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LA POLICÍA había arrancado los cartelones de la fachada de San Marcos, borrado los vivas a la huelga y los mueras a Odría. No se veían estudiantes en el parque Universitario. Había guardias apiñados frente a la capilla de los próceres, dos patrulleros en la esquina de Azángaro, tropa de asalto en los corralones vecinos. Santiago recorrió la Colmena, la plaza San Martín. En el jirón de la Unión cada veinte metros aparecía un guardia impávido entre los transeúntes, la metralleta bajo el brazo, la máscara contra gases a la espalda, un racimo de granadas lacrimógenas en la cintura. La gente que salía de las oficinas, los vagos y los donjuanes los miraban con apatía o con curiosidad, pero sin temor. También en la plaza de Armas había patrulleros, y ante las rejas de Palacio, además de los centinelas de uniformes negros y rojos, se veían soldados encasquetados. Pero al otro lado del puente, en el Rímac, no había siquiera agentes de tránsito. Muchachos con caras de matones, matones con caras de tuberculosos fumaban bajo los rancios faroles de Francisco Pizarro, y Santiago avanzó entre cantinas que escupían borrachitos tambaleantes y los mendigos, las criaturas desarrapadas y los perros sin dueño de otras veces. El Hotel Mogollón era apretado y largo como la callejuela sin asfalto donde estaba. No había nadie en el nicho que hacía de recepción, el corredorcito y la escalera se hallaban a oscuras. En el segundo piso, cuatro varillas doradas enmarcaban la puerta del cuarto, más pequeña que su vano. Dio los tres golpecitos de contraseña y empujó: la cara de Washington, un catre con una frazada, una almohada sin funda, dos sillas, una bacinica.
—El centro está lleno de policías —dijo Santiago—. Se esperan otra manifestación relámpago esta noche.
—Una mala noticia, lo cogieron al cholo Martínez al salir de Ingeniería —dijo Washington; estaba demacrado y ojeroso, así tan serio parecía otra persona—. Su familia fue a la Prefectura, pero no pudo verlo.
De los tablones del techo pendían telarañas, el único foco estaba muy alto y la luz era sucia.
—Ahora los apristas no pueden decir que sólo ellos caen —dijo Santiago; sonrió, confuso.
—Tenemos que cambiar de sitio —dijo Washington—. Incluso la reunión de esta noche es peligrosa.
—¿Crees que si le pegan va a hablar? —lo tenían amarrado y una silueta retaca y maciza tomaba impulso y golpeaba, la cara del cholo se contraía en una mueca, su boca aullaba.
—Nunca se sabe —Washington alzó los hombros y bajó los ojos, un instante—. Además, no le tengo confianza al tipo del hotel. Esta tarde me pidió mis papeles otra vez. Llaque va a venir y no he podido avisarle lo de Martínez.
—Lo mejor será tomar un acuerdo rápido y salir de aquí —Santiago sacó un cigarrillo y lo encendió; dio varias pitadas y luego volvió a sacar la cajetilla y se la alcanzó a Washington—. ¿Se reúne siempre la Federación esta noche?
—Lo que queda de la Federación, hay doce delegados fuera de combate —dijo Washington—. En principio sí, a las diez, en Medicina.
—Nos van a caer ahí de todas maneras —dijo Santiago.
—Puede que no, el gobierno debe saber que esta noche probablemente se levantará la huelga y dejará que nos reunamos —dijo Washington—. Los independientes se han asustado y quieren dar marcha atrás. Parece que los apristas también.
—¿Qué vamos a hacer nosotros? —dijo Santiago.
—Es lo que hay que decidir ahora —dijo Washington—. Mira, noticias del Cusco y de Arequipa. Allá las cosas andan todavía peor que aquí.
Santiago se acercó al catre, cogió dos cartas. La primera venía del Cusco, una letra fibrosa y erecta de mujer, la firma era un garabato con rombos. La célula había hecho contacto con los apristas para discutir la huelga de solidaridad, pero se adelantó la policía, camaradas, ocupó la universidad y la Federación había sido desmantelada; lo menos veinte detenidos, camaradas. La masa estudiantil estaba algo apática, pero la moral de los camaradas que escaparon a la represión siempre alta, a pesar de los reveses. Fraternalmente. La carta de Arequipa estaba escrita a máquina, con una tinta no negra ni azul sino violeta, y no tenía firma ni iba dirigida a nadie. Estábamos moviendo bien la campaña en las facultades y el ambiente parecía favorable a apoyar la huelga de San Marcos cuando la policía entró a la universidad, entre los detenidos había ocho nuestros, camaradas: esperando poder darles mejores noticias próximamente y deseándoles todo éxito.
—En Trujillo la moción fue derrotada —dijo Washington—. Los nuestros sólo consiguieron que se aprobara un mensaje de solidaridad moral. O sea nada.
—Ninguna universidad apoya a San Marcos, ningún sindicato apoya a los tranviarios —dijo Santiago—. No queda más remedio que levantar la huelga, entonces.
—De todos modos, se ha hecho bastante —dijo Washington—. Y ahora, con los presos, hay una buena bandera para recomenzar en cualquier momento.
Dieron tres golpecitos en la puerta, pasa dijo Washington, y entró Héctor, transpirando, vestido de gris.
—Creí que iba a llegar tarde y soy de los primeros —se sentó en una silla, se limpió la frente con un pañuelo. Tomó aire y lo expulsó como si fuera humo—. Imposible localizar a ningún tranviario. La policía ocupó el local del sindicato. Fuimos con dos apristas. Ellos también han perdido el contacto con el comité de huelga.
—Apresaron al cholo al salir de Ingeniería —dijo Washington.
Héctor se lo quedó mirando, el pañuelo contra la boca.
—Con tal de que no le den una paliza y le desfiguren la —su voz y su sonrisa forzada se fueron apagando y murieron; volvió a tomar aire, guardó su pañuelo. Estaba ahora muy serio—; entonces no deberíamos reunirnos aquí esta noche.
—Va a venir Llaque, no había cómo avisarle —dijo Washington—. Además, la Federación se reúne dentro de hora y media y apenas tenemos tiempo para tomar un acuerdo entre nosotros.
—Qué acuerdo —dijo Héctor—. Independientes y apristas quieren levantar la huelga y es lo más lógico. Todo se está desmoronando, hay que salvar lo que queda de los organismos estudiantiles.
Otra vez tres golpecitos, salud camaradas, la corbatita roja y la voz de pajarito. Llaque miró a su alrededor con sorpresa.
—¿No citaron a las ocho? ¿Qué es de los demás?
—Martínez cayó esta mañana —dijo Washington—. ¿Te parece que anulemos la reunión y salgamos de aquí?
La carita no se frunció, sus ojos no se alarmaron. Estaría acostumbrado a esas noticias, piensa, a vivir escondiéndose y al miedo. Miró su reloj, estuvo un momento callado, reflexionando.
—Si lo detuvieron esta mañana, no hay peligro —dijo al fin, con una media sonrisa avergonzada—. Lo interrogarán sólo esta noche, o quizá al amanecer. Nos sobra tiempo, camaradas.
—Pero sería mejor que tú te fueras —dijo Héctor—. Aquí el que corre más peligro eres tú.
—Más despacio, los he oído desde la escalera —dijo Solórzano, desde el umbral—. Así que agarraron al cholo. Nuestra primera baja, caramba.
—¿Te olvidaste de los tres toques? —dijo Washington.
—La puerta estaba abierta —dijo Solórzano—. Y ustedes hablaban a gritos.
—Van a ser las ocho y media —dijo Llaque—. ¿Y los otros camaradas?
—Jacobo tenía que ver a los textiles, Aída iba a la Católica con un delegado de Educación —dijo Washington—. Ya no tardarán. Comencemos de una vez.
Héctor y Washington se sentaron en el catre, Santiago y Llaque en las sillas, Solórzano en el suelo. Estamos esperando, camarada Julián, oyó Santiago y dio un respingo. Siempre te olvidabas de tu seudónimo, Zavalita, siempre que eras secretario de actas y que debías resumir la sesión anterior. Lo hizo rápidamente, sin ponerse de pie, en voz baja.
—Pasemos a los informes —dijo Washington—. Sean breves y concisos, por favor.
—Mejor averigüemos de una vez qué les pasó —dijo Santiago—. Voy a llamar por teléfono.
—En el hotel no hay —dijo Washington—. Tendrías que buscar una botica y esas idas y venidas no convienen. Sólo tienen media hora de atraso, ya vendrán.
Los informes, piensa, los largos monólogos donde era difícil distinguir al objeto del sujeto, los hechos de las interpretaciones y las interpretaciones de las frases hechas. Pero esa noche todos habían sido veloces, parcos y concretos. Solórzano: la Asociación de Centros de Agricultura había rechazado la moción por ser política, ¿por qué se plegaba San Marcos a una huelga de tranviarios? Washington: los dirigentes de la Escuela Normal decían no hay nada que hacer, si llamamos a votación el noventa por ciento estará contra la huelga, les daremos sólo nuestro apoyo moral. Héctor: los contactos con el comité de huelga tranviario se habían roto desde la ocupación policial del sindicato.
—Agricultura descartada, Ingeniería descartada, la Normal descartada y la Católica no sabemos —dijo Washington—. Las universidades de Cusco y Arequipa ocupadas y Trujillo se echó atrás. Ésa es la situación, en resumen. Es casi seguro que en la Federación, esta noche, se proponga levantar la huelga. Nos queda una hora para decidir nuestra posición.
Parecía que no iba a haber discusión, piensa, que todos estaban de acuerdo. Héctor: el movimiento había provocado una toma de conciencia política del estudiantado, ahora convenía replegarse antes de que desapareciera la Federación. Solórzano: levantar la huelga, sí, pero para comenzar de inmediato a preparar un nuevo movimiento, más poderoso y mejor coordinado. Santiago: sí, y de inmediato iniciar una campaña por la liberación de los estudiantes presos. Washington: con la experiencia adquirida y las enseñanzas de estos días de lucha, la Fracción Universitaria de Cahuide había pasado su prueba de fuego, él también estaba porque se levantara la huelga para reagrupar las fuerzas.
—Yo quisiera decir algo, camaradas —dijo Llaque, con su delgada voz tímida, pero nada vacilante—. Cuando la Fracción acordó apoyar la huelga de los tranviarios, ya sabíamos todo esto.
¿Qué sabíamos? Que los sindicatos eran amarillos, pues los verdaderos dirigentes obreros estaban muertos o presos o desterrados, que con la huelga vendría la represión y habría detenciones y que las otras universidades darían la espalda a San Marcos. Lo que no sabíamos, lo que no estaba previsto, camaradas, ¿qué era? Su manita subía y bajaba junto a tu cara, Zavalita, su voz bajita insistía, repetía, convencía. Que la huelga alcanzaría este éxito y obligaría al gobierno a desenmascararse y a mostrar toda su brutalidad a plena luz. ¿Que la situación iba mal? ¿Con tres universidades ocupadas, con lo menos cincuenta estudiantes y dirigentes obreros presos, iba mal? ¿Con las manifestaciones-relámpago en el jirón de la Unión y la prensa burguesa obligada a informar sobre la represión, mal? Por primera vez un movimiento de esa envergadura contra Odría, camaradas, por primera vez una grieta en tantos años de dictadura monolítica. ¿Mal, mal? ¿No era absurdo retroceder en estos momentos? ¿No era más correcto tratar de extender y de radicalizar el movimiento? Juzgando la situación no desde un punto de vista reformista, sino revolucionario, camaradas. Calló y ellos lo miraban y se miraban, incómodos.
—Si apristas e independientes se han puesto de acuerdo para levantar la huelga, no podemos hacer nada —dijo Solórzano, al fin.
—Podemos dar la batalla, camarada —dijo Llaque.
Y se abrió la puerta, piensa, y entraron. Aída avanzó más rápido hacia el centro de la habitación, Jacobo se quedó atrás.
—Ya era hora —dijo Washington—. Nos tenían preocupados.
—Jacobo me encerró y no me dejó ir a la Católica —de un tirón, piensa, como si se hubiera aprendido de memoria lo que iba a decir—. Él tampoco fue a ver a los textiles, como le encargó la Fracción. Pido que sea expulsado.
—Ahora entiendo que la lleves en la cabeza tantos años, Zavalita —dijo Carlitos.
Estaba parada entre las dos sillas, bajo el foco de luz, con los puños cerrados, los ojos dilatados y la boca temblando. El cuarto se había encogido, el aire espesado. La miraban inmóviles, tragaban saliva, Héctor sudaba. Ahí estaba la respiración de Aída a tu lado, Zavalita, su sombra oscilando en el suelo. Tenías la garganta seca, te mordías el labio, el corazón acelerado.
—Bueno, vaya, camarada —dijo Washington—. Aquí estábamos...
—Además, trató de suicidarse, porque le dije que no quería seguir con él —lívida, piensa, los ojos muy abiertos, escupiendo las palabras como si le quemaran la lengua—. Tuve que engañarlo para que me dejara venir. Pido que sea expulsado.
—Y se abrió la tierra —dijo Santiago—. No porque hubiera soltado eso, ahí, delante de todos. Sino porque una pelea así, Carlitos, un lío así, con encierros y amenazas de suicidio y todo eso.
—¿Has terminado? —dijo, por fin, Washington.
—Hasta entonces no se te había ocurrido que se acostaban —se rió Carlitos—. Creías que se miraban a los ojos y se cogían la mano y se recitaban poemas de Maiakovski y de Nazim Hikmet, Zavalita.
Ahora todos se movían en sus sitios, Héctor se secaba la cara, Solórzano exploraba el techo, por qué no se adelantaba y decía algo él, qué hacía mudo ahí atrás él. Aída seguía de pie a tu lado, Zavalita, las manos ya no cerradas sino abiertas, un anillo plateado con sus iniciales en el dedo meñique, las uñas cortadas como hombre. Santiago alzó la mano y Washington con un gesto le indicó que hablara.
—Falta una hora para que se reúna la Federación y no hemos tomado ningún acuerdo —pensando aterrado se me va a cortar la voz, piensa—. ¿Vamos a perder el tiempo discutiendo problemas personales ahora?
Se calló, encendió un cigarrillo, el fósforo rodó encendido al suelo y lo pisó. Vio que las caras de los otros comenzaban a reponerse de la sorpresa, a enfurecerse. Ansiosa, difícil, la respiración de Aída seguía siempre ahí.
—Claro que no nos interesan los asuntos personales —murmuró Washington, con un disgusto que rebalsaba su voz—. Pero lo que acaba de plantear Aída es muy grave.
Un silencio con púas, piensa, un súbito calor que embrutecía y ahogaba.
—A mí no me importa que dos camaradas se peleen o se encierren o se suiciden —dijo Héctor, el pañuelo contra la boca—. Sí me importa saber qué pasó con los textiles, con la Católica. Si los camaradas que debían ir no fueron, que expliquen por qué.
—La camarada ya explicó —susurró la voz de pajarito—. Que el otro camarada dé su versión y acabemos de una vez con esto.
Ojos que giraban hacia la puerta, los pasos lentos de Jacobo, la silueta de Jacobo junto a la de Aída. Su terno azul claro arrugado, su camisa medio salida, el saco sin abotonar, su corbata caída.
—Lo que dijo Aída es cierto, perdí el control de los nervios —atorándose con cada palabra, piensa, balanceándose como borracho—. Estaba ofuscado, fue una debilidad de, un momento de crisis. Quizá todos estos días sin dormir, camaradas. Yo me someto a cualquier decisión de la Fracción, camaradas.
—¿No dejaste ir a Aída a la Católica? —dijo Solórzano—. ¿Cierto que no fuiste a la cita con los textiles, que trataste de impedir que Aída viniera a la reunión?
—No sé qué me pasó, no sé qué me pasó —los ojos acobardados, piensa, atormentados, y su mirada de loco—. Les pido disculpas a todos. Quiero superar esta crisis, ayúdenme a superarme, camaradas. Lo que la camarada, lo que dijo Aída es cierto. Acepto cualquier decisión, camaradas.
Calló, retrocedió hacia la puerta y Santiago dejó de verlo. Aída sola de nuevo, su mano amoratada de puro tensa. Solórzano tenía la frente surcada, se había puesto de pie.
—Voy a decir francamente lo que pienso —su cara descompuesta de ira, piensa, su voz desilusionada—. Yo voté a favor de esta huelga porque me convencieron los argumentos de Jacobo. Él fue el más entusiasta, por eso lo elegimos a la Federación y al comité de huelga. Yo tengo que recordar que mientras el camarada Jacobo actuaba como un egoísta, detenían a Martínez. Creo que debemos sancionar de alguna forma una falta así. Los contactos con los textiles, con la Católica, en estos momentos, en fin, para qué voy a decir lo que todos sabemos. Una cosa así no es posible, camaradas.
—Claro que es grave, claro que ha cometido una falta —dijo Héctor—. Pero ahora no hay tiempo, Solórzano. La Federación se reúne dentro de media hora.
—Es una locura seguir perdiendo así el tiempo, camaradas —la voz de pajarito, perpleja, impaciente, su manita levantada—. Hay que postergar este asunto y volver al tema en debate.
—Pido que se aplace la discusión de esto hasta la próxima sesión —dijo Santiago.
—No quiero ofender a nadie, pero Jacobo no debe asistir a esta reunión —dijo Washington; vaciló un segundo y añadió—: Ya no creo que sea de confianza.
—Pon al voto mi moción —dijo Santiago—. Ahora nos estás haciendo perder tiempo tú, Washington. ¿Vamos a olvidarnos de la huelga, de la Federación para seguir discutiendo toda la noche sobre Jacobo?
—Los minutos se están pasando —insistió, imploró Llaque—. Dense cuenta, camaradas.
—Está bien, vamos a votar —dijo Washington—. ¿Tienes algo que añadir, Jacobo?
Los pasos, la silueta, se había sacado las manos de los bolsillos y se las estrujaba. Unas mechas rubias le tapaban las orejas, sus ojos no eran suficientes y sarcásticos, como en los debates piensa, toda su actitud revelaba derrota y humildad.
—Yo creía que para él sólo existían la Fracción, la revolución —dijo Santiago—. Y, de repente, mentira, Carlitos. De carne y hueso también, como tú, como yo.
—Comprendo que duden, que ya no tengan confianza en mí —balbuceó—. Estoy dispuesto a hacer mi autocrítica, me someto a cualquier decisión. Denme otra oportunidad para demostrarles, a pesar de todo, camaradas.
—Mejor sales del cuarto hasta que votemos —dijo Washington.
Santiago no lo oyó abrir la puerta; supo que había salido cuando el foco osciló y las sombras de las paredes se movieron. Se paró, cogió del brazo a Aída y le señaló la silla. Ella se sentó. Sus manos sobre sus rodillas, piensa, sus pestañas negras mojadas, el pelo revuelto sobre su cuello, y las orejas como con frío. Que tu mano se alzara, piensa, y bajara y tocara ese cuello y lo acariciara y alisara esos mechones y tus dedos se enredaran en esos pelos y los tironearan despacito y los soltaran y los tironearan: ay, Zavalita.
—Vamos a votar el pedido de Aída, primero —dijo Washington—. Levanten la mano los que estén de acuerdo con que se expulse a Jacobo de la Fracción.
—Yo presenté una cuestión previa —dijo Santiago—. Pon primero al voto mi pedido.
Pero Washington y Solórzano ya habían alzado la mano. Todos se volvieron a mirar a Aída: estaba cabizbaja, las manos quietas sobre las rodillas.
—¿Tú no votas por lo que pediste? —dijo Solórzano, casi gritando.
—He cambiado de opinión —sollozó Aída—. El camarada Llaque tiene razón. Hay que aplazar la discusión de este asunto.
—Esto es increíble —dijo la voz de pajarito—. Qué es esto, qué es esto.
—¿Te estás burlando de nosotros? —dijo Solórzano—. ¿A qué estas jugando tú, Aída?
—He cambiado de opinión —susurró Aída, sin alzar la cabeza.
—Carajo —dijo la voz de pajarito—. Dónde estamos, a qué jugamos.
—Acabemos con esta broma —dijo Washington—. Los que están de acuerdo con que se aplace la discusión de esto.
Llaque, Héctor y Santiago levantaron la mano y, unos segundos después, lo hizo Aída. Héctor se estaba riendo, Solórzano se tocaba el estómago como si tuviera vómitos, qué es esto repetía la voz de pajarito.
—Las mujeres son formidables —dijo Carlitos—. Rumberas, comunistas, burguesas, cholas, todas tienen algo que no tenemos nosotros. ¿No sería mejor ser marica, Zavalita? Entenderse con algo que conoces, y no con esos animales extraños.
—Llámenlo a Jacobo, entonces, se acabó el circo —dijo Washington—. Volvamos a las cosas serias.
Santiago giró: la puerta abierta, la cara atolondrada de Jacobo irrumpiendo en la habitación.
—Hay tres patrulleros en la puerta —susurró, había cogido a Santiago del brazo—. Muchos soplones, un oficial.
—Cierren esa puerta, carajo —dijo la voz de pajarito.
Todos se habían parado de golpe, Jacobo había cerrado la puerta y la sujetaba con su cuerpo.
—Sujétala —dijo Washington, mirando a todos, atropellándose—. Los papeles, las cartas. Sujeten la puerta, no tiene llave.
Héctor, Solórzano y Llaque vinieron a ayudar a Jacobo y a Santiago que contenían la puerta, y todos se rebuscaban los bolsillos. Inclinado sobre el velador, Washington rompía papeles y los metía en una bacinica. Aída le iba pasando las libretas, las hojas sueltas que le entregaban los otros, iba y venía corriendo en puntas de pie de la puerta a la cama. La bacinica ya estaba ardiendo. Afuera no se oía ningún ruido; todos tenían las orejas aplastadas contra la puerta. Llaque se separó de ellos, apagó la luz, y en la oscuridad Santiago sintió la voz de Solórzano: ¿no sería falsa alarma? La llamita de la bacinica crecía y decrecía, a intervalos idénticos Santiago veía aparecer la cara de Washington soplando. Alguien tosió y la voz de pajarito murmuró silencio, y comenzaron a toser dos a la vez.
—Mucho humo —susurró Héctor—. Hay que abrir esa ventana.
Una silueta se apartó de la puerta y se empinó hacia el tragaluz, pero su mano sólo tocaba el borde. Washington lo tomó de la cintura, lo izó, y al abrirse el tragaluz entró una bocanada de aire fresco al cuarto. La llamita se había apagado, y ahora Aída le alcanzaba la bacinica a Jacobo, que, izado de nuevo por Washington, sacaba la bacinica por el tragaluz. Washington encendió la luz: caras crispadas, ojos hundidos, bocas resecas. Con gestos, Llaque indicó que se apartaran de la puerta, que se sentaran. Tenía el rostro ajado, se le veían los dientes, en un instante se había avejentado.
—Hay mucho humo todavía —dijo Llaque—. Fumen, fumen.
—Falsa alarma —murmuró Solórzano—. No se oye nada.
Santiago y Héctor repartieron cigarrillos, hasta Aída que no fumaba encendió uno. Washington se había instalado junto a la puerta y espiaba por el hueco de la cerradura.
—¿No saben que hay que traer siempre libros de estudio? —dijo Llaque; su manita accionaba, histérica—. Nos reunimos para conversar de problemas universitarios. No somos políticos, no hacemos política. Cahuide no existe, la Fracción no existe. No saben nada de nada.
—Ahí suben —dijo Washington, y se apartó de la puerta.
Se oyó un murmullo, un silencio, de nuevo el murmullo, y dos golpecitos en la puerta.
—Lo buscan, señor —dijo una voz carrasposa—. Es urgente, dicen.
Aída y Jacobo estaban juntos, piensa, él la tenía del hombro. Washington dio un paso hacia la puerta pero ésta se abrió antes y un bólido se lo llevó de encuentro: una figura tropezando, trastabillando, otras figuras saltando, gritando, revólveres que los apuntaban, alguien decía lisuras, alguien jadeaba.
—Qué desean —dijo Washington—. Por qué entran así a...
—El que está armado tire el arma al suelo —dijo un hombre bajito, de sombrero y corbata azul—. Manos arriba. Regístrenlos.
—Somos estudiantes —dijo Washington—. Estamos...
Pero un guardia lo empujó y se calló. Los palmotearon de pies a cabeza, los hicieron salir en fila, con las manos en alto. En la calle había dos guardias con metralletas y un grupo de mirones. Los dividieron, a Santiago lo empujaron a un patrullero junto con Héctor y Solórzano. Estaban muy apretados en el asiento, olía a sobaco, el que manejaba estaba hablando por un pequeño micrófono. El auto arrancó: Puente de Piedra, Tacna, Wilson, la avenida España. Paró ante las rejas de la Prefectura, un soplón cuchicheó con los centinelas, y les ordenaron bajar. Un corredor con puertecitas abiertas, escritorios, policías y tipos de civil, en mangas de camisa, una escalera, otro corredor que parecía baldeado, una puerta que se abría, entren ahí, se cerraba y el ruidito de la llave. Un cuarto pequeño, que parecía una antesala de notario, con una sola banca apoyada contra la pared. Estuvieron callados, observando las paredes cuarteadas, el suelo brilloso, el foco de luz fluorescente.
—Las diez —dijo Santiago—. La Federación debe estar reuniéndose.
—Si todos los otros delegados no están también aquí —dijo Héctor.
¿Saldría mañana la noticia, se enteraría el viejo por los periódicos? Imaginabas la noche desvelada de la casa, Zavalita, el llanto de la mamá, el revoloteo y las carreras al teléfono y las visitas y los chismes de la Teté en el barrio y los comentarios del Chispas. Sí, esa noche la casa se había vuelto un loquerío, niño, dice Ambrosio. Y Carlitos: te sentirías un Lenin. Y, de repente, un mestizo retaco tomaba impulso y pateaba: sobre todo miedoso, Carlitos. Sacó cigarrillos, alcanzó para los tres. Fumaron sin hablar, chupando y botando el humo al mismo tiempo. Habían pisoteado los puchos cuando escucharon el ruidito de la llave:
—¿Quién es Santiago Zavala? —dijo desde la puerta una cara nueva. Santiago se paró—. Está bien, siéntese nomás.
La cara se hundió, el ruidito otra vez.
—Quiere decir que estás fichado —susurró Héctor.
—Quiere decir que te van a soltar primero —susurró Solórzano—. Vuela a la Federación. Que hagan bulla. Por Llaque y por Washington, ellos son los más jodidos.
—¿Está loco? —dijo Santiago—. ¿Por qué me van a soltar primero?
—Por tu familia —dijo Solórzano, con una risita—. Que protesten, que hagan bulla.
—Mi familia no va a mover un dedo —dijo Santiago—. Más bien, cuando sepan que ando metido en esto...
—No andas metido en nada —dijo Héctor—. No te olvides de eso.
—Tal vez ahora, con esta redada, las otras universidades hagan algo —dijo Solórzano.
Se habían sentado en la banca, hablaban mirando la pared del frente o el techo. Héctor se paró, comenzó a andar de un extremo a otro, dijo que se le habían dormido las piernas. Solórzano se subió las solapas y metió las manos a los bolsillos: ¿friecito, no?
—¿También traerían aquí a Aída? —dijo Santiago.
—Se la llevarían a Chorrillos, a la cárcel de mujeres —dijo Solórzano—. Nuevecita, con cuartos individuales.
—Perdimos tontamente el tiempo con esa historia de los novios —dijo Héctor—. Es para reírse.
—Para llorar —dijo Solórzano—. Para mandarlos a los dos a hacer radioteatros, a trabajar en películas mexicanas. Que te encierro, que me suicido, que lo boten de la Fracción, que ya no lo boten. Para bajarles los calzones y darles azotes a esos niñitos burgueses, carajo.
—Yo creía que se llevaban bien —dijo Héctor—. ¿Tú sabías que se peleaban?
—No sabía nada —dijo Santiago—. Los veía poco últimamente.
—Mi mujer se pelea y la huelga y el partido se van al diablo, yo me suicido —dijo Solórzano—. A hacer radioteatros, carajo.
—Los camaradas también tienen su corazoncito —sonrió Héctor.
—A lo mejor lo hicieron hablar a Martínez —dijo Santiago—. A lo mejor le pegaron y…
—Trata de disimular que tienes miedo —dijo Solórzano—. Porque es peor.
—Miedo tendrás tú —dijo Santiago.
—Claro que sí —dijo Solórzano—. Pero no lo demuestro poniéndome pálido.
—Porque aunque te pongas no se te nota —dijo Santiago.
—Las ventajas de ser cholo —se rió Solórzano—. No te calientes, hombre.
Héctor se sentó; tenía un cigarrillo y lo fumaron entre los tres, una pitada cada uno.
—Cómo sabían mi nombre —dijo Santiago—. A qué vendría ese tipo.
—Como eres de buena familia, te van a preparar unos riñoncitos al vino, para que no te sientas desambientado —dijo Solórzano, bostezando—. Bueno, ya me cansé.
Se acurrucó contra la pared y cerró los ojos. Su cuerpo fortachón, su piel color ceniza, su nariz muy abierta, piensa, sus pelos tiesos, y era la primera vez que lo metían preso.
—¿Nos pondrán con los presos comunes? —dijo Santiago.
—Ojalá que no —dijo Héctor—. No tengo ganas de que me violen los rateros. Mira cómo duerme el camarada. Tiene razón, vamos a acomodarnos a ver si descansamos un poco.
Apoyaron las cabezas contra la pared, cerraron los ojos. Un momento después Santiago oyó pasos y miró la puerta; Héctor se había enderezado también. El ruidito, la cara de antes:
—Zavala, venga conmigo. Sí, usted solito.
El retaco tomaba impulso y, al salir de la habitación, vio los ojos de Solórzano que se abrían, enrojecidos. Un corredor lleno de puertas, gradas, un pasillo de losetas que se revolvía, subía y bajaba, un guardia con fusil frente a una ventana. El tipo caminaba con las manos en los bolsillos, a su lado; placas de metal que no alcanzaba a leer. Entre ahí, oyó, y se quedó solo. Un cuarto grande, casi a oscuras: un escritorio con una lamparita sin pantalla, paredes desnudas, una fotografía de Odría envuelto en la banda presidencial como un bebe en un pañal. Retrocedió, miró su reloj, las doce y media, tomaba impulso y, las piernas blandas, ganas de orinar. Un momento después se abrió la puerta, ¿Santiago Zavala? dijo una voz sin cara. Sí: aquí estaba el sujeto, señor. Pasos, voces, el perfil de don Fermín atravesando el cono de luz de la lámpara, sus brazos abriéndose, su cara contra mi cara, piensa.
—¿Estás bien, flaco? ¿No te han hecho nada, flaco?
—Nada, papá. No sé por qué me han traído, no he hecho nada, papá.
Don Fermín lo miró a los ojos, lo abrazó otra vez, lo soltó, sonrió a medias y se volvió hacia el escritorio, donde el otro se había sentado ya.
—Ya ve, don Fermín —se le veía apenas la cara, Carlitos, una vocecita desganada, servil—. Ahí tienes al heredero, sano y salvo.
—Este joven no se cansa de darme dolores de cabeza —el pobre quería ser natural y era teatral y hasta cómico, Carlitos—. Lo envidio por no tener hijos, don Cayo.
—Cuando uno se va poniendo viejo —sí, Carlitos, Cayo Bermúdez en persona— le gustaría tener quien lo represente en el mundo cuando ya no esté.
Don Fermín soltó una risita incómoda, se sentó en una esquina del escritorio, y Cayo Bermúdez se puso de pie: ése era pues, ahí estaba pues. Una cara seca, apergaminada, insípida. ¿No quería sentarse, don Fermín? No, don Cayo, aquí estaba bien.
—Vea en qué lío se ha metido, joven —con amabilidad, Carlitos, como si lo lamentara—. Por dedicarse a la política en vez de los estudios.
—Yo no hago política —dijo Santiago—. Estaba con unos compañeros, no hacíamos nada.
Pero Bermúdez se había inclinado a ofrecer cigarrillos a don Fermín que, inmediatamente, con una sonrisita postiza sacó un Inca, él que sólo podía fumar Chesterfield y odiaba el tabaco negro Carlitos, y se lo puso en la boca. Aspiraba con avidez y tosía, contento de hacer algo que disimulara su malestar, Carlitos, su terrible incomodidad. Bermúdez miraba los remolinos de humo, aburrido, y, de pronto, sus ojos encontraron a Santiago:
—Está bien que un joven sea rebelde, impulsivo —como si estuviera diciendo tonterías en una reunión social, Carlitos, como si le importara un comino lo que decía—. Pero conspirar con los comunistas ya es otra cosa. ¿No sabe que el comunismo está fuera de la ley? Figúrese si se le aplicara la Ley de Seguridad Interior.
—La Ley de Seguridad Interior no es para mocosos que no saben dónde están parados, don Cayo —con una furia frenada, Carlitos, sin alzar la voz, aguantándose las ganas de decirle perro, sirviente.
—Por favor, don Fermín —como escandalizado, Carlitos, de que no le entendieran las bromas—. Ni para los mocosos ni mucho menos para el hijo de un amigo del régimen como usted.
—Santiago es un muchacho difícil, lo sé de sobra —sonriendo y poniéndose serio, Carlitos, cambiando a cada palabra de tono—. Pero no exagere, don Cayo. Mi hijo no conspira, y menos con comunistas.
—Que él mismo le cuente, don Fermín —amistosa, obsequiosamente, Carlitos—. Qué hacía en ese hotelito del Rímac, qué es la Fracción, qué es Cahuide. Que le explique todos esos nombrecitos.
Arrojó una bocanada de humo, contempló las volutas melancólicamente.
—En este país los comunistas ni siquiera existen, don Cayo —atragantándose con la tos y la cólera, Carlitos, pisoteando con odio el cigarrillo.
—Son poquitos, pero fastidian —como si yo me hubiera ido, Carlitos, o nunca hubiera estado ahí—. Sacan un periodiquito a mimeógrafo, Cahuide. Pestes de Estados Unidos, del Presidente, de mí. Tengo la colección completa y se la enseñaré, alguna vez.
—No tengo nada que ver —dijo Santiago—. No conozco a ningún comunista en San Marcos.
—Los dejamos que jueguen a la revolución, a lo que quieran, con tal que no se excedan —como si todo lo que él mismo decía lo aburriera, Carlitos—. Pero una huelga política, de apoyo a los tranviarios, imagínese qué tendrá que ver San Marcos con los tranviarios, eso ya no.
—La huelga no es política —dijo Santiago—. La decretó la Federación. Todos los alumnos…
—Este joven es delegado de año, delegado de la Federación, delegado al comité de huelga —sin oírme ni mirarme, Carlitos, sonriéndole al viejo como si le estuviera contando un chiste—. Y miembro de Cahuide, así se llama la organización comunista, desde hace años. Dos de los que fueron detenidos con él tienen un prontuario cargado, son terroristas conocidos. No había más remedio, don Fermín.
—Mi hijo no puede seguir detenido, no es un delincuente —ya sin contenerse, Carlitos, golpeando la mesa, alzando la voz—. Yo soy amigo del régimen, y no de ayer, de la primera hora, y se me deben muchos favores. Voy a hablar con el Presidente ahora mismo.
—Don Fermín, por favor —como herido, Carlitos, como traicionado por su mejor amigo—. Lo he llamado para arreglar esto entre nosotros, yo sé mejor que nadie que usted es un buen amigo del régimen. Quería informarle de las andanzas de este joven, nada más. Por supuesto que no está detenido. Puede usted llevárselo ahora mismo, don Fermín.
—Se lo agradezco mucho, don Cayo —confundido otra vez, Carlitos, pasándose el pañuelo por la boca, tratando de sonreír—. No se preocupe por Santiago, yo me encargo de ponerlo en el buen camino. Ahora, si no le importa, preferiría irme. Ya se imagina cómo estará su madre.
—Por supuesto, vaya a tranquilizar a la señora —compungido, Carlitos, queriendo reivindicarse, congraciarse—. Ah, y claro, el nombre del joven no aparecerá para nada. No hay ficha de él, le aseguro que no quedará rastro de este incidente.
—Sí, eso hubiera perjudicado al muchacho más tarde —sonriéndole, asintiendo, Carlitos, tratando de demostrarle que ya se había reconciliado con él—. Gracias, don Cayo.
Salieron. Iban adelante don Fermín y la figurita pequeña y angosta de Bermúdez, su terno gris a rayas, sus pasitos cortos y rápidos. No contestaba los saludos de los guardias, las buenas noches de los soplones. El patio, la fachada de la Prefectura, las rejas, aire puro, la avenida. El auto estaba al pie de las gradas. Ambrosio se quitó la gorra, abrió la puerta, sonrió a Santiago, buenas noches niño. Bermúdez hizo una venia y desapareció en la puerta principal. Don Fermín entró al auto: rápido a la casa, Ambrosio. Partieron y el auto enfiló hacia Wilson, dobló hacia Arequipa, aumentando en cada esquina la velocidad, y por la ventanilla entraba cuánto aire, Zavalita, para respirar, para no pensar.
—El hijo de puta este me las va a pagar —el fastidio de su cara, piensa, el cansancio de sus ojos que miraban adelante—. El cholo de mierda este no me va a humillar así. Yo voy a enseñarle cuál es su sitio.
—La primera vez que le oía decir palabrotas, Carlitos —dijo Santiago—. Insultar a alguien así.
—Me las va a pagar —su frente comida de arrugas, piensa, su cólera helada—. Yo le voy a enseñar a tratar a sus señores.
—Siento mucho haberte hecho pasar ese mal rato, papá, te juro que —y su cara girando de golpe, piensa, y el manotón que te cerraba la boca, Zavalita.
—La primera, la única vez que me pegó —dice Santiago—. ¿Te acuerdas, Ambrosio?
—Tú también tienes que arreglar cuentas conmigo, mocoso —su voz convertida en un gruñido, piensa—. ¿No sabes que para conspirar hay que ser vivo? ¿Que era imbécil conspirar desde tu casa por teléfono? ¿Que la policía podía escuchar? El teléfono estaba intervenido, imbécil.
—Habían grabado lo menos diez conversaciones mías con los de Cahuide, Carlitos —dijo Santiago—. Bermúdez se las había hecho escuchar. Se sentía humillado, eso es lo que le dolía más.
A la altura del Colegio Raimondi el tráfico estaba interrumpido; Ambrosio desvió el auto hacia Arenales, y no hablaron hasta el cruce de Javier Prado.
—No se trataba de ti, además —su voz deprimida, preocupada, piensa, ronca—. Me estaba siguiendo los pasos a mí. Aprovechó esta ocasión para hacérmelo saber sin decírmelo de frente.
—Creo que nunca me sentí tan amargado, hasta esa vez del burdel —dijo Santiago—. Porque los habían metido presos por mí, por lo de Jacobo y Aída, porque me habían soltado y a ellos no, por ver al viejo en ese estado.
De nuevo la avenida Arequipa casi desierta, los faros del auto y las rápidas palmeras, y los jardines y las casas a oscuras.
—Así que eres comunista, así que tal como te lo anticipé no entraste a San Marcos a estudiar sino a politiquear —su tonito amargado, piensa, áspero, burlón—. A dejarte embaucar por los vagos y los resentidos.
—He aprobado los exámenes, papá. Siempre he sacado buenas notas, papá.
—A mí qué carajo que seas comunista, aprista, anarquista o existencialista —furioso de nuevo, piensa, manoteándose la rodilla, sin mirarme—. Que tires bombas, robes o mates. Pero después de cumplir veintiún años. Hasta entonces vas a estudiar, y sólo a estudiar. A obedecer, sólo a obedecer.
Piensa: ahí. ¿No se te ocurrió que ibas a destrozarle los nervios a tu madre? Piensa no. ¿Que ibas a meter en un lío a tu padre? No, Zavalita, no se te ocurrió. La avenida Angamos, la Diagonal, la Quebrada, Ambrosio agazapado sobre el volante: no pensaste, no se te ocurrió. ¿Porque era muy cómodo, muy bonito, no? El papito te daba de comer, el papito te vestía y te pagaba los estudios y te regalaba propinas, y tú a jugar al comunismo, y tú a conspirar contra la gente que daba trabajo al papito, carajo eso no. No el manotazo, papá, piensa, eso es lo que me dolió. La avenida 28 de Julio, sus árboles, la avenida Larco, el gusanito, la culebra, los cuchillos.
—Cuando produzcas y te mantengas, cuando ya no dependas del bolsillo del papito, entonces sí —suavemente, piensa, salvajemente—. Comunista, anarquista, bombas, allá tú. Mientras tanto a estudiar, a obedecer.
Piensa: lo que no te perdoné, papá. El garaje de la casa, las ventanas iluminadas, en una de ellas el perfil de la Teté, ¡ahí está el supersabio, mamá!
—¿Y ahí cortaste con Cahuide y tus compinches? —dijo Carlitos.
—Anda tú, flaco, yo tengo que terminar de arreglar este lío —ya arrepentido, piensa, ya tratando de amistarse conmigo—. Y báñate, hasta piojos habrás traído de la Prefectura.
—Y con la abogacía y con la familia y con Miraflores, Carlitos.
El jardín, la mamá, besos, su cara con lágrimas, ¿no veía loco, no veía por ser tan loco?, hasta la cocinera y la sirvienta estaban ahí, y los grititos excitados de la Teté: el regreso del hijo pródigo, Carlitos, si en vez de horas hubiera estado adentro un día me hubieran recibido con banda de música. El Chispas se despeñaba por las escaleras: qué susto nos pegaste, hombre. Lo sentaron en la sala, lo rodearon, la señora Zoila le alborotaba el pelo y lo besaba en la frente. El Chispas y la Teté se morían de curiosidad: ¿a la Penitenciaría, a la Prefectura, había visto ladrones, asesinos? El viejo trató de hablar con Palacio pero el Presidente estaba durmiendo, flaco, pero llamó al prefecto y le había dicho incendios, supersabio. Unos huevos fritos, le decía la señora Zoila a la cocinera, una leche con cocoa y si queda ese pastel de limón. No le habían hecho nada mamá, había sido una equivocación mamá.
—Está feliz que lo metieran preso, se siente un héroe —dijo la Teté—. Ahora sí, quién te va aguantar.
—Vas a salir retratado en El Comercio —dijo el Chispas—. Con tu número y una cara de hampón.
—¿Qué es, cómo es, qué te hacen cuando estás preso? —dijo la Teté.
—Te desvisten, te ponen un uniforme rayado y grillos en los pies —dijo Santiago—. Los calabozos están llenos de ratas y no tienen luz.
—Calla, truquero —dijo la Teté—. Cuenta, cuenta cómo es.
—Ya ves, loquito, ya ves tanto querer ir a San Marcos —dijo la señora Zoila—. ¿Me prometes que el otro año te pasarás a la Católica? ¿Que nunca más te meterás en política?
Te prometía mamá, nunca mamá. Eran las dos cuando se fueron a acostar. Santiago se desnudó, se puso el piyama, apagó la lamparilla. Sentía el cuerpo embotado, mucho calor.
—¿Nunca más buscaste a los de Cahuide? —dijo Carlitos.
Se subió la sábana hasta el cuello y el sueño huyó y el cansancio se agolpó en la espalda. La ventana estaba abierta y se veían algunas estrellas.
—A Llaque lo tuvieron preso dos años, a Washington lo desterraron a Bolivia —dijo Santiago—. A los otros los soltaron quince días después.
Un malestar como un ladrón rondando en la oscuridad, piensa, remordimientos, celos, vergüenza. Te odio papá, te odio Jacobo, te odio Aída. Sentía unas terribles ganas de fumar y no tenía cigarrillos.
—Pensarían que te asustaste —dijo Carlitos—. Que los traicionaste, Zavalita.
La cara de Aída, de Jacobo y Washington y Solórzano y Héctor y de nuevo la de Aída. Piensa: ganas de ser chiquito, de nacer de nuevo, de fumar. Pero si iba a pedirle al Chispas habría que conversar con él.
—En cierta forma me asusté, Carlitos —dijo Santiago—. En cierta forma los traicioné.
Se sentó en la cama, hurgó en los bolsillos del saco, se levantó y revisó todos los ternos del ropero. Sin ponerse la bata ni las zapatillas bajó al primer rellano y entró al cuarto del Chispas. La cajetilla y los fósforos estaban en la mesa de noche, el Chispas dormía bocabajo sobre las sábanas. Regresó a su cuarto. Sentado junto a la ventana ansiosamente, deliciosamente fumó, arrojando la ceniza al jardín. Poco después sintió frenar el auto a la puerta. Vio entrar a don Fermín, vio a Ambrosio yendo hacia su cuartito del fondo. Ahora estaría abriendo el escritorio, ahora prendiendo la luz. Buscó a tientas las zapatillas y la bata y salió del cuarto. Desde la escalera vio que la luz del escritorio estaba encendida. Bajó, se detuvo junto a la puerta de cristal: sentado en uno de los sillones verdes, el vaso de whisky en la mano, sus ojos trasnochados, las canas de sus sienes. Sólo había encendido la lámpara de pie, como en las noches que se quedaba en casa y leía los periódicos, piensa. Tocó la puerta y don Fermín vino a abrir.
—Quisiera hablar contigo un momentito, papá.
—Entra, vas a resfriarte ahí afuera —ya no enojado, Zavalita, contento de verte—. Hay mucha humedad, flaco.
Lo cogió del brazo, lo hizo entrar, volvió al sillón, Santiago se sentó frente a él.
—¿Han estado despiertos hasta ahora? —como si ya te hubiera perdonado, Zavalita, o nunca te hubiera reñido—. El Chispas tiene un buen pretexto para no ir mañana a la oficina.
—Nos acostamos hace rato, papá. Yo estaba desvelado.
—Desvelado con tantas emociones —mirándote con cariño, Zavalita—. Bueno, no es para menos. Ahora tienes que contarme todo con detalles. ¿Te trataron bien, de veras?
—Sí papá, ni me interrogaron siquiera.
—Bueno, menos mal que pasó el susto —hasta con un poquito de orgullo, Zavalita—. Qué querías hablar conmigo, flaco.
—He estado pensando en lo que dijiste y tienes razón, papá —sintiendo que se te secaba la boca de golpe, Zavalita—. Quiero irme de la casa y buscar un trabajo. Algo que me permita seguir estudiando, papá.
Don Fermín no se burló, no se rió. Alzó el vaso, tomó un trago, se limpió la boca.
—Estás enojado con tu padre porque te dio un manazo —agachándose para ponerte una mano en la rodilla, Zavalita, mirándote como diciéndote olvidémonos, amistémonos—. Siendo ya tan grande, siendo ya todo un revolucionario perseguido.
Se enderezó, sacó la cajetilla de Chesterfield, su encendedor.
—No estoy enojado contigo, papá. Pero no puedo seguir viviendo de una manera y pensando de otra. Por favor, trata de entenderme, papá.
—¿No puedes seguir viviendo cómo? —ligeramente herido, Zavalita, de pronto apenado, cansado—. ¿Qué hay aquí que vaya contra tu manera de pensar, flaco?
—No quiero depender de las propinas —sintiendo que te temblaban las manos, la voz, Zavalita—. No quiero que cualquier cosa que haga recaiga sobre ti. Quiero depender de mí mismo, papá.
—No quieres depender de un capitalista —sonriendo afligido, Zavalita, adolorido pero sin rencor—. ¿No quieres vivir con tu padre porque recibe contratos del gobierno? ¿Es por eso?
—No te enojes, papá. No creas que trato de, papá.
—Ya eres grande, ya puedo tener confianza en ti ¿no es cierto? —adelantando una mano hacia tu cara, Zavalita, palmeándote la mejilla—. Te voy a explicar por qué me puse tan furioso. Hay algo que estaba a punto de concretarse en estos días. Militares, senadores, mucha gente influyente. El teléfono estaba intervenido por mí, no por ti. Algo se filtraría, el cholito de Bermúdez se aprovechó de ti para darme a entender que sospechaba algo, que sabía. Ahora hay que parar todo, empezar desde el principio. Ya ves, tu padre no es un lacayo de Odría ni mucho menos. Lo vamos a sacar, llamaremos a elecciones. ¿Sabrás guardar el secreto, no? Al Chispas no le hubiera contado esto, ya ves que a ti te trato como a un hombrecito, flaco.
—¿La conspiración del general Espina? —dijo Carlitos—. ¿Tu padre estuvo complicado también? Nunca se supo.
—Así que pensabas mandarte mudar y que a tu padre se lo cargara el diablo —diciéndote con los ojos ya pasó, no hablemos más, yo te quiero—. Ya ves que mis relaciones con Odría son precarias, ya ves que no tienes por qué tener escrúpulos.
—No es por eso, papá. Ni siquiera sé si me interesa la política, si soy comunista. Es para poder decidir mejor qué es lo que voy hacer, qué es lo que quiero ser.
—He estado pensando, ahora en el carro —dándote tiempo a recapacitar, Zavalita, sonriéndote siempre—. ¿Quieres que te mande al extranjero por un tiempo? A México, por ejemplo. Das tus exámenes y en enero te vas a estudiar a México, por uno o dos años. Ya veremos la manera de convencer a tu madre. ¿Qué te parece, flaco?
—No sé, papá, no se me había ocurrido —pensando que te quería comprar, Zavalita, que acababa de inventar eso para ganar tiempo—. Tengo que pensarlo, papá.
—Hasta enero tienes tiempo de sobra —poniéndose de pie, Zavalita, palmeándote en la cara otra vez—. Así verás las cosas mejor, verás que el mundo no es el mundito de San Marcos. ¿De acuerdo, flaco? Y ahora vámonos a la cama, son las cuatro ya.
Bebió su último trago, apagó la luz, subieron juntos la escalera. Frente al dormitorio, don Fermín se inclinó para besarlo: tenías que tener confianza en tu padre, flaco, fueras lo que fueras, hicieras lo que hicieras, tú eras lo que él más quería, flaco. Entró al dormitorio y se tumbó en la cama. Estuvo mirando el pedazo de cielo de la ventana hasta que amaneció. Cuando hubo suficiente luz, se levantó y fue hacia el ropero. El alambre estaba donde lo había escondido la última vez.
—Hacía un montón de tiempo que no me robaba a mí mismo, Carlitos —dijo Santiago.
Gordo, trompudo, su colita en espiral, el chancho estaba entre las fotografías del Chispas y de la Teté, junto al banderín del colegio. Cuando terminó de sacar los billetes ya había llegado el lechero, el panadero, y Ambrosio limpiaba el carro en el garaje.
—¿Al cuánto tiempo entraste a trabajar a La Crónica? —dijo Carlitos.
—A las dos semanas, Ambrosio —dice Santiago.