Santos Sanz Villanueva
Si tuviera solo media docena de palabras para resumir El viajero del siglo diría: es una romántica historia de amor. Y no falsearía la novela porque Andrés Neuman la articula en torno a la arrasadora relación sentimental entre Sophie, chica de fuerte temperamento comprometida en ventajoso matrimonio, y Hans, joven trotamundos y traductor. Ocurre a lo largo de un año en Wandernburgo y en los tiempos de la restauración conservadora siguientes a Napoleón.
Sintetizado así el cogollo argumental, sucede como con las grandes novelas (Guerra y Paz, La Regenta, Don Quijote o La montaña mágica, y no cito estas por casualidad), que sólo se da una pálida idea de su intención. La complejidad del libro se vislumbra ya en la información inicial acerca del lugar de los sucesos: una “ciudad móvil” cuya ubicación exacta, entre los estados de Sajonia y Prusia, no se ha determinado pese al testimonio de cronistas y viajeros. Tal noticia induce a pensar en un relato fantástico y, sin embargo, enseguida nos sumimos en una demorada estampa urbana, de preciso perfil histórico, político y social. Ambas tensiones, lo imaginario y lo novelesco documental, conviven y disparan la novela hacia otros ámbitos.
Alrededor de Hans y Sophie se mueven amplio número de personajes (familiares, amigos, sirvientes, un organillero, algún trabajador, representantes del poder o la Iglesia...) para dar vida a un retrato de época que pivota sobre la idea de la confrontación entre libertad y autoritarismo, independencia y convencionalismo, progreso y reacción; entre, en suma, ayer opresivo y mañana ilusionante. Sophie reúne en su casa una tertulia donde se debate de todo. La literatura o la música se llevan muchas horas (o páginas). Juntando esos comentarios a las disquisiciones poéticas de los amantes la novela toma una deriva muy culturalista. La relación de Hans con el mendigo abre otros frentes: la sabiduría tranquila, el ideal luisiano de vida apartada y sencilla, la justicia social. Y la amistad del mozo con un exilado liberal español, Urquijo, añade la dimensión política. Más otras cuestiones menudas que salen al paso de unos y otros.
El viajero del siglo tiene, pues, voluntad totalizadora de la vida y es obra de ambición enciclopédica. La destreza y el trabajo de Neuman están en consonancia con el reto. La narración revela un inusual conjunto de virtudes: seguridad en la disposición de la trama, alimentada cada poco con nuevos alicientes; penetración en los caracteres de los personajes; estructura minuciosamente planeada; innato arte de contar, sometido a criterios funcionales, con el aliciente de leve intriga; exigencia verbal con variados registros y con técnicas en la manipulación del diálogo y de la narración novedosas pero sin extravagancias; elementos poéticos (imágenes, greguerías...) en la justa medida en que dan plasticidad a magníficas descripciones sin caer en el falso lirismo; contrapeso de lo serio y dramático con fina ironía... Estas cualidades naturales de un gran y poderoso narrador se soportan sobre el trabajo esmerado y solvente en todo y que admira de manera particular en la extraordinaria documentación casi erudita de época.
Y no acaban aquí los méritos porque todavía falta señalar un dato capital: Neuman construye un relato de pensamiento donde “traduce” la existencia por medio de una alegoría. La vida es un viaje marcado por la incertidumbre de fijar un destino. Excelente esta presunta novela histórica, de lo mejor que he leído en mucho tiempo, aunque con un pero: tendría un ritmo más vivo si Neuman, que algo se recrea en la suerte, hubiera podado momentos pegadizos, dicho al modo cervantino.
(Crítica publicada en la revista Mercurio, nº 112, junio de 2009)