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Las ovejas tienen algo que consuela.

No solo son suaves y cálidas (aunque a veces también un poco sucias). No se trata de sus balidos ni de la forma en que los corderitos trepan los unos sobre los otros. No es su olor ovino, que al resto de los niños no les gusta, pero a mí no me molesta. No son sus lenguas rosas. Es el hecho de que puedes no pronunciar ni una sola palabra y no sentirte solo.

La puerta del cobertizo se abre.

Entra Thomas, restregándose la nariz contra el frío, y coge la pala que cuelga de un gancho en la pared. Las ovejas balan pidiendo alimento y él me ve sentada entre ellas. Se queda inmóvil.

—¿Te has quedado dormida aquí?

Asiento.

—Ha venido un sacerdote y la familia de Anna. Vas a perderte el funeral.

Sujeto entre las manos una cajita que me ha dado la hermana Mary Grace, envuelta en papel de periódico y atada con un trozo de cordel.

—Lo sé.

No dice nada más. El silencio de Thomas solía asustarme, pero ahora lo agradezco. Estoy cansada de que hablen la hermana Constance, la hermana Mary Grace, el doctor Turner y los demás niños. Solo quiero estar entre las ovejas. Sola, pero no aislada.

Algo feo se agita en mi pecho, toso sobre la paja y me seco la boca. Noto la cara caliente. Demasiado caliente. Ardiendo.

—El mantel del altar... —comienza Thomas un tanto vacilante—. Pensé que querrías saber que la hermana Constance ha decidido utilizar el negro en la capilla, para honrar a Anna. Lo dejarán puesto durante al menos una semana. Tal vez más tiempo.

Se agacha para enderezarle a Lodo la oreja, que no para de darse la vuelta.

Y por cómo evita mirarme a los ojos, me doy cuenta de que sabe que he robado el mantel morado de Adviento. Debió de ver cómo me escabullía a hurtadillas por el jardín con él metido bajo el abrigo. Y ahora me está diciendo que no me pillarán. Al menos hoy no.

Anna ha vuelto a ayudarme. Me alegro por el bien de Foxfire, pero preferiría que me pillaran, que la hermana Constance me castigara todos los días durante un año y recuperar a Anna.

Asiento.

Thomas se despide llevándose una mano a la gorra y se marcha.

Sé que el funeral de Anna se está celebrando en la capilla. A lo largo de los seis meses que he pasado aquí, solo ha muerto otro niño, un chico que llegó en mitad de la noche, tan enfermo que a la mañana siguiente ya se había ido. Su funeral fue reducido y breve, y sé que el de Anna será igual. La hermana Constance es, ante todo, práctica. Hay facturas que pagar, niños vivos que alimentar y un grifo que gotea y debe repararse.

Una oveja deja escapar un largo suspiro ovino y me pone la barbilla sobre la pierna. Le rasco la cabeza huesuda y entorna los ojos. Con el otro pulgar, acaricio el cordel del paquete, atado con una bonita lazada.

La hermana Mary Grace subió nada menos que hasta mi desván ayer por la noche después de la cena. Me llevó una chocolatina vieja y polvorienta en una bandeja —no sé dónde la habría tenido escondida— y este paquete.

—Todavía faltan unos días para la Navidad —dijo—. Pero quiero que tengas un regalo anticipado. Mejor dicho, Anna quería que lo tuvieras. A veces la gente muere cuando se pone demasiado enferma y no podemos hacer nada, solo dejar que regrese con el Señor.

En el cobertizo, recorro los extremos del paquete con los dedos, del papel que ya está desgastado después de estar toda la mañana manoseándolo, temerosa de abrirlo. Conozco esta forma y también su tamaño. Sé exactamente lo que me encontraré cuando desate el cordel y rasgue el papel.

Fuera doblan las campanas. Thomas volverá pronto con la pala y barro de la ladera sur en las botas.

Abro el papel y el cordel. Debajo están todos los colores del arcoíris. Abro la tapa superior del estuche de los lápices de colores y aspiro el aroma a madera y pintura.

La ovejita que tiene la barbilla apoyada en mi pierna comienza a roncar. Me hago un ovillo a su lado, abrazada al estuche de lápices de colores de Anna.