No veo a Foxfire desde hace varios días. No puedo. Estoy tan triste por Anna que mis extremidades se niegan a moverse. Estoy tan apenada y enfadada con Dios que solo quiero esconderme y llorar. La hermana Mary Grace frunce el ceño cuando me toma la temperatura, se compadece de mí y deja que me salte las clases para quedarme en mi habitación dibujando en silencio. Pero entonces la media luna aumenta y proyecta un resplandor peligroso sobre el mundo que hay más allá de la ventana de mi desván.
Y lo sé: debo ser fuerte por Foxfire, incluso en estos momentos. El Señor de los Caballos confía en mí.
Espero hasta que la hermana Constance está en su despacho y los demás niños en el aula redactando cartas para enviarlas a sus familias, y me escapo por la ventana de la biblioteca. No me echarán de menos. Creen que estoy en el desván.
Tengo las piernas tan débiles que el paseo hasta el jardín del reloj de sol me parece más largo que nunca. Trepar por el muro es como escalar una montaña. Pero cuando llego al otro lado, Foxfire está allí.
Levanta la vista hacia mí.
Y cómo la he echado de menos.
Había olvidado su olor a manzana, su pelaje sedoso, lo viva que me sentía cuando me miraba con sus ojos castaños y suaves, y el ligero cabeceo con el que dice que me ha echado de menos, igual que yo a ella.
Sin embargo, por extraño que parezca, no hay ninguna carta del Señor de los Caballos. Han transcurrido algunos días. Esperaba encontrarme un montón de cartas, sobre todo teniendo en cuenta que solo queda una semana para la luna llena, pero no hay nada.
Un sentimiento de intranquilidad hace que me tiemble la mano, pero me las arreglo para escribir una nueva nota en un trozo de papel que he traído y sujetarla bajo el reloj de sol.
Querido Señor de los Caballos:
¿Por qué no me ha escrito? ¿Está bien? No sé si lo sabe, pero el Caballo Negro ha intentado atacar. ¡Es tan cruel, tan malvado, que lo odio con todas mis fuerzas! Pero Foxfire está a salvo, y la estoy rodeando con todos los objetos coloridos que consigo encontrar, aunque no sé si será suficiente. A veces los caballos mueren cuando se ponen demasiado enfermos. No quiero que se muera. Por favor, dígame qué tengo que hacer.
Afectuosamente,
Emmaline May
Ya es Nochebuena. No sé cómo puede llegar la Navidad sin Anna, pero lo hace, y la hermana Mary Grace me dice que no debo seguir encerrándome en mí misma.
No está permitido que nuestras familias nos visiten, pero el señor Mason, de la granja de al lado, viene por la tarde, cuando las sombras se alargan, con un árbol de Navidad. Lo trae en la carreta enganchada al burro y se queda fuera hablando con las hermanas, que se frotan las manos para defenderse del frío. Todos miramos con las caras pegadas al cristal.
—Nunca habíamos tenido árbol —señala Peter. Ahora Jack y él son los que llevan aquí más tiempo, y han visto dos Navidades en el hospital—. La hermana Constance dice que la Navidad tiene que ver con el nacimiento de Cristo, no con Papá Noel.
—Los estadounidenses enviaron regalos el año pasado —comenta Jack con nostalgia y la nariz pegada al cristal—. Suficientes para llenar toda la capilla, pero las hermanas solo dejaron que nos quedáramos con uno cada uno. A mí me tocó el tren de vapor. Y ahora ha desaparecido.
Guarda silencio y yo me doy la vuelta, con la esperanza de que no me haya ruborizado demasiado.
Tras unos momentos de tensión en el exterior, cuando el burro empieza a rebuznar a causa del frío, la hermana Constance alza las manos al cielo. El granjero esboza una enorme sonrisa y se echa el árbol al hombro.
Los demás niños aplauden.
Alejada de todos ellos, observo cómo cae la nieve. No me parece justo. No sin Anna. Y ahora también sin el Señor de los Caballos.
Y entonces un árbol atraviesa la puerta principal de camino a la biblioteca; llena la estancia de aromas de bosque y deja un rastro de savia y agujas.
—Benny, ve a buscar a Thomas —ordena la hermana Mary Grace—, y dile que coja un cubo y unos tornillos.
El niño sale al pasillo corriendo como una flecha.
—Emmaline, ve a por una cacerola con agua.
Me froto los ojos. Me siento demasiado agotada incluso para moverme. Pero entonces atisbo un destello de color. Es un viejo pañuelo arrugado que el señor Mason está utilizando para limpiarse la savia de las manos. Hace ademán de guardárselo de nuevo en el bolsillo, pero frunce el cejo al ver la savia y al final tira el pañuelo raído a nuestra papelera, así que mi corazón empieza a latir de una forma que no lo había hecho desde la muerte de Anna. El pañuelo está un poco deshilachado, pero su color es inconfundible: 868: AZUL LAPISLÁZULI.
La hermana Mary Grace me mira con curiosidad, como si se sintiera tentada a tomarme la temperatura de nuevo.
Me obligo a ponerme en pie con las piernas temblorosas.
—Sí, hermana. Iré a por el agua.
Me dirijo a la cocina, casi sin aliento tras unos pocos pasos, y allí cojo una cacerola de cobre, que coloco en el fregadero. Mientras espero a que se llene, contemplo mi reflejo en el exterior de la cacerola: ojos hundidos, piel pálida. Hay dos caballos alados a mi espalda, con las alas extendidas, casi como si quisieran cobijarme de la lluvia, aunque dentro no llueve.
Llevo la cacerola a la biblioteca y me sitúo al lado del granjero. Thomas y él actúan como si estuvieran construyendo una máquina de guerra, con toda la ingeniería que requiere conseguir que el árbol se mantenga recto en el cubo. Me agacho, fingiendo que los observo, y con mucho cuidado, meto la mano en la papelera y saco el pañuelo. Toso mientras me lo guardo en la bota.
No lo echará de menos, estoy segura. Para él no es más que un retal viejo y desgastado que ha tirado. Para mí —para Foxfire— es esperanza.
Terminan, aunque el árbol todavía se ladea un poco en la parte de arriba. El señor Mason nos dice que debemos regarlo todos los días. Nos advierte de que debemos tener mucho cuidado, para que, cuando atemos velas a las ramas, no se incendie.
—Y será mejor que le dejéis unas galletas a Papá Noel —dice con un guiño.
La boca de la hermana Constance adopta una expresión severa.
Miramos por las ventanas mientras enciende el farol de su carreta y guía al pobre burro congelado de vuelta a casa.
—¡Vamos a preparar los adornos! —exclama Kitty—. Podemos hacer una pasta con sosa. Cuando la pongamos en el árbol parecerá nieve.
Los niños comienzan a dar saltos. Empiezan a desgarrar los retales de tela y las cintas que la hermana Mary Grace saca de su costurero. Otros bajan cajas polvorientas del desván, donde Arthur encuentra unas bolas de Navidad de metal rojo brillante que contempla con regocijo. Dos de las tres ratoncitas salen corriendo afuera para recoger piñas, y la hermana Constance ni siquiera menciona la regla de «no ir más allá de la terraza de la cocina».
Echo un vistazo a la puerta abierta preguntándome cuándo podré escaparme al jardín para colgar el pañuelo. Thomas debe de haberse escabullido en algún momento. Me pregunto si habrá vuelto al cobertizo con Lodo y las ovejas. Me pregunto si también le gusta estar solo pero no aislado.
Susan levanta una cadena de eslabones de papel.
—¡Qué aburrida! —De pronto, se vuelve hacia mí—. ¡Ve a buscar los lápices de colores que te dio Anna! Podemos pintar los eslabones de verde y rojo.
Los demás niños me miran, con los dedos pringosos de pegamento.
El miedo me oscurece como una sombra. ¿Los lápices? ¿Los lápices de Anna? Me los dio a mí.
Niego con la cabeza.
Benny resopla y mira a la hermana Constance.
—Dígale que tiene que compartir.
—Anna se los dio a ella —responde la hermana Constance—. Puede hacer lo que quiera con ellos. Si elige el camino de la generosidad, como la propia Anna hacía tan a menudo, entonces traerá los lápices de colores. Si escoge ser egoísta, bueno, es su decisión.
—¡Pero se está comportando como una cría!
Benny se cruza de brazos y me fulmina con la mirada. Hay una cruz de madera con la figura de Cristo colgada detrás de él. Si las manos de Jesús no estuvieran clavadas a la cruz, creo que él también se habría cruzado de brazos enfadado.
Me cruzo de brazos y le devuelvo una mirada fulminante.
Si quieren color —color de verdad—, entonces están buscando en los lugares equivocados.
Benny me mira con el ceño fruncido y, después, de manera instintiva, coge un puñado de la pasta de nieve.
—¡Todos la echamos de menos!
Me tira la pasta a la cara.
Se me llena la boca del sabor jabonoso de la sosa. Escupo y toso, y la hermana Constance agarra a Benny de la oreja.
—Eso ha estado fuera de lugar —lo reprende.
—Es un monstruito egoísta —espeta Benny mientras la oreja se le pone rápidamente roja—. No puede... No es la única que...
Lo pierdo de vista cuando la hermana Constance se lo lleva a rastras y mascullando algo acerca de que tendrá que quedarse en su habitación hasta que la soledad haga que el cerebro le funcione como es debido.
Echo una ojeada al reflejo de la ventana. La pasta me ha convertido la piel en un amasijo grumoso.
El resto de los niños intentan reprimir el impulso de echarse a reír.
Un monstruo.
Los demás no lo dicen en voz alta, no con la mirada vigilante de la hermana Mary Grace justo al lado, pero sé que lo están pensando.
Thomas es un monstruo porque le falta algo.
Yo soy un monstruo porque me sobra algo. Me sobra dolor y rabia.
Me da igual.
Al parecer, solo los monstruos saben que hay mundos y mundos y mundos, y que el nuestro es solo uno de ellos.