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Fuera hace frío y todavía hay niebla en las partes más bajas de los campos. Corro en línea recta hasta que llego a la grandiosa verja de entrada del jardín, que Thomas cerró con un candado hace tiempo. Ya nadie va más allá del muro del jardín. Antes de la guerra, el hospital no tenía nada que ver con una institución de salud, sino que era la casa de una princesa hermosa y rica, aunque era vieja. Probablemente estés pensando que eso no es muy habitual en las princesas, pero es verdad. Cuando empezaron las bombas, la princesa se fue a vivir con unos parientes y entregó la casa a las Hermanas de la Misericordia, que añadieron más camas en todas las habitaciones y taparon las ventanas con mantas. Después llegaron las monjas y los niños, todos en trenes. Retumbando, retumbando, mientras las bombas estallaban en el exterior. A mis vecinos los evacuaron a Dorset en los primeros trenes. Ellos no tenían las aguas estancadas. Benny y Anna sí. Y yo también. Todos los niños del hospital Briar Hill tenemos las aguas estancadas y por eso estamos aquí; no podemos contagiarnos unos a otros porque ya estamos contagiados.

La hermana Mary Grace me contó un día que cuando la princesa vivía aquí, los terrenos que rodeaban la casa eran preciosos. Que jóvenes de lugares tan lejanos como Londres venían a pasear por los jardines amurallados, entre los rosales, las estatuas y las fuentes gorjeantes. Solían abrir de par en par las puertas del salón de baile para que la música se oyera en los extensos prados, donde los invitados de la princesa jugaban al croquet. Pero ella disponía de un ejército de jardineros, y ahora nosotros solo tenemos a Thomas, que cuenta con un solo brazo. Así que por eso está cerrada la verja del jardín, y por ese motivo los pequeños escaramujos trepadores crecen más y más cada día.

Pero la hiedra forma una escalera retorcida y es fácil trepar por el muro del jardín. Solo tengo que recogerme la falda entre las piernas. Al otro lado, me dejo caer en un lugar olvidado. Hay bancos que la madreselva está haciendo desaparecer poco a poco y estatuas ruinosas de dioses griegos con musgo en los rostros. Deambulo por el laberinto de muros y encuentro un jardín más pequeño, oculto en un rincón. En el centro se eleva una columna que me llega a la altura de los hombros, y encima hay un reloj de sol. Tiene una base circular con un brazo triangular que apunta al cielo para proyectar una sombra que muestra la hora. Parece de oro o de latón, y quizás una vez fuera lo bastante reflectante para mostrar los caballos del espejo, pero ahora está demasiado deslustrado. Me siento en un banco, aplastando las enredaderas, y me soplo las manos.

Oigo un crujido y me pongo tensa.

No me he olvidado de los zorros.

Contengo el aliento para que no forme una nube en el aire y me delate, y presto atención. Otra vez. Más crujidos, justo a la vuelta de la esquina. Algo que se mueve. ¿Es posible que sea solo un zorro? Y de nuevo. En dirección opuesta a las estatuas. De repente, tiemblan las enredaderas que trepan por el muro del jardín y cojo aire, sobresaltada.

Es demasiado grande para ser un zorro.

Me quedo completamente inmóvil, excepto por la respiración y por los latidos del corazón. ¿Es esto lo que siente mi padre en el frente? ¿Que las balas podrían agujerear las paredes en cualquier momento? ¿Que el gas podría invadirlo todo como la niebla matutina?

Clonc.

Chillo. La hiedra se estremece con violencia. ¿Debería echar a correr?

Clonc, clonc.

¡Se está acercando! Me dejo caer sobre la tierra helada. Me arrastro ayudándome de los codos para avanzar a través de las trincheras de hierba muerta. Benny nos contó una vez una historia de un avión alemán que se perdió en una tormenta y se estrelló en suelo británico. ¿Y si es un piloto alemán, perdido y enfadado? El corazón me retumba en el pecho. Una rama de sauce se quiebra bajo mi codo y suelto un alarido.

Clonc, clonc, clonc.

¡Es un piloto alemán, lo sé, y va a tener un arma y no va a escucharme cuando le diga que solo soy una niña porque no habla mi idioma y no tiene forma de saber que no soy una espía!

Clonc.

Ya está justo a la vuelta de la esquina. Se ha agotado el tiempo. Agarro la rama de sauce partida y la empuño tras ponerme en pie. Fueran zorros o pilotos alemanes, mi padre sería valiente. Yo también debo serlo.

Un resoplido.

Un clonc, clonc, clonc pesado.

Un caballo asoma la cabeza por la esquina. Es casi por completo blanco: tiene largas cuerdas de crines blancas y sedosas, y un hocico suave y gris, y alas, unas alas blancas como la nieve, unas alas que son suaves, gigantes y reales.

Suelto la rama de sauce.

—¡Tú no eres un soldado alemán! —grito.

El caballo parpadea.

—¿Qué eres?

Pero ya sé lo que es. Vaya si lo sé.

La hierba seca hace que me piquen los tobillos y el viento me aguijonea la nariz, pero soy incapaz de hacer nada que no sea mirar al caballo. Es del mundo del espejo. Pero ¿cómo ha llegado a este? ¿Y por qué? Los caballos alados jamás abandonan su mundo, ¡si a duras penas me miran cuando doy golpecitos en los espejos del hospital!

El caballo, con cautela, da un paso hacia un lado, con la mirada de ojos oscuros clavada en mí.

Echo un rápido vistazo al reloj de sol dorado, pero aunque continuara con su reflejo, el caballo es demasiado grande para haberse colado a través de él. Y si hubiera atravesado cualquiera de los espejos del hospital, no cabe duda de que habríamos oído el estrépito de los cristales rotos. Tal vez haya cruzado por el agua reflectante de la fuente... pero no, el caballo no está empapado de agua helada.

Me tapo la boca con la mano muy despacio.

¿Y si...? ¿Y si el caballo no ha pasado a nuestro mundo? ¿Y si he sido yo quien ha entrado en el suyo?

Me palpo el vestido, el pelo, la hiedra. No, estamos en nuestro mundo. El cielo es gris, como la tierra y mi ropa. El mundo de detrás del espejo, creo yo, no sería tan gris.

El caballo alado me observa desde el otro extremo del jardín, con la fuente congelada entre ambos. Resopla con fuerza y, después, patea el suelo con una pezuña del color del azogue. Una lluvia de tierra rojo óxido cae sobre los escaramujos. Pienso en cuando Benny me persigue y corro a la cocina, cuya mesa es una isla que lo mantiene alejado.

Pero este caballo no es Benny. Tiene unas patas y unos dientes fuertes, y una fuente no lo detendrá.

Cojo la rama de sauce y vuelvo a blandirla.

Nos estudiamos mutuamente. Mi corazón está desbocado: pum-pum, pum-pum. La cabeza me da vueltas. No puedo creerme que el caballo esté aquí. No puede ser real, ni siquiera después de observar a sus congéneres en los espejos.

Suelta otro bufido, que rompe el empate, y carga hacia delante. Me aferro a la rama de sauce como si fuera una espada, pero no me ataca. Agacha la cerviz. Husmea la fuente. Una vez. Y otra.

Bajo la rama.

No, no es una criatura sedienta de sangre salida de una de las historias de Benny.

Solo está intentando beber.

Me mira y esta vez veo con mayor claridad. Es una hembra. Es por algo que transmiten sus ojos, cierta dulzura. Lo noto, sin más.

La fuente ya no funciona, pero la taza está llena de agua de lluvia congelada. El animal patea, patea, patea con su pezuña de azogue. Entre los ojos tiene una mancha de pelo oscuro con forma de estrella; no, de chispa. Siento un hormigueo por todo el cuerpo. Durante todo este tiempo, la hermana Constance y el doctor Turner estaban equivocados. Los caballos alados no estaban en mi imaginación. Son reales. Esta yegua es real. Quiero regresar corriendo al hospital, con alas en los pies, para contárselo a todos, para anunciarlo a voz en grito, y traerlos aquí...

Pero no.

No.

Recuerdo la expresión de la hermana Constance. Y también la del doctor Turner. Y los cuchicheos de los demás niños.

No me creyeron entonces, y no me creerán ahora. No pasa nada. Se me da muy bien guardar secretos, diga Benny lo que diga. Y este secreto —este caballo— es mi secreto. Algo solo para mí.

La yegua patea de nuevo y sacude el hocico contra el hielo con nerviosismo. Doy un paso al frente, con cuidado, y levanto la rama de sauce. El animal se aparta, receloso, como un ciervo en el límite de un bosque. Utilizo la rama para romper el hielo de la fuente, paf, paf, paf, con todas mis fuerzas, y después retrocedo a toda prisa hasta la pared. Mi corazón late con fuerza: pum, pum. Cuando miro al animal, se me llena la boca de un ligerísimo, casi imaginario, regusto a ceniza.

Avanza un paso. Y otro. Precavida. Y después agacha la cabeza y bebe larga y ávidamente del agua que hay bajo el hielo. Creo que tiene mucha sed y que hace mucho tiempo que no bebe hasta saciarse.