III
FUE AL día siguiente de una fiestecita que Amalia se llevó la gran sorpresa. Había sentido al señor bajar las escaleras, salido a la salita, visto entre las persianas que el carro partía y que se iban los cachacos de la esquina. Entonces subió al segundo piso, tocó la puerta apenitas, ¿podía recoger la lustradora, señora?, y abrió y entró en puntas de pie. Ahí estaba, junto al tocador. La poca luz de la ventana aclaraba las patitas de cocodrilo, el biombo, el clóset, lo demás estaba a oscuras y flotaba un vaho tibio. No miró la cama mientras iba hacia el tocador, sino cuando volvía jalando la lustradora. Se quedó helada: ahí estaba también la señorita Queta. Parte de las sábanas y del cubrecama se habían deslizado hasta la alfombra, la señorita dormía vuelta hacia ella, una mano sobre la cadera, la otra colgando, y estaba desnuda, desnuda. Ahora veía también, por sobre la espalda morena de la señorita, un hombro blanco, un brazo blanco, los cabellos negrísimos de la señora que dormía hacia el otro lado, ella cubierta por las sábanas. Siguió su camino, el suelo parecía de espinas, pero antes de salir una invencible curiosidad la obligó a mirar: una sombra clara, una sombra oscura, las dos tan quietas, pero algo raro y como peligroso salía de la cama y vio el dragón descoyuntado en el espejo del techo. Oyó que una de las dos murmuraba algo en sueños y se asustó. Cerró la puerta, respirando de prisa. En la escalera se echó a reír, llegó a la cocina tapándose la boca, sofocada. Carlota, Carlota, la señorita está ahí en la cama con la señora, y bajó la voz y miró al patio, las dos sin nada, las dos calatas. Bah, la señorita Queta siempre se quedaba a dormir, y, de pronto, Carlota dejó de bostezar y también bajó la voz, ¿las dos sin nada, las dos calatas? Toda la mañana, mientras enderezaban los cuadros, cambiaban el agua de los jarrones y sacudían la alfombra, estuvieron dándose codazos, ¿el señor habría dormido en el sofá, en el escritorio?, ahogadas de risa, ¿bajo la cama?, y, de repente, a una se le llenaban de lágrimas los ojos y la otra le daba manazos en la espalda, ¿qué pasaría, qué harían, cómo sería? Los ojazos de Carlota parecían moscardones, Amalia se mordía la mano para contener las carcajadas. Así las encontró Símula al volver de la compra, qué les pasaba, nada, en la radio habían oído un chiste chistosísimo. La señora y la señorita bajaron a mediodía, comieron conchitas con ají, tomaron cerveza helada. La señorita se había puesto una bata de la señora que le quedaba cortísima. No hicieron llamadas, estuvieron oyendo discos y conversando, la señorita se fue al atardecer.
AHÍ ESTABA el señor Tallio, don Cayo, ¿lo hacía pasar? Sí, doctorcito. Un momento después se abrió la puerta: reconoció sus rizos rubios, su cara lampiña y sonrosada, su andar elástico. Cantante de ópera, pensó, tallarinero, eunuco.
—Encantado, señor Bermúdez —venía con la mano estirada y sonreía, veremos cuánto te dura la alegría—. Espero que se acuerde de mí, el año pasado tuve…
—Claro, conversamos aquí mismo ¿no? —lo guió hasta el sillón que había ocupado Lozano, se sentó frente a él—. ¿Quiere fumar?
Aceptó, se apresuró a sacar su encendedor, hacía venias.
—Pensaba venir a visitarlo un día de éstos, señor Bermúdez —accionaba, se movía en el sillón como si tuviera gusanos—. Así que fue como si…
—Me hubiera trasmitido el pensamiento —dijo él. Sonrió y vio que Tallio asentía y abría la boca pero no le dio tiempo a hablar: le alcanzó el puñado de recortes. Un gesto exagerado de sorpresa, los hojeaba muy serio, asentía. Así, muy bien, léelos, hazme creer que los lees, bachiche.
—Ah sí, ya vi, ¿líos en Buenos Aires, no? —dijo al fin, ya sin accionar, sin moverse—. ¿Hay algún comunicado del gobierno sobre este asunto? Lo pasaremos de inmediato, por supuesto.
—Todos los diarios publicaron la noticia de Ansa, dejó usted atrás a las demás agencias —dijo él—. Se ganó una buena primicia.
Sonrió y vio que Tallio sonreía, ya sin felicidad, ya sólo por educación, eunuco, las mejillas más sonrosadas aún, te regalo a Robertito.
—Nosotros pensábamos que era mejor no mandar esa noticia a los diarios —dijo él—. Ya es lamentable que los apristas apedreen la embajada de su propio país. ¿Para qué publicar eso aquí?
—Bueno, la verdad es que me sorprendió que sólo publicaran el cable de Ansa —encogía los hombros, alzaba el índice—. Lo incluimos en nuestros boletines porque no recibí ninguna indicación al respecto. La noticia pasó por el Servicio de Información, señor Bermúdez. Espero que no haya habido ningún error.
—Todas las agencias la suprimieron, menos Ansa —dijo él, apenado—. A pesar de las relaciones cordiales que tenemos con usted, señor Tallio.
—La noticia pasó por aquí, con todas las otras, señor Bermúdez —colorado ya, sorprendido de veras ya, sin poses ya—. No recibí ninguna indicación, ninguna nota. Le ruego que llame al doctor Alcibíades, quiero que esto se aclare de inmediato.
—El Servicio de Información no da vistos buenos ni malos —apagó su cigarrillo, calmosamente encendió otro—. Sólo acusa recibo de los boletines que le envían, señor Tallio.
—Pero si el doctor Alcibíades me lo hubiera pedido, yo hubiera suprimido la noticia, lo he hecho siempre —ansioso ahora, impaciente, perplejo—. Ansa no tiene el menor interés en difundir cosas que incomoden al gobierno. Pero no somos adivinos, señor Bermúdez.
—No damos instrucciones —dijo él, interesado en las figuras que trazaba el humo, en las motas blancas de la corbata de Tallio—. Sólo sugerimos, de manera amistosa, y muy rara vez, que no se propaguen noticias ingratas para el país.
—Pero sí, pero claro que lo sé, señor Bermúdez —ya te lo tengo a punto, Robertito—. Siempre he seguido al pie de la letra las sugerencias del doctor Alcibíades. Pero esta vez ninguna indicación, ninguna sugerencia. Le ruego que...
—El gobierno no ha querido establecer una censura oficial para no perjudicar a las agencias, justamente —dijo él.
—Si no llama al doctor Alcibíades esto no se va a aclarar nunca, señor Bermúdez —tu cajita de vaselina y adelante, Robertito—. Que le explique, que me explique a mí. Por favor, señor. No entiendo nada, señor Bermúdez.
—DÉJAME PEDIR a mí —dijo Carlitos; y al mozo—: Dos cervezas alemanas, ésas de lata.
Se había recostado contra la pared tapizada de carátulas de The New Yorker. El reflector iluminaba su cabeza crespa, sus ojos desorbitados, su cara oscurecida por una barba de dos días, su nariz rojiza, de borrachín piensa, de griposo.
—¿Cuesta cara esa cerveza? —dijo Santiago—. Ando un poco ajustado de plata.
—Yo te invito, acabo de sacarles un vale a esos cabrones —dijo Carlitos—. Por venir aquí conmigo, esta noche murió tu fama de niño formal, Zavalita.
Las carátulas eran brillantes, irónicas, multicolores. La mayoría de las mesas estaban vacías, pero del otro lado de la rejilla que separaba los dos ambientes del local, venían murmullos; en el bar un hombre en mangas de camisa bebía una cerveza. Alguien, oculto en la oscuridad, tocaba el piano.
—He dejado sueldos íntegros aquí —dijo Carlitos—. En este antro me siento bien.
—Yo es la primera vez que vengo al Negro-Negro —dijo Santiago—. Vienen muchos pintores y escritores ¿no?
—Pintores y escritores náufragos —dijo Carlitos—. Cuando yo era un pichón, entraba aquí como las beatas a las iglesias. Desde ese rincón, espiaba, escuchaba, cuando reconocía a un escritor me crecía el corazón. Quería estar cerca de los genios, quería que me contagiaran.
—Ya sabía que también eres escritor —dijo Santiago—. Que has publicado poemas.
—Iba a ser escritor, iba a publicar poemas —dijo Carlitos—. Entré a La Crónica y cambié de vocación.
—¿Prefieres el periodismo a la literatura? —dijo Santiago.
—Prefiero el trago —se rió Carlitos—. El periodismo no es una vocación sino una frustración, ya te darás cuenta.
Se encogió, dibujos y caricaturas y títulos en inglés donde había estado su cabeza, y ahí estaban la mueca que torcía su cara, Zavalita, sus manos crispadas. Le tocó el brazo: ¿se sentía mal? Carlitos se enderezó, apoyó la cabeza contra la pared.
—A lo mejor la úlcera de nuevo —ahora tenía un hombre-cuervo en una oreja, y en la otra un rascacielos—. A lo mejor la falta de alcohol. Porque, aunque te parezca borracho, no he tomado en todo el día.
El único que te queda y en el hospital, con diablos azules, Zavalita. Irías a verlo mañana sin falta, Carlitos, le llevarías un libro.
—Entraba aquí y me sentía en París —dijo Carlitos—. Pensaba algún día llegaré a París, y bum, genio como por arte de magia. Pero no llegué, Zavalita, y aquí me tienes, con retortijones de embarazada. ¿Qué ibas a ser tú cuando viniste a naufragar a La Crónica?
—Abogado —dijo Santiago—. No, más bien revolucionario. Comunista.
—Comunista y periodista por lo menos riman, en cambio poeta y periodista —dijo Carlitos, y echándose a reír—: ¿Comunista? A mí me botaron de un trabajo por comunista. Si no fuera por eso, no hubiera entrado al periódico y a lo mejor estaría escribiendo poemas.
—¿No sabes qué son diablos azules? —dice Santiago—. Cuando no quieres saber algo, no te gana nadie, Ambrosio.
—Qué carajo iba a ser yo comunista —dijo Carlitos—. Eso es lo más gracioso del caso, la verdad es que nunca supe por qué me botaron. Pero me fregaron, y aquí me tienes, borracho y con úlceras. Salud niño formal, salud Zavalita.
LA SEÑORITA Queta era la mejor amiga de la señora, la que venía más a la casita de San Miguel, la que nunca faltaba a las fiestas. Alta, piernas largas, pelos rojos, pintados decía Carlota, piel canela, un cuerpo más llamativo que el de la señora Hortensia, también sus vestidos y su manera de hablar y sus disfuerzos cuando tomaba. Era la que hacía más bulla en las fiestecitas, una atrevida para bailar, ella sí que se dejaba aprovechar a su gusto por los invitados, no paraba de provocarlos. Se les acercaba por la espalda, los despeinaba, les jalaba la oreja, se les sentaba en las rodillas, una descocada. Pero era la que alegraba la noche con sus locuras. La primera vez que vio a Amalia se la quedó mirando con una sonrisita rarísima, y la examinaba y la miraba y se quedaba pensando y Amalia qué le pasará, qué tengo. Así que tú eres la famosa Amalia, por fin te conozco. ¿Famosa por qué, señorita? La que roba corazones, la que destruye a los hombres, se reía la señorita Queta, Amalia la malquerida. Loquísima pero qué simpática. Cuando no estaba haciendo pasadas por teléfono con la señora, contaba chistes. Entraba con una alegría perversa en los ojos, tengo mil chismes nuevecitos chola, y, desde la cocina, Amalia la oía rajando, chismeando, burlándose de todo el mundo. También ella les hacía a Carlota y Amalia unas bromas que las dejaban mudas y con la cara quemando. Pero era buenísima, vez que las mandaba al chino a comprar algo les regalaba uno, dos soles. Un día de salida hizo subir a Amalia a su carrito blanco y la llevó hasta el paradero.
—ALCIBÍADES en persona telefoneó a su oficina pidiendo que esa noticia no fuera enviada a los diarios —suspiró él; sonrió apenas—. No lo habría molestado si no hubiera hecho ya una investigación, señor Tallio.
—Pero, no puede ser —la cara rubicunda devastada por el desconcierto, la lengua súbitamente torpe—. ¿A mi oficina, señor Bermúdez? Pero si la secretaria me da todos los... ¿El doctor Alcibíades en persona? No comprendo cómo...
—¿No le dieron el recado? —lo ayudó él, sin ironía—. Bueno, me figuraba algo de eso. Alcibíades habló con uno de los redactores, creo.
—¿De los redactores? —ni sombra del aplomo risueño, de la exuberancia de antes—. Pero no puede ser, señor Bermúdez. Estoy muy confuso, siento muchísimo. ¿Sabe con cuál de los redactores, señor? Sólo tengo dos y, bueno, en fin, le aseguro que esto no se va a repetir.
—Yo estaba sorprendido porque nosotros siempre nos hemos portado bien con Ansa —dijo él—. Radio Nacional y el Servicio de Información le compran los boletines completos. Eso le cuesta dinero al gobierno, como usted sabe.
—Por supuesto, señor Bermúdez —así, ahora enójate y haz tu número, cantante de ópera—. ¿Me permite su teléfono? Voy a averiguar en este momento quién recibió el mensaje del doctor Alcibíades. Esto se va a aclarar ahora mismo, señor Bermúdez.
—Siéntese, no se preocupe —le sonrió, le ofreció un cigarrillo, se lo encendió—. Tenemos enemigos por todas partes, en su oficina debe haber alguien que no nos quiere. Ya investigará después, señor Tallio.
—Pero esos dos redactores son unos muchachos que —apesadumbrado, con una expresión tragicómica—, en fin, esto lo aclaro hoy mismo. Le voy a rogar al doctor Alcibíades que en el futuro se comunique siempre conmigo.
—Sí, será lo mejor —dijo él; reflexionó, observando como de casualidad los recortes que bailoteaban en las manos de Tallio—. Lo lamentable es que me ha creado un pequeño problema a mí. El Presidente, el ministro me van a preguntar por qué compramos los boletines de una agencia que nos da dolores de cabeza. Y como yo soy el responsable de que se firmara el contrato con Ansa, figúrese usted.
—Por eso mismo estoy tan confundido, señor Bermúdez —y es cierto, quisieras estar lejísimos de aquí—. La persona que habló con el doctor será despedida hoy mismo, señor.
—Porque estas cosas hacen daño al régimen —decía él, como pensando en alta voz y con melancolía—. Los enemigos se aprovechan cuando aparece una noticia así en la prensa. Ellos ya nos dan bastantes problemas. No es justo que los amigos nos los den también ¿no cree?
—No se va a repetir, señor Bermúdez —había sacado un pañuelo celeste, se secaba las manos con furia—. De eso sí que puede estar seguro. De eso sí, señor Bermúdez.
—YO ADMIRO las escorias humanas —Carlitos volvió a doblarse, como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago—. La página policial me ha corrompido, ya ves.
—No tomes más —dijo Santiago—. Vámonos, más bien.
Pero Carlitos se había enderezado de nuevo y sonreía:
—A la segunda cerveza las punzadas desaparecen y me siento bestial, todavía no me conoces. Es la primera vez que nos tomamos un trago juntos ¿no? —sí Carlitos, piensa, era la primera vez—. Eres muy serio tú, Zavalita, terminas el trabajo y vuelas. Nunca vienes a tomar una copa con nosotros los náufragos. ¿No quieres que te corrompamos?
—El sueldo me alcanza con las justas —dijo Santiago—. Si me fuera a los bulines con ustedes, no tendría ni para pagar la pensión.
—¿Vives solo? —dijo Carlitos—. Creí que eras un hijito de familia. ¿No tienes parientes? ¿Y qué edad tienes? Eres un pichón ¿no?
—Muchas preguntas a la vez —dijo Santiago—. Tengo familia, sí, pero vivo solo. Oye, ¿cómo hacen ustedes para emborracharse e ir a bulines con lo que ganan? Es algo que no entiendo.
—Secretos de la profesión —dijo Carlitos—. El arte de vivir entrampado, de capear las deudas. Y por qué no vas a bulines, ¿tienes una hembra?
—¿Me vas a preguntar si me la corro, también? —dijo Santiago.
—Si no tienes y no vas a bulines, supongo que te la corres —dijo Carlitos—. A menos que seas marica.
Volvió a doblarse y cuando se enderezó tenía la cara descompuesta. Apoyó la cabeza crespa en las carátulas, estuvo un rato con los ojos cerrados, luego hurgó sus bolsillos, sacó algo que se llevó a la nariz y aspiró hondo. Permaneció con la cabeza echada atrás, la boca entreabierta, con una expresión de tranquila embriaguez. Abrió los ojos, miró a Santiago con burla:
—Para adormecer los agujazos de la panza. No pongas cara de susto, no hago proselitismo.
—¿Quieres asombrarme? —dijo Santiago—. Pierdes tu tiempo. Borrachín, pichicatero, ya lo sabía, toda la redacción me lo había dicho. Yo no juzgo a la gente por eso.
Carlitos le sonrió con afecto, y le ofreció un cigarrillo.
—Tenía mal concepto de ti, porque oí que habías entrado recomendado, y por lo que no te juntabas con nosotros. Pero estaba equivocado. Me caes bien, Zavalita.
Hablaba despacio y en su cara había un sosiego creciente y sus gestos eran cada vez más ceremoniosos y lentos.
—Yo jalé una vez, pero me hizo mal —era mentira, Carlitos—. Vomité y se me malogró el estómago.
—Todavía no te has amargado y eso que llevas ya como tres meses en La Crónica ¿no? —decía Carlitos, con recogimiento, como si rezara.
—Tres meses y medio —dijo Santiago—. Acabo de pasar el periodo de prueba. El lunes me confirmaron el contrato.
—Pobre de ti —dijo Carlitos—. Ahora puedes quedarte toda la vida de periodista. Escucha, acércate, que no oiga nadie. Te voy a confesar un gran secreto. La poesía es lo más grande que hay, Zavalita.
ESA VEZ la señorita Queta llegó a la casita de San Miguel a mediodía. Entró como un ventarrón, al pasar le pellizcó la mejilla a Amalia que le había abierto la puerta y Amalia pensó mareadísima. La señora Hortensia se asomó a la escalera y la señorita le mandó un besito volado: vengo a descansar un ratito, chola, la vieja Ivonne me anda buscando y yo estoy muerta de sueño. Qué solicitada te has vuelto, se rió la señora, sube chola. Entraron al dormitorio, y rato después un grito de la señora, tráenos una cerveza helada. Amalia subió con la bandeja y desde la puerta vio a la señorita tumbada en la cama sólo con fustán. Su vestido y medias y zapatos estaban en el suelo, y ella cantaba, se reía y hablaba sola. Era como si la señora se hubiera contagiado de la señorita, porque aunque no había tomado nada en la mañana, también se reía, cantaba y festejaba a la señorita desde el banquito del tocador. La señorita le pegaba a la almohada, hacía gimnasia, los pelos colorados le tapaban la cara, en los espejos sus largas piernas parecían las de un enorme ciempiés. Vio la bandeja y se sentó, ay qué sed tenía, se tomó la mitad del vaso de un trago, ay qué rica. Y, de repente, agarró a Amalia de la muñeca, ven ven, mirándola con qué malicia, no te me vayas. Amalia miró a la señora pero ella estaba mirando a la señorita con picardía, como pensando qué vas a hacer, y entonces se rió también. Oye, qué bien te las buscas, chola, y la señorita se hacía la que amenazaba a la señora, ¿no me andarás engañando con ésta, no?, y la señora lanzó una de sus carcajadas: sí, te engaño con ella. Pero tú no sabes con quién te está engañando esta mosquita muerta, se reía la señorita Queta. A Amalia le empezaron a zumbar las orejas, la señorita la sacudía del brazo y comenzó a cantar ojo por ojo, chola, diente por diente, y miró a Amalia y ¿en broma o en serio? dime Amalia, ¿en las mañanitas después que se va el señor vienes a consolar a la chola? Amalia no sabía si enojarse o reírse. A veces sí, pues, tartamudeó y fue como si hubiera hecho un chiste. Ah bandida, estalló la señorita Queta, mirando a la señora, y la señora, muerta de risa, te la presto pero trátamela bien, y la señorita le dio a Amalia un jalón y la hizo caer sentada en la cama. Menos mal que la señora se levantó, vino corriendo, riéndose forcejeó con la señorita hasta que ésta la soltó: anda vete, Amalia, esta loca te va a corromper. Amalia salió del cuarto, perseguida por las risas de las dos, y bajó las escaleras riéndose, pero le temblaban las rodillas, y cuando entró a la cocina estaba seria y furiosa. Símula fregaba en el lavadero, canturreando: qué te pasa. Y Amalia: nada, están borrachas y me han hecho avergonzar.
—LA LÁSTIMA es que esto haya ocurrido ahora que está por expirar el contrato con Ansa —entre las ondas de humo, él buscó los ojos de Tallio—. Imagínese lo que me va a costar convencer al ministro que debemos renovarlo.
—Yo hablaré con él, le explicaré —ahí estaban: claros, desconsolados, alarmados—. Precisamente iba a hablar con usted sobre la renovación del contrato. Y ahora, con esta absurda confusión. Yo le daré todas las satisfacciones al ministro, señor Bermúdez.
—Mejor ni trate de verlo hasta que se le pase el colerón —sonrió él, y bruscamente se levantó—. En fin, trataré de arreglar las cosas.
En la cara lechosa reaparecían los colores, la esperanza, la locuacidad, iba junto a él hacia la puerta casi bailando.
—El redactor que habló con el doctor Alcibíades saldrá de la agencia hoy mismo —sonreía, endulzaba la voz, chisporroteaba—. Usted sabe, para Ansa la renovación del contrato es de vida o muerte. No sabe cuánto se lo agradezco, señor Bermúdez.
—¿Se vence la próxima semana, no? Bueno, póngase de acuerdo con Alcibíades. Trataré de sacar pronto la firma del ministro.
Estiró una mano hacia la manija de la puerta, pero no abrió. Tallio vacilaba, había empezado a ruborizarse otra vez. Esperó, sin quitarle la vista de los ojos, que se animara a hablar:
—Respecto al contrato, señor Bermúdez —parece que estuvieras aguantándote la caca, eunuco—, ¿en las mismas condiciones que el año pasado? Me refiero a, es decir.
—¿A mis servicios? —dijo él, y vio la turbación, la incomodidad, la sonrisa difícil de Tallio; se rascó la barbilla y añadió, modestamente—: Esta vez no le van a costar el diez sino el veinte por ciento, amigo Tallio.
Lo vio abrir un poco la boca, arrugar y desarrugar la frente en un segundo; vio que dejaba de sonreír y asentía, con la mirada bruscamente ida.
—Un giro al portador, con cargo a un banco de Nueva York; tráigamelo personalmente el lunes próximo —estabas haciendo cálculos, Caruso—. Ya sabe que el papeleo ministerial es largo. A ver si lo sacamos en un par de semanas.
Abrió la puerta, pero como Tallio hizo un movimiento de angustia, la cerró. Esperó, sonriendo.
—Muy bien, sería magnífico que saliera en un par de semanas, señor Bermúdez —había enronquecido, estaba triste—. En cuanto a, es decir, ¿no cree que el veinte por ciento es un poco, es decir, exagerado?
—¿Exagerado? —abrió algo los ojos, como si no entendiera, pero al instante se retractó, con un gesto amistoso—. Ni una palabra más, olvídese del asunto. Ahora le voy a rogar que me disculpe, tengo muchas cosas que hacer.
Abrió la puerta, tableteo de máquinas de escribir, la silueta de Alcibíades al fondo, en su escritorio.
—De ningún modo, estamos de acuerdo —se precipitó Tallio, accionando con desesperación—. Ningún problema, señor Bermúdez. ¿El lunes a las diez, le parece?
—Cómo no —dijo él, casi empujándolo—. Hasta el lunes, entonces.
Cerró la puerta y al instante dejó de sonreír. Fue hacia el escritorio, se sentó, sacó el tubito del cajón de la derecha, llenó de saliva la boca antes de ponerse la pastilla en la punta de la lengua. Tragó, permaneció un momento con los ojos cerrados, las manos aplastando el secante. Un momento después entró Alcibíades.
—El italiano está de lo más amargado, don Cayo. Ojalá ese redactor estuviera en la agencia a las once. Le dije que llamé a esa hora.
—Haya estado o no, lo despedirá —dijo él—. No conviene que un tipo que firma manifiestos esté en una agencia noticiosa. ¿Le dio mi encargo al ministro?
—Lo espera a las tres, don Cayo —dijo el doctor Alcibíades.
—Bien, avísele al mayor Paredes que voy a verlo, doctorcito. Llegaré allá dentro de unos veinte minutos.
—ENTRÉ A La Crónica sin ningún entusiasmo, porque necesitaba ganar algo —dijo Santiago—. Pero ahora pienso que entre los trabajos tal vez sea el menos malo.
—¿Tres meses y medio y no te has decepcionado? —dijo Carlitos—. Como para que te exhiban en una jaula de circo, Zavalita.
No, no te habías decepcionado, Zavalita: el nuevo embajador del Brasil doctor Hernando de Magalhaes presentó esta mañana sus cartas credenciales, soy optimista sobre el futuro turístico del país declaró anoche en conferencia de prensa el director de Turismo, ante nutrida y selecta concurrencia la Sociedad Entre Nous celebró ayer un nuevo aniversario. Pero esa mugre te gustaba, Zavalita, te sentabas a la máquina y te ponías contento. Nunca más esa minucia para redactar los sueltos, piensa, esa convicción furiosa con que corregías, rompías y rehacías las carillas antes de llevárselas a Arispe.
—¿Al cuánto tiempo te decepcionaste tú del periodismo? —dijo Santiago.
Esos sueltos y recuadros pigmeos que a la mañana siguiente ansiosamente buscabas en el ejemplar de La Crónica comprado en el quiosco de Barranco que estaba junto a la pensión. Que mostrabas a la señora Lucía, orgulloso: esto de aquí lo escribí yo, señora.
—A la semana de entrar a La Crónica —dijo Carlitos—. En la agencia no hacía periodismo, era un mecanógrafo más bien. Tenía horario corrido, a las dos estaba libre y podía pasarme las tardes leyendo y las noches escribiendo. Si no me hubieran botado, qué poeta no hubiera perdido la literatura, Zavalita.
Entrabas a las cinco, pero llegabas a la redacción mucho antes, y desde las tres y media ya estabas en la pensión mirando el reloj, impaciente por ir a tomar el tranvía, ¿le darían una comisión a la calle hoy?, ¿un reportaje, una entrevista?, por llegar y sentarte en el escritorio a esperar que te llamara Arispe: voltéese esta información en diez líneas, Zavalita. Nunca más ese entusiasmo, piensa, ese deseo de hacer cosas, conseguiré una primicia y me felicitarán, nunca más esos proyectos, me ascenderán. Qué falló, piensa. Piensa: cuándo, por qué.
—Nunca supe por qué, una mañana el puta entró a la oficina y me dijo usted anda saboteando el servicio, comunista —y Carlitos se rió en cámara lenta—. ¿Eso es en serio?
—Muy en serio, carajo —dijo Tallio—. ¿Usted sabe cuánta plata me va a costar su sabotaje?
—Le va a costar una mentada de madre si me vuelve a decir carajo o alzarme la voz —dijo Carlitos, lleno de felicidad—. Ni siquiera recibí indemnización. Y ahí mismo entré a La Crónica y ahí mismo descubrí la tumba de la poesía, Zavalita.
—¿Y por qué no has dejado el periodismo? —dijo Santiago—. Has podido buscar otra cosa.
—Entras y no sales, son las arenas movedizas —dijo Carlitos, como alejándose o durmiéndose—. Te vas hundiendo, te vas hundiendo. Lo odias pero no puedes librarte. Lo odias y, de repente, estás dispuesto a cualquier cosa por conseguir una primicia. A pasarte las noches en vela, a meterte a sitios increíbles. Es un vicio, Zavalita.
—Me han llegado hasta el pescuezo, pero no me van a tapar ¿sabes por qué? —dice Santiago—. Porque voy a terminar abogacía de todas maneras, Ambrosio.
—Yo no escogí policiales, pasó que Arispe ya no me aguantaba en locales y tampoco Maldonado en cables —decía Carlitos, lejísimos—. Sólo Becerrita me soporta en su página. Policiales, lo peor de lo peor. Lo que a mí me gusta. Las escorias, mi elemento, Zavalita.
Después calló y permaneció inmóvil y risueño mirando el vacío. Cuando Santiago llamó al mozo, despertó y pagó la cuenta. Salieron y Santiago tuvo que tomarlo del brazo porque se daba encontrones contra las mesitas y las paredes. El Portal estaba vacío, una franja celeste se insinuaba débilmente sobre los techos de la plaza San Martín.
—Raro que no haya caído por aquí Norwin —recitaba Carlitos, con una especie de quieta ternura—. Uno de los mejores náufragos, una magnífica escoria. Ya te lo presentaré, Zavalita.
Se tambaleaba, apoyado contra uno de los pilares del Portal, la cara sucia de barba, la nariz ígnea, los ojos trágicamente dichosos. Mañana sin falta, Carlitos.