton Court, que no guarde algún tipo de relación con el viejo Wolsey. Cuando descendí, por fin, de la moto, perdiendo casi el equilibrio al resbalar con la gravilla, pude divisar un tramo del viejo muro con parterres de flores recubriéndolo. Por cuanto me fue dado saber sobre el asunto, parece ser que se trataba, de veras, del escondrijo del cardenal Wolsey, o lo que de él quedaba alrededor de quinientos años más tarde.

Cual imberbe tunante, me desabroché la correa del casco en plan siete machos, sin pensar en lo que hacía, y me saqué el casco sin antes quitarme las gafas, dañando visiblemente las varillas. Tuve que agarrarlas como mejor pude por las lentes y oprimirlas contra el pómulo con una sola mano para evitar que se me cayeran. Me sentí aún más torpe de lo ya habitual en mí mientras sujetaba el casco con la otra mano.

Ray me sostuvo la puerta principal y trepó por los escalones, de dos en dos, hasta alcanzar el umbral de su piso. Hice cuanto pude para seguirlo, pero siempre tuve una pierna más fuerte que la otra, por lo que todo lo que fui capaz de apañar para emular sus andares fue una tortuosa y desigual ascensión, alternando brincos de dos escalones con recesos de un solo peldaño. Sin apenas resuello alcancé, por fin, el rellano del primer piso, no sin antes haber empañado, de nuevo, mis lentes que, para colmo, lucían algo maltrechas. Me desprendí, por fin, del casco.

Al reencontrarnos en el interior del apartamento, alzó sus manos hacia mí y reaccioné apartándome de él bruscamente, propinándole en el acto un buen viaje al casco vikingo de Ted, llevándose el yelmo un buen trompazo contra la pared. Casi lo dejo caer. No me atreví a mirar hacia abajo por si había dejado marca en la pared, con hedor a cerveza y restos de cabello humano.

Aquella misma mañana, mi gentil progenitor había alzado su mano contra mí y todo parecía indicar que mi cumpleaños iba a ser el día en que todo el mundo iba a disfrutar propinándome una buena somanta de palos. Mi padre me abofeteó por algo que le conté sobre mi visita al hospital con Joyce el día anterior. La hermana al cuidado de aquella ala del hospital nos había rogado que nos fuéramos porque estábamos haciendo reír a mamá, y padre se enojó muchísimo cuando le conté lo ocurrido. No lo entendí y sigo sin pillar por qué. Más me hubiera preocupado por mamá si no hubiéramos podido hacerla reír. Ni adujimos, en nuestro descargo, que la gente «reaccionó de forma exagerada», de lo contrario, nos habríamos visto expuestos a la clásica sobreactuación de un airado patriarca con la mano larga. Servidor tratando de animarlo y padre, como de costumbre, perdiendo los estribos.

Al aproximarse Ray a mí, por segunda vez, con las manos en alto, ya me había dado cuenta de que no tenía intención de estrangularme. Incluso fui capaz de pensar: «Cuán inmerecido privilegio, me va a estrangular sin molestarse siquiera en violarme primero», lo cual demostraba, sin ningún género de dudas, que tampoco estaba yo excesivamente preocupado. Como resultó evidente al poco, solo estaba tratando de agarrarme por las solapas de su pesada chaqueta para ayudarme a quitármela y colgarla cuidadosamente de una clavija. Había más chaquetas de cuero en las clavijas contiguas del perchero, lo que me hizo pensar: «¿Cuántas personas viven aquí?». No se me ocurrió que alguien pudiera tener más de una chaqueta de cuero. Cuando me deshice de la cutrez que tenía yo por chaqueta de cuero, no le pareció digna de la cortesía de una clavija, y debo decir que no lo culpé por eso. No merecía mejor lugar que un rincón apartado en el suelo.

Cuando me aparté de Ray, mis lentes casi se me cayeron al suelo, cosa que le permitió advertir que había un problema con esa montura. Se las llevó a otra habitación para ver si podía hacer algo al respecto. Me quedé donde estaba, pensando que era lo más seguro. Pude reconocer el ruido de un cajón al abrirse, así como el de los zarpazos de una mano enguantada revolviendo suavemente entre las herramientas.

Permanecí inmóvil sin mis gafas, necesitaba orinar y empezaba a tener hambre, y, por supuesto, en el momento en que Ray salió de la habitación, me percaté, con meridiana claridad, de que Ray no podía querer nada bueno conmigo y que estaba zumbado por haberme largado con él. Nadie sabía, para mayor gloria, dónde estaba.

Con la picha hecha un lío, diríase. Adagio manido hasta la saciedad, pero es que, de veras, es un puto incordio pasar la mitad del tiempo convencido de una cosa —«estoy a salvo, todo va a ir bien»— para, acto seguido, dejarte embargar por un ataque de pánico en modo: «La cagaste de lo lindo y todo es por tu culpa». Fue de lo más extenuante no poder decantarse por una sola de dichas convicciones.

Al poco, Ray regresó y me puso las gafas con las varillas reparadas; se había aplicado con suma diligencia al asunto con la ayuda de unos alicates y se le veía confortablemente tranquilo. Parecía lógico concluir que, si planeaba torturarme, le excitaría más que yo pudiera disfrutar del espectáculo en condiciones. Se había quitado los guanteletes para hacer la reparación, e intenté no posar la mirada en sus manos. Imaginé que las tenía marcadas con estigmas de nacimiento o inconfesables cicatrices, de lo contrario no me explicaba a qué fin podía obedecer mantenerlas a cubierto la mayor parte del tiempo, pero eran como las manos fuertes y perfectas de un pianista. No es que conozca a ningún pianista, es lo que comúnmente se dice de unos dedos que resultan del agrado de la gente. Ray me sorprendió observándole y me sonrió esbozando una mueca burlesca, como si hubiera adivinado lo que había estado pensando. Fue lentamente dándose la vuelta en mi dirección hasta situarse frente a mí, para que pudiera contemplar sus ojos desde todos los ángulos. La sonrisa de Ray era hermosa, pero me inquietaba. Ignoraba qué había hecho para merecer semejante distinción.

Me preguntó si necesitaba algo, y me las arreglé para balbucear que estaba a punto de mearme encima y que no me vendría mal comer algo. Algo para picotear, vamos. Y Ray dijo: «¿Qué te parece si te muestro dónde está todo y así puedes cuidar de ti mismo?".

Me pareció asombroso, además de chocante, reparar en el reducido número de casas por cuyo interior me había perdido hasta la fecha, sobre todo en las de los amigos de mis padres y en las de algunos amigos de Joyce. Mi hermana mayor, Donna, era lo suficientemente adulta como para no querer tener pululando a su alrededor a su hermano menor y, de todos modos, siempre era de las quería salir de casa y largarse lo antes posible para hacer su vida.

Lo cierto es que nunca había estado dentro de un piso moderno decorado a la última. No había visto nunca ventanas que llegaran hasta el suelo, para empezar, razón por la cual casi toda la pared era principalmente de vidrio. Tampoco había visto antes focos en una casa, y Ray había instalado en todas las habitaciones, hasta en el baño. En el centro del salón regía un enorme sofá negro de cuero con reposabrazos cromados. La verdad es que, al tratarse de un artefacto tan angular, parecía cualquier cosa menos un sofá; desde luego, en nada parecido a mi idea de sofá: ni curvilíneo ni abultado. Conocía a personas con colecciones de discos, me atrevía, incluso, a tildar de colección de discos los pocos álbumes que yo atesoraba, pero nunca antes había visto una estancia con una pared entera forrada de estanterías que albergara tantos discos como libros. Ray tenía una gran grabadora de bobina, además de un tocadiscos de aspecto profesional protegido por una tapa de metacrilato y, en otro estante, cintas en estuches de plástico gris.

Lo desconocía en aquel momento, pero Ray era de los que se valía, a menudo, de la música para ambientar la escena. En esta ocasión, por lo que fuera, no puso nada en ninguna de las bobinas, pero no creo que se le pasara por alto. Parecía, sencillamente, estar preparando la escena en silencio, permitiendo que fuera este el que fuera dando forma a la misma.

Pilló una lata de cerveza de una nevera que doblaba en tamaño la de su casa y se acomodó en el sofá. No había gran cosa en la nevera aparte de cerveza, algo de leche y pan de molde cortado. De cualquier otro individuo, me hubiera parecido propio de alguien dado a la ostentación hacerse con una nevera mucho más grande de lo que, en apariencia, necesitaba.

Cuando encendías las luces del baño, se ponía en marcha un extractor de imponente zumbido que siempre me producía un sobresalto considerable. El baño tenía una de esas duchas fijadas a la pared sobre la bañera y un panel de vidrio para interceptar las salpicaduras. La ducha de mis padres reposa sobre los grifos de la bañera, y tampoco es ninguna maravilla.

Después de orinar, me eché un vistazo en el espejo. Se supone que los ojos azules son una ventaja, pero no veo cómo cuando son de un azul turbio como el mío. Los ojos azules deberían ser de un color intenso como el de Ray. Mis ojos se tambalean constantemente cuando me miro en el espejo. Parece que sea incapaz de remediarlo, por lo que tengo que esmerarme para conseguir que permanezcan quietos. Me pregunto si se ven así siempre, como los temblorosos ojos de un conejo, o si solo en la intimidad me montan estos numeritos y empieza el bamboleo.

A la micción siguió mi primera incursión a la cocina, donde devoré buena parte del pan que enmohecía en la nevera. Pude ver una gran tostadora de acero, pero no quería tener a Ray esperando, y tampoco estaba seguro de cómo funcionaba aquel artilugio. No había mantequilla, pero encontré un poco de mermelada. Luego prendí el botón de encendido del hervidor, ingenio que jamás había tenido ante mí —sabía de su existencia, obvio, no pasaba la mayor parte de mi vida atrapado en el túnel del tiempo; no me perdía una sola entrega en la tele de El Mundo de mañana desde los ocho o algo así, pero mis padres seguían fieles a la antigua usanza—. Por contra, la cocina de Ray era totalmente eléctrica, y la susodicha tetera parecía una jarra de metal conectada a la pared. La llené, presioné el interruptor y se hizo la luz en un diminuto indicador. En honor a la verdad, y sin ánimo de salvar la cara, debo decir que el uso de esa clase de hervidor tardó aún su tiempo en popularizarse. Tal vez se tratara de un prototipo o de un modelo importado.

No podía estarme quieto y, aunque estaba tratando de desenvolverme con soltura, seguía observando a Ray en el salón. Me di cuenta de que se había puesto los guantes de vestir. Entonces pensé que los había sacado de su chaqueta mientras yo lidiaba con mis abluciones, cosa que pudo haber hecho, sin duda, pero ni siquiera consideré la posibilidad de que tuviera más de un par. Lo más probable es que se tratara de otro par.

No me habló ni reparó tampoco en mi presencia. Seguí debatiéndome entre echarle un ojo al hervidor en la cocina y revolotear a su alrededor, y tuvo la amabilidad de no hacerme sentir aún más estúpido al advertirme de que no necesitaba estar pendiente del hervidor, que se apagaría sin mi ayuda cuando el agua hirviera. Por supuesto, solo pensé en eso más tarde. Me cuesta aún creer lo paciente que fue conmigo, no me hizo sentirme incómodo en ningún momento.

Al pimplarse la cerveza, lo anunció con cierta pompa aplastando la lata y arqueando las cejas. No me hicieron falta subtítulos para adivinar que quería tomarse otra, y no me ofendió que no me diera las gracias al traérsela. Al hacer, por fin, acto de presencia con mi taza de té, debo admitir que estaba un poco molesto porque él extendió su mano enguantada para impedirme sentarme a su lado en el sofá. Supongo que me estaba pasando de listillo al sentirme como en casa, pero al invitarme a servirme lo que se me antojara, no advertí que me estuviera tomando demasiadas libertades en el salón.

Cuando extendió la mano, pensé que me invitaba a sentarme en el extremo más alejado del sofá, pero cuando me dirigí hacia allí, él solo sacudió la cabeza, sin siquiera mirarme a los ojos. El cuero de su mono acompañó su gesto con un leve crujido.

En cierto modo, era insultante que me impidiera acomodarme en el sofá como si fuera un perro sarnoso que deja la pelambrera esparcida por doquier; pero de no ser por tan precisas indicaciones, ¿cómo hubiera llegado adonde quería postrarme, acurrucado a sus pies, pero nunca me hubiera atrevido a sugerir? No me dio indicaciones. Tampoco insinuó que tuviera derecho a una silla, como tampoco que mi chupa indigna gozara del privilegio de pender de una clavija. En cierta manera, con ello parecía liberarme de tener que tomar mis propias decisiones, aunque se diría también que, de ese modo, también parecía arrebatármelas. Había un sillón a juego frente al sofá, y podría perfectamente haber tratado de acomodarme allí. Lo que es evidente es que ya nunca sabré si realmente me habría permitido sentarme allí, pero conociéndole como lo conozco ahora, me inclino a pensar que me habría concedido esa gracia. No creo que estuviera interesado en absoluto en forzar a sus huéspedes.

Después de pegar toda esa hebra a propósito de la preparación del té, no tuve ocasión ni de tomármelo. Ray simplemente lo dejó fuera de mi alcance. Con todo, se había dado cuenta, obviamente, de que necesitaba algo en lo que ocupar mis manos, y de que, si conseguía desprenderme de ese manojo de nervios, no lo decepcionaría. Ray sabía esperar. Incluso su parsimonia en la espera distaba con mucho de asemejarse a la espera de la gente común. Su espera fue decisiva para tal fin. Decidió que era preciso que me preparara esa taza de té, pero también que no necesitaba tomármela.

Ray me quitó las gafas. Si me hubieran dicho antes de que sucediera que me vendarían los ojos la noche en que perdí mi virginidad, habría tenido uno de mis ataques de pánico. Pero cuando Ray tomó en sus manos un pañuelo negro, lo dobló lentamente y, a continuación, lo anudó alrededor de mi cabeza para taparme los ojos, sentí una suerte de alivio. Lo que nunca había podido imaginar sobre el sexo, en lo que a mí concernía, era cómo alguien podría tener la paciencia de mostrarme lo que debía hacer. No creía que me fuera a caer esa breva, no a mí. Ahora, mientras Ray se aprestaba a anudar hábilmente el pañuelo negro en mi cogote, supe que finalmente se acercaba el momento. Ya no importaba que no tuviera ni la más remota idea de cómo proceder, alguien asumía esa responsabilidad por mí.

Cuando comenzó a quitarme la ropa, me importó mucho menos de lo que me hubiera afectado sin el pañuelo. No me desnudó ni con brusquedad ni con delicadeza, sino con suma diligencia. Descubrí que podía soportar que Ray viera mi cuerpo desnudo, siempre y cuando no tuviera que verlo yo mismo.

Ray me puso de rodillas frente a él. Obviamente, había decidido que necesitaba algo más fuerte que el té. Puede que no reparara en el hecho de que servidor no era, ni mucho menos, un bebedor. En ocasiones especiales, papá me servía un vaso de clara, que en realidad solo era limonada con un poco de cerveza. Siempre montaba un numerito cuando tenía a bien hacerlo, como si dos sorbos me fueran a hacer enloquecer, y supongo que yo creía que así se me permitía pasar a formar parte del mundo de los adultos. Mamá y papá bebían Advocaat en ocasiones especiales, y desde que cumplí los doce me dejaban tomar un poco en Navidad, solo que, en realidad, eran natillas servidas en un vaso pequeño como los que estaban usando. Desde que cumplí los dieciséis años se me permitió tomar Advocaat del bueno, pero, en realidad, prefería las natillas, y a punto estuve de solicitar la readmisión en la vieja rutina de no ser por temor a parecer un bebé.

De repente, sentí una enorme fuente de calor en mis labios, y aspereza, frío y humedad a un tiempo. Entreabrí mis fauces y Ray dejó que la cerveza goteara de su boca a la mía. Tosí y me atraganté al sorber aquel líquido agrio. Si hubiera sido yo una criatura que respirara cerveza, procedente de algún planeta de la constelación Lager, me habría dado el beso de la vida, pero solo era Colin de Isleworth y no iba a poder con aquello. Luego, cuando me atraganté por culpa del sabor, me di cuenta de que venía otro detrás, el escurridizo sabor de la lengua de Ray. Eso es lo que yo ansiaba degustar, el sabor a él dentro de su boca.

Aun así, mi miedo a la bebida era más fuerte que mi curiosidad por besarle, y me paralizó. Ray tomó otro trago de cerveza, pero esta vez mantuve la boca cerrada contra él, hasta que usó su lengua como una palanca resbaladiza para vencer mis defensas. Su lengua se convirtió en un líquido tibio y más denso que emergía de la fría corriente de cerveza cuando penetró en mi boca, pero se esfumó antes de que pudiera encontrarse con la mía.

Es evidente que eso no fue un beso, pero tampoco exactamente lo contrario. Descubrí que si abría mi boca obedientemente, por cada nuevo trago, Ray mantenía su lengua bien retraída, y no me atrevía yo a hurgar por mi cuenta; pero si lograba resistir un poco, su lengua acariciaría mis labios hasta que cediera. Una o dos veces pude saborear su lengua y sentir nuevamente su calor a través del frío de la cerveza.

Al ver los besos en las películas, siempre me sorprendió que la gente pareciera cerrar los ojos en el momento en que, por fin, se producía el encontronazo. ¿No era el codiciado objeto de aquel acoplamiento poder mirar a los ojos de tu amante? Ahora, con los ojos vendados en medio de mi primer trago, algo que no deseaba, y aquella suerte de beso que era lo que más quería en el mundo, caí en la cuenta de que contemplarlo estaba fuera de lugar.

Tras diez minutos de excitantes prolegómenos, estaba ya desmayándome de placer y frustración, y bastante ebrio también. Ray se fue un momento, deduzco que a por más cerveza, y yo ni siquiera estaba seguro de mi paradero en aquel espacio, había perdido la referencia de donde quedaban las puertas y ventanas de la habitación. Ray estaba tratando de orientarme con el tacto y el gusto, en el microuniverso de mis subdesarrollados sentidos. También trataba de conseguir que me relajara, quisiera o no. Por razones técnicas obvias, no puedo decir cuánta de esa cerveza fluyó por su gaznate en lugar del mío, pero creo que solo bebió lo suficiente como para hacerme compañía.

Hubo un tiempo en que los pequeños anuncios en los reservados de los periódicos gay eran demasiado alegóricos en sus sugerencias, discretamente crípticos. Ahora, por supuesto, puedes airear ahí lo que se te antoje, pero durante esa suerte de interregno, en el que no podía uno permitirse ser tan explícito, hubo una etapa en la que los anunciantes hacían referencia a los exámenes de secundaria y bachillerato: los otrora conocidos en Reino Unido como O-levels y A-levels. Era evidente que el interés del anunciante no tenía como fin evaluar las prestaciones académicas de los interesados, y hacía inequívocamente referencia a los conductos disponibles, Oral y Anal; pero cuando vi esos anuncios por primera vez de veras pensé que se buscaba a jóvenes efebos bien preparados. Es un asunto doloroso para mí, dejé la escuela a los quince, pese a aprobar mis O-levels y sé que no soy estúpido, pero no requiere un gran esfuerzo hacerme sentir como si lo fuera. No dejé la escuela porque creía haber aprendido todo lo que quería saber, dejé la escuela porque era bajito, gordo y no soportaba por más tiempo el acoso.

Me apasiona la educación, valoro realmente su importancia y no es algo que, en lo que a mí concierne, dé, ni mucho menos, por hecho. Cuando tengo una clase, mis compañeros de trabajo me ayudan reorganizando sus turnos para echarme un cable a fin de que pueda asistir a clase. Son muy buena gente. Se meten a veces conmigo por emplear un léxico más refinado y por llevar siempre un libro en el taxi, pero eso no me importa. Mi apodo de trabajo es «Obsesudo». Está bien que te busquen las cosquillas, de vez en cuando, personas que te conocen y te aprecian, es casi lo opuesto al otro tipo de burlas, a ese tipo de acoso infame que padece uno en la escuela.

Sea como fuere, Ray me invitó a desempolvar el temario de los O-levels por unos minutos, y decidió, a continuación, que era ya hora de que mi educación sexual avanzara. Me ayudó a reincorporarme y me arrastró como mejor pudo hasta la cama. Si hubiera compartido conmigo el destino final de aquella maniobra, podría haber negociado aquel corto trayecto con más comodidad, pero supongo que quería mantenerme en ese estado de confusión, para que siguiera tambaleándome mientras usaba su fuerza para llevarme adonde me quería.

Desde el momento en que cerró la puerta de su apartamento, Ray apenas se había comunicado conmigo, no de la forma en que la gente normalmente se comunica. Breves intercambios, discusiones bizantinas, como se denomine a lo que media entre las anteriores opciones. No habíamos cruzado casi palabra. Pese a todo, podría decirse que me estaba instruyendo en una forma singular y muy distinta de comunicarse. Hasta entonces había sido bastante atento, sin ser exactamente considerado pero, ahora, algo estaba empezando a cambiar; ni rastro quedaba de la paciencia que me había dispensado cuando jugueteaba con mi boca.

Me arrojó sobre la cama. El cuerpo que había empezado a tantear y apreciar por su fuerza y decisión se me mostraba ahora con todo su peso y dispuesto a lanzar una acometida sin cuartel. Me inmovilizó. Y lo que había comenzado como una seducción no exenta de cierta aspereza acabó convirtiéndose en, digamos, una violación en toda regla. Cierto es que, en su momento, le manifesté que podía hacer lo que le viniera en gana conmigo, lo admito; pero hasta donde es razonable, hay cosas que uno no puede consentir. Ebrio o, menos aún, sin haber probado gota, nadie en su sano juicio puede aceptar ser abierto en canal con semejante ferocidad. Si usaba algún lubricante, no estaba siendo magnánimamente espléndido en su aplicación, pero dudo que empleara tal cosa. Ni siquiera se me concedía el piadoso derecho a disfrutar de la grasa de cera de la que se beneficiaban sus cueros. No me permitió sobreponerme siquiera a la insultante embestida de su polla ni al doloroso ritmo que imprimía a sus lances.

No recuerdo en qué momento me percaté de que tenía un cinturón en la boca. Dudo que la intención de Ray fuera usarlo como mordaza, para silenciarme no era necesario recurrir a semejantes medidas y podía hacerlo con suma facilidad. Resolví, en pleno trance, morder el cinturón, pero aquello tampoco me tranquilizó. Con cinturón o sin él, me temo que hice mucho ruido. En mi siguiente visita al dentista, este me reveló que me había partido un diente, pero eso podía haber sucedido de varias maneras. Comiendo un durazno o mordiendo una piedrecilla oculta en algún alimento. Roer con excesiva fruición los huesos cuando mamá cocinaba chuletas de cordero parecía de lo más plausible.

Al menos fue rápido, y no creo que lo hiciera por placer. Me hizo sufrir, pero no se alimentó de mi sufrimiento; su manera de tratarme poco antes tenía mucho más que ver con su carácter, también con su característica implacabilidad, pero —quisiera pensar que— sin un ápice de crueldad. Creo que esta fue, sencillamente, una ocasión especial para él. Para los dos.

No obstante, hay una parte poco romántica de mí que se resiste a aceptar lo diferente que era cuando me estaba enseñando a chuparle la polla, y es una parte que no deja de susurrarme al oído: Si tuvieras un par de dientes en las fauces de tu ojete, sin duda se habría mostrado más caballeroso. Sea como fuere, creo que fue una especie de ceremonia iniciática para él. No lo estaba haciendo por diversión, precisamente, aquello obedecía a una razón de mayor trascendencia: estaba tomando posesión de mí.

Pensé que iba a matarme con su polla, pero cuando descubrí que no lo había hecho, al cabo de un rato empecé a animarme y a pensar que no había sido tan terrible, bien mirado. Nunca había soñado con ser empalado, nunca. Pensaba que el desenlace de aquel encontronazo iba a ser mucho más trágico.

Mientras tanto, Ray tenía otras cosas reservadas para mí. Antes de que me dejara dormir, perdí algunas virginidades que ni siquiera sabía que tenía. Me hizo hacer cosas que nunca se me habrían pasado por la cabeza hacer, razón por la cual nunca me había considerado como alguien que jamás las hubiera hecho. Lamí una bota por primera vez, le relamí el trasero a un hombre. Estaba demasiado sorprendido como para avergonzarme de mis actos. Nunca se me habría ocurrido que permitirme emplearme a fondo en estas cosas pudiera significar algo.

Una cosa que realmente agradecí de la forma en que Ray hizo las cosas, esa noche y después, fue que no me tocó la polla ni esperó tampoco a que jugara con ella. Me alegré de eso. No guardo gran cosa en la entrepierna y, para mayor gloria, mis erecciones son imprevisibles; se manifiestan sin siquiera tener a bien advertírmelo. Aparecen cuando quieren, generalmente cuando no hay nadie a mi alrededor. Si ya soy tímido como persona, mi polla es, con diferencia, la parte más tímida de mi ser, así como la parte de mí con la que, a su vez, soy más tímido. Fue un auténtico alivio que Ray obviara su presencia y la ninguneara como si no existiera.

Por increíble que pueda parecer, tal vez me falle la memoria, creo recordar que Ray me folló de nuevo antes de que nos durmiéramos, aunque no podría afirmarlo con la más absoluta de las certezas. Es posible que mediara un buen rato entre ambas acometidas, de lo contrario, no concibo cómo podría haberlo olvidado; pero cuando fuera que se produjo dicho encontronazo, se tomó su tiempo y, esta vez, lo disfruté. El dolor se apoderaba de mí con un ritmo predecible y el ritmo era fuente de placer. Ray nunca más volvió a hacerme daño. Los dolores y los besos terminaron con la primera noche.

Cuando Ray se fue a dormir, apenas empezaba a amanecer y el canto de los pájaros así parecía atestiguarlo. Pude ver el cinturón que había mordisqueado y el pañuelo con el que me había tapado los ojos en la almohada que se interponía entre nosotros. Tenía sábanas y fundas de almohada negras, cosa que tampoco había visto antes. Si corría un poco la sábana, también podría echar un vistazo a la sección central y compararla con la mía. Costaba lo suyo creer que se tratara de partes equivalentes en criaturas similares, desde un punto de vista estrictamente anatómico. La curva plana de su vientre, que podía, incluso, acariciar suavemente. La belleza de su respiración y su vitalidad. Podría calmarme para dormir con solo contar la cantidad de abdominales que obrarían el milagro de convertir mi panza en la suya, iniciando la cuenta atrás desde mil millones.

La fuerza de voluntad de Ray se desplomó sobre mí tres veces en menos de veinticuatro horas, en olas que se alcanzaron las unas a las otras para precipitarse inexorablemente hacia su ocaso. En Box Hill había tomado la iniciativa, convirtiendo mi tropiezo sobre sus partes en un primer paso en una nueva dirección. Luego me eligió para pasar la noche con él; él, que podía haber tenido a cualquiera. Él, que podría haberse largado con quien hubiera deseado. Y ahora, al despertar en un día de puente en Cardinals Paddock, me sentía terriblemente dolorido y anirroto pero, a un tiempo, también decididamente orgulloso, orgulloso incluso de estar dolorido, no obstante Ray tenía otros planes para mí. Nunca me contó en qué consistían, pero tampoco los compartió nunca con nadie más. No es que sus planes fueran secretos, sino que tan solo eran de su incumbencia.

Había hecho café y se había dado una ducha, llegaba ahora mi turno. Si quisiera, podría imaginarlo mirándome mientras dormía, de la misma manera que lo había vigilado la noche anterior. Solo que cada vez que trataba de pensar en eso, tan solo alcancé a imaginármelo asintiendo con su cabeza nuevamente, como había hecho en Box Hill. Preguntándose si debería ir a dar un largo paseo y esperar que yo hiciera lo más decente, a saber: ahuecar el ala y esfumarme.

Ray había recogido el cinturón y el pañuelo, las latas de cerveza y la taza de té que no pude tomarme. Aguardó a que me tomara mi café y me diera una ducha, y luego se ofreció a llevarme a casa.

La verdad es que no tenía ningunas ganas de vérmelas con papá. Con mamá en el hospital, su mente apenas tenía tiempo para mí, de lo contrario, dudo que hubiera perdido los estribos la mañana de mi cumpleaños, y aunque sí lo tuviera en cuenta, me habría gritado como siempre y en eso habría quedado la cosa; tampoco es que fuera un energúmeno. Creo que los dos estábamos sorprendidos por igual de que me hubiera levantado la mano, pero no iba a fingir que no había sucedido.

Mamá y papá encarnaban la pareja de manual perfecta, aunque a la gente no dejara de resultarle harto chocante tan envidiable cercanía en la vida real. Siempre se miraban a los ojos (eso es lo que siempre señalábamos, no sin cierta sorna, dado que tenían exactamente la misma altura). No eran ostensiblemente cariñosos, de hecho, aunque todavía se cogían de la mano, soltándose si se sentían observados. Si quienes observábamos la escena éramos Joyce o yo, se darían un último abrazo, pero aun así dejaban de tomarse de las manos. No se prodigaban en la exhibición del notable éxito de su matrimonio, tan solo vivían en él.

Sé de un pueblo con una costumbre pintoresca: se premia con la mitad de un tocino cada año a la pareja casada que no ha tenido una sola pelea. El premio lleva por nombre La carne de tocino curada de Dunmow. Mamá y papá podrían haberse hecho con la mitad de un tocino año tras año, se habrían hartado de tanto tocino. Reunían todos los requisitos necesarios. Bueno, aparte de no vivir en Great Dunmow.

Trabajaban juntos, papá era el farmacéutico y mamá manejaba el negocio. Antes de tener hijos, vivían en la tienda, y luego se mudaron, pero solo calle abajo, a cinco puertas de la farmacia.

No creo que Joyce y yo pensáramos que mamá y papá se casaron para tenernos, lo hicieron para tenerse el uno al otro. Cuando digo «Joyce y yo», no incluyo a Donna porque no es el tipo de conversación que pueda imaginar tener con ella, eso es todo. Estoy seguro de que Donna, Joyce y yo fuimos programados, no fuimos sin recato concebidos, pero el matrimonio era el plan maestro que todo lo regulaba. Nos tomó un tiempo darnos cuenta de que los padres de otras personas no eran como los nuestros. Su aniversario era un gran día para ellos, y no lo compartían con nadie más. Ese día, todos los años, pasábamos la noche con los vecinos, incluso si mamá y papá no salían. Por lo que imaginé que a papá, con mamá en el hospital, celebrar aquella efeméride le iba a sentar como un tiro.

Pensé que, si llegaba a casa lo suficientemente tarde, él estaría en el hospital, y cuando volviera, diría que me disponía a salir para ir a visitarla, y ya sería de noche cuando no tuviéramos más opción que reencontrarnos en casa. Traté de retrasar el momento en que Ray y yo partiríamos en moto desde Hampton, pero Ray no aceptaba un no por respuesta. Como estaba empezando a comprender, no aceptar un no por respuesta era algo que hacía con no poca frecuencia y se le daba estupendamente bien.

Papá se estaba yendo. En realidad, estaba abriendo la puerta para marcharse cuando me acerqué por el camino llave en mano. Papá se quedó en blanco por un momento, pero tuvo la cortesía de invitar a Ray a entrar. Al poco, el impulso por ser hospitalario se esfumó en el umbral de la puerta. En aquella horrible semana para él, las atenciones de papá en sociedad rara vez rebasaban el felpudo de la entrada, por lo que nos quedamos allí, incómodos, a las puertas del pequeño recibidor.

Supongo que la mayoría de los padres se estremecerían si un motorista de metro noventa y cinco se cruzara en su camino, pero eso no parecía impresionar a mi padre. Mis dos hermanas habían salido con muchos moteros, Donna se había casado con uno el año anterior y Joyce se casaría con el que desbancó a Ted en 1976. Los moteros corren por nuestras venas.

Eran épocas muy distintas. Las motocicletas seguían siendo vistas como el medio de transporte del hombre pobre. No eran todavía objeto de culto y las compañías de seguros no habían perdido aún la cabeza. Los jóvenes iban en moto hasta que se casaban. Con suerte, la motocicleta formaba parte de sus vidas hasta que irrumpía el cochecito. A menudo, la moto y el cochecito se toleraban durante unos meses, aunque el cochecito siempre se imponía al final.

Además, Ray era un hombre adulto, pero tampoco era un tipo tan mayor. Encarnaba el prototipo de hermano mayor que querrías para tu único hijo. Pese a lo poco que sabía de él, no le echaba yo muchos más de veintipocos.

En el pasillo de mis padres, Ray tomó la palabra. Con suma naturalidad anunció: «Señor Smith, le he pedido a Colin que se quede conmigo en Hampton por unos días. Creo que necesita un poco de espacio. Tal vez les venga bien a ambos». Aquello me dejó patidifuso. No recordaba haberle dicho nada a Ray sobre lo que estaba sucediendo en casa. ¿Quién sabe? Tal vez hable en sueños, pero no suele acompañarme ningún contertulio a esas horas para verificarlo.

Papá lo encajó sin sobresalto aparente. Ayudó, sin duda, que Ray se expresara tan bien y con semejante soltura, sin por ello sonar a esnob pijín. Por aquel entonces, todas las voces de la radio sonaban muy artificialmente impostadas, un poco lejanas en el tiempo, aunque, como parecía evidente, se tratara, en la mayoría de los casos, de locutores procedentes de todas partes que habían tomado lecciones para sonar de la misma afectada manera. La mayoría de la gente todavía prefería las voces cultas en la radio a los sonidos que ellos mismos hacían.

Papá se sintió incluso aliviado por la bendición de no tener que preocuparse por mí. En espíritu, él ya estaba en el hospital, junto a mamá. Y, gracias a lo sucintamente expuesto por Ray, los dos podríamos coincidir en el hospital sin necesidad de tener que enzarzarnos en desagradables discusiones por los roces y agravios cotidianos. La presión se esfumó, de repente, sin más. Ray prometió recogerme a las seis, a mí y a mi neceser.

Con ese arreglo la mente de papá quedaba temporalmente liberada de tener que ocuparse de mí, lo cual no dejaba de resultarme, en cierto modo, un poco doloroso, pero, en honor a la verdad, debo decir que otro tanto, sino más aún, me sucedió a mí con papá. Ya no tenía que preocuparme por él. Ray se quedó junto a la Norton cuando nos alejamos en el auto de papá, y no pude quitarle los ojos de encima. Él no saludó, no sonrió. Tampoco hizo nada que me hiciera pensar que no se iba a presentar en casa a la hora convenida.

Si hubiera prestado la atención debida a mi desvalido padre, me hubiera percatado del modo en que la enfermedad de mamá le estaba afectando. Los cambios en mi propia vida me tenían demasiado absorto como para caer en la cuenta de que algo bastante drástico le estaba sucediendo.

Farmacéutico o no, a papá le incomodaba sobremanera todo lo relativo a las dolencias de las mujeres y a todas sus enfermedades, y el hecho de que mamá acabara de pasar por lo que su generación dio en denominar «el cambio de vida» era causa de mayor preocupación si cabe. Solo comprendí lo que le pasaba a mamá por Joyce, quien tenía acceso a información privilegiada por ser también mujer. El asunto con mamá eran unos pólipos cervicales que, muy probablemente, fueran benignos —era prácticamente imposible que fueran malignos—, pero no querían correr riesgos y seguían haciéndole muchas más pruebas. Joyce no estaba preocupada, y me confió que mamá tampoco, de modo que no me preocupé, pero o papá cargaba con las preocupaciones de un tercero o, definitivamente, estaba sacando las cosas de quicio.

Su cabello emblanqueció, no de la noche a la mañana, sino en poco más de dos semanas; en quince días, para ser exactos, cosa que seguramente no advertí hasta que ya parecía irreversible. Había, como reza el dicho, casi tanta sal como pimienta en su cabello hasta ese momento, si bien, en tan solo diez días, el cuero cabelludo iba a convertirse en una diminuta salina, sin concesión alguna a la pimienta.

Ray llegó a las seis, como prometió, y allí aguardaba yo con el neceser en ristre. Ese día me fui a vivir con Ray, al día de conocerle. ¿Qué os parece eso en materia de cambio fulminante de estilo de vida? Lo cierto es que no llegué a abandonar el hogar familiar del todo. Tenía dos direcciones, dos formas de vida muy distintas, aunque la distancia geográfica entre ellas fuera irrisoria: poco más de ocho kilómetros, si eso. No desarrollé un síndrome de múltiple personalidad, pero supongo que me convertí en una persona cuya vida tenía dos vertientes muy diferenciadas.

Por supuesto, al principio tuve la terrible sensación de estar en Hampton a prueba. Tenía la impresión de haber aceptado una suerte de cautiverio condicional, convencido como estaba de que sería debidamente empaquetado y devuelto de regreso a casa si mi estancia no rendía a entera satisfacción del anfitrión, aunque Ray nunca hiciera ni dijera nada que pudiera hacerme pensar que estaba, en efecto, sometido a un periodo de prueba. Se me ocurrió a mí solito. Es de esa clase de ideas con las que mi atormentada mente se obsesiona sin dar tregua alguna.

Traté de averiguar cuál sería mi rol en la casa, al margen de mi cometido más previsible. ¿Qué haces por el hombre que lo es todo? Traté de poner un poco de orden, hasta que me rogó que no lo hiciera, y que lo dejara todo como estaba. Entonces me decidí a convertir la cocina en mi feudo, cosa que no pareció incomodarle, por lo que hice mía aquella misión. Me dejé la piel tratando de preparar las comidas, incapaz de decidir entre sencillez y sofisticación; filetitos rebozados de pescado un día, mi patética aproximación al pollo a la francesa al siguiente, mientras Ray comía todo lo que le servía sin queja aparente, día tras día. Rebañaba hasta la última gota pero sin emitir dictamen alguno. Le admiraba mientras comía, mas tratando de no extraer demasiadas conclusiones de su expresión facial. Me llevó una eternidad relajarme.

Tal vez sea cosa de cada pareja, o de dos personas que cohabitan bajo el mismo techo, tener una cosa en común, una cosa al menos, y me tomé mi tiempo para darme cuenta de que ahí era donde Ray era como mi padre. Realmente no le importaba en absoluto lo que comía. Se comía todo lo que le servían. Con todo, si hubo alguna similitud más entre esos dos sujetos, sigue esquivándome la respuesta.

Al margen de mis propias dificultades para tratar de comprender cómo adaptarme a ella, la vida doméstica de Ray era muy ordenada y predecible. Los sábados por la mañana se entregaba, en cuerpo y alma, a la limpieza de la moto, siendo la noche del sábado, sin excepción, noche de póker. La partida se jugaba en casa de los sospechosos habituales por rotación, por lo que cada seis semanas, más o menos, le correspondía a Ray oficiar como anfitrión. Me llevó con él a las noches de timba desde el principio, pero nunca me interesé en el juego, ni en los tecnicismos ni en los rudimentos de psicología barata que parecía preciso conocer a tal efecto. No fue un problema. A nadie pareció importarle si me venía acompañado de un libro y leía tranquilamente.

Los domingos siempre había salida en moto. La membresía del club de Ray estaba compuesta por los mismos tunantes que integraban el club de póker. No podías formar parte de la cofradía motera a menos que jugaras al póker, y no podías jugar al póker a menos que militaras en dicha cofradía. Eran los mismos tipos de siempre: Big Steve y Little Steve, Mark, Paul, Alan y los demás. Para la noche de timba, en sábado, no era obligatorio ir en moto, precepto cuya estricta observancia era de obligado cumplimiento en las reuniones ordinarias de la cofradía.

Alan era el más raro de cuantos conformaban aquel grupúsculo. A los demás les gustaba comportarse con la rudeza al uso, pero lo suyo, en cambio, era pura onda rayana en la ultraortodoxia, lo cual no acostumbra a ser tan atractivo. Apenas se aseaba. Se lo imaginaba uno durmiendo enfundado en el mono; de hecho, no podías imaginártelo de ninguna otra manera. Todos los demás, a la manera de Ray, tenían su atractivo y eran tipos interesantes, pero Alan era pura oscuridad.

Puede que Ray no dictara las reglas, pero parecía ser él quien hacía que se cumplieran a rajatabla. Era muy estricto con la bebida. Los miembros podían tomar una copa el sábado por la noche, ni una sola más si había salida en moto, por lo que, obviamente, existía la escapatoria, si alguien de veras quería darse un homenaje etílico, de no aparecer con la moto el sábado por la noche.

Ray siempre acudía puntualmente a las reuniones del club, sin permitirse, siquiera, el trago contemplado en los estatutos. Solo cuando era el anfitrión en noche de timba, cada dos meses, en su apartamento en Hampton, se tomaba unos pocos vasos de whisky cuidadosamente espaciados. Nunca le vi ebrio.

Las apuestas en la noche de póker solían ser modestas. Tal vez porque algunos miembros estaban visiblemente más cómodos con esa suerte de pacto tácito, pese a no ser del agrado de la cofradía al completo. El estilo de vida motero hacía que las diferencias entre las personas fueran menos evidentes, pero no cabía esperar que desaparecieran por arte de magia. No había límite de apuesta, pero se esperaba que los miembros donaran la mitad de sus ganancias para costear el avituallamiento de aquellas sesiones de ludopatía grupal. De haber excedente en la tesorería de las timbas, este se destinaba a subvencionar los gastos de las salidas en moto.

El club tenía especial predilección por organizar salidas, con cierta regularidad, a Box Hill, pero también a lugares algo más alejados, como Bath o Bristol, privilegiando las expediciones al oeste para evitar cruzar Londres. Los miembros provenían de Teddington, West Byfleet y Woking, y de los más diversos ámbitos de la vida profesional, por lo que a veces la noche de póker tenía lugar en una gran casa unifamiliar, y en ocasiones nos cobijábamos en cuchitriles monoparentales. Si el tiempo era inusualmente frío y no había calefacción central, a Ray no le importaba si me agenciaba alguna de sus prendas.

Todos los miembros del club gastaban monturas británicas. BSA, Triumphs, Norton y Royal Enfield. No había una regla escrita proteccionista que impusiera tal cosa, pero, ante la duda, la presión de los pesos pesados del grupo habría sido bastante abrumadora. La mayor parte de las motos que montaban los cofrades tenían motor de arranque a la antigua usanza, si bien Ray parecía ser el único capaz de prender su montura de una sola patada, con una coz inapelable, para que el motor reconociera al vuelo el aplomo de su amo.

La industria nacional de las motocicletas agonizaba ya en 1975, pero el club se resistía a admitir tal cosa. Todavía circulaba mucha chatarra británica por nuestras carreteras. Nadie compraba motos nuevas, aunque no les faltara la pasta para ello. La gente prefería comprar de segunda mano y no le hacía ascos a tener que lidiar con un poco de mantenimiento. El mercado de las piezas de repuesto abastecía aún, sin grandes dificultades, a todos los feligreses.

Ray siempre montaba en cabeza, al frente de la columna, si se me permite la expresión castrense. La majestuosa oleada de cromo, en columna de a uno, en procesión. No era el mando supremo del club, acotación que, además, al no haber mando alguno, es de todo punto absurda. Era, tan solo, una suerte de líder natural. Los albañiles en las obras nos saludaban y los operarios en las carreteras a menudo nos hacían el acostumbrado gesto a modo de saludo, invitándonos a dar gas cuando pasábamos al esbozar la aceleración de un acelerador imaginario y, a veces, solo a veces, Ray obsequiaba al respetable accediendo a sus deseos. Me di cuenta de que las motos del convoy que formaban detrás de mí solo aceleraban para complacer a la multitud si Ray, previamente, les había concedido esa gracia. En estos días, incluso la realeza agradece los vítores de sus simpatizantes, pero a Ray se la traía al pairo.

La obsesión por la seguridad de Ray obligaba al pelotón a guardar la distancia debida en carretera, a fin de evitar que se agrupara con peligrosidad. A decir verdad, lo único que realmente dijo fue: «No quiero sentir vuestro aliento en mi cogote». De hecho, lo que sucedió fue que los otros cofrades dejaron un poco de espacio entre Ray y el resto, para reagruparse a escasa distancia detrás del guardián de las esencias. Puede que a Ray no le resultara tan molesta esta jerarquización, fácilmente divisable en el despliegue en que formaba el club sobre el asfalto, dividiéndose en un carismático escolta y el resto de la tropa a dos ruedas. Un purasangre, diríase, tirando de un atajo de pulgosos jamelgos. El liderazgo sobre sus correligionarios era, a todas luces, incontestable. Era el único de la pandilla que leía un periódico sin horóscopos.

Liderazgo cuestionado tan solo por su inquebrantable adhesión a las normas y, en particular, a los límites de velocidad, tanto si montaba en grupo como por su cuenta y riesgo, deteniéndose, sin excepción, en los pasos de peatones cuando aguardaba un transeúnte para cruzar, sin haber siquiera este alcanzado aún el punto que le concedía tal preferencia. Tal vez le divirtiera hacer gala de buenos modales cuando no se esperaba de semejante calaña sino el más grosero de los apremios. Me di cuenta de que los peatones a los que dispensaba ese trato, por muy indispuestos que estuvieran, cruzaban a toda prisa la carretera, como si les aterrorizara, en lugar de confortarles, que el motero antepusiera sus derechos a sus irreprimibles ansias. En cierto modo, al dispensarles ese trato, no exento de respeto, les hacía aún más conscientes de su propia insignificancia.

Al poco de la mudanza, me metí en el baño a poner un poco de orden entre mis pertenencias y no pude encontrar nada de lo que había puesto en mi neceser, ni colonia, ni desodorante. Me disponía a preguntarle dónde había guardado mis cosas cuando las vi en la papelera del baño. Había tirado todas mis cosas sin mediar palabra. Tampoco ocultó las pistas que, a simple vista, le incriminaban como autor material de aquella expropiación, como si pretendiera con ello dejar bien clara una cosa.

Me molestó, pero me asistió suficiente sentido común como para encerrarme en el baño por un momento y tratar de descifrar lo que Ray estaba tratando de decirme. Se había tomado la libertad de desprenderse de todo lo que había en mi neceser que emanara algún tipo de fragancia. Deduje que no quería que oliera a otra cosa que no fuera a mí mismo, eso estaba bastante claro. Supongo que quería que me enorgulleciera de mi propio cuerpo, o que, por lo menos, no me avergonzara, bajo ningún concepto, de él. Claro, así cualquiera: si hubiera tenido la suerte de venir a este mundo con un cuerpo como el suyo, otro gallo cantaría. En lo tocante al afeitado, mi loción también había sido víctima de aquel inmisericorde saqueo, pero no así mi maquinilla. Las maquinillas de afeitar desechables inundaban, a la sazón, el mercado, pero su afeitado era criminal. Las maquinillas de afeitar de una sola hoja, por el contrario, eran fetén. Nadie hubiera entendido a qué te referías si, con toda la pompa, te permitías verbalizar algo tan horrísono y arcano como «sistema de afeitado». Mucha gente en aquellos días tenía hojas de afeitar que podías desatornillar con suma facilidad, pero yo tenía ya una de las nuevas con cartucho recambiable, para que la cuchilla no quedara expuesta mientras la cambiabas. Tener un farmacéutico en la familia tenía sus ventajas.

Mi maquinilla reposaba todavía donde la había dejado, junto al lavamanos, pero mi loción estaba en la papelera. Me detuve, una vez más, con el fin de descifrar el significado de aquella afrenta. No era que él quisiera que dejara de afeitarme, quería uno pensar que, simplemente, detestaba mi loción para después del afeitado. No quería que usara ninguna colonia o desodorante, pero quería que me aplicara una loción para después del afeitado más agradable, una que le gustara; luego, ¿acaso estaba invitándome a usar la suya?

Empecé, a partir de aquel momento, a usar la suya, y nunca hubo reproche al respecto. Si se trataba de una prueba, quiero pensar que la aprobé. Ojalá pudiera decir que aprendí a sentirme orgulloso de mi cuerpo, pero —aunque había mucho que aprender de él— eso se me resistía sin remedio. No había posibilidad de emularle en esas lides. Al principio, por supuesto, me sentía aún más avergonzado, si cabe; avergonzado, entiéndase, de una manera algo más complicadilla que incluía, a su vez, estar avergonzado de sentirme avergonzado. Pero quiero pensar que, con el tiempo, algunos de los mensajes subliminales que me lanzaba Ray hicieron mella en mí, en el mejor de los sentidos. Si era lo suficientemente bueno para él, entonces, por muy inverosímil que me pareciera, tenía que ser lo suficientemente bueno para mí.

Un sábado por la mañana, algo así como al cabo de un mes de la mudanza, recuerdo a Ray bajando las escaleras para dejar la moto niquelada, como de costumbre, y a mí acomodándome en un taburete alto de la cocina para contemplar el espectáculo. Cardinals Paddock era un callejón sin salida tranquilo, de esos callejones adonde las escuelas para prácticas de conducción llevan sus autos un domingo por la tarde para que los futuros licenciados se ejerciten en la práctica de maniobras como los giros de tres puntos. Debo añadir que nunca dejó de sorprenderme que a Ray aquella extraña compañía le inquietara lo más mínimo. Ni siquiera cerraba el clausor de la moto, artilugio al que, con toda probabilidad, le protegía su propia belleza. Ni siquiera tenía cerradura en el tapón del depósito de gasolina, por lo que todo lo que necesitaría un intrépido adolescente sería un fósforo y hacerse la pertinente reflexión: «¿Por qué alguien debería disfrutar de semejante privilegio si a mí no me ha sido dado gozar de esta maravilla?». Bastaría con que prendiera tal ocurrencia en el hipotálamo de cualquier hooligan imberbe para que el gran tesoro de Ray fuera pasto de las llamas y se derritiera frente a sus aposentos.

Tomé posición y me acomodé en el taburete de la cocina para disfrutar del espectáculo que me brindaba verle en plena faena. Era muy minucioso: incluso frotaba, con ternura, ayudándose con un trapo impoluto, todos y cada uno de los radios de ambas ruedas. Pude ver, asimismo, cómo se empleaba el hilo dental en la limpieza de una motocicleta mucho antes, además, de que supiera que se podía hacer exactamente lo mismo para la higiene bucal.

Durante la hora, más o menos, que dedicó a limpiarla para restituirle su majestuoso aspecto, no alzó la mirada ni un solo instante. Minutos después de haberme encaramado a mi taburete, comenzó a molestarme que no mostrara signo alguno de haber advertido mi presencia, como si fuera tan insignificante como invisible. Pero él sabía que yo estaba al acecho, claro que sabía que estaba allí.

Fue como uno de esos experimentos rusos sobre fenómenos paranormales de los que tanto oíamos hablar. Si alguien predice todas las cartas que se darán la vuelta sin excepción, infiérase, entonces, que no puede tratarse de una coincidencia, lo cual demostraría la existencia de la percepción extrasensorial, y que leer la mente es perfectamente plausible. Dicho lo cual, no es menos cierto que si alguien jamás es capaz de adivinar cuál es la carta oculta, ni una sola vez, tampoco puede tratarse de una coincidencia, lo cual también constituiría, a su vez, una prueba inequívoca de la existencia de la percepción extrasensorial, acaso no tan cruda.

Es evidente que Ray sabía que me apostaba allí para contemplarlo a discreción, de lo contrario habría tenido que alzar la mirada, conociéndole como creía empezar a conocerle, al menos una vez. Pura estadística. No solo tenía que saber —y sabía— que estaba allí, sin abandonar la posición, sino que decidió, para mayor gloria, ignorarme. En lo que respecta a su preferencia por esa forma más sutil de mostrar que había buena sintonía entre nosotros, qué puedo añadir: digamos que no le perdía corresponder, con la reciprocidad esperada, las muestras de afecto recibidas. Bastaba con que uno de los dos las manifestara. No se me ocurre mejor manera de explicarlo. El intercambio unidireccional era el que más le complacía.

Sobre el porqué, no tengo ni idea. Se sentía, desde luego, más a gusto así. Y, de hecho, después de que Ray no me prestara demasiada atención por un tiempo, me pareció que el ambiente en el apartamento había cambiado. El aire se espesó gradualmente y empezó a impregnarse de mi inconfesable fascinación. Ray siguió trabajando con su acostumbrada templanza, sin apresurarse en ningún momento, pero todos y cada uno de sus movimientos parecían cada vez más cargados de insinuaciones sexuales. Para cuando pulió la última pulgada de tan elegante y potente cromado, me salía el corazón por la boca. Ahora temía que levantara la mirada tanto como había querido que sucediera cuando comencé a espiarle. Si alzaba la vista, oh Dios, si me lanzaba un guiño, toda la magia de aquel extraordinario momento se desvanecería y se esfumaría.

Por suerte, Ray no era hombre al que le gustara lanzar guiños y nunca levantó la mirada, nunca se rompió el hechizo. Me quedaba contemplándolo hasta que la moto refulgía, pero antes de que oyera cómo se abría la puerta principal, ya había puesto el taburete, de nuevo, en la cocina, honrando mi parte del trato, de tal suerte que no hubiera signo alguno del imperceptible drama que se enhebraba entre nosotros, en el salón y bajo las ventanas.

Disfrutaba de los fines de semana. Los sábados almorzaba en casa de mis padres, gracias a lo cual, aunque no los viera con asiduidad entre semana, no descuidé la relación. Me encantaba militar, cual escudero, en el club de los motards y asistir también a las timbas del club de póker. Era el primer grupo con el que tenía algo que ver que de verdad parecía funcionar. Se cuidaban y compartían sus pertenencias. También se turnaban para elegir la música que se escuchaba los sábados por la noche. Paul elegía y luego Little Steve, y, acto seguido, Mark, disco a disco, a razón de LP por turno.

Hasta entonces, el grupo al que mejor conocía había sido mi pandilla de lobeznos, los Wolf Cubs, pero no estaba llamado yo a ser uno de esos Wolf Cubs que pasan a militar en las huestes de los Boy Scouts, y que ansía poder contar historietas sobre lo vivido en esos lances. Hacía lo imposible por pasar desapercibido en misa, esperando que nadie me increpara ni se mofara por el hecho de que los botones de mi uniforme no soportaran la presión de mi panza, y por todavía llevar estabilizadores en mi bicicleta.

De haber habido una condecoración a las grandes gestas de costura, me hubiera hecho con una, sin duda. Por razones obvias, no llegué a armarme de valor para siquiera preguntar si existía tal cosa; pero mi destreza en el manejo de la aguja y el dedal me permitió aprender a coser, por mi cuenta y riesgo, los botones de mi uniforme y a reforzarlos. Me daba demasiada vergüenza pedírselo siempre a mamá. Luego, cuando los botones quedaban a buen recaudo, los puntos que más atenciones requerían eran las costuras, y tuve que aprender a repararlas, e incluso a reubicarlas, para obtener un poco más de espacio.

Akela seguía instigándonos a «dar lo mejor de nosotros mismos, dar lo mejor de nosotros mismos, dar lo mejor de nosotros mismos», a lo que religiosamente siempre respondíamos, a voz en grito, «dad lo mejor, dad lo mejor, dad lo mejor», pero no me dio la impresión de que nadie mostrara el menor interés en que pudiera dar lo mejor de mí mismo. Para cuando finalmente fui condecorado con mi insignia de nudos, Akela casi había perdido toda esperanza conmigo.

Sé que no todos los lobeznos pueden ser ascendidos a Sixer, pero al final de cada sesión, después de recitar al unísono la soflama de rigor, se elige siempre a dos lobeznos para arriar los estandartes con la solemnidad debida, y nunca fui distinguido con tal honor. Probablemente, encarné la más viva imagen de la incompetencia y de la más absoluta ausencia de habilidades para el liderazgo en una organización cuyo único fin era cultivarlas. Con todo, nunca me pareció que tuviera sentido alguno nada de lo que allí se nos inculcaba, de veras así lo creo. Si tiene que haber líderes, entonces tiene también que haber seguidores, y si de algo andaba sobrado era, precisamente, de habilidades innatas para el borreguismo seguidista; tan solo esperaba que alguien así lo advirtiera y reconociera en mí ese gran capital.

Aún hoy me cuesta gran esfuerzo reprimir mis ansias al ver a un niño gordo en pantalones cortos y no abalanzarme sobre él para ofrecerle todo mi apoyo y el mejor de los ánimos, y recordarle que la vida no siempre será tan perra.

Por lo referido antes, se entenderá que los clubes gemelos que ocupaban la vida social de Ray fueran para mí toda una experiencia iniciática. Traté de incorporar sus usos y costumbres a mi aún exigua visión del mundo. Los años sesenta habían terminado apenas cinco años antes, la mayor parte de mi vida había transcurrido durante esa década, y la primera palabra que vino a mi mente al interrumpir la lectura, en una de esas primeras noches de timba, fue comuna. Eso tenía que ser lo más parecido que había a una comuna. Todos para uno y uno para todos.

En días laborables era otra historia. Ray me quería fuera de casa como tarde a las nueve en punto, y no quería que volviera a aparecer por allí hasta las seis. No es que la rutina no fuera conmigo, pero sin duda truncó toda vana esperanza de convertir el apartamento de Cardinals Paddock en mi hogar. El hogar suele ser el lugar al que puede uno ir siempre que quiera. La casa de mis padres, en Isleworth, seguía ajustándose a esa definición. Debo admitir que, en cierto modo, supe desde el primer momento que vivir según las reglas de Ray no era una prueba. Y si, en efecto, se trataba de una prueba, sería una prueba sin fin, que nunca terminaría, irremediablemente condenado a hacer valer mi valía día tras día. Por muchos que fueran mis méritos, jamás iba a caerme la breva de contar con mi propia llave.

Por las mañanas, Ray me escoltaba hasta el umbral de la portería y me abría amablemente la puerta principal invitándome a esfumarme. Una de esas mañanas, vi que había correo esparcido por el felpudo y me incliné para recogerlo. Ray no dijo nada para impedírmelo, pero pisó el montoncito de cartas, como quien no quiere la cosa, y deduzco que, conminándome, en lo sucesivo, a guardarme las manos en los bolsillos. Siempre era muy directo. Se ahorraba el sermón si bastaba con un gesto.

Recuerdo cada uno de sus pasos acompañado por un eco metálico; llevaba placas en la suela del talón de sus botas de montar para reducir el desgaste. Se desprendería de ellas, de vez en cuando, para reposar descalzo, seguramente así andaba cuando posó su pie en el correo para señalarme que metiera mis narices a buen recaudo. Tal vez no sea más que un reelaborado recuerdo detonado por la viva imagen de la bota imponente, descendiendo marcialmente sobre la correspondencia y marcando territorio en asuntos que no eran de mi incumbencia.

Mi primer trabajo, como era de esperar, fue echar una mano en la farmacia durante las vacaciones escolares. Debo decir que no lo pasé del todo mal. Apenas habían transcurrido unos años desde que el comercio familiar vendía dulces hacinados en grandes frascos de vidrio. A veces, cuando trabajaba allí, cerraba los ojos y sentía que aún podía olisquear ese aroma a regaliz con una nota ácida, convencido, como estaba, de que si extendía mi mano aún podría acariciar aquellos frascos enormes.

En la escuela primaria tenía por costumbre largarles a los compañeros de clase que vivía en la trastienda de un colmado de chucherías, y cuando ellos querían venir a cenar, bien porque me creían o porque no se lo tragaban, decía siempre que mis padres habían dado con sus huesos en el más allá, atropellados por un camión al cruzar la carretera por un lugar muy peligroso; gracias a lo cual me ganaba las condolencias de la clase por un día y me convertía en objeto de mofa al siguiente.

Papá no era un hombre de negocios con vocación para tal cosa. Después de la adopción del sistema decimal, se tomó un año entero hasta ceder a los ruegos de mamá y hacerse con una caja registradora en decimal. Hasta entonces, pensaría para sus adentros que la nueva moneda no era más que el producto de una moda pasajera, y que los chelines y los peniques regresarían victoriosos cuando la nación entera se hubiera hartado de tan extravagantes monedas. Sucedía como con la toponimia de los condados. Con la reorganización territorial, Middlesex había dejado de existir un par de años antes, y había pasado a formar parte del área metropolitana del Gran Londres. El caso es que todo el mundo seguía mandando las cartas a Middlesex y rechazando el uso de los códigos postales, que habían aparecido inopinadamente no mucho antes.

Por lo que supongo que la rebelión de papá contra la adopción del sistema decimal era parte de algo más grande. Hacíamos las operaciones mentalmente, y presionábamos cualquier tecla de la obsoleta reliquia que empleábamos aún como caja registradora solo para que se abriera el cajón del cambio. La gente aún podía entregarse al ejercicio del cálculo mental sin desmayarse cuando había que sumar más de dos cifras, indefensos como sudan hoy en día sin la ayuda de una calculadora.

En la década de los años setenta, una farmacia familiar era todavía un negocio viable. Los supermercados aún no habían empezado a rivalizar con el comercio de artículos de higiene y cosmética, y su adquisición en las farmacias ofrecía unas prestaciones con las que ni siquiera se planteaban competir. Echando la vista atrás, se hace verdaderamente difícil pensar en las razones por las que nuestra oferta era tan restringida: algún perfume elegante para Navidad y para quien se había olvidado del cumpleaños de su esposa, y un par de marcas de champú a lo sumo. Tampoco es que hubiera entonces una gran variedad de opciones, y la fiebre del suavizante tardaría aún unos cuantos años en propagarse por todos los rincones del reino. Los dentistas apenas acababan de dejar de recomendar a la gente que se cepillara la dentadura de lado a lado, y llegaba ahora la era de la consagración del cepillado vertical. No nos habían animado a hacerlo aún en una sola dirección, lejos de la encía, y mucho menos a cepillarnos los dientes describiendo pequeños círculos.

Todo eso estaba pasado de moda, aunque, por supuesto, no reparé en ello entonces dado que nada sabía que lo que andaba cociéndose en otras latitudes. Cuando la gente entraba en la tienda, se activaba un primitivo mecanismo que hacía sonar una campana, cuyo apenas perceptible tañido era precedido por un horrísono chasquido que eclipsaba sin remedio el cometido de la campana. Disponía la tienda tan solo del sistema de seguridad más rudimentario de la época: una cerradura doméstica en la puerta principal, y otra del mismo tipo en el almacén de la farmacia. A nadie en Isleworth le parecía que pudieran llegar tiempos en los que la gente convirtiera las farmacias en codiciado objeto de su politoxicomanía a fin de surtirse con todas las drogas que el menudeo de la farmacopea legal podía ofrecer a los más necesitados. Recuerdo también el momento en que empezó a comercializarse Kaolin & Morphine, rica en morfina, como su nombre indica, y que podía uno obtener sin receta, por lo que cualquiera que quisiera relajarse no tenía que esforzarse en exceso para procurarse estas sustancias.

Todo esto fue anterior a la proliferación de las tiendas especializadas en el revelado de películas. Hasta entonces, todo el mundo llevaba sus fotos a la farmacia. Cualquier petición que tuviera por fin obtener el revelado en menos de una semana era considerada un servicio exprés y requería ingente papeleo adicional. Casi nadie lo pedía, y cuando alguien se animaba a hacerlo, nos preguntábamos a qué obedecería tanta urgencia. ¿Por qué desearía la gente revelar con tanta prisa las fotos de las vacaciones? Lo más probable es que solo fuera por pura ostentación y exhibicionismo. Acaso fuera, a su vez, una forma de distinguirte entre tus convecinos y de significar que todo lo relacionado contigo era urgente, incluso tus vacaciones.

Me hubiera encantado seguir trabajando en la farmacia, pero a papá no le gustaba tenerme por allí. Al principio, pensé que era porque tal vez le avergonzara que tuviera que vender condones a sus clientes. Teníamos algunos clientes con adhesión inquebrantable a Durex, y otro que, deduje, debía de ser alérgico al látex, toda vez que teníamos siempre en existencias los especiales de piel de cordero exclusivamente para él. No sería hasta tiempo después que caí en la cuenta de que a papá le avergonzaba tener que atender a esos clientes cuando yo pululaba por la tienda.

Al conocer a Ray me encontraba haciendo prácticas como jardinero municipal, trabajando, sobre todo, en Lampton Park, en Hounslow, a un cómodo viaje en autobús desde casa y a no mucho de Hampton. Isleworth queda a muy poca distancia de los Kew Gardens, pero nunca aspiré a ser distinguido con tan delicada misión. A decir verdad, no estaba hecho para eso, aquel destino estaba reservado para los más dotados del gremio.

La gente que no hace ascos a cavar y segar el césped los fines de semana siempre sostiene que sería genial ganarse la vida como jardinero, trabajando al aire libre. Supongo que puede resultar infinitamente más satisfactorio hoy en día, no en vano, las ideas sobre cómo debe protegerse y cuidar de un buen parque han evolucionado considerablemente; aunque no es menos cierto que en estos días, por desgracia, todos estos quehaceres, antaño a cargo del cabildo, se han privatizado, por lo que dudo sinceramente que alguien como yo pudiera hacerse con ese trabajo.

En aquellos días apenas si se consentía la reaparición de áreas asilvestradas en los parques. Todo estaba diseñado con extremo cuidado y me atrevería a añadir que la simetría en el diseño era lo único que importaba. Podías pasarte días plantando begonias en columna de a uno y en formación, aunque, bien mirado, si te gustan las flores es muy probable que no seas amante de las líneas rectas. Si se te confiara el segado del césped para la práctica de los bolos sobre hierba, no esperarías otra cosa en tal cometido que pura monotonía, dicho lo cual, en aquellos días el trabajo de jardinero parecía ser así en todas sus variantes.

Los alumnos en prácticas trabajábamos a las órdenes del señor Jarvis, Mikey a sus espaldas. Veíamos en aquel tipo a un avejentado gruñón, pese a que dudo mucho que, a la sazón, contara más de treinta y largos; mucho más joven que un servidor ahora, y era más patético que cualquier otro ser conocido o por conocer. No costaba gran esfuerzo mofarse de él, tenía vello abundante en las orejas y las fosas nasales, y no puedo decir que me sustrajera a la tentación de participar de la burla con todos los demás. Tampoco escaseaban las bromas homófobas que no tuve el coraje de censurar ni de ignorar. Bueno, no lo haces cuando tienes dieciocho años, ¿verdad? Si no hubiera sido él, seguramente habría sido yo el objeto de todas las chanzas. Así lo atestigua la reacción de todos los demás aprendices cuando mi peinado cambió y hubo licencia para desbarrar sobre él, aunque debo aducir en su descargo que mi nuevo look era un poco extravagante.

Mikey Jarvis había trabajado, antes de confiársele esta degradante nueva misión, en los Parques Reales, y siempre estaba comparándolo todo con tan añorados días de gloria: los medios, los recursos humanos. Los recursos humanos, es decir, nosotros. Siempre nos pegaba la hebra con la remembranza del momento triunfal en que condujo su tractor por Piccadilly, rumbo a Fortnum & Mason, para recoger una vasija de cerámica enorme de una exquisitez nunca vista llamada Gentleman's Relish for Her Majesty the Queen Mother (una especie de pasta de pescado), y nos compartía los recuerdos de los tiempos en los que esa amable dama en persona se paseaba por el césped de Clarence House vaso de cerveza en mano, una pinta rebosante, no media pinta, no, una pinta entera, para desearle «Feliz cumpleaños, señor Jarvis». Dícese que solía prodigarse con esa suerte de consideradas atenciones entre sus lacayos.

Como no podía ser de otro modo, dado que Mikey siempre se jactaba ante la tropa de su glorioso pasado horticultural, nos preguntamos qué podría haber hecho para dar con sus huesos en Lampton Park, lo que claramente interpretó como una suerte de destierro a un gulag siberiano donde trabajaría hasta el fin de sus días y moriría con las botas puestas, sin pena ni gloria. No sé qué nos hizo pensar que había dispuesto las plantas siguiendo algún patrón pornográfico, o usado fertilizante para escribir obscenidades en el césped. Nosotros mismos teníamos por costumbre hacerlo con cierta frecuencia, con inscripciones del tipo «LA PAGA DEL AYUNTAMIENTO ES UNA MIERDA», empleando para ello tulipanes amarillos sobre un fondo de rojos congéneres para el disfrute de los helicópteros que sobrevolaban la zona. En lo que respecta a la caída en desgracia de Mikey, invertimos mucho tiempo tratando de averiguar qué mensaje le habría costado tan codiciado trabajo. La hipótesis que nos arrancó más carcajadas fue la inscripción «LA PRINCESA ANA ADORA A LOS CABALLOS», dispuesta en algún lugar que pudiera leerse, sin mayor dificultad, desde Palacio.

En invierno, los jardineros trabajan menos horas, y por ello las reglas de Ray me resultaban más incómodas. Era como un toque de queda, solo que al revés: no se me permitía volver a casa hasta la hora convenida. Siempre podía buscar cobijo en la biblioteca de Hounslow para matar el tiempo, aunque no puedas pasar más de una o dos horas en una biblioteca sin sentir que el personal te observe como a un vagabundo al filo de la indigencia. Estaba muy bien comunicada por autobús, aunque la gente todavía siguiera quejándose, solo por no abandonar la práctica de tan saludable costumbre. Y siempre podía acercarme a visitar a mis padres en Isleworth, casa para la que sí tenía llave. La mayoría de mis libros seguían, además, allí. Ray me cedió la mitad de un estante en Hampton para mis libros, con la condición de que me llevara, a cambio, un montón de revistas de artes marciales viejunas que él no quería tirar. Apenas había espacio libre en los estantes, por lo que no había otra forma de abordar el asunto, la verdad, que no fuera aceptar esa suerte de trueque.

Ray podía desprenderse de todos los enseres de mi neceser y mantenerme fuera de la casa durante el día, y no necesitaba razón para ello. Así eran las cosas. Luego, ¿qué pasaría si la encargada de la limpieza tuviera más privilegios que yo, dado que podía entrar con su propia llave todos los jueves? Tal vez sentí cierta envidia por la gracia concedida a la señora de la limpieza por tener llave; envidia, de todos modos, de la que, en aquel momento, nunca fui consciente. Un jueves por la mañana dejé la cama sin hacer, pensando que la asistenta iba a cambiar las sábanas, de todos modos; entonces ¿qué sentido tenía sacarme de casa sin razón aparente? Fue esa una de las pocas veces en las que vi a Ray enojado. Trató de hacerme notar cuán jodidamente desconsiderado estaba siendo, con tal vehemencia que llegué a preguntarme si no habría sido criado entre el servicio, al mostrar tamaña preocupación por sus condiciones de trabajo. Tras la cortesía de la primera noche, no dormía en la cama a menos que me necesitara, pero estaba perfectamente cómodo en mi saco de dormir en el suelo. Dormía a gusto a sus pies.

Si hubiera querido hurgar entre las pertenencias de Ray, podría haberlo hecho cualquier sábado por la mañana. El ritual de limpieza de la moto siempre se oficiaba a la misma hora y solía tomarse siempre más tiempo del necesario. Para mi sorpresa, mis sentimientos por él no daban pábulo a la curiosidad. Sentí que no tenía por qué ocultarle nada, ya que no tenía secretos para él y, por el contrario, sí necesitaba que él mantuviera su privacidad, puesto que quería que él preservara sus secretos. Su secreto principal para mí, por supuesto, obviando la razón por la cual no quería que tuviera llave, era por qué me permitía quedarme a su lado. Pregunta para la que, pese a todo, prefería no tener respuesta. Nada bueno podría significar para mí saberlo.

No es que no albergara la más ordinaria de las curiosidades sobre las cosas más corrientes. Cuando empecé a trabajar en la farmacia y me quedaba a solas un buen rato, seleccionaba metódicamente las fotos a la espera de que sus dueños pasaran a recogerlas. Las sostenía entre mis dedos cuidadosamente por los bordes, a fin de preservar el brillo de la emulsión. No sé exactamente qué es lo que andaría buscando, pero me sirvió para confirmar que, tal como sospechaba con fundamento, las vacaciones de los demás son, sin excepción, una explosión de felicidad, y el sol parece seguirlos siempre, para colmo, adonde quiera que vayan.

Todo lo cual explicaría, en parte, el porqué de mi asombroso déficit de curiosidad en todo lo relativo a Ray. En los cuentos de hadas, soy consciente de que se supone que uno debe solidarizarse con la persona que no puede resistirse a formular la pregunta fatal, a hacer el fatídico descubrimiento, pero nunca lo hice. Entiéndaseme, la señora Barba Azul no sabía de la misa la mitad si creía haber sentado cabeza con un hombre que no tendría secretos para ella. Si todas las puertas del castillo encantado hubieran estado abiertas, si hubiera podido ella deambular a su antojo por doquier, nunca se habría sentido atraída por su esposo. No hubiera visto en él más promesa que lo que cualquier efebo imberbe pudiera ofrecerle en una fiesta cualquiera. Otro aristócrata pelagatos con un casoplón demasiado grande para dos personas, con severos impedimentos para aclimatarlo en invierno.

Un año más tarde, a poco de cumplir mis diecinueve, empecé a sospechar que Ray tenía que haber celebrado su propio cumpleaños en algún momento, sin revelármelo. Ni siquiera le echaba una edad definida, un año de nacimiento, y no le gustaban ese tipo de preguntas. Sin más, decidí que mi cumpleaños también tendría que ser su cumpleaños oficial. Lo cierto es que teníamos que fundir tres celebraciones en una, ya que era también el día del aniversario de nuestro encontronazo. Fui siempre muy cauto y precavido con mis regalos. Tenía por costumbre regalarle un libro, una vez creí conocer sus gustos. En el apartamento de Cardinals Paddock pasamos algunos de nuestros momentos más felices, repantingados, entregados a nuestras respectivas lecturas. Recuerdo que una vez me pidió un libro muy particular sobre joyería, en una edición de gran formato y costosa, lo cual fue una sorpresa puesto que nunca le vi lucir ninguna. No contaba los brazaletes que usaba en verano, una banda de bronceado en la parte superior de cada muñeca, donde el sol caía sobre su piel entre el borde del guante y la manga de la chaqueta. No usaba guanteletes, ni siquiera en invierno. Siempre hay algo pronunciadamente exagerado en los guantes de motero, son como una suerte de armadura demasiado obvia, hacen que al lucirlos se te vea, de algún modo, más vulnerable.

Él ponía los pies en un taburete, y yo me acomodaba entre sus piernas, sabiendo que no lo molestaría siempre y cuando no osara poner mi libro sobre sus botas. El crujido de sus cueros, tan cerca, era como el crujido de los aparejos de un barco, tanto era así que tenía a veces la sensación de haber emprendido una travesía sin rumbo aparente. Me aprisionaba por el cuello entre sus poderosos muslos lo suficiente como para que no dejara de pensar en él.

Siempre con música de fondo, procedente, con frecuencia, de una de sus grandes bobinas en perjuicio de los álbumes. La calidad del sonido no era tan buena pero, de ese modo, no tenía que levantarse tan a menudo para cambiarla. No sabía gran cosa sobre música clásica antes de conocerle pero, gracias a él, amplié considerablemente mis conocimientos. Gracias a Ray, aprendí que la bonita melodía que siempre pensé que iba unida a la letra de «I Got A Ferret Sticking Up My Nose» es, en realidad, la sección central del movimiento lento de la Sonata para piano núm. 2 en si bemol menor de Chopin, op. 35, parte de la «Marcha fúnebre».

Aprendí a tolerar el jazz, incluso el más brioso que tanto le gustaba a Ray, aunque debo confesar que siempre me soliviantaba que una breve melodía como la de «My Favourite Things», tomada de la comedia musical The Sound Of Music, pudiera durar más de media hora si caía en manos equivocadas.

¿Y qué le di a cambio? Bueno, le enseñé a cómo disfrutar y cuidar de sus libros, tanto de su armadura como de la encuadernación y a disfrutar también de su contenido. Era una de las pocas cosas con las que era visiblemente poco cuidadoso, y me llevó lo suyo reformarle, predicando con el ejemplo, sin musitar una sola palabra. Cuando le conocí dejaba los libros abiertos y boca abajo, pero en un par de años dejamos atrás esas imperfecciones.

No le conté cómo aprendí a ser tan cuidadoso con los objetos. No fue por la música, ni para cuidar de mi «colección» y, pese a mis cuidados, siguió sin dejarme tocar sus discos. ¿Qué álbumes debía proteger de las huellas pegajosas, a excepción de School's Out y Nursery Cryme? Me acostumbré a sostener los libros con delicadeza, sin abrirlos del todo, oteando el texto como si no tuviera derecho a ello, técnica que depuré husmeando a escondidas entre las fotografías de los clientes de la farmacia en Isleworth, sabiendo que no debía dejar mancha alguna de mi indiscreción en sus recuerdos.

De vez en cuando, Ray aumentaba la presión cruzando los tobillos para reforzar el asedio, hasta que mis orejas rugían y el texto se desvanecía frente a mis ojos. Debo admitir que eso me encantaba. Si dejaba de hacerlo un buen rato, era yo quien acababa presionando hacia atrás contra su entrepierna, sabiendo que podría enojarse conmigo, pero sabiéndome incapaz de detenerme para tratar de provocar su reacción. Tengo la fundada sospecha de que a Ray no dejaba de agradarle mi obstinación. Creo recordar que en una ocasión fue un poco más implacable de lo acostumbrado y a punto estuve de desmayarme, envites tras los que, como cabía suponer, había ido fortaleciendo mi cuello y Ray empezó a aflojar un poco, pero no tanto como para que echara en falta aquella llave.

El día que alcancé los veinte le hice entrega de su regalo, proclamando: «Feliz cumpleaños oficial, Raymond», y no es que, ni mucho menos, frunciera el ceño pero, lejos de sonreír, repuso: «¿Qué es lo que te hace pensar que mi nombre es Raymond? Tal vez sea solo Ray». Puede que todo aquello le hubiera fastidiado porque quería organizar una fiesta sorpresa, Carmen. No está entre mis óperas favoritas: me fascina todo lo relacionado con el destino, pero si realmente conoces a alguien que cambia de opinión y es incapaz de cambiar de opinión de nuevo —tuve una en mi familia— entonces no te parece tan regocijante presenciar lo mismo en escena. Por todo ello, reitero que no es, ni mucho menos, mi ópera favorita, pero sigue siendo un gran placer disfrutarla.

Llevaba un bonito traje, feliz como una perdiz con dinero montante y sonante en mi bolsillo, cuando Ray salió de la habitación con lo que parecía ser su idea de un traje de noche adecuado para una noche en la ópera. Era exactamente el mismo atuendo que luciría en una carrera de motos, solo que, en lugar de una camisa de cuero negro, llevaba una de un cuero beis, que se abrochaba hasta el cuello. Esa era la moda que se gastaba entonces. Por una vez, arropado por mi condición de cumpleañero, me armé de valor y, sin pensar en el riesgo que estaba asumiendo, le dije: «¡No me llevarás a la ópera vestido así!». Lo sé, como una madre despechada en una sitcom. Gran riesgo, sin ningún género de dudas.

No soy un fisgón ni tengo por costumbre meter mis narices en las cosas de los demás —excepción hecha de las fotos navideñas de extraños—, pero del armario de la habitación de Ray colgaban cinco hermosos trajes: dos grises, dos crema, uno marrón. ¿Era, acaso, mucho pedir querer que se vistiera para mí?

Me lanzó una mirada realmente venenosa, pero no, por lo visto, y por cómo accedió a mis deseos; tampoco es que estuviera pidiendo la luna. Cerró la puerta de la habitación con un sonoro portazo, eso sí, y me hizo esperar. Quería que pensara que se había agarrado un mosqueo de antología, y que nunca saldría de la habitación. Lo gracioso del caso es que, en aquel preciso instante, sentí que, por fin, le había tomado la medida. Y, efectivamente, salió, del todo indiferente, envuelto en color crema, y enfundado en una de sus mejores galas; sencillamente espectacular. Antes de llamar al taxi, dijo: «Sabes que pagarás por esto más tarde», y para entonces lo conocía ya lo suficientemente bien como para reponer: «Descuida, te lo recordaré». La noche de mi cumpleaños, de nuestro cumpleaños, Ray me dejó dormir en la cama, por lo que deduje que, realmente, estaba arriesgando el pellejo, aunque, la verdad sea dicha, debo confesar que dormía mejor en el suelo.

Habría otras sorpresas a las que me costaría más acostumbrarme que las entradas para la ópera el día de mi cumpleaños. Un sábado por la noche, en plena sesión del club de póker, estaba sentado allí con las piernas cruzadas leyendo mi libro cuando alcé la vista. Estaba tratando de encontrarle el sentido a la Guerra de los Treinta Años, cosa que tampoco resultó tan fácil durante los treinta años que duró la contienda. Me tomó unos segundos recobrar el sentido y concentrarme ante lo que estaba frente a mí.

Había frente a mí un par de botas, pero no eran las de Ray. Ray calzaba unas Gold Tops, como las que usan los policías motorizados, y estaba muy orgulloso de ellas, pero estas eran Doc Martens, totalmente fuera de lugar en una salida en moto, pero tolerables en noche de timba. Y si las botas no eran las de Ray, inferíase que la polla que asomaba por los tejanos, justo por encima del nivel de mi montura ocular, tampoco era la de Ray. No se parecía en nada a la verga de Ray. De morfología bien diferente y tamaño desconocido, presentaba, además, una inclinación extraña. De una especie de animal completamente diferente, añadiría.

Paul se quedó allí como si estuviera aguardando a que le complaciera, mirándome fijamente de una manera que supongo que no era sino una burda imitación de Ray, y yo, la verdad, no sabía qué hacer. Dirigí la mirada a Ray, pero él estaba concentrado en sus cartas y no levantó la mirada. Por supuesto, estábamos recreando la estampa sabatina de siempre: servidor acodado en el alféizar; él limpiando la moto por enésima. Sabía perfectamente que necesitaba que me guiara en aquel trance, pero me estaba insinuando que tendría que tomar aquella decisión sin su ayuda. Solo ante el peligro. Plantado ante aquella encrucijada sin señales ni indicación alguna aparente.

No tenía ni la más remota idea de qué era lo que había que hacer en aquella situación. Ray tenía derecho a usarme cuando quisiera y como más le complaciera, y si decidía no jugar aquella mano y quería que le chupara la polla hasta que se repartiera la siguiente, así sería, pues ese era su privilegio. Estaba más que acostumbrado a eso. Pero ¿no le pertenecía a él y solamente a él? ¿No era ese el trato sellado tácitamente la primera noche que pasé con Ray, la noche que tomó posesión de mi nalgatorio? El problema con los contratos firmados, sin mediar palabra, es que nunca tienes ocasión de leer la letra pequeña.

Tenía miedo de que, si abría la boca y untaba la tranca de Paul, tal como él obviamente esperaba que hiciera, se estropearan las cosas entre Ray y yo para siempre, y todo por algo que ni siquiera me apetecía especialmente catar. Pero si Ray le había dado su consentimiento a Paul para solazarse con un servidor, entonces le haría quedar como el culo frente a todos los demás cofrades.

No rechacé a Paul, pero era obvio que no estaba seguro de cómo proceder y dudaba. Paul llamó a la mesa de póker: «¿Ray?». Ray no levantó la vista, y su tono de voz cuando arrastró por respuesta un «¿Sí?» fue inesperadamente complaciente, lo cual no pude sino interpretar como una mala señal. Justo en ese momento me asaltó la sensación de que había tomado la decisión equivocada. Estaba ya moviéndome más allá de la encrucijada sin señalizar, como a bordo de una cinta transportadora, rumbo al tipejo equivocado.

La polla de Paul seguía colgando frente a mí, mientras mantenía una pequeña conversación con el grupo a sus espaldas. Movió sus caderas ligeramente, contoneando, con ello, levemente la polla, bien con la idea de tentarme, o como balanceando la polla cual dedo señalando pícaramente la travesura al niño malo. Paul dijo: «Ray, ¿este chico tuyo está en huelga?».

A lo que Ray respondió, arrastrando las palabras con marcada displicencia: «No que yo sepa», dejando que se formara un halo de silencio. «No, a menos que se haya afiliado al sindicato desde esta mañana.» Aún mantenía sus ojos en las cartas que sostenía en la mano. Así que, por supuesto, no me quedó más remedio que abrirme a Paul, lo que de repente me pareció un alivio ya que significaba que no tendría que contemplar la estúpida sonrisa de triunfo en su rostro.

Y así fue cómo aprendí que, si esto era una especie de comuna, yo era parte indivisible de las pertenencias de esta. Todos para uno, y Colin para todos. Colin bajo demanda. La gracieta sobre los sindicatos fue, definitivamente, un castigo, pensé, por mi vacilación. Una especie de golpe bajo. A fines de los años setenta, hubo mucho follón con los sindicatos antes de que Thatcher tomara las riendas. Apenas podía uno abrir un periódico sin leer acerca de cómo los sindicatos estaban poniendo de rodillas al país con sus demandas fuera de toda medida, visión con la que, obviamente, un servidor no comulgaba.

Ray sabía mejor que nadie que yo era un sindicalista militante, y me había escuchado arengarle, en más de una ocasión, que una huelga era una medida extrema, de último recurso, y no el objetivo último del movimiento sindical. Incluso sabía que lo que menos me gustaba de los sábados por la noche era tener que escuchar a los miembros del club de póker hacer comentarios infundados sobre estas cuestiones, y no poder expresar mi punto de vista. Para mí fue un verdadero suplicio permanecer acurrucado en el suelo, tratando de concentrarme en mi lectura y, por supuesto, sin que se me permitiera hablar a menos que un miembro del club me interpelara. Al hacer ese comentario, Ray me estaba propinando un buen golpe bajo donde más dolía.

Fue un mal momento. Era evidente que había decepcionado —y dejado mal— a Ray en público, mi vacilación lo había puesto momentáneamente en una situación incómoda a ojos del grupo, por lo que en realidad solo estaba tomándose la represalia debida. Tras aquel incidente supe que no debía permitirme jamás dudar, y me aseguré de que nunca más pudiera sentirse avergonzado por mi conducta.

En realidad, los muchachos solo querían usarme si se plantaban, hasta la siguiente mano, por lo que no fue un trabajo tan duro. Nadie se preocupaba en aquellos días de los pormenores de la eyaculación, de si se producía o no, pero generalmente se reservaban para la siguiente mano. A veces, había quien deseaba que le lamieran el culo en lugar de una mamada, y mentiría si dijera que siempre estaba ansioso por largarme. Pero incluso cuando las cosas se volvieron tediosas, y no me quedaba otra que aguardar a que se destaparan los faroles, se liquidaran las deudas y se llegara al reparto de la siguiente mano —anhelando regresar a mi lectura—, era, con todo, infinitamente mejor que desfilar entre los lobeznos del Wolf Cubs.

A los dos años me cayó algo de compañía. No quiero decir con ello que Ray no cumpliera ese rol. Me refiero a compañía los sábados por la noche. Bob se hizo con su propio efebo, Kevin. Bob solía apuntar al respecto: «Lo vi anunciado en una revista, solicité sus servicios por correo», de similar manera a como Ray se jactaba de mi inopinada irrupción. Dijo: «Colin no se enamoró de mí, se abalanzó literalmente a por mis atributos».

Lo que Bob nos compartió era bastante corriente. Cierto es que ninguno de los miembros del club tenía por costumbre leer la prensa gay, tal como circulaba en esos días, pero podías conseguir lo que se te antojara en la columna de reservados de Motor Cycle News.

No escaseaban paradojas como esas en aquellos días, resquicios de permisividad en el sistema. Por ejemplo, no se podía comprar pornografía, por muy imperceptible que fuera, o eso es, al menos, lo que la gente afirmaba al respecto, pero casi no era necesario, toda vez que Films and Filming llenaba los anaqueles de todos los quioscos, con torsos desnudos en cada página y, con suerte, algunos culos. Y apenas una mujer a la vista. Alguien en redacción debió de alimentar una pasión incombustible por un actor en particular, alguien llamado Jan-Michael Vincent. Nunca he oído hablar de ninguna de las películas en las que trabajó, tal vez fueran inventadas, pero protagonizó los sueños adolescentes de muchas personas gracias a Films and Filming. Camisas y levantadores de camisa, la llamaba la gente, tan descaradamente obvio era.

Alguien en Motor Cycle News tuvo que hacer la vista gorda con los reservados. Había una especie de código para usuarios, pero no era como el que ganó la guerra. No se requería un elevado conocimiento de las matemáticas. Era perfectamente obvio si sabías lo que estabas buscando. Dominante, sumiso: no eran rasgos adscribibles a la personalidad, precisamente; muy distintos a extrovertido, introvertido.

Un año o dos más tarde, MCN descifró el código y ejerció cierta censura para con los que abusaban de los criptoflorilegios al uso, pero aún se podía leer, con no poca frecuencia, en la sección que tipos confiados buscaban compañeros tímidos y blancos del estilo. Tipos decididos y siempre entregados a la busca de carnaza impresionable. A Ray le divertía todo aquello, imaginando el momento en el que tendrías que decir: «Motero mandón busca paquete perezoso». Pero el mensaje seguiría transmitiéndose, de un modo u otro. Las personas siempre se encuentran.

Al principio no me llevaba bien con Kevin, me da vergüenza admitirlo porque era un encanto. Supongo que la razón por la cual no me agradó fue porque era incluso más joven que yo, y supongo que bien parecido. De hecho, definitivamente mucho más bien parecido. Me preocupaba que se convirtiera en el favorito. Y Kevin tenía costillas. La única forma de que alguien viera mis costillas era con una máquina de rayos X. Tienes que confiar en mi palabra para de veras creer que yo también tenía costillas ya entonces, pero las de Kevin allí estaban, a la vista, para disfrute del mundo entero.

Estaba seguro de que Ray no iba a defenestrarme e interesarse por un advenedizo, pero también sabía que era un arma de doble filo: existía, por un lado, el ciudadano Ray y, por otro, el rey sin corona del club, y que difícilmente aceptaría sin reservas que se eclipsara a su propia mascota.

En honor a la verdad, debo decir que había algo más. Kevin era un punk, y tenía uno de esos peinados punkorros muy elaborados, a lo mohicano, cubriendo con una cresta solo una franja de su cabeza, toda teñida de rojo y formada por grandes picos como obeliscos de cabello enredado, fiel al corte que se dio en llamar cacatúa.

Sin ser motivo de disputa, no dejaba de parecerme injusto que se le permitiera lucir ese peinado tan extravagante. Llevaba yo a cuestas más de dos años con sus sábados por la noche en el suelo, y justo cuando se suponía que alguien se uniría a mí allí, resultó que iba a disfrutar de privilegios especiales desde el principio. No recibimos el mismo trato. Cuando estás desnudo y expuesto, y uno de los dos tiene cabello y el otro apenas —sin gracia alguna, y mucho menos una llamativa cresta colorida—, eso otorga una clara ventaja. Se podría decir que el que se contonea, tocado con peinado de cacatúa, todavía guarda algo más en secreto; no se ha desnudado del todo.

Ray me cortó el pelo la semana después de mi mudanza, me lo cortó todo más o menos, lo cual fue una mejora en algunos aspectos, supongo, o no lo habría hecho; pero siempre sentí que tener un cabello muy corto, un rastrojo propio de una cabeza rapada, hacía que mis orejas se vieran demasiado, y nunca me acostumbré a los bultos que sentía cuando posaba mi mano sobre la línea del corte. Madre siempre me rogaba que me lo dejara crecer, aunque fuera un poco, y la verdad es que no podía revelarle que no era cosa mía. Era algo en lo que mi padre coincidía con ella, y no podían entender por qué estaba siendo tan terco. Ambos veían a Ray como una buena influencia, y no hubiera sido de recibo hacerles saber que él era el responsable del único cambio en mí que no les gustó.

Por todo ello, los celos hicieron mella en mí cuando Kevin irrumpió en escena. Lo que quiero decir es que una cosa es facilitar las cosas a un recién llegado al grupo, pero, ¿no debería haber dejado Paul bien claro que el cabello tenía que irse? Y, en su defecto, ¿acaso no debería Ray haber tomado una decisión? Paul difícilmente se hubiera amotinado si Ray hubiera dictado providencia de apremio al respecto.

Pero la cosa no quedó ahí. Desde el primer sábado por la noche, Kevin pudo hacer valer su opinión al elegir la música. Como era previsible, su elección fue punk, pero eso no fue lo que más me molestó. Cuando aparecieron los punks por primera vez, les tenía miedo, pero eso pronto pasó, aunque no acierto a recordar si había pensado alguna vez en su atractivo sexual. En cualquier caso, pasado un tiempo, su gusto cambió y comenzó a encajar más en el grupo. Trajo consigo heavy metal. Debo decir que no me gustó mucho más, pero el asunto es que a mí nadie me preguntó si había música que quisiera traerme para los sábados por la noche. Y entendí por qué, pero aún me jodía más que Kevin pareciera tenerlo todo tan fácil.

A Ray le gustaban la música de cámara, la canción y el jazz más encabritado pero, cuando escuchaba música, le gustaba prestarle toda su atención. No quería estar haciendo otra cosa, a menos que fuera música que él conociera bien y estuviera leyendo un libro. Por ello, nunca ejerció su derecho a elegir la música del club de póker, lo que significaba que no había posibilidad de que yo le echara un vistazo a la selección. La negativa a mi participación se daba por sentada, como consecuencia directa de su indiferencia. Sí, lo admito, podría haberme avergonzado a mí mismo. Ciertamente, había algunas canciones disco que me gustaban en ese momento, y un poco de reggae suave, que podrían no haber gustado tanto. Y, si hubiera tenido mis opciones, podría haberme avergonzado al revisarlas ahora, pero no pude evitar sentir que tenía derecho a intentarlo.

Estaba a punto de elevar una discreta queja a Ray por consentir que Kevin se saliera con la suya, cosa que seguramente envenenaría la relación a menos que se abordara con prontitud. De poco sirve dejar que las cosas vayan agravándose. Una vez más, manejó el asunto con su habitual maestría, sin intercambiar palabra, al menos conmigo. Dejó pasar la cantidad justa de tiempo. Esperó hasta la cuarta noche de póker, cuando Kevin parecía ya sentirse cómodo entre ellos y podía esperar un poco de atención por su parte.

Ray dejó aquella mano de póker, se acercó a Kevin y abrió su bragueta. Kevin lo miró con una gran sonrisa y mi corazón se hundió. Kevin estaba presto, algo más que listo para entrar a mamar. Meneaba la cola de satisfacción. Esto era lo que había estado esperando. Y, sin embargo, Ray no mostró especial interés. No era lo que Kevin esperaba conseguir. No se trataba del bautismo oficiado por tan apuesto motorista, dando a comer su pollón enhiesto al recién llegado efebo cuyo costillar podía adivinar. Era obsecuente, según lo esperado. Fue una mera formalidad iniciática. No fue épica, tal vez se asemejó más a lo que experimenta el príncipe Felipe al inaugurar una nueva ala de un hospital.

Mientras Kevin daba buena cuenta de su polla, Ray evitó que sus caderas se movieran, y noté que incluso cruzó las manos detrás de la espalda, al igual que el príncipe Felipe. Si hubiera sido fumador seguro que habría encendido un cigarrillo. Luego se retiró cortésmente, sin la palmadita en la espalda que Kevin acaso creyó haberse ganado. Y se me acercó.

Me dio la oportunidad de disfrutar de cierto protagonismo. Los otros miembros estaban listos ya para otra mano, pero él continuó, bombeando su polla en mi boca y cerró los ojos. Les estaba diciendo que esta noche no le importaban las cartas. Por una vez, las cartas podían esperar. El club de póker podía esperar hasta que estuviera a gusto y listo, a pesar de que la cara del álbum que había llegado a reconocer como de los Deep Purple había terminado. Luego, cuando empezaba a cundir la inquietud entre los demás, se regaló una especie de doble toma. No se corrió, eso habría sido demasiado vulgar, pero abrió los ojos.

Cada vez que lo volvía a ver, los ojos de Ray eran más azules de lo que recordaba, incluso si lo había visto el día anterior y había pasado la noche con él. Me preguntaba si sus ojos no serían realmente luminosos, y si aquel azul se recargaba tras sus párpados cuando estaba dormido. Trataba, incluso, de estar despierto ante él para poder captar el momento en que se derramaba, con la primera luz del día, aquel manantial de azul reprimido.

De repente, Ray se detuvo y abrió los ojos, y dijo, tratando de abandonar aquel estado de ensoñación: «Lo siento, ¿os estoy haciendo esperar? Debo de haber perdido la noción del tiempo». Luego me obsequió con la caricia que habría despeinado mi cabello, de tener un poco más, y se subió la cremallera, musitando acto seguido: «Estaba pensando en otra cosa», y volvió tranquilamente a la mesa de póker.

Abandonado fui, pues, sudoroso y goteando, mas también muy feliz y reivindicado. Ray realmente le había mostrado a Kevin qué era qué y quién era quién, y lo puso en su lugar follándose a mi cara en sus narices.

La verdad es que Kevin era adorable. Brotaría cierta amistad, con el tiempo, a medida que nos fuimos conociendo. Al no formar parte del club, nosotros solo podíamos hablar si un miembro se dirigía a alguno de los dos, por lo que la conversación entre nosotros era imposible, pero Kevin encontró una solución a esa pequeña dificultad. Aunque me avergüenza admitir que a mí me habría bastado con mantener una relación gélidamente correcta; poco menos que cordial, me dije, con la mirada perdida, por encima de mi termo de té y mi libro de historia, posándose en su botella de Coca-Cola y en su ejemplar del New Musical Express. La Coca-Cola Light era aún cosa del futuro.

Kevin sacó la lengua. Al principio me escandalizó y me sentí ofendido, pensando que estaba siendo innecesariamente grosero. Paul acababa de terminar con él para regresar a la partida de póker, y pensé que esto era pura rivalidad y un desafío, su forma de decir «me están cuidando». Me están cuidando tan bien como a ti. Para evitar que se me subieran los humos.

Pero no fue eso en absoluto. Tenía coraje el tío. Noté que estaba haciendo algo gracioso con sus ojos. Los estaba cruzando, como si estuvieran contemplando su lengua extendida. Luego dio un brinco exagerado con un par de dedos pellizcándose la lengua. Todo ello mientras Paul estaba acomodándose de nuevo en la mesa, y podía verle en cualquier momento. Paul, que gastaba un humor de perros con él. Kevin simulaba haber encontrado uno de los pelos pelirrojos de Paul refulgiendo en su lengua con una mueca de evidente desencanto para significar lo poco que le complacía que se los dejaran ahí. Era su forma de invitarme a hacer las paces, a llevarnos bien y de hacerme saber que quería que fuéramos amigos.

No tenía por qué hacerlo, pero me alegré de que lo hiciera. Tuvimos mucho cuidado en no ser advertidos por la mesa y conseguimos abrir un pequeño conducto de comunicación durante las timbas. Los sábados por la noche tenían, de repente, una dimensión completamente nueva. Nos mofaríamos, con los dedos cruzados, deseando que la mano de póker de Alan fuera buena o su farol inspirado. Si se retiraba y venía hacia nosotros, miraríamos hacia otro lado, yo inmerso en la lectura sobre la historia del Imperio romano o la Primera Guerra Mundial, y Kevin zambulléndose en las reseñas de los últimos conciertos de los Clash, cada uno, a pesar de nuestra nueva conexión, con la esperanza de que eligiera al otro. Luego, el afortunado enviaba miradas de arrepentimiento al elegido, o si nos sentíamos muy audaces, simulando que nos producía náuseas contemplar aquello. Alan no era trigo limpio ni un tipo aseado. Él era el único que no lo era. La polla de Alan sabía a orina rancia y ninguno de los dos la quiso, nunca.

De pronto, una noche, Alan intentó ensartarme por el culo y Ray lo arrojó escaleras abajo. Se suponía que no debía abandonar mi puesto a menos que fuera a hacer un recado para un miembro del club, por eso tenía termos para mi té, pero Alan me envió a por cerveza a la cocina, y luego me arrinconó allí. Después de la vergüenza padecida en el episodio anterior, ni siquiera estaba seguro de que le asistiera el derecho a follarme; pensé que sabía que no, pero nunca se había dicho, y no me atreví a gritar, pero me las arreglé para tirar el cubo de basura, y con él algunas botellas, cosa que tuvo el mismo efecto. Ray entró volando, sin mediar palabra, pura acción. Creo que habría arrojado a Alan abajo, aunque hubiera sido este el anfitrión esa noche y fueran sus escaleras, cosa que, gracias a Dios no fue así, de lo contrario las repercusiones para el club habrían sido mucho más desagradables. Estábamos en casa de Big Steve, en West Byfleet.

Nunca volvimos a ver a Alan. Por lo que sé, fue el mejor jugador de póker que haya visto la raza, pero Kevin y yo nunca le echamos de menos. Después, Ray me acarició la cabeza para consolarme, y me hizo la misma pregunta que siempre hacía y que siempre respondía él de la misma manera. No «¿Qué voy a hacer contigo?», lo cual él había dejado ya bien claro mes a mes, sino «¿Por qué te llevé conmigo?». Y la respuesta que daba siempre era: «Nadie más te querría a su lado».

Es cierto que nunca ha habido cola pero Ray siempre parecía estar deslizando otra cosa, con esa pregunta y esa respuesta, como si hubiera algo que necesitara que entendiera. Analizándolo con sensatez, si nadie más me quiere, si no era ningún premio cargar conmigo, razón de más para que Ray se mantuviera alejado de mí también. Podía tener a quien quisiera, con su aspecto y su personalidad. Entonces ¿cómo se come eso de que fuese algo bueno, y no una mala cosa (que no tuviera otras opciones)? Intenté no pensar demasiado en ello. Puede que no fuera una buena idea conocer las razones de Ray. Era un poco supersticioso al respecto y no quería fastidiarla.

Así es como lo resolví. Mi valor para él radicaba en mi lealtad. Yo le pertenecía. La lealtad no era solo una virtud entre otras tantas, era la virtud que más valoraba en el mundo. Me salió a cuenta cultivarla, lo cual solo podía significar que, antes de mí, alguien en el pasado debió ser causa de una profunda decepción. Tuvo que haber habido alguien a quien no se le dijo «Nadie más te querría», o alguien que sí había encontrado a un tercero que lo haría gustosamente, y que había seguido con su vida, pese a ser santo de la devoción de Ray, y a pesar del esfuerzo de este por mantener la llama viva.

Tenía cierto sentido, tal vez Ray había aprendido una lección terrible, y era por eso mismo que había trazado una línea tan clara, quiero decir, al no dejarme tener una llave de su casa. Quizá un chico antes de mí del que nadie hablaba, un chaval indigno que le rompió el corazón, si eso es lo que sucedió, se había aprovechado de él y solo esperaba que lo cuidaran sin necesidad, siquiera, de levantar un dedo. Así se aseguraría de que no volviera a sucederle nada parecido. Resultaba curioso pensar que Ray, alguien que vivía en el presente como nadie a quien haya conocido, pudiera haber sido cincelado también por el paso del tiempo.

No sería justo afirmar que Ray me retuvo, sería faltar a la verdad y de una ingratitud execrable; pero hay un hecho que no admite disputa: de haber seguido a su lado no hubiera podido trabajar con la flexibilidad de la que disfruto ahora, intercambiando los turnos. Quince años llevo ya a cuestas desde entonces. No estaba hecho para ser jardinero, y lo sabía ya entonces. Es más, no podría haber trabajado por las mañanas ni tarde por las noches y encajar en el horario de Ray, en la vida de Ray.

Seis años estuve con Ray. Habíamos celebrado mi vigésimo cuarto cumpleaños, lo que significaba que, ciertamente, él había alcanzado la provecta edad de treinta años, pero aún no los treinta y cinco. Al poco, como un niñato, me fui de vacaciones con mis padres. La peor decisión que he tomado en mi vida, pero me rogaron que los acompañara. Se suponía que Joyce tenía que ir con ellos, pero, de repente, la feliz noticia de su embarazo, después de años intentándolo, aconsejaba prudencia. Y empezaba a quedarme claro que mamá y papá realmente necesitaban a alguien que los acompañara. Incluso me dejaron encargarme de los preparativos del viaje.

Mamá se recuperó con mucha rapidez después de su larga estancia en el hospital en 1975. Los pólipos no dieron más complicaciones, tal como nos habían adelantado, aunque habría que echarles un ojo de vez en cuando. Todo parecía volver a la normalidad, y nos llevó a todos mucho tiempo comprender que ya nada volvería a ser igual.

El problema al que nos enfrentábamos ahora era al severo deterioro de mi padre. No se trataba solo de que su cabello hubiera emblanquecido durante la estancia de mi madre en el hospital, sino que todo su aspecto cambió por completo. Él y mamá aún eran inseparables, pero ya no por las mismas razones. La equilibrada dependencia entre ambos se esfumó y llegaron los miedos. No es que no fueran ya capaces de lidiar instintivamente con las exigencias de la vida en pareja, si bien siempre estaban juntos. El problema era que mi padre no podía ya soportar apartarse de ella por un segundo, lo que parecía señalar un retorno a los orígenes, pero era, más bien, casi lo contrario.

Pronto nos dimos cuenta, Joyce y yo, de que papá se estaba volviendo más distraído, pero de una manera que denotaba más ansiedad que despiste. Se asustaba si mamá salía de la habitación por unos segundos, como si no supiera dónde estaba a no ser que pudiera verla. Él preguntaba: «¿Dónde está tu madre?», tratando de parecer despreocupado, y si decíamos: «¿No lo sabes? ¿Realmente no lo sabes?», respondía, «en la cocina» o «en el baño», con un tono que no ocultaba la evidente incertidumbre en su voz que no desaparecía ni siquiera cuando acertaba. No se equivocaba con excesiva frecuencia por lo que suponíamos que todo volvería, en breve, a la normalidad. Confiábamos en que él lograría habituarse a mantener la calma mientras ella se ausentaba de la habitación antes de que pasara demasiado tiempo a solas. Lo curioso es que nunca fue en su busca, prefería quedarse donde estaba, solo quería que ella estuviera allí también. Sus miedos se manifestaban en ambas reacciones: por un lado, en la necesidad de que ella estuviera allí y, por otro, en no querer ir a ningún lado hasta que la viera de nuevo.

Otra cosa sorprendente era que, si él sabía que ella estaba allí, dejaba de prestarle atención. Si se estaba secando el pelo con su antiguo secador de plástico rosa —no sé por qué nunca se hizo con algo más moderno de la tienda—, sabía entonces que mientras durara el zumbido, ella seguiría allí, y cerraba los ojos y parecía quedarse dormido hasta que el ruido se detenía.

No sé de quién fue la idea de que papá tenía que retirarse un par de años antes. Quizá ya no estaba de humor para lidiar con las exigencias de la faena. Tal vez le costara concentrarse adecuadamente en surtir lo indicado en las recetas, aunque mamá estuviera en la tienda con él. Por supuesto, papá era del parecer de que todo funcionaba con la más absoluta normalidad, y mamá se abstenía de hacer cualquier crítica al respecto, ni siquiera a solas conmigo. Tal vez él seguía observándola, y para cuando rescataba su atención con el fin de centrarse, de nuevo, en el formulario de la receta que alguien estaba esperando, parecía como si nunca antes hubiera tenido ese escrito en sus manos.

Al principio, parecía que la jubilación no le sentaba del todo mal a papá. Era bastante feliz quedándose en casa, siempre y cuando mamá dejara una nota diciendo que estaba trabajando en la tienda. En primer lugar, la ponía en el bolsillo de su chaqueta, pero luego aprendió a colgarla de la solapa. Si la dejaba suelta, podía terminar en el suelo, y al regresar para el almuerzo o después del trabajo se encontraría a su marido visiblemente alterado, recriminándole su abandono del hogar: «¿Dónde has estado todo el día?», pero si ella respondía: «¿Dónde crees que he estado?», él decía: «En el trabajo, por supuesto. En la tienda». Era extraño. Cuando mamá comenzó a llevar a papá a los médicos, acordaron no referirse a su dolencia como si padeciera algún tipo de demencia. Ese no sería el diagnóstico oficial a airear en familia.

El desmoronamiento del comportamiento de papá tenía que ver con mamá y con su paradero. Al margen de eso, sus facultades mentales no se habían visto afectadas en lo más mínimo. Sabía qué día era, quién era el primer ministro; de hecho, podía enumerarlos a todos, en sentido inverso, con las fechas, incluso, remontándose hasta Pitt. Se mantuvo al día con los nuevos medicamentos y las marcas, aunque no trabajó más que, en alguna ocasión excepcional, ocupándose del turno de los domingos en la tienda, como así lo estipulaba el régimen de rotación propio de las farmacias. Si el nuevo farmacéutico enfermaba o tenía tiempo libre, papá podía hacerse cargo de las cosas, siempre y cuando mamá estuviera cerca de él, y no tuviera que atender a un cliente mientras él estaba preparando una receta. Los domingos no solían ser días de mucho trabajo. Papá estaba allí en cuerpo y alma si mamá se mantenía firme a su lado.

Mamá no se permitía exteriorizar cómo todo esto la estaba afectando y la deprimía, pero no era necesario echar mano de la percepción extrasensorial para comprender que lo que realmente necesitaba era darse un respiro. Ante semejante panorama me animé, por fin, a proponer la idea de unas vacaciones en Francia, cruzando el estrecho, para tal fin, a bordo de un aerodeslizador a principios de la temporada de verano. Incluso a papá le agradó la idea del aerodeslizador, ingenio británico elegante y divertido. También había estado leyendo a Geoffrey de Monmouth, y se me ocurrió visitar algunos de los lugares que consigna en Francia. Geoffrey, o Galfridus, como se llamaba a sí mismo al escribir en latín, Galfridus Monemutensis, no casaría con la idea de historiador que la mayoría de nosotros tiene hoy en día; con todo, algunas de las cosas que parecen fantasiosas en sus escritos resultaron ser del todo ciertas, si no plausiblemente verosímiles en el peor de los casos. Cuenta cómo Merlín trasladó Stonehenge a las llanuras de Salisbury desde el monte Killaraus en Irlanda, que no queda muy lejos de donde algunos arqueólogos creen que provienen las piedras. Y refiere también cómo los Venedoti decapitaron a toda una legión romana en Londres arrojando sus cabezas a un arroyo. ¿Y qué se encontró en el lecho del Walbrook, allá por 1860, sino una gran concentración de cráneos, prácticamente sin otros huesos para hacerles compañía?

No podía ocultar cuán emocionado estaba —a pesar de mis reservas para con algunos pasajes— por leer la crónica de Geoffrey de Monmouth sobre la última batalla de Arturo, y sobre el hecho de que el senescal Kay fuera conducido a Chinon, ciudad que él mismo había construido. Sobre Bedivere, el portador del cáliz, llevado con fuertes lamentos a Bayeux, la ciudad que su abuelo había fundado, donde fue enterrado «junto a una pared en cierto cementerio en el sur de la ciudad». No esperaba tropezar con los huesos de un Caballero del Grial, como había tropezado con el pie de Ray en Box Hill, pero tenía muchas ganas de visitar dichos lugares, y revivir lo acaecido allí hace ya tanto tiempo.

Lamentablemente, el viaje no discurrió por esos derroteros. Hicimos una breve visita a Bayeux pero, durante la mayor parte de las vacaciones, papá se quedó en el hotel. No quería ir a ningún lado. Resultó que se sentía indispuesto al bajar las escaleras, por lo que se sentaba en el último escalón y no bajaba más. Ahí es donde se quedó, y donde quería que mamá se quedara también. Llevé a papá a la habitación y convencí a mamá para que saliera conmigo ese primer día. Papá temía que alguien tratara de hablarle francés mientras mamá no estaba allí, a pesar de que todo el personal hablaba un inglés excelente, por lo que dejamos el libro de frases usuales en francés solo para apaciguarlo. No quedaba ni rastro del libro cuando regresamos —Dios sabrá lo que hizo con él—, razón por la cual, al día siguiente, la presión sobre mamá para que se quedara a su lado fue mucho más apremiante.

Mamá consiguió un cambio de habitaciones, para que ella y papá pudieran alojarse en la planta baja, pero luego resultó que él se sentía igualmente indispuesto al negociar el descenso de los tres escalones que bajaban desde el vestíbulo del hotel hasta la calle.

Solo estuve fuera con mamá y papá durante diez días, pero eso fue suficiente para poner fin a los seis años precedentes. No solo para acabar con ellos, sino para hacerlos desaparecer. Cuando regresé era miércoles. Por la noche llamé al apartamento de Hampton. Mamá y papá se habían hecho, por fin, con un teléfono por aquel entonces, pero no había contestadores automáticos en 1981. Lo que quiero decir es que ya existían, pero nadie tenía uno; nadie, al menos, en Isleworth o Hampton. Al no obtener respuesta, me embargó la preocupación de inmediato. Si una cosa era Ray era un tipo con una agenda insobornable. Llamé, de nuevo, esa tarde, cada hora y, de nuevo, antes de las nueve de la mañana siguiente. Hice otro tanto durante todos los días que siguieron, a pesar de que ya imaginé aquel miércoles que tendría que esperar hasta el domingo para tener noticias de su paradero. Domingo en Box Hill, donde se juntan los moteros.

Fue una semana terrible, tanto para mamá como para mí, como cabía esperar. Mi madre no podía fingir, después del breve periplo por tierras galas, que la vida con papá volvería a ser como antaño, trabajo en equipo. De los diez días en el extranjero más de una semana la había pasado encerrada en la habitación del hotel para que su esposo no perdiera los estribos; asegurándole que ella jamás lo abandonaría, que lo más probable es que continuara existiendo incluso si entre ellos se interponía fugazmente una puerta al cerrarse.

Pero mamá también sabía por lo que yo estaba atravesando, y le pidió a Joyce que viniera e hiciera compañía a papá durante una hora el domingo, con o sin embarazo, para poder acompañarme a Box Hill. Box Hill, donde los moteros se juntan para presumir de sus mejores galas y corceles.

Por lo que recuerdo, aquella tarde se cernía sobre Box Hill una gran nube de tormenta, como el apocalíptico hongo que dibuja la estela de una explosión nuclear, pero en mi diario se dice que el cielo estaba despejado. La nube de la fatalidad llegaría más tarde, con Big Steve y Little Steve. Traían consigo de paquete la noticia del desastre.

Mamá me dejó en la cafetería al pie de la colina, uno de los miradores preferidos de la mayoría de la gente. Antes de irse, me animó a tomarme una taza de café; no añoraría a mis compinches, andarían buscándome, como yo a ellos. Lo cual era absolutamente cierto, pero no podía tomarme ni la taza de café y me preocupaba que el club llegara en grupo, pero fuera directamente cuesta arriba sin pasar antes por el café; además de intuir que el club no iba a hacer acto de presencia con todos sus efectivos. La fuerza que los unía parecía haberse esfumado. Vi un letrero recubierto con anuncios de motos y piezas de recambio, paquetes en busca de aventuras, repuestos difíciles de encontrar para motos británicas que se veían cada vez menos por las carreteras. Si hubiera cerrado los ojos, podría haber notado la apenas perceptible diferencia entre la estridente sinfonía de motores y el estruendo de la primera vez, debido a la contribución de las motos de Trail que estaban poniéndose de moda, rugiendo cual furiosas motosierras. Los agresivos nombres que iban a ponerse de moda: Dominator, Virago, Intruder. Ninguno, sin embargo, de la autoridad silenciosa de Commando.

Sabía que si no venía nadie terminaría subiendo la colina a pie, aunque realmente no tendría mucho sentido. Si Ray llegaba —liderando la manada, cargando el casco de repuesto para mí— pasaría por el café. Lo vería y él me vería a mí. Él sería muy capaz de pasar de largo como si fuera invisible, hasta que se sintiera con ganas y estuviera listo para readmitirme; pero me vería, sin duda.

Por supuesto, cuando Big Steve y Little Steve se detuvieron allí a bordo de sus motos, hice como que no los veía. Si estaban allí sin Ray, no habría entonces nada bueno que esperar. Mientras desmontaban y comenzaban a acercarse lentamente hacia mí, me di la vuelta. No podía huir, ni quería hacer frente a las noticias que me traían. Me atraparon sin que pudiera zafarme de ellos. En cierto modo, ese fue el momento más terrible: si su deseo de consolarme era una indicación de tan temida pérdida, no cabía entonces mayor desolación para mí. No era la forma en que estaba acostumbrado a ser tratado por el club de los moteros. No era el trato que normalmente se dispensaba a su mascota. Me sentí atrapado, claustrofóbico, como si se me estuviera reteniendo contra mi voluntad en un espacio sofocante, sin aliento. Cerré los ojos y, si no me hubieran agarrado por los brazos, me habría tapado los oídos con las manos.

 

 

Ray llevó una vida muy singular, sin parangón con la de nadie de quien haya tenido noticia, pero nada hubo especialmente reseñable sobre su muerte. Un árbol. Un charco de aceite y un árbol. Una curva cerrada, un charco de aceite y un árbol.

Los pilotos en el club fueron siempre muy dados a las lecturas filosóficas que entrañaban los riesgos sobre ruedas. Pasa un tiempo yendo en moto y verás como pasarás buena parte del mismo cayendo de ella. Aun así, siempre di por sentado que Ray era inmune a esas contingencias; de la misma manera en que él era el único al que nunca parecía alcanzarle una bolsa de plástico en su ardiente tubo de escape, que acababan derritiéndose y desprendiendo un hedor espantoso y cuya impronta llevaba horas limpiar.

Las indicaciones en caso de emergencia, por cuanto me dijeron, parecían ser: reduce la velocidad al máximo; si te diriges hacia un automóvil, apunta a la parte más baja, capó o maletero en lugar del cuerpo; relájate.

Ninguna de las cuales habría cambiado la suerte de Ray. No importaba, a fin de cuentas, que hubiera hecho todas sus comprobaciones. Sus neumáticos para las ruedas trasera y delantera estaban debidamente inflados y en perfecto estado de conservación, y sus frenos respondieron a la perfección, con fútil eficiencia, cuando la moto se deslizó de lado hacia el árbol. La moto lucía impecablemente impoluta en el momento en que perdió el control de la misma. De poco sirvió que Ray hiciera las preceptivas observaciones de rigor, dándose la vuelta y sin confiar, en exceso, en sus retrovisores, mientras se acercaba a la curva cuyo final no alcanzaría a divisar.

Conducía a menos de cincuenta kilómetros por hora. Según refirieron los Steves, podría haber ido solo a veinte. Por lo general, la moto y su piloto salen proyectados en direcciones distintas, en el transcurso de un accidente, y en el inmediato medio segundo después de que Ray perdiera el control, eso fue lo que le sucedió. El jinete inexperto se aferra a la máquina, el experimentado sabe dejarla partir. El experto, en este caso, llegaría a despedirse, pero la conexión entre los dos era demasiado fuerte para romperse tan fácilmente. De pronto, la moto se enderezó, sin que el motor perdiera un ápice de aceleración y lo estrelló contra el árbol. Por supuesto, no levantó la vista en el último instante, para fallecer deslumbrado por el faro que mantenía encendido día y noche por razones de seguridad. Eso era solo producto de mi imaginación.

Para cuando apenas empezaba a encajar la primera convulsión que me produjo la noticia, me encontraba ya hecho una puta mierda. No quería estar con nadie y no podía soportar estar solo. Quería saber todos los detalles, pero cuando me los compartieron deseé que no lo hubieran hecho; de todos modos, tampoco entendí gran cosa. La verdad es que, bien mirado, es una tontería referirme a ellos como «los Steves» cuando nunca fueron pareja.

Contaba la historia del club que Little Steve se unió al mismo antes que Big Steve, y que ya entonces atendía al sobrenombre de Little Steve. Será cosa del sentido del humor inglés llamar a las cosas por sus opuestos, por lo que los bajíos de Surrey deberían pasar a llamarse los altos de Surrey, ¿no? Y que alguien enorme, desde los tiempos de Robin Hood, solo pueda ser distinguido con el mote de Little. El pequeño Steve no era muy alto, pero era ciertamente un tipo corpulento. Su verga alcanzaba los veintiocho centímetros de eslora, la medimos una noche de póker; el tipo de tranca que todo hombre cree merecer, pero lo cierto es que no le dio muchas alegrías al pequeño Steve. Nunca se erguía como Dios manda y la desdicha de su picha era, con frecuencia, blanco de las mofas de sus contertulios.

Podría haberle pasado a cualquiera de nosotros, esa fue una de las cosas que más oí decir ese día, mientras Big Steve y Little Steve intentaban consolarme. Y una mota de verdad había en semejante aseveración, acaso tan solo la más diminuta e insignificante. Cualquiera que surcara ese charco de aceite iba a acabar de la misma manera. Sea como fuere, siempre iba a ser Ray quien condujera a la cuadrilla al tomar la curva, a nadie más le correspondía ese honor. Podría haberle sucedido a cualquiera, pero solo podía sucederle a él.

Les pedí, con toda la calma que fui capaz de reunir, que me dijeran cuándo era el funeral, y me dijeron que no podían hacer eso. Quería ir a Cardinals Paddock, y me dijeron que no me haría ningún bien. Dije que quería ir, de todos modos, y que, si no me acercaban, llegaría por mis propios medios. Por fin accedieron, aunque no les hiciera ninguna gracia.

Ni siquiera recuerdo a lomos de quién fui camino a Hampton, si con el mamotreto de Steve o con el tipo enjuto enfundado en una chupa de cuero frente a mí. Las apenas discernibles diferencias entre ambos sujetos devinieron insignificantes por la terrible coincidencia que compartían, ninguno de ellos era Ray. Si me aferraba al hombre frente a mí, era sin sentido alguno del contacto humano. Sin embargo, por cuanto alcanzo a recordar, sí recuerdo que me aferré ferozmente a quien fuera que decidió llevarme. Me aferré como la muerte sombría atenaza a quienes aguardan su destino.

Siempre me sentí seguro en mi condición de paquete, excepto en una ocasión. Estábamos en plena expedición, camino de Bristol —¿sería en 1979?— cuando, de repente, noté un agudo dolor punzante en un lado del pecho. Me di cuenta de inmediato de que se trataba de un ataque al corazón y, sin embargo, no dije nada. No llamé, no intenté hacer nada al respecto. No es que quisiera, ni mucho menos, morir, nada más lejos de mis intenciones, pero fue el momento lo que se antojó del todo inoportuno. Llegaría un mejor momento para morir, pero nunca mejor lugar.

No me explico cómo, pero Ray se dio cuenta de que algo andaba mal y se detuvo. Apenas podía bajar de la moto, me temblaban las rodillas. Ray tuvo que sostenerme en pie, y me preguntó qué me sucedía, pero no pude pronunciar las palabras. Por lo visto, mi cara estaba bastante pálida. El resto del club se estaba deteniendo y desmontando, agrupándose a nuestro alrededor, sorprendidos y molestos a un tiempo. Ray desabrochó mi chaqueta, no la horrible cutrez de chupa que gastaba en 1975, sino una chaqueta de las buenas que le regalé para su cumpleaños. Estaba a punto de desmayarme, tuvo que sujetarme por las axilas. Luego, por alguna razón, pensó en desabrocharme la camisa.

Y apareció una abeja muerta. Debió quedar atrapada entre la camisa y mi panza, y fue seguramente exhortada a picarme por la brigada suicida, presa de la confusión y la desesperación, si es que las abejas pueden sentir tales cosas.

Cuando nos detuvimos en Cardinals Paddock, y me bajé por detrás de la moto de cualquiera de los Steve que tuvo a bien llevarme, pude ver de inmediato las persianas colgando de la gran ventana de la sala. Ray solo las bajaba de esa manera los sábados cuando era el anfitrión. Llamé y llamé al timbre pero, por supuesto, no había nadie allí. Entonces pensé en llamar al timbre del piso de abajo, donde vivía Graham, un afable arquitecto cuya novia pasaba dos fines de semana al mes en aquel piso. Finalmente, abrió la puerta.

Por supuesto, Graham sabía algo de lo que había sucedido. En ese momento, saltaba a la vista que sabía mucho más que yo. Se había mostrado siempre bien dispuesto hacia nosotros y cuidaba, en nuestra ausencia, de las flores que vi la primera noche, aunque luego supe que pertenecían a varios pisos. Sea como fuere, nadie más parecía querer encargarse de tal cometido. Es más, tenía incluso la gentileza de recoger los excrementos de penetrante olor acre que dejaban los zorros, en sus inquietantes y regulares visitas: todas las noches a las nueve en punto, o bien a las diez, con la misma puntualidad.

Recuerdo cómo un domingo por la mañana me explicó lo que simbolizaba la flor de la pasión, que producía flores tan hermosas en mayo y tanta fruta rica en pulpa en julio. Trató de mostrarme la trinidad reflejada en la flor, los cuatro evangelistas, doce apóstoles, catorce estaciones de la Cruz trazadas fielmente en la disposición de pistilos, estambres, pétalos... Y solo sonreí con la amabilidad debida y me alejé, pensando que iba a preguntarme, acto seguido, por qué no nos había visto en misa. No podía saber que yo me ganaba el sustento como jardinero. Sabía no pocas cosas sobre la passiflora, en lo que atañe a cuestiones más prosaicas de naturaleza eminentemente horticultural: cómo les gusta el sol y cómo agradecen también algo de cobijo; aunque desconocía su significado, si es que, en efecto, alguno tiene.

Supongo que en este país el mejor tipo de vecino es el que mantiene una conducta más discreta y predecible, de inadvertida presencia, pero cuyos movimientos conoces, y eso hizo de Ray un buen vecino. Entre sus convecinos se mostraba como un tipo harto circunspecto y bastante predecible en sus movimientos. No importaba que algunas de nuestras costumbres no fueran del todo convencionales, siempre y cuando fuéramos de lo más convencional —y predecibles— en el cultivo de las mismas. Supongo que podría resumirse así. En noche de timba, que solo se celebraba allí cada dos meses, la contienda sobre el tapete podía degenerar, en ocasiones, en ruidosos tumultos y prolongarse hasta altas horas de la mañana, pero Ray siempre tenía la deferencia de poner sobre aviso al vecindario. Cuidó como mejor supo estas buenas relaciones, compensando, en dichas ocasiones, al bueno de Graham con un obsequio etílico que depositaba junto a su puerta: una botella de un buen vino o una buena malta, cuando no una caja entera de cerveza.

Lo que Graham me dijo fue que la madre de Ray ya había vaciado el piso. Había encendido una hoguera en la parte de atrás y había quemado muchos papeles. Graham la observó desde su ventana trasera. Me dijo que hubiera deseado recuperar algo para mí, cualquier cosa que hubiera podido rescatar del fuego, pero la madre de Ray se había agenciado un taburete de la cocina y permaneció allí vigilante hasta que todo fue pasto de las llamas. No pudo ver su rostro, pero a falta de un atizador, hizo buen uso del cepillo del inodoro para avivar la brasa, a fin de asegurarse de que nada sobreviviría a aquel fuego expiatorio. Es todo lo que sé de ella, que no le faltaron arrestos para remover las cenizas de lo que había dejado su hijo en vida, y que ella había hecho trizas, con un cepillo para desincrustar los bajorrelieves de la taza del retrete. A Ray no le gustaba que yo dijera «retrete». La palabra cuyo uso privilegiaba fue «reservado».

Al día siguiente llegó la camioneta de mudanzas. Se llevó mi ropa y, con ella, los libros que ocupaban la mitad del estante cuyo usufructo me había sido concedido, junto a todos los enseres de Ray. Graham me permitió subir, cosa que, como cabía esperar, de bien poco iba a servirme, pero no estaba preparado para lo que vi allí: un nuevo marco deslumbrante para una cerradura recién cambiada. La madre de Ray había cambiado las cerraduras. Incluso después de haber vaciado el piso y haber quemado todas las cosas, en lugar de arriesgarse a tirarlas, la madre se había gastado un buen dineral a fin de evitar que usara la llave que su hijo no había tenido a bien confiarme en vida. Y fue en ese momento cuando perdí los estribos. Los Steves tuvieron que llevarme escaleras abajo, y luego me negué rotundamente a volver a subirme a una moto jamás.

Ni siquiera pensé en el follón que estaba causando. Graham tuvo que pedirme un taxi para llevarme a casa con mamá y papá, y cuando llegó Big Steve tuvo que acompañarme, mientras Little Steve nos siguió en moto para luego, desde Isleworth, poder acompañar de nuevo a Big Steve a Hampton para que recogiera su moto. Largo camino para los Steves, y todo porque ni siquiera me había detenido a pensar por un instante.

Solo cuando Big Steve estaba poniéndose el casco al dejarme en casa caí en la cuenta de que algo raro estaba pasando. Pregunté cuándo se iba a celebrar el funeral, sabía que le había preguntado eso antes, y la respuesta no tenía ningún sentido, así que esta vez hice cuanto pude para retenerla y recordarla. De nuevo, dijeron que no podían revelármelo. Y cuando pregunté por qué no podían decírmelo, respondieron al unísono que no me lo podían decir porque el funeral ya se había celebrado.

Peor se iba a poner la cosa. Cuando pregunté dónde estaba enterrado Ray o dónde estaban sus cenizas, dijeron que tampoco podían darme esa información. «No podían» no significaba que no lo supieran sino que se les prohibió suministrar ese dato.

Ray había hecho jurar a todo el grupo que jamás se me compartiera esa información y todos se avinieron a jurar y actuar en consecuencia, respetando su última voluntad. ¿Y cuándo les había pedido ese juramento? En el hospital.

Mi mente estaba procesando esos datos con inusual lentitud. No se lleva a los muertos al hospital. Entonces, lo que los Steves estaban diciendo es que Ray no había fallecido en el acto. O, lo que es lo mismo, había vivido lo suficiente —Big Steve dijo setenta y dos horas, Little alrededor de cuarenta y ocho—, mientras le asistía un último halo de vida, para mantenerme alejado para siempre. Cruzó el umbral, en suma, dándome un buen portazo en los morros.

Bastante duro había sido ya recibir la noticia de la muerte de Ray, parecido a recibir la descarga de un rayo fulminante, y ahora ni siquiera conseguía desprenderme del hedor a muerte con el paso de los días. Y no pude más que repetirme a mí mismo lo que ya había estado repitiéndome desde que escuché aquellas palabras: que Ray ni siquiera pudo darse cuenta de lo que le había sucedido, por lo que no debía mortificarme por mi ausencia, pero, como era natural, sí iba a seguir mortificándome por no haber estado su lado. Ray lo sabía. Y no estuve allí.

Después de ese día, esperaba que mi cabello se volviera blanco, como le sucedió a papá, pero como yo iba casi rapado al cero tendría que crecer un poco antes de que apareciera. Cuando volvió a crecer, era, sin duda, más fino que antes, pero eso no es lo mismo. Tal vez sea un mito que lo de afeitarse la cabeza hace que el pelo vuelva a crecer con más fuerza. Creo poder afirmar que de haber tenido el pelo lo suficientemente largo como para notarlo, se habría caído sin remedio.

Por extraño que pueda parecer, ni siquiera el cabello de papá, que mostró un cambio tan repentino e impactante, se volvió del todo blanco. El estrés postraumático provoca una pérdida acelerada del cabello, y lo que le sucedió en 1975 fue que el cabello que aún conservaba un poco de color empezó a caerse y los cabellos blancos, por contra, tendían a quedarse. Los pelos que quieres preservar caen, y los que te gustaría ver relegados a la sombra del cogote se aferran a sus poros. Justo lo que espera uno.

Mamá se alegró de que volviera a instalarme en Isleworth a jornada completa, y no solo porque le gustaba que tuviera más cabello del que Ray me había permitido llevar. Papá se estaba volviendo cada vez más difícil de tratar, y en consecuencia no era nada fácil averiguar cuál era exactamente el problema.

Después de Francia, sus dificultades para mantener el equilibrio empeoraron, a pesar de que ningún escáner o electroencefalograma detectaran a qué podía obedecer semejante deterioro degenerativo. Papá dejó de confiar en sus pies para cargarlo, a menos que fuera persuadido, ayudado y se apoyara en alguien, y no pasó mucho tiempo hasta que mamá no tuvo más remedio que dejar de trabajar también.

Convencí a los Steves para que me dieran sus números de teléfono, y durante un tiempo seguí molestándolos con preguntas sin sentido. Finalmente, uno de ellos, ni siquiera recuerdo cuál, habló con mamá y le dijo que aquello tenía que acabarse. Yo también sentía que había que poner fin a aquello, que había que acabar con tanto secretismo. Pero no, eso no podía cambiar. Tuve que dejar de llamar. Eso fue lo que hubo que cortar.

Fue difícil para mí dejar de llamarlos y preguntarles cosas, porque ellos sí habían conocido a Ray, y yo no. No sabía a qué se dedicaba, ni si trabajaba. No sabía su fecha de nacimiento, y como los dos Steves contaban historias ligeramente diferentes, no sabía con certeza cuál de los dos días había sido la fecha de su muerte. Por eso tenía la imperiosa necesidad de arrodillarme ante su lápida, para estar mejor informado.

¿Acaso Ray no hubiera deseado celebrar sus propios cumpleaños, si hubiera sabido que iba a disfrutar de unos pocos, en lugar de tomar prestado el mío?

Ni siquiera sabía su apellido. Entre los miembros del club no nos llamábamos Ray y Colin, fuimos Smith y Jones. Soy Colin Smith, pero no tengo motivos para pensar que el apellido de Ray fuera Jones. Las probabilidades de que así fuera son de lo más inciertas, como también que compartiéramos fecha de nacimiento.

Finalmente, me di cuenta de que Graham, el vecino de abajo, probablemente sabría el apellido de Ray, y si no me lo daba, lo averiguaría, entonces, por la correspondencia que Ray se aseguró de que nunca viera. Pero cuando regresé, extrañamente temeroso, a Hampton, Graham se había mudado. Casi me sentí aliviado y no intenté perseguirlo. Parecía haber una parte de mí que no quería saber nada.

Por supuesto que debería habérselo preguntado a Graham aquel domingo de tan infausto recuerdo, pero no fue aquel descuido lo que más lamenté ese día. Graham solo pudo haberme dado el nombre que aparecía en el correo de Ray, el nombre con el que vivía, y ¿por qué tendría que ser ese el nombre con el que nació y fue enterrado? Me arrepiento de haber aceptado que Steve me llevara de Box Hill a Hampton, por lo que perdí el derecho a decir que la última vez que me senté en una motocicleta lo hice detrás de Ray, resoplando en su cogote. Si hubiera estado en mis trece en Box Hill, podría haber cumplido esa promesa. Era algo que podría haber controlado, y lo dejé pasar sin siquiera darme cuenta.

Los Steves pensaron que me reconfortaría darme cuenta de que solo era una muestra más de la obsesión por la seguridad de Ray, y que la agrupación espaciada por la que abogaba era lo que aseguraba que nadie más que él corriera los mismos riesgos y la misma suerte. No malgastaban empatía ni estaban especialmente familiarizados con mi estado de ánimo. De hecho, sentí que no tenían por qué haber evitado el charco. Y, en lo que a mí respecta, me hubiera correspondido, por derecho adquirido, haber estado justo detrás de Ray. Resoplando en su cogote mientras nos deslizábamos juntos por la mancha de aceite.

No es que tuviera derecho a morir con Ray, necesariamente. Pero si solo hubiera resultado herido y se me hubiera ingresado en el mismo hospital, seguramente los miembros del club se habrían negado a jurarlo cuando Ray exigió su silencio. De haber sido así, aún habría participado en lo que había sucedido. No hubiera sido tan fácil excluirme, separarme de lo que le sucedió.

El año posterior a la muerte de Ray se me hizo mucho más largo que los seis anteriores, así lo sentí. Y seis años es mucho tiempo para la mayoría de las cosas, demasiado tiempo, pero no mucho para disfrutarlo con Ray. No tardé mucho en rehacerme un poco, después de hartarme de sentir pena por mí, y conseguí un trabajo en London Transport. Nunca iba a ser jardinero, ni aún menos una máquina de segar el césped del green para bolos sobre hierba, tampoco manejar segadoras de begonias, como las operadas por Mikey Jarvis, un tipo que felizmente se bebería el agua de los floreros, siempre que estos hubieran pertenecido a la princesa Margaret. Desde el comienzo de mi instrucción en la LT, sentí, por fin, que estaba en el lugar apropiado; no en el soñado, precisamente, sino en el lugar que me correspondía.

No dejé de pensar en Ray solo porque pasó un tiempo. Hubo cambios en el mundo que me hicieron soñar despierto. Me pregunto qué habría pensado de ellos. No pude evitar pensar que le habrían encantado los CD. Habría despotricado sobre lo absurdo del gasto, y seguro que, acto seguido, habría reemplazado, con reprimido regodeo, sus preciadas cintas y demás soportes antiguos por aquellos nuevos. Tal vez habría hecho justo lo contrario. Puedo imaginármelo aferrándose al vinilo y escribiendo apasionadas cartas a revistas especializadas sobre fidelidad tonal y otras lindezas para audiófilos.

Pero, a fin de cuentas, creo que se habría pasado al CD y le habrían encantado los mandos a distancia: la capacidad de cambiar de música sin levantar las posaderas. Sus muslos agarrándome el cuello, mi cabeza alojada en su entrepierna. Quizá hubiera invertido en uno de esos reproductores de CD con una especie de carrusel, bastante difíciles de manejar, que puede llevar cinco discos a la vez.

Con el sida todo cambió. Se me hacía ciertamente difícil pensar en todo lo que eso comportaba al pensar en Ray. Él era temerario a la par que compulsivamente consciente de la importancia de la seguridad. Hubo unos días en que le dio, durante una expedición en moto a Bristol, por llevarme a un pub con un collar y una correa. Pub hetero. Y nadie se alarmó, nadie cuestionó su derecho a hacer lo que quisiera. Bueno, alguien me dijo «Buen perrito», así que lo mordí. Está bien, no llegué a morderle. Gruñí un poco y entrechoqué los dientes por unos instantes.

Ray era un prodigio en materia de autocontrol, mas no sabía cuándo parar. Amaba las reglas, y amaba romperlas, ese era el asunto. Una vez se detuvo en una carretera muy concurrida, reclinó la moto para guarecernos un poco, me pidió que me desabrochara mis tejanos, me inclinó sobre la moto y, acto seguido, se me folló allí mismo, a plena luz del día. No las tenía todas conmigo e ignoraba si me estaba castigando o premiando por algo que había hecho o dejado de hacer, no conseguí hacer memoria. Con Ray era mejor aceptarlo como era y no esforzarse demasiado en buscarle tres pies al gato. Al menos tuve la opción de cerrar los ojos, para obviar la violación de mi intimidad, pero no pude mantenerlos cerrados. Ignoro por qué.

Y luego, mientras él afianzaba el taladro, y los dos estábamos empezando a pillarle el ritmillo a aquel polvo improvisado en el arcén, no lo creeríais, un automóvil se detuvo en la zona del crimen para consultarnos qué ruta seguir. No quería dejarme llevar por el ritmo, pero el ritmo ya campaba a sus anchas. El hombre conducía y la mujer frunció el ceño mientras sostenía el mapa frente a ella. Los conductores de automóviles parecen pensar que los motoristas conocen todas las rutas habidas y por haber, o tal vez sea el hecho de que no se hayan inventado aún unas contraventanas para conceder cierta privacidad a los moteros. Peor aún debe de ser ahora que uno de cada dos moteros es mensajero y, por ende, se supone que todos los demás tienen que saber dónde está cada pequeño callejón por ciencia infusa.

Ray sostuvo el cetro enhiesto entre mis nalgas, pero dejó de empujar el tiempo suficiente como para permitirme poner a tan incautos viajeros en la senda requerida y, al poco, reemprendieron la travesía, pero tan solo por unos pocos metros, bien porque la dama había hecho un giro de ciento ochenta grados al darse cuenta de lo que había estado presenciando con sus propios ojos, o porque el caballero comprendió también lo que allí se cocía. Desde donde estaba el auto en aquel momento nos podían observar enfrascados y a lo nuestro, por lo que Ray me dio la vuelta para que no cupiera duda alguna, y comenzó a ensartarme de nuevo con renovado brío y declamando: «¿Quiere ser la siguiente, señora?». Siempre exquisito en las formas. A mayor ultraje mayor consideración. Esta vez no se quedaron merodeando. Ray no tenía por costumbre correrse dentro de mí, pero esa vez sí lo hizo. Antes de la eclosión del sida, a nadie le preocupaba adónde iba o dejaba de ir la lefa, pero, por lo general, había una razón especial para que Ray se corriera en mis entrañas. Estaría, con ello, tratando de comunicarme algo que, con frecuencia, no acertaba a descifrar. Travesura o mero júbilo, se corrió con un aullido.

No sé qué habría sido de Ray con la irrupción del sida. Cualquiera que osara decirle lo que debía hacer estaba poniendo su vida en sus manos y, sin embargo, la seguridad era casi una obsesión a la que no podía renunciar; por todo lo que de bueno le reportó conducir su montura. Todo lo que le importaba se convertía en una obsesión. Sea como fuere, estoy seguro de que habría dado en llamarla «el sida», como yo. Se preocupaba por los detalles, y es lógico. La «s» en sida significa síndrome, y la última cosa que dirías es que Freddie Mercury murió de un síndrome, ¿verdad? EL síndrome. Por lo tanto, EL SIDA.

El hecho es que no puedo imaginarme a Ray cambiando de costumbres y usando condones, y tampoco puedo imaginármelo como antaño. Me atrevo a afirmar que jamás compró un condón en su vida, pero tal vez, en las actuales circunstancias, se lo hubiera planteado. Los hombres que iban con hombres no compraban condones en esos días, pero siempre hay una primera vez, para cualquiera. Me esfuerzo denodadamente para convencerme de que tiene que ser así, pero no hay manera.

Me siento culpable por no poder emularlo en ninguno de esos derroteros hasta la fecha. Es como si al no poder imaginarlo lidiando con los cambios que trae consigo cada momento, de alguna manera estuviera consintiendo su muerte, y él quedara irremisiblemente asociado al pasado para siempre. No es que mayo del 81 fuera el momento idóneo para su deceso. Más bien se trataba, casi, de la última ocasión en la que podría haber llevado la vida que había elegido, la que compartió conmigo.

Ni siquiera sé si el club continuó unido de alguna forma, más apagada. Tenía previsto no volver a subirme a una motocicleta nunca más y, después de ese día, Box Hill se convirtió en el último lugar en la tierra que quería visitar. Mi impresión era que Ray era indispensable, que, a todos los efectos, él era el club, pero los miembros supervivientes de la cofradía tal vez decidieran intentarlo. Si lo hicieron, Kevin habrá sido quien más me habrá añorado, si es que alguno me echó en falta. Desde que dejé de llamar a los Steves, como no podía ser de otro modo, perdí el contacto. Y, al poco, llegaron otras preocupaciones: mamá y papá, y cómo iban las cosas en casa. Cómo darle tiempo libre a mamá, ahora que papá había dejado de ver a sus hijos como un sustituto para darle un respiro, aunque fuera momentáneo.

Había, a veces, algo irritante sobre la forma en que mamá se las arregló. No se permitiría ir sola al cine (papá no iría), o incluso ir de compras, excepto cuando no había nada en la casa y yo no estaba libre, pero sin embargo se desesperaba por ir a casa de la vecina, que era igual de lejos a los ojos de papá, a fin de poder echarle una mano a Marjorie.

Típico de mamá. Su esposo se convierte en alguien que no puede valerse por sí mismo y ¿qué hace ella? Encuentra a otra persona que también necesite sus atenciones. Marjorie, la vecina de al lado, ya está confinada en su casa y próxima a la ceguera absoluta, por lo que mamá decide cuidar de ella también. Lo cual estaría muy bien si no fuera porque Marjorie es muy «especial», y si estás tratando de ayudarla, tienes que hacerlo a su manera.

Golpeaba la ventana de la cocina con su bastón, y mamá se daba la vuelta para ver qué era lo que necesitaba. Peor se ponía la cosa si mamá no estaba al alcance de dichas señales, o no podía asistirla de inmediato. Primero Marjorie golpearía suavemente con el taco de goma, si no conseguía hacerse escuchar trataría de hacer un poco más de ruido. Y, después de cinco minutos, si no establecía contacto, le daba la vuelta al bastón y golpeaba bruscamente el cristal con el asa.

Era delirante. Mamá terminó cocinando comidas separadas para Marjorie porque era muy quisquillosa, o comidas lo suficientemente diferentes como para prestar esa ayuda. Mismo plato, receta diferente. Marjorie no podía —o no quería— comer cebollas (que no podía era, obviamente, su versión), por lo que mamá le prepararía un pequeño plato de estofado aparte. A mí también me gusta la comida sencilla, pero el estofado sin cebolla no vale la pena ni olerlo.

Marjorie tampoco comía trifle, no, al menos, en su disposición tradicional. A ella le gustaba todo lo que había en el bizcocho, pero algo en la mezcla le revolvía el estómago. La exudación de crema y jugo. Así que mamá se lo servía todo por separado en platos pequeños: bizcocho, fruta, natilla y crema. Era como un diagrama de trifle. Una explosión de bizcocho. Y mamá se lo llevaba todo en una bandeja.

Me ofendía que mamá se dejara explotar de ese modo, pero era feliz así. Supongo que parte de mi incomodidad no era más que puro egoísmo, en los días en que Marjorie seguía golpeando la ventana de su cocina y yo intentaba recuperarme después de un extenuante turno de noche.

Al menos tenía algo en lo que pensar. Mi nuevo trabajo, mi carrera como conductor.

Big Steve se puso en contacto conmigo hará un par de años. Había guardado el número de mis padres, y no pareció sorprenderle demasiado que aún estuviera allí. No quise contarle que las cosas por aquí habían cambiado más de lo que él pudiera pensar: padre había muerto, y pocos meses después también Marjorie, la vecina. En su testamento le legó su pequeña casa a mamá, por cuidar tan bien de ella y durante tanto tiempo. De ley. Toda proporción guardada, se acercaba más a lo que denominaríamos un cottage que a una casa.

Al poco, mamá se instaló en la cabaña y me vendió la casa. Para ser exactos: a Simon y a mí, un compañero de trabajo. Fuimos a pachas con la hipoteca. De esa manera, mamá dispondría de unos ahorrillos con los que poder tomarse unas vacaciones más o menos cuando lo deseara. El sol le hace mucho bien a su artritis. Si viaja a algún lugar como Portugal, puede olvidarse su bastón en el hotel y ni siquiera darse cuenta.

Así que fue el mismo número de Isleworth al que llamó Big Steve, solo que el prefijo había cambiado, pero ahora estaba a mi nombre. Debería decir a nombre de ambos. Quiero que Simon sienta que nuestras acciones tienen el mismo valor, incluso si mis recuerdos de la casa se remontan a mi más tierna infancia.

Pese a quedar poco menos que atónito, una vez superé mi asombro, para no faltar a la costumbre, empecé a someterle, de nuevo, a un impío interrogatorio no exento de recriminaciones. No pude evitar preguntarme si había transcurrido el periodo de tiempo acordado para guardar el secreto de Ray, quince años —más o menos—, o si alguien que había estado protegiendo su secreto había fallecido, si ese era el motivo de la llamada, con lo cual el secreto tan celosamente custodiado ya no tendría importancia compartirlo. Big Steve me hizo jurar y perjurar que no volvería a preguntarle nada más sobre ese asunto, o no volvería a llamarme el próximo fin de semana, que era lo que planeaba hacer. Lo intenté por última vez. «¿Cómo puede ser tan importante después de todo este tiempo?», pregunté, pero la respuesta fue la misma de siempre: una promesa es una promesa.

Di mi palabra de que me controlaría y que no lo avasallaría con preguntas ridículas a las que no podía responder, solo para asegurarme de que vendría.

Desde la última vez que lo vi, Big Steve había ganado peso y perdido bastante cabello. Francamente, estaba hinchado y con una calva incipiente, pero así es como suele ir la cosa. Montaba una Honda Gold Wing, coda con la que Ray no hubiera sido tan indulgente.

Big Steve me dio novedades y me puso al corriente sobre los avatares del grupo. Mark había muerto, pero en un accidente de moto. Es gracioso, cuando Steve me dijo eso pensé «por causas naturales». Aunque nada haya de natural en un accidente de motocicleta. Un accidente en motocicleta es una muerte artificial, pero las enfermedades son parte de la naturaleza. Aun así, al menos hasta ese momento, el sida no había hecho estragos en el grupo.

Antes de irse, parecía ansioso por mostrarme su corcel. Tenía uno de esos cojines recubiertos de cuentas de madera, el inseparable compañero del taxista, sujeto a la silla. La moto tenía calefacción en las empuñaduras y marcha atrás. Fue vergonzoso. Quiero decir, no es que tuviera la obligación moral de seguir con monturas británicas, aunque esa marca tan venerada, Triumph, haya reverdecido sus laureles. Gracias a la tecnología japonesa y a una sofisticada línea de montaje computarizada, puede uno obtener detalles personalizados por el mismo precio.

No me he subido a una moto desde 1981, pero eso no significa que no me permita leer las revistas de vez en cuando.

Pero si Big Steve se hubiera tenido en más estima a sí mismo, a fin de seguir en la brecha, no hubiera obrado así; lo de la Gold Wing era de una cutrez indignante. Es una moto ciertamente novedosa en muchos aspectos, pura opulencia y soez ostentación en grandes dosis: todo lo que se precisa para rematar la faena es un perro montado en el depósito con bufanda a juego, gafas de sol y su propio casco personalizado. Me explico, si lo que quieres es dejar las motos mientras conduces una, ahí está la BMW. Eso es algo conocido y consentido.

Todo muy comedido, lo sé, viniendo de alguien como yo, que nunca ha conducido nada más veloz que una bicicleta, a menos que cuenten los trenes del metro.

A la gente puede parecerle absurdo que yo esté a cargo de un tren del metro todos los días cuando no tengo ni permiso de conducir, cosa a la que solo puedo responder aduciendo en mi descargo: requiere un conjunto de habilidades completamente distinto. Nadie tuvo nunca que hacer pasar un tren del metro por un giro de tres puntos. Y, de hecho, uno de mis compañeros de trabajo, no mentaré al interfecto, perdió su permiso de conducir por beber, lo cual no fue óbice para que pudiera seguir conduciendo trenes. Me causa cierta incomodidad hablar de mis años en la carretera como siempre nos referimos a ellos, pero me divierte ser un poco enigmático. Al fin y al cabo, cada uno tiene su forma de contar sus cosas como mejor sabe y quiere.

La primera pregunta que hago, si me encuentro con otro conductor, es «¿Qué línea?» ¿En qué línea conduce? Y eso es lo primero que querrá saber sobre mí. Parecerá una pregunta inocua, pero va tan cargada como cualquier otra. Hay una cuestión de naturaleza tribal en la adscripción a las líneas que perforan el inframundo de la urbe. Todos los túneles no son iguales, de hecho, algunos de ellos ni siquiera son, en sentido estricto, túneles. Por lo que, si me encuentro con otro conductor fuera del trabajo, me pregunta qué línea y yo digo «Circle», él sabe que no voy a profundizar. Y si me intereso por la suya y responde «District», entonces ambos podemos relajarnos y considerar la posibilidad de disfrutar del placer de una buena conversación. Incluso con Stevens. Pero si, por desventura, dice «Central», entonces vamos a enzarzarnos en una discusión bizantina sin fin, con malas vibraciones garantizadas, porque conozco la frase desdeñosa que apostará en la punta de su lengua.

De acuerdo, lo admito: la Circle Line no es como una mina de carbón, pero no solo acariciamos la superficie. El ancho de vía es el mismo, pero la envergadura de nuestros vagones es mucho más ancha. Son trenes de verdad.

Con todo, lo que él estará pensando, y sé que lo está pensando, es: «Eso no es un metro, es un tren de corta y pega, simplemente cavaron el trazado de la vía y lo cubrieron. Convendrás conmigo que no es exactamente una gran obra de ingeniería». Los maquinistas que conducen por túneles profundos pueden ser miniaturescos esnobs maledicentes y malvados.

Todo lo cual me lleva a responder: «Estamos en lo que fue el primer ferrocarril subterráneo del mundo. Cavado a mano, solo piensa en eso, antes de que la invención del Greathead Shield nos librara del terrible riesgo que entrañaba un trabajo tan duro». Y él pensará para sus adentros: «Eso no es un túnel, es una trinchera con una tapita».

Sería mucho más fácil para mí entablar amistad con un conductor de autobús, un revisor o un empleado de una taquilla que con un conductor de túneles tan profundos. Podríamos discutir sobre las condiciones de trabajo, los depósitos, los temidos usuarios, hasta del clima. No es que no haya rivalidades entre los conductores de autobuses y demás, estoy seguro de que tampoco escasean. Es solo que no formarían parte de la conversación. Por lo que sé, las cuadrillas de autobuses de dos hombres escupen a los operadores individuales, y a los del 11 les pierde cagarse en los del 37; pero todo eso no tendría por qué saberlo, y los dos podríamos tomarnos una taza de té y conversar tan panchos.

Puede decirse, por tanto, que ahora tengo, en efecto, una vida laboral, no una vocación, quizá no lo que todos darían en llamar una carrera, pero algo más que un simple trabajo; una vida laboral que te ofrece algo más. Y es solo desde que tengo la perspectiva de una vida laboral propia que me he preguntado seriamente sobre la de Ray.

¿Qué hacía con sus días? ¿Qué haría entre el momento en que me llevaba escaleras abajo a las nueve, a veces mucho antes de las nueve, y el momento en que me dejaba entrar, de nuevo, a las seis? Por supuesto, ganarse la vida es la razón principal por la que las personas tienen que reservarse esas horas; yendo a trabajar, pero no estoy tan seguro de que este fuera el caso.

Supongamos que cada mañana después de irme, en día laborable, Ray se pusiera uno de los trajes oscuros que nunca le vi usar, caminara unos cientos de metros y trabajara en una vulgar oficina cual simple picapleitos.

Por supuesto, he rememorado, uno a uno, los libros que había en los estantes de Ray, con el objeto de determinar si encajarían con la hipótesis de su presunto ejercicio de la abogacía o con cualquier otra cosa, pero luego caí en la cuenta de que nada en mis estantes te daría ninguna pista sobre mis quehaceres profesionales. Y si Ray fuera un abogado, ¿no tendría sus libros de leyes en otra estancia o en algún otro lugar?

Pero supongamos que trabajaba todo el día redactando testamentos y escrituras de compraventa. ¿De dónde sacaría el tiempo para la lucha libre y sus artes marciales? ¿Cuándo tenía tiempo para eso? Ray no era un amateur, bueno, por supuesto que era un amateur, pero se lo tomaba muy en serio.

Tres veces a la semana puse la colada en la lavadora, y su atuendo estaba en ella una o dos veces por semana. Cuando lo sacaba del cesto de la ropa sucia, conservaba intacto el olor de su sudor, ese inconfundible y sabroso olor a miel. Si hay olor en el mundo que esté sobradamente cualificado para identificar es el sudor de Ray. Una vez que le pregunté «¿Tuviste una buena sesión?», respondió «Se llama entrenamiento», con tanta frialdad que nunca más volví a interesarme por el origen de aquellas sudoraciones.

Con todo, si lo abordas desde la otra óptica, tampoco la lectura que de dicha aproximación se desprende tiene mucho más sentido. Si Ray no necesitaba trabajar, si tenía dinero, ¿en qué empleaba su tiempo? ¿Se sentaba en batín, hacía una llamada telefónica a su asesor financiero y tomaba luego un taxi para almorzar en el West End? Es una idea cuya mera verbalización me produce escalofríos, pensar que pudo tener un círculo de amistades que no sabían nada del club de los motards, como nosotros tampoco de ellos. ¿Acaso hubo partida de bridge, los miércoles por la tarde, así como teníamos la timba de póker los sábados? Es suficiente como para alimentar algunas pesadillas.

En honor a la verdad, lo cierto es que habría podido combinar tres o cuatro días de trabajo, y aún poder disfrutar del entrenamiento un par de veces a la semana, pero esa suerte de arreglo tan convencional no parece tampoco ajustarse a la personalidad de este individuo. Me resultaba del todo imposible concebir su vida como la de un tipo con altas responsabilidades, ni tampoco me cuadraba con la de un personaje que se entregara única y exclusivamente, sin más, a la contemplación vegetativa. Lo que conocí de su vida apuntaba en otra dirección, era un hervidero de pura devoción por la aventura, por la magia de todo cuanto parecía apasionarle y su meta en la vida parecía tener como fin obrar una suerte de encantamiento en todas y cada una de las facetas de su vida.

Si me hubiera atrevido a espiarlo, durante esos años, no me encontraría ahora viviendo apesadumbrado por tanta incertidumbre. No tendría por qué haber sido una misión de vigilancia en toda regla, a la antigua usanza, apostándome frente a Cardinals Paddock desde las cuatro en punto alguna tarde, para comprobar si regresaba a casa después de esa hora y, de ser así, observando qué indumentaria llevaba puesta, antes de que descendiera ruidosamente las escaleras a las seis, enfundado en sus galas moteras, para dejarme entrar. Cierto, Hampton no es uno de los lugares más bulliciosos del condado, por lo que me habría costado lo suyo pasar desapercibido. Pero la verdad es que nunca lo pensé. Si Ray era capaz de intuir que lo estaba observando mientras lavaba la moto sin necesidad siquiera de darse la vuelta, qué no iba a detectar si me proponía cualquier artimaña de esa naturaleza; y sería, a buen seguro, severamente castigado por ello, y no con el tipo de castigo para retribuir la traición cometida, sino un destierro inapelable, condenándome a lamentar mi curiosidad durante el resto de mi vida, y a maldecirme por no dejar las cosas como estaban. Tan solo hubiera requerido un poco más de iniciativa averiguar algo más sobre Ray, pero no era de mi incumbencia y, además, ese no era mi departamento; la iniciativa era cosa de Ray.

Me pregunto cuánto tiempo pasaría preguntándose qué estaría cruzando mi mente, a propósito de todo esto, durante los seis años que pasamos juntos, en comparación con la cantidad de tiempo que me habré pasado yo, desde entonces, preguntándome qué andaría desfilando por la suya. Admito, sin reserva alguna, que no tengo ni idea de lo que significaba para él liderar el club de motociclismo, siempre a la cabeza de aquel resplandeciente y amenazante convoy. Sabiendo que todos estaban demasiado impresionados por él como para siquiera sentirse celosos. Yo formaba justo detrás de él, cual paquete abanicándole el cogote, pero mucho me temo que sé tanto al respecto como cualquiera de ellos.

Por eso mismo me digo, con frecuencia, a mí mismo que Ray no podría imaginar lo que para mí es conducir un tren a una estación. Un conductor está allí, cual figurante, en la cabina para que el público lo vea y tenga la tranquilidad de que alguien se ocupará de que el tren llegue a buen puerto. Todo podría automatizarse, como en el Docklands Light Railway, pero incluso allí los usuarios quieren ver una cara. Y si pueden vernos, nosotros podemos verlos a ellos.

Tenía a alguien en la vía en mi primer día de servicio. No saltó, pero no fue necesario que saltara para llamar mi atención. Se deslizó desde la plataforma a la vía como quien se da un chapuzón en la parte más profunda de una piscina. Luego se tendió con humildad sobre la vía sin ánimo de ofrecer resistencia alguna a la muerte segura que corría lentamente hacia él. Por supuesto que había activado todos los anclajes, pero sabía que no podría frenar con el poco tiempo que tenía, y menos aún con el espacio del que disponía. Ya había sucedido otras veces. Mi primer día de servicio.

Y luego brincó de nuevo hacia arriba, trepó a la superficie de la plataforma y desapareció. Quedé, como cabía suponer, sumido en un estado de shock; salí de la cabina muy aturdido y bajé a la plataforma. Lo único en lo que podía pensar era que un suicida había cambiado de parecer en el último instante o que algún graciosillo lo había hecho por una apuesta. Trataba de mantener a raya la reacción a ambas posibilidades en mi mente al mismo tiempo, alivio y enojo, hasta que pude discernir cuál era la que debía reprimir y qué descarga había que liberar. Cuando un par de personas me contaron lo que había sucedido, no sabía aún, con certeza, por cuál pronunciarme, ni qué contener, ni tampoco qué exteriorizar.

Fue solo un viajero al que se le había caído el billete y se había lanzado a la vía para recogerlo. Ese es el tipo de cosas con las que estamos lidiando. Luego se escapó, para ahorrarse mi merecido sermón, pero tal vez permanecía al acecho, fuera de mi vista, esperando que volviera a la cabina para poder escabullirse por la plataforma, con el traje hecho un asco y excrementos de rata en sus zapatos, y así reanudar su viaje interrumpido. Viaje que había interrumpido porque su cerebro de guisante parecía impedirle discernir qué era importante y qué no.

Ese fue mi primer cliente en la línea de fuego. La verdad es que tuve bastante suerte, los conductores no tratamos directamente con los usuarios, por lo que, de hecho, no hemos sido entrenados para dirigirnos a ellos con las nuevas palabras que escuchamos por megafonía: «clientes» hasta que alcanzan el andén y, luego, por alguna insondable razón, se transforman en «pasajeros». Un incidente con pasajeros en Marble Arch. Estaba bromeando al respecto con un compañero de trabajo, diciendo que era una locura que se convirtieran en pasajeros justo cuando no iban a ninguna parte, a lo que él, con semblante serio, adujo que pensaba que era la palabra correcta. De todos los demás, no sabe uno adónde van realmente, pero los que están en el andén han llegado, tan lejos como van a llegar.

Hasta ahora solo se ha plantado uno más frente a mi cabina, y no me ha tocado en suerte presenciar una sola muerte. Reitero que he tenido mucha suerte. Con todo, después de la primera experiencia, debo confesar que uno asoma la cabeza por la mugrienta ventana de modo distinto. Si mi propia madre estuviera en la plataforma saludándome, realmente no lo entendería, pero estoy ya preparado para lo que sea que la vía me depare, no me estoy moviendo a ninguna velocidad pero, claro, Ray tampoco; la velocidad no es el único factor.

El segundo no podría haber sido más distinto del primero: fue el propio revisor. Sucedió en Paddington. Ella no estaba esperando en la plataforma. No había tampoco mucha gente, no era hora punta. Debió calcular los tiempos, aguardando el estruendo de mi tren, antes de partir. Luego subió las escaleras y se lanzó al vacío para acabar con su vida.

Solo que ella misma subestimó su estado físico o, incluso, su propia desesperación. Lo que pude divisar a través de mi sucio parabrisas fue a una persona navegando de derecha a izquierda sin pausa. Pude distinguir su blusa elegante y sus zapatillas para correr, el calzado que usó para asegurarse de no resbalar antes de saltar. Se habría estrellado contra la pared, en primera instancia, y luego habría sido aplastada por mi tren, de no ser porque en Paddington hay dos vías, una al lado de la otra. Pasó junto a mí, junto a mi tren y se rompió el tobillo oportunamente, y con total seguridad, en la otra vía.

Naturalmente, teníamos que asegurarnos de poder sacarla de allí antes de que llegara el próximo tren. De hecho, no son los verdaderos suicidas los que nos quitan el sueño a los conductores. Sí, son egoístas al usar nuestros trenes para sus propósitos, por involucrarnos obligándonos a presenciar la escena. Y los viajeros se enojan. Pero, tarde o temprano, encontrarán el camino hacia lo que quieren, si realmente lo desean. Es distinto con los accidentes. Ahí es donde nace el trauma para nosotros, cuando no tenía que suceder. Un muchacho que comenzó a trabajar conmigo nunca fue el mismo después de un accidente. Un hombre de la ciudad, padre de tres. Ve que el cordón de su zapato enlazado a mano está desanudado y se inclina para atarlo. Sin darse cuenta de que su zapato está seguro donde está pero su cabeza, al agacharse, no.

De un tiempo a esta parte me asalta una recurrente reflexión sobre Ray. Lo he estado probando conmigo mismo para ver cómo me siento. Es acerca de los jueves, no entre semana en general, sino solo los jueves.

No se confiaba en mí para limpiar la moto de Ray, aunque podría uno pensar que era el tipo de trabajo de mantenimiento cuidadoso del que hubiera podido hacerme cargo. Sin desmerecer mis aptitudes para tal cometido, Ray tenía su ritual de limpieza. Ni siquiera se me permitía engrasar sus prendas de cuero, ni tampoco encerar las cremalleras para que se abrieran y cerraran con suavidad. Es cierto que se me confió la limpieza de sus botas, pero eso ya era un poco distinto. Se las dejaba puestas. Le gustaban los trazos de mis amplios lametazos de preparación, y yo usaba mi lengua en su parte más ancha, como un pincel, antes de señalarme que podía comenzar con los pinceles y el pulido.

La pregunta, por tanto, acaso más relevante que nunca, sigue siendo: ¿acaso era yo indigno, o era que a Ray le resultaba difícil abandonar ciertas cosas? Y la pregunta que seguiría a la anterior es la verdaderamente problemática: si Ray no pudo delegar la limpieza de la moto en alguien con quien compartía su vida y que habría aceptado gustosamente el encargo, ¿cómo podía soportar que un extraño merodeara en su guarida una vez por semana para limpiar?

Si quieres que algo se haga a tu gusto, hazlo tú mismo. Si realmente esa era la filosofía de Ray, entonces quizá haya encontrado el segundo punto de conexión entre él y mi padre. Así era papá siempre, pero antes de 1975; el que me crio, no el que vino después.

Estoy tratando de hacerme a la idea de que igual no había nadie entrando los jueves para encargarse de las tareas del hogar. Que el hogar era más sencillo de lo que imaginaba, pero también más complicado. Si yo era el botones, como supongo que diríais, Ray era la señora de la limpieza. Pese a utilizarme hasta como escabel, no había servicio, él solito se cambiaba las sábanas negras de la cama donde dormía. Me correspondía a mí hacer la cama, y me convenía hacerla bien, por la cuenta que me traía, pero una vez a la semana de eso se encargaba religiosamente él. Cambiaba las sábanas y reacomodaba las almohadas sobre las que descansaría su cabeza.

Tal vez no sea más que una idea absurda, pero algo me dice que encaja mejor que la visión del abogado o del niño rico. Me ayuda a ver mi vida con él de una nueva manera. El precio que debo pagar por ello es tener que imaginarme a Ray limpiando la garganta del inodoro con el cepillo que su madre usó, después de su muerte, para asegurarse de que no quedara ni rastro de su vida.

Siempre sospeché que lo que me sucedió en Box Hill en 1975, el día de mi decimoctavo cumpleaños, no estaba en mis manos negociarlo. Como si fuera una de esas víctimas de secuestro que se obsesionan con sus captores, solo que todo sucedió muy rápidamente, gracias al carisma de Ray, de modo que todo estaba decidido ya cuando me subí a la grupa de su moto por primera vez.

A ver, lo del carisma de Ray era cierto, y no fui el único en advertirlo, pero lo seguí, sin saber muy bien por qué, y me entregué incondicionalmente a la causa. Solo es una leve exageración decir que presentía lo que estaba haciendo cuando me di de bruces con esas piernas tan largas e insolentemente extendidas. Estaba listo, sin saber muy bien para qué pero estaba listo.

Incluso las cosas más repentinas tienen una razón de ser. Tal vez sean estas las que tienen más historia. Tarde o temprano tendría que responder a la emoción y al peligro asumidos. Era solo una cuestión de cuándo y cómo iba a hacerlo. Tarde o temprano tendría que responder a la llamada del tren que aguardaba ante mí.

Para mi sorpresa, cuando lo hice, actué con más valentía y determinación de las que esperaba. No hice como el hombre que descendió a la vía, demasiado estúpido como para desprenderse de su billete, en mi primer día de servicio. Estaba tan seguro de mí mismo como esa otra suicida, la que se precipitó más allá de la zona de riesgo y aterrizó del otro lado, aliviada, decepcionada y sin ninguna idea de lo que sucedería después. Ni siquiera me rompí el tobillo.

Hace un par de años me llevé a mi sobrino Charlie a Londres para que pasara conmigo las vacaciones de mitad de trimestre. Era el bebé que evitó que Joyce se fuera de vacaciones en 1981 por el embarazo. Pero no le puedes guardar rencor, menos aún si, aunque solo sea por un tiempo, aún piense que es genial tener un tío que conduce trenes. Acabamos en Whitehall, en el Horse Guards. Habíamos pasado la tarde viendo a patinadores sobre ruedas ejercitándose en un teatro, raudos como trenes, y allí nos esperaba un poco de quietud. Los guardias oteaban a lo lejos, por entre las rendijas de sus cascos, como si ante ellos se extendieran leguas de despoblada tierra yerma, como si en el otro extremo de Whitehall aguardara un enorme páramo de deslumbrantes dunas que se extendía mucho más allá del Támesis. Charlie estaba fascinado, y parecía querer convencerme para que tratara de atraer su atención, gritando, aplaudiendo o agitando los brazos, aunque tampoco estaba yo a mi edad para grandes alardes y empezaba a sentir la necesidad de reprimir aquel apremio tajantemente. Estaba en esa etapa en que los niños están tratando de aprender a arrastrarse y parecer hoscos, pero se enderezó, observando y emulando a los guardias. Su postura mejoraba a pasos agigantados hasta que reparó en lo absurdo de lo que estaba haciendo y se obligó a adoptar, de nuevo, la postura con la que deseaba ser visto.

Los Horse Guards me recordaron, cómo no, a Ray. Ser víctima de su indiferencia siempre me había causado cierta incomodidad y, desde el primer momento, me sentí indigno de su estima, naturalmente, pero debo decir que aquello también me estimulaba, como si fuera a producirse, de repente, un cambio en este inexpresivo y hermoso rostro que me ignoraba, y cuando dejara de hacerlo, respondería de inmediato y sin titubeos. Como si un hombre fuera solo hombre si no se fijara en mí.

Podría decirse que los Horse Guards me recordaban a Ray o, por contra, que era Ray quien me recordaba a los Horse Guards, tal como los vi cuando era yo el que disfrutaba de mis vacaciones de mitad de trimestre. ¿Hasta dónde tiene que remontarse uno para entender cómo comenzó algo? Tal vez Ray fuera un sustituto de algo, pero, aun así, no había sustituto para Ray.

The Sound of Music era el espectáculo que había que ver entonces, no Starlight Express, pero para mí siempre fue Whitehall y los Horse Guards. Charlie dijo que quería ir al London Dungeon, pero creo que eso no es muy saludable, y, de todos modos, le dije que London Bridge se hallaba demasiado lejos de Victoria, donde estaba el espectáculo. Cuando sugerí los Horse Guards, y añadí que había caballos de verdad, se animó.

La verdad es que uno podría tildar a los Horse Guards hoy en día de rígidos y poco comunicativos al compararlos con las multitudes que los observan y se arrastran y amontonan a su alrededor. Si los observas con detenimiento, de cerca, puedes detectar toda clase de pequeños tics. Los Horse Guards que recuerdo de cuando era un colegial no se permitían un solo tic, y realmente creía uno que se desmayarían antes de parpadear. Cada uno de ellos era un todo, constituía una unidad sin partes subordinadas, y, o conseguían sostener a sus corceles hieráticamente inmóviles o se caían de la silla también como un todo.

No digo que la vieja escuela fuera mejor, me limito a constatar que se ha producido un cambio. Y no es que a mí me afecten particularmente los cambios, ahora que estoy mirando a un soldado que tiene la mitad de mi edad y no me dobla en años como en mi infancia. Los Horse Guards solían verse como si fueran de piedra, y ahora solo son de fibra de vidrio. Un viento huracanado los derribaría. Ni siquiera lamento la diferencia, es solo que todo el ritual empieza a parecerme ridículo, ahora que los soldados no pueden lidiar con la disciplina, con ese nivel realmente obsesivo de autocontrol. Mejor desecharlo.

Es un cambio de actitud. No creo que la gente piense que sea maravilloso que la reina esté sentada tan quieta a lomos de su caballo para presidir el desfile del estandarte, el Trooping the Colour. No es solo el hecho de que ya no sea una mujer joven, y de que sus posaderas no puedan soportar los rigores del desfile. Ya no piensan lo que solían pensar, a saber: que mientras podamos seguir haciendo gala de nuestro boato mejor que ninguna otra nación en el mundo podemos mantener la cabeza bien alta. Piensan: ¿acaso no tiene nada mejor que hacer el día de su cumpleaños? Aunque se trata solo del aniversario oficial, sabemos todos de su amor por los jamelgos y de su sentido del deber, pero si se le concediera un deseo para su cumpleaños tal vez nos sorprendiera solicitando disfrutar del Trooping the Colour desde la comodidad de un carrito de golf.

Pasó mucho tiempo desde la muerte de Ray hasta que traté de recuperar mi vida y volver a disfrutar del sexo. En cierto modo, es mucho más fácil hoy en día, con tantas líneas telefónicas, pero no consigo desterrar de mi mente el temor a que el pronóstico pueda ser un tanto impredecible. Un tipo con el que estuve hablando se interesó por mi peso, y cuando se lo revelé, dijo que no iba a funcionar, y colgó. Lo entiendo, nada que objetar; pero obviamente se sintió mal por eso. Volvió a llamar y me confesó que se sentía horrible por haber colgado. Buen tío. Le dije que no se preocupara, que ya estaba curado de espantos, que no tenía la mayor importancia. Lucir forma de pera está bien, pero solo si eres una pera. Entonces sugerí que tal vez podría usar una camiseta, cubrirme un poco; a lo que respondió: «Buena idea, podemos intentarlo». Y lo hicimos, y estuvo bien. Pero no hubo chispa.

No todo el mundo es tan directo, incluso por teléfono, pudiendo colgar si la cosa no funciona. Un hombre quería que lo visitara en Milton Keynes, me dio incluso su número de teléfono móvil. Cuando llegué a la dirección que me había dado, me encontré frente a un almacén y su móvil estaba apagado. El viaje no me salío caro, gracias a los descuentos que te brinda un trabajo como el mío, pero cómo iba él a saberlo. Eso sí, el tipo me despojó vilmente de cinco horas de mi vida. Uno de estos días volverá a encender su teléfono móvil y le haré una llamadita.

Otro tipo, exsoldado, tenía el tipo de fuerza en las piernas que me atraía. Largo tiempo había transcurrido desde el último buen apretón. Lo único que me desagradó fue que me pusiera tantas etiquetitas. Perro, cerdo, esclavo. No me gusta ese jueguecito. Con todo, si volvía a llamarme, confiaba en poder soportarlo. Tal vez deje caer una pista insinuando que no me excita demasiado. La verdad es que nada.

Ya no me siento cómodo de rodillas, por más de unos minutos: tuve una pierna ulcerada hace un año y aún no está bien, así que me traje algunas rodilleras, no las de motorista, sino las que usan los decoradores cuando están lijando; para que mis rodillas no me decepcionen.

Soy más audaz con mis ojos de lo que jamás lo fui con Ray. Si hay algo delante de mí que me gusta, lo contemplaré sin reservas. Puede ser un motorista. Si es así, probablemente no luzca los tonos neón de cuero que se llevan ahora. Es probable que vista de negro. Soy anticuado en eso, aunque tengo cierta debilidad por los colores verde y blanco de Kawasaki. Y si el motociclista enfundado en cuero negro dice: «¿Qué estás mirando?», solo diré: «Si no quieres que te vea, ponte otra cosa». No solo en mi cabeza sino en voz alta, tan sencillo como eso.

Si no es un motorista, opera en mí entonces una suerte de indómita fuerza que se adueña de mi ser. Podría tratarse de alguien en una obra, empujando una carretilla, dirigiéndose hacia una tabla entre dos montoncillos de tierra. No puede permitirse dudar si va a conseguir subir y conducir su carga de manera segura por la tabla, pero no quiere que la rueda se encalle en el comienzo del tablón. Lo que hace, entonces, poco antes de llegar allí, es presionar con fuerza desde los hombros. Solo por un segundo, pero lo suficiente como para comprimir el neumático. Luego, cuando libera la presión y este recupera el fuelle, la carretilla remonta la tabla en el momento justo. Me encanta ver eso.

Ray fue bueno conmigo, lo fue. Incluso cumplió la promesa que hizo, sin usar palabras, la noche que nos conocimos. Se prohibió joder con nadie más en esos seis años. Joder, claro está, en su acepción literal de «follar». Se podría decir que me fue fiel y fue también bueno conmigo, pero yo nunca habría amado a alguien que solo fuera bueno conmigo. Eso era cierto antes de conocerlo y todavía lo es ahora.

Este año, mamá y yo fuimos de excursión a un lugar cuya existencia desconocía y en el que no esperaba dar con mis huesos. Fue poco después de mi cumpleaños, al poco de cumplir los cuarenta y dos. Lo normal es que no disponga de mucho tiempo libre, pero una de mis clases se había anulado. Me fastidia mucho que me suceda eso. Había preparado a conciencia el trabajo requerido pero las reglas de la WEA, es decir, la Asociación de Educación de los Trabajadores, son estrictas. Son necesarias al menos un mínimo de seis personas para que se pueda impartir la clase, y si solo se presentan cinco, incluso si uno de ellos jura que su primo podrá, en lo sucesivo, hacerlo cada dos semanas sin falta, excepto esta, se cancela igualmente. Puedes esperar diez minutos a que algún ángel caído llegue, por tarde que sea, y salve el día, pero después de eso tienes que mandarlos a casa, intentando sentir pena por ellos, y no por ti mismo. Arquitectura románica, además. Una de mis clases favoritas. Algo que me encanta enseñar.

Pocas cosas hay que haya deseado con más fuerza que aparezca esa sexta persona por la puerta, pero no hubo suerte; razón por la cual este año me encontré con más tiempo libre del que solía disfrutar. Estaba de vacaciones, esperando a que me asignaran cuáles serían mis horarios, lo cual me permite saber siempre, con cierta antelación, cuándo libraré.

Ni siquiera pregunté hacia dónde íbamos. A mamá le encanta la cerámica, le pierden las tiendas de chatarra y los mercadillos de antigüedades, aunque solo compra algo de uvas a peras. Lo primero que hizo al día siguiente de salir del hospital en 1975, fue ir a uno de esos mercadillos en una silla de ruedas prestada. Entonces no se vendían toda clase de objetos usados en los jardines de las casas o digamos que, por lo menos, no se había institucionalizado la costumbre.

De vez en cuando le gusta perderse por los senderos de las casas señoriales. Siempre la animo a salir de la casa. Poco después de la muerte de papá, perdió por un tiempo el hábito de tener vida propia, y con ello la sana costumbre de divertirse, pero ahora tiene lo que ha dado en llamar «retazos». Las cosas que le gusta hacer. Fue casi peor cuando Marjorie murió que al fallecer papá. Se aferró a esa última excusa para no vivir su propia vida.

Mamá me dijo el nombre de la casa cuando estábamos en el auto, Polesden Lacey, y, si no recuerdo mal, por un instante me resultó familiar, pero no pensé nada al respecto.

Fue solo cuando me di cuenta de que nos estábamos acercando a Leatherhead que me sobresalté: la casa está a escasos kilómetros de Box Hill, aún más cerca, por ejemplo, de lo que Hampton lo está de Isleworth; pero logré desterrarlo de mi mente, se suponía que este era el día de mamá.

Siempre nos hemos llevado muy bien, mamá y yo, aunque solo desde que papá murió me dijo que sabía que yo era gay y que no tenía ningún problema con eso, siempre que yo fuera feliz. El amor es el amor, fue su sentencia. No creo que haya una razón real por la que no pudiera decirlo en vida de papá pero, de todos modos, no lo habría hecho. La primera Navidad después de su muerte, sacando unos pasteles de carne picada del horno, va y me lo suelta.

Estaba yo tallando unas cruces en algunas coles de Bruselas, ya sabes, para que el tallo se cocine tan rápido como el florete, y ni siquiera fue objeto de una discusión. Era una cosa más de la lista que tenía mamá de cosas a hacer esas Navidades. Un paso más allá de las tarjetas de felicitación en el último minuto, las que uno envía cuando recibe unas que no esperaba, a pesar de que no llegará a tiempo para el día señalado y el retraso lo delatará. Rellenar el pavo. Decirle a Colin que sé que es gay y que está bien. Decirle que el amor es el amor.

Sus últimos años con papá fueron más como estar bajo arresto domiciliario que estar casada, y recién ahora comienza a recuperarse y a darse cuenta de que tiene libertad, le guste o no. En realidad, nunca pasó nada grave con papá. Por supuesto, sus poderes comenzaron a fallar cuando dejó de usarlos, pero nunca hubo una razón física para que lo hiciera.

Miento: los ojos de papá se secaron mucho cuando envejeció, y recuerdo que mamá le ponía lágrimas artificiales en los ojos. Agarraba el brazo que sostenía el gotero, por alguna razón, y se olvidaba de soltarlo, para que mamá despegara suavemente los dedos, uno por uno, hasta quedar libre.

Aparcamos tan cerca de la casa como pudimos. Polesden Lacey no es una gran casa, no es especialmente antigua ni majestuosa en ningún sentido especial, pero es una atracción popular, al estar tan cerca de Londres, y los fines de semana estoy seguro de que está llena de curiosos pedantorros. La casa se terminó en 1824, pero mamá me dijo que el National Trust tenía las habitaciones amuebladas al estilo eduardiano. Parece que mamá ha estado haciendo de las suyas, leyendo e investigando sin contarme nada sobre esas pesquisas. Resulta que la Reina Madre pasó parte de su luna de miel en la casa, cuando ostentaba el título de duquesa de York, como invitada de la familia Greville, que residía allí en aquella época.

El médico de mamá le dijo que la clasificaría como discapacitada sin problemas, pero ella lo veía como una rendición, y no quería ni oír hablar de ese asunto hasta que no tuviera otra opción que aceptar esa oferta. Hasta entonces, no se acercará a ninguno de los espacios para aparcar habilitados para discapacitados, aunque sabe que no me importaría que los responsables del estacionamiento nos concedieran esa gracia.

Mamá camina ahora con más dificultad, pese a haber accedido a ayudarse con el bastón, y no le gusta sentir que está siendo un freno para nadie, por lo que acordamos, de antemano, que me daría un paseo por los jardines, mientras ella podía perderse por la casa; y luego nos encontraríamos, de nuevo, en el salón de té, sin prisa. A mamá le encanta la buena plata, también la plata vieja que puedes contemplar sin temor a contrariar a nadie y no precisa pulido, menos aún el tuyo.

Me sucede otro tanto con los jardines. Puedo disfrutar verdaderamente de ellos, siempre y cuando no haya posibilidad de que se me pida que recoja unas tijeras. Este año empezaron a restaurar el ala este, por lo que no espero que la casa luzca con su máximo esplendor, demasiado andamio eclipsando las vistas, me temo.

Paseé por el jardín de los rosales pero era demasiado pronto para las rosas, solo había etiquetas. Me pregunto si la rosa Dorothy Perkins recibió su nombre por la tienda, o fue la tienda la que lo tomó de la rosa, o ambas en recuerdo de algo o alguien completamente diferente pero de cierto renombre y cuya popularidad pasó ya a mejor vida. Me di cuenta de que había un seto de tejo en el jardín amurallado que parecía muy rígido y tallado solo por un costado, y me acerqué para leer la nota de advertencia que lo precedía:

Un extremo del seto de tejo deberá cortarse y redirigirse al tronco principal. Esto permitirá que se produzca una nueva y vigorosa regeneración. Durante la consolidación de la nueva fase de crecimiento, los tallos de tejo se mostrarán algo desfavorecidos —¡pero debemos perseverar en nuestra crueldad por tan noble causa!—. Pedimos a nuestros entusiastas y comprensivos amantes del jardín que toleren y nos perdonen las inclemencias de este periodo inicial de regeneración.

Los otros visitantes del jardín, aunque no eran tantos, parecían estar muy bien informados sobre las particularidades de todas las plantas allí cultivadas; sabían, incluso, los nombres científicos binominales de cada una de ellas en latín. Me parecía vergonzosamente patético haber trabajado como jardinero durante años y haber aprendido tan poco.

Caminé hasta el puente y luego retomé la senda que me había conducido hasta aquel paraje. Mi pierna aún no está bien, y estaba pensando en dirigirme al salón de té para sentarme y esperar tranquilamente allí. Tomé lo que parecía ser un atajo en la dirección deseada, pasando por lo que era casi un túnel en los arbustos. Las ramas caían casi hasta la altura de mi cabeza. Entonces me detuve en seco.

Lo que mis ojos estaban viendo era una suerte de mausoleo ajardinado con pequeñas tumbas dispuestas fila tras fila. Un pequeño cementerio. Todas conservaban la inscripción completa: nombre, fecha de nacimiento y de fallecimiento (26 de febrero de 1908 - 30 de enero de 1924, se leía en una de ellas), con muy enternecedores epitafios. Portento de vitalidad y feliz compañía... lloraremos su pérdida. Conmovedor.

Fui presa del abatimiento y me sentí ligeramente indispuesto. Incluso años antes me habría resultado igualmente conmovedor contemplar cómo los Greville tenían un cementerio para sus perros. Diecisiete de ellos. Para César, para Tyke, para el Príncipe Chang y el resto. Para el perro con el nombre más dulce y punzante de todos, el West Highlander conocido como Little Fidelity. Los Greville tenían diecisiete tumbas para visitar cuando extrañaban a sus perros. Y yo ni siquiera tengo un lugar que visitar cuando quiero recordar a Ray. Con la escasa información de la que dispongo, podría haber visto ya su lápida y ni siquiera haberlo advertido.

Si Ray hubiera perdido la vida en un accidente aéreo, si hubiera sido descuartizado y sus restos dispersados, me asistiría mayor consuelo, porque sabría que no hay remedio para tal fatalidad. Comprendería las razones de semejante infortunio, y todos dispondríamos de la misma información sobre lo ocurrido, nadie custodiaría secreto alguno. Saber que soy el único que permanece en la oscuridad hace que parezca que soy yo quien ha sido seleccionado para su destrucción y dispersión.

Fue entonces cuando me decidí, después de ver el cementerio de los perros. Primero pasé por el salón de té, en caso de que mamá se hubiera cansado temprano y hubiera ido a tomarse un refrigerio, y luego pagué las tres libras adicionales para entrar en la casa y llevármela conmigo. Le dije que me gustaría tomar el té en otro lugar, si no tenía inconveniente, en Box Hill, para más señas. Box Hill, donde los moteros tenían por costumbre reunirse en domingo, y todavía espero que así sea, aunque dudo que conozca ya a nadie.

El viaje me llevó tan solo diez minutos, de una propiedad del National Trust a otra. Dos tesoros de muy diversas características. No hay plata antigua ni jardines de rosas en Box Hill, pero no hay duda de que entraña una de las joyas más preciadas del condado. Su belleza ha sido cantada y celebrada durante siglos, inmortalizada en libros, pinturas. Recibió más de un millón de visitantes el año pasado. Box Hill pasó a formar parte del National Trust treinta años antes de que los Greville se desprendieran de Polesden Lacey.

Siempre pensé que tendría que armarme de valor y visitar el lugar donde perdió la vida Ray, la curva y el árbol de la B337 para despedirme de él como es debido. Al menos tengo una dirección aproximada para ese momento de su vida. Había estado pensando en pedirle a Simon, con quien comparto la casa, que me llevara un fin de semana, solo que no le conté gran cosa sobre Ray, por lo que tal vez pudiera parecerle extraño.

Hace unas semanas Simon andaba hurgando en el desván y dio con las revistas de artes marciales que me había llevado de Cardinals Paddock a fin de hacerme con unos míseros metros de estantería allí. Dio por sentado que me desharía de ellas y las tiraría, pero fui incapaz de hacerlo, a pesar de que habían quedado ya un tanto amarillentas con el paso del tiempo. Parecía como si los años se hubieran meado en ellas, y aun así no podía soltarlas, sin tener nada más. Simon tuvo la amabilidad de no preguntarme por qué no.

Me ayudó, incluso, al principio; cuando realmente no sabía nada de esta historia ni le importaba qué era todo este asunto. Es un error pensar que los amigos necesitan saberlo todo del otro. Simon conducía cuando le pedí que nos detuviéramos para tomar algunas fotos para una clase. Pasamos por una pequeña iglesia, una pieza única, que había mencionado en clase con bastante frecuencia pero que nunca había visitado, Dios me perdone. Greensted Green en Essex, que fue pionera en el sistema parroquial incluso antes de que hubiera parroquias. Lo que quiero decir es que el señor de aquellas tierras se mudó y la iglesia tuvo que reorganizar su supervivencia buscando nuevas fuentes de ingresos. Es un lugar interesante por cuanto revela sobre la historia de la iglesia, además de por sus méritos arquitectónicos.

Simon condujo y al llegar se tumbó en un banco del cementerio, echándose una cabezadita tras el almuerzo al que le invité en un pub en recompensa por sus servicios. Para nada interesado en lo que estaba admirando y fotografiando: una nave construida con roble sajón, flanqueada a ambos lados de la misma por una sucesión de troncos de árboles rudamente cortados y dispuestos para tal fin, con largas láminas encajadas en las ranuras de los propios troncos para sellar los huecos. El edificio de madera en pie más antiguo de Europa. La iglesia de madera más antigua del mundo, así como su pintoresco camposanto, abejas atendiendo sus asuntos, arbustos en flor y bayas, la tumba de un cruzado con una barandilla baja alrededor de alguien a quien no podría importarle menos; bendito sea.

Pero no iba a ser Simon quien me ayudara a resolver el enigma de mi pasado, iba a ser mamá, incluso si era lo suficientemente discreta como para no mentar a Ray por su nombre. Mamá y yo no hablamos mucho en el trayecto a Box Hill, pero aquel no se parecía en nada a los silencios que habitualmente compartíamos. Recordaba que le había dicho a mamá, tal vez demasiado pronto, que la viudez no tenía por qué ser la peor parte del ocaso de sus días, que se lo debía a sí misma pasar un buen rato. Parecía desalmado, sonaba, incluso, algo desleal, pero era la pura verdad. No iba a ser la peor parte de su vida porque lo peor ya había pasado: la segunda mitad de su matrimonio.

Nunca hablamos sobre los motivos del obstinado declive de papá que se prolongó agónicamente durante veinte años. Tal vez haya llegado mi turno estas Navidades para abrir y cerrar un tema enorme en una sola conversación. Quizá mientras coloque las tarjetas y preparo el mantel, y mamá pone las galletas en los platos de postre, soltaré: «Sabes lo que le pasó a papá, ¿no?».

Porque no es tan difícil comprenderlo. Cuando papá se puso en pie el día de su boda y dijo que tomaba a esta mujer hasta que la muerte los separe, pensaba que eso solo podía suceder de una manera. Era once años mayor, pensó que estaba a salvo. La muerte se lo llevaría antes a él y la dejaría a ella apañada, para que pudiera arreglárselas sola. Eso nunca le sucedería a él.

Luego, cuando mamá enfermó e ingresó en el hospital en 1975, de repente, se dio cuenta de que no tenía por qué ser así. Ella podía morir antes, y él se quedaría rezagado. Nunca se recuperó de aquella constatación, lo cambió para siempre. No es que decidiera morir antes exactamente, pero estaba decidido a morir primero, a mantenerse a salvo y no enfrentar la vida sin ella. Poco importaba que a partir de ese día hiciera algo peor, antes de enviudarla.

Con suerte, todo lo que tendré que decir será: «Sabes lo que le pasó a papá, ¿no?», y ella dirá, sin siquiera levantar la vista, «Sí, él tenía que dejar este mundo antes», y luego seguiríamos con la Navidad.

De camino a Box Hill en el auto de mamá, era lógico que yo anduviera removiendo mis asuntos del pasado, pero también podía estar ella pensando en sus propios problemas. Ambos sabemos que este será su último año al volante, antes de que su artritis acabe con esa parte de su vida. Hace poco tiempo que comenzó, de nuevo, a disfrutar de un poco de libertad, pero está muy contenta con eso. Incluso dice que está ansiosa por vender el auto y hacerse con un buggy eléctrico para llevarla a las tiendas. Eso es absurdo, por supuesto. Pura chulería, pero ella sabe perfectamente que de la compra me encargaré yo. Teniendo a su hijo al lado y, sobre todo, al hijo a quien llama su mejor compañero, no le faltará nunca de nada. Simon, con quien comparto la casa, siempre se ofrece para ayudar. De hecho, él está allí tan a menudo, viendo si hay algo que necesite alguna reparación, que empiezo a preguntarme si no será él quien necesita la compañía.

Echará de menos salidas como esta. Me llevó mucho tiempo sacarla de la casa después de la muerte de papá, había perdido la costumbre. Era como si ella hubiera adoptado con los años los miedos de papá al mundo exterior. Tuve que tomar medidas drásticas para acabar con su aislamiento. Luego, cuando me dijo que había un club al que quería unirse, y que le daría un poco de vida social, solo que le costaría mucho decidirse a menos que yo también me uniera, sentí que no podía negarme, aunque fuera bastante vergonzoso.

Puedo tolerar que me llamen «Obsesudo» en el trabajo, que me pregunten por el significado de vocablos refinados y que me pidan ayuda con formularios y cartas difíciles, pero no estoy seguro de que pudiera vivir con eso si se corriera la voz. Ya es cosa fea ser un aprendiz tardío y autodidacta, es decir, un estudiante viejuno y autoinstruido, sin que tus compañeros de trabajo sepan la vergonzosa verdad: que eres socio de Mensa, la asociación de superdotados, y no solo eso, sino que te hiciste socio de la misma con tu mamá. Bueno, tienen una tarifa reducida para las personas que comparten domicilio, y ella vive al lado, por lo que parecía una tontería no optar por esa opción. Está a nuestros nombres conjuntamente, pero el papeleo viene, por equivocación, a su dirección.

Vendría siendo hora ya de que me tomara el verano para obtener mi permiso de conducir, pero mamá dice que no debo hacerlo a menos que realmente quiera el auto para mí. Sé que ella nunca me oculta nada, y he aprendido a seguir lo que me dice al pie de la letra. Con todo, aún no me he decidido. Pero pensando en mí, la verdad, ¿qué utilidad tendrá para mí disponer de un automóvil?

Solo había unas cuantas motos en el Café de Ryka, al pie de la colina. Ryka es para moteros. Dirigí a mamá hacia el acceso al tramo llamado Zigzag, donde las curvas son difíciles de negociar incluso al volante de vehículos de cuatro ruedas, con los que no tiene uno que preocuparse, en principio, por mantener el equilibrio. En 1981, pusieron reductores de velocidad. Ray vivió y murió antes de que se tomaran medidas para reducir la siniestralidad en esas carreteras. Vivió y murió antes de que se dispararan las alarmas de los automóviles que se asustan con el viento e inundan el paisaje sonoro con sus horrísonos lamentos. Me pregunto qué le habrían parecido todas esas medidas y esos nuevos ingenios. Me lo imagino conduciendo cerca de los autos estacionados, cerca pero a una distancia prudencial, con el propósito de activar todas las alarmas.

Nos detuvimos en la cima de la colina, junto al quiosco, frente a la tienda y el centro de información. Mamá no tuvo que pagar para estacionar por ser miembro del National Trust, pero noté que no había reducción para las motos. Tienen que pagar la tarifa entera, libra y media en el parquímetro, lo cual me parece un aumento considerable, tan pronunciado como empinado es el acceso a la cima de la colina. Le di un poco la brasa al encargado del estacionamiento sobre eso. Lo único que dijo: «No discriminamos», lo cual en cierto modo me pareció deshonesto. ¿Es discriminatorio dejar que niños menores de cinco años viajen en metro gratis? Discriminar es justo lo que están haciendo al imponer arbitrariamente que dos cosas tan distintas reciban el mismo tratamiento, pero mantuve la boca cerrada. El asistente señaló un poco a la defensiva que hay un área de césped especial para las motos, por lo que no tienen que arriesgarse con la grava suelta.

Puedo entenderlo todo, pero está claro que lo que realmente se oculta tras estas medidas es que existe otra agenda paralela. Al Trust no le entusiasman los rufianes que se reúnen al pie de la colina y hará todo cuanto esté en su mano para mantener a esa gentuza alejada del centro de información y de la tienda. En los folletos que venden en la tienda, te hablarán sobre las diversas especies protegidas de murciélagos que han colonizado las cámaras subterráneas del fuerte cerca del centro, pero ni una sola mención a los motards que han colonizado la superficie, los están silenciando a conciencia. Eso es lo que realmente significa el folleto, cuando dice que «se necesita un cuidado especial para proteger la belleza natural de la colina». Moteros al cuerno.

Mamá se sentó a una mesa de pícnic mientras yo hacía cola para comprarme el té y el café de mamá. Tuve una conversación con la señora que trabajaba en el quiosco. Nada oculté sobre mi pasado motero. Ella me dijo que en estos días la aproximación a la colina, la A24 desde la rotonda de Givons Grove, está fuertemente vigilada en domingo, para evitar las carreras. Solía haber muchas carreras en ese tramo, mucho niñato hiperventilado y una gran actividad comercial. No solo patrullan con mucha frecuencia, sino que el Consejo del Condado de Surrey votó recientemente una moción para prohibir por completo que las motos circularan por la colina. Box Hill sin moteros los domingos, es imposible imaginarlo. La moción fue rechazada, pero las fuerzas contra la moto seguramente lo volverán a intentar de nuevo. Me pregunto cómo lidiará el Café de Ryka con semejante amenaza a su sustento. No puedo imaginármelos atados de manos.

Mamá dejó la mitad de su café, es un poco maniática con eso del café. El quiosco de Box Hill ganó el premio Trust’s 1997 por el área de manipulación y preparación de alimentos más higiénica. Ahora, según mamá, todo lo que tienen que hacer es procurar que su café tan asépticamente preparado tenga un sabor agradable.

Sugerí que condujera un poco más, para ver si había otro lugar donde pudieran servirnos una taza decente. Continuamos, dejamos a un lado el mirador, donde la gente se ha entretenido observando desde los bajíos todo cuanto se cocía abajo durante cientos de años. Mamá me preguntó si quería salir a mirar, ella se quedaría en el auto, pero le dije que no. Esa no era el tipo de perspectiva que esperaba obtener de este día.

Podría haber buscado el árbol en el que Ray se había apoyado hace tantos años, pero eso tampoco era algo que necesitara. Ray podría haber pedido que sus cenizas se esparcieran al pie de ese mismo árbol, y nunca lo habría sabido. Tengo que encontrar mi propia paz. Las hojas de la caja son aovadas, enteras, lisas, gruesas, coriáceas y de color verde oscuro, aovadas por su forma de huevo, enteras por permanecer indivisas, coriáceas por ser como el cuero. Lo busqué. Hojas que se ven o se sienten como cuero.

Me veo obligado a retroceder y remontarme pues a la única teoría que tiene sentido, que explica por qué tuve que perder a Ray de ese modo al fallecer. Él era el vástago de una familia importante. Vivió toda su vida desafiando su posición, pero no pudo evitar que el mundo sofocante que había rechazado lo engullera de nuevo cuando murió, de regreso al gran mausoleo de sus antepasados. Tumba o cripta. Enterramiento con barandilla baja; lo que sea, me la suda.

A la derecha de la carretera, pasado el mirador, vimos un pub que ofrecía tés cremosos en un anexo. Mamá sabe cuánto me gusta el té con crema, y hacia allí nos dirigimos. El pub se llamaba Box Hill. Había un letrero fijado en la cerca que había junto al área de estacionamiento, que lo anunciaba como la taberna más alta de Surrey.

Mientras esperábamos a que nos sirvieran, traté de averiguar por qué no recordaba este pub en 1975, aunque sí creía recordar el letrero de la cerca. Mi memoria es bastante fiable, y me molestó que no acertara a reconocer el lugar. Fue en ese momento cuando caí en la cuenta de que este no era un pub en aquella época. En aquel entonces, eso era un Wimpy, el Wimpy donde me zampé mi hamburguesa después de dejar a Ted para que se pusiera a gusto de priva, hace tantos años, justo antes de conocer a Ray.

Y había una razón más aún para recordar el letrero de la taberna más alta de Surrey, colgado en un lugar que no reconocí. Tampoco estuvo aquí siempre. Colgaba de la fachada del Hand in Hand, en la misma carretera, donde Ted se agarró su cogorza ese día. Por supuesto, no tiene mucho sentido mantener el letrero cuando ha perdido el título, no pueden conservarse más que unos pocos centímetros del mismo. Me pregunto si hubo una disputa amarga entre los propietarios rivales en medio de Box Hill Road, o tal vez una pequeña procesión de borrachuzos y una ceremonia fingida de entrega del letrero y el título.

Jamás se me pasaría por la cabeza que pueda llegar a importarle a nadie la altura sobre el nivel del mar a la que se encuentra un pub, por muy respetables, verosímiles y comprensibles que sean las razones esgrimidas. Sea como fuere, más difícil todavía se me hace imaginar a alguien necesitado largando «Págate unas pintas en el Hand in Hand», y a su contertulio inopinadamente espetándole: «No, vayamos a la taberna Box Hill, es el manantial de cerveza más elevado del condado». Pero, ya se sabe, a la gente le pirra cualquier cosa.