Toc, toc.
—Pasa —grita Thomas desde el otro lado de la puerta del cobertizo.
Me asomo al interior. Está limpiando el gallinero y poniendo el estiércol en una carretilla. Lodo está hecho un ovillo junto a la pila de cajas de pino. Su rostro se deforma en uno de sus jadeos de perro sonriente.
Entro del todo y recorro el cobertizo con la mirada. Estos son los dominios de Thomas. Un lugar para hombres, animales y herramientas de hojas afiladas. Pero aquí dentro huele bien, como el heno de mi colchón de paja, y como la avena dulce. Una máscara de gas cuelga de la parte trasera del banco de trabajo, medio olvidada. Jugueteo con la correa de goma.
—Buscaba un cepillo para Foxfire.
Se detiene y se seca la frente con la mano. Me pregunto si los estadounidenses tejerán guantes especiales para chicos con una sola mano.
—¿Sabes acicalar a un caballo? —pregunta con curiosidad.
Intento no mirar durante demasiado tiempo la manga vacía sujeta con un imperdible. Me agacho para rascar la cabeza a Lodo. El perro se da la vuelta y levanta una pata en el aire para que pueda frotarle la barriga con la punta de la bota. Cuando lo hago, todo el cuerpo se le mueve arriba y abajo una y otra vez.
—Porque si no es así, yo podría enseñarte —prosigue Thomas—. Limpiar los cascos puede ser complicado.
Rebusca en su cubo de cepillos y peines hasta que encuentra uno para cascos y me lo entrega.
—Y luego está lo de cepillarles las crines. —Alza un peine ancho con las púas finas y de metal—. Tienes que empezar por las puntas e ir subiendo hacia arriba. —Hace gestos en el aire con el peine—. Y lo mismo con la cola. En lo que se refiere a las alas, creo que no deberías tocarlas si está herida. A estas cosas hay que darles tiempo para que puedan sanar...
Se interrumpe al oír que unos pasos se acercan desde fuera.
Toc, toc.
Se trata de unos golpes rápidos y casi como de disculpa. Thomas y yo intercambiamos una mirada. Él deja el peine a un lado y desencaja la puerta. La hermana Mary Grace está al otro lado. Da un pequeño respingo cuando Thomas abre de par en par.
—¿Hermana?
—Thomas. Unos hombres han venido a verte. —Guarda silencio—. Oficiales del ejército.
Se tira de las mangas del hábito negro de monja como si, a pesar de los metros y metros de tejido, no hubiese suficiente tela tras la que esconderse. Nos mira a Lodo y a mí.
—¿Emmaline? ¿Qué estás haciendo...? —Suspira—. Vuelve dentro. Rápido.
Thomas silba a Lodo, que se pone a cuatro patas enseguida y se pega a los talones de su dueño.
Regreso a la casa con ellos. La hermana Mary Grace me pone una mano en el hombro y me acaricia los cortos mechones de pelo. La cara enjuta de la hermana Constance nos observa a través de los cristales de la puerta, y a continuación, la abre para que podamos entrar. Hay dos hombres con ella. Son jóvenes, lucen uniformes almidonados y cabello oscuro bajo sus gorras.
La hermana Constance me mira con severidad.
—Ya sabes que no debes salir ahora que tienes una tarjeta amarilla, Emmaline. Y aún menos alejarte tanto como para llegar al cobertizo.
—Lo siento, hermana. Ya no me escaparé más, lo prometo.
—Más te vale.
Su tono es duro. Cierra la puerta en las narices de Lodo antes de que el perro pueda entrar. El animal pega el hocico a los vidrios de la puerta y la empaña. Thomas hace ademán de decir algo, pero se lo piensa mejor. Los soldados parecen jóvenes y afables, como si pudieran ser amigos suyos, pero no sonríen.
—¿Señor Thomas Whatley?
—Sí, soy yo.
Miro hacia atrás mientras me alejo por el pasillo moviéndome con toda la lentitud de la que soy capaz. Cuando llego a la biblioteca está llena de susurros. ¡Qué extraño! Entro y descubro que Benny, Jack y otros diez niños que se supone que deberían estar preparándose para ir a clase están apelotonados contra la pared.
—¿Qué estáis...?
—¡Calla, piojo! —ordena Jack en un susurro amenazador—. Si cierras la boca, podremos oír.
Le devuelvo la mirada de enfado. Su tren de vapor de juguete, con una bocina que funciona de verdad, descansa a su lado. Tengo la tentación de darle una patada para mandar el pedazo de brillante metal verde al otro lado de la habitación...
Me quedo sin aliento.
«Verde».
La pintura del tren destella bajo la luz: 865: VERDE ESMERALDA. Si su tren desapareciera, se lo merecería, el pequeño chivato de Benny...
Las voces amortiguadas de los soldados recorren el pasillo. Beth, una de las tres ratoncitas, se hace a un lado y da unos golpecitos en el suelo para que me coloque junto a ella. Con mucho esfuerzo, aparto la vista del tren de Jack y me acerco a los cuerpos cálidos de los niños febriles; pego la oreja a la pared delgada. Tan solo distingo alguna que otra palabra de las voces suaves de los soldados. Algo relacionado con una batalla en un lugar cercano a Egipto. Un obús y un hospital. Entonces Thomas deja escapar un único gemido agudo.
—¿Qué ha pasado? —susurra Susan, la ratona más pequeña, que acaba de entrar—. ¿Tiene que ver con la guerra?
—Pues claro que tiene que ver con la guerra —replica Benny—. Siempre tiene que ver con ella si son soldados. Están hablando del padre de Thomas. Estaba luchando con los hombres de Rommel en la campaña del desierto occidental. Creo que lo han matado.
Benny se aproxima de puntillas a la puerta de la biblioteca y echa un vistazo al pasillo. Al cabo de un instante, regresa e imita con exageración el gesto de quitarse la gorra, como ha hecho el soldado.
—Le han entregado un paquete a Thomas. Creo que son las últimas pertenencias que su padre tenía en el hospital: documentación y otras cosas. También han dicho algo acerca de medallas de honor y le han dado una cajita estampada con el blasón del rey. Le han asegurado que su padre era uno de los héroes más excelentes de Inglaterra.
—Pobre Thomas —comenta Susan.
Benny alza la barbilla.
—Estas cosas pasan. Debemos seguir adelante.
Peter tose.
La hermana Mary Grace asoma la cabeza a la biblioteca y, susurrando, nos dice que nos oyen en el pasillo. Todos nos ponemos en pie con rapidez y salimos de la biblioteca a toda prisa; se oye un ruido de pies que suben corriendo la escalera y después portazos arriba y abajo en el pasillo de los dormitorios.
Me detengo y vuelvo la mirada hacia la biblioteca una vez más; el tren de Jack ha desaparecido. Debe de habérselo llevado con él.
—¿Qué ha pasado? —está gritando Anna desde su habitación—. ¿Hola? ¿Es que no va a contármelo nadie?
Pero nadie le contesta.
Junto a la puerta de entrada, los soldados siguen hablando en voz baja con Thomas, que, con el brazo largo, sujeta un paquete lleno de papeles y objetos. La hermana Mary Grace se ha tapado la boca con una mano. Thomas me da la espalda. Tiene los hombros caídos. No le veo la cara.
Despacio, subo todos los escalones que me separan de mi habitación del desván. Noto lágrimas calientes en las mejillas. Thomas no es un monstruo, estoy segura de ello. Y está sufriendo.
Abro la ventana escarchada. Si saco medio cuerpo por ella, veo la esquina de los jardines amurallados.
Sé que la cinta roja y el frasco amarillo están allí, seguros entre la hiedra. Espero que pronto pueda añadir al escudo espectral el tren de vapor verde esmeralda, con una bocina que funciona, y que pertenece a un mocoso engreído.
Miro hacia arriba, solo por si acaso. El cielo está despejado. No hay ningún Caballo Negro sobrevolándonos en círculos, aunque sé que está cerca. Esperando, olfateando, cazando.
Mucho más abajo, en los escalones de la entrada, Lodo está sentado a la intemperie, con la cara pegada al cristal, esperando a Thomas.