por Silvina Friera
El mediodía gotea lentamente sobre Buenos Aires. Las nubes se mueven acompasadas en una coreografía estudiada y uniforme. Desde el ventanal de un piso catorce, en Retiro, Andrés Neuman se deleita en la contemplación de ese paisaje, aparentemente estático pero tan móvil, como si con los ojos sacara fotos a los edificios. Como si tuviera una cámara en la mirada con la que intentara captar el pulso o la respiración de ese horizonte. El escritor argentino residente en Granada (España), reciente ganador del Premio Alfaguara de Novela con El viajero del siglo, aceitó el uso de esa cámara para desplazarse hacia la Alemania postnapoleónica del siglo XIX y aproximar el zoom sobre el ideario del romanticismo alemán, donde encontró el germen de los debates políticos, sociales, literarios y filosóficos que se proyectan sobre la médula espinal de la actualidad.
En manos de Neuman, el pasado es un laboratorio de ideas para analizar el presente. Al mejor estilo Dogma 95, la historia arranca con la llegada temblorosa de un carruaje a Wandernburgo, ciudad inventada ubicada entre Berlín y Dessau. Hans, enigmático viajero sin rumbo definido, piensa quedarse apenas una noche. Como es traductor, oficio móvil que le permite marcharse con su arcón repleto de libros y revistas a otra parte cuando se aburre, trata de no hacer planes y que la suerte decida. En la plaza del Mercado conoce al organillero, un viejo sabio que más que tocar el organillo parece hacer memoria, y luego a Sophie, una mujer fascinante y de una inteligencia afiladísima, que organiza un salón cultural en su casa, al que Hans asistirá para levantar el vuelo de las discusiones y polémicas. La amistad con el organillero y uno de los contertulios del salón, el español Álvaro de Urquijo, más el amor que comienza a sentir por esa muchacha —comprometida con Rudi, un tosco descendiente de una de las familias más poderosas de la ciudad— serán las amarras que harán que este inquieto viajero permanezca durante un año, y que algunos días se levante con la sensación de llevar toda una vida en Wandernburgo.
En la matriz de El viajero del siglo —escrita con el aliento de la narrativa decimonónica y los recursos estilísticos de las vanguardias del siglo XX— se teje el arte de la traducción en un sentido amplísimo. La idea de escribir esta novela lo asaltó a Neuman mientras escuchaba unos hermosos lieder de Franz Schubert, Viaje de invierno, basados en poemas de Wilhelm Müller (que el propio escritor tradujo en 2003 y publicó en Acantilado), protagonizado por un viajero que se encuentra con un organillero y decide quedarse a cantar con él. No sólo Hans es literalmente un traductor. El resto de los contertulios del salón, el conservador y remilgado profesor Mietter, doctor en Filología; el liberal y dubitativo señor Levin, corredor de comercio y aficionado a la teosofía; la viuda de largo duelo, la señora Pietzine; y el atribulado señor Gottlieb, el padre de Sophie, también traducen, cada uno a su manera, gestos y pensamientos. Ni hablar de Elsa, personal de servicio de la casa Gottlieb que se enamorará de Álvaro; o el temible padre Pigherzog, que reproduce en su Libro sobre el estado de las almas castigos de diversa índole para sus feligreses. El propio organillero, que vive en una cueva con su perro Franz, le traduce a Hans el significado de las flores que el viajero ve en la casa de Sophie: las magnolias significan perseverancia; los nardos, placer con peligro, y las acacias quieren decir amor oculto. Hasta los tenientes Gluck y Gluck deberán traducir las escasas pistas que le permitirán finalmente descubrir quién es el violador enmascarado que desparrama el miedo en las noches de Wandernburgo. El paroxismo de la traducción envuelve a Sophie y a Hans. Cuanto más trabajan juntos en la traducción de Lord Byron, Keats, Juana Inés de la Cruz, Quevedo, Nerval, Víctor Hugo y Novalis, entre otros poetas, “más se daban cuenta de lo parecidos que eran el amor y la traducción, entender a una persona y trasladar un texto, volver a decir un poema en una lengua distinta y ponerle palabras a lo que sentía el otro”.
“Hans es una conciencia histórica en movimiento, parece venir de otra parte y de otro tiempo. No se sabe si anuncia el marxismo o ya vio lo que va a pasar”, dice Neuman en la entrevista con Página/12. “Es más bien un kantiano escéptico; es medio raro un kantiano escéptico porque para ser kantiano hace falta mucha credulidad en el género humano. Tiene un pie en el proyecto internacionalista de Kant y el otro en la decepción de las revoluciones —señala el escritor—. Cada vez que Álvaro y Hans discuten lo hacen por dos razones: por la idea de patria y de revolución. Tengo la sensación de que el que está esperando la revolución marxista es Álvaro. Es como si Hans ya la hubiera visto y supiera que quedó trunca.”
—Sophie rescata la Lucinde de Schlegel porque la considera una novela profundamente política, en tanto se refiere a la nueva intimidad de los ciudadanos. ¿Pensó a Sophie como el primer personaje que está entablando un diálogo anticipado con las vanguardias del siglo XX, que son las que enlazaron intimidad y política?
—No estoy seguro cómo se leía entonces Lucinde, pero visto desde ahora me parece que involuntaria o fatalmente esa vanguardia la encabezaron las mujeres en esa época. En el reparto de roles de la ilustración, a la mujer le tocó lo privado, lo doméstico, la familia; un rol muy limitado, pero ideológicamente privilegiado para ver cómo todas las consecuencias de lo que se hacía en lo público repercutían en los hogares. La vanguardia intelectual de las mujeres de la época, léase Mary Shelley, George Sand y la madre de Schopenhauer, Johanna Henriette Trosenier, tenían la educación cultural de los hombres, pero no participaban ni en foros universitarios ni en foros políticos. Les estaban vedados. Más que de libros de historia académicos, me nutrí para documentarme de epistolarios de las escritoras románticas alemanas de la época, como los de Johanna Henriette Trosenier, Sophie Mereau, Clara Schumann, Karoline von Günderrode y muchísimas otras. Sophie Mereau fue la primera traductora profesional de Alemania; en realidad la primera fue Günderrode, pero firmaba con seudónimo, en cambio Mereau fue la primera en firmar con su nombre de mujer real. Fueron las primeras mujeres occidentales que se plantearon los compromisos familiares y profesionales como dos polos de tensión.
—Hay una frase de Sophie que condensa esta tensión, cuando le revela a Hans que quiere tener hijos pero no quiere ser madre.
—Esa es una problemática de nuestra generación. En toda la novela hay una antología interesada del siglo XIX. Mi idea no era reconstruir minuciosamente el siglo XIX porque no se puede. Y si se pudiera, sería inútil desde el punto de vista ideológico y lingüístico. Me propuse más bien tomar distancia del presente, una maniobra si querés medio brechtiana de pensar el presente, dando un par de pasos un par de siglos atrás para contemplar mejor hasta dónde llegaron los conflictos que empezaron en el siglo XIX. Entre las muchas maniobras que hay en ese sentido está la de poner en boca de Hans y Sophie conflictos que pertenecen a nuestra época. El resumen es ese aforismo: “quiero tener hijos, pero no quiero ser madre”. De ese conflicto nuestra generación no salió del todo.
—¿Esta es una generación escéptica respecto de la familia?
—Somos una generación desconcertada en todo sentido. En teoría estamos liberados de muchas cosas, pero esa liberación se produce un poco en tierra de nadie. Además de escépticos, estamos un poco desorientados. Yo quería que la conciencia de Hans, que es el personaje más ucrónico de todos, abarcara el pasado y el futuro. Es el único personaje que tiene esta perspectiva porque en realidad Hans es el verdadero puente entre el siglo XIX y el XXI. Por eso tiene un arcón sin fondo que es como Internet, un arcón que tiene demasiados libros. No se sabe si lo abre o hace una búsqueda en Google. Esto no se menciona en la novela, pero no puede ser que se ponga tan nervioso cuando alguien quiere asomarse a ese arcón y lo cierre inmediatamente. Hans es un errante que no tiene un itinerario claro ni una misión. Es el personaje más generacional de la novela.
—En un momento Sophie plantea que Schiller y Schlegel terminan teniendo pánico del presente. ¿Hay una continuidad de ese pánico al presente entre el siglo XIX y el XXI o una ruptura?
—A pesar de vivir en una sociedad obsesionada con la actualidad, creo que carecemos de presente. De lo que hablamos todo el tiempo es del futuro. Nuestro presente es el futuro inmediato. Somos incapaces de vivir el presente, pero tampoco nos proyectamos a largo plazo porque vivimos en un mundo inmensamente consciente de su fugacidad y provisionalidad. En este sentido somos ciudadanos fugitivos. Sí hay una cierta amnesia hacia el pasado, un simulacro de ruptura con el pasado, pero hay una obsesión con el futuro, aunque ese futuro nunca puede ser a largo plazo, lo que tenemos es un zapping del porvenir inmediato. Las discusiones que se pusieron de moda últimamente sobre lo digital y el libro electrónico no versan sobre cómo estamos usando el libro electrónico o sobre cuáles son los problemas y ventajas de la cultura digital. Todo se plantea en términos de si va a desaparecer el libro impreso o qué va a pasar con los derechos digitales, pero son siempre preguntas para cuando estemos muertos.
Además de experimentar magníficamente con el pasado, en el laboratorio Neuman, involuntariamente, también entran las extrañas combinaciones con las bebidas. Andrés se equivoca de jarra y vuelca café sobre el saquito de té. El resultado es un líquido híbrido, de color sospechoso, que por las dudas no intenta probar. “Schlegel era el líder de los poetas de Jena, pero después se hizo católico y se convirtió en secretario de prensa del régimen de Metternich”, recuerda. “El círculo de Jena era una especie de experimento pre hippie con jóvenes veinteañeros que no se casaban, que tenían relaciones sexuales grupales, que experimentaban con drogas, que hablaban de cambiar el mundo cambiando la forma de vida, que tenían varias parejas en poco tiempo e hijos con diferentes personas. Esa comuna de Jena generó locos, suicidas y futuros conservadores. Como gran líder de ese movimiento, Schlegel escribió Lucinde, la gran novela de reformulación de la pareja, siendo muy joven y estando muy influido por las experiencias grupales del círculo de Jena, que después traicionaría. No puedo evitar ver en esta traición un movimiento histórico. Yo leo lo que pasó con los románticos y vanguardistas alemanes desde la experiencia de mayo del ’68. Los rebeldes de los ’60 y los ’70 fueron los botones de los noventa. No es que solamente los movimientos revolucionarios y emancipatorios generan en el bando contrario una reacción conservadora. A veces la reacción conservadora es encabezada por los antiguos líderes revolucionarios.”
—Más allá de las diferencias, la idea de tomar el pasado como un laboratorio para analizar el presente, ¿conecta a El viajero del siglo con sus novelas anteriores, Bariloche y Una vez Argentina?
—Es cierto, sólo que el alcance del pasado en esas novelas es distinto. El alcance del pasado en Bariloche es a escala individual. En Una vez Argentina ese pasado es el siglo XX argentino, y en El viajero hay un zoom hacia atrás. Esa mirada retrocede dos siglos y sale de la Argentina y de España y quiere enfocar a Europa o a la semilla de lo que hoy se llama Occidente. Es verdad, hay un experimento de reconstrucción del pasado, no como un ejercicio de nostalgia sino de disección del presente. Es como decir “acá están los síntomas, vamos a ver de dónde viene la enfermedad”.
—Aunque escrita antes, Bariloche anunció el fin del menemismo y la degradación de la Argentina que estalló en 2001.
—Cuando empecé a escribir Bariloche en el ’96, todavía se vivía la “época dulce” del plan neoliberal de Menem. Sin comparar en absoluto a las generaciones de mi propia familia que tuvieron que salir a las patadas del país en los ’70, sin violencia física, el menemismo había expulsado a mi familia. Yo sentía que había un desfasaje tremendo en la percepción que había entre el supuesto éxito económico de Menem y las consecuencias que eso podía tener en el mediano plazo. Se me ocurrió escribir la historia de un basurero, Demetrio, un tipo con una cultura y una educación de clase media, que poco a poco se iría aproximando al umbral de la miseria desde un punto de vista metafórico. En esa época todavía no había cartoneros, pero la situación social argentina me hizo releer esa novela. Lo que para mí era una alegoría se fue convirtiendo en algo literal.
La primera norma inevitable que Andrés Neuman descubrió a medida que empezó a escribir El viajero del siglo fue la paciencia. “La clase de historia que estaba contando necesitaba un proceso gradual —subraya el escritor—. Me interesaba investigar hasta qué punto se podía hibridar un proceso narrativo muy lento, a la manera de las novelas clásicas del siglo XIX, en una estructura de capítulos breves y de forma fragmentaria. Aunque parezca que no tiene nada que ver, fue un proyecto de escritura tipo cine Dogma 95.”
—¿Qué reglas estilísticas se impuso para este proyecto?
—Siempre iba a haber una voz omnisciente que sin pasar nunca a una primera persona se plegara muchísimo a cada cosa que enfocaba, como si hubiera una cámara omnisciente que cuando detectaba su objetivo se acercaba hasta casi sumergirse en los pensamientos y en los sentimientos de ese personaje. Otra regla fueron los diálogos, la parte técnica más rara de la novela. La noción era llevar el zapping a la técnica del diálogo. Siempre me pareció artificiosa la forma de poner el diálogo en la literatura. La gente no habla primero una y después otra; cuando conversamos no respetamos los turnos de la palabra. Tenía ganas de encontrar una manera en la que conversaran varios personajes a la vez y que mientras conversaban hubiera acción; representar la simultaneidad de un modo un poco más creíble. Encontré esa forma en el uso de los paréntesis y las yuxtaposiciones que hacen que haya escenas donde están discutiendo seis o siete personajes a la vez y es todo un continuo en la prosa. Para que la novela no tuviera un ritmo tan decimonónico, otra de las reglas era que la cámara se moviera todo el tiempo, por eso te hablaba de Dogma 95. Es una novela de cámara en mano, y también de planos cenitales, mucho zoom y pulso tembloroso. La última regla que me impuse es que hubiera permanentemente un cambio de género, de novela gótica a novela de ideas, de novela sentimental a novela epistolar y policial… Hacer un zapping de géneros del siglo XIX.
(Entrevista publicada en el diario Página/12 de Argentina,
4 de julio de 2009)