IV

 

VOLVÍA DE la farmacia con dos rollos de papel higiénico, cuando en la puerta de servicio se dio cara a cara con Ambrosio. No te pongas tan seria, dijo él, no he venido a verte a ti. Y ella: por qué ibas a venir a verme, ni que fuéramos algo. ¿No viste el carro?, dijo Ambrosio, arriba está don Fermín con don Cayo. ¿Don Fermín, don Cayo?, dijo Amalia. Sí, por qué se asombraba. No sabía por qué, pero estaba sorprendida, eran tan distintos, trató de imaginarse a don Fermín en una de las fiestecitas y le pareció imposible.

—Mejor que no te vea —dijo Ambrosio—. Le contará que te botaron de su casa, o que dejaste plantado el laboratorio, y a lo mejor la señora Hortensia te bota también.

—Lo que no quieres es que don Cayo sepa que tú me trajiste aquí —dijo Amalia.

—Bueno, también eso —dijo Ambrosio—. Pero no por mí, sino por ti. Ya te he dicho que don Cayo me odia desde que lo dejé para irme a trabajar con don Fermín. Si sabe que me conoces te has arruinado.

—Qué bueno te has vuelto —dijo ella—. Cuánto te preocupas por mí ahora.

Se habían quedado conversando junto a la puerta de servicio, y Amalia espiaba a ratos a ver si no se acercaban Símula o Carlota. ¿No le había dicho Ambrosio que don Fermín y don Cayo ya no se veían como antes? Sí, desde que el señor Cayo había hecho meter preso al niño Santiago ya no eran amigos; pero tenían negocios juntos y por eso habría venido ahora don Fermín a San Miguel. ¿Estaba contenta Amalia aquí? Sí, mucho, trabajaba menos que antes y la señora era buenísima. Entonces me estás debiendo un favor, dijo Ambrosio, pero ella le paró en seco las bromas: te lo pagué desde antes, no te olvides. Y le cambió de tema, ¿cómo estaban allá en Miraflores? La señora Zoila muy bien, el niño Chispas tenía una enamorada que había estado de candidata a Miss Perú, la niña Teté hecha una señorita, y el niño Santiago no había vuelto a la casa desde que se escapó. No se lo podía nombrar delante de la señora Zoila porque se ponía a llorar. Y, de repente: te sienta San Miguel, te has puesto muy buena moza. Amalia no se rió, lo miró con toda la furia que pudo.

—¿Tu salida es el domingo, no? —dijo él—. Te espero ahí, en el paradero del tranvía, a las dos. ¿Vas a venir?

—Ni te lo sueñes —dijo Amalia—. ¿Acaso somos algo para salir juntos?

Sintió ruido en la cocina y se entró a la casa, sin despedirse de Ambrosio. Fue al repostero a espiar: ahí estaba don Fermín, despidiéndose de don Cayo. Alto, canoso, tan elegante de gris, y se acordó de golpe de todas las cosas que habían pasado desde la ultima vez que lo vio, de Trinidad, del callejón de Mirones, de la Maternidad, y sintió que se le venían las lágrimas. Fue al baño a mojarse la cara. Ahora estaba furiosa con Ambrosio, furiosa con ella misma por haberse puesto a conversar con él como si fueran algo, por no haberle dicho ¿crees que porque me avisaste que aquí necesitaban sirvienta ya me olvidé, que ya te perdoné? Ojalá te mueras, pensó.

SE AJUSTÓ la corbata, se puso el saco, cogió su maletín y salió del despacho. Pasó junto a las secretarias con rostro ausente. El auto estaba cuadrado en la puerta, al Ministerio de Guerra, Ambrosio. Demoraron quince minutos en cruzar el centro. Bajó antes que Ambrosio le abriera la puerta, espérame aquí. Soldados que saludaban, un pasillo, una escalera, un oficial que sonreía. En la antesala del Servicio de Inteligencia lo esperaba un capitán de bigotitos: el mayor está en su oficina, señor Bermúdez, pase. Paredes se levantó al verlo entrar. Sobre el escritorio había tres teléfonos, un banderín, un secante verde; en las paredes, mapas, planos, una fotografía de Odría y un calendario.

—Espina me llamó para darme sus quejas —dijo el mayor Paredes—. Que si no le sacas a ese portero le pegará un tiro. Estaba rabioso.

—Ya ordené que le retiraran al soplón —dijo él, aflojándose la corbata—. Por lo menos, ahora sabe que está vigilado.

—Te repito que es trabajo inútil —dijo el mayor Paredes—. Antes de retirarlo, se lo ascendió. ¿Por qué se pondría a conspirar?

—Porque le ha dolido dejar de ser ministro —dijo él—. No, él no se pondría a conspirar por su cuenta, es tonto para eso. Pero lo pueden utilizar. Al Serrano cualquiera le mete el dedo a la boca.

El mayor Paredes encogió los hombros, hizo una mueca escéptica. Abrió un armario, sacó un sobre y se lo alcanzó. Él hojeó distraídamente los papeles, las fotografías.

—Todos sus desplazamientos, todas sus conversaciones telefónicas —dijo el mayor Paredes—. Nada sospechoso. Se ha dedicado a consolarse por la bragueta, ya ves. Además de la querida de Breña, se ha echado otra encima, una de Santa Beatriz.

Se rió, dijo algo más entre dientes, y, por un instante, él las vio: gordas, carnosas, las tetas colgando, avanzaban la una sobre la otra con un regocijo perverso en los ojos. Guardó los papeles y fotografías en el sobre y lo puso en el escritorio.

—Las dos queridas, las partidas de cacho en el Círculo Militar, una o dos borracheras por semana, ésa es su vida —dijo el mayor Paredes—. El Serrano es un hombre acabado, convéncete.

—Pero con muchos amigos en el Ejército, con decenas de oficiales que le deben favores —dijo él—. Yo tengo olfato de perro fino. Hazme caso, dame un tiempito más.

—Bueno, si tanto insistes haré que lo vigilen unos días más —dijo el mayor Paredes—. Pero sé que es inútil.

—Aunque está retirado y sea tonto, un general es un general —dijo él—. Es decir, más peligroso que todos los apristas y rabanitos juntos.

HIPÓLITO ERA un bruto, sí don, pero también tenía sus sentimientos, Ludovico y Ambrosio lo habían descubierto esa vez de El Porvenir. Tenían tiempo todavía y estaban yendo a tomarse un trago cuando se apareció Hipólito y agarró a cada uno del brazo: les convidaba una mulita. Habían ido a la chingana de la avenida Bolivia, Hipólito pedido tres cortos, sacado ovalados y encendido el fósforo con mano tembleque. Se lo notaba muñequeado, don, se reía sin ganas, se pasaba la lengua por la boca como un animal con sed, miraba de costado y le bailaba el fondo de los ojos. Ludovico y Ambrosio se miraban como diciendo qué tiene éste.

—Parece que andaras con algún problema, Hipólito —dijo Ambrosio.

—¿Te quemaron en el veinte, hermano? —dijo Ludovico.

Hizo que no con la cabeza, vació su copa, le dijo al chino otra vuelta. ¿Qué pasaba entonces, Hipólito? Los miró, les aventó el humo a la cara, por fin se había animado a soltar la piedra, don: le fregaba este merengue de El Porvenir. Ambrosio y Ludovico se rieron. No había de qué, Hipólito, las viejas locas se echarían a correr al primer silbatazo, era el trabajo más botado, hermano. Hipólito se vació la segunda copa y los ojos se le saltaron. No era miedo, conocía la palabra pero no lo había sentido nunca, él había sido boxeador.

—No jodas, no nos vas a contar otra vez tus peleas —dijo Ludovico.

—Es una cosa personal —dijo Hipólito, apenado.

Le tocó a Ludovico pagar otra vuelta, y el chino, que los había visto embalados, dejó la botella sobre el mostrador. Anoche no había dormido por este merengue, calculen cómo será. Ambrosio y Ludovico se miraron como diciendo ¿se loqueó? Háblanos con la mayor franqueza, Hipólito, para algo eran amigos. Tosía, parecía que se atrevía y se arrepentía, don, por último se le atracó la voz pero lo soltó: una cosa de familia, una cosa personal. Y, sin más, les había aventado una historia de llanto, don. Su madre hacía petates y tenía su puesto en la Parada, él había crecido en El Porvenir, vivido ahí, si eso era vivir. Limpiaba y cuidaba carros, hacía mandados, descargaba los camiones del Mercado, se sacaba sus cobres como podía, a veces metiendo la mano donde no debía.

—¿Qué les dicen a los de El Porvenir? —lo interrumpió Ludovico—. A los de Lima limeños, a los de Bajo el Puente bajopontinos, ¿y a los de El Porvenir?

—A ti te importa un carajo lo que estoy contando —había dicho Hipólito, furioso.

—Nunca, hermano —le dio una palmada Ludovico—. De repente se me vino esa duda a la cabeza, perdona y sigue.

Que aunque hacía sus añitos que no iba por ahí, aquí dentro, y se había tocado el pecho, don, El Porvenir seguía siendo su casa: ahí empezó a boxear, además. Que a muchas de las viejas de la Parada las conocía, que algunas lo iban a reconocer, quizás.

—Ah, ya caigo —dijo Ludovico—. No hay motivo para que te amargues, quién te va a reconocer después de tantos años. Además ni te verán la cara, las luces de El Porvenir son malísimas, los palomillas se andan volando los faroles a pedradas. No hay motivo, Hipólito.

Se había quedado pensando, lamiéndose la boca como un gato. El chino trajo sal y limón, Ludovico se saló la punta de la lengua, se exprimió la mitad del limón en la boca, vació su copa y exclamó el trago ha subido de categoría. Se habían puesto a hablar de otra cosa, pero Hipólito callado, mirando el suelo, el mostrador, pensando.

—No —había dicho de repente—. No me friega que alguna me reconozca. Me friega el merengue de por sí.

—Pero por qué, hombre —dijo Ludovico—. ¿No es mejor espantar viejas que estudiantes, por ejemplo? Qué más que griten o pataleen, Hipólito. El ruido no hace daño a nadie.

—¿Y si tengo que sonar a una de esas que me dio de comer de chico? —había dicho Hipólito, dando un puñetazo en la mesa, furiosísimo, don.

Ambrosio y Ludovico como diciendo ahorita le da la llorona de nuevo. Pero hombre, pero hermano, si te dieron de comer es que eran buenas personas, santas, pacíficas, ¿tú crees que ellas se iban a meter en líos políticos? Pero Hipólito no quería dar su brazo a torcer, movía la cabeza como diciendo no me convencen.

—Hoy estoy haciendo esto a disgusto —dijo, al fin.

—¿Y tú crees que a alguien le gusta? —dijo Ludovico.

—A mí sí —dijo Ambrosio, riéndose—. Para mí es como un descanso, como una aventura.

—Porque vienes de vez en cuando —dijo Ludovico—. Te pasas la gran vida de chofer del jefazo y esto lo tomas a juego. Espérate que te partan el cráneo de una pedrada, como a mí una vez.

—Ahí nos dirás si te sigue gustando —había dicho Hipólito.

Felizmente que a él nunca le había pasado nada, don.

¿CÓMO SE había atrevido? Sus días de permiso, cuando no iba a visitar a su tía a Limoncillo, o a la señora Rosario a Mirones, salía con Anduvia y María, dos empleadas de la vecindad. ¿Porque la había ayudado a conseguir este trabajo se creyó que te olvidaste? Iban a pasear, al cine, un domingo habían ido al Coliseo a ver los bailes folclóricos. ¿Porque conversaste con él que ya lo perdonaste? Algunas veces salía con Carlota, pero no muy seguido, porque Símula quería que Amalia la trajera antes del anochecer. Hubieras debido tratarlo mal, bruta. Al salir, Símula las volvía locas con sus recomendaciones, y al volver con sus preguntas. Qué plantón se iría a dar el domingo, venirse desde Miraflores hasta aquí de balde, cómo te requintaría. Pobre Carlota, Símula no la dejaba asomar la nariz a la calle, paraba asustándola con los hombres. Toda la semana estuvo pensando se va a quedar esperándote, a veces le daba una cólera que se ponía a temblar, a veces risa. Pero a lo mejor no vendría, ella le había dicho ni te lo sueñes y diría para qué voy. El sábado planchó el vestido azul brillante que le había regalado la señora Hortensia, ¿dónde vas mañana? le preguntó Carlota, donde su tía. Se miraba en el espejo y se insultaba: ya estás pensando en ir, bruta. No, no iría. Ese domingo estrenó los zapatos de taco que se había comprado recién, y la pulserita que se sacó en una tómbola. Antes de salir, se pintó un poco los labios. Recogió la mesa rapidito, casi no almorzó, subió al cuarto de la señora a mirarse de cuerpo entero en el espejo. Se fue derechita hasta el Bertoloto, lo cruzó y en la Costanera sintió furia y cosquillas en el cuerpo: ahí estaba, en el paradero, haciéndole adiós. Pensó regrésate, pensó no le vas a hablar. Se había puesto un terno marrón, camisa blanca, corbata roja, y un pañuelito en el bolsillo del saco.

—Estaba rogando que no me dejaras plantado —dijo Ambrosio—. Qué bien que viniste.

—He venido a tomar el tranvía —dijo ella, indignada, volteándole la cara—. Me voy donde mi tía.

—Ah, bueno —dijo Ambrosio—. Entonces vámonos juntos al centro.

ME OLVIDABA de un detalle —dijo el mayor Paredes—. Espina ha estado viendo mucho a tu amigo Zavala.

—No tiene importancia —dijo él—. Son amigos desde hace años. Espina le consiguió la concesión para que su laboratorio abasteciera los bazares del Ejército.

—Hay cosas de ese señorón que no me gustan —dijo el mayor Paredes—. Le sigo los pasos, de cuando en cuando. Se reúne con apristones, a veces.

—Gracias a esos apristones se entera de muchas cosas y gracias a él me entero yo —dijo él—. Zavala no es problema. Con él sí pierdes el tiempo.

—La lealtad de ese señorón nunca me ha convencido —dijo el mayor Paredes—. Está con el régimen para hacer negocios. Por pura conveniencia.

—Todos estamos con el régimen por conveniencia; lo importante es que la conveniencia de tipos como Zavala sea estar con el régimen —sonrió él—. ¿Podemos echar un vistazo a lo de Cajamarca?

El mayor Paredes asintió. Descolgó uno de los tres teléfonos y dio una orden. Quedó un momento pensativo.

—Al principio creí que posabas de cínico —dijo luego—. Ahora estoy seguro que lo eres. No crees en nada ni en nadie, Cayo.

—No me pagan para creer, sino para hacer un trabajo —sonrió él, de nuevo—. Y lo hago bien ¿no?

—Si sólo estás en este cargo por conveniencia, por qué no has aceptado otras ofertas mil veces mejores que te ha hecho el Presidente —se rió el mayor Paredes—. Ya ves, eres cínico pero no tanto como quisieras.

Él dejó de sonreír y miró al mayor Paredes abúlicamente.

—Tal vez porque tu tío me dio una oportunidad que nadie me había dado —dijo, encogiendo los hombros—. Tal vez porque no he encontrado a nadie que pueda servir a tu tío en este cargo como lo hago yo. O tal vez porque este trabajo me gusta. No sé.

—El Presidente está preocupado por tu salud y yo también —dijo el mayor Paredes—. En tres años has envejecido diez. ¿Cómo va la úlcera?

—Cicatrizada —dijo él—. Ya no tengo que tomar leche, felizmente.

Alargó la mano hacia los cigarrillos del escritorio, encendió uno y tuvo un acceso de tos.

—¿Cuántos te fumas al día? —dijo el mayor Paredes.

—Dos o tres cajetillas —dijo él—. Pero negros, no esa porquería que fumas tú.

—No sé quién va a acabar contigo primero —se rió el mayor Paredes—. Si el tabaco, la úlcera, las anfetaminas, los apristas, o algún militar resentido, como el Serrano. O tu harén.

Él sonrió apenas. Tocaron la puerta, entró el capitán de bigotitos con un cartapacio: las fotostáticas estaban listas, mi mayor. Paredes extendió el plano sobre el escritorio: marcas rojas y azules en ciertas encrucijadas, una espesa línea negra que zigzagueaba por muchas calles y moría en una plaza. Estuvieron inclinados sobre el plano un buen rato. Puntos álgidos, decía el mayor Paredes, sitios de acantonamiento, curso del desplazamiento, el puente que va a inaugurar. Él anotaba en una libreta, fumaba, preguntaba con su voz monótona. Volvieron a los sillones.

—Mañana viajaré a Cajamarca con el capitán Ríos para echar un último vistazo al dispositivo de seguridad —dijo el mayor Paredes—. Por nuestro lado, no hay problema, la seguridad funcionará como un reloj. ¿Y tu gente?

—Por la seguridad estoy tranquilo —dijo él—. Me preocupa otra cosa.

—¿El recibimiento? —dijo el mayor Paredes—. ¿Crees que le harán algún desaire?

—El senador y los diputados han prometido llenar la plaza —dijo él—. Pero esas promesas, ya se sabe. Esta tarde veré al comité de recepción. Los he hecho venir a Lima.

—Estos serranos serían unos ingratos de mierda si no lo reciben con los brazos abiertos —dijo el mayor Paredes—. Les está haciendo una carretera, un puente. Quién se había acordado antes que Cajamarca existía.

—Cajamarca ha sido foco aprista —dijo él—. Hemos hecho una limpieza, pero siempre puede ocurrir algo imprevisto.

—El Presidente cree que el viaje será un éxito —dijo el mayor Paredes—. Dice que le has asegurado que habrá cuarenta mil personas en la manifestación y ningún lío.

—Habrá, y no habrá lío —dijo él—. Pero éstas son las cosas que me andan envejeciendo. No la úlcera, no el tabaco.

HABÍAN PAGADO al chino, salido, y cuando llegaron al patio ya había comenzado la reunión, don. El señor Lozano les puso mala cara y les señaló el reloj. Había unos cincuenta ahí, todos vestidos de civil, algunos se reían como idiotas y qué tufo. Ése del escalafón, ése cachuelero como yo, ése del escalafón, se los iba señalando Ludovico, y estaba hablando un mayor de policía, medio panzón, medio tartamudo, a cada rato repetía o sea que. O sea que había guardia de asalto en los alrededores, o sea qqque también patrulleros, o sea que la cccaballería escondddida en unos garajes y cccanchones. Ludovico y Ambrosio se miraban como diciendo cccomiquísimo, don, pero Hipólito seguía con cara de velorio. Y ahí se adelantó el señor Lozano, qué silencio para oírlo.

—Pero la idea es que la policía no tenga que intervenir —había dicho—. Es algo que ha pedido el señor Bermúdez de manera especial. Y también que no haya tiros.

—Está sobando al jefazo porque aquí estás tú —había dicho Ludovico a Ambrosio—. Para que vayas y se lo cuentes.

—O sea que por eso no se repartirán pistolas sino cccachiporras y otras armas cccontundentes.

Se había levantado un ruido de estómagos, de gargantas, de pies, todos protestaban pero sin abrir la boca, don. Silencio, dijo el mayor, pero el que había arreglado la cosa con inteligencia fue el señor Lozano.

—Ustedes son de primera y no necesitan balas para dispersar a un puñado de locas, si las cosas se ponen feas entrará en acción la guardia de asalto —sabidísimo, había hecho una broma—: Que levante la mano el que tiene miedo —nadie. Y él—: Menos mal, porque hubiera tenido que devolver el trago —risas. Y él—: Siga explicándoles, mayor.

—O sea qqque entendido, y antes de pasar por la armería, mírense bien las cccaras, no se vayan a agarrar a palazos entre ustedes por eqqquivocación.

Se habían reído, por educación, no porque su chiste fuera chiste, y en la armería habían tenido que firmar un recibito. Les dieron cachiporras, manoplas y cadenas de bicicleta. Regresaron al patio, se mezclaron con los otros, algunos estaban tan jalados que apenas podían hablar. Ambrosio les metía conversación, de dónde eran, si los habían sorteado. No, don, todos eran voluntarios. Contentos de sacarse unos soles extras, pero algunos asustados de lo que pudiera pasarles. Fumaban, se bromeaban, jugando se pegaban con las cachiporras. Así estuvieron hasta eso de las seis en que vino el mayor a decir ahí está el ómnibus. En la plaza de El Porvenir la mitad se habían quedado con Ludovico y Ambrosio, en el centro, entre los columpios. Hipólito se había llevado a los otros hacia el lado del cine. Repartidos en grupitos de tres, de cuatro, se habían metido a la feria. Ambrosio y Ludovico miraban las sillas voladoras, ¿cojonudo cómo se les levantaba la falda a las mujeres? No, don, ni se veía, había poquita luz. Los otros se compraban raspadillas, camotillos, un par se habían traído su botellita y tomaban traguitos junto a la Rueda Chicago. Huele como si le hubieran dado un dato falso a Lozano, había dicho Ludovico. Llevaban ya media hora ahí y ni sombra de nada.

EN EL tranvía, se sentaron juntos y Ambrosio le pagó el pasaje. Ella estaba tan furiosa por haber venido que ni lo miraba. Cómo puedes ser tan rencorosa, decía Ambrosio. La cara pegada a la ventanilla, Amalia miraba la avenida Brasil, los autos, el Cine Beverly. Las mujeres tienen buen corazón y mala memoria, decía Ambrosio, pero tú eres al revés, Amalia. ¿Ese día que se encontraron en la calle y él le dijo sé un sitio en San Miguel donde buscan muchacha no habían conversado acaso de lo más bien? Ella el Hospital de Policía, el óvalo de Magdalena Vieja. ¿Y el otro día en la puerta de servicio no habían hablado de lo más bien? El Colegio Salesiano, la plaza Bolognesi. ¿Había otro hombre en tu vida ahora, Amalia? Y en eso subieron dos mujeres, se sentaron frente a ellos, parecían malas, y empezaron a mirar a Ambrosio con un descaro. ¿Qué tenía que salieran juntos una vez, como buenos amigos? Pura risa con él, miraditas y coqueterías, y, de pronto, sin darse cuenta, su boca dijo fuerte, mirando a las dos mujeres, no a él: está bien ¿dónde vamos a ir? Ambrosio la miró asombrado, se rascó la cabeza y se rió: qué mujer ésta. Fueron al Rímac, porque Ambrosio tenía que ver a un amigo. Lo encontraron en un restaurancito de la calle Chiclayo, comiéndose un arroz con pollo.

—Te presento a mi novia, Ludovico —dijo Ambrosio.

—No le crea —dijo Amalia—. Amigos nomás.

—Siéntense —dijo Ludovico—. Tómense una cerveza conmigo.

—Ludovico y yo trabajamos juntos con don Cayo, Amalia —dijo Ambrosio—. Yo le manejaba el auto y él lo cuidaba. Qué malas noches ¿no, Ludovico?

Sólo había hombres en el restaurante, algunos con qué pintas, y Amalia se sentía incómoda. Qué haces aquí pensaba, por qué eres tan bruta. La espiaban de reojo pero no le decían nada. Tendrían miedo a los dos hombrones que estaban con ella, porque Ludovico era tan alto y tan fuerte como Ambrosio. Sólo que tan feo, la cara picada de viruela y los dientes partidos. Entre los dos se contaban cosas, se preguntaban por amigos y ella se aburría. Pero, de repente, Ludovico dio un golpecito en la mesa: ya está, se iban a Acho, los haría entrar. Los hizo pasar, no por donde el público, sino por un callejón y los policías lo saludaban a Ludovico como a un íntimo. Se sentaron en Sombra, arriba, pero como había poca gente, en el segundo toro se bajaron hasta la cuarta fila. Toreaban tres, pero la estrella era Santa Cruz, llamaba la atención ver a un negro en traje de luces. Le haces barra porque es tu hermano de raza, le bromeaba Ludovico a Ambrosio, y él, sin enojarse, sí y además porque es valiente. Era: se hacía revolcar, se arrodillaba, citaba al toro de espaldas. Ella sólo había visto corridas en el cine y cerraba los ojos, chillaba cuando el toro derribaba a un peón, qué salvajes los picadores decía, pero en el último toro de Santa Cruz también sacó su pañuelito, como Ambrosio, y pidió oreja. Salió de Acho contenta, por lo menos había visto algo nuevo. Era tan tonto desperdiciar la salida ayudando a la señora Rosario a tender ropa, oyendo a su tía quejarse de sus pensionistas o dando vueltas y vueltas con Anduvia y María sin saber dónde ir. Tomaron una chicha morada en la puerta de Acho y Ludovico se despidió. Caminaron hasta el paseo de Aguas.

—¿Te gustaron los toros? —dijo Ambrosio.

—Sí —dijo Amalia—. Pero qué crueldad con los animales ¿no?

—Si te gustaron volveremos —dijo Ambrosio.

Iba a contestarle ni te lo sueñes pero se arrepintió y cerró la boca y pensó bruta. Se le ocurrió que hacía más de tres años ya, casi cuatro, que no salía con Ambrosio, y de pronto se sintió apenada. ¿Qué quieres hacer ahora?, dijo Ambrosio. Ir donde su tía, a Limoncillo. ¿Qué habría hecho él, todos estos años? Irás otro día, dijo Ambrosio, vámonos al cine más bien. Fueron a uno del Rímac a ver una de piratas, y en la oscuridad ella sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. ¿Te estabas acordando de cuando ibas al cine con Trinidad, bruta? ¿De cuando vivías en Mirones y te pasabas los días, los meses sin hacer nada, sin hablar, casi sin pensar? No, se estaba acordando de antes, de los domingos que se veían en Surquillo, y las noches que se juntaban a escondidas en el cuartito junto al garaje y de lo que pasó. Sintió rabia otra vez, si me toca lo rasguñaba, lo mataba. Pero Ambrosio no trató siquiera, y al salir le invitó un lonche. Fueron andando hasta la plaza de Armas, conversando de todo menos de antes. Sólo cuando estaban esperando el tranvía él la cogió del brazo: yo no soy lo que tú crees, Amalia. Ni tampoco eres lo que tú crees, dijo Queta, tú eres lo que haces, esa pobre Amalia me da compasión. Suéltame o grito, dijo Amalia, y Ambrosio la soltó. Si no estaban peleando, Amalia, si sólo te estoy pidiendo que te olvides de lo que pasó. Hacía tanto tiempo ya, Amalia. Llegó el tranvía, viajaron mudos hasta San Miguel. Bajaron en el paradero del Colegio de las Canonesas y había oscurecido. Tú tuviste otro hombre, el textil ese, dijo Ambrosio, yo no he tenido ninguna mujer. Y, un poco después, ya llegando a la esquina de la casa, con la voz resentida: me has hecho sufrir mucho, Amalia. No le respondió, se echó a correr. En la puerta de la casa, se volvió a mirar: se había quedado en la esquina, medio oculto entre la sombra de los arbolitos sin ramas. Entró a la casa luchando por no dejarse conmover, furiosa por sentirse conmovida.

—¿QUÉ HAY de esa logia de oficiales en el Cusco? —dijo él.

—Ahora que se presenten los ascensos al Congreso, van a ascender al coronel Idiáquez —dijo el mayor Paredes—. De general ya no puede seguir en el Cusco, y sin él la argollita se va a deshacer. No hacen nada todavía; se reúnen, hablan.

—No basta con que salga de ahí Idiáquez —dijo él—. ¿Y el comandante, y los capitancitos? No entiendo por qué no los han separado ya. El ministro de Guerra aseguró que esta semana comenzarían los traslados.

—He hablado diez veces con él, le he mostrado diez veces los informes —dijo el mayor Paredes—. Como se trata de oficiales de prestigio, quiere ir con pies de plomo.

—Tiene que intervenir el Presidente, entonces —dijo él—. Después del viaje a Cajamarca, lo primero es romper esa argollita. ¿Están bien vigilados?

—Te imaginas —dijo el mayor Paredes—. Sé hasta lo que comen.

—El día menos pensado les ponen un millón de soles sobre la mesa y tenemos revolución a la vista —dijo él—. Hay que desbandarlos a guarniciones bien alejadas cuanto antes.

—Idiáquez debe muchos favores al régimen —dijo el mayor Paredes—. El Presidente se está llevando a cada rato decepciones tremendas con la gente. Le va a doler cuando sepa que Idiáquez anda amotinando oficiales contra él.

—Le dolería más saber que se ha levantado —dijo él; se puso de pie, sacó unos papeles de su maletín y se los entregó al mayor Paredes—. Échales una ojeada, a ver si esta gente tiene ficha aquí.

Paredes lo acompañó hasta la puerta, lo retuvo del brazo cuando él iba a salir:

—¿Y esa noticia de la Argentina, esta mañana? ¿Cómo se te pasó?

—No se me pasó —dijo él—. Los apristas apedreando una embajada peruana es una buena noticia. Le consulté al Presidente y estuvo de acuerdo en que se publicara.

—Bueno, sí —dijo el mayor Paredes—. Los oficiales que la leyeron aquí, estaban indignados.

—Ya ves que pienso en todo —dijo él—. Hasta mañana.

PERO AL poco rato se les había acercado Hipólito, la cara tristísima, don: ahí estaban, con sus cartelones y todo. Habían entrado por una de las esquinas de la plaza, y ellos se les arrimaron, como curiosos. Cuatro llevaban un cartel con letras rojas, detrás venía un grupito, los cabecillas había dicho Ludovico, que hacían gritar a las demás y las demás serían media cuadra. La gente de la feria también se había acercado a mirarlas. Gritaban, sobre todo las de adelante, ni se entendía qué, y había viejas, jóvenes y criaturas pero ningún hombre, tal como dijo el señor Lozano había dicho Hipólito. Muchas trenzas, muchas polleras, muchos sombreros. Ésas se creen en la procesión, había dicho Ludovico: eran tres que tenían las manos como rezando, don. Unas doscientas o trescientas o cuatrocientas, y por fin acabaron de entrar a la plaza.

—Pan con mantequilla ¿ves? —había dicho Ludovico.

—Pan duro y mantequilla rancia, tal vez —dijo Hipólito.

—Nos metemos en medio y las cortamos en dos —había dicho Ludovico—. Nos quedamos con la cabeza y te regalamos la cola.

—Ojalá que los coletazos sean más flojos que los cabezazos —dijo Hipólito, tratando de bromear, don, pero no le salía. Se levantó las solapas y fue a buscar a su grupo. Las mujeres dieron la vuelta a la plaza y ellos las habían seguido, desde atrás y separados. Cuando estaban frente a la Rueda Chicago se había aparecido otra vez Hipólito: me arrepentí, quiero irme. Yo te estimo pero yo me estimo más, había dicho Ludovico, te advierto que te jodo, mostacero. Ese sacudón le había levantado la moral, don: miró con furia, salió disparado. Habían ido reuniendo a la gente, la habían ido palabreando, y, con disimulo, se pegaron a la manifestación. Estaban aglomeradas junto a la Rueda Chicago, las del cartelón daban la cara a las otras. De repente una de las cabecillas se trepó a un tabladillo y comenzó a discursear. Se había amontonado más gente, estaban ahí apretaditas, habían parado la música de la Rueda, pero ni se oía a la que estaba hablando. Ellos se habían ido metiendo, aplaudiendo, las bobas nos abren cancha decía Ludovico, y por el otro lado la gente de Hipólito se iba metiendo también. Aplaudían, les daban sus abrazos, bien buena bravo, algunas los miraban nomás pero otras pasen pasen, les daban la mano, no estamos solas. Ambrosio y Ludovico se habían mirado como diciendo no nos separemos en esta mescolanza, cumpa. Ya las habían cortado en dos, estaban incrustados como una cuña justo en el medio. Habían sacado las matracas, los silbatos, Hipólito su bocina, ¡abajo esa agitadora!, ¡viva el general Odría!, ¡mueran los enemigos del pueblo!, las cachiporras, las manoplas, ¡viva Odría! Una confusión terrible, don. Provocadores aullaba la del tabladillo, pero el ruido se tragó su voz y alrededor de Ambrosio las mujeres chillaban y empujaban. Váyanse, les decía Ludovico, las engañaron, vuélvanse a sus casas, y en eso una mano lo había agarrado desprevenido y sentí que se llevaba en sus uñas una lonja de mi pescuezo, le había contado Ludovico después a Ambrosio, don. Ahí habían entrado en danza las cachiporras y las cadenas, los sopapos y los puñetazos, y ahí habían comenzado un millón de mujeres a rugir y patalear. Ambrosio y Ludovico estaban juntos, uno se resbalaba y el otro lo sostenía, uno se caía y el otro lo levantaba. Las gallinas resultaron gallos, había dicho Ludovico, el cojudo de Hipólito tuvo razón. Porque se defendían, don. Las tumbaban y ahí se quedaban, como muertas, pero desde el suelo se prendían de los pies y los traían abajo. Había que estar pateando, saltando, se oían mentadas de madre como escopetazos. Somos pocos, había dicho uno, que venga la guardia de asalto, pero Ludovico ¡carajo, no! Se aventaron de nuevo contra ellas y las habían hecho retroceder, la baranda de la Rueda se vino abajo y un montón de locas también. Algunas se escapaban arrastrándose y ahora en vez de viva Odría ellos les gritaban conchesumadres, putas, y por fin la cabeza se había deshecho en grupitos y era botado corretearlas. De a dos, de a tres cogían a una y le llovía, después a otra y le llovía, y Ambrosio y Ludovico hasta se burlaban de sus caras sudadas. En eso había sonado el balazo, don, jijunagrandísima el que disparó, había dicho Ludovico. No era de ahí, sino de atrás. La cola había estado enterita y coleteando, don. Fueron a ayudar y la desbandaron. Había disparado uno que se llamaba Soldevilla, me acorralaron como diez, me iban a sacar los ojos, no había matado a nadie, el disparo fue al aire. Pero Ludovico se calentó igual: ¿quién mierda te dio a ti revólver? Y Soldevilla: esta arma no es del cuerpo sino de mi propiedad. Te jodes idéntico, había dicho Ludovico, pasaré parte y te quedas sin prima. La feria se había quedado vacía, los tipos que manejaban la Rueda, las sillas voladoras, el Cohete, estaban temblando en sus casetas, y lo mismo las gitanas en sus carpas. Se contaron y faltaba uno, don. Lo habían encontrado soñado junto a una tipa que lloraba. Varios se habían enfurecido, qué le has hecho puta, y le llovieron. Se llamaba Iglesias, era ayacuchano, le habían rajado la boca, se levantó como sonámbulo, qué, qué. Basta, había dicho Ludovico a los que sonaban a la mujer, ya se terminó. Habían tomado el ómnibus en el canchón y nadie hablaba, muertos de cansancio. Al bajar habían empezado a fumar, a mirarse las caras, me duele aquí, a reírse, mi mujer no me creerá que este rasguño es accidente de trabajo. Bien, muy bien, había dicho el señor Lozano, cumplieron, vayan a recuperarse. Esos eran los trabajitos más o menos, don.