El día que la primavera se presentó en Wandernburgo, la señora Zeit se levantó de un asombroso buen humor. Se movía por la casa con ansiedad, como si la luz fuera un huésped ilustre al que atender. Mientras el señor Zeit leía El Formidable en el mostrador sosteniendo una taza de café que no había probado, su esposa e hija limpiaban y engrasaban las palas y tenazas de las chimeneas para guardarlas en el cobertizo del patio trasero. De vez en cuando Lisa se miraba el brazo, cuya extrema blancura manchaban unos rasguños de hollín. Entonces su madre volvía a apremiarla. ¿Ya has cardado la lana de los colchones?, le preguntó apartándole cariñosamente un mechón de los ojos. Lisa se limpió la frente con la muñeca y contestó: Sólo la de la siete, madre. ¿Sólo?, se extrañó la señora Zeit, ¿y las demás habitaciones? Es que, madre, dijo Lisa, cuando iba a empezar con las otras usted me llamó, bajé a ver qué quería y ya no tuve tiempo. No te preocupes, querida, dijo la posadera con una desacostumbrada sonrisa que la embelleció, sigue con eso, ya lo hago yo.

Todo lo que hasta entonces había sido cerrojos nerviosos, postigos entornados y cristales grises de pronto fue una brisa de puertas abriéndose, cristales relucientes, postigos de par en par. Por las ventanas de la posada, por las ventanas de toda la ciudad, los tapices, cortinas y alfombras asomaban como lenguas. En vez de caminar mirando al suelo, las muchachas alzaban la cabeza al pasar. Sus ropas se habían aclarado, sobre sus cabellos ondeaban las capellinas de paja con un toque de margaritas. Los muchachos se inclinaban para saludarlas y aspiraban un aroma a vainilla. Elsa dobló la calle del Caldero Viejo. En una mano sostenía una sombrilla. En la otra apretaba un billete color violeta.

Hans se afeitaba sentado sobre el arcón con las piernas separadas, mirando el espejito apoyado en el suelo. Todavía sentía el sopor en la piel y conservaba el sobresalto que Lisa le había causado entrando en la habitación sin tocar la puerta, o al menos sin que él la oyese, para ponerse a limpiarlo todo antes de que pudiera vestirse. Hans bostezaba en el espejito de la acuarela. Recordaba fragmentos de la noche anterior en el Salón. La cajita de rapé que Rudi le había extendido varias veces, no sabía si en señal hospitalaria o displicente. Las discrepancias con el profesor Mietter, que jamás perdía la paciencia. Sus propios comentarios, más vehementes de lo que habría deseado. Las carcajadas con eco de Álvaro. Las miradas sigilosas de Sophie. Las bromas en voz baja que él había alcanzado a hacerle. La manera en que.

Llamaron a la puerta.

Al abrirla volvió a encontrarse a Lisa, que en vez de entregarle el manuscrito violeta se quedó absorta en su mentón a medio afeitar, en la tenue mancha del vello sobre sus labios.

Hans se sentó a leer la nota sin terminar de afeitarse. Sonrió al desdoblarla y ver que sólo decía:

 

¿Por qué me mirabas así ayer?

 

Hans mojó la pluma y envió a Lisa a la casa Gottlieb con otro billete en el que se leía apenas:

 

¿Cómo es así?

 

La respuesta de Sophie fue:

 

Así, como ya sabes. Así, como no debes.

 

Hans sintió una cosquilla al contestarle:

 

Mi observadora dama: no podía imaginar que se notara tanto.

 

Escondiendo los papeles en cestas, evitando atravesar las calles más concurridas, Lisa iba y venía de la posada a la casa Gottlieb. También hacía un angustiado esfuerzo por espiar aquellos trazos, por descifrar algún indicio en su código inescrutable, algún dibujo, alguna raya delatora. Lo único que logró averiguar es que en los mensajes no había números: eso significaba que no estaban citándose. Y Lisa acertaba, aunque por casualidad: ellos solían escribirse las horas con letras.

Volvió a tocar la puerta de la número siete y le entregó a Hans un nuevo billete que respondía:

 

Mi observador caballero: la mirada no es tan silenciosa.

Que pases un buen día y no abuses del café. —S.

 

Así transcurrió la mañana, hasta que salió a comer con Álvaro. Antes de entrar a la Taberna Central, Hans se acercó al rincón donde tocaba el organillero. Escuchó mazurcas, polcas y alemandas. Franz parecía distraído con el nuevo trasiego de la plaza, pero seguía el ritmo de las danzas agitando la cola. Era evidente que los severos wandernburgueses estaban contentos de haber dejado atrás el invierno: en el pequeño plato del organillero había seis o siete monedas de cobre. Siguiendo su costumbre, el viejo le guiñó un ojo sin detener la manivela. Hans respondió moviendo una mano, en un gesto giratorio que emulaba involuntariamente el del organillero y que significaba «nos vemos más tarde». El viejo asintió complacido y dirigió los ojos hacia el plato, levantando las cejas. Hans rió, frotándose las manos como quien contempla un tesoro. La lengua de Franz, colgante y mansa, parecía lamer la miel del mediodía.

El organillero hizo una pausa para sentarse a comer el pan con tocino que traía en un saco. Mientras él y Franz compartían el almuerzo, de regreso a la iglesia, el padre Pigherzog se detuvo a contemplarlos. Franz levantó la cabeza y emitió un ladrido interrogativo. Buen hombre, dijo el padre Pigherzog inclinándose hacia ellos, ¿no estás incómodo aquí, tirado en el suelo?, si no tienes otro lugar, en el comedor de ancianos podemos ofrecerte un plato y un mantel, no te costará nada, ¿de acuerdo, hijo? El organillero dejó de masticar y le dirigió al párroco una mirada perpleja. El padre Pigherzog seguía sonriendo con las manos ovilladas a la altura del pecho. Cuando terminó de tragar el tocino, el organillero se limpió la comisura de los labios con una manga y contestó: Señor, lo felicito por la idea del comedor, espero que sea de ayuda para los ancianos. Dicho esto, dio otro bocado y el padre Pigherzog continuó su camino suspirando.

Por la tarde Hans volvió a la posada a cambiarse y buscar abrigos para acompañar al organillero a la cueva. Al abrir la puerta de la habitación, no se sorprendió de encontrar a sus pies una nota color violeta: antes de salir a comer había enviado a la casa Gottlieb un poema de Novalis, y a Sophie no le gustaba que los demás se quedaran con la última palabra. Desdobló la nota despacio. Vio que había otro poema y sonrió.

 

Muy querido amigo,

 

(¡muy querido!, se exaltó Hans),

 

Muy querido amigo, correspondo al poema de Novalis con uno de mis poemas preferidos de la Mereau, que no sé si conoces. Lo he elegido porque nos habla a nosotras, las lectoras, a todas las que soñamos con otra vida en esta vida,

 

(¿otra vida?, paró Hans, ¿entonces la que tiene, la que pronto va a tener, la vida que le espera después del verano, no es la que espera?, ¿entonces quizás ella?, ¿a lo mejor no? ¡Basta, lee!),

 

con otra vida en esta vida, otro mundo en este mismo mundo, y que estamos levantando la cabeza por la fuerza de las palabras, de palabras como estas. Creo que este poema es un canto a la pequeña revolución de cada libro, al poder de cada lectora. Y aunque tú seas un lector, en esto te considero un igual.

 

(¡Un igual!, ¡nada menos!, pensó Hans lleno de júbilo. Y enseguida lo ensombreció una duda: Pero un igual en esto, dice ella, ¿y en lo otro?, ¿qué sería lo otro?, ¿podremos ser iguales también en eso? Quiero decir, ¿podría haber algo más, o es sólo esto? Y entre esto y aquello, ¿qué significa realmente querido amigo?, ¿más amigo o más querido? Ay, no puedo leer...)

 

Y aunque tú seas lector, en esto te considero un igual. Por eso aquí debajo te copio algunos versos, los que a mí me parecen más hermosos, esperando que hoy o mañana desees contestarme con algún otro poema.

 

(Ajá. Me invita a contestarle: esto es nuevo. O sea, me permite quedarme con la última palabra. ¿No es una ofrenda? ¿Una especie de entrega? ¿No estaré imaginando de más, como siempre?)

 

Afectuosamente tuya,

Sophie

 

(Mmm. Afectuosamente. No suena a gran... No, la verdad que no. Pero el nombre está completo. O sea, ¿no es como si me lo entregase? Como si me dijera: soy tuya por entero. Soy Sophie, soy, ¡por favor, qué estupidez! Voy a darme un baño. No, que es tarde. El viejo está esperándome. Hace calor aquí de pronto, ¿no? En fin, a ver ese poema. Le contesto mañana. Ay, carajo. ¿O busco algo ahora? Mejor mañana.)

 

tuya,

Sophie

 

Parecen en paz todas, sin perderse en batallas,

conociendo hondamente su propio valor íntimo...

Y van así formando figuras ondulantes

que convocadas por el signo de los tiempos

vienen a desplegar desde un reino fantástico,

con palabras y escritos, su vida irrefrenable;

mejor que nadie intente detenerlas a todas

o su propio camino se verá interrumpido.

Porque todas anuncian el sentir animado,

el dichoso comienzo de su empuje interior.

 

 

 

Frente al camino del puente la luz se adelgazaba. Las veladuras del sol difundían minúsculas vibraciones en la hierba. Extendida alrededor de la ciudad, amortiguando sus ruidos, la pradera no era verde ni dorada. Los molinos braceaban dispersando la tarde. Los carruajes volvían por el camino principal. Se reunían las aves organizando el cielo. Hans, el organillero y Franz habían atravesado la Puerta Alta y se acercaban al Nulte, que discurría animado por los álamos que empezaban a colorearse. La tierra del camino se había endurecido: las ruedas de la carretilla giraban con más facilidad, las botas de Hans levantaban pequeñas polvaredas que Franz se entretenía en inspeccionar. Mezclado con la pujanza del polen y el ardor de los senderos, el campo aún emanaba un olor a estiércol removido, al abono de la última bina. Más allá de los cercos los jornaleros tardíos terciaban la tierra, separando las malas hierbas. Hans se sintió extraño al escucharse decir: Qué bonito está el campo. ¿No te lo había dicho?, sonrió el viejo, y todavía no has visto nada, tú espérate al verano. Verás como al final te gusta Wandernburgo.

Al llegar a la cueva, Hans le suplicó al viejo que lo dejara probar un momento el organillo. El viejo iba a negarse, pero el tono de niño que supo emplear Hans lo venció y sólo pudo decir: Con cuidado, por favor, con cuidado. Hans se concentró en visualizar el movimiento de la mano del organillero, tratando de reproducir la imagen en su propio brazo. Durante la primera pieza la manivela giró a un ritmo aceptable. El organillero aplaudió, Hans soltó una carcajada y Franz ladró desconcertado. Pero cuando, envalentonado, Hans quiso tirar del rodillo para cambiar de canción, se oyó un leve crujido de cilindros dentro de la caja. El viejo se abalanzó sobre el brazo de Hans, lo separó de la manivela y se quedó abrazado al instrumento como quien protege a un cachorro. Hans, amigo mío, balbuceó el organillero, de verdad, perdóname, pero no.

Te voy a contar un secreto, dijo el viejo: cuando el organillo suena y la tapa está cerrada, yo siempre me imagino que el revuelo no viene de las teclas, sino de los personajes de las canciones. Me imagino que esos personajes cantan, se ríen, lloran, que corren entre las cuerdas de un lado a otro. Y así toco mejor. Porque te digo, Hans, que hay vida dentro. Cuando cierras la tapa hay vida dentro. Es casi un corazón. Y cuando me quedo en silencio, recuerdo tan bien el sonido del organillo que a veces tardo en darme cuenta de si estoy tocando o no. La música ya está aquí, en mi cabeza, y no hay nada que hacer. En el fondo tocar no es importante, ¿sabes?, lo importante es escuchar. Si escuchas, siempre hay música. Todos llevamos música. Incluso los que pasan por la plaza y ni siquiera me miran, esos también la llevan. El sonido de los instrumentos sirve para eso, para recordársela. A mí me pasa a veces que llego a la plaza, me pongo a mover la manivela y siento como si me acabara de despertar en el mismo lugar con el que estaba soñando. Menos mal que está Franz, él me ayuda a darme cuenta de si toco dormido o despierto, porque en cuanto el organillo empieza a sonar de verdad Franz empina las orejas y levanta el cogote. Le gusta mucho la música, sobre todo el minué, el minué le encanta, es un perro un poco clásico.

Habían salido a ver el atardecer. Envueltos en lana, se habían sentado delante de la entrada de la cueva como dos centinelas. A través de los álamos, por las ranuras entre los troncos, la luz hacía nudos rojos. El organillero llevaba un buen rato en silencio, pero de pronto volvió a hablar como si nada. ¿Y qué son los sonidos?, dijo, son, son como flores dentro de flores, algo dentro de algo. ¿Y qué hay dentro de un sonido?, quiero decir, ¿de dónde viene el sonido del sonido? Yo qué sé. Michele Bacigalupo, ¿te acuerdas de Michele?, decía que cada sonido que hacemos es una manera de devolverle al aire todo lo que nos da. ¿Qué significa eso? Tampoco sé, la verdad. Yo creo que la música ya estaba, no sé si me explico, la música suena sola y los instrumentos tratan de atraerla, de convencerla para que baje. Qué curioso, contestó Hans, yo pienso algo parecido sobre la poesía, pero en horizontal (¿horizontal?, se extrañó el viejo), pienso que la poesía es como el viento que a usted le gusta oír, que va y viene y no es de nadie, y les dice cosas a los que pasan por ahí. Pero no creo que el sonido de las palabras venga del cielo. Me lo imagino más bien como un coche de postas que va viajando por distintos lugares. Por eso creo en los viajes, ¿me comprende? (¡Franz!, dijo el organillero, ¡estate quieto, Franz, no le muerdas las botas!), eso, Franz, quieto, los viajeros en el fondo son músicos o poetas, porque persiguen sonidos. Te entiendo, dijo el organillero, aunque no veo por qué hacen falta los viajes para perseguir sonidos, uno también puede quedarse quieto, muy atento como Franz cuando le parece que se acerca alguien, y esperar a que los sonidos pasen por ahí, ¿no? Mi querido organillero, dijo Hans pasándole un brazo por encima del hombro, volvemos a toparnos con el mismo punto de siempre: irnos o quedarnos, estar quietos o movernos. Bueno, sonrió el organillero, por lo menos en eso reconocerás que no nos movemos. ¡Me rindo!, dijo Hans.

Se habían quedado callados, hombro con hombro, atentos a la última frase de la tarde. Al fondo, entre los huecos del pinar, se desdibujaban los molinos. Hans escuchó que el viejo resoplaba. Espera, espera, dijo el organillero, creo que no (¿no qué?, preguntó Hans), creo que no es así, perdóname (¿así qué?, insistió Hans), lo de la idea fija, eso. Te he dicho que la idea era siempre la misma, y es verdad. Pero también nos gusta darle vueltas a esa idea, moverla una y otra vez como esos molinos del fondo. Así que a lo mejor no estamos quietos. Estaba mirando los molinos, y de pronto pensé: ¿están quietos o se mueven? Y no supe. ¿Tú qué crees?

 

 

 

Entre la multitud congregada en los alrededores de la plaza del Mercado, la señora Pietzine veía pasar los cristos, las vírgenes, las magdalenas, y a cada paso de dolor y lágrimas ella encontraba que se sentía mejor, que un rítmico consuelo la traspasaba, que la piedad compartida la absolvía de algo que quizá no hubiera cometido. A cada golpe, ¡pom!, de los tambores, a cada golpe, ¡pom!, sus manos apretaban las cuentas del rosario y, ¡pom!, sus párpados se entrecerraban. Todos los jueves santos, ¡pom!, la señora Pietzine salía a contemplar las, ¡pom!, las procesiones con el alma encogida y recordaba, ¡pom!, melancólicamente, aquellos otros jueves en los que su marido, ¡pom!, la llevaba a los palcos frente al ayuntamiento. Era la soledad sin duda, ¡pom!, la que había cambiado para siempre el significado, ¡pom!, de aquella multitud: antes era una especie de paisaje, un fondo sordo, ¡pom!, del que podía prescindirse mientras hubiera fe y oraciones sinceras, pero ahora, ¡pom!, desde hacía unos años, la señora Pietzine corría hacia la muchedumbre, ¡pom!, se dejaba envolver por ella y encontraba en sus rumores, ¡pom!, una desesperada compañía. Al venirle a la mente el recuerdo, ¡pom!, de la mano nudosa de su difunto esposo, instintivamente, ¡pom!, la señora Pietzine buscó la mano ligera de su hijo menor para, ¡pom!, rodearla con la suya y ofrecerle la protección que ahora ella sólo podía dar, ¡pom!, pero ya nunca recibir. Dios te dé salud y fuerza, hijo mío querido, ¡pom!, musitó para sí la señora Pietzine, y nadie habría podido negar, ¡pom!, que aquella imploración fue la más honesta de cuantas se elevaron, ¡pom!, en toda la semana en Wandernburgo.

En el extremo opuesto de la plaza, en la intersección de la calle Ojival y la avenida Regia, el matrimonio Levin asistía a los pasos a cierta distancia del núcleo principal. Avergonzada por la indiferencia de su marido, la señora Levin procuraba compensar la impresión que podían dar a sus vecinos manteniendo un incómodo escorzo, una postura alzada que expresase la más ferviente de las atenciones. Lo peor de todo, pensaba ella, no eran las ideas radicales de su esposo. Sino esa sonrisita irónica que delataba sus diferencias y, en el fondo, su desprecio. Eso mismo que, por culpa del orgullo de él, seguía relegándolos en la vida social de la ciudad y condenándolos a la periferia más humillante. ¿Por qué su esposo se empeñaba en no ceder un ápice, ni siquiera en las apariencias? Si sus convicciones eran tan firmes como decía, ¿por qué le preocupaba tanto mantenerse al margen de las convenciones religiosas de la mayoría? ¿Acaso no repetía siempre que sólo eran eso, convenciones, bobadas, conveniencias? ¿Entonces para qué negarse de esa manera? Mientras tanto el señor Levin, sin abandonar su sonrisa de yeso, pensaba en todo lo contrario: en la humillación de tener que acompañar a su mujer año tras año, en señal de buena voluntad, para contemplar aquel grotesco desfile de arrepentimientos súbitos y devociones impostadas. Tanto o más le disgustaban las desafinaciones de esas bandas lamentables: cada vez que las trompetas proferían sus metálicas estridencias, ¡tarí-tarí!, al señor Levin se le arrugaba la curva de la nariz. ¿De qué sirve, se decía, empeñarnos en fingir que somos lo que no somos?, ¡tarí!, ¿de qué serviría incluso intentar convertirnos en otra cosa, ¡tarí-tarí!, si de todas formas ellos, los otros, jamás nos reconocerán como a uno de los suyos? ¡Tarí! Si hemos venido aquí para sufrir el exilio, crecer y regresar, ¡tarí-tarí!, ¿qué sentido tendría huir del destino? ¡Tarí! Precisamente eso era lo que al señor Levin le daba más rabia del comportamiento de su esposa, ¡tarí-tarí!, ¿cómo podía ser tan ingenua para creer que, obedeciéndolos a ellos, iban a aceptarla? ¡Tarí! Y ya puestos a obedecer a alguien, ¿no era mucho más lógico que ella le hiciera caso a él? ¡Tarí-tarí! Por otra parte, seguía reflexionando el señor Levin, la idea de Dios, ¡tarí!, no se alcanzaba por vía teatral. Si toda aquella gente dedicase la semana de fiesta a la gnosis teológica, ¡tarí-tarí!, la astronomía o incluso la aritmética, estaría más cerca de la fe de lo que estaba ahora, ¡tarí!, ¿o acaso esos fanáticos confiaban en que la revelación les llegaría un buen día, por casualidad? ¡Tarí-tarí! Ojalá, pensó en ese momento la señora Levin, por lo menos hoy vayamos a la iglesia, ¡tarí! Espero, se decía al mismo tiempo su marido, que encima de todo no se le ocurra ir a misa. ¡Tarí-tarí!

No muy lejos del matrimonio Levin, Hans estiraba el cuello entre la irritación y la curiosidad. Aunque detestaba las multitudes, no había tenido otro remedio que sumarse: todas las calles del centro, incluyendo la de la posada, habían sido tomadas desde muy temprano. Se había despertado con un golpe de clarines y, tras intentar ignorar el bullicio o refugiarse en la lectura, había bajado a echar un vistazo. Cuánta paz, pensó Hans sonriendo, debe de haber ahora en la cueva. Mientras se escurría entre codos, alas de sombreros, puntas de sombrillas, tuvo la impresión de estar observando dos espectáculos: el de los fieles que procesionaban y el de los vecinos que habían salido a verlos. Por mucho que aquel despliegue gregario le pareciese una mezcla de inquisición y paganismo primaveral, tuvo que admitir que lo encontraba interesante. Tras cruzarse con los pasos más ilustres, Hans no tuvo dudas: lo más barroco de la mañana había sido la carretela de su excelencia el alcalde Ratztrinker, que había campado por el Paseo de la Orla con sus exquisitas curvas, su media capota plegada, su altísimo pescante forrado en terciopelo.

Al volver la cabeza se topó con el padre Pigherzog, con quien apenas había cruzado unas palabras en la puerta de la iglesia, durante aquellos primeros días en que había seguido a los Gottlieb. Ah, Sophie. Qué deseos tenía de verla, y además estaba de suerte: mañana habría Salón. El padre Pigherzog lo abordó primero. Y bien, sonrió el párroco, ¿qué le parecen las famosas pascuas de Wandernburgo?, ¿verdad que son magníficas? Usted lo ha dicho, padre, contestó Hans. ¿No es algo extraordinario?, insistió el párroco, ¿y hasta casi diría que único en Alemania, semejante fervor popular, semejante afán por expresar la espiritualidad? Si me permite una observación neófita, dijo Hans, no estoy seguro de que sea la espiritualidad lo que empuja a esta multitud a las calles. Ya sospechaba, suspiró el padre Pigherzog, que era usted un materialista. Se equivoca, dijo Hans, yo creo en toda clase de fuerzas invisibles. Invisibles y terrestres. En fin, se encogió de hombros el párroco, ojalá pueda usted quedar en paz con su pobreza de miras. Sólo lo invito a que, algún día, medite sobre lo solos que estaríamos sin ese cielo que nos protege. Sí, padre, contestó Hans, ¡y al fin solos!

Al fin estamos solos, padre, dijo la señora Pietzine a través de la celosía del confesionario, ¡tenía tanta necesidad de su consejo! ¿Qué es lo que te inquieta, hija?, preguntó la voz del padre Pigherzog. Es, dijo ella, bueno, lo demás ya lo sabe, pero ahora es, no sé, es el tiempo, padre, ¿entiende?, sobre todo el tiempo (explícate un poco más, hija mía, susurró la voz del padre Pigherzog), no es nada definido, son momentos, detalles en los que una teme que todo sea en vano (nada es en vano, hija), esta mañana, por ejemplo, mi hijo menor me dio la mano y yo la apreté fuerte y la noté tan débil, ¡tan indefensa, padre!, y entonces tuve miedo, tuve miedo de la debilidad de mi hijo y de mi propia debilidad, ¿me sigue, padre?, porque sentí que en realidad ni yo ni nadie podremos defenderlo de los pesares de esta vida, del dolor que le espera (pero el Señor sí puede, hija), por supuesto, Él sí que puede, ¿pero cómo decirle?, hay cosas que ni siquiera Dios, sino sólo una madre, debería hacer por sus hijos (no hay contradicción en eso, tú eres madre y eres Hija, y Él es Padre y tiene hijos que procrean en su nombre), ¡ay, padre, habla tan bien!, ¿ve por qué necesito su consejo? ¡Si me hubiera conocido usted en mis años más devotos, en mi flor!, ¡entonces no tenía dudas, era toda candor y entrega al cielo! Pero conocí a mi difunto marido, que el cielo tenga en su gloria, ¡qué desgracia! (ahora él descansa eternamente y nos está escuchando), que los ángeles lo oigan, padre, y nos prometimos enseguida, y concebí cuatro hijos con su buen apellido y, por la gracia de Dios, padre, sin un ápice de placer (bendita seas, hija).

Los niños entraban por el pórtico de San Nicolás, se dividían en dos filas según el sexo, avanzaban por las naves laterales y rodeaban el crucero hasta llegar al ábside donde el padre Pigherzog, elevado en el altar, manípula alzada, los esperaba para bendecir las ofrendas pascuales. La torpeza de los niños más pequeños, su mezcla de silencio temeroso y tentación risueña, daba un contrapunto radiante a la penumbra. Uno por uno, portando ramitos de boj, se acercaban al altar cargados de caramelos, golosinas en forma de huevo, cintas de colores, guirnaldas, diminutos juguetes. Sus semblantes pasaban de la curiosidad al temblor cuando el padre Pigherzog se inclinaba hacia ellos. No era el caso de Lisa Zeit, que ofreció su sortija de latón con expresión ausente, y que sólo pareció alterarse cuando tuvo la impresión de que el párroco se demoraba al bendecir la sortija y se quedaba mirando sus dedos despellejados. Lisa no había pensado seriamente en Dios desde los nueve años, pero mientras cumplía con la genuflexión y se retiraba no pudo evitar preguntarse para qué le había dado Dios una piel resbaladiza y transparente, si después había querido o consentido que sus manos se estropearan. Al otro lado del ábside, en la fila de los varones, aguardaba su turno Thomas Zeit con un soldadito de plomo en un envoltorio oval. Poco antes de alcanzar el altar, Thomas apretó las piernas y empezó a torturarse: de pronto había sentido unas ganas irreprimibles de emitir uno de sus peditos. Ni se te ocurra, se ordenó a sí mismo concentrándose en su ofrenda: la miniatura del soldado con el rifle al hombro, el uniforme, el casco ladeado y las botas de campaña, en actitud de espera cansada, como con ganas de rendirse o disparar de una vez, dentro del huevo de pascua.

El diácono tartamudeaba la Epístola y el coro cantaba el gradual. Lo repetía la señora Pietzine hinchando el pecho. El padre Pigherzog terminó de bendecir el incienso, recitó el Munda cor meum y empezó a leer el Evangelio con esa voz tranquilizadora que tanto agradecía la señora Pietzine: era un hombre tan sabio, sencillo y entregado a su misión. ¿Pero cuál era la suya?, se preguntaba ella, ¿cuál debía ser ahora?, ¿cuántos pecados cometería por desorientación, no por voluntad desviada?, ¿y por qué le apretaban tanto, demonios, ¡ay, perdón, Ave María!, los zapatos nuevos? El sermón del padre Pigherzog acababa de iniciarse y prevenía a los fieles de los peligros del racionalismo mecánico de nuestro tiempo, que tan crasamente podía devenir en grosero ateísmo, en existencia sin la gracia, y convertir las almas de los hombres en meras mercancías. La vida, hermanos míos, subrayaba el padre Pigherzog, no es una transacción ni un obrar por conveniencia, la vida, hermanos míos, es obrar sin mirar y mirar sólo en conciencia, honrando santamente los... (¿pero por qué, Dios mío?, se arrepentía la señora Pietzine, ¿por qué tuve que comprarlos por bonitos que fueran, si ya veía yo que me apretaban? Esto te pasa por avariciosa, ¡cuánta razón tiene el padre!)... ni mucho menos el abyecto materialismo que impera, sí, que impera ya en nuestras familias, nuestros trabajos y hasta en la prensa, ¡ay, hermanos, esos periódicos!, ¡esos folletines! No seremos nosotros quienes digamos que la lectura es un pecado en sí, ni... (¡bendito sea Dios!, se consoló la señora Pietzine, ¿entonces las novelas de caballeros no...?)... pero ahora decidme, ¿de qué lecturas hablamos? Esa libertad total que tanto reclaman algunos ¿ha de significar impunidad de palabra, pecado impreso, herejías en venta pública...? (pero a mí las novelas de caballeros me las prestan, razonó ella)... que la decencia?, ¿vale lo mismo la virtud que el entretenimiento?

Suscipe sancte Pater, rezaron ofreciendo el pan y el vino que el diácono estuvo a punto de derramar al verterlo en el cáliz. Offerimus tibi, Domine, pronunció el padre Pigherzog fulminando al diácono con el rabillo del ojo. Y el incienso voló, se dispersó, se perdió. Mientras el coro terminaba el ofertorio, el párroco se lavó las manos entonando el Lavabo. A la señora Pietzine la deleitaba ver cómo el padre Pigherzog se lavaba: era el hombre (bueno, matizó ella, no exactamente un hombre, o no en ese sentido, era más que un hombre, ¿o menos?, ¿o ambas cosas?) con las manos más puras, honestas y confortadoras que había visto (visto y tocado, pero en el sentido intacto de la palabra). Por eso la parte de la misa que más le gustaba era la mitad de la eucaristía, el lavado de manos y sobre todo la comunión: comulgar de la mano del padre Pigherzog (que acababa de decir Orate, fratres) era como cambiar palabras malas por justas, el sabor de la carne por el gusto cristalino del espíritu inapetente. El párroco recitó la última secreta y dijo: Per omnia saecula saeculorum. Y el coro dijo: Amén.

El pan se fraccionaba como algodón. Pax Domini sit semper vobiscum, ¡cómo partía el pan el padre Pigherzog! Después del Agnus Dei el párroco besó al diácono, y el diácono deseó que el padre Pigherzog lo perdonara por haber estado a punto de volcar el vino. Cuando los labios rugosos del párroco se humedecieron en la sangre, el sofocado pecho de la señora Pietzine se sobrecogió por la proximidad de la comunión: a petición suya, el padre Pigherzog había accedido a que la asamblea comulgase. El sacerdote recibió la patena del monaguillo entre sus dedos índice y medio, ¡santos, limpios, sabios dedos!, Libera nos, y al llegar al Da propitius se santiguó y colocó la patena debajo de la hostia. El monaguillo descubrió el cáliz, hizo una genuflexión y el sacerdote tomó la hostia, la partió, dócil oblea, flexibles dedos, Per eundem, y la mitad de la hostia cayó mansa en la patena y la otra media se deshizo en partículas, ingrávidas motas, Qui tecum, Per omnia. El padre Pigherzog, con qué delicadeza y lentitud, Señor mío, hizo tres cruces con la partícula que sostenía en la mano derecha, Pax Domini, sobre la boca del cáliz. Al introducir la partícula en el cáliz, Haec commixtio, y frotarse los dedos para purificarlos, la señora Pietzine entornó los párpados.

Ya en la sacristía, el padre Pigherzog cayó sobre su butaca dejando escapar un suspiro. Al ver que el sacristán continuaba frente a él como esperando la siguiente orden, el párroco sacudió un brazo indicándole que se marchara. Si este muchacho fuera tan despierto como obediente, se dijo, estaríamos en presencia de un auténtico elegido. El padre Pigherzog extrajo de la pila de lecturas el volumen titulado Libro sobre el estado de las almas y lo colocó sobre su regazo. Lo abrió por la última página escrita. Releyó algunos párrafos. Mojó la pluma en el tintero. Escribió la fecha con esbeltos números romanos. Elevó la mirada en busca de las palabras justas.

 

... cuya constancia para la liturgia no ha conseguido alejarla de ciertas inquietudes mundanas. Siendo aún una mujer de relativa juventud y aspecto xxxxxxxx saludable, es de esperar que la aludida Frau H. J. de Pietzine reoriente su vida. Para ello resultará imprescindible una entrega superior a las dulcificadoras tareas maternas y, muy especialmente, mayor disciplina en su recogimiento. En cuanto a su desempeño en la oración, pone tanto afán en sus plegarias que en ocasiones da la impresión —caeli remissione— de que, más que implorarle a Dios, intentase persuadirlo de algo. Cabe observar que, dentro de sus limitaciones naturales, su disposición a la escucha es inmejorable. Reprobar su vestuario en próximas entrevistas.

 

... de tal manera que, según se deduce de su testimonio, cuanto más se arrima ella al entendimiento apostólico y romano, tanto más se abisma su marido, A. N. Levin, en estrafalarios estudios de la cábala, de doctrinas palestino-alejandrinas y Dios sabe qué más. Todo pecado encuentra el perdón que busca, pero la complacencia es harina de otro costal. Refiero sucintamente, a modo de ejemplo, algunas de las múltiples herejías con que el cónyuge de la citada Frau Levin intenta atribularla y sembrar dudas en su recta comprensión de las Escrituras. Tergiversando, sin su contexto doctrinal adecuado, declaraciones aisladas del Nuevo Testamento tales como «Yo hablo de la Sabiduría oculta de Dios», hilándolas sin ton ni son con otras semejantes a «esto es lo que Dios nos ha revelado a través del Espíritu» (I Corintios 2:7-10), que el insensato lee a modo de conclusión hermética, pretende sostener que el apóstol Pablo admitía la necesidad de interpretar en clave cifrada los principios sagrados del cristianismo, toda vez que «la letra mata, pero el espíritu da vida» (II Corintios 3:6) y que el mismo Pablo dijo a los conversos y recién iniciados que la sabiduría divina no podía ser impartida (I Corintios 3:2). De lo cual se deduciría, según el aberrante exégeta, que los estudios bíblicos deberían apoyarse en tratados samosáticos y comentaristas leovigíldicos, como si la Palabra de Dios fuese el preámbulo a otras distintas o a parábolas ajenas. Adviértase la carga de apostasía que dichas consideraciones entrañan, y añádase la conocida inclinación de los circuncidados por los verbos de duda y las paradojas. Exhortar a Frau Levin, por la integridad de su aún no afianzada fe, a mudar de ambiente y compañías al menos temporalmente.

 

... porque, en su caso, la excelencia en los modales y distinción en el vestir no son sino manifestaciones exteriores de su riqueza de alma. Tras interrogarlo acerca de la impresión que sus ilustres padres recogieran de las cenas de esponsales, el antedicho Von Wilderhaus hijo repuso, con la discreción y honorabilidad acostumbradas, que la casa del señor Gottlieb les pareció agradable y de gusto austero, evitando aludir a las dificultades financieras del anfitrión. A diferencia de su prometida, nada podemos objetar a tan intachable caballero. Excepto ese hábito suyo de consumir rapé, venial en cualquier caso.

 

... sin que en su abyecta inclinación a regodearse en xxxxx xxxxxxx imágenes nefandas muestre signos de contrición, ni aun de debilitamiento. La mortificación constante con cilicio no parece haber hecho mella en sus desviados apetitos. Alertar a los seminaristas para que tomen con él las precauciones oportunas. Ensayar inmersiones en agua helada y pócimas de ricino.

 

... enormemente satisfactorio, toda vez que no sólo ha tomado un empleo sino que prosigue con su alfabetización. Casos tan ejemplares como el suyo nutren el alma de quienes los conocen y redimen los sinsabores de nuestra desvelada misión.

 

... y el perdón de su esposa, lo que revela una esperanzadora mudanza en la actitud de ambos. Amén de las penalidades sufridas por la buena mujer, quien se encuentra ya repuesta de las contusiones, merecen particular atención los álgidos tormentos que padece su conciencia de padre de familia: esa será la luz que abra el camino. Espaciar las confesiones conforme la armonía se reinstaure en su hogar.

 

... juzgado oportuno introducir una addenda al pasado balance trimestral de las tierras otorgadas en concesión por la Santa Madre Iglesia, así como informar a su Altísima Dignidad, a quien beso las manos y de quien soy yo siempre su más fiel servidor, de la evolución de las contribuciones. Habiendo anteriormente informado a su Altísima Dignidad de que la caridad de las colectas había menguado en un 17%, cayendo del medio tálero por feligrés hasta los 8 groses por misa dominical, vulnerando así los recursos parroquiales en unos 22 ducados brutos por período, hoy me cabe el solaz de anunciarle que esta tendencia ha sido contenida al cierre del mes de marzo, gracias al piadoso influjo de las festividades y, nos gustaría aventurar, también a la paciente labor que humildemente venimos desempeñando, y que estamos seguros obtendrá el generoso reconocimiento de su Altísima Dignidad cuando su xxxxxxx infalible juicio lo estime oportuno y necesario, tal como siempre ha sido. Al respecto de las contribuciones, cabe destacar la infinita magnanimidad del gran señor Rudolph P. von Wilderhaus y de la excelentísima familia Ratztrinker, cuyos regulares óbolos y estipendios se han incrementado igualmente, desmintiendo así los ignominiosos infundios referentes a un presunto acercamiento a cenáculos luteranos de Berlín, y expresando una vez más su inequívoca devoción por nuestra Santa Madre que por todos nosotros vela. Paso finalmente a exponer la lista, revisada a día de ayer, de familias morosas y campesinos en falta con sus deberes impositivos, censo que detallo a su Altísima Dignidad por orden de sumas debidas, de mayor a menor, criterio que nos atrevemos a considerar de más eficaz aplicación que el meramente alfabético empleado hasta la fecha...

 

 

 

Cada viernes, cinco minutos antes de hacer su entrada en el Salón, al que había empezado a asistir más regularmente ya como prometido formal de Sophie, Rudi Wilderhaus se hacía preceder de un lacayo que irrumpía en la sala portando un gigantesco ramo de flores blancas. En el ambiente quedaba flotando un aroma de expectativa, de espera a punto de consumarse, que Rudi sabía administrar demorándose con escenográfica destreza, ni poco ni demasiado, antes de sacudir el aldabón izquierdo de la casa y lamentar el deplorable estado de las calzadas o el creciente tráfico. Bertold se deshacía en reverencias, le tomaba la capa y la cicatriz de su labio se estiraba hasta el límite, sea usted muy bienvenido, señorito Wilderhaus, oh, no es tarde en absoluto, los demás acaban de llegar, sí, por supuesto, la señorita ha quedado deslumbrada con el ramo, señorito Wilderhaus, ya sabe que me tiene a su entera disposición y siempre me tendrá, en esta y cualquier casa, señorito Wilderhaus, si a usted se le ofreciera.

Además de las flores, esa tarde Rudi había llegado con un camafeo dorado que, según quiso creer Hans, impresionó más a las señoras Pietzine y Levin que a la propia Sophie, su destinataria. Durante la primera hora de tertulia Rudi se esforzaba por participar en los debates, intercalando escuetos y en todo caso agradables comentarios. Después sus intervenciones se disipaban entre discretos bostezos, que Rudi tenía la habilidad de disimular gracias a su cajita de rapé, transformando su aburrimiento en una expresión reflexiva. Lo único que mantenía durante toda la tarde (y esto hería a Hans más que cualquier otra cosa) eran las miradas de arrobamiento que le dirigía a su prometida, tan diferentes del matiz imperial con que contemplaba a los invitados. Cada vez que Rudi le dedicaba un gesto de cariño, Hans buscaba un hueco entre el trajín de la sala para observar a Sophie en el espejo redondo de la pared opuesta. Y aunque solía encontrar sus ojos devolviéndole la sonrisa, no percibía en ellos la ironía que hubiera esperado. Para los enredados sentimientos de Hans, los viernes Sophie era dos mujeres. Una, la deliciosa cómplice con quien intercambiaba fugaces murmullos. Otra, la que el espejo duplicaba, era la anfitriona impecable y dueña de sus secretos que no eludía las atenciones de Rudi ni evitaba corresponderlas. Este comportamiento, que tan contradictorio le resultaba a él, era para Sophie el único modo digno de mantener la coherencia: Hans era su amigo, probablemente ya el más íntimo de todos, y no pensaba renunciar a la corriente entre ellos, a ese hormigueo que tanto la deleitaba y al que, ¡faltaría más!, tenía y seguiría teniendo derecho fuera cual fuese su estado civil; pero Rudi iba a ser su esposo, viviría con él a partir de octubre y no estaba dispuesta a despertar sus celos ni a fingir irresponsablemente que no tenían el importante compromiso que tenían. Por no mencionar a su pobre padre, cuyas expectativas hacía años que no pasaban por su propia felicidad, y a quien ella no deseaba mortificar mostrándose con Rudi Wilderhaus menos afectuosa de lo que requerían las circunstancias.

Por lo demás, ¿amaba ella a Rudi?, ¿se había acostumbrado a amarlo? Bueno, quizá. No del todo. ¿Acaso todas las mujeres se casaban perdidamente enamoradas? ¿Iba a ser tan ingenua? ¿No era el matrimonio al fin y al cabo una convención social, una suma de intereses familiares? Y por tanto, ¿qué obligación tenía de sentir una gran pasión o de autoconvencerse para sentirla? Igual que el placer y los sentimientos, contra lo que sus remilgadas amigas pensaban, podían con toda evidencia existir por separado, ¿acaso no podían amor y matrimonio coincidir o no, dependiendo del caso? ¿Iba ella a vivir esperando ridículos príncipes azules, repitiendo el sueño cursi de toda señorita? Precisamente porque el matrimonio era una institución artificial, ¿no era hipócrita pensar que toda boda debía celebrarse en el más arrebatado amor recíproco? Rudi la amaba a ella, y eso le parecía un buen comienzo para que respetara sus deseos y no la atropellase, como les había pasado a tantas amigas. Y ella, bueno, ella en parte lo quería y en parte todavía no. Pero el tiempo, según los sabios, era capaz de repararlo todo. Y si Rudi seguía comportándose con la misma consideración, desde luego acabaría ganándose todo su respeto de esposa. ¡Lo cual, visto lo visto, no era poco!

Pero muchos de estos razonamientos se le escapaban a Hans, que en el punto central de su ansiedad no pasaba de preguntas simples: Si no lo quiere de verdad, ¿para qué demonios va a casarse con él?, y si de verdad lo quiere, ¿entonces por qué siento que ella siente otra cosa? En cuanto a su prometido, ¿cómo se comportaba? Eso era lo más incómodo: dentro de su altivez natural, sus hombros alzados y el crujidito insoportable de sus zapatos de charol, Rudi se mostraba sorprendentemente cortés con él. ¿Sorprendentemente? Quizá no tanto. Rudi, que no era filósofo pero tampoco estúpido, se daba cuenta de que Sophie había trabado con Hans una amistad que superaba las diplomacias del Salón. Y conociendo la tendencia a la rebeldía de su prometida, comprendía que era mucho más arriesgado cuestionar esa amistad o declarar su antipatía por Hans, que mostrarse atento con él. Rudi sabía perfectamente que, si no cometía errores groseros, llevaba y llevaría siempre las de ganar frente a cualquiera: al fin y al cabo, él era un Wilderhaus.

No me venga con Von Weber, dijo el profesor Mietter dando dos golpes de cucharilla en la taza, ¡qué es Von Weber al lado de Beethoven! Ejem, insistió el señor Levin, no le digo que no, profesor, pero convendrá conmigo en que la ópera nunca fue su fuerte. ¡Un solo movimiento de Beethoven, que en paz descanse!, dictaminó el profesor Mietter, ¡vale más que los libretos, las partituras, los decorados y hasta la orquesta entera de las óperas de su Von Weber! La música de Beethoven tiene el don de consolar a todo el mundo. ¿Sabe por qué?, porque Beethoven supo sufrir. Si el oyente también ha sufrido, siente la solidaridad de su música. Y si en cambio es feliz, al escucharla siente alivio. Querido Rudi, intervino Sophie deseosa de que su prometido diera alguna opinión musical, ¿y a usted qué le parece? ¿Qué me parece el qué?, dudó Rudi, ¿Beethoven? No, contestó Sophie, Von Weber. Ah, dijo Rudi intentando ganar tiempo, bueno, no seré yo quien le niegue su mérito, ¡Von Weber!, no está mal, claro que no. Hans buscó en el espejo la mirada de Sophie, pero ella lo esquivó y le ordenó a Elsa que trajera los canapés. Rudi hizo un esfuerzo y agregó: A mí el que me gusta es Mozart. Precisamente hace poco vi La flauta mágica, ¿conocen ustedes esa ópera? (vagamente, se apresuró a asentir Hans con malévola cortesía), bien, hace poco la vi representada y en fin, es, tiene, sin duda se trata de una obra diferente, ¿verdad, Sophie mía? Aunque no tenga demasiado tiempo para ir, la ópera me agrada sobremanera (¡cómo se le ocurre decir sobremanera!, pensó Hans) y de hecho comparto con mi padre dos abonos anuales en Berlín. También, y lo menciono por si alguien estuviera interesado, tengo una localidad de palco en L’Opéra, une vraie merveille!, ¿no te parece, adorada mía, que deberíamos ir? ¿Cómo?, se iluminó la señora Pietzine, ¿un palco en L’Opéra?, ¿y lo dice así, tan campante? Señora, dijo Rudi estirándose las solapas, no tiene más que avisarme y pondré un carruaje a su disposición. Ejem, y si no fuera mucha indiscreción, quiso saber el señor Levin, ¿el precio de ese abono es de...? Oh, dijo Rudi, déjeme pensar, nunca me acuerdo de esas cosas, creo que no es muy caro, ¡al menos si uno asiste! (concluyó Rudi con una risotada que hizo que Sophie se volviera hacia Elsa para indicarle que las gelatinas estaban aguadas, ¡cómo podía Petra haber aguado tanto las gelatinas!). L’Opéra, sí, murmuró el profesor dándose cuenta de que hacía unos minutos que no hablaba. Herr Mietter, dijo Rudi, si alguna vez deseara un palco en París, allí tengo amistades que podrían ofrecérselo por un florín y poco más. Es usted muy amable, Herr Wilderhaus, contestó el profesor, pero de vez en cuando viajo a Francia y suelo ir a L’Opéra. ¿No me diga?, sonrió Rudi con cierto desencanto, qué interesante, un edificio magnífico, ¿no cree? Desde luego, Herr Wilderhaus, dijo el profesor, y tiene usted razón en que no es nada fácil encontrar localidades de palco. Lo que ocurre es que en París vive un viejo amigo mío, un general argentino exiliado, que me consigue entradas. Es un hombre un poco triste, no parece militar, sólo vive para educar a su hija (eso está bien, muy bien, aprobó el señor Gottlieb). ¿Argentino?, dijo Álvaro, siempre he querido viajar al Río de la Plata, ¿alguno de ustedes ha ido? Hans estuvo a punto de asentir, pero se arrepintió y guardó silencio. ¿Para qué?, contestó Rudi, ¡queda tan lejos! Sí, dijo el profesor Mietter, son muy inquietos esos argentinos, últimamente están por todas partes. Les encanta Europa y aparentan dominar varios idiomas. Hablan de su país continuamente y nunca se quedan en él.

Es una pena, dijo Álvaro, que en Wandernburgo no haya una sala de teatro en buenas condiciones. Estoy de acuerdo, asintió Sophie. Bah, dijo el profesor Mietter, sólo es cuestión de viajar un poco. ¡Ojalá hicieran óperas en Wandernburgo!, suspiró la señora Pietzine, por cierto, señor Urquiho, ¿no adora usted la zarzuela? Más o menos, señora, contestó Álvaro, más o menos. A mí el teatro, reflexionó el señor Levin, me parece redundante. ¿Disculpe usted?, se asombró el profesor. Ejem, verán, explicó el señor Levin, en mi opinión al menos, creo que los actores hacen en escena más o menos lo mismo que el público en sus casas: fingir. Siempre que voy a ver una comedia, pienso: para esto no hacía falta pagar una entrada, ¡bastaría con abrir las puertas de las casas! En ese caso, dijo Sophie divertida por el extraño humor del señor Levin, a lo mejor el teatro sirve para aprender a comportarnos, o sea a fingir. Para mí, se sumó Álvaro, el teatro no es ningún reflejo del mundo, sino su burla. Yo creo, dijo Hans, que el teatro sirve para alterar las identidades, en escena los hombres pueden ser mujeres o los esclavos, reyes. Mi idea, señores, opinó el profesor Mietter, y en esto debemos darle la razón a Schiller, es que el teatro construye modelos públicos que educan al espectador. El objetivo de la escena es representar fuerzas opuestas, y lograr que el bien se imponga de manera convincente. ¿Y qué nos dice usted de lo contrario, querido profesor?, sugirió Sophie, Shakespeare es grande porque representa el mal de forma convincente, en sus obras la maldad intenta explicarse. En Shakespeare, señorita, contestó el profesor Mietter, el mal queda censurado por la vía inversa. A mí, intervino la señora Pietzine, me encanta la opereta, los vestuarios me fascinan y, debo confesarlo, tengo debilidad por los montajes con animales.

La señora Pietzine parecía presa de un arrebato de entusiasmo cultural. Asentía con vehemencia, agitando sus collares. Reía eufóricamente con los comentarios de Álvaro, a quien tendía a aproximarse. Le preguntaba a Hans por cada país, abriendo mucho los ojos y batiendo las pestañas. Le tomaba las manos a Sophie y exclamaba: ¡Qué muchacha tan lista!, ¡han visto ustedes cosa igual! O elogiaba la elegancia de Rudi aunque guardara silencio. Podía aventurarse, en definitiva, que a la señora Pietzine la esperaban largas horas de llanto cuando llegase a casa. Ahora, a instancias suyas, la conversación había virado hacia los folletines y las novelas históricas. Todos y cada uno de los presentes (incluido el señor Gottlieb, que acababa de darle cuerda al reloj de pared, se había despedido y había pasado al despacho para tratar con Rudi algunos detalles acerca de la dote) declararon haber leído una o varias novelas de Sir Walter Scott. Ese gran escocés, opinó el señor Levin, es mucho más que un simple novelista (bueno, dijo Álvaro, ¿pero qué tiene de simple un novelista?), ejem, ¡es un pintor, un bardo! Álvaro, el único de los invitados que lo había leído en inglés, contó que en el Reino Unido se formaban colas para comprar sus libros y que las traducciones que él conocía, al menos las españolas, eran un verdadero espanto y estaban todas copiadas de las traducciones francesas. La señora Pietzine opinó que no hacía falta saber inglés para entender a los antiguos caballeros, y que más allá de ciertos excesos propios de aquel tiempo de ignorancia, ojalá el progreso hubiera conservado el colorido, la lealtad y la cortesía de las historias de Scott. Entonces, por primera vez en la reunión, el profesor Mietter y Hans coincidieron en un juicio y se miraron a los ojos con perplejidad: a ninguno de los dos le gustaba para nada Sir Walter Scott. El profesor dijo que lo encontraba completamente falto de rigor histórico y verosimilitud. Hans tildó al autor de retrógrado y afirmó que un solo verso irónico de Robert Burns valía más que cualquier novela moralista de Scott. ¿De verdad no les parece encantador?, se asombró la señora Pietzine, ¡esos paisajes melancólicos!, ¡esos bandidos justicieros!, ¡esas grandes pasiones y batallas!, ¡cuánto honor, qué emoción, qué proezas! La vida, queridos míos, se ha vuelto cada vez más aburrida, ¿no creen? Señora, dijo Álvaro, veo que los caballeros valientes la turban. La señora Pietzine sonrió exultante y, tomándole una mano a Sophie, contestó: ¿Y a quién no? Mi querida, dejemos a estos sabios señores con sus cátedras, tú como mujer seguro que me comprendes: ¿a que no hay personajes más conmovedores que esas heroínas dispuestas a darlo todo por amor, por su único y verdadero amor, capaces de sufrir cualquier cosa sin renunciar jamás a sus sentimientos?, ¿dónde se encuentran hoy lealtades así, dónde? Amiga mía, contestó Sophie, usted sabe cuánto la aprecio, pero le confieso que tanta tragedia femenina me alarma. Los cronistas y los lectores aman a las heroínas, pero las aman muertas. Y las pobres van de aquí para allá con la obligación de inmolarse. ¿No podríamos tener heroínas un poco más felices? La señora Pietzine parpadeó unos instantes, aunque enseguida recuperó la sonrisa soñadora. Claro, mi niña, claro, dijo, ¿pero no son maravillosas de todas formas? Quiero decir, ¿es humano quedarse indiferente cuando los templarios descubren el terrible hechizo del cáliz en El secreto de la espada clamorosa? ¿O ante el desgarrador llanto final de La condenada irredenta? ¿O cuando el viejo rey le cuenta toda la verdad a su pobre hijo en El caballero Highwolf en la torre sin nombre? ¿Se puede tener corazón y no temblar con las venganzas de Pasión hindú al borde del acantilado, con el incendio del castillo en El último duelo del bandido Rythm? A usted lo que le pasa, la consoló Álvaro, es que tiene demasiado corazón.

El problema, opinó el profesor Mietter, es que se imprimen demasiados libros. Hoy cualquiera se cree capaz de escribir una novela. Uno, que ya va para viejo (no tanto, profesor, no sea coqueto, deslizó Sophie), oh, bueno, más o menos, qué cosas tiene, mein liebes Fräulein, gracias, pero uno, que tiene sus años, todavía recuerda la época en que conseguir un libro era una aventura, ¡y no la de esos caballeros medievales!, la aventura era tener el libro entre las manos. Entonces valorábamos cada ejemplar y le exigíamos que nos enseñara algo importante, algo definitivo. Hoy la gente prefiere comprar un libro que comprenderlo, como si comprando libros uno se apropiara de su contenido. Sin embargo, yo. Disculpe, profesor, lo interrumpió el señor Levin, ¿y no le parece que antes era mucho peor que ahora, porque casi nadie sabía leer? Y ejem, tampoco olvidemos que para tener buenas librerías, buenas traducciones, reediciones de los clásicos, esas cosas, hace falta que existan todos esos lectores a los que les gusta comprar libros. ¡Mercado, puro mercado!, sentenció el profesor, no me venga usted ahora con las virtudes del.

En ese momento Sophie consultó la imagen del espejo redondo y vio a Hans pensativo. Se volvió hacia él, le leyó los ojos y le pareció que se había quedado con algo por decir. Señor Hans, campanilleó Sophie apaciguando la discusión entre el profesor y el señor Levin, hace tiempo que está callado y tanto silencio, compréndanos, empieza a preocuparnos tratándose de usted. Así que si gusta, explíquenos, ¿por qué le desagradan las novelas históricas? Hans suspiró.

Verán, comenzó Hans, no es que no me gusten. Para mí los folletines de Walter Scott, y los de sus imitadores ya ni digamos, son un fraude. Pero no porque sean históricos, sino porque son antihistóricos. La historia me apasiona, y por eso la moda de las novelas históricas me parece penosa. No tengo nada contra el género, sólo que rara vez se le hace justicia. Creo que el pasado no debería ser un entretenimiento, sino un laboratorio para analizar el presente. En esos folletines suele haber dos clases de pasado: paraísos bucólicos o falsos infiernos. Y en ambos casos el autor miente. Desconfío de los libros que insinúan que el pasado fue mucho más noble, cuando ni el propio autor volvería si pudiese. Y también desconfío de los libros que intentan convencernos de que el pasado fue peor en todos los sentidos, que es lo que suele decirse para disimular las injusticias del presente. Quiero decir, y perdonen el discurso, que el presente también es histórico. En cuanto a los argumentos, yo los veo vacíos. Llenos de acontecimientos pero vacíos de sentido, porque no interpretan su tiempo ni los orígenes del nuestro. No son realmente históricos. Los folletines utilizan la documentación como telón de fondo, en vez de tomarla como punto de partida para reflexionar. Sus argumentos casi nunca vinculan pasión y política, por ejemplo, o cultura y sentimientos. ¿De qué me sirve saber cómo se viste exactamente un príncipe, si no sé cómo se siente por ser príncipe? ¿Y qué me dicen ustedes de esos romances intemporales? ¿O vamos a creernos que la historia se transforma pero el amor siempre es el mismo? Por no hablar del estilo, ¡ay, el estilo de las novelas históricas! Con todos mis respetos, me cuesta entender que se sigan contando aventuras de caballeros como si no se hubiese escrito nada desde las novelas de caballerías. ¿Acaso el lenguaje no transcurre, no tiene también su historia? Pero he vuelto a hablar demasiado. Les ruego que me disculpen.

Todo lo contrario, querido señor Hans, sonrió Sophie, ¿qué opinan los demás?

 

 

 

El mediodía traspasaba los visillos y colmaba la sala de limones. Alrededor de los ventanales todo resplandecía. Sophie se dejó caer en un sillón iluminado, como si se sentara sobre el sol. Hans sonreía frente a ella y cruzaba una pierna en ángulo recto, masajeándose el tobillo. El señor Gottlieb, que ya se había acostumbrado a su presencia en la casa, trabajaba en el despacho. Elsa había recibido de Sophie la orden de no molestarlos y descansaba en la segunda planta. De vez en cuando Bertold entraba por si se les ofrecía algo, o para vigilarlos, o las dos cosas. Hans se sentía dichoso: Sophie y él acababan de almorzar juntos por primera vez. Intercambiaban confidencias a diario y, si no podían verse, se escribían billetes que corrían de la calle del Ciervo a la del Caldero Viejo. A veces Hans tenía la sensación de que Sophie estaba insólitamente cerca, de que bastaba una mano o una palabra para romper la distancia, y otras veces sospechaba que ella jamás perdería el control. Era él quien temblaba, quien parecía vacilar, quizá porque era libre de quedarse o marcharse, de porfiar o desistir. Sophie parecía conocer a la perfección los límites de su circunstancia y se paseaba junto a ellos sin traspasarlos nunca, como una bailarina al borde de una raya.

Ella estaba contándole, entre risas, cómo la habían educado de niña: se reía porque no le hacía ninguna gracia. Nunca asistí a la escuela, decía Sophie, ahí tienes una excusa estupenda para mi mala conducta. Eso sí, en casa todo estaba a mi disposición, querían hacer de mí todo eso que, me temo, he terminado siendo. Empezaron dándome clases de caligrafía, cálculo y canto. A los seis años me pusieron una institutriz francesa a la que quise mucho, aunque ahora pienso que era una mujer muy infeliz. En cierto modo fue o quiso ser la madre que yo no tenía. Me leía Le Magasin des Enfants y los cuentos de madame Leprince y me insistía todo el rato en que mantuviera los buenos modales, toujours en français naturellement. La pobre no descansó hasta enseñarme a tomar correctamente el té, tocar el piano sin deshacer el peinado, sujetarme la falda por el pliegue preciso para caminar rápido, esas cosas. ¡No te rías, bobo!, ¡si tú no sabes ni sentarte!, ¡mírate! Aquellos ejercicios habrían sido una tortura inútil para mí, que prefería revolcarme en la nieve o hacer cabriolas, si no fuera porque pronto descubrí que los buenos modales no servían para ser buena, sino para ser mala sin que se notase. Cuando comprobé que a otros niños los castigaban más porque mentían peor, me reconcilié con toda esa educación de señorita. A los nueve años o así me puse muy pesada y mi padre contrató a un preceptor inglés que me enseñaba lengua y cultura inglesa. En esa época, y deja de burlarte, por favor, me dio por cortarme mechones de pelo cuando no sabía la lección. Más tarde, casi adolescente, tuve un profesor de gramática, latín y teología. ¡Más pedante eres tú, mira quién habla! La teología era un espanto, pero me la tomaba como un ejercicio de latín. No puedo reprocharle gran cosa a mi padre: tuvo una hija rara e hizo todo lo que pudo por satisfacerla dentro de sus principios. Por eso lo respeto, por muy anticuado que... No, gracias, Bertold, ya te he dicho que no necesitamos nada, ve tranquilo... Llegó un momento en que los profesores particulares me aburrieron y me obcequé con ir a la universidad. Y cada vez que insistía, mi padre me contestaba: «Hija, sabes bien que tu padre se ha preocupado siempre de que tuvieras la mejor formación y que jamás se ha opuesto a que leyeras libros que a otras chicas les prohíben, etcétera, etcétera. ¿Pero ir a la universidad?, ¿mezclarte con todos esos estudiantes?, ¿hacer la misma vida que ellos? ¿Te das cuenta de lo que dices?». Y me daba discursos sobre la educación privilegiada que me había ofrecido, lo cual no era mentira al fin y al cabo. Y yo seguía diciéndole que no quería ningún privilegio, que estaba harta de excepciones y que lo único que quería era estudiar como los demás, etcétera. En fin, no quiero quejarme demasiado. Así que me conformé yendo regularmente a la biblioteca pública de Wandernburgo. Si te soy sincera, nunca llegué a renunciar del todo a estudiar en la universidad de Halle. No, no, te lo agradezco mucho, ya pasó ese momento, y además sería imposible. Porque sí, Hans. Todavía de vez en cuando, ¿sabes?, sueño que vivo lejos, fantaseo con lugares raros, gente nueva, lenguas desconocidas. Pero enseguida vuelvo a la realidad y me doy cuenta de que nunca saldré de aquí. ¿De verdad me lo preguntas? ¡Porque todo me ata!, mi padre, el compromiso, la costumbre, la infancia, las dudas, yo qué sé, la cobardía, la pereza, todo. Siempre hay demasiadas fuerzas, como unos imanes, sobre los que hemos nacido en una ciudad como Wandernburgo. ¿Distinta? Te lo agradezco de corazón, eres muy, muy amable, pero no estés tan seguro. Puede que no piense igual que la gente de aquí, pero no sé si soy diferente, a veces yo misma lo dudo. No, escucha. De verdad. Hay algo que me une a los demás y que nos une a todos los wandernburgueses: la sensación de fatalidad. Aquí cuando decimos casa y cerramos los ojos no podemos evitar ver este sitio, ¿entiendes? Podría engañarme, claro. Podría escucharte hablar de viajes e imaginarme el mundo entero. Pero en el fondo, Dieu sait pourquoi, como decía mi institutriz, sé que nunca saldré de Wandernburgo. Si ni nuestros abuelos ni nuestros padres supieron marcharse, y aunque no lo reconozcan sé que ellos también lo intentaron, ¿por qué vamos a conseguirlo nosotros? ¿Para cambiar ese destino? ¡Hans, mi querido Hans! En cuanto te distraes pareces un optimista.

Ahí estaba, por fin: un atisbo de fondo. Aunque Sophie sabía protegerse ironizando, Hans se dio cuenta de que algo acababa de serle concedido. Pensó que debía tirar de ese hilo y seguir preguntando. El té se había enfriado. Sophie no llamó a Bertold.

¿Mi madre?, continuó Sophie, por lo que sé era bastante bonita y más o menos como todas las mujeres de aquí, doméstica, de guardar ropas y encerrarse en casa. Bueno, eso es lo que yo creo, mi padre nunca me la ha descrito así. Cuando de niña preguntaba por ella, todo el mundo me decía «¡tu madre era bellísima!», así que terminé deduciendo que nadie la encontraba especialmente inteligente. Su apellido de soltera era Bodenlieb, y eso sí es una pena, porque ese apellido me gusta más que el de mi padre. Me temo que, de habernos conocido, ella habría sido mejor madre que yo hija. Me la imagino tierna, obediente, llena de habilidades femeninas como las heroínas de Goethe, ¿recuerdas?, «que la mujer aprenda a servir desde joven, pues ese es su destino», ¡cuánta sabiduría descubre una en sus maestros! Yo, por lo menos, cuando me case no pienso pasarme el día con harina hasta los codos (tampoco te hace falta, se atrevió Hans, tú ya tienes los brazos de harina), ¿es un cumplido cursi, Herr Hans?, lo tomaremos como una descripción. ¡Y no te rías más, que te pones simpático!

Sin embargo, aprovechó Hans, a tu querido profesor Mietter le parecen muy bien todas esas virtudes domésticas. Si me permites serte sincero, Sophie, me extraña un poco tu admiración por él. El otro día vi cómo le dabas tu álbum para que te copiara uno de sus poemas (no te aflijas, celoso, ronroneó ella, te lo daré a ti también para que escribas uno tuyo), no lo digo por eso (no, no, rió Sophie, naturalmente), en serio, yo no escribo, traduzco. Además, yo jamás escribiría un solo verso en ese álbum (¿ah, no?, ¿por qué?), porque esos álbumes son para mostrar a los demás, y lo que yo quisiera decir en el tuyo no podría leerlo nadie.

Sophie bajó la vista y, por primera vez, pareció avergonzada. El desconcierto no le duró mucho: para ella el pudor era aborrecible, porque cedía la iniciativa. Hans degustó ese segundo y trató de memorizar su sabor, su circunstancia.

El profesor Mietter tiene todo mi aprecio, se recuperó Sophie, porque pese a sus convicciones conservadoras es, o al menos era hasta que tú llegaste, la única persona que conozco con quien se puede hablar de poesía, música o filósofos. Estemos o no de acuerdo, me gusta escucharlo y aprendo. Y para mí eso vale más que cualquier diferencia. Gracias al profesor, Hans, ya sé que no simpatizas con él, y no quisiera pensar que porque es el único que está a tu altura, el Salón tomó forma. Si él no viniera, probablemente los demás tampoco vendrían. Aquí todos lo admiran y leen sus artículos en El Formidable. Él es con diferencia la persona más culta de Wandernburgo, y no puedo darme el lujo de renunciar a su conversación. Además, ya que no he podido ir a la universidad, es un privilegio para mis tertulias tener a uno de sus catedráticos. Por si fuera poco, mi padre respeta mucho al profesor y lo considera una especie de garantía de que en el Salón no ocurrirá nada indebido. ¿Cómo no voy a apreciarlo? También hacemos dúos con chelo, y tú, mi querido Hans, ni siquiera tocas la armónica.

Señorita Gottlieb, sonrió Hans, debo reconocer que su elocuencia sería una buena razón para que cualquier hombre del mundo, incluido el profesor Mietter, perdiera la cabeza.

Sophie se quedó parpadeando fijamente, como si se hubiera olvidado de algo.

Touché, pensó Hans, y ya van dos.

Bueno, reaccionó ella, ¿y tú? Tú también fuiste a la universidad, y me parece muy descortés por tu parte que no me hayas contado nada de tus años de estudiante en Jena. Cierto, dijo Hans con la incomodidad que lo asaltaba siempre que le preguntaban por su pasado, bueno, no fue gran cosa, empecé a estudiar filología cuando (¿filología?, se extrañó Sophie, pensé que habías dicho filosofía), no, no, filología, siempre quise traducir, por eso estudié filología (en Jena, ¿no?, dijo Sophie), sí, en Jena, entre el 11 y el 14. Fueron años muy contradictorios. Yo sentía una mezcla de decepción política total y de perseverancia en ciertos ideales. La pregunta que me hacía, que todavía sigo haciéndome, era: ¿cómo demonios hemos podido pasar de la revolución francesa al dictador Metternich? (triste pregunta, dijo Sophie), o más en general, cómo demonios Europa había pasado de la declaración universal de los derechos humanos a la Santa Alianza. Me acuerdo de que Fichte acababa de publicar sus discursos a la nación y Hegel su fenomenología, como si los dos hubieran presentido que Alemania estaba a punto de cambiar. Enseguida empezó la resistencia contra Napoleón, curiosamente mientras Schelling publicaba Investigaciones sobre la libertad y Goethe Las afinidades electivas, ¿te das cuenta?, siempre me he preguntado cuánto influirá la historia en los títulos de los libros. Pero todos, Goethe el primero, seguían apoyando la alianza con Napoleón, lo veían como el héroe que se atrevía a luchar contra el feudalismo y sus leyes arcaicas (al grano, pidió Sophie, al grano). No, no me voy por las ramas, ya verás, te lo recuerdo porque las tropas francesas volvieron a ocupar el norte y mientras tanto seguían las reformas, la libertad académica, la igualdad de impuestos, la supresión del vasallaje, muchas cosas, y entonces (entonces, se impacientó ella, tú entraste en la universidad), exactamente, entré y bueno, como te comentaba, fue un período confuso. En Jena (eso, eso, Jena) todavía se vivían las cenizas del círculo poético, de todos esos revolucionarios que ahora estaban muertos, habían dejado de escribir o se habían retractado. Los estudiantes recibimos los restos de su herencia, digamos, pero también el giro conservador que iba a llegar. Así que corríamos detrás de algo que ya se había ido. No quiero ponerme trágico, pero así ha sido siempre, toda mi vida.

Sophie miró a Hans. Hans miró a Sophie. Sophie le dijo cosas con los ojos. Hans quizá las tradujo.

Bah, dijo él, sigo. En esa situación muchos supimos que seríamos nómadas, siempre buscando otro lugar, nunca del todo aquí ni del todo allá. Nos pasábamos horas en la hemeroteca de la facultad, que era un pasillo que olía a polvo lleno de anaqueles hasta el techo. Era mucho mejor que ir a clase, era como viajar, te perdías y encontrabas maravillas por casualidad. En lo alto de uno de esos anaqueles, no sé si para protegerlos o esconderlos, estaba la colección de Athenäum, la revista de los Schlegel. Eran unos pocos ejemplares y estaban muy manoseados, los estudiantes nos peleábamos por leerlos. Era tanto y tan poco, seis números, tres años, nada. Con esa revista en las manos parecía que estabas sosteniendo los restos de un naufragio, ¡todavía pensábamos que una revista podía cambiarte la vida! (¿y acaso no era así?, dijo Sophie), no sé, dímelo tú, ¿ya estamos resignados?, ¿o éramos unos ingenuos? (uf, suspiró ella, tendría que pensarlo, ¿las dos cosas?), esa generación fue una frontera, la última que estudió antes de las persecuciones de Metternich, pero también la primera que perdió la confianza en la revolución. No sabíamos si temerle más a la ocupación o a la liberación. Mientras perdía batallas, Napoleón se fue quedando sin apoyos y (y tú, ¿qué hacías?), ¿yo?, terminar mis estudios. Preparaba los últimos exámenes cuando Napoleón se retiró y empezó ese maldito congreso en Viena. Al acabar la universidad, Francia tuvo que pedir perdón hasta por lo que había hecho bien, los supuestamente vencedores tuvimos esta asquerosa restauración, y ya sabes. Los de siempre salieron a defender lo de siempre, y se acabó. Recuerdo que hubo motines y movimientos estudiantiles por la unidad, que por supuesto nunca llegaba. Una cosa era que se unieran las monarquías y otra que se unieran los pueblos, ¿no? Entonces empezaron los decretos, la represión, la censura eclesiástica, en fin, toda esa mierda, y perdona el lenguaje (señorito, me ofende que crea que me ofende la palabra mierda cuando se emplea con propiedad), bueno, eso. De pronto los intereses de la nación estaban oficialmente en contra de cualquier principio de la revolución, como si nunca hubiéramos colaborado con Napoleón ni hubiéramos escrito las loas que le escribimos ni hubiéramos firmado los tratados que firmamos. Lo más gracioso es que al emperador lo habían debilitado otros, primero los españoles y después los rusos, que atravesaron toda Alemania sin que nadie dijera nada. (Sí, ¿pero y tu final de curso?, insistió Sophie, ¿cómo fue?) Fue raro, leíamos las lecciones de Hegel, las leyendas nacionales de los Grimm, el libro sobre el arte patriótico de Goethe, ¡imagínate!, de pronto no sabíamos qué pensar de la patria. Sinceramente, fue un milagro que no enloqueciera toda la juventud del país. ¿O sí enloqueció? Entonces llegó la última ironía: nuestro gran Schlegel, el joven liberado de Jena, se hizo secretario de prensa del régimen. Yo veía que todos mis héroes claudicaban, y no podía dejar de preguntarme: ¿cuándo me va a tocar a mí?

Desanudando los dedos, Sophie preguntó: ¿Por eso viajas todo el tiempo?, ¿para empezar de nuevo sin parar? Hans se quedó mirando los dedos de Sophie, sonrió y no dijo nada.

Bertold (mientras iba y venía por el pasillo, o mientras hacía como que iba y venía) eligió ese momento para entrar en la sala. Hans y Sophie miraron a su alrededor. El sol ya no regaba los ventanales, unos jirones de luz se aferraban a los hierros del balcón. Los asaltó una sensación de intimidad contrariada, como si, por descuido, se hubieran quedado dormidos sin llegar a tocarse. Habían dicho mucho y no se habían dicho nada. Señorita, dijo Bertold, ¿enciendo algunas velas? No, contestó Sophie, gracias, estamos bien así. ¿Y más té?, probó Bertold, ¿algún bocado? No, Bertold, muchas gracias, repitió Sophie, puedes retirarte. En ese caso, dijo Bertold sin moverse.

Y, en ese caso, finalmente tuvo que retirarse.

En cuanto se quedaron solos, al compás de la urgencia de la luz, Sophie descruzó las piernas y se incorporó en su asiento. Escúchame, dijo, llevamos horas hablando de política y ni siquiera sé dónde naciste. Tampoco sé cómo era tu familia, qué clase de infancia tuviste. Se supone que somos amigos.

Atacado por dos fuerzas opuestas, una que lo impulsaba a balancearse hacia delante para acercarse a ella, y otra que lo forzaba a reclinarse para mantenerse a salvo, Hans se quedó inmóvil. Discúlpame, dijo, no estoy acostumbrado a hablar de eso. Primero porque el origen de una persona es un simple accidente, somos del lugar donde estamos (perfecto, suspiró ella, más filosofía, ¿y segundo?), y segundo, mi querida Sophie, porque si alguna vez contara ciertas cosas, nadie me creería.

La espalda de Sophie volvió al respaldo. Molesta, dijo: No me parece justo. Tú conoces mi casa, tratas a mi padre, sabes cosas de mí. Pero yo apenas te conozco. Ni siquiera sé para qué quieres irte a Dessau o adonde sea. Si eso es lo que quieres, muy bien.

No, no, se apresuró a explicar Hans, eso no es cierto, claro que me conoces. Sabes muy bien quién soy. Conoces mis opiniones, compartes mis gustos, comprendes mis reacciones. Y además casi siempre adivinas lo que siento. ¿Hay mayor conocimiento que ese? Pero, insistió Sophie, ¿hay algo terrible?, ¿algo que me asustaría?, porque aunque fuera así, Hans, te aseguro que preferiría conocer la historia. Estoy aquí contigo, dijo él, qué mejor historia que esa. Ya veo, murmuró ella cruzándose de brazos, que confías en mí. Entendido. Mi confidente me oculta la verdad.

Hans vio cómo Sophie se alejaba del todo. Y supo que lo único que podía hacer era perder la compostura. En un arrebato de imprudencia, estando como estaban a la vista del pasillo y aunque llegaban ruidos desde el despacho del señor Gottlieb, se levantó de su asiento, se atrevió a tomar por los hombros a Sophie (que, sin descruzar los brazos, lo miró perpleja) y dijo: Sophie. Escucha. Créeme. Llevo viajando mucho tiempo y nunca, nunca... Confío en ti. Confío. Y más que eso.

¿Más?, preguntó Sophie. Lo preguntó en un tono menos hostil, todavía cruzada de brazos, intentando disimular la conmoción de haber sido tomada por los hombros sin aviso, de haber sido tocada por primera vez por Hans, y de paso disimulando el hecho de no haberse retirado como debía. Dudaba si descruzar los brazos, sabiendo que con los brazos juntos se protegía de cualquier impulso. No de Hans, sino suyo.

Es que, dijo Sophie, me gustaría estar segura de que eres sincero conmigo, eso es todo.

Hans comprobó que ella había decidido quedarse. La soltó muy despacio y suspiró. Yo también creo en la sinceridad, dijo. Pero a veces ser sincero consiste también en callar. El amor, por ejemplo...

Sophie dio un respingo al escuchar esta frase y se miró los brazos, como pensando qué hacer con ellos. Enseguida vio que Hans había pasado de nuevo a la teoría, y sintió una mezcla de alivio y decepción.

... por ejemplo, continuó él, que es el estado de máxima confianza entre dos personas, se ha construido sobre una falsedad. Las personas que se aman, aunque a lo largo de sus vidas hayan mentido o crecido entre silencios, se supone que de pronto deben amar al otro sin esa parte auténtica de lo que son. Para mí esa es la gran mentira de la verdad: suponer que es absoluta, sagrada, obligatoria, como si los que amamos (y aquí, amparándose en la teoría, Hans la miró entre los labios) no fuéramos relativos, impuros, caprichosos. Por eso te pregunto, Sophie, ¿no sería profundamente sincero amar desde ese punto de partida?

Nunca nadie, susurró ella, me había dicho esas cosas del amor. Y yo nunca, susurró él, había encontrado a nadie que quisiera escucharlas.

 

 

 

Más allá de los cercos de los cultivos, hacia la soledad del sudoeste, entre decenas de molinos fatigados, donde las aguas del Nulte se volvían más turbias, se alzaban las chimeneas rojas de la fábrica textil de Wandernburgo. Antes incluso de que el sol asomara, amanecían las calderas y arrancaban los ruidos de la fábrica: el enjuague de las lavadoras de lana, los latigazos de las cardadoras, los giros de las Spinning Mary, el tableteo de las contadoras, la digestión carbónica de la Steaming Eleanor.

Lamberg se pasó el antebrazo por la frente. El aliento de su boca y el vapor de la máquina se confundieron. Estaba acostumbrado a madrugar, la dureza del trabajo no le importaba, había aprendido a respirar con la boca cerrada. Pero lo de los ojos no podía soportarlo. Le picaban a rabiar, el carbón se le removía párpados adentro, aunque él sabía que si se los tocaba sería peor. A veces, mientras contemplaba los motores de la Steaming Eleanor desde su plataforma, Lamberg fantaseaba con arrancarse los ojos. Cuando este deseo lo acosaba procuraba cerrarlos, apretar las mandíbulas y redoblar la potencia de sus movimientos. El brazo derecho de Lamberg, pronunciado, aceitoso, tiraba de palancas y giraba llaves.

¡Lamberg!, vociferó el capataz Körten, ¿has terminado con eso? ¡Casi!, se asomó Lamberg desde la plataforma, ¡diez minutos! El capataz Körten se quejó, avanzó entre los contenedores de agua caliente, lejía jabonosa, potasa y bicarbonato, se despeinó al pasar junto a las corrientes de aire que secaban los mechones de lana escurrida, y se detuvo junto al clasificador que vigilaba los discos dentados. ¡Günter!, dijo el capataz, ¿cómo vamos de Electa? Ya lo ve usted, contestó Günter, no sale más de un kilo por cada tres o cuatro de Prima y cinco o seis de Secunda, por no hablar de la Tertia, que ha aumentado. ¡Qué miseria!, reprobó el capataz, ¿y hace cuánto no revisas los discos? Señor, dijo Günter, los reviso cada mañana. Eso dicen todos, gruñó el capataz, ¡pero después el género sale como sale!

Lamberg abrió y cerró los ojos como queriendo atrapar algo con los párpados. Le gritó al fogonero que parase. Detuvo el inductor, desatascó los cubos, rellenó los mezcladores, enderezó las guías, ajustó las correas, le gritó al fogonero y volvió a accionar la bomba de la Steaming Eleanor. El ruido, aquella cascada que Lamberg oía cada noche al conciliar el sueño, creció hasta despegar. El vapor se condensó. Los cilindros se calentaron. La bomba silbó y los volantes giraron hasta recuperar el ritmo. Lamberg miraba la máquina y le parecía estar contemplando su propio organismo. Las válvulas volaban, vibraban las bobinas, los pistones se empinaban, botaban los tubos, el regulador rugía, crujían los engranajes, las rótulas corrían.

Los operarios descendieron y formaron un círculo. En el círculo había hombres, mujeres y niños. Era la hora del almuerzo pero nadie comía. Salvo los niños, que masticaban su pan con longaniza. Todos guardaban silencio y asomaban la cabeza hacia el mismo punto de la reunión, donde uno de los trabajadores hablaba en voz baja pero gesticulando mucho. Lamberg escuchaba, asentía y apretaba los párpados. ¡Compañeros!, decía el trabajador del centro, tiene que ser mañana, no podemos seguir esperando. La situación es la que es y no va a cambiar nunca si no hacemos presión. Los patrones tienen sus recursos y nosotros tenemos los nuestros. En Inglaterra, compañeros, se ha destruido maquinaria, se han incendiado talleres. Aquí estamos proponiendo algo menos conflictivo, al menos por el momento. Así que no podemos dejarnos intimidar. Aquí hay mano de obra con promesa de contrato desde hace siete años. Aquí hay hijos de compañeros que ayudan sólo a cambio de la comida. Esposas de compañeros que, trabajando la jornada entera, en vez de la mitad cobran un cuarto de jornal. Los delegados ya lo hemos debatido en la asamblea y hemos votado que sí, pero ahora queremos escuchar a los compañeros. Aquí todos los compañeros tienen voz. Nos quedan cinco minutos para volver al trabajo. Vamos a abrir el turno de críticas y objeciones. Al finalizar el turno de críticas y objeciones, procederemos a votar la medida. ¿Estamos de acuerdo o no? Muy bien. Todos de acuerdo. Tienen entonces la palabra los compañeros que lo deseen. ¿Huelga mañana sí o huelga mañana no? ¿Objeciones, críticas, dudas? ¿Alguna cosa? ¿Nada?

Adelante, Flamberg, dijo el señor Gelding. Pasa, siéntate. Vamos a ver si tú y yo nos entendemos. Y estoy seguro de que vamos a entendernos. Voy a ir al grano, porque ni a mí ni a ti nos gusta perder tiempo, ¿eh, Flamberg? Sabrás que ayer, y no digo que tú estuvieras implicado, hubo un conato, dejémoslo en conato, de huelga en la fábrica. O sea, hablando claro, un intento por parte de algunos empleados de abandonar sus puestos de trabajo. ¿No es así? Bien. Y estarás al tanto de que existieron amenazas verbales e incluso físicas contra el capataz Körten. También sabrás que el capataz intentó dialogar con los empleados rebeldes, ¿correcto, Flamberg?, para que volvieran a sus puestos de trabajo, a cambio de olvidar estos penosos incidentes. Y sabrás que, de no ser por la intervención de los gendarmes, ahora estaríamos teniendo esta conversación en el funeral del capataz Körten. Bien. Primera reflexión, entonces, Flamberg. Más allá de la dureza del trabajo, que nadie dice que no tenga sus dificultades, como todos los trabajos, más allá de eso, dime: en esta fábrica que tengo el honor de dirigir, ¿alguna vez se le ha pegado o amenazado físicamente a algún empleado? Contesta con confianza. ¿Alguna vez has visto cosa semejante? Bien. Verás que ni siquiera estoy planteándote el asunto desde la autoridad de mi cargo, sino desde la simple y pura lógica. Y ahora cuéntame, ¿crees tú que, aparte de estos delitos de violencia, que como es natural serán juzgados por la ley, crees tú que abandonando irresponsablemente un puesto de trabajo se consigue la benevolencia de la empresa, mi benevolencia o, vamos a suponer, la benevolencia del capataz Körten? Excelente. Veo que no eres nada tonto. Lo suponía, Flamberg, por eso te mandé llamar. A mí me gustan los empleados listos. Y tú, Flamberg, se nota que eres listo. La siguiente pregunta, porque como verás yo sólo te he llamado para plantearte preguntas, es simplemente: ¿tú crees en el diálogo para solucionar las cosas? Contesta, dime, ¿crees? ¡Por supuesto que crees! Yo también, Flamberg, yo también. Y precisamente por eso, porque algunos empleados razonables sí supieron dialogar como lo hacen las personas civilizadas y no como las bestias, la empresa ha concedido esos aumentos de salario y la semana de vacaciones. Ahora presta mucha atención, Flamberg. Si, como se ha demostrado, mediante el diálogo civilizado hemos conseguido evidentes mejoras para los empleados, empleados como tú que trabajan honestamente y que ahora tienen un salario más alto y más tiempo de descanso, ¡en pleno desarrollo industrial, Flamberg!, si mediante el diálogo y el debido respeto a las autoridades de la fábrica se ha conseguido todo eso, entonces ahora dime: ¿no te parece que los agitadores deberían ser castigados, no digo ya por mí ni por el pobre capataz Körten, ¡no voy a eso!, sino por los propios empleados, cuyas condiciones laborales han progresado gracias al diálogo que esos agitadores pretendieron impedir? Piénsalo. Yo no soy quién para pensar por ti. ¿Quién perjudicaba a quién?, reflexionemos. Y ya no son sólo, un momento, espera, déjame terminar la pregunta, ya no son sólo los empleados más trabajadores los que hubieran salido perjudicados con este absurdo motín, ¡ay, Flamberg, elevemos los ojos! Si esta empresa va bien, si nuestra fábrica va bien, entonces todas las familias de los empleados comen. Y esos niños que pululan por ahí, lo mismo. ¿Te crees que a mí me gusta verlos en las máquinas, Flamberg? No, ni a ti ni a mí nos gusta verlos en las máquinas. Pero sucede que sus madres me suplican, me insisten, me lloran. Y por eso acepté ayudarlas, porque el amor de madre siempre nos pesará más que cualquier reparo. Yo también, no sé tú, tú eres joven, soy padre de familia. ¿Y los pastores, Flamberg?, ¿qué hacemos con los pobres pastores si la lana no se trabaja?, ¿a quién van a vendérsela? ¿Y los arrendatarios? ¿Y los señores de los campos? ¿Te das cuenta de que, por el empeño de encubrir a dos o tres rebeldes, estaríamos poniendo en juego la supervivencia de cientos y cientos de familias, qué digo cientos de familias, de una ciudad entera? ¿Te das cuenta? ¡Miles de vidas en nuestras manos, Flamberg! Se estremece uno nada más que de pensarlo, ¿verdad? Pero para que nuestra fábrica vaya bien y podamos cubrir las necesidades de toda esa gente, comprenderás que un jefe necesita tener a los mejores empleados en su empresa, empleados responsables como tú, y prescindir de aquellos que no cumplan rigurosamente con sus obligaciones. Y cualquier jefe, ponte en mi situación, tiene derecho a pensar que los agitadores y vagos de hoy podrían perjudicar a la empresa en el futuro. Y eso sí que no podemos consentirlo. Por eso, Flamberg, si yo supiera quiénes son exactamente los que atentaron contra nuestro régimen de trabajo, entonces podría ser tan justo como deseo serlo y tomar medidas sólo con quienes corresponda. Pero si no sé quiénes fueron, Flamberg, y no soy adivino, ¿tú adivinas las cosas, Flamberg?, ¡yo tampoco!, si no lo sé, entonces puede que tenga que cometer alguna injusticia despidiendo a algún empleado, o a varios empleados, o quién sabe si a todos, sólo para asegurarme de que entre los despedidos estarán los cabecillas del motín de ayer. ¿Tú crees que yo quiero eso? Yo no quiero eso. ¿Tú quieres eso? Tampoco quieres. Volvemos a estar de acuerdo, entonces. Así que digo yo, y esta es mi última pregunta, ¿no sería más sencillo, muchísimo más sencillo, apartar del cajón a las dos o tres manzanas podridas y seguir adelante con la cosecha? ¿O van a pagar justos por pecadores? ¿Has leído el Génesis, Flamberg? Me gusta que charlemos.

 

 

 

¡A casa, gente, vamos! En la iglesia han tocado ocho campanas, vigilad vuestro fuego y vuestras lámparas. ¡Loado Dios! ¡Loado!

El farol del sereno flota un momento en la boca del callejón de la Lana, pasa de izquierda a derecha y sigue su camino por el callejón del Señor. Entonces la figura de la máscara vuelve a asomar el ala del sombrero y reanuda la marcha, como una mala sombra despegada de la pared. Otros pasos distintos y más ligeros le llevan la delantera, buscan ganar la calle de la Oración y las luces del centro. La figura enmascarada aviva el ritmo sin llegar a correr. Entre sus pasos firmes y los pasos ligeros hay cada vez menos adoquines. La tierra en la calzada está blanda por la lluvia de la tarde. Dos, tres adoquines menos. La tierra resbala. Cuatro adoquines menos y la figura enmascarada puede distinguir el vuelo del vestido de su perseguida: buen vestido para fiestas, malo para carreras. Una farola ocasional alumbra unas manos pequeñas pellizcando los bordes de la falda y tratando de mantenerla alzada. Cinco, seis adoquines menos y ya los dos corren. La perseguida va como saltando charcos, huye con una desesperada elegancia que ahora maldice y a la que la obligan la cintura entallada, el miriñaque de aros rígidos bajo la amplia falda. La figura enmascarada, que gana terreno balanceando los hombros, no necesita sacar los puños de los bolsillos para darle alcance a su perseguida. Esos bolsillos donde esperan un par de guantes prietos, un cuchillo y una cuerda. La muchacha grita pidiendo auxilio, un grito que ningún sereno escuchará en los alrededores de esa calle una vez pasada la ronda de las ocho. Quizás algún viandante, sobre todo en primavera, podría casualmente cruzar la esquina u oír algo. Lo sabe la figura enmascarada que por eso, en el último tramo, en los últimos adoquines, estira un brazo largo. Casi vencida, sin detenerse, la muchacha se vuelve y ve la máscara.

 

 

 

Eh, viejo, mira el sapo, dijo Reichardt. El organillero miró hacia donde Reichardt señalaba: era un sapo gigantesco, de cogote hinchado, gaznate colgante y ancas musculosas. Esa mierda de bicho, dijo Reichardt, parece una vaca verde. Alertado por la actitud de ambos, Franz se acercó enseguida y quedó paralizado frente al sapo. El sapo regurgitó, Franz tensó las patas traseras y Reichardt y el organillero se echaron a reír. ¿Tú tienes hambre, viejo?, preguntó Reichardt. Un poco, contestó el organillero, no he almorzado. Reichardt acercó su boca desdentada al oído del organillero: ¿Y si nos lo comemos asado?, le dijo. El organillero esbozó una mueca incrédula, pero después se relamió. ¿Te queda leña?, preguntó Reichardt. Franz dejó escapar un gruñido más de duda que de ataque. El sapo palpitaba, vigilante como un luchador de sumo.

¡Ya era hora, mozos!, exclamó Reichardt al ver llegar a Hans y Álvaro con un queso de bola, dos hogazas de pan y dos botellas envueltas en papel de carpintero. Ellos saludaron y se sentaron junto a Lamberg, que descansaba boca arriba con los brazos tras la nuca. Nos hemos demorado, sonrió Hans, porque Álvaro se pone muy charlatán en las tabernas. Nos hemos demorado, replicó Álvaro derribándole el birrete, porque el señorito no tiene reloj. Disculpe, organillero, dijo Hans, ¿a qué huele aquí? ¡A puta vaca verde!, contestó Reichardt cortando el queso. ¿A qué?, preguntó Álvaro creyendo no haber entendido bien el acento áspero de Reichardt. ¡Y el próximo eres tú!, añadió Reichardt señalando a Franz con el cuchillo. El perro plegó las orejas y corrió a refugiarse en el regazo del organillero.

El sol de media tarde aceitaba las botellas entre la hierba. El aire tibio removía los aromas del pinar. El Nulte transitaba entre cascabeles. Lamberg había hablado más que de costumbre. Entonces, dijo Hans, ¿los gendarmes interrumpieron la huelga? No, no, contestó Lamberg, los gendarmes vinieron después, la huelga ya se había suspendido (¿y quiénes la suspendieron?, preguntó Hans), no sé, yo no sé bien, en realidad no todos los compañeros estaban seguros de llegar hasta el final, algunos querían unos días de descanso y un aumento, nada más, todos queríamos eso (¿y los que atacaron al capataz?, dijo Hans), los que le pegaron a Körten eran pocos, más que nada los que organizaron la huelga (pero tú, dijo Hans, apoyabas la huelga), sí, bueno, depende (¡el Körten ese es un hijo de la gran puta!, dijo Reichardt, ¡tendrías que haberle dado tú también!), no sé, de pronto nos asustamos porque el plan no era ese, y entonces llegaron los gendarmes (pero antes de que llegaran los gendarmes, dijo Hans, ¿por qué se suspendió la huelga?), ah, me parece que algunos compañeros llegaron a un acuerdo (¿negociaron con Gelding?, se interesó Álvaro, ¿a espaldas de los delegados?), puede ser, yo no sé bien, creo que entraron en la oficina del jefe y estuvieron hablando con él y cuando salieron de la oficina ya se habían puesto de acuerdo en lo del aumento. Más o menos ahí llegaron los gendarmes. Después nos fuimos (perdona, lo interrumpió Álvaro, ¿y los delegados?), ¿los delegados?, bueno, los despidieron, los despidieron a todos (¿y nadie los defendió?, preguntó Álvaro), sí, claro, todos tratamos, pero no se pudo. Eran ellos o nosotros. Y ellos sólo eran cinco, ¿me entiendes?, y nosotros éramos el resto de la fábrica. Eso pasó. Y no sé nada más. A nadie le gusta que despidan a nadie.

Lamberg tenía los ojos muy rojos y escarbaba la tierra con una rama. Hans guardó silencio. Miró de reojo a Álvaro. Menudo cabrón es Gelding, suspiró Álvaro. Tengo que volver a casa, dijo Lamberg poniéndose en pie. Pero si hoy es domingo, dijo Reichardt, quédate un rato y volvemos juntos. Por eso me voy, contestó Lamberg, porque es domingo. Necesito dormir. Necesito dormir mucho.

Cuando Lamberg se perdió entre los pinos, Reichardt miró a Hans y Álvaro, soltó un escupitajo color vino y protestó: Habéis espantado al chico. Bastante tiene. No le habléis más de política ni de mierda. Habría que veros a vosotros dos trabajando la lana. Yo sólo digo, se defendió Álvaro, que si hubiera un poco más de lucha todos los trabajadores de la fábrica, empezando por Lamberg, vivirían mejor. Hace cuarenta años hubo una revolución en Francia y los trabajadores se levantaron. Después vino Napoleón, que habrá sido todo lo déspota que quieras pero abolió privilegios y repartió tierras. ¿En cambio ahora?, ¿qué tenemos ahora? Para que lo sepas, contestó Reichardt, con tu Bonaparte del culo esta tierra se llenó como nunca de condes y barones, igual que Sajonia entera. Les regalaban los títulos a cambio de esto o lo otro. Napoleón era peor que los curas. Nosotros aquí siempre hemos estado igual: jodidos, trabajando el campo y pagando impuestos. Eso es lo que hay. Lo demás es política y mierda, mucha mierda. Cierto, dijo Hans pensativo, pero desde que la revolución se acabó, y creo que Álvaro se refiere a eso, en Europa sólo queda una opción, la misma de siempre. No es que echemos de menos a Napoleón, sino las posibilidades que parecía haber en ese momento, ¿entiendes?, la sensación de que el orden podía alterarse. Para mí el problema es ese, todos los países se han puesto de acuerdo para no cambiar nada. Por mí, resopló Reichardt, que los franceses se degüellen entre ellos hasta que no quede ni uno, ya estuvieron aquí y no los necesitamos. Mira, dijo Álvaro, hace poco en España hubo una constitución a la francesa, y esa constitución proponía la venta de tierras como las de tus jefes, para cederles una parte a campesinos como tú. ¡Más mierda!, dijo Reichardt, ¿te crees que los que hacen esas constituciones saben algo del campo? Ahora soy viejo y me importa un carajo, pero voy a decirte por qué vuestra puta revolución no llegó al campo: porque no la hicimos los campesinos. Las buenas familias nos utilizaron, consiguieron el poder y se olvidaron de nosotros. Nadie les explicó a los campesinos franceses qué iba a pasar después, nadie les enseñó sus derechos, a organizarse ni nada. ¡Una revolución, no me hagas reír! ¡Por Dios, pero si tú eres empresario! (eso no tiene nada que ver, protestó Álvaro, uno puede ser cualquier cosa y tener las ideas que), ¡cómo que no!, ¡cómo no va a tener que ver!, ¡me cago en los discursos y en la Virgen María! Después de tu revolución, aquí los campesinos todavía tenían miedo de no hacer reverencias cuando veían a un terrateniente. Por si no estás enterado, al año siguiente de la cosa en París los campesinos sajones nos rebelamos. ¿Y sabes qué hicieron muchos?, ¡seguir llamando don a los putos negreros contra los que nos estábamos rebelando! La revolución fue una farsa. ¿Y sabes qué? Que mientras no la hagan los que trabajan en vez de los que hablan, no me creeré ninguna revolución. Si es que llego a ver otra, que lo dudo.

Azorado por la reacción de Reichardt, que se había quedado con la mirada fija en el río, Álvaro tardó en contestar: Bueno, pero no me negarás que con las leyes de Bonaparte vuestra situación mejoró un poco, ¿no?, se os permitió emanciparos y adquirir tierras. Ah, claro, dijo Reichardt volviendo la cabeza, se nos permitió emanciparnos, ¡qué generosos! Y dime, criatura, ¿con qué dinero íbamos a comprar un maldito acre después de emanciparnos? Mira, cuando era joven yo vi con estos ojos cómo la gente se entregaba a las tropas francesas sin resistirse. Vi cómo los soldados franceses entraban en Wandernburgo una tarde y a la mañana siguiente los vi ayudando a las lavanderas a tender la ropa, ¿entiendes? Mierda, nunca voy a olvidarme de esos uniformes azules, el porte de los granaderos, su manera de cabalgar tan rectos, ¡todos admirábamos esos putos uniformes! Y me acuerdo de sus fusiles, y de cómo las sábanas se les enredaban en los fusiles. Las muchachas les sonreían, cantaban canciones en francés mientras lavaban y miraban a los soldados de una manera que, en fin, no sé para qué demonios querían ellos los fusiles. Bueno, servían para que las muchachas les dejaran notitas en los cañones. A veces los soldados pisaban una sábana por accidente y las muchachas se quedaban mirando la huella de la bota y se reían, y volvían al río y ya no aparecían ellas ni los soldados hasta el anochecer. Aquella mierda era increíble. Todo el mundo confió en ellos. Maldita sea mi abuela, ¡yo todavía sé un poco de francés! Algunas noches me entran sueños raros y me despierto oyendo palabras como botte o peur o faim, me despierto y se me hace un nudo en la garganta. ¿Sabes qué pasó después, lo sabes? Nos traicionaron. Nos utilizaron a todos. Y cuando empezamos a exigir lo nuestro, los príncipes amigos de los franceses mandaron más soldados, más cañones y se acabó. Nos saquearon, nos dispararon y nos acusaron de no querer trabajar. Nos dijeron que o volvíamos a los cultivos o nos fusilaban. Ah, y de paso violaron a las muchachas. Tú no puedes saberlo porque lo has leído en libros o en periódicos. ¡Revoluciones! Tú mírame los callos de las manos, maricón.

Joder, suspiró Álvaro. El organillero le ofreció su botella. Franz ladró de repente, como si hubiera recordado algo.

Álvaro, dijo Hans mientras dejaba que el perro le mordisqueara una mano, reconozcamos que la revolución traicionó todos sus principios. La liberté se hizo imperio, la égalité se limitó a la burguesía, la fraternité terminó en guerra. Muy bien, contestó Álvaro, entonces sólo nos quedan los principios. Esos principios. Y yo sigo esperando una revolución, la verdadera. Las revoluciones, dijo Hans, no se esperan, se hacen. ¿No me digas?, se ofendió Álvaro, ¿y por qué no vas a hacerla tú, genio? Porque yo ya no creo en las revoluciones, contestó Hans. Si has dejado de creer en tus propias ideas, murmuró Álvaro, peor para ti.

Amigos, calma, pidió el organillero levantando una mano, ahí arriba están haciendo un nido.

Como transportados, todos atendieron al rumor entre las ramas, los crujidos de la urdimbre, los breves aleteos. Hans se sorprendió de no haberlos escuchado antes. Y mirando al organillero, que tenía la cabeza ladeada hacia el pinar, se dijo: Este hombre piensa con el oído. Pero, al pensar en eso, Hans dejó de escuchar a los pájaros.

 

 

 

¿Han leído ustedes en El Formidable este terrible caso del, ejem, del asaltante de la máscara?, comentó el señor Levin hundiendo la cucharilla en su taza. Dios mío, ni lo mencione, dijo la señora Pietzine, ya es la tercera vez que dan la noticia, qué horror, parece ser que ha habido varios ataques y el agresor es siempre el mismo, un enmascarado que, que, ¡cielo santo!, violenta a sus víctimas y las deja ir, lo peor es que la policía no sabe nada, o eso dice, desde luego las calles hoy en día, ya ven ustedes qué espanto, no hay forma de salir tranquilamente. Se nota, meine Dame, se burló el profesor Mietter, que estos sucesos la estremecen, no hay detalle que le pase desapercibido. A propósito de El Formidable, asomó el bigote el señor Gottlieb, quería felicitarlo por su poema del domingo, profesor, que encontré especialmente brillante (a Hans le vino a la mente aquel poema, que había leído en el periódico mientras almorzaba: tono declamatorio, largas estrofas simétricas, consonancias forzadas), mi hija y yo estuvimos de acuerdo, ya sabe cuánto lo admiramos. El profesor Mietter hizo una mueca de perfecta estupefacción, como si no recordase a qué se referían, y enseguida otra mueca de súbita memoria. No es para tanto, caramba, no es para tanto, manoteó el profesor (como queriendo decir, pensó Hans, «mucho más me admiro yo»).

Mientras la charla continuaba, Hans se quedó meditando sobre su estado de ánimo. Tratando de ser honesto consigo mismo, tuvo que admitir que en sus suspicacias hacia el profesor Mietter podía haber envidia o, más exactamente, celos por que el señor Gottlieb hubiera incluido a su hija en el elogio de aquel poema. Aunque quizá (se consoló Hans por un lado, y por el otro se avergonzó al consolarse) el señor Gottlieb lo había dicho por decir, por redoblar la cortesía del comentario. ¿Podían gustarle a Sophie poemas como los del profesor Mietter? Sin saber hacia dónde dirigir su malestar, Hans se fijó en que la expresión de Rudi delataba una completa distracción y, casi sin querer, dijo vengativamente: Y a usted, estimado Herr Wilderhaus, ¿le agradó ese poema tanto como a nosotros? Rudi levantó la vista de la taza, miró a su alrededor con aire confundido y contestó enderezándose: Lamento en este caso no poder manifestarle mi impresión, porque hay días en los que ni siquiera dispongo de tiempo libre para hojear la prensa.

Naturalmente, decía el profesor Mietter ordenándose la peluca, no pretendo justificar esas atrocidades, pero díganme, ¿han visto ustedes cómo visten algunas jóvenes hoy en día?, ¿qué más pueden dejar al descubierto?, ¡a este paso el oficio de sastre dejará de existir! Sophie (que aquella tarde, como Hans no había dejado de advertir, se había puesto un elegante vestido gris perla escotado y unos livianos aderezos de coral, porque al finalizar la reunión iba a asistir a una velada en casa de unos amigos de Rudi) arqueó una ceja y contestó: Profesor, ¿habré entendido bien su reflexión?, seguro que no, ¿podría explicárnosla? Señorita, dijo el profesor Mietter, era sólo una broma, no hay por qué dramatizar. En eso, sonrió secamente Sophie, le doy la razón, para dramas ya están las víctimas. (¡Chúpate esa, Mietter!, festejó Hans. Y volvió a decirse: Por supuesto que no pudo gustarle ese poema.)

Teniendo en cuenta que ningún testigo lo ha visto, sugirió el señor Levin, tampoco podemos descartar que el tal enmascarado sea una especie de leyenda colectiva, quiero decir, ejem, un pretexto para justificar, digamos, deslices poco honrosos. Debo reconocer, dijo el profesor Mietter, que se trata de una idea ingeniosa, al menos así se explicarían ambas cosas: que la policía no haya detenido a nadie y que cada vez se denuncien más casos. Señores, se cruzó de brazos Sophie, ¡esta tarde los encuentro a ambos lo que se dice efervescentes! Liebes Fräulein, dijo el profesor Mietter empujando la montura de sus anteojos, espero que no nos malinterprete, y sepa usted además que me considero el más ferviente admirador del bello sexo. ¿De veras, profesor?, contestó Sophie apretando su colgante de coral, ¿y en qué sentido nos admira?, intuyo que este debate puede resultar muy edificante. Bien, se inspiró el profesor Mietter, en mi opinión las mujeres, al menos las mujeres refinadas, pertenecen a una instancia espiritual más elevada. A diferencia de tantos hombres vulgares con los que uno trata a diario, a esas mujeres nada de lo zafio parece concernirles (¿ni siquiera cuando ellas quieran que les concierna, profesor?, acotó Sophie. Hija, la amonestó el señor Gottlieb). Créame, señorita, que ningún hombre de bien osaría subestimar la altísima misión que le ha sido destinada a cada madre, sostén de su familia, fuente de amor filial, centro de la armonía y, por qué no mencionarlo, belleza de nuestros hogares, ¿le parecen pocos méritos? (digamos, contestó ella, que si hago un esfuerzo me imagino algunos otros), mi impetuosa amiga, me temo que continúa usted malinterpretándome. No pretendo afirmar que el hombre sea superior a la mujer, casi al contrario. Sólo que los hombres poseen cierta facilidad natural en determinados terrenos, igual que las mujeres la poseen sin discusión en muchos otros. Por eso las funciones que hoy algunas literatas intentan cuestionar no son más que el resultado de aplicar la lógica, el fruto de muchos siglos de relaciones humanas (es tranquilizador, dijo Sophie, saber que la ciencia avala nuestras tareas domésticas), no lo digo yo, amiga mía, sino una moralista de prestigio como Hannah More, a quien debo decirle que he leído con interés y a la que no imagino sospechosa de militar contra las mujeres, siendo precisamente una de ellas (se sorprendería, estimado profesor, de lo aplicadas que pueden llegar a ser mis amigas cultivando la misoginia. Y hablando de moralistas británicas, ¿no habrá leído usted por casualidad a Mary Wollstonecraft?, puedo recomendarle una buena traducción). La verdad es que no, querida mía, aunque tampoco hará falta: leo en inglés perfectamente.

El reloj de pared dio las diez en punto. El señor Gottlieb y Rudi Wilderhaus se pusieron en pie al mismo tiempo. Al ver que Rudi se había levantado junto a él, el señor Gottlieb dudó: no sabía si ir a darle cuerda al reloj como de costumbre, dándole así la espalda a su ilustre invitado y futuro yerno, o si esperar a que este diera el próximo paso. Como a su vez Rudi, por cortesía, esperaba que el dueño de casa tomara la iniciativa, se produjo un instante de cómica incomodidad que el propio Rudi resolvió ofreciéndole a distancia un brazo a Sophie y pronunciando imperialmente: ¿Vamos, querida? Ella hizo ademán de levantarse, volvió a su asiento y se puso de nuevo en pie. Quizá podríamos, dijo Sophie, ¿quizá podríamos quedarnos media hora más y después...? Rudi sonrió con la radiante y ejemplar comprensión del que lamenta tener que negarse, extendió los brazos en señal de inocencia y contestó: Ya ves, amor mío, lo tarde que se nos ha hecho. Sophie apretó los labios y a Hans le pareció que iban a formar una mueca de disgusto: se concentró en esos labios, en su duda frutal, hizo un esfuerzo para tirar de ellos. Pero la boca responsable de Sophie redondeó una sonrisa de suficiencia y les comunicó: Mis queridos amigos, tengan la bondad de disculpar este apresuramiento que, como les anuncié al principio, nos obliga a adelantar el final de nuestra reunión. Me comprometo a resarcirlos el próximo viernes prolongando nuestra tertulia hasta la madrugada y, si su apetito y mi señor padre lo permiten, ofreciéndoles una cena más abundante. ¡Ay, niña, por favor!, dijo la señora Pietzine apartando el bordado de su regazo, ¡vete enseguida, te lo ruego, no lleguéis tarde por nuestra culpa! Después, con una sombra de melancolía que Hans encontró en cierta forma conmovedora, la señora Pietzine añadió: ¡Y sobre todo diviértete!, ¡diviértete mucho!

Puestos en pie, los invitados saludaron a la pareja. Rudi Wilderhaus los contemplaba desde una estatura amable y remota, como si todos hubieran seguido sentados. El señor Gottlieb abrazó a su hija y le preguntó al oído todo lo que ya sabía: si llevaba abrigo, si tenían el coche preparado, si la acompañarían hasta la puerta, si quería a su padre tanto como él a ella.

Se fueron saludando todos mientras avanzaban pasillo arriba. Elsa y Bertold zigzagueaban entre los invitados repartiendo abrigos, chales, pares de guantes y sombreros. En último lugar, cerrando la comitiva, como si barriera discretamente, marchaba el señor Gottlieb.

Hans echó a andar a toda velocidad, clavando los talones con rabia. Unas pocas zancadas después, alguien lo tomó del brazo. Era Álvaro y le sonreía. Vamos, dijo, me imagino que necesitas unas cuantas cervezas. Hans sacudió la cabeza y contestó que no tenía ganas. Un minuto después los dos atravesaban la calle del Ciervo echando un brazo sobre el hombro del otro.

En sentido opuesto al que caminaban ambos amigos, a punto de girar por el Paseo de la Orla, una berlina de caja brillante y asientos esponjosos se dirigía a la zona oeste de Wandernburgo, la de luces de gas, fachadas con columnas, avenidas con acacias. En el interior de la berlina flotaba el vapor cítrico que despedían los terciopelos y el cuello de Rudi Wilderhaus. Su actitud no era la misma de hacía media hora: ahora no parecía distante sino eufórico, y en lugar de altivez sus ojos transmitían ternura. Una mano de Sophie descansaba blanda, hecha pez, entre los guantes morados de su prometido. Al compás del galope de dos corceles blancos, oscilaba la egregia cabeza de Rudi Wilderhaus. Afuera, erguido en el pescante, el cochero miraba hacia ambos lados con extrañeza y se decía: Qué raro, hubiera jurado que esta avenida terminaba antes.

Al mismo tiempo, la casa Gottlieb se había quedado en silencio, con esa quietud dolorida de los lugares recién despoblados. El señor Gottlieb había mandado apagar las lámparas y dormía, o lo intentaba. Bertold y Elsa se habían retirado a sus habitaciones. Bertold roncaba boca arriba en la suya, a medio desvestir, con un pie fuera del catre. Tras la puerta cerrada de Elsa, en cambio, se adivinaba un resplandor y se oía un garabatear lento, el crujido de las páginas de un viejo diccionario de inglés que nadie, ni siquiera Sophie, sabía que Elsa tenía. En la cocina se apilaban los platos en torres, las tazas en equilibrio unas dentro de otras, las cucharillas adheridas a los platos, los tenedores con merengue en los huecos, los cuchillos embadurnados. A la luz de un quinqué Petra se frotaba los antebrazos, mientras vigilaba que su hija no dejase un solo fideo en el plato de sopa ni un grano de arroz en el cuenco. Ella apenas probaba bocado. Había visto pasar tal cantidad de comida esa tarde, había amasado, horneado y freído tanto, que la sola idea de masticar le cerraba el estómago. Aun así, pese a la gravedad que se le había tallado en la cara fofa y descreída, pese a la pátina de hastío que jamás se le iría de la piel como no podían borrarse los rastros de harina en los bordes de las uñas, Petra sentía en los labios el anuncio de una sonrisa: esta vez habían sobrado pasteles y gelatina, así que la niña tendría el mejor de los postres. Ese postre siempre ajeno, residual, del que su hija aún podía disfrutar con golosa inocencia, y que a ella no podía saberle dulce.

En cuanto la berlina de Rudi Wilderhaus se detuvo frente a la residencia de sus anfitriones, dos lacayos de librea abrieron las portezuelas, se apartaron y se quedaron firmes a ambos lados del coche. Un tercero asomó el cuello dentro de la berlina, inspeccionó el interior y estiró un brazo de mangas retorcidas que se mantuvo a la altura del pecho de Sophie. Muchas gracias, dijo ella posando un pie en la escalerilla, creo que puedo sola.

Con una seriedad que los benévolos encontraron elegante y los maliciosos atribuyeron al pudor propio de la plebe, Sophie fue saludando uno por uno a los jóvenes amigos de Rudi, algunos ya vagamente conocidos. Rudi juzgó admirable la seguridad con que su prometida se desenvolvía entre extraños, esa mezcla de arrogancia en el trato y suavidad de movimientos, ese punto que, a sus ojos, hacía de ella una chica compleja y todavía enigmática. A Sophie esas veladas le causaban un efecto paradójico: podía divertirse mucho, porque le resultaba fácil distanciarse y observar con ironía el ambiente, y sin embargo aquellos fastos le pintaban el aspecto que tendría su propia vida dentro de algunos meses. Rudi la trataba con un esmero que la irritaba y al mismo tiempo le inspiraba una culpable gratitud. Cada vez que él la elogiaba delante de sus amigos, ella se retorcía un pliegue del vestido.

Además de la danza, el patinaje y los juegos de naipes, toda la concurrencia compartía sin excepción una característica: era gente de al menos mil ducados de renta, lo cual los distinguía de manera indeleble. O, siendo pesimistas, hasta que el monto anual de sus ingresos decayera. Atravesando una sala de recepciones del tamaño de su casa, Sophie se vio deslumbrada por la catarata de las arañas, el sendero blanco de las mesas, el centelleo de la vajilla. Creyó marearse contemplando el bamboleo de las piezas confitadas en cestitos de Sajonia, los jardines de exóticas verduras, las espirales de salsas, las montañas de merengue, los muros de turrón, las pirámides de frutas, los regueros de almendras, los mosaicos de ostras, los mares de pescados, el fuego de los vinos. Y en el centro una absurda, magnífica tarta en forma de cordillera con aludes de nata, riscos de pasta de cacao, cabañas modeladas con mazapán de Lübeck, pinos aderezados con hierba auténtica, trineos en nuez de cajú con perritos de fideo azucarado y esquiadores de confite, cada cual con su gorro, sus gafas, su bastón y su heraldo en el pecho.

Más o menos a una legua de distancia, el organillero abrió los ojos de repente y buscó el lomo de su perro murmurando: Eh, Franz, ¿no tienes hambre?

 

 

 

Al martes siguiente, la misma berlina con los mismos pasajeros cruzaba la ciudad en dirección este. Rudi y Sophie se dirigían a la Sala Apolo, situada al final de la Ronda del Caballo Negro, más bien retirada del centro. En la Sala Apolo los martes se reservaban exclusivamente para la nobleza y sus invitados personales. A Sophie le gustaba ir a bailar allí, aunque no tanto esos días, porque el ambiente se volvía demasiado formal y además no podía encontrarse con sus amigas. En descargo de los martes había que reconocer que Rudi era un bailarín notable. Con el cutis empolvado y un toque de colorete, luciendo una levita calculadamente desabrochada, un corbatín de satén blanco y un frac con una cadenita de oro atravesada en el ojal, hinchando el torso y alzando los hombros robustos, Rudi parecía su propio resumen: una combinación de levedades y esfuerzos viriles, una rudeza coqueta.

Durante el trayecto hacia la Sala Apolo, Rudi acababa de hacer lo que Sophie llevaba temiendo desde hacía algún tiempo: mencionar a Hans. Lo había hecho sin aspavientos, como al pasar, igual que se distrae la vista por un instante desde una ventanilla. Aquella tarde Rudi había subido a la casa Gottlieb y, por segunda vez en la semana, había encontrado a Hans tomando té con ella en la sala de estar. Dos cosas no le habían gustado a Rudi: la risa de Sophie mientras él avanzaba por el pasillo, esa risa, cómo definirla (no eran las definiciones el arte de Rudi Wilderhaus), tan queriendo ser risa, como de bromas anteriores; y los reflejos con que Hans se había puesto en pie en cuanto él apareció en la sala de estar, reflejos demasiado veloces, reflejos de yo no he sido. Naturalmente nada de aquello tenía la menor importancia. Tampoco la tenía ese forastero. Ni su aire de sabiondo. Ni sus cabellos largos.

Parece ser, había dicho Rudi mientras el coche daba el primer tirón, que tienes con Herr Hans un trato muy cordial. ¿Con él?, había dicho Sophie con aire indiferente, no sé, puede ser, parece un señor interesante, tampoco lo conozco tanto. Al menos lee, cosa que no todo el mundo hace. Y dime, había reanudado Rudi después de una pausa prudente, ¿de qué habláis?, ¿de libros? ¿Quiénes?, había dicho Sophie, ah, sí, bueno, de vez en cuando charlamos sobre poesía mientras tomamos el té, me distrae. De modo, había asentido Rudi como dejando claro su total acuerdo, que Herr Hans te distrae. No, mi querido, había contestado Sophie, él no: charlar sobre poesía. Te noto un poco inquieto, ¿has tenido mala caza esta mañana?

La berlina frenó ante la entrada de la Sala Apolo, Rudi se apresuró a descender del coche y le ofreció una mano a Sophie. Ella, que no solía hacerlo, se dejó ayudar. Él se quedó mirándola extasiado y dijo: Ese vestido parece tu verdadero cuerpo. Le da luz a tu piel. Te ciñe el talle con toda perfección. Realza tus hombros. Te da una belleza, eh, inconmensurable. Serás la reine du bal. Querido, te lo agradezco mucho, contestó Sophie, entonces no sé si me habré excedido. Rudi la tomó del brazo sonriente. Al pie de las escalinatas la pareja se cruzó con el alcalde Ratztrinker, que bajaba acompañado de una mujer que no era su esposa. Su excelencia afiló la nariz, le hizo a Rudi una reverencia y siguió bajando. Ante las decoradas puertas de la Sala Apolo, Rudi acercó sus labios al oído de Sophie para susurrarle: Hoy, amor mío, vas a bailar la mejor alemanda de tu vida. Después la noche empujó las puertas y ambos fueron absorbidos por el resplandor.

¡Hoy ya es martes!, corroboró el señor Zeit cuando vio salir a Hans de la posada, ¡mañana será otro día! Acostumbrado a aquellos repentinos comentarios del posadero, que al principio le habían parecido elementales pero que últimamente empezaban a sonarle enigmáticos, Hans contestó: Tiene usted toda la razón. El señor Zeit, que llevaba un pijama a rayas y la barriga apretada bajo el lazo de una bata raída, le preguntó si había cenado. Hans le dijo que no se preocupara. El señor Zeit soltó un bufido y dio media vuelta. Con una mano sobre el picaporte, Hans se quedó observando cómo el posadero se perdía por el pasillo arrastrando sus pantuflas a cuadros. Al fondo se abrió la puerta de la vivienda de los Zeit y, emborronado, asomó medio cuerpo de su esposa. La señora Zeit sostenía una lamparilla de aceite y se había puesto esa ligera prenda de franela que llamaba quimono. Ya voy, ya voy, masculló él. Su esposa alzó un hombro y retiró las caderas para dejarlo pasar. Después Hans cerró la puerta.

Eh, Lamberg, dijo el organillero, espera, no te vayas, tienes que contarnos qué has soñado. Es tarde, dijo Lamberg, tengo que acostarme. Bueno, sonrió el viejo, entonces cuéntanos con qué vas a soñar cuando te vayas.

Muchas noches, alrededor de la fogata encendida frente a la entrada de la cueva, el organillero hacía una ronda con los sueños de sus amigos. Cada vez que escuchaba un sueño se quedaba pensativo y asentía, como si él lo hubiera tenido antes o adivinase su significado, que sin embargo nunca revelaba. En vez de tener sueños, el organillero prefería decir que veía sueños y disfrutaba narrando los suyos, que a Hans se le antojaban demasiado insólitos o demasiado bien contados para ser ciertos. Aunque tampoco importaba, porque sus noches favoritas en la cueva empezaban a ser esas, las de los sueños revividos.

A veces, dijo Lamberg volviendo a sentarse, sueño que la Steaming Eleanor (¿la qué?, exclamó Reichardt), la máquina de la fábrica, la mía, sueño que se pone a funcionar demasiado rápido y la plataforma empieza a temblar y entonces yo me caigo dentro y la Eleanor me traga. ¿Y después?, dijo el organillero. Y después nada, contestó Lamberg, me despierto y no puedo volver a dormirme. Pero tienes que seguir, dijo el organillero, tú trata de seguir hasta el final, no es bueno dejar los malos sueños a medias. Yo, negó con la cabeza Lamberg, cuando me despierto trato de olvidarme enseguida, a veces sueño cosas horribles y no me reconozco cuando me veo haciéndolas en el sueño. Quizá, sugirió Hans, sean cosas que has pensado despierto y que recuerdas dormido. No creo, contestó el organillero, los sueños no dependen de la vigilia, es al revés (¿cómo al revés?, se asombró Hans), quiero decir, para mí soñar es como estar más despierto, ¿me explico? Y a veces, cuando te despiertas, los sueños se quedan dormidos. Hay cosas que uno sólo sabe cuando duerme. Será como usted dice, organillero, dijo Lamberg, pero yo no quiero saber nada de las cosas que sueño. Tú no te asustes, dijo el organillero, e intenta fijarte en ellas, no te despiertes, préstales atención, y si las visiones no son buenas, háblales. ¿Eso hace usted?, preguntó Hans. Eso mismo, contestó el viejo, y me despierto siempre alegre. Pues yo, intervino Reichardt, en cuanto abro los ojos lo primero que hago es contarme los dientes con la lengua, por si he perdido alguno.

Yo duermo poco, confesaba Hans, y muchas veces sueño lo mismo (¿qué?, preguntó el organillero), es una tontería, sueño con un puente colgante muy largo, voy cruzándolo y cuando estoy a punto de llegar al otro lado el puente empieza a soltarse por el extremo que tengo delante, entonces doy media vuelta y trato de llegar corriendo al otro lado, eso es todo (¿pero llegas o no?, dijo Lamberg con los ojos muy abiertos), no tengo idea, eso es lo malo, siempre me despierto antes de llegar o de caerme (Hans, se interesó el organillero, ¿y debajo del puente qué hay?), ¿debajo?, no lo había pensado, la verdad es que no podría decirle qué hay debajo (¿ves?, dijo el organillero, ahí tienes, debes fijarte en eso, en qué hay debajo del puente, si lo sabes seguro que el puente no se cae). Cuánta imaginación, dijo Reichardt dosificando un eructo, yo no sueño casi nunca y me despierto en blanco (a lo mejor, bromeó Hans, es que sueñas con la luna), ¡a lo mejor es tu culo, a lo mejor es tu culo al aire y no me había dado cuenta!

 

 

 

¿Cómo?, se sorprendió Álvaro, ¿no conoces la Sala Apolo?, ¿pero tú dónde te metes por las noches? En una cueva, contestó Hans.

Una hora más tarde, tras perderse dos veces y regresar otras tantas al punto de partida, Álvaro y Hans estaban frente a la Sala Apolo. Madre mía, qué mal gusto, dijo Hans contemplando los saturados frisos. Bueno, dijo Álvaro, lo copiaron del Redouten de Viena, tampoco está tan mal para ser Wandernburgo. Anda, vamos.

No estaba mal, cierto, para ser Wandernburgo. La gran pista rectangular estaba ocupada por una muchedumbre de parejas y grupos. Algunos de los bailarines iban con máscara, lo cual estaba permitido por ley solamente en la Sala Apolo. Al fondo del salón se elevaba una escalera de mármol de doble entrada que comunicaba la planta de baile con las galerías que la rodeaban. Las galerías acogían a las mesas selectas y a una pequeña orquesta. La orquesta tocaba una enérgica polonesa sin molestarse en distinguir los acentos fuertes de los débiles. Desde las galerías hasta el techo con molduras clásicas, triglifos, falsos capiteles, se levantaban unos ventanales de cristales cuadriculados. Entre ventanal y ventanal pendían unas descomunales arañas de gas en forma de hojas de parra. Álvaro y Hans dejaron sus abrigos en el guardarropa, y se adentraron lentamente.

Hans detestaba los salones de baile, aunque por eso mismo, por falta de costumbre, también lo fascinaban. La multitud era un perfume móvil, una mancha cambiante. Bajo el resplandor del gas los brazos y hombros de las muchachas cobraban relieve, parecían separarse de los vestidos. Las filas de bailarines se enredaban y desenredaban en la pista como hilos alrededor de un huso. Los vestidos y las chaquetas se rozaban, se frotaban, se mezclaban. Las cabezas flotaban, los sombreros se cruzaban como pájaros, los abanicos revoloteaban por su cuenta. Viendo pasar una copa de ponche, Hans tocó la espalda de Álvaro y le señaló las mesas de bebidas. Sin dejar de avanzar, Álvaro le hizo un gesto indicándole que fuera primero, que él iría enseguida. Hans se desvió hacia las mesas laterales, zafándose de una contradanza que casi lo atrapa en su centro. Procurando no tropezar con nadie, atendiendo a los pies más que a las caras, se desgajó de la maraña. Cuando ya estaba a punto de alcanzar su objetivo, levantó la cabeza y la vio.

La vio, y le sonreía.

Llevaba un escote amplio como un mapa. Un mapa que mostraba el esplendor del cuello, el rastro de las venas, el carácter de las clavículas. Esas clavículas que parecían un collar.

Hola, dijo Sophie, ¿bailas o miras?

Miro, contestó él. O charlo. ¿Me concede esta charla, señorita?

Pidieron dos ponches y brindaron, derivando hacia un rincón menos bullicioso. Hans tenía dificultades para fijar la mirada por encima de las clavículas de ella, y se lo reprochaba a sí mismo temiendo quedar como un cretino. Jamás había visto a Sophie Gottlieb vestida de fiesta, no le había hecho falta para desear su piel, su olor y su contacto, y ahora se preguntaba qué sería de él después de haberla visto con ese vestido. Ella se daba cuenta del azoramiento de Hans. Se sentía halagada y, por supuesto, fingía reprobar un poco sus miradas. Sinceramente, dijo Hans queriendo decir otra cosa, no esperaba encontrarte en este lugar. ¿No me digas?, rió Sophie, ¿pretendes que me divierta sólo con Dante y Aristóteles? ¿Por qué no?, contestó Hans, seguro que hasta ellos bailarían contigo. Aristóteles y Dante puede ser, replicó Sophie, pero parece que tú no, ¿en serio no te gusta bailar? No mucho, admitió Hans, y bailo bastante mal. Lo entiendo, dijo ella entregándole su copa, a los hombres no les gusta hacer nada que no hagan muy bien. Pero no te preocupes, que podemos conversar. Entre baile y baile. ¿Me disculpas?

Y Sophie pestañeó, y se sumó a una fila que iniciaba una inglesa, y dejó a Hans con una copa de ponche en cada mano.

Sophie bailaba con la misma agilidad con que hablaba, con idéntico estilo: sin abusar de los adornos pero con sentido del efecto. Seducía a quien la observara porque parecía bailar pensando que había cosas mucho más interesantes que seducir a quienes la observaran. Sólo de vez en cuando se demoraba frente a algún bailarín, inclinaba el cuello para oír su comentario, lanzaba una risa medida y seguía girando. Hans hubiera querido unirse a ella, bailar y no pensar. Pero jamás había conseguido superar esa mezcla de timidez y fastidio que lo asaltaba en cuanto empezaba a mover los pies. Cada vez que hacía el intento de bailar, le parecía ver a una legión de dobles suyos sacudiéndose a su alrededor, multiplicándose como en un prisma, mostrándole lo ridículo que él mismo se veía. Entonces ya no conseguía distinguir la torpeza del pudor, y ambas se alimentaban mutuamente hasta que corría a ponerse a salvo en un costado. Observando a Sophie y sus compañeras, admirando sus cruces armónicos, pensó que quizá la diferencia consistía en que los hombres tendían a dividirse cuando bailaban, mientras ellas tendían a reencontrarse, a poner de acuerdo el ánimo con el cuerpo. Al notar cómo Sophie lo miraba de reojo mientras bailaba, Hans la vio cada vez más cerca y supo que era tarde para huir como huía de los puentes en los sueños, y miró qué había debajo y vio sus pies, y entonces se sintió torpe y eufórico y perdido.

La orquesta hizo una pausa, los bailarines aplaudieron. Al disolverse las parejas, los cuadrados y las filas, en un claro de la pista Hans divisó a Álvaro, a quien había perdido de vista hacía un rato. Álvaro conversaba con una joven que, aun de espaldas, a Hans le resultó familiar. La joven parecía escuchar con atención mientras taconeaba en el suelo. Cuando se desplazó, Hans pudo verla de perfil y reconoció a Elsa. Trató de adivinar de qué hablaba con Álvaro, sin conseguirlo. De pronto Sophie reapareció junto a él para continuar la charla. Sus clavículas oscilaban al compás de la respiración todavía agitada. A Hans le pareció que, una o dos veces, Sophie espiaba el hueco de piel libre entre el último botón de su camisa (que, debido al calor, él acababa de desabrocharse) y el nudo del pañuelo.

Al cabo de un rato Elsa se acercó discretamente. Saludó a Hans con una inclinación de cabeza, le recordó la hora a Sophie y después le habló al oído. Sophie asintió, tomándola del brazo. Dejó que Hans le besara la mano, aunque la retiró enseguida. Entonces compuso un gesto de súbita responsabilidad (ese gesto irresistible, pensó Hans, de Sophie cuando vuelve al mundo) y se despidió. ¿Nos vemos mañana?, dijo ella. Sí, claro, dijo él, nos vemos en el Salón. No, contestó Sophie yéndose, no digo en el Salón, digo después, aquí. Hans asintió sin pensar.

Alguien le tocó la espalda.

¿Y mi copa?, se burló Álvaro, ¡llevo horas esperándola!

 

 

 

Llevamos mucho tiempo esperándolo, tiene usted razón, decía Hans, pero una vez que se supriman las fronteras y se unifique la aduana, ¿para qué un centro único, un lugar obligatorio?, yo estoy a favor de la unificación, no de la centralización. Qué ingenuidad, contestó el profesor Mietter, eso es una utopía, y mucho más en una nación desmembrada como la nuestra. Todo lo contrario, profesor, insistió Hans, esa tradición descentrada facilita el federalismo, piénselo, todas las regiones podrían compartir las mismas leyes y la misma política sin necesidad de subordinarse a otra. Ese sacrificio regional, dijo el profesor Mietter, si es que fuera un sacrificio, sería un mal menor por el bien común de la patria. Hoy, suspiró Hans, todos hablan de unificar la patria y Alemania se ha llenado de patriotas. Lo curioso es que no fueron esos patriotas, sino los invasores franceses, los que iniciaron nuestra unificación, ¡on est patriote ou on ne l’est pas, profesor! Estimados amigos, intervino Álvaro, si me permiten opinar de su país (pero señor Urquiho, protestó Sophie, ¡este también es su país!), bueno, sí, en cierta forma, tiene usted razón, en fin, lo que quería decir es que coincido con Hans, porque en mi país, perdón, en España ha habido ironías parecidas. Por ejemplo, y por mucho que les moleste a los castizos, si España hubiera estado más centralizada José Bonaparte la habría sometido con facilidad, ¿me explico? (no del todo, la verdad, dijo el profesor Mietter), sí, lo que impidió nuestra derrota fue precisamente la autonomía de las provincias, o sea, que no había un solo frente sino muchos. Todas las regiones combatieron por un territorio común, pero cada una lo hizo casi por su cuenta. Así que puede decirse que el espíritu federal español fue lo que salvó su soberanía nacional. ¿Es una paradoja? No lo sé.

Yo insistiría, carraspeó el señor Levin levantando un dedo, en que si en vez de invocar tanto el espíritu nacional, el liderazgo de Prusia o tal o cual reforma parlamentaria, ejem, se unificaran todas las aduanas de una vez, resolveríamos mucho antes las demás cuestiones. Aduanas y comercio, caballeros, he ahí el intríngulis. Señor Levin, dijo el profesor Mietter retirándose los anteojos para mirarlo, ¿está usted reduciendo todo el conflicto nacional a un problema mercantil? El señor Levin enmudeció un instante, miró al suelo, sacudió la cabeza y dijo en voz casi inaudible: Sí.

Lo que digo, dijo Hans, es que Alemania, como otros países, vive soñando con historias que no pudieron ser, y eso agota. El sacro imperio malogrado, la rebelión de Lutero convertida en ortodoxia (eso lo dirá usted, se disgustó el profesor Mietter), usted perdone, es la verdad, la traición de Napoleón, la utopía de Jena, etcétera, etcétera. No sé qué será lo siguiente, da lo mismo. Es como si para escribir la historia necesitáramos estar arrepentidos. Así nos va.

Cada vez con más frecuencia, cuando tomaba la palabra para defender ideas en las que siempre había creído, Hans tenía la sensación de estar haciéndolo en nombre de una sola causa: en el nombre de Sophie. Más que por vanidad dialéctica, que por supuesto la tenía en abundancia, o por encima de ella, Hans se aplicaba con tanto ardor en las discusiones porque sabía que Sophie estaba de acuerdo. Y cada vez que hablaba sentía que estaba argumentando a favor de ese acuerdo, empujándolo hacia algún otro lugar, algún lugar lejos de allí.

Pero Rudi empezaba a entrar en el espejo. No lo hacía con pleno conocimiento de causa, ya que nada podía inquietarlo realmente: él era un Wilderhaus, sino por el instinto del guardián ante el intruso. De vez en cuando miraba de reojo el espejo redondo frente a la chimenea y, aunque llegara tarde al cruce de miradas entre Hans y Sophie, como no llega a tiempo una bola de billar al encuentro de otras dos que acaban de chocar, ya tenía claro de quién debía disentir en los debates y en qué dirección debían empujar sus intervenciones. Lo haría, por supuesto, en su lenguaje, que no era el soporífero de los académicos ni el pretencioso de los pedantes. No argumentaría esto o lo otro, porque los argumentos eran volubles y siempre podían rebatirse. No, él lo haría desde donde mejor sabía hacerlo, allá donde nadie podría alcanzarlo: desde su propio rango. Él era él. Él era Rudi Wilderhaus. ¿Pero entonces por qué, Dios, por qué a veces tenía tanto miedo?

Rudi decidió aprovechar el silencio reflexivo que acababa de hacerse en la sala para lanzar su apuesta. Puede que en aquel juego él tuviera pocas fichas, pero eran del valor máximo. Así que allá iba. No se trataba de introducir ningún matiz, sino de disolver de un solo gesto el posible interés de los matices ajenos. Y de gestos él sí que sabía mucho más que los otros: había sido educado en ellos. Rudi aprovechó la pausa, que empezaba a debilitar la intensidad del debate, para adelantar la breve reunión que solía tener con el señor Gottlieb en su despacho. Se puso en pie con parsimonia, esperó hasta alcanzar su imponente estatura, se estiró el chaleco y dijo con su mejor entonación: ¡Política, política! Para serles sincero, esas discusiones no me conmueven demasiado. Pueden, ¿cómo decirlo?, terminar resultando tediosas, y en el fondo banales. ¿Acaso nuestra felicidad o nuestras ambiciones van a depender de lo que opine un canciller o de lo que proponga un ministro? En fin, sea como sea, queridas damas, distinguidos caballeros, debo marcharme para atender unos asuntos. Ha sido, como siempre, una tarde placentera y sumamente interesante. Señor Gottlieb, antes de que me marche, cuando guste...

El señor Gottlieb levantó los bigotes con presteza, tomó del brazo a Rudi y le rogó que lo acompañase al despacho para beber un coñac. Hans los vio girar juntos y no le vino a la mente ninguna respuesta brillante, ningún comentario ingenioso. Y pensó, quizá por primera vez, que Rudi Wilderhaus era más astuto de lo que él había creído. Tuvo ganas de salir al balcón o encerrarse en el baño. Pero entonces Álvaro acudió en su ayuda.

Rudi acababa de darles la espalda. Álvaro descruzó una pierna, se aclaró la garganta y lo llamó: Herr Wilderhaus, discúlpeme, Herr Wilderhaus. Rudi deshizo el giro y lo miró distraído. Discúlpeme, Herr Wilderhaus, repitió Álvaro sonriendo, pero hemos tenido la mala educación de ignorar una interesante pregunta suya. Preguntaba usted si la felicidad o las ambiciones de las personas podían depender de las decisiones del político de turno. Permítame aventurar una respuesta si usted quiere banal: cuando no se tienen mil hectáreas de terreno, puede que sí.

Cuando el señor Gottlieb regresó a la sala y se sentó a rellenar su pipa, el profesor Mietter discutía con Hans sobre las manifestaciones religiosas. El profesor estaba de acuerdo en que la Restauración había traído un exceso de religiosidad pública, pero opinaba que eso debía corregirse volviendo a las raíces críticas de la Reforma. Hans sostenía que Europa había perdido una ocasión increíble para desarrollar la educación laica. (Al pronunciar laica, Hans miró al señor Gottlieb y se encogió de hombros beatíficamente como si hubiera dicho pía. Sophie apartó la cara para ocultar una risa: este hombre le estaba copiando los recursos.) A mí no me extraña tanto, dijo el profesor Mietter, teniendo en cuenta que Bonaparte reprimió las religiones. En esta misma ciudad, cuando mis padres eran jóvenes, había bastantes protestantes y un templo, la iglesia Alta. Esa iglesia dejó de oficiar cuando los luteranos se exiliaron de Wandernburgo por culpa del fanatismo del príncipe. Aquí pasaba como en Múnich, la gente se amotinaba si un Viernes Santo oía campanas protestantes. Profesor, dijo el señor Gottlieb, disculpe, usted sabe que otras veces ha sucedido al contrario. Dios sabe que lamento profundamente lo que les ocurrió a sus señores padres, pero no olvidemos que los católicos también hemos sufrido persecuciones. Ejem, manifestó el señor Levin, si hablamos de persecuciones, habría que decir que los hijos de Moisés... Señores, sonrió Sophie mirando de reojo a Hans, dejémoslo en que todos nos hemos perseguido mutuamente. ¿Nadie va a probar las masas?

Hoy en Wandernburgo, se quejaba el profesor tragándose una masa, sólo se celebran fiestas profanas disfrazadas de devoción. Esas fiestas excitan los sentidos y, si se me permite, incitan a la lubricidad más descarada. Ahí acaba la fe y empieza el carnaval. Profesor, dijo Hans, ¿no le parece que la devoción sincera nunca ha abundado? Puede que algunos príncipes se interesaran de verdad por el luteranismo. Pero imagino que tampoco les disgustaba la idea de expropiarle tierras a la Iglesia. No logra usted, contestó el profesor Mietter, pasar del materialismo más ramplón. Lutero puso en evidencia a su época. Dejó al Vaticano en paños menores. Les tradujo sus mentiras. Les lanzó un espejo a la cara. Por eso lo llamaron apóstata y lo expulsaron, esa es la historia. Estimado profesor, dijo el señor Levin, estoy lejos de defender el dogma apostólico romano, que como usted sabe, ejem, no es mi mayor pasión. Pero admitamos que no todo fue rebeldía, y que al margen de los atropellos de la Iglesia, para los príncipes del norte la reforma era, ejem, un excelente negocio. Recuerde que el mismísimo Lutero recomendó a los príncipes exterminar a los campesinos que se habían rebelado siguiendo sus ideas. Esa, bueno, también es la historia. Usted, dijo el profesor Mietter, interpreta esos acontecimientos de forma muy personal. Como todos, dijo Hans, como todos. A eso ustedes lo llaman libre examen, ¿no?

La señora Pietzine seguía la discusión con creciente malestar, como si cada argumento amenazara sus propias convicciones. Se acordó de su amado confesor, apretó el collar y dijo: Profesor, ¿y por qué no conversa de estas cosas con el padre Pigherzog? Es un hombre erudito como usted, muy sensible y que se desvive por su parroquia. Aunque profesen doctrinas distintas, estoy segura de que le resultaría interesante (ese hombre, estimada amiga, contestó el profesor, es un burócrata, un vendedor de perdones), ¡no sea usted injusto con el padre Pigherzog!, es un auténtico consuelo y una guía para muchos feligreses. Estoy de acuerdo, asintió el señor Gottlieb, y hablando de eso, hija, ¿hace cuánto que no te confiesas con él? (ay, padre, suspiró Sophie, ¡como si una tuviera tiempo!), bueno, algún domingo de estos (le recuerdo que hicimos un trato, dijo ella, yo lo acompaño a misa de domingo y usted no insiste más), ya lo sé, hija, pero por una vez de vez en cuando, tampoco te vas a (¡huy, padre!, canturreó Sophie, ¡esa pipa se le atasca!, ¿voy a buscarle más tabaco?).

Mirándose el bigote, que parecía humear por sí mismo, el señor Gottlieb murmuró: Bertold, tabaco.

Hans se distrajo un rato siguiendo los movimientos de las manos de Sophie y atendiendo a las contracciones de sus labios cuando hacía algún comentario. Al oír que el señor Levin mencionaba a Kant, volvió a la conversación y esperó su turno para intervenir. En materia de religión, dijo Hans encogiéndose de hombros, me limito a seguir a Kant. Sospecho que no llegaré a saber nada de lo divino, y mientras tanto me quedan infinidad de asuntos terrenales pendientes (una vez más, Herr Hans, le reprochó el profesor Mietter, reduce el conocimiento humano a lo empírico, no alcanza a la abstracción, no pasa usted de Hume), al contrario, Herr Professor, al contrario, yo diría que lo amplío, ¡la experiencia empírica me parece infinita! Y creo que cuando deja de someterse a instancias superiores, la pequeña y vieja razón se topa con el más grande misterio al que podemos enfrentarnos: intentar descifrar el mundo entero sin ayudas sagradas, ¿a eso usted lo llama limitar el conocimiento? (y yo le digo, replicó el profesor Mietter, que si desmantelamos lo sagrado, nuestra razón se queda con las manos vacías), depende, yo no he dicho que me oponga a cualquier forma sagrada. Para mí lo sagrado que tenemos son nuestros dos pies sobre la tierra, ¿me explico? (eso es interesante, opinó el señor Levin, ¿pero y las emociones elevadas?, ¿no exploramos la tierra con ellas?, ¿a qué reino pertenece una oración sentida o, pongamos por caso, una cantata de Bach?, ¿las cantatas de Bach tienen los pies en el suelo, o?).

Si me permiten, participó Sophie, creo que las emociones elevadas también pueden venir de la razón, no hay por qué separarlas. ¿Por ejemplo?, dijo el señor Levin. Por ejemplo, asintió Hans mirando fijamente el labio humedecido de Sophie, el ajedrez. ¿No es posible emocionarse comprendiendo la fatalidad de un jaque mate?, quiero decir, ¿no creen ustedes que pensar hasta el límite de nuestras posibilidades enaltece el espíritu? No sé, dijo Sophie muy despacio mirando el mentón de Hans, si soy capaz de jugar al ajedrez.

Sophie entreabrió los labios para refrescárselos. Hans ya no pensaba en Kant, aunque sí en el conocimiento empírico.

Los contertulios reanudaron las discusiones sobre la religiosidad nacional. El profesor Mietter criticaba el Concilio de Trento. El señor Gottlieb hablaba de la concordia entre confesiones. El señor Levin se refería a la influencia de los estudios semíticos y astronómicos. La señora Pietzine elogiaba la eucaristía. Sophie trataba de moderar la discusión, organizando los turnos de palabra y asociando, en la medida de lo posible, unos temas con otros. Álvaro y Hans intercambiaban cuchicheos con las cabezas juntas. Caballeros, caballeros, dijo Sophie en tono de burlona reprimenda, les ruego que no dejen de compartir con nosotros sus reflexiones, tienen todo el aspecto de ser muy atractivas. En realidad, sonrió Álvaro, no decíamos gran cosa, ya conoce nuestras limitaciones religiosas.

Álvaro miró a su alrededor y comprobó que todos lo observaban en silencio. De acuerdo, carraspeó, hace un momento le decía a Hans que los países que no tuvieron su propia reforma, como España, Italia o Portugal, tuvieron que improvisar, por así decirlo, un remedio casero: el anticlericalismo. Qué íbamos a hacer si no, ¿comulgar cada domingo, con perdón, y aplaudir a la inquisición? Pero así, por higiene, los anticlericales españoles hemos terminado rechazando casi cualquier cosa que se manifestara de manera religiosa. Lo que me preocupa es que algún día no seamos capaces de gozar, yo qué sé, de San Juan, Santa Teresa o San Agustín. Y creo que los alemanes lo han tenido más fácil, ha habido un Lutero, un Bach, un Lessing, contrapesos parciales. Nosotros hace más de medio siglo que no pasamos del buen padre Feijoo, que en paz descanse. Los alemanes inventaron la reforma y los españoles la contrarreforma, ustedes se dividieron y nosotros expulsamos a la otra mitad, imagínense qué diferencia (ejem, sí, dijo el señor Levin, pero recuerde que no eran dos mitades sino tres tercios, en la antigua España había por lo menos tres religiones, y no nos olvidemos de la escuela de Toledo, todos esos cristianos, judíos y musulmanes traduciendo, ejem, y a eso iba yo antes, libros de astronomía, y naturalmente también de teología, por no hablar de Juan Hispalense, que siendo), cierto, cierto, pero de eso hace ya siglos, y después nada de nada. Hace siglos que en España los creyentes no conviven con nadie que crea en otra cosa, y así es imposible pensar seriamente en Dios. En cambio los alemanes son capaces de mirar a los ojos al cristianismo y cantarle las cuarenta, pueden dialogar con él sin amarlo ni odiarlo del todo, hasta pueden intentar comprender sus razones, en eso los admiro (¡bravo!, ironizó el profesor Mietter, ¡habla usted como un protestante!), en cambio yo no puedo, yo veo un crucifijo y me hierve la sangre. Y entonces ya no puedo escuchar ni entender una palabra, y eso que de niño me eduqué con curas. Pero puede que el laicismo alemán sea más lúcido (ah, dijo el señor Levin, a propósito: y sobre Lessing, déjeme decirle que además de lúcido fue, ejem, un notable antisemita. Ser perseguido por sus ideas no le impidió repudiar a un pueblo perseguido. En el fondo, eso es típicamente judío. Cielo mío, ¿quieres soltarme el brazo?).

La señora Levin murmuró unas frases al oído de su esposo, el profesor Mietter comentó algo acerca de la diferencia entre laicismo y aconfesionalidad, la señora Pietzine le preguntó cuál era la diferencia y todos volvieron a hablar al mismo tiempo. Sophie trató de poner un poco de orden en el debate y, mientras sonreía y aplacaba a unos y a otros, espiaba de reojo los murmullos entre Álvaro y Hans, que se habían reanudado cabeza con cabeza. Los murmullos que ella no podía escuchar decían en ese instante: (... sí, Álvaro, no te digo que no, pero la reforma también causó un malentendido, ¿entiendes?, aquí hay varias iglesias y todas salen del mismo puto tronco. Puede que aquí la gente se haya acostumbrado, o mejor dicho resignado a cierta convivencia, pero tú piensa que por culpa de esa variedad religiosa muchos se imaginan que la libertad podría estar en las otras confesiones, y... Oye, ¿te has fijado en cómo se toca el collar la Pietzine?, parece que estuviera tocándose... ¡Shh, no seas bestia, que nos oyen...! Pero Hans, ¿tú me entiendes...? Sí, te entiendo, lo que te digo es que aquí un católico insatisfecho puede tener la tentación de pasarse al protestantismo, o viceversa, y así no, ¡oye, ahora que lo dices, es verdad que se toca el collar como si!, en fin, así las dos iglesias pueden salir perdiendo, pero la religión siempre sale ganando. En cambio los españoles, aunque sea a fuerza de espantos, lo han tenido mucho más claro, mírate a ti... Ay, Hans, qué felices nos parecen siempre los extranjeros, ¿eh...? ¿A mí me lo cuentas...? Joder, ese collar me pone nervioso...).

Álvaro y Hans rieron. Al separar las cabezas durante la carcajada, Sophie aprovechó para levantarse y servirles té sin parecer entrometida. Hans comprendió que ella los reprendía no por murmurar en secreto, sino por excluirla de una conversación reprobable, la clase de conversación que más le gustaba. Hablábamos, le explicó Hans en voz baja mientras ella llenaba las tazas y su escote cedía unos centímetros, y lo hacíamos discretamente para no ofender a tu padre, de lo necesaria que resulta la inexistencia de Dios. Esperamos, agregó Álvaro burlón, no ofenderla a usted tampoco. Bueno, contestó Sophie, una de adolescente tuvo sus momentos de fervor. ¿Y después?, preguntó Hans. Después, caballeros, sonrió Sophie irguiéndose de nuevo, dejé de padecerlos por completo. ¿Padecer qué, hija mía?, indagó el señor Gottlieb con su bigote avizor. ¡La cabeza, padre!, se volvió ella rápido, ¿se acuerda qué martirio, mis dolores de cabeza?

¿Y bien, señores?, preguntó el profesor Mietter creyendo que ambos habían estado criticándolo. En resumen, profesor, dijo Hans, nos parece que el catolicismo y el protestantismo proponen autoridades equivalentes: unos citan una institución infalible, y otros un libro irrefutable. Bueno, dijo Sophie intentando que el profesor no se sintiera acosado, eso último también lo hizo don Quijote. Sí, contestó Álvaro, pero él tuvo la astucia de buscarse a un escudero que no había leído una sola novela.

 

 

 

Manos unidas en alto, primera figura, desplazarlas por encima de las cabezas, como un techo, mientras la otra mano de él enlaza la cintura arqueada de ella, segunda figura, hasta que ambos brazos se encuentran frente a frente y él adelanta un pie como tanteando el terreno y ella retrocede como diciendo «espera», tercera figura, pero de pronto ella consiente, se despeina un poco y junta las piernas, en espera de que él se agache y le tome, qué difícil, pensaba Hans, ¿quién va a hacer eso?, le tome un brazo a ella por encima del hombro y el otro por debajo del vientre, cuarta figura, de manera que ahora él se ve casi a sus pies, hecho una llave, y ella lo tiene a él momentáneamente sujeto, prendido por la espalda, al menos mientras él no se levante, quinta figura, como ahora se levanta, ¿cómo ha hecho eso?, pensaba Hans, ¿dónde ha puesto los brazos?, formando un bello anillo al apoyar un antebrazo en el antebrazo de ella, ambos de nuevo frente a frente, intercambiando manos como hacen los amantes que brindan entrecruzados, tu copa es mía y mi copa es tuya (Hans apretó su copa, nervioso), para que finalmente, sexta figura, el giro se complete y el abrazo se cierre y él le rodee el cuello y le tiente una axila (¡se la ha tocado!, ¡miserable, se la está tocando!) y ella arrastre un talón hacia atrás mientras su compañero adelanta una pierna y se queda inmóvil, orgulloso, en equilibrio, con la punta de un zapato clavado en la maldita pista de baile de la Sala Apolo: Sophie acababa de bailar una alemanda con un hombre que Hans no conocía.

Tomó aire y coraje. Antes de acercarse a Sophie se repitió la frase varias veces para acostumbrarse a su sonido, para que dejara de sonarle bochornosa. Sophie lo vio venir desde un costado y simuló no haberlo visto: compuso un gesto de distracción, pero mientras tanto se centró el pico del escote y ordenó ese rizo rebelde que, en vez de dibujarle una clave de fa en la mejilla, se empeñaba en buscarle las cosquillas al lóbulo. Se sorprendió Sophie, pareció sorprenderse cuando Hans le tocó un hombro como se llama a la campanilla de una puerta pensando «por favor, que haya alguien». Querido Hans, cantó Sophie, me alegro de verte, pensé que no vendrías, ya casi ni me acordaba.

Hans repasó la frase y después la pronunció bien alto, entrecerrando los ojos. Su propia voz le sonó a tuba. Enséñame a bailar, dijo. He venido a que me enseñes a bailar.

A Sophie se le iluminaron los ojos, se le enrojeció el labio, se le disparó el rizo. Puso los brazos en jarra, se palpó la cintura, la sintió cosquillosa. Contestó: ¿Y por qué no me lo propusiste antes, tonto?

Se lo llevó al extremo menos concurrido de la pista. Primero voy a enseñarte los pasos generales, dijo ella, para que al menos dejes de moverte como un pato. Pero no te ofendas, a mí los patos me caen muy simpáticos. Es mejor que conozcas las figuras más comunes, las que aparecen en casi todos los bailes, y cuando te salgan esos pasos probamos con un minué, que es lo más apropiado para bailar solos, ¡no te olvides de que bailas con una chica decente y comprometida! No, tranquilo, no me molesta, al contrario, te lo recuerdo porque a veces, cuando empieza el baile, soy yo la que se olvida del compromiso y de la decencia. ¿Qué?, sí, me lo imagino, vamos, anda, era broma.

Avergonzado por aquellos ejercicios, Hans le pidió a Sophie que le enseñara directamente los pasos del minué. ¿Estás seguro?, dijo ella mirándole los pies. Hans asintió muy digno. Sophie aceptó y, como en ese momento la orquesta tocaba una difícil contradanza, empezó a explicarle al oído, muy cerca del oído, las características básicas del minué. Le contó que iba con tres tiempos, que era bastante lento, que no tenía giros en pareja, que era francés, o sea refinado pero poco temperamental, que ya estaba pasado de moda aunque la gente, sobre todo los matrimonios de cierta edad, lo seguía bailando (¿me vas a enseñar una danza para viejos?, dijo Hans. No, rió Sophie, te voy a enseñar lo único que esta noche vas a poder bailar sin tropezarte), y siguió describiéndole al oído, muy cerca del oído, las distintas figuras del minué, y lo tomó del brazo, se separó un poco y le habló de la zeta en el suelo, de la mano derecha del caballero, de las manos izquierdas de ambos, de la penúltima figura y de la nueva serie de zetas antes de que los bailarines presenten juntos los brazos y terminen saludándose desde esquinas opuestas (todo muy casto, dijo ella, como auténticas damas y auténticos caballeros, por eso las parejas jóvenes ya no queremos bailarlo).

¿Qué tal voy?, preguntó Hans encogido y hecho un nudo. Sophie no contestó. No porque no quisiera, sino porque la risa le impedía hablar. Aunque cada pareja atendía a su baile y los grupos tenían suficiente diversión con sus propios enredos y vapores etílicos, Hans tenía la sensación de que todo el mundo lo observaba. ¿Por qué hago el ridículo?, se preguntaba sin saber que sólo hacen el ridículo quienes se lo preguntan. Conmovida por la torpeza de Hans, Sophie decidió renunciar al minué y comenzar por el principio, por los rudimentos del baile en pareja. Hans no puso objeciones, entre otras cosas porque, aparte del ridículo, el maldito minué los había obligado a separar demasiado sus cuerpos.

Cómo olía Sophie: olía a agua afortunada. No a perfume excesivo. No a lavandas ni jazmines obscenos. Sino a pétalo transparente, a rosa tranquila. A belleza segura de sí misma. A eso y, por debajo, a leche almendrada. A cuello para no dejar de, ¡Hans!, se dijo Hans, ¡concéntrate! Y Sophie le hablaba cerca, muy cerca del oído. Y él quería bailar, pero no así, no ahí.

A ver, decía Sophie, intentémoslo de nuevo. Las piernas extendidas. Eso, así. Los talones pegados. Ahora los pies en línea y hacia fuera (¿pies en línea?, se burló Hans, ¿pero no te das cuenta de que soy bípedo?), vamos, tonto, ¡ojalá parecieras bípedo!, ahora las piernas separadas más o menos por el largo de un pie (¿un pie de quién?, susurró Hans, ¿un pie mío o uno tuyo?, los tuyos son tan pequeños y bonitos y), ¡shh!, atiende, no, menos distancia, menos, exacto, ahora se cruzan, ¿cómo el qué?, ¡los pies!, ¡los tuyos!, cruzas el derecho así sobre el izquierdo, hasta el tobillo más o menos (Sophie, anunció Hans, tendrás que recogerme del suelo), ¡pero si lo haces bien, no seas así!, o casi bien, ahora el saludo, ¿ves?, las damas nos inclinamos después de tomar la posición (no te oigo, Sophie, no te oigo, ¿por qué te separas tanto?), es que esta parte es así, ¿me escuchas ahora?, bueno, entonces las damas separamos las piernas, doblamos las rodillas e inclinamos la cabeza. ¡Pero no te quedes mirándome, te toca a ti! Ahora los caballeros (¿se refiere usted a mí?, ¿está segura?, ¿y entonces por qué se ríe, Fräulein Gottlieb?), ¡Hans, por favor, basta!, vamos, carga el peso sobre la pierna, no, la que está delante, y la de atrás va tomando la cuarta posición, ¿te acuerdas? (¿cómo, ya vamos por la cuarta?), ¡shh, demonio!, y después cambias el peso, lo cargas sobre la segunda pierna y vuelves a, ¡no, espera!, y con la otra vuelves a la posición inicial (ah, entonces mejor me quedo quieto hasta que tú vuelvas), ahora inclinas la cabeza y el tronco, eso, no es tan difícil, ves, dejas caer los brazos poco a poco (¡sí, mejor bajo los brazos!, ¡me rindo!, ¡socorro!, ¡señor Gottlieb, controle a su hija!, ¡padre Pigherzog, perdónela!, ¡profesor Mietter, escríbanos una crítica...!).

Hans no aprendió los rudimentos de la danza en pareja, no encontró el ritmo ni la coordinación, no entendió las figuras del minué, pero esa noche amó el baile. A cada paso de los pies flexibles y alternados de Sophie pudo gozar del cruce de los zapatos, el roce de los tobillos, la trama de las piernas, la conexión de las caderas. Y, según la cercanía, también notó los cambios en la presión de las manos. Por eso, más que en sus indicaciones, que de todas formas él no era capaz de ejecutar, con el pasar de las piezas Hans trató de concentrarse en las fricciones de las ropas de Sophie, en los pliegues y despliegues de su vestido, en los crujidos interiores del corsé, que latía debajo de cada movimiento, apretando el apetito. Y mucho se equivocaba Hans, o ese temblor en los brazos no era solamente suyo.

Salieron tarde los tres, Sophie, Hans y Elsa, y se sumaron a la fila que esperaba un carruaje frente a la entrada de la Sala Apolo. Ellos dos iban juntos, conversando. Elsa iba detrás y pensativa. Hans se notaba la cara helada, la frente húmeda, los poros dilatados, un leve ardor en los pulmones, la garganta ronca. Pero, sobre todas las demás sensaciones, llevaba entre los músculos un fluido de euforia, una especie de certeza. ¿Había bebido? Sí, además de todo había bebido.

Al cabo de un buen rato consiguieron agenciarse un landó. Hans insistió en pagar las plazas de los tres, y de inmediato calculó que a ese ritmo de gastos le quedaban dos o tres semanas de ahorros. Como el cochero no estaba dispuesto a desperdiciar una de las cuatro plazas del vehículo, insistió en que ellos tres se apretaran en uno de los asientos y otra pareja ocupase el asiento de enfrente. Sophie se dejó ayudar a subir: sus dedos se encontraron, intercambiaron huellas y se despegaron. El pie de Sophie pisó la escalerilla y el coche se inclinó con un crujido, dando su fatigado consentimiento.

Elsa iba seria, con la cabeza vuelta hacia el cristal y guardando un silencio entre discreto e incómodo. En el centro viajaba Sophie, sonriente y rozando con la falda el borde prieto de los pantalones de Hans, que iba en el otro extremo. El traqueteo inclinaba el asiento hacia uno y otro lado, haciendo que los pasajeros se encimaran. Elsa intentaba pegarse a la puerta todo lo que podía, pero no parecía haber suficiente espacio. ¡Era tanto (¿verdad?) lo que se movía el carruaje, tan defectuosa la suspensión, tan deplorable el empedrado! Hans mantenía un tanto abierta la pierna que tocaba la pared del vehículo, lo que lo impulsaba hacia el centro. Sophie suspiraba con distinción, no hacía el menor gesto y se dejaba aplastar. De vez en cuando, por culpa de algún bache o giro brusco, Hans pisaba a Sophie o Sophie pisaba a Hans y uno pedía disculpas y el otro se apresuraba a contestar que en absoluto, que era lógico, viajando cinco en un landó, que faltaría más. Pero era tanto el énfasis al aceptar las disculpas que a veces el pisado pisaba al pisador, y las disculpas cambiaban de dirección junto con alguna pierna, un brazo, la cadera. Y volvían a toparse, ¡qué torpeza la mía!, ¡si la torpe soy yo!, y las risas se hacían más líquidas. El pantalón de Hans se volvía tirante. El cristal de su lado empezaba a empañarse. Bajo la falda hinchada de Sophie, entre el revuelo de las enaguas, cubiertos por las medias de muselina blanca, sus muslos se apretaban, se apretaban.