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El doctor Turner viene todos los miércoles a administrarnos los medicamentos en la salita donde antaño se guardaba la vajilla.

—Dime, ¿cómo te encuentras, Emmaline? —pregunta con mucha educación.

El doctor Turner es muy amable, sobre todo cuando calienta el estetoscopio antes de ponérmelo sobre la piel, por las chocolatinas que me entrega cuando la hermana Constance no mira y por el guiño que me dedica con sus cejas de oruga peluda y gris.

El doctor Turner es como Thomas: no está completo. Solo los hombres completos pueden ir a la guerra a combatir contra los alemanes. Pero lo que le falta al doctor Turner no es un brazo o una pierna, ni siquiera un dedo. Es una parte del corazón. Son la esposa y la hija que perdió a causa de las bombas. La parte ausente que hace que se crispe cuando truena, como aquella vez, cuando un rayo impactó en el tejado y él se metió a gatas bajo la mesa de la cocina y emitió un gemido extraño, como el de un perro, hasta que las hermanas Constance y Mary Grace lo convencieron de que saliera con té aguado, y tenía las axilas de la bata blanca empapadas de sudor.

El doctor Turner me apoya el extremo del estetoscopio en la espalda y escucha mientras respiro. La sala está revestida de estanterías que antes contenían platos elegantes y ahora están atestadas de botes de pastillas, bastoncillos con yodo y depresores linguales.

—¿Te estás tomando los medicamentos, Emmaline?

En el espejo de exploración de cuerpo entero que hay detrás de él, un caballo alado se rasca la oreja contra el marco de la ventana.

—Sí, doctor.

Frunce el ceño como si no me creyera y después saca un bloc de notas y un lápiz que humedece con la lengua. Me da la espalda para apoyarse en la vitrina mientras escribe, y yo le hago una mueca al caballo, que sigue rascándose la oreja. Me pregunto qué ve cuando, a través del espejo, me devuelve la mirada. Me gustaría saber si en el mundo del espejo las sensaciones son distintas a las del nuestro: si allí el frío sigue siendo frío y el calor sigue siendo calor, y si las reglas del despacho de la hermana Constance son tan apetitosas como los caballos hacen que parezcan.

El doctor Turner termina de escribir, dobla la nota por la mitad y me la entrega.

—Dale esto a la hermana Constance para que se lo lleve al farmacéutico de Wick.

—Sí, doctor.

—Y pega esto en la parte exterior de tu puerta. Me he fijado en que la última se ha caído.

Me entrega una tarjeta azul. Las utiliza para que las hermanas sepan qué tratamiento necesitamos cada semana. Hay tres colores: azul para los pacientes que están lo bastante bien para salir al exterior a hacer ejercicio y tomar el aire; amarillo para los que deben limitar sus actividades al interior; y rojo para los que —la que, porque solo es Anna— están demasiado enfermos para salir de la cama.

El doctor Turner hace ademán de marcharse, distraído, y yo me aclaro la garganta con fuerza para asegurarme de que lo oye. Se da unas palmaditas en el bolsillo de la chaqueta.

—Ah. Casi me olvido.

Me ofrece una chocolatina envuelta en papel de aluminio, igual que las que les dan a los soldados en sus raciones.

—Nuestro pequeño secreto, ¿no es así?

Sonrío.

Se me dan muy bien los secretos. No le he contado a nadie lo de aquella vez que vi a Jack haciendo pis sobre un erizo junto a la leñera y me dejó jugar con su tren si no decía nada.

Bueno, ahora lo sabes tú, pero tú también eres capaz de guardar un secreto. Lo intuyo.

El doctor Turner consulta su lista.

—Dile a Kitty que venga.

Bajo de la camilla de exploración y asomo la cabeza al aula de la hermana Constance, donde está dando clase de ortografía a los pequeños, para decirle a Kitty que es su turno. Después me alejo por el pasillo. Los mayores no tenemos clases hasta la tarde, así que mi tiempo me pertenece, al menos durante un rato. Aquí, los espejos están vacíos, pero los suelos tiemblan, y me pregunto si los caballos alados estarán caminando por ellos en su mundo de detrás de los espejos o si solo son los golpes de Thomas en la caldera que hay debajo. Acompaso el pum, pum, pum con mis pisadas hasta que llego a la escalera estrecha. Vuelvo la cabeza por encima del hombro y echo un vistazo hacia atrás para ver si descubro a algún perro salvaje pelirrojo con raya en medio. Despejado. Subo los escalones a toda velocidad, dejo atrás la planta de los dormitorios, sigo ascendiendo hacia el desván, empiezo a desenvolver la chocolatina del doctor Turner, y estoy a punto de darle un mordisco, cuando una cara sale brincando de las tinieblas.

Grito.

Benny ríe con su habitual estridencia. Jack sale del otro lado de los travesaños, soltando risotadas, sujetándose los costados como si asustarme fuera tan divertido que le dolieran las costillas a cuenta de ello.

—¡No podéis estar aquí! —exclamo—. ¡Deberíais estar ayudando en la cocina hasta las clases de la tarde!

Benny apoya una mano en la barandilla de la escalera y se inclina hacia mí.

—Lo mismo vale para ti, piojo.

Me llevo una mano al pelo.

—Yo no tengo piojos.

El tebeo de Popeye que más le gusta a Benny descansa en la escalera junto a sus pies. Hay un leve tufo a humo. No sé dónde habrán conseguido Benny y Jack un cigarrillo. Ni siquiera el doctor Turner es capaz de encontrar tabaco en Wick.

Dejo caer la mano, furiosa.

—La hermana Constance os despellejará vivos cuando le diga que habéis estado fumando aquí arriba.

A Benny se le oscurecen los ojos y su nariz adquiere un aspecto aún más parecido al hocico de un sabueso. Yo empiezo a encogerme un par de centímetros o tres, pero entonces baja la mirada y levanta algo que había junto al tebeo.

—¿Qué es esto?

Un destello de envoltorio plateado. «¡Mi chocolatina!».

—¡Devuélvemela!

La sujeta en alto y se le iluminan los ojos al tiempo que niega con la cabeza.

—¿A quién se la has birlado, piojo?

—¡No la he robado! Me la ha dado alguien, pero no puedo decirte quién.

—¿Otro secreto? —pregunta con desdén—. Se te da fatal guardar secretos.

—¡Mentira! —Trato de arrebatársela—. ¡Devuélvemela!

Pero tiene los ojos en llamas. El chocolate significa para él lo mismo que para mí, que para todos nosotros. Un descanso del pan seco y las alubias caldosas. Un recuerdo dulce, algo solo para ti, algo de antes.

De pronto, Benny me pellizca justo por debajo de la manga de la camisa. Aúllo, pero él se limita a apretar con más ganas. Está delgado para tener trece años, pero es fuerte.

—Promete que no le contarás a la hermana Constance lo del cigarrillo.

—¡Ay!

—Dilo.

—¡Es mía! ¡Dámela o me chivaré!

Oigo a Jack caminando de un lado a otro al borde de la escalera, como un perro salvaje. Estira una mano serpenteante y me pellizca en el otro brazo; después, suelta una risita.

—Promete que no se lo dirás y te devolveré tu chocolatina —dice Benny.

—¡Ay! Vale.

Me da otro doloroso pellizco y luego me suelta. Me aparto frotándome los hematomas rojos del brazo. Jack sonríe mostrando los dientes amarillentos; está tan entusiasmado que comienza a toser y tiene que doblarse sobre sí mismo.

Tiendo la mano.

Benny esboza una sonrisa lenta.

Retira el resto del envoltorio y se la mete en la boca.

—¿Qué shocoladina? —masculla mientras regueros de saliva marrón le resbalan por la barbilla.

Ahora crezco un par de centímetros o tres, o incluso cuatro, hasta que mi furia se encumbra sobre él.

—¡Te odio!

Lo empujo, pero él se limita a reírse y yo bajo la escalera a toda prisa. Paso ante la vieja salita de la vajilla del doctor Turner, donde el pequeño Arthur, que nunca habla, está derramando lágrimas silenciosas porque están a punto de ponerle una inyección, y continúo hasta la cocina. La hermana Mary Grace está encorvada sobre una olla de cobre cuyo contenido hierve sobre la estufa de leña. Levanta un rostro agotado que reluce gracias al vapor.

—Emmaline, tráeme una cebolla de la alacena. Si rebuscas bien, todavía hay algunas buenas cuando les quitas las capas exteriores...

Abro la puerta de atrás con brusquedad y salgo corriendo a la terraza de la cocina. Los niños se pasan nabos unos a otros y tratan de hacer malabarismos. Cuando me dan la espalda, doblo la esquina a gran velocidad y corro hasta el muro del jardín, aunque alejarse tanto va contra las normas.

No me importan las normas.

Me la jugaré con los zorros.