ACTO I, ESCENA PRIMERA

 

... RUDI [en voz alta y potente]: ¡Rápido, rápido, que me pisan los talones! Me persiguen los soldados del gobernador, y si me atrapan seré hombre muerto.

ÁLVARO [sobreactuando un gesto de sorpresa]: ¿Y por qué os persiguen?

RUDI [más autoritario, menos suplicante de lo que debería]: Salvadme primero; luego os lo diré.

HANS [con buena entonación, aunque mirando de reojo y sin justificación a Berta, es decir a Sophie]: Estáis manchado de sangre, ¿qué ha ocurrido?

RUDI [volviéndose también hacia Sophie]: El baile del emperador que residía en Rossberg...

BERTOLD [desganado, con dolor de pies]: ¿Os persigue Wo...?, eh, ¿os persigue Wolfenschieszen?

RUDI [imitando el ademán de quien levanta una espada]: No, ya no hará más daño a nadie; lo he abatido.

TODOS [no precisamente al unísono]: ¡Dios os perdone!, ¿qué habéis hecho?

RUDI [con verosímil cólera]: Lo que todo hombre libre en mi lugar. Me he valido de mi derecho contra quien ultrajó mi honor y el de mi esposa.

BERTOLD [exagerando la entonación de la pregunta; Hans empieza a prestar atención súbitamente]: ¿El baile ultrajó vuestro honor?

RUDI [clavando sus ojos en Hans]: Dios y mi hacha se han opuesto a sus infames designios.

HANS [tragando saliva]: ¿Le habéis... partido el cráneo de un hachazo?

 

ACTO V, ESCENA TERCERA

 

... TODOS [a la señora Levin apenas se la oye; la señora Pietzine, aunque no le corresponde, chilla igual; el señor Gottlieb saluda, halagado]: ¡Viva Tell el cazador, el libertador!

SOPHIE [colocando bien la voz]: Amigos y confederados, admitid en vuestra alianza a la afortunada mujer que fue la primera en hallar auxilio en la tierra de la libertad. Fío mis derechos a vuestro robusto brazo, ¿queréis protegerme como vuestra ciudadana?

ELSA [convencida a última hora por el profesor, contestando en nombre de los aldeanos]: Sí, os ayudaremos con nuestros bienes y nuestra sangre.

SOPHIE [distrayéndose de pronto, sin saber muy bien por qué]: Pues bien; doy mi mano a este mancebo. La libre ciudadana va a ser esposa de un hombre libre.

SEÑOR LEVIN: Y yo les doy, ejem, la libertad a mis siervos.

 

[El profesor Mietter hace vibrar una nota larga en el chelo y deja que se evapore en un diminuendo. Breve silencio. Aplausos, felicitaciones. Todos se abrazan y comienzan a despedirse alegremente, deseándose buen verano. Sophie saluda uno a uno, aunque de pronto parece preocupada. Cuando le toca el turno a Rudi, él le deja en la mano un beso efervescente y pronuncia: Después del verano, amor mío, será toda una dicha regresar a este Salón como tu legítimo esposo. El telón de la noche ha caído por completo. Una lámpara se apaga.]

 

 

 

¿Y qué flores había en la mesa?, preguntó el organillero. Acacias, contestó Hans, eran acacias. ¿Cómo lo sabes?, dijo Lamberg. Al oír la voz de Lamberg, Franz encogió el rabo. No lo sabía, dijo Hans, se lo pregunté a la doncella. Eso está bien, muy bien, sonrió el organillero dando otro trago de vino, las acacias quieren decir amor oculto.

Después de devorar la cena, Lamberg se puso en pie. ¿Ya te vas?, se quejó Reichardt, ¡si mañana es domingo! Sí, contestó Lamberg, pero estoy cansado, tengo que volver. Mira que queda vino, lo tentó Reichardt, y pienso beberme tu parte. Es tuya, dijo Lamberg restregándose los ojos.

Lamberg pasó entre los molinos, rodeó las instalaciones de la fábrica, atravesó el sendero de tierra donde se acumulaban las viviendas de los trabajadores. Subió a tientas las escaleras: los crujidos de los peldaños se confundieron con los ronquidos de las habitaciones. Mientras iba dejando atrás puertas, Lamberg averiguó quiénes dormían y quiénes habían salido a la ciudad para aprovechar la noche libre. Comprobó satisfecho que las habitaciones contiguas a la suya estaban vacías.

Entró de puntillas. Lo invadió un olor a axila. Distinguió la silueta de Günter durmiendo. A los pies del jergón había una botella de aguardiente y dos vasos de agua con mariposas de aceite encendidas. Lamberg sonrió entre sombras: le hacía gracia esa debilidad de su compañero de habitación, tan barbudo, corpulento y brusco, pero incapaz de conciliar el sueño a oscuras. Lamberg se acercó a Günter. Lo miró dormir. Estaba desnudo, tendido boca abajo, con la sábana retorcida entre los muslos. Respiraba por la boca. Un ligero sudor le rondaba los omóplatos, subrayándolos. Alumbrado por las chispas de aceite el vello de Günter parecía anaranjado, salpicaduras de lava. Todo en él parecía latir plácidamente salvo los glúteos: los glúteos se contraían y después descansaban, como si en su sueño Günter estuviera haciendo algún esfuerzo físico. Lamberg fue a su litera, se desvistió con sigilo, se acostó boca arriba sin cerrar los ojos. Supo que tendría insomnio. Con dos cuerpos transpirando al mismo tiempo, la temperatura del cubículo se hacía insoportable en verano. Lamberg pensó que debería haber pasado por la Taberna Pícara, beber unas copas, entretenerse un rato. Pero entonces oyó la voz ronca de Günter arrancada del sueño: ¿Eres tú? Lamberg sonrió, giró la cara, dijo: Soy yo, ¿dormías? No, no, se revolvió Günter estirando los brazos, te estaba esperando. Lamberg se sentó en el jergón de enfrente. Acercó los labios a la barba colorada de Günter y le dijo al oído despacio: Dime, ¿qué soñabas? Nada, repitió Günter, ya te he dicho que estaba esperándote. ¿Seguro?, preguntó Lamberg mientras con una mano dispersaba el sudor del torso hinchado de Günter. Günter lo agarró por la muñeca, se la apretó hasta lastimarlo. Lamberg se dejó atraer. Al encontrarle la boca, lamió su lengua de aguardiente. Günter dobló las rodillas. Lamberg vio su miembro erguido sobre el vientre. Lo rodeó sin tocarlo, desordenándole el vello. Se demoró en los bordes de la cadera, en los bultos del abdomen. Günter dejó escapar un gruñido distinto, casi una súplica. Entonces Lamberg despegó el miembro del vientre, se inclinó y, con los ojos inyectados en sangre, sorbió el glande de Günter como si fuera una fresa.

 

 

 

Lo esperaban hojeando poemas de Quevedo. Hans y Sophie le habían pedido a Álvaro que les echara una mano con las traducciones del español. Cohibidos por su inminente visita, sonreían nerviosos y no se atrevían a tocarse. ¿A qué hora dijo que venía?, preguntó ella. A las tres y media, dijo él, y me extraña, porque es muy puntual.

Quince minutos más tarde tocaron a la puerta de la habitación número siete. Álvaro los saludó en castellano, imitando jocosamente el acento sajón de sus amigos, y se disculpó por el retraso. ¿Elsa sigue ahí?, preguntó Sophie. ¿Quién?, se inquietó Álvaro, ¿Elsa?, ah, sí, la he visto abajo, ¿por? No sé qué le pasa hoy, dijo Sophie, ha estado muy arisca, me ha puesto toda clase de excusas para no acompañarme y se ha quedado abajo en vez de irse en coche, como siempre. Bueno, carraspeó Álvaro, el servicio, hoy en día, ya se sabe.

Tenemos a Quevedo, enumeró Hans, a Lope de Vega, San Juan, Garcilaso... ¿Y Góngora?, dijo Álvaro. Góngora mejor no, contestó Hans, es intraducible. Pero, dijo Sophie, ¿tú no decías que la poesía siempre puede traducirse? Sí, sí, toda, sonrió Hans, menos Góngora. ¿Y has podido leerlo en español?, se extrañó Álvaro. Bueno, dijo Hans, más o menos, tengo un par de libros suyos en el arcón. ¿Pero tú cuántos idiomas sabes?, preguntó Álvaro. Unos cuantos, dijo Hans. ¿Y cómo los has aprendido?, preguntó Álvaro. Digamos que viajando, contestó Hans. Después fue hasta el arcón, removió su interior y extrajo un grueso volumen que llevó al escritorio. Álvaro lo estudió con curiosidad. Se trataba del Dictionary of the Spanish and English Languages, Wherein the Words Are Correctly Explained, Agreeably to Their Different Meanings, de Henry Neuman, impreso en Londres en 1823, que contenía gran cantidad de términos referentes a las artes, las ciencias, los negocios o la navegación. Esta maravilla, explicó Hans, me ha sacado de más de un apuro.

Lo que todavía no tenemos en nuestra antología europea, explicó Sophie, son poetas españoles de ahora, ¿tú conoces a alguno? No te molestes, bromeó Álvaro, en España todos los poetas modernos murieron en el barroco. Entonces, dijo Sophie, me gustaría incluir a Juana Inés de la Cruz, que vivió en el México colonial y tengo entendido que fue muy leída en España, ¿no?, he visto unos sonetos suyos, ¿dónde estaba ese tomito antiguo de Madrid?, Hans, ¿me lo pasas?, gracias, a ver, este, por ejemplo. En vez del enésimo caballero cortés alabando a su amada, una de esas chicas ausentes que no abren la boca en todo el poema, aquí es ella la que habla. Es un soneto cortés muy serio y muy irónico. Mira, lee:

 

Al que ingrato me deja, busco amante;

al que amante me sigue, dejo ingrata;

constante adoro a quien mi amor maltrata;

maltrato a quien mi amor busca constante.

Al que trato de amor, hallo diamante,

y soy diamante al que de amor me trata;

triunfante quiero ver al que me mata,

y mato al que me quiere ver triunfante.

Si a este pago, padece mi deseo;

Si ruego a aquel, mi pundonor enojo...

 

Si quieres traducir este, observó Álvaro, hay que tener mucho cuidado con el diamante, es un juego de palabras: di-amante, alguien precioso pero duro, impenetrable para el amor. Cierto, dijo Sophie levantando la vista del libro, ¡no me había dado cuenta!, y fíjate en el final. El poema empieza trágico pero termina de lo más práctico. Después de tantos desencuentros, la dama elige entre causar dolor o padecerlo. Y decide que el sufrimiento y la abnegación no le convienen para nada:

 

... de entrambos modos infeliz me veo.

Pero yo, por mejor partido, escojo

de quien no quiero, ser violento empleo,

que, de quien no me quiere, vil despojo.

 

El ideal, claro, continuó Sophie entusiasmada, sería la correspondencia, pero Juana Inés nos advierte que si tiene que haber una víctima, no va a ser ella. ¡Una monja mexicana del siglo diecisiete!, ¡si la leyeran mis amigas! (vamos a traducirlo, rió Hans, y se lo das el domingo a la salida de misa), ¡es que es tan diferente a otros sonetos amorosos por el estilo!, como por ejemplo estos de aquí, ¿no?, los de Garcilaso, maravillosos, delicados, pero siempre con esa espantosa idea de fondo: te amo si te callas, eres perfecta porque apenas te conozco, ni falta que me hace:

 

Escrito está en mi alma vuestro gesto

y cuanto yo escribir de vos deseo...

 

Si no he entendido mal, dijo Sophie señalando la página con un largo dedo, la imagen de la amada está tan clara en el alma del poeta, que él ni siquiera necesita estar ni hablar con ella: todo lo que pretende decir sobre ella lo tiene previsto, va escrito de antemano en su interior (¡vamos, por favor, vamos!, protestó Álvaro), por eso después dice, y corrígeme si me equivoco, querido, por eso reconoce que esa imagen que tiene de la amada prefiere contemplarla solo:

 

... vos sola lo escribisteis; yo lo leo

tan solo que aun de vos me guardo en esto...

 

Se supone, continuó Sophie, que ella tiene grandísimas virtudes que inspiran el poema. Pero el poeta se guarda de ella al interpretarlas, ¿eso quiere decir que se protege, no?, o que se esconde, para que su amada no interfiera demasiado. O sea, ¡él lo escribe solito, con los ojos cerrados, y se lo dice a sí mismo! (eh, Hans, suplicó Álvaro, ¡detenla, contéstale!, ¡que nos deja sin clásicos! Hans se encogió de hombros suspirando), y más abajo, fíjate, otro verso bellísimo y un poco sospechoso: «mi alma os ha cortado a su medida», ¿y por qué habría que cortar a alguien?

Con la ayuda de Álvaro, un par de diccionarios y una gramática española, trabajaron en poemas de Quevedo, Juana Inés, Garcilaso y San Juan. Primero los comentaban, discutían sus sentidos, y después hacían un primer borrador de traducción. El alemán de Álvaro era casi perfecto, pero no sabía medir versos. Si Hans o Sophie dudaban en algún verso, le pedían que lo tradujera lo más literalmente posible y trataban de adaptarlo a la rima y los pies métricos. A Álvaro le divertía escucharlos intercambiar sílabas y golpecitos, como si tuvieran un metrónomo en la boca. Los veía parecidos, felices y un poco ridículos. Cuando tardaban demasiado, Álvaro se preguntaba por qué era tan importante cómo decirlo, si ya sabían qué querían decir. Extraño pasatiempo, pensaba, y extraña manera de quererse. Pero no les decía nada (ni de los versos ni del amor) y esperaba a que se decidieran.

Hicieron un descanso. Hans le pidió a la señora Zeit que les subiera una jarra de limonada. Mientras charlaban, Sophie habló de las diferencias que encontraba entre su idioma y el de Álvaro. Al revés de lo que creía, dijo ella, la métrica alemana o la inglesa parecen una danza, y la española un paseo militar. En la poesía alemana el bailarín va marcando los pasos hasta que decide dar media vuelta y pasar al verso siguiente, no importa cuántos pasos dé. Hay algo más oral, ¿no?, más de pulmón. Los versos en español son hermosos pero tienen algo rígido, algo obligatorio que no parece salir del habla, además de los acentos tienes que contar las sílabas, es una cosa casi pitagórica. Imagino que eso exige un mayor entrenamiento técnico, quizá por eso la poesía en español puede sonar tan retórica como la francesa, ¡Álvaro, qué difícil tiene que ser sonar coloquial en tu idioma respetando la métrica! Supongo, se encogió de hombros Álvaro, no sé mucho de versos. Aunque debo decirte que la sintaxis castellana me parece mucho más flexible, digamos más acuática que la alemana. El alemán y el inglés me hacen sentir como un tambor, ¡pum-pom!, ¡pum-pom!, ¡primero-segundo!, ¡sujeto-verbo!, nunca puedes salirte demasiado del camino de la oración, quizá por eso los alemanes sois tan contundentes razonando, vuestra lengua os permite improvisar menos en mitad de la frase, necesitáis premeditar la idea para respetar el orden. En cambio el español, ya veis, ¡la sintaxis hispana es igual que la política!, todo va según sale, a tirones. Ulrike me decía que cuando hablábamos en español yo me ponía más ocurrente y menos claro. Ich weiß nicht, puede ser.

Pero es mucho más difícil, intervino Hans, traducir un poema rimado del español al alemán que al revés, ¿no? En español las rimas asonantes son fáciles de conseguir y suenan. En cambio en alemán, por la variedad de vocales y este atasco de consonantes que tenemos, ach!, las asonancias son raras y débiles. A mí lo que me cansa de mi lengua, dijo Álvaro, es lo largos que son los adverbios, ¡larguísimamente largos, coño!, y lo torpe que es uniendo sustantivos. En inglés o alemán dos o tres cosas pueden ser una sola, una cosa nueva, pero en español somos tan esencialistas con las palabras como con la religión, cada cosa es cada cosa, y si quieres otra tienes que usar otra palabra. Pero, contestó Hans, como tú decías antes, la sintaxis castellana, ¿se dice castellana o española? (¡puf!, resopló Álvaro, es un asunto aburridísimo, como quieras, me da lo mismo), bueno, en tu idioma la sintaxis te permite jugar con las palabras como en un rompecabezas, eso en poesía se nota enseguida. En alemán las oraciones se ensamblan como un buque, las piezas son pesadas, enormes. ¡Qué graciosos!, comentó Sophie, ¡Álvaro elogiando el alemán y Hans fascinado con el español! No tiene nada de raro, wandernburguesa, dijo Hans, ¿quién no querría ser un poco más extranjero?

Reanudaron el trabajo cuando la jarra de limonada quedó vacía. Habían dejado para el final el poema favorito de Álvaro. Después de consultarle la traducción de la palabra antaños y el verbo huirse, Sophie le rogó que leyera en voz alta el soneto de Quevedo:

 

Represéntase la brevedad de lo que se vive

y cuán nada parece lo que se vivió

 

«¡Ah de la vida!»... ¿Nadie me responde?

¡Aquí de los antaños que he vivido!

La Fortuna mis tiempos ha mordido;

las Horas mi locura las esconde.

¡Que sin poder saber cómo ni adónde

la salud y la edad se hayan huido!

Falta la vida, asiste lo vivido,

y no hay calamidad que no me ronde.

Ayer se fue; mañana no ha llegado;

hoy se está yendo sin parar un punto:

soy un fue, y un será, y un es cansado.

En el hoy y mañana y ayer, junto

pañales y mortaja, y he quedado

presentes sucesiones de difunto.

 

No sé qué me impresiona más, tragó saliva Sophie, si la velocidad con que se esfuma el tiempo en el poema, o la desesperanza del poeta con el tiempo que le queda. Un momento, dijo Hans, no sé si habré entendido bien, ¡este poema está partido en dos! (correcto, se burló Álvaro, ¡en cuartetos y tercetos!), muy gracioso. Si te fijas en el título, se supone que el poema va a hablar de la fugacidad del tiempo, de lo rápido que envejecemos, ¿no? Y de eso hablan los cuartetos. Lo raro es que los tercetos dicen casi lo contrario, ahí parece hablar una voz distinta, alguien cansado de vivir, un viejo al que se le está haciendo un poco largo el final, ¿por qué será? No lo había pensado nunca, se sorprendió Álvaro, y eso que me lo sé de memoria. Precisamente, contestó Hans, no lo habías pensado porque te lo sabías de memoria. Se me ocurre una idea, dijo Sophie pensativa, a lo mejor el secreto está en ese extrañísimo «soy un fue», o sea, ¿por qué no «soy un fui»? A lo mejor ese viejo asustado por los años, después de hacer memoria en los cuartetos, logra ver su vida entera y toma tanta distancia de sus recuerdos que los contempla como si fueran de otro, entonces se desprende de sí mismo y se convierte en la segunda voz, la que habla en los tercetos. ¡Bravo!, exclamó Hans. Estáis locos, dijo Álvaro releyendo el soneto disimuladamente. Ahora que lo dices, asintió Hans, se me ocurre otra vuelta de tuerca: después de convertirse en otro que contempla su propia vida, el viejo sigue su camino hacia la muerte y al toparse con ella, o por lo menos al verla, completa el ciclo y encuentra la espalda del niño que fue, su propio origen. Entonces el ayer, el hoy y el mañana se funden en el último terceto. En ese caso, agregó Sophie, te propongo un final optimista: una vez alcanzado el origen, el cierre del círculo puede entenderse como una especie de infinito. De ahí salen las «presentes sucesiones de difunto». ¡Pero presentes!, ¡todavía está vivo!

¡Quevedo, Quevedo!, exclamó Álvaro, ¡resucita, diles algo!

Hans y Sophie se miraban sin pensar ya en Quevedo: sólo veían una sucesión de presentes.

 

 

 

Requerido por sus padres, finalmente Rudi no tuvo otro remedio que salir de Wandernburgo para pasar con ellos las vacaciones en Baden, donde cada verano la familia reservaba un sector del balneario, y después en la mansión campestre de los alrededores de Magdeburgo, donde los Wilderhaus poseían tierras que era preciso vigilar de vez en cuando. Rudi se despidió de Sophie con solemnidad, insistiéndole de nuevo para que lo acompañara. Ella volvió a negarse cortésmente invocando la necesidad que su padre tenía de su compañía, y el celo que el señor Gottlieb estaba poniendo en los detalles del protocolo. Ya sabes, amor mío, le había dicho Rudi antes de darle un último beso con sabor a rapé, que aunque vinieras conmigo yo jamás dudaría en respetarte hasta la ceremonia. Lo sé, lo sé, había parpadeado ella respondiendo a su beso con más fogosidad de la habitual, por eso te adoro tanto, mi vida, pero seamos pacientes, así gozaremos más de la recompensa.

Y así, con cien promesas y una vaga inquietud, Rudi emprendió su último viaje de vacaciones como hombre soltero. El día de su partida le entregó a un lacayo una enfática carta de amor dirigida a Sophie, en la que prometía escribirle a diario y regresar como muy tarde para el comienzo de la temporada de caza. Ella le contestó enseguida con una carta más breve que remitió a la dirección del balneario, para que Rudi pudiera leerla recién llegado a Baden. Pero antes garabateó unas líneas en un billete color violeta.

 

Amor, travieso amor: cuanto más breve es el tiempo más me parece hundirme en las cosas, como si la profundidad de la huella dependiera de la velocidad del pie. Me siento emocionada, asustada de mis actos y a la vez indiferente ante las consecuencias. ¿Es posible sentir todo eso junto? Sí, siendo más de una. La mujer que acaba de despedirse de Rudi se siente aliviada, y también se apena por él y se arrepiente aunque no quiera. Esa Sophie tiene que hacer funambulismos para que reine la normalidad en casa mientras todo se agita, y para que papá no dude de lo que es muy dudoso. La Sophie que te escribe, en cambio, es como una corriente rapidísima con dos temperaturas. Cuando necesita mentir o fingir, tiene una sangre fría que me asusta y en cierta forma me admira, porque nunca pensé que llegaría a tanto. Pero, en cuanto te ve o piensa en verte, el caudal se le desborda y empieza a bullir con una urgencia desconocida. Entonces da lo mismo todo, cualquier obligación, cualquier dolor mañana, con tal de no sufrir ahora lo peor, que sería alejarnos. En este momento el futuro me parece una montaña inútil y decorativa. Y yo estoy acostada en el valle, a la sombra, hablándote desnuda. E non abbiamo più.

Al menos hasta septiembre, con las vacaciones de todo el mundo, podremos vernos con más facilidad. Será cuestión de mantener las formas fuera de tu habitación, que es nuestro mundo. Estos días tengo ganas de divertirme, lo cual naturalmente incluye arriesgarse un poco. Cumplir con las visitas y conocidos de mi padre empieza a resultarme una tremenda carga. Me agota medir cada palabra, cada opinión. Me exaspera arreglarme y vestirme por deber. Detesto que la biblioteca pública esté cerrada. Y me aburro mortalmente con mis amigas. Si no es de vestidos, hablamos de jóvenes apuestos. Y si no es de jóvenes apuestos, hablamos de vestidos. ¡Peor sería hablar con ellas sobre Dante! ¿Te he dicho lo mucho que te quiero? Bueno, por si acaso.

Te veo mañana. ¡Qué espera tan larga! He encontrado en casa unos poemas de Calderón que podrían servirnos. Por cierto, ¿cuándo vas a mostrarme la famosa cueva de tu organillero?

El beso más políglota y cantarín de tu

S.

 

... y una tendencia a hundirte en las cosas, dices. Conozco esa sensación: como poner de nuevo el pie sobre la huella de lo que has gozado. Pero también está el viaje de vuelta. Uno se hunde en las cosas, pero después las cosas se hunden en uno. Y estos días, Sophie, lo sé muy bien, vayamos adonde vayamos, se han hundido en nosotros y eso ya no se elige. Yo tampoco sé xxxxxx cuánto tiempo durará todo, pero ahora no me importa. Hoy es así, estamos de acuerdo, y contigo siempre es hoy.

Aun sabiéndolo, niña, ¿me permites decirte hasta mañana?

Todo el amor de

H.

 

En las ventanas amanecía con urgencia y atardecía con mansedumbre. La luz se estiraba, caliente. Poco a poco, sin que nadie reparase en su ausencia, Wandernburgo fue vaciándose de autoridades. El alcalde Ratztrinker se retiró con su familia a la finca ajardinada que el señor Gelding acababa de traspasarle. Los ediles dejaron desierto el ayuntamiento un viernes a media mañana. Y a lo largo de ese día, en una coincidencia que un cronista de El Formidable calificaría de «difamatoria», seis muchachas menores de edad abandonaron repentinamente sus hogares.

Quienes no descansaban eran los tenientes Gluck y Gluck. Discutían las distintas posibilidades, volvían a recorrer los callejones donde solía actuar el enmascarado, se reunían en el despacho para repasar sus notas. El hijo sostenía que ahora los sospechosos no eran más de tres. El padre, más cauto, opinaba que eran cuatro. ¡Entonces vayamos a interrogarlos!, se impacientaba el teniente Gluck, ¡y acabemos con esto de una vez! Todavía no, hijo, lo contenía su padre, no nos apresuremos. Si interrogamos a los sospechosos, lo más probable es que el culpable huya al día siguiente. Hay que esperar un poco más, no podemos equivocarnos. Necesitamos que haga algún otro movimiento. Y cuando estemos seguros, no interrogaremos a nadie: iremos a arrestarlo directamente con una orden del comisario. ¡Está usted perdiendo reflejos, padre!, se quejó el teniente Gluck. Subteniente, contestó el teniente Gluck, le ordeno que se calme.

 

 

 

Rumores. El rumor del rumor de boca en boca, de ventana en ventana, de nombre en nombre, el rumor que retumba como una melodía cambiante, que fecunda como un mal polen. En una ciudad pequeña las palabras son grandes, viscosas, son de nadie y de todos. En Wandernburgo la buena vecindad exigía saber quién era quién, dónde qué, cuándo cómo. Y para poder saber quiénes eran quiénes, todos aparentaban ser lo que no eran.

Las habladurías habían ido creciendo poco a poco, esquina por esquina, puerta a puerta. Ahora todo el mundo hablaba de lo mismo y callaba al mismo tiempo.

Sophie miraba más allá de la ventana. Llevaba largo rato quieta, hecha un ovillo sobre el edredón de tafetán naranja. Tenía los ojos turbios, los párpados inflados, la punta de la nariz como quemada. Al pie de la cama estaba su álbum con las tapas abiertas, un espejito caído y un lío de hojas manuscritas con una pluma encima. No estaba segura de qué debía hacer, pero sabía muy bien qué deseaba hacer. Tampoco pretendía ninguna eternidad: sólo quería un poco más de tiempo. Tomó aire despacio, se frotó la nariz. Ordenó las hojas, las dobló, las metió en un sobre y después llamó a Elsa.

Cuando Elsa entró en la alcoba, le extendió el sobre cerrado. Querida, dijo, ¿puedes echar esto al buzón? Mañana mismo, señorita, asintió Elsa, en cuanto salga a comprar. No, no, dijo Sophie, ve ahora. Pero ahora, protestó Elsa, tengo que preparar la mesa para el almuerzo. No importa, dijo Sophie levantándose, yo me encargo de la mesa, y tú mientras ve al buzón. Ya sabe, señorita, resopló Elsa, que a su padre no le gusta que usted se ocupe de. Te he dicho, la interrumpió Sophie, que vayas ahora. Y al ver la expresión de Elsa, que no estaba acostumbrada a que le hablase en ese tono, agregó: Por favor. Elsa alzó los hombros, tomó el sobre y salió sin entender qué prisa había en echar al correo otra carta para el señorito Rudi. Cuando la puerta de la alcoba volvió a cerrarse, Sophie fue hasta el tocador. Se maquilló velozmente para disimular la hinchazón de los ojos. Se coloreó una pizca el cutis. Se peinó casi a golpes. Y corrió hasta el despacho de su padre.

 

... convencida de que, bien pensado, un acontecimiento de esta magnitud merece coincidir con las fiestas navideñas y con otro feliz aniversario, porque en esas venturosas fechas (¿recuerdas, amorcito?) se produjo la petición de mano. Además ten en cuenta que quedan algunos pequeños detalles de organización sin resolver que, al disponer de más tiempo, me gustaría supervisar personalmente. Sé que comprendes estas razones, y te lo agradezco de todo corazón. ¡Será maravilloso!

Tu carta llegó el jueves y la encontré deliciosa, como todas las tuyas. Creo que de vez en cuando deberías entretenerte leyendo versos, porque muy a tu pesar insisto en que tienes maneras de poeta, y así podríamos gozar compartiendo algunos libros que estoy deseando que conozcas. ¿Lo harás, querido mío? Descansa mucho en ese precioso balneario (que, por supuesto, visitaremos juntos el próximo verano), cuida de tus encantadores padres y por favor salúdalos muy cariñosamente de mi parte. No juegues demasiado a las cartas, que te conozco, ¡y estate muy atento con esa tal señorita Hensel, que las tímidas son las peores! Por lo que cuentas de ella, la verdad es que no me cae muy simpática. Pero claro que puedes invitarla a pasar unos días en Magdeburgo, tonto, ya sabes que no necesitas pedirme permiso para esas cosas. Y no es que sea poco celosa, como me dices en tu carta: es que detesto disponer del tiempo libre de los demás, tanto como detesto que dispongan del mío.

Un beso de tu «diurna lunita inaprensible» (¡qué preciosa metáfora, Rudi mío!) y muchas gracias por el collar de gemas, ya no sé cómo agradecerte tanto regalo. Yo también te echo muchísimo de menos. Hasta la próxima carta, tu

S.

 

¡Qué!, bramó el señor Gottlieb, ¿que has hecho qué?, ¿y sin consultarme?, ¿es una broma de mal gusto?, ¿o te has vuelto loca? No es ninguna locura, padre, musitó Sophie, sólo es un ligero cambio, unas pocas semanas, y además diciembre es mucho mejor fecha que octubre. ¡Pero si estábamos a punto de empezar con los preparativos!, rugió su padre arrojando la pipa sobre el escritorio (la pipa chocó contra la botella de coñac e hizo un ruido a campana). Por eso, padre, por eso, insistió ella, me pareció que era un buen momento para comunicárselo a Rudi, antes de que nos pusiéramos a organizarlo todo. ¿Y no has pensado en qué dirán los Wilderhaus de nosotros, insensata?, dijo el señor Gottlieb enroscándose el bigote, ¿o en qué pensará Rudi? Quédese tranquilo, padre, dijo ella, Rudi estará de acuerdo, se lo prometo, yo ya le había sugerido un pequeño aplazamiento en la última carta. ¡Cómo, cómo!, se escandalizó el señor Gottlieb, ¿y él qué te contestó?, ¡dímelo exactamente o leeré esa carta yo mismo! Me contestó, dijo Sophie, que no le gustaba demasiado la idea, pero que si yo estaba segura y no había más remedio... ¡Válgame Dios!, se desesperó el señor Gottlieb, ¡un día vas a acabar conmigo! No diga eso, padre, balbuceó ella. ¡Pues es lo que te digo!, gritó su padre, ¡ah, bueno, y en cuanto a la verbena de esta noche, ni se te ocurra mencionármela, me oyes!, ¡por supuesto que no irás!, ¿entendido? Como usted diga, padre, asintió Sophie. ¡Y ahora sal de aquí!, concluyó él, ¡déjame solo, vete!

 

 

 

La verbena de Wandernburgo era como cualquier fiesta de provincias: aspiraba a ser fastuosa y parecía desvalida, tiernamente ridícula. Instalados en un pequeño parque frente a la Cuesta del Lamento, los farolillos de papel alegraban la noche de buena luna. Había una orquesta juvenil, columnas postizas de yeso alrededor de la pista de baile, guirnaldas de colores y tablones con bebidas. Hans pidió un cóctel con frutas y, oteando una vez más entre el gentío, se extrañó de no ver a Sophie: aquella era una buena ocasión para escaparse a algún rincón del parque, como habían convenido. Mientras le hablaba a Hans, Álvaro vigilaba de reojo los movimientos de Elsa, que parecía muy seria y seguía conversando con Bertold sin concederle un baile. De pronto, por detrás de Elsa, Álvaro distinguió la figura contraída de Lamberg deambulando por la pista. ¿Has visto?, le dijo a Hans señalándoselo, ¡lleva así como una hora, dando vueltas con una copa en la mano y sin bailar con nadie! Pobre Lamberg, dijo Hans, vamos a saludarlo, a ver si se anima un poco.

Lamberg pareció contento de encontrarlos, pero habló poco y sacudió la cabeza con irritación cuando le propusieron abordar a una chica de rizos rubios que lo miraba insistentemente, acariciándose los pliegues de la falda. Al rato lo perdieron de vista, y Álvaro se acercó a Elsa. Hans aprovechó para sumarse a la conversación y tratar de averiguar algo sobre Sophie. Pero Elsa, que tenía el encargo expreso de avisarle a Hans de su ausencia, no esperó a su pregunta y comentó distraídamente que aquella era una fiesta muy bonita, y que era una pena que la señorita se hubiese encontrado indispuesta.

Perfumada sin permiso de su padre y con un peinado que le dejaba la nuca al descubierto, Lisa Zeit atravesó radiante la pista vigilando la espalda de Hans. Lo que más le gustaba de él era esa cabellera suelta, tan poco apropiada para un caballero de su edad, y la voz grave y un poco seria que ponía cuando le daba clases de gramática. No era muy alto, pero caminaba erguido y eso era lo que importaba. También le gustaba que algunas mañanas no se afeitase. Lisa había logrado que su padre la dejara asistir a la verbena para estar un rato con sus amigas y volver a casa pronto, nunca más tarde de las once. Ella había montado un griterío, se había quejado de que a las once la fiesta estaría empezando, se había encerrado a llorar en su cuarto y finalmente, después de la merienda, había empezado a arreglarse como si nada hubiera pasado. Antes de salir el señor Zeit había insistido en sus recomendaciones y, al ir a besarla en la frente, le había dicho que podía volver a las once y media, ni un minuto más.

Hans sintió una caricia en el hombro y se volvió esperanzado. No le llevó más de un segundo sustituir su rictus de decepción por otro de cordialidad, aunque a Lisa ese gesto no le pasó desapercibido, y además le pareció que su vestido nuevo y sus zapatos altos merecían algo más que cordialidad. Hans observó aquel vestido: reconoció que le acentuaba muy favorablemente las incipientes formas, pero lo encontró demasiado formal y de un conmovedor mal gusto. El propósito del vestuario, el peinado y el perfume de Lisa, pensó él, era evidente: parecer mayor a toda costa. Pero ese afán, que se veía recompensado en la soltura de los brazos y las curvas del talle, en realidad subrayaba la auténtica edad de Lisa, que necesitaba disfrazarse de mujer porque aún no lo era. Buenas noches, señorita, sonrió Hans. Lisa pensó: Esa sonrisa ya está mejor. Buenas noches, caballero, saludó ella, me imaginaba que nos veríamos por aquí, conociendo tus costumbres nocturnas. Lo que me extraña, contestó Hans algo incómodo, es verte a ti por aquí, conociendo las tuyas. Ah, suspiró Lisa, las costumbres cambian, una cambia, el tiempo pasa rápido, ¿no? Rapidísimo, dijo Hans, no te imaginas cuánto. En fin, dijo ella mirando hacia los costados de manera muy ostensible, estaba buscando a unas amigas pero me parece que no han venido, es una lástima, me habían jurado que vendrían, supongo que sus padres no las habrán dejado, son casi un año más jóvenes que yo, ¿sabes?, habrán tenido que quedarse en casa. Dime, intentó distraerla él, ¿y cómo van los deberes?, ¿sale o no sale ese subjuntivo? Hans, contestó Lisa, ahora no estamos en clase, ¿verdad? Perdona, dijo él, no quería decir eso, era sólo por saber cómo estabas. ¿Entonces por qué no me lo preguntas, tonto?, rió ella, dime «¿cómo estás, Lisa?», yo te contesto, y conversamos tan tranquilos.

Hans fue a buscar el cóctel que Lisa le había pedido, indicándole al camarero que sirviera poco alcohol en la copa. Cuando Lisa probó el cóctel y dijo que estaba rico pero fuerte, Hans sonrió y sintió un vago alivio. Lisa hablaba en voz muy alta, movía mucho los hombros y no cabía de dicha. De vez en cuando Hans desviaba la vista, sin poder localizar a Álvaro. Su diálogo entrecortado fue diluyéndose hasta que se quedaron callados. Lisa miró hacia la orquesta como si acabara de reparar en ella, y dijo: ¿No sería de muy buena educación por tu parte pedirme un baile? Sinceramente, carraspeó Hans, sería de mejor educación no hacerlo. Lisa palideció, le pareció que se mareaba y estuvo a punto de dejar caer su copa. Sintió un dolor intenso en el estómago, como si se hubiera puesto a digerir cristales, y para contener las lágrimas apretó con fuerza los labios rosados. Hans contempló el gesto de su boca y la encontró hermosa. De veras que lo siento, murmuró él. Muy bien, dijo ella con un hilo de voz, no te preocupes, además no importa, acabo de ver a un amigo. Que te diviertas mucho, dijo él. No lo dudes, dijo ella dando media vuelta. Lisa, la frenó Hans, ¿pero entiendes? He entendido perfectamente, contestó ella alejándose, eres libre de bailar con quien te dé la gana, adiós, ya nos veremos.

En cuanto se mezcló entre el gentío, Lisa echó a correr fuera del parque sosteniéndose el vestido como una princesa rota.

 

 

 

Al principio, en las primeras sesiones, Hans y Sophie habían dudado si trabajar en las traducciones temprano y hacer el amor más tarde, o si empezar haciendo el amor para pasar, ya más calmados, a los libros. En un primer momento Sophie se mostró partidaria de demorar la zambullida en el catre, no por falta de ganas sino porque disfrutaba de la ansiedad de Hans y porque además había notado que, con la expectación carnal, ambos parecían más sensibles a las insinuaciones, los sobreentendidos y las sugerencias de los poemas. Hans se había apresurado a abogar por el sexo como preámbulo de la lectura, no sólo por la urgencia que lo invadía al verse a solas con Sophie, sino también por el convencimiento de que ese estado flotante y beatífico que les dejaba el placer resultaba óptimo para atender a los detalles de un poema.

Con el paso de las tardes, sin embargo, se habituaron a improvisar el orden de los factores. Nunca lo decidían de forma explícita: simplemente, al saludarse y cruzar las lenguas, palpaban la inclinación del otro y se dejaban llevar por la más apremiante. El hecho de no inscribir otra rutina dentro de la rutina de trabajo los mantenía alerta, acostumbrados pero ligeramente desconocidos. Esta alternancia también era sexual: a veces Sophie se mostraba autoritaria, casi brutal en sus impulsos, hasta asustar y maravillar a Hans; otras veces ella gozaba deslizándose debajo de su cuerpo y dejándose mecer de fuera adentro, de lento a rápido, en una especie de descanso intenso que también la complacía.

Ahora, por ejemplo, yacían reclinados sobre el precario cabecero del catre, hojeando hombro con hombro una novela. Su postura era incómoda, el resplandor hirviente que atravesaba la ventana hacía sombras en el libro y debían torcerse para evitarlas. No les importaba: sus músculos conservaban la flexibilidad del deseo recién saciado. Sophie y Hans releían juntos la Lucinde de Schlegel, una promesa que se habían hecho hacía tiempo. Y de vez en cuando se detenían en comentarios que se extendían más que la novela misma.

¿Sabes?, dijo él, en este momento tengo la sensación de que somos dos en uno. ¿Dos en uno?, preguntó ella girando el cuello y apoyando la cabeza en un hombro de él. Quiero decir, explicó Hans, que no es lo mismo que dos personas sean o crean ser una sola (qué horror, suspiró Sophie, eso sería como reducirse a la mitad), ¡exacto!, y no es lo mismo eso que, digamos, ser dos al mismo tiempo, ¿no?, dos al unísono. Aquí, ahora, tú y yo parecemos coincidir completamente, pero a la vez siento que cada uno de nosotros es quien es con más fuerza, no sé si me explico. Si te digo que me pasa lo mismo, rió Sophie, ¿voy a tener que darte la razón en todo?

Oye, dijo Sophie acariciándole una rodilla, ¿no tienes miedo de que nos hayamos enamorado porque lo teníamos prohibido? No sé, contestó Hans, no pienso en eso, sería complicarlo demasiado, ¿cómo saber qué sentiríamos si pudiésemos vernos normalmente?, ¿y qué demonios sería vernos normalmente?, yo sólo pienso en cuánto me gusta estar juntos. ¿Y qué es lo que más te gusta de estar juntos?, preguntó ella. No sé, dijo él, que podemos dejarnos ser, no fingir nada. Mmm, dudó Sophie, ¿no es demasiado ser?, a mí lo que más me gusta es que podemos ser el otro si queremos: tú una dulce muchacha que me recibe, o yo un hombre resuelto que te obliga a abrazarme. ¡Tú lees demasiado al primer Schlegel!, rió él. Nunca lo suficiente, dijo ella, para olvidar al segundo, querido.

«Al principio nada lo atrajo tanto ni lo impresionó tan poderosamente», leyó Sophie en voz alta, «como la percepción de que Lucinde era de similar o igual carácter y espíritu que él; ahora cada día descubría nuevas diferencias. Pero incluso estas diferencias se basaban en una igualdad más profunda, y cuanto más ricamente se desarrollaba la personalidad de ambos, más polifacética y emocionante se volvía su unión». ¿Ves?, para mí este es uno de los pasajes más importantes de la novela. Y qué lejos de eso estamos todavía, ¿te imaginas a una legión de narradores pensando en sus propios cambios porque las mujeres que aman han cambiado? ¿Y qué me dices de esto?, dijo Hans, mira, aquí, cuando él se compara con los amantes que se sienten ajenos al mundo, separados de todo porque se aman, y dice: «No así nosotros. Todo lo que amábamos antes, lo amamos más. El sentido del mundo se nos ha abierto», para mí esa visión es admirable, el amor no como huida sino como llegada al mundo, como forma de conocerlo. Eso quiere decir que una sociedad nueva empezaría por reinventar el amor. Muy cierto, dijo Sophie, aunque Schlegel también tiene sus contradicciones, acuérdate del capítulo que leímos hace un rato, ¿a ver?, creo que en este, hubo algo, espera, que me chocó bastante, y no me refiero a las tonterías de la mujer como el más puro de los seres y esas cosas, eso ya ni lo menciono, ah, aquí: «Cuanto más elevado es alguien, más semejante se vuelve a una planta, la más moral y hermosa de todas las formas de la naturaleza», eso. Más bien se trataría de todo lo contrario, ¿no?, de cuestionar las raíces, de oponernos a la supuesta naturaleza de las cosas, a veces por ejemplo una mujer necesita desobedecer a la naturaleza para crecer. Además las plantas también evolucionan, se adaptan al terreno, cambian de necesidades, como las personas. Y como las novelas, ¿no?, Lucinde es una especie de novela híbrida, sin naturaleza pura. ¡Prólogo!, aplaudió Hans, ¡queremos un prólogo tuyo para la próxima reedición! Eh, tú, protestó ella, ¡no me adules! Bueno, adúlame, pero sin que me dé cuenta.

¿Sabías que Schlegel quiso escribir una segunda parte de la historia?, comentó Sophie mientras le desordenaba a Hans el pubis con un dedo, parece que planeaba continuarla ya no desde el punto de vista de Julius, sino de ella. Porque es curioso que Lucinde apenas tenga voz en la novela. A veces pienso que si Schlegel hubiera escrito la segunda parte de Lucinde, su historia y la nuestra habrían sido distintas. Pero su esposa Dorothea, dijo Hans pellizcándole el vientre, publicó una novela paralela, ¿no? Cierto, contestó ella, y aunque cuenta la historia de una chica que desea enfrentarse a su familia y ver mundo, el libro acabó llamándose Florentin, como el joven vagabundo que la protagoniza. Dicen que Dorothea también quiso escribir una segunda parte y que iba a llamarse Camilla, un nombre de mujer contado por una mujer. Nunca la terminó. Silencio. Esa es la historia de la literatura.

La cuestión, dijo Hans para tirarle de la lengua, es que Lucinde habla del matrimonio, ¿no? En absoluto, se apresuró a contestar Sophie, habla de la unión amorosa en general. Pero esos personajes que se aman, insistió él, son marido y mujer. Amado mío, se disgustó ella, tu sagacidad se ofusca un poco cuando entra en materia de hombres y mujeres. La novela habla de amor, de otra clase de amor, y si eso pasa dentro de un matrimonio es para darle naturalidad a esa pasión, una especie de ejemplo cotidiano. Algunas lectoras, ¿sabes?, estamos hartas de enamoramientos trágicos y deseos imposibles, por eso pienso que Schlegel acertó dándole a la historia un marco conyugal, diario. Seré curioso, se atrevió Hans, ¿podremos decir lo mismo de tu matrimonio?

Sophie se levantó sin decir una palabra. Se puso en cuclillas sobre el orinal y, por unos instantes, lo único que se oyó en la habitación fue el goteo reflexivo de la orina. Cuando volvió al catre se quedó sentada en el borde, dándole la espalda a Hans. Él temió haberla ofendido más de lo esperado, pero cuando se disponía a pedirle disculpas, ella murmuró: He aplazado la boda. ¿Cómo?, se sobresaltó Hans. Ella repitió las mismas palabras en idéntico tono. Hans se sintió perplejo, eufórico, asustado. ¿Para cuándo?, tanteó. Para diciembre, contestó ella, en navidades. Él supo que debía quedarse callado. Sophie se mantuvo durante un buen rato así, desnuda al borde del catre, atendiendo a su propia respiración. Finalmente volvió a recostarse, acomodó la cabeza sobre el vientre de Hans y, descubriendo por casualidad las telarañas de las vigas, empezó a contarle.

Después de escucharla, Hans pensó que había llegado el momento de una pregunta tan evidente como incómoda que se había cuidado de hacerle. Él no quería ataduras ni tampoco las pedía. Pero lo cierto era que, desde que conocía a Sophie, sentía un insólito arraigo y asistía extrañado a su propia permanencia en Wandernburgo. Y ya que seguía allí, quizá fuera una muestra de cobardía, no de libertad, seguir actuando como si acabase de llegar. Sophie, dijo despacio, ¿cómo pudiste comprometerte con Rudi?, ¿por qué sigues con él?

Sophie sabía que Hans no solía hacer ese tipo de preguntas, y decidió ser relativamente sincera. Mira, dijo, yo no estoy enamorada de Rudi, en eso no voy a engañarte ni engañarme porque sería inútil. Pero nunca me opuse a la boda. Rudi me adora y yo le tengo cada vez más aprecio, que es menos de lo que una soñaba pero bastante más de lo que pueden decir muchas. Y bueno, más allá de las fantasías, un matrimonio así le asegura el futuro a cualquiera, dejará contento a mi padre y solucionará nuestros percances económicos. No es que haya buscado a Rudi, al principio no estaba en absoluto interesada en él. Pero mi padre empezó a invitarlo cada vez más a menudo, y después se incorporó al Salón. Un día me confesó que estaba enamorado y que esa era la única razón por la que venía a casa (en eso, pensó Hans, no puedo culparlo), yo no me lo tomé demasiado en serio, pero él me juró que seguiría viniendo hasta que empezase a quererlo o le prohibiese entrar, cosa que naturalmente no iba a hacer. Y siguió pasando el tiempo, a veces es tan simple como eso, ¿no? Yo no le dije ni que sí ni que no, me dejé halagar, mi padre me suplicaba que considerase su proposición y yo pensaba en las necesidades de la familia y en que de todas formas nunca me había enamorado de nadie. Muchos hombres me atraían, claro, me veía con ellos a escondidas, pero no los admiraba. Ninguno me parecía lo suficientemente sensible o inteligente, supongo que eso era vanidad juvenil. Terminé decidiendo que, para no amar a ningún hombre, prefería casarme con uno rico y cariñoso. Llámalo conformismo, yo lo llamo sentido común. Rudi me ha prometido que, mientras le dé hijos y sea una buena esposa, jamás me impedirá estudiar ni dedicarle tiempo a la música y los viajes (pero, dijo Hans, ¿no podías aspirar a otra clase de matrimonio?), yo no persigo ilusiones, quiero hechos, y las mujeres confundimos demasiadas veces el amor con las expectativas. Por lo menos Rudi es joven, atractivo (¿sí?, ¿de veras?), por supuesto, ¿estás ciego?, y aunque pueda parecerte poco sensible respeta mis gustos, es paciente conmigo y fue tenaz como nadie (cuéntame, ¿y cómo te cortejó el señorito Wilderhaus?, ¿qué hacía?), bueno, ya te imaginas, me hacía un montón de regalos, me llevaba a cenar, esas cosas, pero sobre todo me escribía cartas. Sus cartas eran tan apasionadas que yo de alguna forma lo envidiaba, quería enamorarme como él, enamorarme de su amor. Él me contaba cómo me veía, y a mí me parecía raro porque cuantas más virtudes me encontraba él, menos me reconocía yo en sus descripciones. Te confieso que llegué a utilizar sus cartas para saber cómo comportarme, ¡no pongas esa cara, Hans! Y a mí me daba igual, ya sabía de sobra que cuando un hombre retrata a su amada, autorretrata sus deseos. Y ahora te pido que no hablemos más de esto, por favor, y disfrutemos de la noticia. No me caso hasta diciembre y eso es lo que importa.

Lo que importa, decía Elsa al pie de la calesa, es qué va a pasar después, entiendes, ella tiene un futuro y no le conviene tirarlo por la borda. Pero, dijo Álvaro reteniéndola, ¿no te parece que se entiende muy bien con él? Yo no opino, contestó Elsa haciéndole un gesto al cochero para que esperase, él es tu amigo, ¿tú qué vas a decir? Algún día se irá por donde vino, y para la señorita todo serán problemas. Lo dudo, dijo Álvaro, y además te repito que eso es un problema sólo de ellos dos. Te equivocas, dijo Elsa, no es sólo de ellos dos, hay una familia entera en juego, incluyendo a los que trabajamos en la casa. Qué curioso, sonrió Álvaro, de repente hablas como si te interesara esa familia.

Elsa se inclinó, le dio un beso veloz y dijo: Tengo que irme, llego tarde a la fuente.

 

 

 

Pasos, en marcha, situarse, agarrados, el giro, más rápido, vivo, cruzar, traslación, agarrados de nuevo, cintura, la mano, muy bien, y las piernas más juntas, un-dos, un-dos-tres, va mejor, y los brazos, espera, así no, ya no importa, más vivo, los hombros, ¡qué torpe!, me encanta, talón y paramos, el cruce y cambiamos, no corras, el pie con el mío, te espero, ¿me sigues?, arriba, inclinarse, la vuelta, un momento, ¿qué haces...? Eh, ¿pero adónde vas?

Definitivamente, el vals no estaba hecho para Hans.

Los bailarines de la Sala Apolo vieron cómo abandonaba la pista en mitad del baile, y cómo Sophie salía en su busca sin parar de reír. Antes los habían visto pasar juntos al centro de una cuadrilla, y más de uno había notado que ella, una bailarina impecable y una muchacha bastante seria, se dejaba arrastrar por el susurro de aquel forastero y perdía el ritmo de manera grosera. Hans y Sophie subieron a la carrera las escaleras de mármol, atravesaron la galería y se acomodaron en una mesa libre, frente a una de las arañas de gas con forma de parra. Nunca Sophie se había atrevido a tanto en público, a la vista de todos. Tampoco nunca le había importado tan poco lo que pensaran los demás: el verano entero era una pista de baile y ella iba a aprovecharla hasta que la cerrasen. Y aunque su posición fuera cada vez más vulnerable, la emoción la hacía sentirse invulnerable.

Impulsada por el vals y exaltada por el ponche, Sophie le hablaba a Hans de la última carta de Rudi. Tras algunas resistencias, Rudi había aceptado posponer la boda e incluso parecía convencido de que la nueva fecha era más apropiada para un evento de esa trascendencia. Por lo demás, reconfortado por los esfuerzos literarios que Sophie había derrochado en sus cartas, Rudi se declaraba tan enamorado como siempre y orgulloso de la capacidad organizativa de su prometida, lo cual garantizaba el éxito de la ceremonia. Todo esto no era mentira, aunque tampoco exactamente cierto: Rudi llevaba una temporada mostrándose susceptible, oscilando entre un tono de orgullo ofendido y súplica sentimental. Durante algunos días había interrumpido el envío de regalos por correo, pero al comprobar que Sophie no hacía la menor mención al respecto, se había arrepentido de aquella represalia y había redoblado el contingente de ofrendas. Ella conocía bien el carácter de Rudi e imaginaba sus padecimientos. Por eso, igual que lamentaba no poder revelarle su verdadero estado de ánimo, también lamentaba no poder explicarle a Hans cuánto sufría Rudi: ambos eran un intruso moral a los ojos del otro.

 

No, Hans, amor, ni soy tan generosa como dices ni me entrego a ti sin más: lo que tú tomas de mí ya me lo diste antes, y cuando vuelve a tus manos es porque entre nosotros todo tiene un poder de ida y vuelta, un efecto de eco. Al pensar en ti, al darme, siento que me dirijo a mi propio encuentro, y eso me hace más fuerte y me da paz. La paz también consiste en poder brindar lo mismo que recibes. ¡Bendito egoísmo este, que se satisface en su generosidad!

Buenas noches, mi bien. Rózate un dedo del pie y dile que ha sido mi mano traviesa. Tu

S.

 

Sophie, delicia, has dado con una idea maravillosa: lo que tomas de mí ya me lo diste. He pensado todo el día en eso. Y creo que tu idea, que es más bien una vivencia (como todas las auténticas ideas), nos lleva a un estadio más elevado del amor: el del individualismo bien entendido. Los amantes clásicos se prometen ser los mismos para siempre, pero contigo he aprendido a cambiar de planes para bien. No te hablo de dejar libre a quien se ama por olímpico altruismo. Se trata de la certeza de que tu amplitud es mi horizonte.

Después de cada breve separación, después de este tranquilo recobrarnos a nosotros mismos por separado, me siento capaz de emprender una más dulce reconquista de nosotros juntos.

Contigo, amor de

H.

 

 

 

El humo de las mesas aureolaba el sombrero de Álvaro, recorría el ala como un fantasma sobre una cornisa, trepaba por la copa y se perdía titilando entre candiles. El Café Europa se había llenado de golpe, como si los clientes hubieran esperado una señal para asaltar la puerta. Álvaro había revisado unos presupuestos de la empresa, había pedido una taza de chocolate y ahora hojeaba un ejemplar atrasado del Diario de avisos. Hans bebía su sexto café del día y contemplaba distraído los caprichos del humo. Uno acababa de despedirse de Elsa, el otro venía de estar con Sophie. Ninguno de los dos se había referido nunca a esos encuentros simultáneos, no por desconfianza sino por discreción. Lo suyo con Elsa, pensaba Álvaro, fuera lo que fuese, no iba a traer grandes consecuencias. Lo de Sophie era distinto, mucho más delicado. Y no sabía cómo ayudar mejor a Hans: callando como hasta ahora o hablando de una vez.

¿Has visto?, decidió disimular Álvaro abriendo otro periódico, ¿has visto The Manchester Guardian? Y extendió una doble página que rebasó los bordes de la mesa. Hans se asomó a los titulares: en Fráncfort acababan de celebrar un nuevo aniversario del nombramiento de Metternich como canciller. Habían asistido Francisco de Austria, Federico Guillermo de Prusia, Nicolás de Rusia, Jorge del Reino Unido y Carlos de Francia. Hans se encogió de hombros. ¿Has visto los discursos?, insistió Álvaro, escucha, escucha: «Su Majestad Imperial destacó», están hablando de Francisco, «el incremento continuo de sus méritos», de Metternich, «gracias al ininterrumpido celo», ¡realmente ininterrumpido, sí!, «la habilidad política y el coraje con que se ha consagrado a la preservación del orden general», ¡literal del discurso, eh!, «y al triunfo de la ley sobre los desórdenes de quienes intentan perturbar la paz dentro y fuera de nuestros estados», en fin, espera, bla, bla, aquí, «Su Majestad Friedrich Wilhelm III de Prusia ensalzó la trayectoria del homenajeado, elogió la labor de la Dieta, y advirtió de la necesidad de ampliar el margen de maniobra de los estados alemanes», ¡qué caradura!, después va el otro y, fíjate, «Siempre dentro de un clima de concordia y cooperación», ¡conmovedor!, «Su Majestad George IV subrayó la importancia de la Cuádruple Alianza, que refuerza los acuerdos económicos y comerciales entre estados por encima de su signo religioso», ¡ay, qué ingleses, los ingleses!, pero escucha, escucha lo que... Perdona, lo interrumpió Hans, ¿puedo? Álvaro le cedió el periódico y levantó los brazos en señal de inocencia. Hans leyó en silencio:

«Finalmente intervino el conde y príncipe de Metternich-Winnenburg, que concluyó expresando entre los aplausos del Parlamento: “La palabra libertad no posee valor alguno como punto de partida, sino como meta por la que se lucha. Es la palabra orden la que designa el punto de partida. Los admiradores de la prensa actual pretenden honrarla con el título de representante de la opinión pública, aunque lo escrito en ella sólo exprese la impresión personal de sus redactores. ¿Acaso esos mismos demagogos le reconocen dicha función, la de representar a la opinión pública, a las declaraciones consensuadas de nuestros gobiernos? La opinión pública es poderosa en todo sentido. Al igual que la religión, penetra allí donde no alcanzan las medidas administrativas. Despreciar el impacto de la prensa sería tan peligroso como despreciar la importancia de los principios morales. La posteridad jamás comprendería que respondiéramos con silencio al clamor de nuestros oponentes. La caída de los imperios depende de la propagación del descreimiento. Por eso la fe religiosa no sólo sigue siendo la primera de las virtudes, sino también el mayor de los poderes. Y por eso la religión no podrá declinar en nuestras naciones sin causar al mismo tiempo un declive de sus fuerzas”».

Hans suspiró.

Oye, volvió a disimular Álvaro, ¿qué tal el organillero? Ayer cené con él, dijo Hans, está igual que siempre, canta solo y duerme como un niño. A veces tose un poco. He logrado comprarle una camisa nueva y lo he amenazado con bañarlo. ¿Y él qué opina?, preguntó Álvaro. Dice que la higiene está sobrevalorada, contestó Hans, que depende de la culpa y que él se siente completamente en paz. Hans rió con su amigo, pero enseguida se quedó callado. Álvaro le preguntó cómo iban las traducciones y Hans dijo que bien, mencionó a tres o cuatro poetas y volvió a callarse. Entonces Álvaro tuvo la sensación de que Hans quizás estaba esperando otra pregunta, y se decidió a sacar el tema. Mientras entreabría los labios, en un rincón del fondo se oyó un choque de bolas y unos aullidos de celebración.

Oye, se lanzó por fin Álvaro mirándolo a los ojos, ¿tú sabes en qué lío te metes? Hans resopló con más alivio que incomodidad. Esbozó una sonrisa lenta. Después bajó la vista, se distrajo en los restos de la taza, se encogió de hombros y dijo: Ya no puedo controlarlo. Ni quiero controlarlo. Álvaro asintió. Tras una pausa prudente, insistió: ¿Y ella? Ella, contestó Hans, es más valiente que cualquiera de nosotros. ¿Y la boda?, dijo Álvaro. Supongo que tendrá que celebrarse, murmuró Hans, Sophie no necesita que la salve, sólo que la quiera. ¿Pero tú la quieres en serio?, preguntó Álvaro. Tan en serio, contestó Hans, que sé muy bien que no debo entrometerme en esa boda. ¿Y después?, dijo Álvaro. Después, contestó Hans, no sé. O nos seguimos viendo... ¿O?, lo empujó Álvaro. O me voy a Dessau, terminó Hans, que el señor Lyotard me espera.

El sombrero de Álvaro humeaba, parecía arder. Una mosca que no vieron se posó sobre el ala. Le gustó. Se quedó ahí.

Explícame una cosa, dijo Álvaro, si tan enamorado estás de Sophie, ¿cómo puedes soportar que esté con otro hombre al mismo tiempo? Al mismo tiempo no, sonrió Hans, cuando está conmigo no está con nadie más. Bueno, dijo Álvaro, pero no eres el único, y cuando uno quiere de verdad a. Es que, lo interrumpió Hans, no somos únicos. En realidad todo el mundo está, o piensa en estar, con otros. ¡Vamos, vamos!, dijo Álvaro, ¡no me vengas con eso!, ¡es una pose!, ¿vas a decirme que no te da celos pensar en los momentos que ella pasa con Rudi? (La mosca recorría el sombrero, frotaba las patitas contra la tela brillante.) No digo que nunca sienta celos, contestó Hans, lo que digo es que no dependen de lo que ella haga. Uno puede morirse de celos por razones imaginarias. Pero, insistió Álvaro, ¿no te da miedo perderla?, ¿que pueda preferir a otro, Rudi o el que sea? ¡Claro que me da miedo perderla!, dijo Hans, lo que dudo es que eso pueda evitarse siendo el único hombre con el que ella se acuesta, ¿entiendes? Hasta te diría que es más fácil perder a una mujer si le impides que conozca a otros hombres. Y qué pasa, objetó Álvaro, si ella conoce a otro y le gusta demasiado. Puede ser un riesgo, admitió Hans, pero más peligrosa es la curiosidad insatisfecha. Podemos llegar a obsesionarnos con alguien sin tocarlo, o precisamente porque no lo hemos tocado. Por eso desconfío de las mujeres fieles, ¡no te rías!, son capaces de idealizar tanto a otro que no hay manera de evitar que se enamoren de él. ¿Acaso las parejas fieles no fracasan? ¡Y cuántos matrimonios se mantendrán en pie gracias a los amantes! Todavía no sé, dudó Álvaro, si me tomas el pelo o piensas eso de verdad. Querido, dijo Hans, ¡te has vuelto conservador! Eso lo dices, negó Álvaro, porque eres joven. Cuando uno es joven le gusta jugar a la incertidumbre. Pero al hacerte mayor vas perdiendo casi todas las certezas, y te aferras como un perro a lo poco que conoces: tu amor, tu familia, tu territorio. Soy mucho menos joven de lo que crees, replicó Hans, y aparte de Sophie ya he perdido las certezas. ¿Y ella qué?, dijo Álvaro, ¿está de acuerdo con tus teorías? Huy, rió Hans, ¡no sabes cuánto! Además... ¿Además?, se interesó Álvaro inclinándose hacia delante. (Las alitas de la mosca temblaron, amagaron con despegar.) Además, susurró Hans, así me da más gusto, ¡lo que aprenda por ahí, que me lo enseñe! ¡Vamos, hombre, por favor!, exclamó Álvaro alejándose, ¡eso ya es ser cínico! No, no, se ofendió Hans, es imposible ser cínico estando enamorado. Y yo estoy más enamorado de Sophie que de nadie jamás. Lo que pasa es que, cómo te lo explico, para mí no hay nada más hermoso que sentirme elegido, ¿entiendes? En fin. Ahora puedes denunciarme al padre Pigherzog o invitarme a otro café, que todavía no has pagado ninguno. Café no, dijo Álvaro, whisky. ¡Camarero!, ¡por favor, dos whiskies! ¡Los dos para el señor!

Entonces vieron a la mosca.

 

 

 

¿Qué nos toca traducir hoy?, preguntó ella volviendo a ponerse las medias blancas. Italianos, dijo él, y portugueses. Pero antes mira esto.

Hans buscó en el arcón y le extendió a Sophie un ejemplar de Atlas. En las páginas centrales aparecía una muestra de joven poesía francesa traducida por ellos dos. Y, debajo del encabezado, una nota introductoria firmada con el nombre de Sophie. ¿Y esto?, se asombró ella, ¿cuándo escribí yo esto? No lo escribiste, contestó él, lo dijiste. Ese día tomé nota de tus opiniones, las redacté y después las mandé con los poemas. Y mira tú por dónde, a los de la revista les pareció brillante. C’est la vie, mademoiselle Bodenlieb.

Con Camões, dijo Hans, no podemos hacer nada, porque ya está editado y bien traducido. ¿Conoces a Bocage?, ¿no?, no tiene nada que envidiarle a los más grandes. He anotado algunas dudas, hay versos que no entiendo bien, ¿qué significa exactamente pejo?, ¿y capir?, tenemos esto (Hans le entregó a Sophie un ejemplar pequeño y grueso: A Pocket Dictionary of Italian, Spanish, Portuguese and German Languages, impreso en Londres en 1799), échale un vistazo a los poemas.

 

¡Oye, Marilia, flautas de pastores,

qué bien suenan y cuánto es su deleite!

¡Cómo sonríe el Tajo! ¿Y también sientes

a los vientos brincando entre las flores?

¡Mira cómo, frotándose de amores,

incitan nuestros besos más ardientes!

¡Y allí, de planta en planta, inocentes

las vagas mariposas de colores!

En ese arbusto el ruiseñor espera

y entre las hojas una abeja para

o de pronto, zumbando, el aire altera:

¡qué alegre campo, qué mañana clara!

Mas, ah, si viendo esto no te viera

más pena que la muerte me causara.

 

Sí, dijo Sophie, me parece mejor vientos que céfiros. ¿Y lo de las mariposas?, preguntó Hans, ¿no quedaría mejor si en vez de «las vagas mariposas» pusiéramos «ociosas mariposas»? No, no, contestó Sophie, mejor vagas, porque así se nota que no tienen preocupaciones, pero también parece que las vemos borrosas yendo de flor en flor.

Sophie trabajaba en silencio con la cabeza agachada. Revisaba las versiones, las pasaba a limpio y consultaba el diccionario. Hans se distrajo observándola: tenía los largos dedos de la mano derecha manchados de tinta y así, tan seria y concentrada, la encontró terriblemente bella. Él trató de volver al borrador del soneto que acababa de traducir, pero algo le zumbaba en los oídos como la abeja de Bocage. Cuéntame, dijo entonces, ¿qué tal Rudi? Sophie levantó la cabeza, sorprendida de que Hans lo mencionase, cosa que no hacía a menudo y que ella le agradecía. Bueno, contestó Sophie, bastante bien, parece que más calmado. El lunes recibí una pulsera de azabache y un peine de nácar, así que supongo que todo está en orden.

 

Importuna razón, no me persigas;

en vano tu voz áspera murmura;

si en ley de amor, si a fuerza de ternura

no domas, no contrastas, no mitigas;

si atacas al mortal y no lo abrigas,

si (conociendo el mal) no le das cura,

déjame demorarme en mi locura,

importuna razón, no me persigas;

es tu intento, tu fin llenar de celo

esta alma, la víctima de aquella

a quien, cambiante, en brazos de otros veo:

tú quieres que me aparte de mi bella,

la acuse, la desdeñe; y mi deseo

es morder, delirar, morir por ella.

 

Este, sonrió Sophie, te ha quedado perfecto.

Se bebieron la jarra de limonada que les había subido Lisa y pasaron a los italianos. Para mí, dijo Hans, el mejor de los nuevos es Leopardi, aunque todavía es muy joven. También le ofrecí a la revista unos artículos de Mazzini, pero al director le parecieron demasiado escandalosos y me contestó que no era un buen momento para publicarlos, en fin, a lo que íbamos. En la Gazzeta della Nuova Lira he encontrado estos poemas de Leopardi. Dime cuáles prefieres.

Sophie los leyó y eligió Canto de las fábulas antiguas y El sábado de la aldea, que le recordaba los fines de semana en Wandernburgo cuando era niña. Hans propuso Canto a Italia porque, según dijo, le encantaban los poemas que hablaban con decepción de la patria, fuera la que fuese.

 

Veo, oh patria, los muros y los arcos

y las columnas y los simulacros,

las torres yermas de nuestros abuelos;

sin embargo la gloria no la veo,

tampoco veo el hierro

ni el laurel que cubría

a los antiguos padres. Hoy, vencida,

con la frente desnuda y con el pecho

desnudo, tú nos miras.

 

Hay como dos nostalgias en Leopardi, opinó Hans, yo me quedo con la íntima. De acuerdo, asintió ella, su nostalgia histórica suena impostada, y la otra es mucho más carnal, como venida de la experiencia. Por ejemplo aquí:

 

La muchachita vuelve de los campos,

cuando el sol atardece,

con su atado de hierbas; en la mano

lleva un ramo de rosas y violetas

con las que, como suele,

se adornará mañana, día de fiesta,

el pecho y los cabellos.

Se sienta en la escalera

la viejecita a hilar con las vecinas,

vuelta hacia donde ya se pierde el día,

contando historias de sus buenos tiempos...

 

¿No es conmovedor?, dijo Sophie, ¿cómo por un momento coinciden en la calle la joven de las flores y la anciana que hila? Seguro que la chica está enamorada, porque vuelve del campo con un ramo que piensa usar en la fiesta de mañana. La viejecita en cambio no tiene mañana, lo que ve es el atardecer, y espera la llegada de la noche recordando, hilando. Me la imagino viendo pasar a la chica, sonriendo y volviéndose para decirle a una vecina: yo, en mis tiempos... En fin, ¿seguimos corrigiendo la estrofa? No, no, contestó Hans, así está bien.

 

... Muchacho juguetón, tu edad florida

es como un día lleno de delicia,

día sereno, claro,

que precede a la fiesta de tu vida.

Muchacho, goza de este dulce estado,

de la estación alegre.

No quiero decir más; pero si acaso

tarda en venir la fiesta, no te pese.

 

¡Cómo prefiero este tono!, se entusiasmó Hans, ¡cuánto más verdadero! Para los grandes temas lo mejor es fingir que se habla de cosas muy pequeñas.

Sophie se peinaba despacio, como quien resume el día, frente al reverso de la acuarela. Piernas y brazos en cruz, todavía agitado, Hans la contemplaba desde el catre tal como él había dicho que no debían mirarse los grandes temas: solemnemente. No sabía por qué esa manera precisa y ensimismada que tenía Sophie de arreglarse lo conmovía tanto, como si esos primorosos movimientos de repliegue contuvieran una despedida en miniatura.

Oye, susurró Hans, ¿sabes que eres mi suerte? Ella detuvo el peine, se volvió y dijo: Sé a lo que te refieres, amor, a mí me pasa igual, me levanto cada mañana, pienso que voy a verte y siento como un impulso de dar gracias. Pero después me despejo y me digo que no, que no ha sido la suerte, que más bien ha sido un atrevimiento, nuestro atrevimiento. Tú podrías haberte ido y te quedaste. Yo podría haberte ignorado e hice todo lo contrario. Todo esto es voluntario, mágicamente voluntario (hablas igual que el viejo, dijo Hans), ¿qué viejo? (el organillero, ¿quién va a ser?), ah, por cierto, a ver cuándo... (sí, sí, pronto), de hecho, ¿sabes?, a veces pienso que ni siquiera hemos tenido suerte. Quiero decir, podríamos habernos conocido en otro lugar, o más tarde. A veces me imagino cómo sería vivir en otro tiempo, a lo mejor entonces todo sería más fácil para nosotros.

Hans dijo: Sophie, mi vida, vendrán otros tiempos. Y no serán tan distintos. ¿Es una profecía?, preguntó ella riéndose.

 

 

 

Esa misma mañana, antes de que Sophie viniera a traducir a Bocage y Leopardi, Hans había madrugado para despedir a Álvaro, que viajaba a Londres para reunirse con sus socios y visitar a sus parientes. Se encontraron en el Café Europa. Álvaro felicitó a Hans por haberse retrasado solamente diez minutos. Después del desayuno (chocolate y anís para uno, café y café para el otro) dieron un paseo hasta la posta, donde el criado de Álvaro los esperaba con el equipaje listo al pie de la berlina. Al pasar junto a las torres torcidas de San Nicolás, Álvaro se santiguó al revés y murmuró: Te suplico, Señor, que a mi vuelta se caigan.

Ya frente a la berlina, los dos amigos se miraron como si acabasen de darse cuenta de que uno de ellos se marchaba. Alarmado, Hans tuvo la sensación de que estaban intercambiándose los papeles. Álvaro sonreía incómodo, tratando de calmarse y tratando de entender por qué no se calmaba. No supieron qué decir, cómo abrazarse. Voy a echarte de menos, le gritó Hans finalmente a la cabeza que asomaba por un costado. ¡Son só-lo do-os sema-a-nas!, contestó la cabeza de Álvaro entre traqueteos.

Tal como había augurado la señora Zeit hacía meses, la posada rozaba temporalmente un inconcebible lleno. Dos muchachas rubias y deslizantes ayudaban con el servicio y la limpieza. La mayoría de los huéspedes eran parientes lejanos, o amigos de parientes lejanos, de los wandernburgueses que se habían quedado a pasar el verano en la ciudad. A veces Hans se cruzaba con ellos en las escaleras y, por falta de costumbre, tardaba en reponerse del sobresalto y devolverles el saludo. Aquella mañana los Zeit esperaban la visita de sus propios familiares, que venían a pasar unos días y no tendrían más remedio que repartirse entre la vivienda de los dueños y la habitación número tres, la única libre. La misma en la que Lisa solía esconderse para hacer los deberes.

Los primos, sobrinos, tíos y demás progenie desfilaban alborotados y confundidos por el pasillo de la posada. Unos eran rollizos y lerdos como el señor Zeit, otros eran espigados y tensos igual que Lisa. Apostada en la puerta, la señora Zeit los iba recibiendo uno por uno, los besaba rápido y les propinaba un discreto empujón hacia el interior. En cuanto reconoció al primo Lottar, en cambio, se limpió las manos en el delantal y se adelantó para ir a su encuentro.

Lisa vio cómo Lottar entraba, soltaba el equipaje y se le acercaba con los brazos extendidos. Sabiendo que su madre la vigilaba, soltó un gritito y corrió a abrazarlo. Pero mientras le daba la bienvenida a su primo segundo, que dejaba caer los párpados y le apretaba el talle, ella desviaba la vista hacia la puerta, hacia la luz que rebosaba por los bordes del marco.

Desde el extremo opuesto de la posada, se oyó de pronto la voz nasal de uno de los parientes de los Zeit: ¡Querida, ven!, ¡por favor, ven!, ¡tu hijito no deja de, en fin, de...!, ¡el pequeño Thomas está...!, ¡está, suelta unos...!, ¿querida, me oyes?

Chocando su barriga con la barriga de su hermano, el señor Zeit proclamaba: ¡Ya es agosto, eh!, ¡parece mentira!

En un rincón de la cocina, la señora Zeit le hablaba en voz muy baja a su hija: ¿Queda claro o no?, comportándote así nunca vas a gustarle al primo Lottar (yo no quiero gustarle a Lottar, dijo Lisa), pues tendrá que gustarte. Es hijo de médico. Es honrado. No es mal hombre. Bastante hay con que se haya fijado en ti. Así que ni una palabra y sé más amable con él, ¿entendido? Contesta. ¡Lisa, contesta!

Lisa abandonó la cocina dando zancadas y su madre salió tras ella. En ese momento Hans, que acababa de entrar en la posada y miraba a su alrededor sorprendido por el trajín, estuvo a punto de tropezar con Lisa. Ella demoró su carrera para ordenarse el cabello y sonreírle. Entonces se volvió y le gritó a su madre: ¡Si alguna vez usted hubiera estado enamorada, no me hablaría así! La señora Zeit se detuvo, perpleja. ¿Cómo?, balbuceó, ¿qué?, ¿pero qué dices? Lisa se perdió pasillo abajo. A falta de otro interlocutor, la posadera miró a Hans y exclamó: ¡Santo Dios! ¡Será posible! ¿Usted la entiende?

Lisa pasó el resto de la mañana encerrada en su cuarto y se negó a almorzar. La señora Zeit le explicó al primo Lottar que su hija se encontraba indispuesta. El primo Lottar asintió con una sonrisa equívoca y dijo que le parecía perfectamente natural, porque Lisa había crecido mucho desde el verano pasado y ya no era ninguna niña.

Unos minutos antes de las cinco de la tarde, Lisa abandonó voluntariamente su encierro y se presentó en la cocina con una expresión de indiferencia que enfureció más a su madre. Sin decir una palabra ayudó a preparar la limonada, y a su debido tiempo se adelantó para subirla ella misma a la habitación número siete.

Antes de llamar a la puerta, Lisa se quedó escuchando. La voz de Hans, su voz grave y un poco seria, decía palabras bonitas:

 

... tú quieres que me aparte de mi bella,

la acuse, la desdeñe; y mi deseo

es morder, delirar, morir por ella.

 

Lisa golpeó dos veces y, como solía, no esperó a que le dieran permiso. Por eso alcanzó a oír la respuesta de esa engreída estúpida que venía casi todas las tardes: «Este te ha quedado perfecto». No era gran cosa para decirle a un hombre como Hans.

Avanzó con deliberada lentitud con la jarra entre las manos; el sol de la ventana deshacía la pulpa del limón y disparaba los reflejos. Vuelto hacia ella, sonriéndole, el adorable Hans apretaba un papel lleno de anotaciones. Posando frente a él, muy tiesa, mal peinada, sosteniendo la pluma como una idiota, estaba la engreída. Lisa siguió avanzando. La habitación estaba hecha un desastre. Había libros abiertos por todas partes, el aguamanil estaba sucio y, para colmo, la engreída había tenido la torpeza de dejar caer al suelo ese precioso chal color melocotón que no se merecía. Incluso el catre, pobre Hans, estaba sin hacer: si las chicas de la limpieza no tenían más cuidado, se lo contaría a su madre. Lisa echó un vistazo a la ropa de cama y se quedó un instante absorta, contemplando el desorden de las sábanas, hasta que Hans carraspeó. Entonces reanudó sus movimientos como si nunca se hubiera detenido. Se acercó a ellos, se inclinó para llenar los vasos, dejó la jarra de limonada sobre el escritorio y se marchó cerrando con brusquedad.

Ya es de noche. Los ruidos, las voces, la inquietud de muebles han cesado hace horas. En el aire flota el grillo que nace del silencio. Por toda la posada se extiende una oscuridad suave, apenas interrumpida por los candiles de la planta baja. La sala se ha quedado desierta, el caldero no humea. Nada tiembla tampoco en el primer piso. Ninguna luz desvela los escalones. Pero en la segunda planta, en algún punto del pasillo, una llamita de aceite se mueve despacio. Lisa va descalza, camina como si el suelo pinchara, con la punta de los dedos, haciendo equilibrios para evitar que se derrame una sola gota del plato: sabe que eso podría delatarla a la mañana siguiente. Los pies fríos de Lisa llegan al fondo del pasillo y se paran frente a la puerta de la habitación número siete. Es ahora cuando el pulso de la mano se vuelve inseguro y ella teme volcar el plato o cometer cualquier error. El pecho puntiagudo se le inflama bajo el camisón, retiene un momento el aire, se le queda vacío. Ella se oye respirar. Se cuenta los latidos. Uno. Dos. Tres. Ahora o nunca.

Al girar el picaporte poco a poco y separar la hoja de la puerta, la mano de Lisa se ilumina con el fulgor del quinqué, los nudillos se le encienden, sus dedos parecen chorrear luz. Hans no se ha dado cuenta todavía, porque más que leer ya está olvidando, recitando entre sueños el libro que leía unos minutos antes. La llama del quinqué oscila sobre una silla, junto al catre. Hans está recostado y sólo viste un calzón corto blanco. Sobre sus pectorales descansa el libro abierto. Lisa observa las piernas largas de Hans, sus pies grandes separados. Se acerca al catre. Se agacha flexionando las rodillas y posa el disco de aceite en el suelo. Cuando se incorpora de nuevo, el corazón de Lisa da una voltereta: ahora los ojos de Hans brillan despiertos y la miran con una fijeza que la asusta.

Incorporado a medias, Hans observa a Lisa no menos espantado. Mira los hombros altos, picudos. Mira la mancha de la silueta al trasluz del camisón. Mira las mechas del vello en los muslos, esos muslos esbeltos que ahora se apoyan tímidamente en el catre. ¿Él dormita todavía? No, no duerme en absoluto y lo sabe muy bien. El tirante izquierdo de Lisa empieza a ceder, cede. Hans trata de pensar en el número trece. ¿Es un número alto o bajo? Sus hombros sí son altos, las clavículas también. Le cuesta bastante pensar. Lisa sigue desvistiéndose como una sonámbula, como si estuviera sola. ¿Es un número alto o bajo? Depende para qué, depende cuándo. La piel y el cabello de Lisa huelen a aceite tibio. Hans está quieto, quieto. No está haciendo nada, no es su culpa. Ve asomar un pezón que es un sol nuevo. Pero no puede evitar pensar que, a partir de cierto punto, la quietud es tan activa como cualquier movimiento. ¿Son muchos o pocos, trece? Las yemas de los dedos de Lisa son ásperas y a la vez delicadas. Esos dedos le interrogan los pectorales. La vida es miserable, miserable. Ahogado de fiebre, de dolores opuestos, Hans levanta apenas un brazo y detiene la muñeca de Lisa. Al principio esa muñeca se rebela. Después pierde firmeza. Lisa retira la mano, vuelve a ponerse el camisón. No quiere mirar a Hans y tampoco se deja atrapar el mentón, que va de un lado a otro, oscilando como la mecha de la lamparilla. Finalmente el mentón de Lisa se rinde, él lo aprieta con ambas manos, ella accede a mirarlo y le muestra las mejillas con lágrimas. No se dicen nada. Antes de separarse del catre, Lisa tiene el impulso de besarlo en los labios y él no la rechaza. El aliento de Lisa huele a caramelo.

Cuando la puerta se cierra Hans se queda clavado boca arriba, palpitando. La frente suda frío, la piel le arde. Trata de pensar un poco. Trata de convencerse de que ha hecho bien, trata de felicitarse. Pero sospecha seriamente que si Lisa hubiera insistido una sola vez más, si hubiera prolongado ese beso, él habría seguido e incluso colaborado. La vida es miserable, miserable. Se levanta de un salto, pisa el libro caído en el suelo, corre al aguamanil, se moja la cabeza varias veces, no siente el agua fresca.

 

 

 

En cuanto regresó de su viaje, lo primero que hizo Álvaro fue pasar por la calle del Caldero Viejo. Subió las escaleras sin dirigirse al señor Zeit, que lo miró con cara de siesta desde el mostrador. Al ver que nadie contestaba en la número siete, Álvaro tuvo un mal presentimiento. Cuando Lisa lo informó de que Hans acababa de salir, suspiró de alivio. Se encaminó a la plaza del Mercado y, viendo que el organillero se había marchado, fue en tílburi hasta la cueva. Allí encontró a los tres, a Hans, al viejo y Franz, cantando una canción napolitana al son del organillo: el viejo la entonaba con vocecilla ronca, Hans intentaba seguirlo sin saber la letra y, mientras, el perro ladraba y gruñía con un sentido del ritmo inverosímil.

De camino al Café Europa, Álvaro le confesó en tono casual, ese que ponen algunos hombres cuando se emocionan delante de otro hombre: ¿Sabes?, pensé que te habías ido. ¿Y eso?, preguntó Hans. Es difícil de explicar, contestó Álvaro, cada vez que me reencuentro con mi familia y paso una temporada hablando en mi idioma, empieza a parecerme que Wandernburgo no existe o ha desaparecido del mapa, ¿entiendes?, como si cada día estuviera más lejos, y entonces pienso que mis amigos ya no están ahí, o incluso que han sido cosa de mi imaginación. Álvaro, Alvarito, se burló Hans, no sé si eres un fantasioso o un sentimental. ¿Cuál sería la diferencia?, sonrió Álvaro.

Entre los reflejos cruzados del Camino de los Cristales, Hans se detuvo en seco. Un momento, dijo, pero, ¿pero el café no estaba ahí, enfrente de? Bah, se encogió de hombros Álvaro, siempre pasa lo mismo. Tú no hagas caso y sigue caminando, que ya aparecerá.

Jugaron al billar, hablaron de Londres y repasaron la prensa extranjera. En la tercera de La Gaceta, Álvaro leyó una crónica sobre la sublevación en Cataluña. Se habían visto banderas con el rey Fernando colgado de los pies, la revuelta avanzaba por Manresa, Vich, Cervera. Los campesinos se sumaban a la revuelta apoyados por militares disidentes. Buenas noticias, ¿no?, comentó Hans. Más o menos, dudó Álvaro, esto me huele a carlismo, ojalá no se trate de derrocar a un traidor para coronar a un retrógrado. ¿Y qué es el carlismo exactamente?, preguntó Hans. Uf, resopló Álvaro, eso mismo quisiéramos saber los españoles. En fin, si tienes tiempo haré lo que pueda. Aunque ni los carlistas podrían explicártelo.

Hans escuchaba asombrado el relato sobre la política española de los últimos años. Y, tal como le había advertido su amigo, no era fácil de entender. O sea, resumió Álvaro, primero Fernando el cabrón conspira contra el traidor de su padre, después lo juzgan y lo absuelven, y más tarde su padre abdica en él, ¿hasta aquí bien? Napoleón los secuestra a los dos y soborna a Fernando, Fernando le devuelve la corona a su padre y su padre se la vende al hermano de Napoleón. ¡Somos lo más grande! Fernando queda preso, o mejor dicho queda dándose banquetes en un castillo, hasta que termina la guerra de independencia. El cabrón de Fernando se disfraza de mártir y el pueblo, como siempre, lo recibe como al Mesías. Bonaparte reconoce a Fernando como rey cabrón de España, se suprime la constitución republicana y empieza la restauración, ¿no? El rey cabrón concede una amnistía, volvemos unos cuantos y él acepta a regañadientes la constitución de Cádiz, que como te imaginarás no duró mucho (entendido, asintió Hans, o más o menos, ¿y después tú qué hiciste?), por un tiempo creí que iba a quedarme en España, pero las cosas no pintaban bien y Ulrike tampoco estaba segura, nuestra vida ya estaba en otro lugar y, bueno, además pensábamos en tener esos niños alemanes que nunca tuvimos. Espera, que me tomo otra. Dios mío, ¡si existieras! Nos volvemos a ir, el liberalismo se acaba pronto, y en el 21 hay una sublevación en Barcelona. Yo intento viajar para apoyarla, pero cuando mi diligencia se acerca a los Pirineos nos enteramos de que la sublevación está siendo sofocada y entonces, lo confieso, doy media vuelta y vuelvo a Wandernburgo. ¿Sabes?, de lo que más me arrepiento en la vida, además de no haber tenido un hijo con Ulrike, es de no haber seguido viaje ese día (no digas tonterías, dijo Hans, ¿tú qué ibas a hacer?), ¡yo qué sé!, donar dinero, pegar tiros, ¡algo! (aunque sé que lo hiciste, me cuesta imaginarte disparando), no te extrañes tanto, en algunas circunstancias la violencia es la única manera de hacer justicia (lo dudo, objetó Hans cruzándose de brazos), que uno lo dude, mi querido amigo, o que tenga miedo, no significa que no sea cierto.

Sí, otra, gracias, ¿por dónde íbamos?, continuó Álvaro, ah, el 23. Y se veía venir, Metternich y Federico Guillermo ya lo habían probado en Italia. Llegaron los cien mil hijos de puta de San Luis, le echaron una mano a Fernandito, ¡con las armas, lo ves!, y adiós a la constitución y lo demás. La Santa Alianza ocupó España como nunca lo había hecho Bonaparte, persiguieron a medio país, la inquisición se puso en forma y así, querido mío, mi país volvió al lugar que más le gusta: el pasado. Así es España, Hans, un carrusel eterno. Scheiße! ¿A ti te gusta Goya?, a mí también, ¿y por casualidad no habrás oído hablar de un cuadro que se llama Alegoría de la villa de Madrid?, bueno, no importa. En ese cuadro aparecía un medallón con el retrato de Pepe Bonaparte, Goya le había jurado fidelidad como tantos ilustrados. Pero cuando Madrid se libera de los franceses, Goya sustituye la cabezota de Pepe Bonaparte por la palabra constitución, ¿qué te parece? Y unos meses después vuelve a poner la cabezota, cuando los franceses recuperan la ciudad. Don Francisco no duda en reescribir constitución después de la victoria final, ¡y atención!, en el 15 tapa la palabrita con un retrato de Fernando el cabrón, que aguanta su cabeza ahí hasta el trienio liberal. Entonces la constitución vuelve al cuadro hasta el maldito 23, y vuelta a empezar. ¿Somos o no somos un carrusel? Para mí Goya es el mayor genio de Europa, y ese cuadro el mejor ejemplo de la historia de España (no sabía, se sorprendió Hans, que Goya fuera tan calculador), ¡pero si no fue calculador, Hans!, así estuvo media España, viendo quién ganaba para salvar el pellejo. Unos lo hacían por sus hijos, otros por su trabajo, seguramente yo lo hubiera hecho por Ulrike. Así de simple. Al fin y al cabo, ¿qué hicimos otros? Irnos.

A la otra España, dijo Álvaro vaciando su jarra, siempre la desmantelan. Pasó con los reyes católicos, pasó con la contrarreforma, siguió pasando durante tres siglos, pasó en el 14, acaba de pasar en el 23, ya veremos cuándo toca la próxima. Un país tan conservador y monárquico sólo puede criar rebeldes rencorosos, y los rebeldes rencorosos sólo pueden terminar castigados por su patria (la patria no existe, dijo Hans, ¡tú le echas la culpa de todo a la patria!, los que castigan son los patriotas), no, no, te equivocas, por supuesto que existe, y por eso nos duele tanto (bueno, entonces, por puro patriotismo, te habrá dolido mucho perder las colonias), ¿a mí?, ¡qué va!, ¡a mí me alegra!, ya era hora de dejar de fingirnos un imperio y concentrarnos en nuestros propios desastres. Y los turcos en Atenas, lo mismo. A mí lo del pobre Riego me encantó, ¡eso sí que es un patriota!, masón, afrancesado y general de España (¿qué hizo?, cuéntame), pues mira, en vez de combatir a los independentistas americanos, el hombre se subleva, exige la constitución de Cádiz y extiende el movimiento por Galicia y Cataluña. ¡Perfecto!, ¿qué culpa tiene América? Dudo que Bolívar haga con su pueblo nada peor de lo que hicieron nuestros virreyes (él quizá no, ya veremos qué hacen con el pueblo las oligarquías nacionales después de independizarse), ah, ese es otro tema, yo creo que les convendría unirse (¿lo ves?, ¡los imperios existen, las patrias no!), mira que eres terco (oye, ¿y qué pasó con el general?), ¿con quién?, ¿con Riego?, nada, lo ejecutaron entre aplausos en una bonita plaza de Madrid.

El organillero había decorado la cueva para darle la bienvenida a Sophie. Frente a la entrada, a lo largo de la soga de la ropa, había colgado figuras geométricas recortadas en papel de periódico. Con la ayuda de Lamberg y Reichardt había limpiado las rocas más sobresalientes y las había cubierto con unos fardos de arpillera rellenos de lana para improvisar unos asientos. Había aprovechado el paraguas como pantalla de ambiente, posándolo abierto delante de una hilera de velas encendidas. Las vasijas de cerámica, los platos, las botellas y las jarritas de latón reposaban en perfecto orden sobre dos bandejas, cada una en una silla de paja. Afuera había varios montoncitos de retama y forraje con que encender el fuego para el té. Entre todos habían conseguido asear en el río a Franz, que se había resistido lo suyo y no había dejado de gruñir ante el tacto prensador de Lamberg. En el centro de la cueva, como una estatua casual o un discreto tótem, estaba el organillo sobre su alfombra: el viejo acababa de instalarle el rodillo que contenía un mayor número de danzas vivas. Aunque el plan era sólo una merienda en la hierba, el organillero conocía la importancia que tenía para Hans aquella visita, y deseaba causarle una impresión agradable a Sophie. ¿Tú crees que hay poca luz?, le preguntó a Reichardt señalando el paraguas. Reichardt se frotó la nariz, emitió un ruido de cañería atascada y contestó: Mientras se les vea el escote, no hay problema.

Al agacharse y pasar dentro de la cueva, la cara de Sophie se dividió en dos instantes, como si una mitad hubiera llegado después que la otra. En cierto sentido se la había imaginado mejor, y en cierto sentido peor. La encontró fea y conmovedora, inhóspita como una gruta cualquiera pero lógica como un hogar. Tardó unos minutos en acostumbrarse a la suciedad, en coordinar los movimientos dentro del vestido para no mancharse sin que se notara demasiado. Una vez superada la incomodidad, empezó a encontrarse a gusto en la frescura de la cueva y aceptó el primer té con una inclinación graciosa que hizo las delicias de Reichardt. Distinta fue la reacción de Elsa, que tras asomarse al interior torció la boca y prefirió quedarse ayudando a Álvaro a preparar el té.

Extendido el mantel sobre la hierba y desplegadas las viandas, la merienda resultó tan amable como insólita. Elsa y Sophie sostenían las jarritas de latón como si fueran tazas de porcelana, sorbían el té con lentitud, masticaban diminutos bocados tapándose los labios con dos dedos. Reichardt devoraba cuanto veía tragándoselo de golpe, dejando caer infinitas migas a su alrededor y eructando, eso sí, con menos estridencia de la habitual: había damas. Sin decir palabra, Lamberg mordía el pan a dentelladas y sus mandíbulas se llenaban de bultos. Álvaro hablaba en voz muy alta (más alta de lo que a Elsa le hubiera gustado) lanzando portentosas carcajadas que excitaban a Franz y lo atraían al centro del mantel, de donde su dueño lo expulsaba cariñosamente para que no pisase las faldas de las invitadas. El organillero ejercía de anfitrión guardando un silencio atento, interviniendo aquí o allá, dando la sensación de hacerle compañía a todo el mundo sin hablar apenas. Sophie, que observó pronto este comportamiento, quedó admirada por el clima de armonía que el viejo había logrado crear entre comensales tan distintos mientras él pasaba casi desapercibido. Hans, que había temido que ella deplorase la cueva o el aspecto de sus amigos, respiró aliviado. Y, de no ser quien era y de no estar tan viejo, incluso habría jurado que el organillero la cortejaba un poco.

Una vez consumida la merienda, el organillero propuso hacer una ronda de sueños. Hans le explicó a Sophie aquella costumbre y ella pareció encantada con el juego. Como nadie se decidía a comenzar, el organillero contó el primer sueño. Anoche, dijo, soñé con unos tipos que tomaban sopa en una posada. La mesa estaba oscura y sólo se veían tres o cuatro caras rojas. De pronto uno de los tipos lanza al aire una cucharada de sopa, y la sopa vuela fuera del sueño y vuelve a caer entera en la cuchara como si fuera un dado. Entonces el hombre se la toma, y dice: Seis. Y así con cada cucharada. Eso, conjeturó Álvaro, es que usted estaba pidiendo suerte. No digas tonterías, replicó Reichardt, ¡eso es que tenía hambre! Yo, contó Hans, el último sueño interesante que tuve fue la semana pasada. Soñé que estaba en una isla. Pero era una isla rara: no tenía mar alrededor. ¿Sin agua?, se interesó Lamberg, ¿cómo es eso? Ni mar, contestó Hans, ni agua ni nada. Alrededor de la isla había un vacío inmenso. Entonces, dijo Lamberg, ¿cómo sabes que era una isla? Buena pregunta, dijo Hans, y no lo sé, pero yo sabía que era una isla. Y quería salir, quería ir a otras islas que se divisaban a lo lejos. Pero era imposible, no sabía cómo llegar a ellas y me asustaba. Entonces me ponía a correr en círculos, a correr sin sentido, hasta que la isla empezaba a hundirse poco a poco. Y tenía que elegir entre saltar y caer al vacío o hundirme con mi isla. ¿Y qué carajo elegiste?, preguntó Reichardt. Despertarme, sonrió Hans. ¡Bueno!, aprobó el organillero, ¡muy bueno!, ¿y ustedes, queridas señoritas?, ¿no tendrían un sueño que regalarnos? Elsa negó con la cabeza y bajó la vista. Sophie lo miró un poco avergonzada y dijo: No sé, en fin, nunca sueño gran cosa, anoche, en realidad es una tontería, pero anoche...

Al final de la ronda, Sophie contó una leyenda que había leído de niña. ¿Y si los sueños de las personas que se quieren estuvieran unidos mientras duermen por unos hilos muy finos?, recordó ella, ¿unos hilos que movieran a los personajes de sus sueños como marionetas encima de sus cabezas, manejando sus fantasías para que al despertar unos piensen en los otros? ¡Qué tontería!, soltó Reichardt. A mí me parece cierto, la defendió Hans. No creo, dijo Lamberg. ¿Y si los hilos se enredan y al despertarte piensas en la persona equivocada?, bromeó Álvaro. Elsa lo miró ofendida. El organillero, que se había quedado pensativo y asintiendo, dijo de pronto: Como una manivela enorme, ¿no?, ¡la manivela de los sueños! Eso, sonrió Sophie, exactamente como eso.

Hans se había alejado un momento para orinar entre los pinos, cuando escuchó que Sophie lo llamaba. Se detuvo a esperarla y la recibió con un beso en el cuello. Hans, mi vida, dijo ella agitada por la carrera, este anciano es fantástico, ¡menudo personaje!, tenemos que traerlo al Salón para que todos lo vean. No, dijo él, al Salón no. ¿Por qué?, preguntó Sophie, ¿te da vergüenza que lo conozcan? Por supuesto que no, mintió Hans muy serio, pero el organillero no es una atracción de feria. Es mi amigo. Es un sabio. Y le gusta vivir tranquilo. Bueno, dijo ella besándolo, no hace falta que te enfades, pero prométeme que vendremos otro día. A Elsa no le gusta, dijo él. Es cierto, asintió ella, no está cómoda, aunque no sé si es por la cueva. ¿Te refieres a?, insinuó Hans. A él, sí, claro, contestó Sophie riendo.

Esa noche, el muro interminable con el que soñó Hans fue el mismo que Sophie se vio trepando, intimidada por su altura y sorprendida de ir desnuda, sin saber qué la esperaba al otro lado. Por encima del muro, la rama de un árbol hueco temblaba bajo el peso de Álvaro, que dormía ovillado e incómodo, a punto de caerse. Al pie del árbol hueco, Elsa enterraba un violín en el hoyo donde el organillero jugaba a los dados con un hombre sin cara, envuelto en lana negra.

 

 

 

¿Qué nos toca traducir hoy?, preguntó Sophie al entrar. Viendo que venía trabajadora, Hans intentó ignorar la erección que percutía sus pantalones. A ella la excitó este esfuerzo, porque había llegado con deseo y tenía ganas de provocarlo un poco. Pero Hans se excedió en su buena voluntad, y Sophie terminó creyendo que él prefería trabajar.

Esa tarde no iban a traducir. Al menos no de un idioma a otro: un tal señor Walker le había escrito a Hans en nombre de la European Review pidiéndole un ensayo sobre poesía alemana contemporánea. Pagaban bien y, cosa rara, la mitad por adelantado. Hans había aceptado de inmediato. Le propuso a Sophie escribirlo juntos. Dice Walker, explicó él, que le interesaría que incluyéramos a alguna mujer. Dile a Walker, contestó ella, que nuestras mejores poetas se impondrán por su propio mérito, pero que muchas gracias.

Yo mencionaría, dijo Sophie empezando a anotar nombres, a Jean Paul, Karoline von Günderrode, los hermanos Schlegel, Dorothea y, por supuesto, a la Mereau. También podríamos hablar de las canciones de Von Arnim, que por cierto tiene un castillo cerca de aquí, y Clemens Brentano. Sin olvidar las de su hermana Bettina, que son preciosas (no he leído ninguna, admitió Hans), mal hecho, caballero, porque tiene una canción de lo más edificante que termina diciendo:

 

Si es fiel tu niña, no sé.

Aunque ella ruega a los cielos

que tu amor nunca esté lejos,

si es fiel tu niña, no sé.

 

¡Incluida!, rió Hans. Y a ti, preguntó ella, ¿qué te parecen Brentano y Von Arnim? La verdad, resopló él, me recuerdan a esos estudiantes que salen con una guitarra, una bandolera y una chaqueta teutónica a oler flores y cantar hazañas medievales. Pero si tú fueras una princesa medieval, yo ni siquiera podría dirigirte la palabra. Sería un plebeyo, obedecería a mi señor y moriría de peste. Esa es la realidad. La realidad, objetó Sophie, es muchas cosas al mismo tiempo. Con la poesía puedes estar aquí y allá, en el pasado y en el futuro, en un castillo y en una universidad. Está bien, asintió Hans, sólo digo que si realmente pudiéramos ver el pasado, nos quedaríamos mudos de espanto. Otra cosa que me irrita del imbécil de Von Arnim es su fobia a Francia, ¿qué quiere?, ¿que quememos la mitad de nuestras bibliotecas? Pero, dijo Sophie, ¿no te parece valioso rescatar la poesía popular? Si la poesía tuviera algo de popular, replicó Hans, veríamos a la gente leyéndola por la calle. O déjame adivinar, ¡el buen hombre quiso captar la poesía del pueblo sin que el pueblo se enterase!, ¿esa tradición no era francesa? Mi querido, dijo Sophie divertida, la política te ciega y eres injusto con Von Arnim, que es uno de los poetas más subestimados de Alemania. Si es poco conocido no es sólo porque casi nadie lea poesía, sino porque se trata de un poeta más difícil de lo que parece, lleno de muerte y oscuridad. Además sus amigos católicos lo detestan por protestante, y los fanáticos protestantes por amigo de los católicos. No hay ningún patriotismo barato en El cuerno maravilloso. A lo mejor en los autores sí, pero en los textos no. En sus canciones de guerra nunca se sabe para qué pelean los soldados, sólo sabemos que tienen miedo, que se mueren, que están enamorados y quieren volver a casa. De niña me encantaba la canción del centinela:

 

... «Ah, muchacho, no estés triste,

y déjame que te espere

en el jardín de las rosas,

entre los tréboles verdes...

¡No iré a los tréboles verdes!

En el jardín de las armas

me obligan a mantenerme,

cargado con alabardas.

Si combates, ¡Dios te ayude...!

¡Todo depende siempre

de la voluntad de Dios!

¿Pero eso quién lo cree?

Quien lo cree está muy lejos,

¡él es quien hace la guerra!

¡Es un káiser! ¡Es un rey!»

¡Alto! ¿Quién va? ¡Retroceda...!

¿Quién cantaba allí? ¿Quién era?

Era el pobre centinela

que cantaba a medianoche.

¡Medianoche! ¡Centinela!

 

Bueno, bueno, dijo Hans, ¡incluidos!

Ya está, dijo Sophie trazando una raya bajo su lista, ya tenemos a mis poetas, ¿los tuyos cuáles serían? Yo empezaría, dijo Hans, por los de Jena, claro. No sólo admiro su obra sino su proyecto de vida, la poesía también es eso, ¿no?, una manera de vivir de otra manera. Hay poetas que parecen muy seguros de dónde están, su lugar puede ser una tradición, un género, una patria o lo que sea. Mis preferidos son los poetas viajeros, o sea los que no están en ninguna parte. Ahí entrarían el primer Schlegel y los de Athenäum, que escribían en fragmentos, que no buscaban un sistema o les parecía imposible encontrar uno, lo único que buscaban era seguir buscando. Me gustaría incluir a Tieck, porque habla de su biblioteca como si fuera el mundo y él un caminante. Y a Hölderlin, porque a pesar de todo su poesía demuestra que no podemos ser dioses, y mucho menos griegos.

Hans sintió otra erección: le solía pasar cuando abusaba de la crítica literaria con Sophie.

Ah, sonrió él, y me he dejado para el final al mejor de todos: Novalis (tu Novalis, objetó Sophie, también vivía en sueños), cierto, pero a él no le interesaba la fantasía, sino lo desconocido. Su misticismo era, digamos, práctico. Un misticismo para analizar el presente. (Entiendo, dijo ella, pero hay algo que me extraña, ¿no hablamos de un poeta religioso?) ¡No, exacto, ahí está el punto!, yo creo que a Novalis le pasa como a Hölderlin, sus plegarias demuestran la imposibilidad de superar la condición terrenal, cuando dice «siento en mí un divino cansancio», ese cansancio es de aquí, esa decepción es lúcida (bueno, también dijo «¿quién, sin al cielo aspirar, / esta tierra podría soportar?», ¿eso cómo lo defiendes?, ¿cómo se puede entender a Novalis sin el paraíso?), tienes razón, con eso ya no puedo estar de acuerdo (¿entonces por qué tanta insistencia en Novalis, señor ateo?, ¿tu poeta no compuso cánticos a la Virgen y hasta un tratado sobre la cristiandad?), touché, touché, Novalis me fascina porque no puedo terminar de aceptarlo, tengo que pelearme con él para admirarlo. Y como nunca lo logro del todo, vuelvo a él sin parar. Pienso que nadie debería coincidir totalmente con un poeta genial, salvo que se crea otro genio. ¡No te rías! La cuestión es: ¿por qué los creyentes van a ser los únicos con derecho a hablar de espiritualidad?, ¿por qué los ateos tenemos que renunciar a lo invisible? Mi utopía de lector, porque todo lector tiene la suya, ¿no?, sería leer a Novalis sin la idea de Dios (¿y de verdad crees que es posible quitarle lo divino sin matarlo?), Novalis utilizaba la fe como palanca (Hans, mi vida, como crítico eres lo más raro que he visto. Yo creo que la religiosidad en el arte puede ser emocionante, piensa en la música sacra), precisamente, ¿por qué los ateos nos emocionamos con la música religiosa?, porque la trascendemos, mejor dicho al revés, nos la traemos abajo. Y la música se deja porque carece de dogmas, tiene la forma de un fervor, nada más. Y una última cosa, y te prometo que me callo, no olvides que cuando Novalis escribió sus mejores poemas acababa de perder a su amada, que murió muy joven. Vete a saber qué grandes poemas terrenales le hubiera escrito a un amor vivo. En cambio (¿en cambio?, repitió Sophie sentándose a horcajadas sobre él), eh, en cambio yo te tengo encima.

Desvestidos a medias, Hans y Sophie yacían con la vista en el techo, en el progreso manso de las telarañas. Él respiraba fuerte y se frotaba las puntas de los pies. Ella olía a agua de violetas ahogadas en otra cosa, en una flor más transpirada. Sophie se incorporó, le besó un pie, dijo que tenía que irse y se levantó a beber agua de la jarra. Al caminar, el semen que Hans había derramado en sus muslos empezó a deslizarse. Cuando pasó por encima de las ropas desparramadas, una gota cayó sobre un zapato boquiabierto.

 

 

 

(Hans detestaba sus pies, o creía detestarlos, antes de conocer a Sophie: no sabían bailar, eran algo cuadrados y se retraían al mínimo roce. Él los sentía culpables de algo que ignoraba. Culpables de ser como eran, de dudar al descalzarse, de enfriarse por las noches. La tarde en que Sophie los desnudó por primera vez, ella se quedó contemplándolos un rato y los bendijo con sencillez: Me gustan tus pies, dijo. Y dejó un beso en la cima del dedo gordo. Eso fue todo. La vida, pensó Hans, te cambia por minucias. Un hombre que ha caminado tanto, le dijo Sophie, no debe avergonzarse de sus pies, sería desagradecido. Desde ese día Hans empezó a andar descalzo por la habitación.

Hans y Sophie habían decidido salir de excursión en vez de quedarse trabajando en la posada. El día era demasiado radiante, demasiado oloroso. Elsa secundó de buena gana el plan, que le permitía llegar a la plaza del Mercado decentemente acompañada y sin riesgo de levantar sospechas, aunque pidió subir a un carruaje distinto para mantener en secreto la identidad de su amante. Identidad que, de todas formas, Hans y Sophie conocían desde hacía tiempo.

Media hora antes de salir, como cada tarde cuando esperaba a Sophie, Hans se lavó los pies con agua tibia, sal y esencias. Los remojó en la tina de estaño, removió con los tobillos el agua, la dejó nadar a través de sus dedos abiertos, los masajeó, atendió a sus cosquillas como si acabaran de nacerle. Al explorarse las plantas mojadas notó que se excitaba, y experimentó una jugosa mezcla de prisa y calma. Se sentó un momento en la tina, cerró los ojos. Emergió desnudo y se afeitó frente al cuadrito. Sobre el aguamanil se frotó con agua, arenilla y jabón las manos, la cara, los antebrazos. Tardó en secarse. Dudó si masturbarse y no lo hizo, en parte para no llegar tarde a la cita y en parte por dulce flagelo. Utilizó un paño fino para el cuerpo y una esponja nueva para la cara. Se vistió, se calzó con cierta pena.

Si no crecido, el Nulte parecía satisfecho de su delgadez. Sus aguas corrían azules, verdes y ligeras. Hans y Sophie se tocaban por debajo de las ropas mientras charlaban de todo, de nada. A la sombra de un álamo, miraban el quehacer de la luz entre los trigales. Los dedos de Sophie se alargaban, se enredaban. A Hans le quemaban los zapatos. El aire caliente vibraba, se les escurría entre los brazos. Eran buenos los álamos, leales. Ella sintió que se le deshacía un ovillo en el vientre. A él le pareció que le ascendía una rama entre las piernas.

Es un paréntesis, ¿no?, susurró Hans, el verano, digo. Como si el resto del año fuera el texto y el verano un comentario, una frase aparte. Sí, contestó Sophie pensativa, ¿y sabes qué dice esa frase?, dice: «no duro mucho». Es raro, dijo Hans, siento que el tiempo estuviera detenido, y a la vez me doy cuenta de lo rápido que se va. ¿Eso será quererse?, dijo ella mirándolo. Será, sonrió él. A veces, dijo Sophie, me extraña no pensar en el futuro, como si no fuera a llegar. No te preocupes, dijo Hans, el futuro tampoco piensa mucho en nosotros. ¿Pero y después?, preguntó ella, ¿cuando el verano se acabe?

El resplandor se consumía, apagaba la hierba por el este. Ambos debían volver a la ciudad y ninguno se movía. A sus espaldas atardecía tramo a tramo. Y la luz, solidaria, no se marchaba del todo.)

 

 

 

Ella se abrochaba el corsé mientras Hans abría el arcón. Hoy, dijo, me gustaría traducir a un joven ruso que le he recomendado a Brockhaus. Pero, preguntó ella, ¿tú sabes ruso, Hans? ¿Yo?, contestó él, ¡yo no paso del alfabeto cirílico y veinte o treinta palabras! ¿Y entonces?, se asombró Sophie. Ah, rió Hans, les dije que tú lo hablabas perfectamente. Ya utilizaremos alguna lengua puente, deja de preocuparte. Aquí tenemos una edición original, mira, «A », una traducción al francés, otra al inglés, y este bonito diccionario ruso-alemán, ¿qué te parece?

Seleccionaron varios poemas entre las traducciones de las que disponían. Copiaron las versiones inglesas y francesas, separando cada verso en un cuadrante. Para asegurarse del significado literal de los originales, consultaron palabra por palabra en el diccionario y anotaron las diferentes acepciones junto a los cuadrantes.

¿Sabes qué?, dijo Sophie con gesto pícaro, de este Pushkin me convencen más los amores adúlteros que los platónicos. ¡No esperaba menos de usted, Bodenlieb!, dijo Hans repasando el borrador recién concluido:

 

De Dorida me gusta el pelo largo,

su mirada azulada, el rostro pálido.

Ayer abandoné la fiesta, amigos,

y me bebí sus brazos aturdido;

a cada impulso mío otro seguía,

se saciaba el deseo y me volvía.

Mas de repente, en la penumbra amarga,

otros rasgos distintos recordaba:

de secreta tristeza estaba lleno

y en mis labios había un nombre ajeno.

 

Después de que Sophie se marchara, Hans se quedó revisando los borradores de las traducciones. Su cabeza fue cediendo, sus músculos se ablandaron y una de sus mejillas quedó sobre el escritorio, tostándose junto al quinqué. Antes de incorporarse tuvo una fugaz, extranjera pesadilla: soñó que traspasaba idiomas como quien atraviesa corriendo una hilera de sábanas tendidas. Cada vez que se topaba con un idioma, la cara se le mojaba y creía despertar en su lengua materna, hasta que la siguiente sábana le revelaba su equivocación. Sin dejar de correr, él hablaba consigo mismo y asistía de frente a la lengua que empleaba: podía contemplar claramente las palabras que pronunciaba, sus estructuras, sus cadencias, pero lo hacía siempre con retraso. Y, un instante antes de comprender el idioma en que soñaba, algo le golpeaba la cara y despertaba al idioma siguiente. Hans corrió a la desesperada, llegó tarde una y cien veces a la visión de aquellas lenguas, hasta que repentinamente supo que había despertado de verdad. Frente a sus ojos vio un quinqué enorme y un montón de papeles inclinados. Notó, al incorporarse, que le ardía una mejilla. Entonces enhebró con alivio sus primeros pensamientos, y se quedó un rato contemplando maravillado la lógica de su propio idioma, sus líneas familiares, su milagrosa armonía.

 

 

 

Oye, suplicaba el organillero frente a la orilla del río, ¿esto es completamente necesario?, ¿estás seguro? (Hans lo reprendió con la mirada y asintió varias veces), bueno, bueno, allá vamos.

Lento, torpe, como si cada prenda le pesara igual que un año, el viejo terminó de despojarse de la camisa horadada, las perneras de lienzo, los escarpines de estambre. Que sepas, agregó a modo de protesta final, que lo hago sólo para complacerte. Liberada de la piel flácida y seca del organillero, la ropa se encogió en un nudo maloliente. La tierra pareció absorberla.

Descalzo, con los pantalones doblados por la rodilla, Hans tomó del brazo al viejo para ayudarlo a entrar en el río. Lo vio sumergirse tramo a tramo: los tobillos de papel, las piernas vacilantes, las nalgas nulas, la espalda doblada. Después ya sólo vio la cabeza blanca y greñuda del organillero, que se volvió sonriendo con su boca vacía y se puso a bracear como un niño. ¡Eh!, lo llamó el viejo, ¡no está tan fría!, ¿por qué no vienes? ¡Muchas gracias!, contestó Hans, ¡pero suelo bañarme por las mañanas!, ¡todas las mañanas! ¡Bah!, gritó el organillero, ¡supersticiones!, ¡los príncipes se bañan en agua perfumada y mueren jóvenes!

Entre el asco y la fascinación, Hans contempló las ondas de mugre diluyéndose alrededor del cuerpo del organillero, que agitaba los brazos y jugaba plácidamente con ellas. ¡Mira!, bromeó el viejo señalando los grumos grises y marrones, ¡han venido los peces! Había, sí, pensaba Hans, algo repulsivo en semejante apego a la suciedad, pero también algo honesto. La falta de higiene, o mejor dicho de pudor, cobraba en aquel viejo una franqueza turbia, una especie de verdad. Tiempo atrás el organillero le había dicho una cosa ridícula y a la vez cierta: los perfumes fingían, querían ser otra cosa. Era posible. Aunque a Hans le encantaban los perfumes.

Lo ayudó a salir del río y rodeó con una toalla sus hombros arrugados. Las rodillas le temblaban, más por la impresión del agua que por su temperatura. Mientras se restregaba con la toalla, el organillero se puso a juguetear con sus testículos mojados. Hans no pudo evitar mirarlos de reojo, fijarse en el pene diminuto y retraído. El organillero lo advirtió enseguida y se rió de buena gana. Se rió de Hans, de él mismo, de su pene y del río. Oye, dijo, ¿tú te tocas mucho? Hans desvió la vista. No estés incómodo, dijo el viejo, estas cosas quedan entre nosotros. Entonces, ¿te tocas mucho? No, sí, contestó Hans, bueno, lo normal. Pues aunque te parezca raro, dijo el organillero, yo todavía, de vez en cuando, ¡plín! ¿Y sabes en qué pienso cuando me toco?, pienso en una mujer desnuda bailando un vals. Una mujer joven, que me sonríe. Y creo que Franz se da cuenta, porque cada vez que ¡plín!, el sinvergüenza se pone a ladrar como si hubiera entrado alguien.

Merendaron juntos, conversando y callando a ratos. Hans habló de Sophie, del temido final del verano. El mes que viene, dijo, todo va a cambiar. Pero, cof, dijo el viejo, todo está cambiando siempre, eso no tiene nada de malo. Ya lo sé, suspiró Hans, pero a veces las cosas cambian para peor. Por cierto: ¿y esa tos? ¿Tos?, dijo el organillero, ¿qué tos, cof? Esa tos, dijo Hans, ¿es por el agua? No, se encogió de hombros el viejo, es de antes, cof, no te preocupes, será que ya se huele el otoño, pero dime, ¿tú la quieres?, ¿la quieres muy en serio? Sí, contestó Hans. ¿Cómo puedes estar seguro tan pronto?, preguntó el viejo. Hans se quedó pensando y dijo: Porque la admiro. Ah, bueno, sonrió el organillero. Cof.

 

 

 

Dos días soleados después, la tos desapareció y el organillero dijo sentirse mejor que una cuerda nueva. Preocupado por la alimentación y los hábitos del viejo, Hans se propuso buscarle trabajo entre las amistades de Sophie. Le había oído contar al viejo que en verano siempre lo llamaban para alguna fiesta, pero no le constaba que ese año hubiera tenido ningún encargo semejante.

Lisa llamó a la puerta y le entregó un billete violeta sin mirarlo a los ojos. Hans le dio las gracias y le recordó que mañana tenían clase. Ella dijo «sí, sí», y se perdió por el pasillo a paso rápido. Hans se quedó mirándola, meditando sobre lo injusta que podía ser la edad, demasiado lenta para algunos y demasiado veloz para otros. Olvidó por completo el asunto en cuanto se sentó a leer la carta:

 

Amor, buenas noticias: la señorita Von Pogwisch, que es buena amiga mía (en fin, no tanto), ofrece un baile el sábado y la he convencido de que, en vez de un cuarteto tradicional, resultaría mucho más original contratar a un «auténtico» músico ambulante. Sé que la explicación suena bastante tonta, pero si conocieras a la señorita Von Pogwisch la encontrarías perfecta. He pensado en ella porque aunque su familia tiene un buen pasar, tampoco son ricos, así que sus padres estarán encantados de economizar gastos con la excusa de ser originales. ¿Te parece bien, mi vida? Estoy contenta. ¿Has visto cuánta luz había esta mañana? ¿O dormías como una marmota? Te quiere a mares, tu

S.

 

Ese sábado, tal como habían convenido, Hans se presentó a las seis y media en punto al final del camino del puente para recoger al organillero. Y también a Franz: la única condición que había puesto el viejo para aceptar el trabajo había sido que su perro los acompañase a la casa de los Pogwisch. Hans había contratado un dog-cart para que Franz viajara cómodo. Los vio venir marchando por el camino y esbozó una sonrisa. Obedeciendo sus indicaciones, el viejo se había puesto su única camisa nueva, unos pantalones relativamente ilesos y sus zapatos de domingo. Cuando estuvo más cerca del coche, Hans comprobó que incluso se había peinado la melena y se había emparejado un poco las barbas. Algo agitado, el organillero se encaramó al asiento sin permitir que el cochero se acercara a su instrumento. Puedo solo, le dijo, puedo solo. En ese momento Franz soltó dos ladridos idénticos, y Hans tuvo la sensación de que acababa de repetir las palabras de su dueño. Cuando los caballos del dog-cart empezaron a galopar, el organillero miró a su alrededor con repentino asombro. ¡Qué maravilla!, dijo, ¿sabes que ni me acuerdo de cuándo fue la última vez que subí a un coche?

Ya ves, querida, le decía a Sophie la señorita Kirchen, ¡con lo buena muchacha que ha sido siempre la pobre!, ¡qué cosa tan terrible!, y mientras tanto la policía cruzada de brazos, si fuera por ellos, ¿qué más les da?, ¡desde luego, hasta que no le ocurra algo a la hija del comisario, podemos esperar sentadas a que atrapen a ese enmascarado! Pero, preguntó Sophie, ¿cuándo ha sido? Parece que ayer mismo por la tarde, contestó la señorita Kirchen, ahí, en los alrededores de, ¡oh, santo Dios!, ¿has visto lo que yo, querida?, ¿alguna vez habías visto espanto semejante?, ¿pero quieres decirme qué es lo que lleva puesto Fanny?, últimamente va de mal en peor, ¿habrá perdido el gusto o la cabeza?, ¿y te he contado lo que le dijo Ottilie tomando el té en la casa de?

Sophie oyó un murmullo cerca de la puerta y salió al recibidor. Pudo ver a la señorita Von Pogwisch gesticulando frente a Hans y detrás de él, un poco retirados, al viejo y a su perro esperando junto al organillo. ¿Qué pasa, querida?, preguntó Sophie. Nada en particular, contestó la señorita Von Pogwisch, sólo estaba indicándoles al caballero y al señor músico que si pretenden entrar con ese chucho a cuestas, lo mínimo exigible es que lo laven antes. Estimada señorita, dijo el organillero quitándose el sombrero que Hans lo había obligado a ponerse, le prometo que mi perro, que es algo más que un chucho y está muy bien educado, se comportará como es debido y no se moverá de la entrada. En ese caso, contestó la señorita Pogwisch, le ruego que lo ate con una correa. Créame, sonrió el viejo, que no hace ninguna falta: Franz sólo molesta cuando lo atan.

Al verlo entrar en el salón, toda la concurrencia se volvió hacia el organillero. El viejo se detuvo, hizo una inclinación y siguió empujando su carretilla. Hans y Sophie lo acompañaron hasta el rincón que la señorita Pogwisch había dispuesto, y le ofrecieron una copa de vino antes de comenzar. Muchas gracias, chicos, explicó el viejo muy serio, pero cuando trabajo nunca bebo, si no se pierde el ritmo. ¡Muy profesional!, dijo Sophie guiñándole un ojo a Hans y yendo a saludar a una amiga.

A las ocho en punto, con el grueso de los invitados ya presente y reclamando baile, la dueña de casa le hizo una señal a Sophie. Ella le hizo una señal a Hans, Hans miró al organillero, y el viejo desplazó lentamente el asa del rodillo. Agachó la cabeza, tomó aire, cerró los ojos y empezó a girar la manivela.

Pese a las miradas de recelo que los invitados le dedicaban al viejo cuando pasaban cerca de él, las dos o tres piezas iniciales gustaron. Especialmente la primera, una popular polonesa que, atendiendo a la juventud de la concurrencia, el viejo tuvo el acierto de reproducir a un ritmo más vivo del que acostumbraba. Las filas de parejas empezaron a circular por el salón, alternando posiciones entre risas. Hans suspiró aliviado y por un momento creyó que todo iría bien. Poco a poco, sin embargo, el baile fue apagándose. A partir del tercer número, varias parejas desertaron cuchicheando. En los dos siguientes se escucharon algunas quejas. A la sexta o séptima pieza, el centro del salón había quedado desierto. Antes de que el organillero iniciara la siguiente, la señorita Pogwisch se acercó furiosa y le ordenó parar. El instrumento quedó temblando como un animal con frío.

Hans y Sophie trataban de calmar a la señorita Pogwisch y a los invitados más beligerantes. ¡Pero esto qué es!, decía uno, ¿a quién se le ocurre tocar minués? ¿Y los valses?, se indignaba otro, ¿dónde están los valses? Desde luego, apostilló alguien, si la idea era arrullarnos, ¡ha sido todo un éxito! ¿De qué siglo es esto?, chillaba una, ¿de qué siglo? ¡Que venga mi bisabuela!, exclamaba otra, ¡mi bisabuela! Pero a ver, se alzó una voz al fondo, ¿de dónde ha salido este payaso?, ¿de qué hospicio lo han sacado?

Hans se abrió paso a empujones. Encontró al organillero arrinconado en su puesto sin atreverse a dar un paso, abrazado a su organillo.

Cruzaron el salón entre burlas a media voz, risas agrias, abucheos. El organillero caminaba tras él con ese aire de ausencia que lo hacía a la vez frágil e invulnerable. Mientras llegaban al recibidor, alguien exclamó desde el interior de la casa: ¡Menos mal!, ¡aquí hay un piano de martinetes!, ¡Ralph!, ¡ven, Ralph!, ¿por qué no tocas algo movidito?

Asomar la cabeza por la puerta fue como zambullirse en una fuente de agua fresca. Se había hecho de noche y los grillos hilaban en el aire. Al verlos salir, Franz levantó las orejas, torció el rabo y frunció las cejas. Un instante después apareció Sophie. Detuvo a Hans, le tomó las dos manos y se las llevó a las mejillas, cerrando los ojos en señal de profunda disculpa. Creo, suspiró ella, que no fue buena idea elegir esta casa, es culpa mía. No, contestó Hans acariciándole un bucle, la culpa no ha sido tuya, y la idea tampoco. Sophie se acercó al organillero, le dio un abrazo largo y le dijo que lo sentía. Soy yo quien lo siente, niña mía, contestó el viejo, por haberle traído a su amiga canciones de hace treinta años. Creo que ya no estoy...

En ese momento apareció por la puerta la señorita Pogwisch. Contempló a Hans con dureza, a Sophie con sorna, y finalmente posó sus ojos en el organillero como quien divisa una insólita roca en su camino. Vengo, pronunció la señorita Pogwisch, a abonarle su concierto. Dejó varias monedas sobre la tapa del instrumento e hizo ademán de retirarse. Me parece justo, dijo Hans con ira, teniendo en cuenta que fue usted quien lo suspendió. De ninguna manera, señora, dijo el organillero (y el único rastro de ironía que Hans pudo detectar en sus palabras fue lo de señora: la anfitriona todavía era joven), no podría aceptar su dinero porque no he cumplido con mi trabajo, a mí me pagan por tocar, pero jamás he cobrado por no hacerlo. Buenas noches, señora, y lamento los inconvenientes.

¿Se puede saber por qué no aceptó?, lo reprendió Hans mientras viajaban de regreso, ¡ese dinero era suyo, le correspondía!, ¡usted hizo su trabajo lo mejor que pudo! Una cosa es la dignidad y otra la altanería. Porque usted, y Franz, y su organillo, los tres necesitaban el dinero y no se lo estaban robando a nadie. Pero ahora el mal trago ni siquiera ha valido la pena. Ah, no, perdona, contestó el organillero, en eso te equivocas, sí que ha valido la pena: me ha encantado pasear en un coche tan elegante.

 

 

 

(Siempre que estoy menstruando, había pensado Sophie mientras subía las escaleras de la posada, me pasa algo muy raro. Por un lado me siento, o en teoría me sé, más mujer que nunca. Pero por otro lado esto me interrumpe, limita mi plenitud. Por ejemplo, me imagino que Hans querrá hacer el amor en cuanto suba, o quiero imaginármelo. Y sé que yo también voy a desearlo y no voy a dejar de sentirme incómoda, un poco intrusa dentro de mi cuerpo. De cualquier forma voy a terminar sintiéndome culpable, que es algo que detesto. ¿Culpa por qué? Difícil ser sincera cuando la naturaleza te da una orden y la conciencia otra. ¿Pero es realmente una orden? ¿O es una maravillosa posibilidad que tengo el privilegio de rechazar? Lo único seguro es que hoy tengo calambres, se me revuelve el vientre, hay como un clavo ahí que me baja por la cintura, y no he tenido hambre en todo el día. Me gustaría contarle todo esto a Hans, pero no sé si él lo entendería, o si yo misma sería capaz de explicárselo...)

Tendida boca arriba, aprisionándole la espalda con las pantorrillas, Sophie dijo: Entonces esta vez quédate dentro.

El olor de la sangre primero los retrajo y después terminó desinhibiéndolos: compartieron las manchas, se ensuciaron queriendo. A ella le dio vergüenza que él la viera sangrar sobre la sábana, pero sintió que esa visión los unía o abolía un secreto. De pronto le pareció natural y profundamente verdadero: ahora, cuando él se volcara en su interior, quedarían unidos por el mutuo deseo de no fecundar, de liberar juntos un placer que nacía y moría entero en su propia duración. Si el pasado es una especie de padre (pensó ella de golpe, palpando los bordes del orgasmo e interrumpiendo sus pensamientos), el auténtico hijo vendría a ser ese presente absoluto, no el futuro.

Conversaban en voz baja, desnudos. Sophie tenía las ingles saturadas de rojo y Hans el pubis embadurnado, rígido. Mantenían esa mueca entre la concentración y el extravío de los que todavía no han vuelto del goce. Se oían respirar, movían los pies, se estiraban. Qué delicia, dijo él, no haberme retirado. Mmm, dijo ella. ¿O no lo has disfrutado?, se preocupó él. No es eso, contestó ella, no sé cómo decirlo, me ha encantado y al mismo tiempo me ha dado miedo, ¿entiendes? No estoy seguro, dijo él girando el cuello para mirarla. Es que yo desde siempre, continuó Sophie incorporándose, he temido ser madre. No me malinterpretes. Quiero tener hijos. Pero no quiero ser madre. ¿Se puede ser una chica egoísta y una madre generosa?, ¿cómo haces cuando te gustaría ser las dos cosas? Ay, amor mío, pienso en un montón de tonterías, en las molestias del embarazo, en el peso, en la pérdida de tersura, en el dolor físico. Supongo que no sé ser una mujer fuerte. Al revés, dijo Hans abrazándola, sólo una mujer fuerte confiesa esas cosas.

Sophie habló de su necesidad de independencia, de los planes familiares de Rudi, del tacto de las nalgas de su prometido por encima de las calzas, de cómo imaginaba la vida sexual con él, de los penes más torcidos que había visto, de la curiosidad que ella sentía por el semen, de sus molestias mensuales. Y acto seguido, insólitamente, habló de Kant. Según Kant, dijo Sophie, asesinar a un hijo bastardo es menos grave que una infidelidad. ¡Qué razón pura ni ocho cuartos! Él dice que lo lógico sería ignorar la existencia de ese hijo, porque legalmente no debería haber existido. Una relación adúltera es un amor falso. Y un niño ilegítimo es un ser inexistente, por tanto suprimirlo no sería un problema. Eso dice Kant. Y así nuestra moral, señor culo bonito, se vuelve lo contrario de la vida. Nos enseñan una moral para restringir nuestra vida, no para comprenderla. Pero bueno, dame un beso en la teta. Mejor no discutamos con papá.

Kant y la menstruación, pensó Hans, ¿por qué no?

 

 

 

«El nuevo y estremecedor ataque», leyó el teniente Gluck en la tercera de El Formidable, «habría tenido dramático lugar el viernes en las inmediaciones de la zona donde acostumbra actuar el interfecto; queremos decir, como bien conocen nuestros puntualmente informados lectores, en las angostas vías peatonales que transitan desde el supracitado callejón de la Lana hasta la calle Ojival. Si bien no ha trascendido oficialmente la identidad de la víctima, este periódico ha sabido por fuentes fiables que se trata de una joven cuyas iniciales se corresponderían con A. I. S., natural wandernburguesa de edad 28 años. La ausencia de testigos impide, una vez más, añadir nuevas hipótesis a las ya referidas en anteriores casos. Quisiéramos conjeturar que tanto el cuerpo de gendarmes como la policía especial emergerán de su inexplicable letargo y manifiesta inoperancia. O esa es la esperanza que late en los corazones de la amenazada ciudadanía, cuya inquietud no hemos dejado de recoger en estas páginas. Por si las antedichas fuerzas no dispusieran en sus archivos de mayores indicios que los que son ya de público dominio, este periódico se encuentra en condiciones de afirmar casi con certeza que el perseguido criminal de la máscara es un hombre de complexión robusta, estatura considerable y edad comprendida entre los 30 y 40 años. Sólo queda aguardar con resignada impaciencia a que...».

¡Esto es humillante!, se indignó el teniente Gluck arrojando el diario sobre el escritorio del despacho, ¡fuentes fiables, por Dios!, ¡esos imbéciles no tienen ni la más remota idea de lo que dicen, y encima pretenden darnos lecciones de peritaje! Déjalos, hijo, observó sin inmutarse el teniente Gluck, en realidad estas noticias nos convienen: si el criminal las lee se sentirá tranquilo, y tanto mejor para nosotros. Prefiero que no se imagine que casi lo tenemos. Y ahora olvídate de la prensa y dime, ¿has repasado el borrador del informe?, bien, perfecto, ¿las marcas en las muñecas son iguales? Idénticas, contestó el teniente Gluck, definitivamente prefiere cuerdas finas, eso indica que no anda tan sobrado de fuerzas. ¿Y qué dice la víctima del olor?, preguntó el padre. Parece que ha insistido, dijo el teniente Gluck, en lo de la manteca. De acuerdo, asintió el otro, ¿pero qué manteca? No está segura, explicó el hijo, dice que en un momento así no iba a andar fijándose en esos detalles, pero opina que sí, que podía ser de oso. ¿Y la víctima cocina?, quiso saber el teniente Gluck. ¿Disculpe, padre?, se asombró el teniente Gluck. Pregunto, dijo el padre, si la víctima suele cocinar ella misma o tiene criadas que lo hagan. Comprenderá, contestó el hijo, que las cuestiones domésticas no formaban parte del interrogatorio. No es ninguna cuestión doméstica, lo corrigió el teniente Gluck, al contrario, es fundamental: si la chica está acostumbrada a freír, jamás confundiría la manteca de oso con la de cerdo, por ejemplo. Y si ella nos corrobora ese punto, entonces ya sólo quedarían dos sospechosos. Así que ve y pide que la citen a declarar de nuevo, por favor. Mientras tanto yo me acerco a la Taberna Central para reservar mesa. Ya sabes que a esta hora se pone imposible.

 

 

 

Sin encargos urgentes de la editorial, con septiembre rondando y abreviando las luces, Hans y Sophie decidieron salir de excursión esa tarde. Dieron un paseo hasta la ribera del Nulte, evitando el camino principal y eligiendo un discreto sendero de tierra que comunicaba el extremo sureste de Wandernburgo con el campo abierto. Se sentaron frente al río. Se besaron con ansia, sin hacer el amor. Después se quedaron callados, leyendo las ondas.

De pronto se oyó un chapoteo y la frase del agua se borró. Levantaron la cabeza y vieron pasar una fila de cisnes. Hans los contempló con agrado: su armónica blancura le pareció un pequeño regalo. Sophie en cambio los observó con inquietud: en la superficie agitada del río los cisnes se veían deformados, rotos. Ahí un ala, aquí un remolino, más allá media cabeza. Un pico separado, una mancha de sol, dos patas sin sentido. Qué fácil y qué rápido, pensó Sophie, se deshace cualquier belleza.

Sophie se puso en pie y pareció que la tarde dudaba. El sol empezaba a fundirse detrás del campo inmenso, su resplandor desgastaba el contorno de los álamos. Visto a ras de tierra, desde donde Hans seguía sentado, cinco de las seis porciones del día eran cielo. La espalda de Sophie había crecido, tenía un tamiz resbaloso, como de zumo. Ella oteaba el horizonte y, al mover los brazos, los haces de luz le atravesaban las mangas. A los dos les costaba mirarse: pensaban más o menos en lo mismo.

¿No es preciosa?, dijo Sophie de espaldas señalando la hierba encendida. Sí, preciosa, contestó Hans. ¿No es especial esta luz?, preguntó ella. También, contestó él. ¿Y la colina?, dijo ella, ¿te has fijado en cómo brilla la colina? Me he fijado, asintió él. Ha escrito Rudi, anunció Sophie sin alterar el tono, dice que vuelve pronto. ¿Y los trigales?, dijo Hans, ¿los has visto? Por supuesto, contestó Sophie, ¡parecen mi edredón! Nunca he visto tu edredón, dijo Hans, ¿tiene ese color?, ¿de verdad? Bueno, casi, se encogió de hombros ella, es un poco más oscuro. ¿Y cuándo vuelve, Rudi?, preguntó él. Un poquito más oscuro, continuó Sophie, y como más alegre. Ah, dijo Hans, eso ya está mejor. Dentro de un par de semanas, suspiró Sophie, no creo que tarde mucho más. Es que el anaranjado, continuó él, sólo queda bien en los cuartos espaciosos, ¿el tuyo es espacioso? Ni grande ni pequeño, contestó ella, cómodo. ¿Y no podría quedarse más tiempo en esa maldita casa de campo?, preguntó Hans, ¿no puedes convencerlo, decirle lo que sea, entretenerlo un poco? Sophie se volvió, lo miró con los ojos temblorosos y exclamó: ¿Y qué demonios quieres que le diga? Un edredón naranja, dijo Hans haciendo círculos con una ramita seca, queda un poco atrevido, la verdad, si la habitación no es muy grande o no hay una ventana cerca.

 

 

 

Tía, dijo la pequeña Wilhelmine, ¿para qué sirve una tela de araña? Sophie se volvió extrañada hacia su sobrina. Elsa y Hans rieron.

La pequeña Wilhelmine había venido a pasar unos días en Wandernburgo con su abuelo y su tía. Para desengaño del señor Gottlieb, su padre no la había acompañado y en su lugar había mandado a una criada. Mientras la niña correteaba por el campo, siempre vigilada por la criada, Hans y Sophie se alejaron unos metros para conversar a solas.

¿Conoces Dresde?, preguntó él. He ido algunas veces, contestó ella, a visitar a mi hermano. ¿Y te gusta?, dijo él. Mucho más que Wandernburgo, suspiró ella, aunque ahora se la ve un poco deteriorada. Napoleónica ciudad, dijo Hans, así le ha ido. Lo mejor es el Elba, dijo Sophie observando el Nulte, eso sí que es un río, y qué puentes, qué arcos. Lo único que le falta, opinó él, es un teatro más grande. Cómo, se sorprendió ella, ¿también has estado en Dresde?

Tía, tía, insistió Wilhelmine llegando a la carrera, ¿para qué sirve una tela de araña? Pero mi cielo, dijo Sophie acariciándole el cabello, ¿por qué lo preguntas? Ahí, en ese árbol, señaló la niña, hay una mariposa, está en la tela de araña y no puede salir. Ah, sonrió Sophie, ya entiendo, ¡pobrecita mariposa! Es muy bonita, repitió la niña, y no puede salir. ¿Quieres que la salvemos?, le propuso Sophie acercándose al árbol. Sí, contestó la niña con seriedad. ¡Así me gusta!, la felicitó su tía alzándola en brazos, ¡suéltala, araña fea!

Disculpa, susurró Hans mientras Wilhelmine estiraba con esfuerzo una ramita hacia la tela de araña, ¿por qué no le has contestado? ¿Cómo dices?, se volvió Sophie sin dejar de sostener a su sobrina. Pregunto, dijo Hans, por qué no le has contado la verdad. ¿Y cuál es la verdad, si puede saberse?, dijo Sophie. Que por muy fea que parezca la araña, contestó él, en realidad no es mala y se limita a sobrevivir. Que esa tela es su medio. Que todo tiene un ciclo y la mariposa también, aunque sea bonita. Es ley de vida. Si fuera mi sobrina, le habría explicado eso. Pero no es tu sobrina, se disgustó ella, y además educarla también es enseñarle a proteger la belleza, aunque sea frágil o dure poco. Esa es otra ley de vida, señor sabelotodo. Y no veo por qué el escepticismo va a volverla más sabia que la compasión. Bueno, bueno, retrocedió Hans, no te enfades. No me enfado, dijo Sophie, me da pena.

En ese momento la ramita de la niña atravesó la tela e impactó contra el tronco, haciendo caer a la araña y aplastando a la mariposa.

 

 

 

Una lluvia veloz desordenaba la hierba, dejando sus punzones en la tierra agradecida. Desde el interior de la cueva todos la contemplaban en silencio, como si la tormenta fuese un monólogo o un invitado que no se atreve a pasar. Álvaro y Hans compartían una botella de vino. Lamberg y Reichardt competían por un queso. Al fondo, rodeado de velas, inclinado sobre el instrumento abierto con gesto de miope concentrado, el organillero manipulaba el mecanismo con una llave. ¿Cómo va eso, organillero?, preguntó Hans. Mejor, contestó el viejo alzando la cabeza, va mejor, aquí hay un par de cuerdas desgastadas, estoy pensando en ir a la tienda del señor Ricordi para cambiarlas. El otro día, ¿sabes?, en la fiesta, me pareció que algunos graves no sonaban bien, ¿tú crees que quizá no les gustó la música por eso?, la juventud de ahora tiene oído, van al conservatorio, estudian piano, digo yo, a lo mejor fue por eso.

Al mismo tiempo que el organillero cerró la tapa del instrumento, afuera la lluvia empezó a decaer, se hizo más lenta, perdió rabia y amainó. El pinar quedó en suspenso, goteando verde. La hierba se enjuagaba emitiendo una especie de soplido. ¡Excelente!, se alegró el organillero, si no refresca, esta noche hacemos un fueguito y dormimos en el campo. Eso, eso, aprobó Reichardt escupiendo un hueso de ciruela, yo me he traído manta, y además queda vino.

Las nubes se retiraban al oeste como prendas limpias a lo largo de una cuerda. Una lengua de luz se asomó a la boca de la cueva. Cargada del último vapor del verano, la tarde olía fuerte. Menos mal, dijo Álvaro, no había traído paraguas. De pronto hace calor, ¿no?, dijo Hans, qué raro está el tiempo. Lamberg arrugó la frente, parpadeó con fuerza y murmuró: No me gusta el buen tiempo, prefiero la tormenta. ¿Pero qué tonterías dices, niño?, preguntó Reichardt. Qué quieres, no me gusta, contestó Lamberg, cuando hace buen tiempo y hay luz y parece que todo el mundo tiene que alegrarse, la gente se pone tonta en cuanto sale el sol.

La noche vino cálida. Lamberg preparó el fuego sin despegar la vista de las llamas; cada vez que se movía, Franz encogía el rabo. Asaron unas sardinas y vaciaron las botellas. Cantaron, desvariaron, se contaron secretos, mintieron un poco. Álvaro confesó que Elsa lo tenía nervioso, y Hans puso cara de sorpresa al escuchar los detalles. Más tarde el organillero dispuso los turnos y cada uno contó un sueño alrededor de la fogata. A Álvaro le dio la impresión de que Hans había inventado el suyo. El organillero celebró especialmente el de Lamberg: dijo que le había gustado tanto que esa noche iba a tratar de soñar lo mismo. Lamberg se descalzó, acercó los pies al fuego, resopló con pesadez. ¿Te quedas?, le preguntó el viejo. Hoy es sábado, asintió Lamberg sin abrir los ojos. Reichardt buscó su manta y se recostó también. Álvaro se levantó y dijo que debía volver a casa. Su caballo dejó un galope flotando entre los grillos. Hans y el organillero se quedaron conversando en voz baja hasta que sus murmullos se hicieron cada vez más esporádicos, más inconexos. Poco después, en los alrededores de la cueva sólo se oían chispas y ronquidos.

Ronquidos, chispas, grillos, aves. Las estrellas parecen polvo fresco. El organillero duerme con la boca tan abierta que algún sapo podría elegirla como refugio. Lamberg respira por la nariz, la mandíbula apretada como un mecanismo. Franz ha buscado la manta de su dueño y de él sólo asoma un extremo del rabo. Dependiendo de quién seas, piensa Hans, pasar la noche a la intemperie te hace sentir indefenso o invulnerable. Todavía es temprano para él. Rodeado de durmientes, un poco intruso, trata de conciliar el sueño. Ha probado a escuchar el fuelle de sus propios pulmones, a contar las pequeñas combustiones del fuego, a reconocer los sonidos ululantes del pinar, a observar la posición de sus compañeros e incluso a imaginar con qué están soñando. Pero no se duerme. Es por eso, por una casualidad que pronto lamentará, que puede espiar en silencio los movimientos de Reichardt. Tras un temblor de mantas Reichardt se incorpora, se sacude la camisa, mira a su alrededor varias veces (cuando le llega el turno, Hans cierra los ojos) y se levanta con sigilo. Su semblante no es el mismo. Al resplandor de las llamas, las arrugas se endurecen y los labios dibujan una mueca de cansancio, de asco. Antes de dar un paso Reichardt vuelve a cerciorarse de que todos duermen. Mira el rabo de Franz, que asoma fuera de la manta, tan fijamente que Hans cree que hará algo con él. Reúne sus cosas, hace un nudo con la manta y procede a recolectar todo lo que encuentra en su camino: las alpargatas de Lamberg, el sombrero y las botellas del organillero, restos de víveres, el pañuelo desatado de Hans, las monedas que guarda en un bolsillo de la levita. Cuando siente el roce de la mano de Reichardt hurgando en su costado, Hans no puede evitar una contracción mínima. Lo suficiente para que Reichardt se detenga en el acto, retire la mano y le busque la cara. Entonces descubre sus ojos vigilantes. Las miradas de ambos se cruzan con violencia. Reichardt sostiene las monedas en la palma de la mano. Hans no acierta a decir palabra. En vez de apartarse, Reichardt se queda escrutándolo sin hacer ademán de improvisar ninguna excusa. Hans no alcanza a entender si esa pausa le pide permiso o lo amenaza. Al principio cree ver en la expresión de Reichardt un asomo de sorpresa, después le parece un gesto de desprecio. Finalmente Hans abre del todo los ojos, aguza la vista y tiene la certeza de que es una mueca humillada: Reichardt es capaz de robar a sus amigos, pero quizá no de hacerlo mientras uno de ellos está mirando.

Confuso y más sobresaltado que el propio Reichardt, Hans hace algo que no se ha propuesto, algo que Reichardt no esperaba y que lo alivia tanto como lo daña: vuelve a cerrar los ojos. Sin perder más tiempo, con una mezcla de vergüenza, gratitud y rencor, Reichardt reanuda sus movimientos. Toma el birrete de Hans, lo suma a su botín y echa a correr por el camino.