Discurso de recepción del Premio Alfaguara:

 

Ficticios, sincronizados y extraterrestres

Andrés Neuman

 

 

 

1. De la música a la madre

En la casa de mi infancia había música. Mejor dicho, la casa era de música. Además de pasarse el día escuchándola, mis padres también la hacían. Vivían de hacer música, hacían de la música una vida. Mi madre tocaba el violín y mi padre, el oboe. Yo no tocaba nada, excepto las afinadas narices de ambos.

Mi madre disfrutaba especialmente de la música de cámara. Y tocaba, escuchaba, hablaba con mi padre de Franz Schubert. En la casa sonaban las canciones de Schubert, sobre todo el maravilloso ciclo titulado Viaje de invierno. Aprendí de memoria esas canciones sin saber qué decían, qué personaje las cantaba.

Algún tiempo después, tras convertirme en alguien no mucho más alto y fracasar gloriosamente en mis estudios de violín, descubrí qué contaban las canciones de Schubert. Supe que las letras pertenecían al poeta Wilhelm Müller, que a su vez pertenece al olvido. Y conocí al misterioso personaje del Viaje de invierno, que abandona su casa y empieza a caminar para saber adónde va. Un viajero con vocación extranjera, sin ganas de norte, que sólo se detiene frente a un viejo organillero. Al contemplarlo moviendo la manivela bajo la nieve, tan solitario y tan acompañado por su propia melodía, tan seguro de estar donde quiere, el viajero se pregunta si debería quedarse a cantar con el viejo. Pero la música de Schubert termina justo entonces.

Algún tiempo después se me ocurrió contar el encuentro entre ambos, un viajero que huye del pasado y un organillero que sólo tiene presente, sin sospechar que de esa pequeña escena nacerían otros muchos personajes, una novela entera que nada tendría que ver con Schubert. Algún tiempo después empecé a escribir esa novela. Y algún tiempo después, en mitad de la escritura, mi madre enfermó, murió joven y su violín guardó silencio.

Estuve muchas veces a punto de callar esa novela. Me preguntaba qué sentido tendría seguir contándola, tocándola, si mi madre ya no estaba con nosotros, si su música nos faltaba. Finalmente decidí que la manivela de aquella historia debía seguir girando, que mantener vivos a sus personajes era una forma de oponerse a la muerte, que hay mucho más amor en cantar que en callar. Escribir tiene algo de esperanza desesperada, de acto de fe terrenal. Como ese viajero que camina para averiguar adónde va, hoy siento que ya sé para qué seguí escribiendo: para poder dedicarle la novela a mi madre. Para poder llegar hasta estas palabras que la nombran y le dan las gracias.

 

2. De la madre al personaje

La ceremonia de la vida se repite, se celebra cada vez que empezamos a leer o escribir una novela. Igual que la experiencia de la muerte se anticipa, se palpa a pequeña escala en cada novela que termina. Los transmisores de esas experiencias extremas son los personajes, que nos acompañan durante un trecho, nos enseñan y después nos dejan solos, como huérfanos. Pero esa soledad está poblada. Y esa orfandad no es tal, porque la protección y el magisterio de los personajes perdura más allá de las páginas.

Para tomar distancia de sí mismos en busca de alguna identidad, los niños inventan amigos invisibles. Los adultos somos más pudorosos y recurrimos a la narrativa, a las sombras familiares de los personajes. En su infinita amplitud, desde los más realistas a los más absurdos, desde los costumbristas a los paródicos, los personajes son el taller del alma. El alma, que es también un personaje, se construye con materiales de acarreo, con emociones ajenas, con experiencias robadas, con la piel de otra gente. Si no estamos vacíos es porque los personajes nos dan cuerpo.

Como esas novelas que terminamos de leer despacio para que no se acaben todavía, recuerdo haber escrito los últimos capítulos de El viajero del siglo con extremada lentitud, casi con temor. Cuanto más cerca divisaba el final, más se frenaba la mano, menos giraba la manivela. ¿A qué frontera van a parar los personajes cuando su escritura se interrumpe? O quizás al revés: ¿no es el autor el que emigra a un limbo, flotando sin argumento? Dijo Cortázar que todo texto proviene de la insatisfacción que nos deja el texto anterior. Quizá todo personaje provenga de la soledad en que quedamos esos seres pretendidamente reales que somos nosotros, cuando nuestros personajes anteriores se han ido.

 

3. Del personaje a la ficción

Así como sabemos que, durante el auge del positivismo, ni la imaginación ni la poesía sucumbieron, resultaría ingenuo suponer que la ficción es menos útil en nuestros días. Lo que cambian son las alegorías, no el pensamiento alegórico. La razón me parece evidente: antes y ahora, en el más remoto pasado y el más rabioso presente, la ficción es la otra mitad de lo real.

Somos literalmente incapaces de interpretar la realidad sin pensar en las historias que leímos o nos contaron, en las películas que vimos, en las canciones que escuchamos. La ficción repercute hondamente en nuestra idea de la realidad y en nuestra participación en ella. Si se me permite el desliz argentino, ¿cómo no van a ser reales los símbolos, las conjeturas, las fantasías, si millones de personas le entregan su tangible dinero a un psicólogo para explicarse cosas que, desde un empirismo dogmático, serían todas inexistentes?

Dicen que la ficción ha perdido influencia en nuestro mundo ansioso de actualidad e información. Pero olvidamos que, por poner el ejemplo de un arte tan contemporáneo y masivo como el cine, no es el género documental el que más atrae a los espectadores. Y olvidamos que hoy, como en tiempos del Quijote, muchos de los libros más leídos del mundo siguen siendo ficciones. Otra cosa es que algunos de esos libros, como hizo el Quijote, simulen integrarse en la Historia o refinen la forma de la crónica. Esta necesidad de ficción se mantiene a todas las edades, incluyendo las teóricamente menos propensas a la lectura. ¿Qué son los videojuegos, si no ficciones? ¿Y qué es o debe ser un internauta, si no un lector voraz, veloz y asociativo?

La supuesta devaluación de la ficción está ligada a una segunda falacia: el pretendido debilitamiento del poder de la palabra en una sociedad audiovisual como la nuestra. Me subleva la costumbre de repetir, como dándolo por sentado, que una imagen vale más que mil palabras. Esta doctrina muda tampoco ha conseguido escapar de la palabra. Sino que ha sido expuesta y debatida en innumerables libros, artículos, simposios. Se trata de una paradoja milagrosa: siempre que nos quedamos boquiabiertos frente a una imagen elocuente y en apariencia definitiva, tarde o temprano surge la necesidad de comentarla, cuestionarla o certificar su perfección con alguna palabra. Todo ello sucede en ese fascinante híbrido entre la videoteca y la plaza pública que es Youtube. Donde por cierto es fácil comprobar que, cuantas más veces es visto un vídeo, más comentarios se escriben sobre él.

«Pero las palabras», objetan los fanáticos de la mudez, «se las lleva el viento». Bueno, depende: las de Platón, Virgilio o Dante han perdurado con una terquedad que ya quisieran los medios audiovisuales. Una palabra nunca es lo contrario de un hecho, sino su posibilidad, su descripción o su recuerdo. Y una palabra tampoco es lo opuesto de una imagen, sino su complemento, su fábrica, su nombre.

 

4. De la ficción a la Europa del XIX

«La Historia», escribe Claude Adrien Helvetius, «es la novela de los hechos». «Y la novela», añade, «es la historia de los sentimientos». Desde esta perspectiva, todas las novelas son históricas. No sólo porque toda narración propone un marco histórico explícito o implícito. Sino porque además los sentimientos, a los que a veces les atribuimos una incontaminada eternidad, se transforman a lo largo de las épocas.

La Historia no es un tema ni un momento: es lo que condiciona nuestra aproximación al tema y lo que asocia los momentos. Nunca antes había intentado escribir una novela que sucediese fuera de mi siglo, que era y sigue siendo mi foco de interés. Pero siempre me ha parecido absurda la manía de dividir las novelas entre las que suceden ahora, las que suceden antes y las que suceden después. Las novelas, ante todo, están bien o mal escritas. Y su vigencia, por supuesto, no depende de cuándo tienen lugar sus argumentos. Hay novelas de actualidad que son conservadoras. Novelas futuristas que parecen antiguas. O novelas sobre el pasado que discuten los problemas y el lenguaje del presente. La curiosidad por estas últimas me condujo a escribir El viajero del siglo.

La imaginación hace preguntas para que la ficción estudie lo real. Regresemos al viejo organillero y al viajero misterioso, a quien llamaremos Hans. Mientras imaginaba su encuentro, me pregunté cuándo podría tener lugar. Y pensé que lo justo sería que ambos se encontrasen el mismo año en que Wilhelm Müller publicó el Viaje de invierno. Ese año era 1827, que resultó ser también el de la muerte del poeta. Entonces me pregunté dónde podrían encontrarse Hans y el organillero. Y pensé que lo justo sería que lo hicieran a medio camino entre Dessau, la ciudad natal de Müller, y Berlín, la ciudad donde estudió. Entonces me pregunté cómo sería la Alemania de aquel tiempo. Y me puse a estudiar la vida cotidiana de la época, sus costumbres sociales. Entonces me pregunté por los salones literarios y sus anfitrionas, por aquellas mujeres educadas entre la Vindicación de los derechos de la mujer y las contradicciones misóginas de la Revolución Francesa, por la generación de Mary Shelley o George Sand. Y me puse a inventar el salón de Sophie, la otra protagonista de la novela, con quien Hans mantendrá una pasión conflictiva y basada en la traducción. Entonces me pregunté por la política europea de esos años. Y me di cuenta de que, en muchos sentidos, la Europa de la Restauración era el principio de la nuestra. Retorciendo a Vargas Llosa, si nos preguntáramos en qué momento se jodió Europa, la respuesta sería: en el siglo XIX.

La Europa conservadora de la Restauración y los valores retrógrados de la Santa Alianza fueron posibles por el fracaso de Napoleón, que empezó proponiendo derechos, constituciones, libertades, y acabó convertido en un emperador que invadía países y pretendía poderes ilimitados. Hoy pasa algo parecido a nivel mundial. Los proyectos de la izquierda revolucionaria han degenerado en lamentables dictaduras o caudillos omnipotentes. Sobre las ruinas de ese desengaño se han aliado las potencias neoliberales que dirigen lo que llamamos Occidente, con la Europa del Vaticano, las multinacionales y la xenofobia a la cabeza.

Mi intención, sin embargo, no era escribir un testimonio académico ni una crónica realista. Yo quería escribir un libro raro. Una novela futurista del pasado. Una ciencia ficción rebobinada. Por eso la novela no narra ningún acontecimiento histórico, ni presenta un solo personaje que haya existido realmente. Y por eso Wandernburgo, la ciudad donde transcurre el argumento, es una ciudad imaginaria. Un lugar para extranjeros, para desorientados. El lugar del que Hans, nómada inmóvil, no consigue marcharse. Un Ángel exterminador a escala europea. Espero que Buñuel esté muerto de verdad. De lo contrario, le pido mil disculpas.

 

5. De la Europa del XIX al mundo del XXI

Nunca he entendido por qué tantas novelas que ocurren en el pasado tienden al lenguaje tradicional, a un estilo simple y plano. Esas novelas suelen estar escritas como si nadie hubiera escrito nada desde el siglo diecinueve. Como si Joyce, Kafka, Nabokov, Borges, Beckett, Lispector, Monterroso, Perec o Carver no hubieran existido. Muchas de esas novelas no merecerían llamarse históricas. Porque, más que explorar el devenir histórico, lo niegan. En esto el cine, como arte joven, tiene mucho que enseñarle a su madre literaria. En vez de tender a un lenguaje visual anticuado, las películas históricas suelen emplear las técnicas más sofisticadas, los recursos más actuales. Digamos entonces que no hay historias del diecinueve, sino miradas decimonónicas. Por eso creo que hoy no hemos llegado todavía al siglo XIX. Es decir, no hemos vuelto a pensarlo desde nuestro presente.

Intentar aprender de los maestros literarios del XIX no me parece incompatible con asumir los recursos de las vanguardias. De hecho, compaginar ambas herencias sería la manera más justa de homenajear a Tolstói, Stendhal, Flaubert, Austen, Eça de Queiros, Clarín, Galdós, porque esos autores fueron la vanguardia narrativa de su tiempo. Por no hablar de los románticos de Jena, los Schlegel, Novalis, Kleist y compañía, fuente secreta de la literatura moderna, la posmoderna y la que vendrá.

Al comenzar la novela, tuve precisamente en cuenta dos versos de Novalis: «Magnífico extranjero/ de ojos pensativos». Su protagonista viene de todas partes y ninguna. Es un ser migratorio que todo lo contempla con ojos forasteros. También tuve presentes, claro, los dos versos iniciales del Viaje de invierno: «Extranjero he llegado,/ extranjero me voy». El propio libro está escrito en un castellano de todas partes y ninguna, que es la lengua natural de muchos emigrantes y de su mundo movedizo. Por eso Wandernburgo, la ciudad del viajero, también parece moverse por dentro, cambiar de lugares, mudar de plano. Algo así hizo Europa durante el siglo XIX. No otra cosa viene haciendo la desunida y necesaria Unión Europea.

Durante buena parte del siglo pasado, la mejor literatura latinoamericana se sintió obligada a retratarse a sí misma. Como si se mirase a través de lo que otros esperaban ver en ella. ¿Qué ha cambiado hoy? Quizás el abandono del propósito de encarnar determinadas esencias nacionales y políticas. Las primeras tienen que ver con la idea de patria y exilio en su sentido ortodoxo. Las segundas, con cierta forma de entender el compromiso político. Que no se está perdiendo, sino reformulando.

La literatura en español puede aspirar, al igual que otras grandes literaturas (como la norteamericana) u otras lenguas (como el francés o el alemán), a simbolizar cualquier espacio, a ser una metonimia del mundo. Puede que, desde los años 90, la sensación de muchos nuevos autores sea esa: el desprejuicio territorial. Esto lo han reflejado situando sus historias en lugares remotos, o bien proyectando una mirada extranjera sobre lugares teóricamente propios.

Ante semejante sentimiento de desterritorialización, se me ocurre que podríamos dirigir una carta a los extraterrestres interesados en estudiarnos. Esa carta diría más o menos así: «Estimados señores extraterrestres, les presentamos a la típica literatura latinoamericana: una selva de libros escritos por hijos o nietos de inmigrantes, muchos de ellos europeos, que se educaron leyendo literatura del resto del planeta. Muchos de esos autores, o sus hijos, o sus nietos, emigraron igual que sus ancestros a lugares más o menos familiares donde los consideraron más o menos extranjeros. Ojalá, señores extraterrestres, que el asunto los divierta. Esperamos haber aclarado sus dudas, o al menos haberlas acrecentado. Atentamente ajenos, nosotros los otros.»

Hasta aquí esta carta extraterrestre. Y a ustedes, a los otros otros, muchas gracias por este hermoso premio y por haber escuchado con tanta paciencia.

 

(Discurso leído por el autor en la sede de Santillana, en Madrid, el 26 de mayo de 2009)