—¡Ay, pobre Thomas! Deberías habérmelo dicho de inmediato.
Anna está enfadada conmigo. Le devuelvo el lápiz de color amarillo con la esperanza de que se sienta mejor. Suspira, con los ojos rojos, mientras lo coloca de nuevo en el lugar que le corresponde y pone el estuche sobre su cama, junto al libro abierto de Flora y fauna.
Levanto el estuche y acaricio con los dedos las puntas afiladas de los lápices. 865: VERDE ESMERALDA. Aparte del tren de Jack, ¿qué otros objetos son de este color? Las agujas de pino acabarían poniéndose marrones. Está el sofá raído de la biblioteca, pero necesitaría cuatro hombres adultos para levantarlo.
Tiene que ser el tren.
—¿Era famoso el padre de Thomas? —le pregunto.
—Había recibido bastantes condecoraciones, sí. Incluso le entregaron la Cruz Victoria. Hace tiempo, durante la Gran Guerra, cuando tenía la edad de Thomas, fue soldado de caballería, y dicen que durante la batalla de Cambrai cabalgó tan rápido que pudo avisar a todos los hombres de las trincheras de que se acercaba una nube de gas. Eso fue antes de que lo mecanizaran todo. En esta guerra lo ascendieron a sargento y lo asignaron al Servicio Aéreo Especial. Han escrito artículos de periódico sobre él, ¿sabes? Thomas los guarda en un álbum de recortes. Su tía empezó a enviárselos desde Gales cuando su madre murió. —Suspira de nuevo y se mira las manos—. Pero su padre no lo apreciaba mucho.
—¿Por qué?
Anna se ruboriza.
—No pudo ser soldado por culpa del brazo.
—¿Y qué va a hacer ahora?
—Lo mismo que el resto de nosotros. Quedarse aquí, cuidar de las ovejas, comer cebollas medio podridas y esperar.
Vuelvo a guardar el lápiz verde en el estuche.
—¿Crees que puede limpiarle los cascos a un caballo con una sola mano?
Enarca una ceja.
—¿Por qué lo preguntas?
Me encojo de hombros.
Levanta una mirada melancólica hacia el techo y se lleva una mano a la base de la garganta.
—Creo que Thomas es capaz de cualquier cosa. En mi opinión, si le hubieran puesto un arma en la mano, habría ganado esta guerra.
Me tumbo bocarriba y contemplo el techo de Anna. Antaño fue la habitación de la princesa. El techo está cubierto por una pintura al óleo de dioses griegos, algunos fuertes y hermosos, y otros con vientrecillos rechonchos y bucles como de piedra. Anna me cuenta historias sobre ellos: Zeus, Hera, Hades. Pero solo cuando las hermanas no están cerca. Ellas dicen que esas historias son «blasfemas».
—¿Echas de menos a tu familia? —me pregunta Anna de pronto.
Saco el lápiz de color azul. No. El rojo. En el hospital hay varias cosas rojas: el sombrero de fieltro de Anna, las latas de sopa de la despensa de la cocina. Pero ya tengo la cinta roja del Señor de los Caballos.
—¿Emmaline?
Guardo de nuevo el lápiz de color rojo.
—Echo de menos a mis caballos.
Ella se recuesta sobre las almohadas y mira por la ventana mientras acaricia con cariño el lomo de su libro.
—Volverás a verlos.
—No, no es cierto.
Pienso en el padre de Thomas, me imagino a mis caballos y se me llena la boca de cenizas. Me trago el sabor una y otra vez, pero vuelve a aparecer de nuevo.
—Están muertos.
Vuelve la cabeza hacia mí a gran velocidad.
—¡Oh, pequeña! Lo siento mucho.
Pienso en los caballos coceando sin cesar en sus establos, y no había nadie que los liberara.
—Lo que se contó sobre los bombardeos fue terrible —continúa—. Todo el mundo habla de Londres, pero lo de Nottingham también fue tremendo, ¿verdad? Tantas almas perdidas en una sola noche... Y los incendios. He oído que una semana después todavía encontraban fuegos humeantes mientras examinaban los escombros en busca de... personas. —Guarda silencio—. ¿Quieres hablar de ello, Em?
Saco el lápiz morado y lo levanto hacia la luz.
Anna estira una mano y me acaricia los mechones de pelo corto.
—Claro que no te apetece. Tendrías que estar loca para querer pensar en ese tipo de cosas. Es mucho mejor centrarse en cuando volvamos a casa y veamos de nuevo a nuestras familias. Yo voy a abrazarlos a todos, especialmente a mi hermano, Sam. Va a sobrevivir a la guerra, estoy segura.
Me señala con el libro.
—He decidido que voy a estudiar para convertirme en profesora de ciencias naturales. He investigado un poco acerca del nombre de tu caballo alado, Foxfire, y he descubierto algo verdaderamente magnífico. —Pasa la página e indica la ilustración de un insecto luminoso—. ¿Sabías que hay criaturas que brillan? Es un fenómeno que se produce en ciertos insectos, hongos y criaturas marinas. —Acaricia la página con ternura—. Antes de que se supiera qué lo causaba, la gente creía que era magia. Lo llamaban de muchas formas distintas. —Sonríe—. Entre ellas, fuego fatuo.
—¿Foxfire se llama así por unos bichos que brillan?
—Foxfire en inglés significa «fuego fatuo» y el fuego fatuo es un tipo de planta que brilla —aclara con una carcajada—. Cuando los troncos se descomponen, en su interior crece un hongo bioluminiscente que proyecta una luz azulada. En algunos casos es tan potente que permite leer junto a ella por la noche.
Examino la ilustración del libro.
—Se me ha ocurrido que cuando seas exploradora y viajes por el mundo, podrías encontrar fuegos fatuos por tu cuenta. Me refiero a la bioluminiscencia... no al caballo. Darwin escribió algo al respecto una vez: «Mientras navegaba por estas latitudes una noche muy oscura, el mar ofreció un espectáculo maravilloso y en extremo bello. Toda la superficie desprendía una luz pálida». —Sonríe—. Tal vez descubras una nueva especie y la llames Mycena emmaline o Mycena marjorie. ¿No se entusiasmaría tu hermana si un hongo se llamara como ella?
Me alejo de la cama. El espejo que hay sobre la cómoda de Anna está tranquilo. Los caballos alados se han marchado y su mundo parece muy vacío, solo somos la Anna del espejo y la yo del espejo.
—¿Emmaline?
Salgo por la puerta sin pronunciar ni una palabra y deambulo por el pasillo. Todas las habitaciones están en silencio, a excepción de la última, donde el pequeño Arthur está roncando en su cama. En un hueco de la pared hay una vitrina con objetos sencillos que la princesa no se molestó en llevarse: nidos de pájaro, pieles de serpiente, una piedra tallada. Cosas que casi con seguridad alguien encontró en los terrenos de la casa. Abro la vitrina de cristal y cojo una pila de viejas tarjetas de visita amarillentas que hay en un cuenco descascarillado. «Profesor H. K. Hopper, egiptólogo», «Lord Barchester», «Señorita A. Rodan, aviadora».
Deben de ser todos los personajes célebres que venían a visitar a la vieja princesa, cuyos tesoros, regalos de su alteza, están almacenados en el ático. Me pregunto si el padre de Thomas vendría alguna vez.
Vuelvo la mirada hacia la habitación de Anna.
Ella me ha dicho que podría convertirme en exploradora, en una persona famosa, igual que las de estas tarjetas. Me ha dicho que ya lo soy.
A veces me pregunto si Anna me comprende mejor que ningún otro ser en el mundo.
Sonrío. Solo un poco, solo para mí.