Corro por los campos escarchados hasta que llego a la casita de Thomas, junto al cobertizo. De la chimenea salen volutas de humo.
Toc, toc.
Lodo es el primero en reaccionar, soltando gruñidos graves, pero Thomas emite un siseo y el perro calla. Se oyen pasos. Entonces se abre la puerta.
Thomas baja la cabeza de golpe, como si se esperara a alguien más alto.
—¿Emmaline?
En estos momentos, no tiene la manga vacía cuidadosamente sujeta, sino que cuelga floja y hueca mientras el joven se restriega los ojos con la mano.
—¿Qué ocurre? —Mira alrededor para ver si estoy sola—. No puedes seguir escapándote tan tarde. Cada vez hace más frío y tú estás... —Guarda silencio cuando me agacho para toser—. No te conviene empeorar —concluye.
—Tengo que enseñarte algo —digo entre toses—. Es importante.
Vuelve a frotarse los ojos somnolientos y mira hacia el hospital como si estuviera pensando en acompañarme hasta allí y entregarme a la hermana Constance. Pero contiene un bostezo y abre más la puerta.
Vacilo.
Nunca he entrado en la casa de Thomas. Ninguno de nosotros lo ha hecho. Benny dice que es el lugar al que lleva a sus víctimas para enjaularlas hasta que las brujas se las coman, pero yo no veo ni niños ni jaulas. No veo espadas ni cuchillos. Solo un somier de cuerda con un colchón de paja, como mi cama, pero más grande, y una estufa de leña con una cafetera encima, además de unas cuantas camisas colgadas en los travesaños para que se sequen.
Sí que hay un hueso mordisqueado en el suelo, pero creo que pertenece a Lodo.
Thomas cierra la puerta detrás de mí para que no se vaya el calor. Se rasca la barbilla.
—¿Qué es tan importante a estas horas de la noche?
El calor de la estufa de leña consigue que se me humedezcan las axilas. Rebusco la carta del Señor de los Caballos, mientras comienzo a sentirme un poco tonta. Es posible que pudiera esperar hasta mañana. Tal vez estar aquí sea un acto infantil.
Pero no. Algunas cosas no pueden demorarse.
Le paso la carta.
—Léela.
Pero él no la coge.
—Venga, adelante.
Carraspea. Niega con la cabeza, sin alejar la mirada de la estufa de leña.
—Los encargados de mantenimiento solo leen el parte meteorológico.
Me aturdo —quizá no sepa leer y esté avergonzado—, me acerco la carta y leo en voz alta la parte que habla de las personas especiales que mueren antes de que sea su hora. Cuando termino, lo miro expectante.
Tiene el ceño fruncido como si no entendiera nada.
—Eso es lo que he venido a contarte —le explico—. Que ciertas personas especiales que mueren antes de que les corresponda se convierten en caballos alados. Me refiero a tu padre. Era un gran hombre que murió antes de que llegara su hora. —Me meto la carta en el bolsillo una vez más—. La muerte no es su final. Lo dice el Señor de los Caballos.
Thomas mira la estufa de leña. Después se presiona el puente de la nariz con el pulgar y el índice y respira hondo. Baja la mano y me la pone en la cabeza. Tiene la palma ancha. Es evidente que es un hombre de campo, de tierra, pero eso no quiere decir que no sea también un hombre con corazón.
—Si lo ha dicho el Señor de los Caballos —comienza—, debe de ser cierto.
—Y también para Anna.
Asiente.
—Para Anna también.
—Y para mí, si muero de las aguas estancadas.
Su mano, que estaba dándome palmaditas en el pelo corto, se detiene. Lodo deja de roer el hueso, levanta la cabeza y la ladea. Thomas respira profundamente otra vez. Las hermanas se enfadan cuando hablamos así. Cuando preguntamos qué sucede si nos morimos. Dicen que nuestro deber es pensar en la vida, no en la muerte, y comernos el pan y dejarle esos asuntos a Dios. El doctor Turner también se disgusta. Dice que muchos niños sobreviven a las aguas estancadas. Nos explica que podríamos seguir viviendo muchos años y convertirnos en esposas y madres y esposos y médicos.
Thomas esboza una especie de sonrisa suave.
—Si eso ocurre —afirma—, serás la que vuele más rápido de todos los caballos, estoy seguro.