V

 

TODA LA semana Amalia estuvo cavilosa, ida. En qué piensas decía Carlota, y Símula quien se ríe a solas de sus maldades se acuerda, y la señora Hortensia dónde estás, vuelve a la tierra. Ya no se sentía furiosa con él, ya no sentía cólera consigo misma por haber salido con él. Lo odias y se te pasa, pensaba, y al ratito lo odias y otra vez se te pasa, por qué eres tan loca. Una noche soñó que el domingo, a la hora de la salida, lo encontraría en el paradero, esperándola. Pero ese domingo Carlota y Símula tenían un bautizo y a ella le tocó salir sábado. ¿Adónde iría? Fue a buscar a Gertrudis, no la veía hacía meses. Llegó al laboratorio cuando salían y Gertrudis la llevó a su casa a almorzar. Ingrata, tanto tiempo, decía Gertrudis, había ido a Mirones un montón de veces y la señora Rosario no sabía la dirección donde trabajas, cuéntame cómo te va. Estuvo a punto de decirle que había visto a Ambrosio de nuevo pero se arrepintió, le había rajado tanto de él antes. Quedaron en verse el domingo próximo. Regresó a San Miguel todavía con luz y fue a tenderse a su cama. Después de todo lo que te hizo todavía piensas en él, bruta. En la noche se soñó con Trinidad. La insultaba y al final le advertía, lívido: muerta te espero. El domingo Símula y Carlota salieron temprano y la señora poco después, con la señorita Queta. Lavó el servicio, se sentó en la sala, prendió la radio. Todo eran carreras o fútbol y se aburría cuando tocaron la puerta de la cocina. Sí, era él.

—¿No está la señora? —con su gorra y su uniforme azul de chofer.

—¿También le tienes miedo a la señora? —dijo Amalia, seria.

—Don Fermín me mandó hacer unos encargos y me escapé para verte un ratito —dijo él, sonriéndole, como si no hubiera oído—. Dejé el carro a la vuelta. Ojalá que la señora Hortensia no lo reconozca.

—O sea que más tiempo pasa y más miedo le tienes a don Fermín —dijo Amalia.

La sonrisa se le esfumó de la cara, hizo un gesto desanimado y se la quedó mirando sin saber qué hacer. Se echó atrás la gorra y le sonrió con esfuerzo: se estaba arriesgando a que lo resondraran por venir a verte y tú me recibes así, Amalia. Lo que pasó había pasado ya, Amalia, se había borrado. Que hiciera como si recién se conocieran, Amalia.

—¿Crees que vas a hacerme lo mismo otra vez? —se oyó decir Amalia, temblando—. Te equivocas.

Él no le dio tiempo a retroceder, ya la había cogido de la muñeca y la miraba a los ojos, pestañeando. No trató de abrazarla, no se acercó siquiera. La tuvo sujeta un momento, hizo un gesto raro y la soltó.

—A pesar del textil, a pesar de que no te he visto años, para mí tú has seguido siendo mi mujer —roncó Ambrosio y Amalia sintió que se le paraba el corazón. Pensó va a llorar, voy a llorar—. Para que te lo sepas, te sigo queriendo como antes.

Se la quedó mirando de nuevo y ella retrocedió y cerró la puerta. Lo vio vacilar un momento; luego se acomodó la gorra y se fue. Ella volvió a la sala y alcanzó a verlo volteando la esquina. Sentada junto a la radio, se sobaba la muñeca, asombrada de no sentir cólera. ¿Sería cierto, la seguiría queriendo? No, era mentira. ¿A lo mejor se había enamorado de ella de nuevo, ese día que se encontraron en la calle? Afuera no había ningún ruido, las cortinas estaban corridas, una resolana verdosa entraba desde el jardín. Pero su voz parecía sincera, pensaba, sintonizando una y otra estación. Ningún radioteatro, todo carreras y fútbol.

ANDA A almorzar —le dijo a Ambrosio, cuando el auto frenó en la plaza San Martín—. Vuelve dentro de hora y media.

Entró al bar del Hotel Bolívar y se sentó cerca de la puerta. Pidió un gin y dos cajetillas de Inca. En la mesa vecina conversaban tres tipos y alcanzaba a oír, mutilados, los chistes que contaban. Había fumado un cigarrillo y su copa estaba a la mitad cuando lo divisó por la ventana, cruzando la Colmena.

—Siento haberlo hecho esperar —dijo don Fermín—. Estaba jugando una mano y Landa, ya lo conoce al senador, cuando agarra los dados es de nunca acabar. Está feliz Landa, ya se arregló la huelga de Olave.

—¿Viene del Club Nacional? —dijo él—. ¿Sus amigos oligarcas no andan tramando ninguna conspiración?

—Todavía no —sonrió don Fermín, y señalando la copa le dijo al mozo lo mismo—. Qué es esa tos, ¿lo agarró la gripe?

—El cigarrillo —dijo él, carraspeando de nuevo—. ¿Cómo le ha ido? ¿Sigue dándole dolores de cabeza ese hijo travieso?

—¿El Chispas? —don Fermín se llevó a la boca un puñado de maní—. No, ha sentado cabeza y se porta bien en la oficina. El que me tiene preocupado ahora es el segundo.

—¿También le tira el cuerpo por la jarana? —dijo él.

—Quiere entrar a esa olla de grillos de San Marcos en vez de la Católica —don Fermín paladeó la bebida, hizo un gesto de fastidio—. Le ha dado por hablar mal de los curas, de los militares, de todo, para hacernos rabiar a mí y a su madre.

—Todos los muchachos son un poco rebeldes —dijo él—. Creo que hasta yo lo fui.

—No me lo explico, don Cayo —dijo don Fermín, ahora grave—. Era tan formalito, siempre las mejores notas, hasta beato. Y ahora, descreído, caprichoso. Sólo me faltaría que me salga comunista, anarquista, qué sé yo.

—Entonces va a empezar a darme dolores de cabeza a mí —sonrió él—. Pero vea, si yo tuviera un hijo, creo que preferiría mandarlo a San Marcos. Hay mucho indeseable, pero es más universidad ¿no cree?

—No es porque en San Marcos se politiquea —dijo don Fermín, con aire distraído—. Además, ha perdido categoría, ya no es como antes. Ahora es una cholería infecta, qué clase de relaciones va a tener el flaco ahí.

Él lo miró sin decir nada y lo vio pestañear y bajar la vista, confundido.

—No es que yo tenga nada contra los cholos —te diste cuenta, hijo de puta—, todo lo contrario, siempre he sido muy democrático. Lo que quiero es que Santiago tenga el porvenir que se merece. Y en este país, todo es cuestión de relaciones, usted sabe.

Terminaron los tragos, pidieron otros dos. Sólo don Fermín picoteaba del maní, las aceitunas y las papitas fritas. Él bebía y fumaba.

—He visto que hay una nueva licitación, otro ramal de la Panamericana —dijo él—. ¿Su empresa también se presenta?

—Con la carretera a Pacasmayo tenemos bastante por ahora —dijo don Fermín—. Quien mucho abarca poco aprieta. El laboratorio me quita mucho tiempo, sobre todo ahora que hemos comenzado a renovar el equipo. Quiero que el Chispas aprenda y me descargue un poco de trabajo, antes de ampliar la constructora.

Vagamente, comentaron la epidemia de gripe, las piedras lanzadas por los apristas contra la embajada peruana en Buenos Aires, la amenaza de huelga textil, ¿se impondría la moda de la falda larga o corta?, hasta que las copas quedaron vacías.

INOCENCIA SE acordó que era tu plato preferido y te ha hecho chupe de camarones —el tío Clodomiro le guiñó un ojo—. La pobre vieja ya no cocina tan bien como antes. Pensaba llevarte a comer a la calle, pero le di gusto para no resentirla.

El tío Clodomiro le sirvió una copita de vermouth. Su departamentito de Santa Beatriz tan ordenado, tan limpio, la vieja Inocencia tan buena, Zavalita. Los había criado a los dos, los trataba de tú, una vez le había jalado la oreja al viejo delante de ti: siglos que no vienes a visitar a tu hermano, Fermín. El tío Clodomiro bebió un traguito y se limpió los labios. Tan pulcro, siempre de chaleco, el cuello y los puños tan almidonados, sus ojitos lozanos, su figura menuda y elusiva, sus manos nerviosas. Piensa: ¿sabía, sabrá? Meses, años que no ibas a verlo, Zavalita. Tenías que ir, voy a ir.

—¿Te acuerdas cuántos años se llevaban el tío Clodomiro y mi papá, Ambrosio? —dice Santiago.

—A los viejos no se les pregunta la edad —se rió el tío Clodomiro—. Cinco años, flaco. Fermín tiene cincuenta y dos, así que calcula, pronto seré sesentón.

—Y, sin embargo, a él se lo ve mayor —dijo Santiago—. Tú te has conservado joven, tío.

—Bueno, eso de joven —sonrió el tío Clodomiro—. Será porque me quedé soltero. ¿Fuiste a ver a tus padres, por fin?

—Todavía no, tío —dijo Santiago—. Pero voy a ir, palabra que voy a ir.

—Ya ha pasado mucho tiempo, flaco, demasiado tiempo —el tío Clodomiro lo amonestaba con sus ojos frescos, limpios—. ¿Cuántos meses ya? ¿Cuatro, cinco?

—Me harán una escena terrible, mi mamá se pondrá a pedirme a gritos que vuelva —piensa: seis ya—. Y no voy a volver, tío, eso tienen que entenderlo bien.

—Meses sin ver a tus padres, a tus hermanos, viviendo en la misma ciudad —el tío Clodomiro movía la cabeza, incrédulo—. Si fueras mi hijo, te habría ido a buscar, te habría dado un par de azotes y traído de vuelta al día siguiente.

Pero él no te había ido a buscar, Zavalita, ni dado azotes, ni obligado a volver. ¿Por qué, papá?

—No quiero darte consejos, ya eres grandecito, pero no te estás portando bien, flaco. Que quieras vivir solo ya es una locura, pero, en fin. Que no quieras ver a tus padres, eso no, flaco. A Zoila la tienes deshecha. Y Fermín cada vez que viene a preguntarme cómo está, qué hace, lo veo más abatido.

—Si me va a buscar, sería por gusto —dijo Santiago—. Me puede llevar a la casa a la fuerza cien veces y cien me vuelvo a escapar.

—Él no lo entiende, yo no lo entiendo —dijo el tío Clodomiro—. ¿Te enojaste porque te sacó de la Prefectura? ¿Querías que te dejara encerrado con los otros locos? ¿No te ha dado gusto en todo siempre? ¿No te ha engreído más que a la Teté, más que al Chispas? Sé sincero conmigo, flaco. ¿Qué cosa tienes contra Fermín?

—Es difícil de explicar, tío. Por ahora es mejor que no vaya a la casa. Después que pase un tiempo iré, te prometo.

—Déjate de adefesios y anda de una vez —dijo el tío Clodomiro—. Ni Zoila ni Fermín se oponen a que sigas en La Crónica. Lo único que los preocupa es que con el trabajo vayas a dejar de estudiar. No quieren que te pases la vida de empleadito, como yo.

Sonrió sin amargura y llenó de nuevo las copas. Ya iba a estar el chupe, se oía a lo lejos la cascada voz de Inocencia, y el tío Clodomiro movía la cabeza, compasivo: la pobre vieja ya casi ni veía, flaco.

QUÉ FRESCURA, qué sinvergüenzura, decía Gertrudis Lama, ¿volver a buscarte después de lo que te hizo?, qué horror. Y Amalia qué horror. Pero él era así, desde la primera vez había sido así. Y Gertrudis: ¿cómo, cómo había sido? Se tomaba su tiempo, hacía que las cosas se volvieran misteriosas. Buscaba pretextos para meterse al repostero, a los cuartos, al patio cuando Amalia estaba ahí. Al principio no le diría nada con la boca, pero le hablaba con los ojos, y ella asustada de que la señora Zoila o los niños se dieran cuenta y le pescaran las miradas. Pasó mucho antes que se animara a decirle cosas, y Gertrudis ¿qué cosas?, qué jovencita se te ve, qué cara tan primaveral, y ella asustada, porque ése había sido su primer trabajo. Pero, al menos de eso, pronto se tranquilizó. Sería fresco, pero también sabido, o mejor dicho cobarde: les tenía más miedo a los señores que yo, Gertrudis. Ni siquiera por las otras empleadas se dejó pescar, estaba fastidiándola y aparecía la cocinera o la otra muchacha y él volaba. Pero, a solas, de los atrevimientos de boca pasó a los de mano, y Gertrudis riéndose ¿y tú? Amalia le daba manotazos, una vez una cachetada. Te aguanto todo a ti, me pegas y sabe a besos, esas mentiras que dicen, Gertrudis. Se dio maña para tener el mismo día de salida que ella, se averiguó dónde vivía y un día Amalia lo vio pasando y repasando frente a la casa de su tía en Surquillo, y tú adentro espiándolo encantada se rió Gertrudis. No, enojada. A la cocinera y a la otra muchacha las impresionaba, decían tan altazo, tan fuerte, cuando está de azul se sienten escalofríos y cochinadas así. Pero ella no, Gertrudis, a Amalia le parecía como cualquier otro nomás. Si no fue por su pinta entonces por qué te conquistó, dijo Gertrudis. A lo mejor por los regalitos que le dejaba escondidos en su cama. La primera vez que vino y le metió un paquetito en el delantal, se lo devolvió sin abrirlo, pero después, ¿qué bruta, no, Gertrudis?, se los aceptaba, y en las noches pensaba curiosa qué me dejaría hoy. Los ponía bajo la frazada, sabe Dios en qué momento entraría, un prendedor, una pulserita, pañuelos, o sea que ya estabas con él, dijo Gertrudis. No, todavía. Un día que no estaba su tía en Surquillo y él apareció, ella, ¿bruta, no?, salió. Conversaron en plena calle, tomándose unas raspadillas, y la semana próxima, el día de salida, fueron a un cine. ¿Ahí? dijo Gertrudis. Sí, se había dejado abrazar, besar. Desde entonces se creería con derechos o qué, estaban solos y quería aprovecharse, Amalia tenía que andarse corriendo. Dormía junto al garaje, su cuartito era más grande que el de las empleadas, bañito propio y todo, y una noche, y Gertrudis qué, qué. Los señores habían salido, la niña Teté y el niño Santiago se habrían dormido ya, el niño Chispas se había ido a la Escuela Naval con su uniforme —qué, qué— y ella, idiota pues, le había hecho caso, idiota se había metido a su cuarto. Claro, se aprovechó, y Gertrudis o sea que ahí, muerta de risa. La hizo llorar, Gertrudis, sentir qué miedo, qué dolor. Pero ahí mismo había comenzado Amalia a decepcionarse, esa misma noche él se le achicó, y Gertrudis ajajá, ajajá, y Amalia no seas tonta, no por eso, ay qué cochina, me has hecho avergonzar. ¿De qué te decepcionaste entonces?, dijo Gertrudis. Estaban con la luz apagada, echados en la cama, él consolándola, diciéndole esas mentiras, nunca me había pensado encontrarte doncellita, besándola, y en eso los sintieron hablando en la puerta, acababan de llegar. Ahí Gertrudis, por eso Gertrudis. ¿Cómo era posible que se hubiera puesto así, a ver? Cómo, qué. Se le empaparon las manos de sudor, escóndete escóndete, y la empujaba, métete bajo la cama, no te muevas, llorando casi del miedo que sentía, y semejante hombrón, Gertrudis, cállate y de repente le tapó la boca con furia, como si yo fuera a gritar o qué, Gertrudis. Sólo cuando oyeron que habían cruzado el jardín y entrado a la casa la soltó, sólo ahí disimuló, por ti, para que no te fuera a pescar a ti, a reñir a ti, a botar a ti. Y que tenían que cuidarse mucho, la señora Zoila era tan estricta. Qué rara se había sentido al día siguiente, Gertrudis, con ganas de reírse, con pena, feliz, y qué vergüenza cuando se fue a lavar a escondidas las manchitas de sangre de las sábanas, ay no sé por qué te cuento estas cosas, Gertrudis. Y Gertrudis: porque ya te olvidaste de Trinidad, cholita, porque ahora te estás muriendo de nuevo por el tal Ambrosio, Amalia.

ESTA MAÑANA estuve con los gringos —dijo, por fin, don Fermín—. Son peores que Santo Tomás. Se les han dado todas las seguridades, pero insisten en tener una entrevista con usted, don Cayo.

—Al fin y al cabo se trata de varios millones —dijo él, con benevolencia—. Se explica esa impaciencia.

—No acabo de entender a los gringos, ¿no le parecen unos aniñados? —dijo don Fermín, con el mismo tono casual, casi displicente—. Medio salvajes, además. Ponen los pies sobre la mesa, se quitan el saco donde estén. Y éstos no son unos cualquieras, sino gente bien, me imagino. A veces me dan ganas de regalarles un libro de Carreño.

Él veía por la ventana los tranvías de la Colmena que llegaban y partían, oía los inagotables chistes de los hombres de la mesa vecina.

—El asunto está listo —dijo, de pronto—. Anoche comí con el ministro de Fomento. El fallo debe aparecer en el diario oficial el lunes o martes. Dígales a sus amigos que ganaron la licitación, que pueden dormir tranquilos.

—Mis socios, no mis amigos —protestó don Fermín, risueño—. ¿Usted podría ser amigo de gringos? No tenemos mucho en común con esos patanes, don Cayo.

Él no dijo nada. Fumando, esperó que don Fermín alargara la mano hacia el platito de maní, que se llevara el vaso de gin a la boca, bebiera, se secara los labios con la servilleta, y que lo mirara a los ojos.

—¿De veras no quiere esas acciones? —lo vio apartar la vista, interesado de pronto en la silla vacía que tenía al frente—. Ellos insisten en que lo convenza, don Cayo. Y, la verdad, no veo por qué no las acepta.

—Porque soy un ignorante en cosas de negocios —dijo él—. Ya le he contado que en veinte años de comerciante no hice un solo negocio bueno.

—Acciones al portador, lo más seguro, lo más discreto del mundo —don Fermín le sonreía amistosamente—. Que se pueden vender al doble de su valor en poco tiempo, si no quiere conservarlas. Supongo que no piensa que aceptar esas acciones sería algo indebido.

—Hace tiempo que no sé lo que es debido o indebido —sonrió él—. Sólo lo que me conviene o no.

—Acciones que no le van a costar un medio al Estado, sino a los gringos patanes —sonreía don Fermín—. Usted les hace un servicio, y es lógico que lo retribuyan. Esas acciones significan mucho más que cien mil soles en efectivo, don Cayo.

—Soy modesto, esos cien mil soles me bastan —sonrió él de nuevo, un acceso de tos lo hizo callar un momento—. Que se las den al ministro de Fomento, que es hombre de negocios. Sólo acepto lo que suena y se cuenta. Mi padre era un usurero, don Fermín, y decía eso. Se lo he heredado.

—Bueno, entre gustos y colores —dijo don Fermín, encogiendo los hombros—. Me encargaré del depósito, el cheque estará listo hoy.

Estuvieron callados hasta que el mozo se acercó a recoger las copas y trajo el menú. Un consomé y una corvina, ordenó don Fermín, y él un churrasco con ensalada. Mientras el mozo ponía la mesa, él oía, ralamente, a don Fermín hablar de un sistema para adelgazar comiendo que había aparecido en Selecciones de este mes.

—NUNCA TE invitaban a la casa —dijo Santiago—. Te han tratado siempre como si fueran superiores a ti.

—Bueno, gracias a tu fuga ahora nos vemos más —sonrió el tío Clodomiro—. Aunque sea por interés, me buscan todo el tiempo para que les dé noticias de ti. No sólo Fermín, también Zoilita. Ya era hora que acabara ese distanciamiento tan absurdo.

—Pero por qué ese distanciamiento, tío —dijo Santiago—. Siempre te hemos visto a la muerte de un obispo.

—Las tonterías de Zoilita —como si dijera las gracias, piensa, las lindas manías de Zoilita—. Sus aires de grandeza, flaco. Yo sé que es una gran mujer, toda una señora, por supuesto. Pero siempre tuvo prevención contra la familia nuestra, porque éramos pobretones y sin pergaminos. Ella lo contagió a Fermín.

—Y tú les perdonas eso —dijo Santiago—. Mi papá se pasa la vida haciéndote desplantes y tú le permites eso.

—Tu padre tiene horror a la mediocridad —se rió el tío Clodomiro—. Pensaría que si nos juntábamos mucho le iba a pasar la peste. Él fue muy ambicioso desde chico. Siempre quiso ser alguien. Bueno, lo ha conseguido y eso no se le puede reprochar a nadie. A ti te debería enorgullecer, más bien. Porque Fermín ha conseguido lo que tiene a fuerza de trabajo. La familia de Zoilita lo ayudaría después, pero cuando se casaron él tenía ya una magnífica posición. Mientras tu tío se pudría vivo en las sucursales de provincias del Banco de Crédito.

—Siempre hablas de ti como un mediocre, pero en el fondo no lo crees —dijo Santiago—. Y yo tampoco te creo. No tendrás plata, pero vives contento.

—La tranquilidad no es la felicidad —dijo el tío Clodomiro—. Ese horror de tu padre por lo que ha sido mi vida, antes me parecía injusto, pero ahora lo comprendo. Porque, a veces, me pongo a pensar, y no tengo ni un recuerdo importante. La oficina, la casa, la casa, la oficina. Tonterías, rutinas, sólo eso. Bueno, no nos pongamos tristes.

La vieja Inocencia entró a la salita: ya estaba servido, podían pasar. Sus zapatillas, su chalina, Zavalita, su delantal tan grande para su cuerpecillo raquítico, su voz cascada. Había un plato de chupe humeando en su asiento, pero en el de su tío sólo un café con leche y un sándwich.

—Es lo único que puedo comer de noche —dijo el tío Clodomiro—. Anda, sírvete, antes que se enfríe.

De rato en rato venía Inocencia y a Santiago ¿qué tal, qué tal estaba? Le cogía la cara, qué grande estabas, qué buen mozo estabas, y cuando se iba el tío Clodomiro guiñaba un ojo: pobre Inocencia, tan cariñosa contigo, con todo el mundo, pobre vieja.

—Por qué no se casaría nunca mi tío Clodomiro —dice Santiago.

—Esta noche te estás luciendo con tus preguntas —dijo el tío Clodomiro, sin rencor—. Bueno, cometí el error de pasarme quince años en provincias, creyendo que así haría carrera más rápido en el banco. En esos pueblecitos no encontré una novia que valiera la pena.

—No te escandalices, qué tendría de malo que hubiera sido —dice Santiago—. En las mejores familias se dan, Ambrosio.

—Y cuando vine a Lima, el drama fue que para las muchachas no valía la pena yo —se rió el tío Clodomiro—. Después de la patada que me dio el banco, tuve que comenzar en el Ministerio con un sueldito miserable. Así que me quedé solterón. Pero no creas que me han faltado aventuras, sobrino.

—Espera muchacho, no te levantes —gritó, de adentro, Inocencia—. Falta todavía el postre.

—Ya casi ni ve ni oye y la pobre trabaja todo el día —susurró el tío Clodomiro—. Varias veces he tratado de tomar otra muchacha, para que ella descanse. No hay forma, le dan unas pataletas terribles, dice que me quiero librar de ella. Es terca como una mula. Se irá derechito al cielo, flaco.

ESTÁS LOCA, dijo Amalia, no lo he perdonado ni lo voy, lo odiaba. ¿Se peleaban mucho?, dijo Gertrudis. Poco, y siempre por la cobardía de él, si no se hubieran llevado regio. Se veían los días de salida, iban al cine, a pasear, en las noches ella cruzaba el jardín sin zapatos y se quedaba con Ambrosio una horita, dos. Todo muy bien, ni las otras muchachas sospechaban nada. Y Gertrudis: ¿cuándo te diste cuenta que tenía otra mujer? La mañana que lo vio limpiando el auto y conversando con el niño Chispas. Amalia estaba mirándolo de reojo mientras metía la ropa a la lavadora, y de repente vio que se confundía y oyó lo que le decía al niño Chispas: ¿a mí, niño? Qué ocurrencia, a él qué le iba a gustar ésa, ni regalada la aceptaría, niño. Señalándome, Gertrudis, sabiendo que lo estaba oyendo. Amalia imaginó que soltaba la ropa, corría y lo rasguñaba. Esa noche fue a su cuarto sólo para decirle te he oído, qué te has creído, creyendo que Ambrosio le pediría perdón. Pero no, Gertrudis, no, nada de eso: fuera, anda vete, sal de aquí. Se había quedado aturdida en la oscuridad, Gertrudis. No se iba a ir, por qué me tratas así, qué te he hecho, hasta que él se levantó de la cama y cerró la puerta. Furioso, Gertrudis, lleno de odio. Amalia se había puesto a llorar, ¿crees que no oí lo que le dijiste al niño de mí?, y ahora por qué me botas, por qué me recibes así. El niño se está sospechando, la sacudía de los hombros con qué furia, nunca más pises mi cuarto, con qué desesperación, Gertrudis: nunca más, entiéndeme, fuera de aquí. Furioso, asustado, loco, sacudiéndola contra la pared. No es por los señores, no busques pretextos, trataba de decir Amalia, te has conseguido otra, pero él la arrastró hasta la puerta, la empujó afuera y cerró: nunca más, entiéndeme. Y todavía lo has perdonado, y todavía lo quieres, dijo Gertrudis, y Amalia ¿estás loca? Lo odiaba. ¿Quién era la otra mujer? No sabía, nunca la vio. Avergonzada, humillada, corrió a su cuarto llorando tan fuerte que la cocinera se despertó y vino, Amalia tuvo que inventarle que era la regla, me viene siempre con muchos dolores. ¿Y desde entonces nunca más? Nunca más. Claro, él había tratado de amistarse, te voy a explicar, sigamos juntos pero viéndonos sólo en la calle. Hipócrita, cobarde, maldito, mentiroso, subía Amalia la voz y él asustado volaba. Menos mal que no te dejó encinta, dijo Gertrudis. Y Amalia: no le hablé más, hasta después, mucho después. Se cruzaban en la casa y él buenos días y ella volteaba la cara, hola Amalia y ella como si hubiera pasado una mosca. A lo mejor no era un pretexto, decía Gertrudis, a lo mejor tenía miedo de que los pescaran y los botaran, a lo mejor no tenía otra mujer. Y Amalia: ¿tú crees? La prueba que después de años te vio en la calle y te ayudó a encontrar trabajo, decía Gertrudis, si no por qué la hubiera buscado, invitado. A lo mejor siempre la había querido, a lo mejor mientras estabas con Trinidad sufría por ti, pensaba en ti, a lo mejor estaba arrepentido de veras de lo que te hizo. ¿Tú crees, decía Amalia, tú crees?

ESTÁ USTED perdiendo mucho dinero con ese criterio —dijo don Fermín—. Absurdo que se contente con sumas miserables, absurdo que tenga su capital inmovilizado en un banco.

—Sigue empeñado en meterme al mundo de los negocios —sonrió él—. No, don Fermín, ya escarmenté. Nunca más.

—Por cada veinte o cincuenta mil soles que usted recibe, hay quienes sacan el triple —dijo don Fermín—. Y no es justo, porque usted es quien decide las cosas. De otro lado, ¿cuándo se va a decidir a invertir? Le he propuesto cuatro o cinco asuntos que hubieran entusiasmado a cualquiera.

Él lo escuchaba con una sonrisita cortés en los labios, pero tenía los ojos aburridos. El churrasco estaba en la mesa hacía unos minutos y todavía no lo probaba.

—Ya le he explicado —cogió el cuchillo y el tenedor, se quedó observándolos—. Cuando el régimen se termine, el que cargará con los platos rotos seré yo.

—Es una razón de más para que asegure su futuro —dijo don Fermín.

—Todo el mundo se me echará encima, y los primeros, los hombres del régimen —dijo él, mirando deprimido la carne, la ensalada—. Como si echándome el barro a mí quedaran limpios. Tendría que ser idiota para invertir un medio en este país.

—Vaya, está pesimista hoy, don Cayo —don Fermín apartó el consomé, el mozo le trajo la corvina—. Cualquiera creería que Odría va a caer de un momento a otro.

—Todavía no —dijo él—. Pero no hay gobiernos eternos, usted sabe. No tengo ambiciones, por lo demás. Cuando esto termine, me iré a vivir afuera tranquilo, a morirme en paz.

Miró su reloj, intentó pasar algunos bocados de carne. Masticaba con disgusto, bebiendo sorbos de agua mineral, y por fin indicó al mozo que se llevara el plato.

—A las tres tengo cita con el ministro y ya son dos y cuarto. ¿No teníamos otro asuntito, don Fermín?

Don Fermín pidió café para ambos, encendió un cigarrillo. Sacó de su bolsillo un sobre y lo puso en la mesa.

—Le he preparado un memorándum, para que estudie los datos con calma, don Cayo. Un denuncio de tierras, en la región de Bagua. Son unos ingenieros jóvenes, dinámicos, con muchas ganas de trabajar. Quieren traer ganado vacuno, ya verá. El expediente está plantado en Agricultura hace seis meses.

—¿Apuntó el número del expediente? —guardó el sobre en su maletín, sin mirarlo.

—Y la fecha en que se inició el trámite y los departamentos por los que ha pasado —dijo don Fermín—. Esta vez no tengo ningún interés en la empresa. Es gente que quiero ayudar. Son amigos.

—No puedo prometerle nada, antes de informarme —dijo él—. Además, el ministro de Agricultura no me quiere mucho. En fin, ya le diré.

—Lógicamente, estos muchachos aceptarán sus condiciones —dijo don Fermín—. Está bien que yo les haga un favor por amistad, pero no que usted se tome molestias de balde por gente que no conoce.

—Lógicamente —dijo él, sin sonreír—. Sólo me tomo molestias de balde por el régimen.

Bebieron el café, callados. Cuando el mozo trajo la cuenta, los dos sacaron la cartera, pero don Fermín pagó. Salieron juntos a la plaza San Martín.

—Me imagino que estará muy ocupado con el viaje del Presidente a Cajamarca —dijo don Fermín.

—Sí, algo, lo llamaré cuando pase este asunto —dijo él, dándole la mano—. Ahí está mi carro. Hasta pronto, don Fermín.

Subió al auto, ordenó al Ministerio, rápido. Ambrosio dio la vuelta a la plaza San Martín, avanzó hacia el parque Universitario, torció por Abancay. Él hojeaba el sobre que le había entregado don Fermín, y a ratos sus ojos se apartaban y se fijaban en la nuca de Ambrosio: el puta no quería que su hijo se junte con cholos, no querría que le contagiaran malos modales. Por eso invitaría a su casa a tipos como Arévalo o Landa, hasta a los gringos que llamaba patanes, a todos pero no a él. Se rió, sacó una pastilla del bolsillo y se llenó la boca de saliva: no querría que le contagies malos modales a su mujer, a sus hijos.

TODA LA noche has estado haciendo preguntas tú y ahora me toca —dijo el tío Clodomiro—. Cómo te va en La Crónica.

—Ya estoy aprendiendo a medir las noticias —dijo Santiago—. Al principio me salían muy largas, muy cortas. Ya me acostumbré a trabajar de noche y dormir de día, también.

—Es otra cosa que aterra a Fermín —dijo el tío Clodomiro—. Piensa que con ese horario te vas a enfermar. Y que ya no vas a ir a la universidad. ¿De veras estás yendo a clases?

—No, mentira —dijo Santiago—. Desde que me fui de la casa no he vuelto a la universidad. No se lo digas a mi papá, tío.

El tío Clodomiro dejó de mecerse, sus pequeñas manos revolotearon alarmadas, sus ojos se asustaron.

—No me preguntes por qué, tampoco te lo puedo explicar —dijo Santiago—. A veces creo que es porque no quiero encontrar a esos muchachos que se quedaron en la Prefectura mientras a mí me sacaba mi papá. Otras, me doy cuenta que no es eso. No me gusta la abogacía, me parece una estupidez, no creo en eso, tío. ¿Para qué voy a sacar un título?

—Fermín tiene razón, te he hecho un pésimo servicio —dijo el tío Clodomiro, apesadumbrado—. Ahora que manejas plata ya no quieres estudiar.

—¿No te ha dicho tu amigo Vallejo cuánto nos pagan? —se rió Santiago—. No, tío, casi no manejo plata. Tengo tiempo, podría asistir a clases. Pero es más fuerte que yo, la sola idea de pisar la universidad me da náuseas.

—¿No te das cuenta que te puedes quedar toda la vida de empleadito? —dijo el tío Clodomiro, consternado—. Un muchacho como tú, flaco, tan brillante, tan estudioso.

—No soy brillante, no soy estudioso, no repitas a mi papá, tío —dijo Santiago—. La verdad es que estoy desorientado. Sé lo que no quiero ser, pero no lo que me gustaría ser. Y no quiero ser abogado, ni rico, ni importante, tío. No quiero ser a los cincuenta años lo que es mi papá, lo que son los amigos de mi papá. ¿Ves, tío?

—Lo que veo es que te falta un tornillo —dijo el tío Clodomiro, con su cara desolada—. Estoy arrepentido de haber llamado a Vallejo, flaco. Me siento responsable de todo esto.

—Si no hubiera entrado a La Crónica, habría conseguido cualquier otro trabajo —dijo Santiago—. Sería lo mismo.

¿Sería, Zavalita? No, a lo mejor sería distinto, a lo mejor el pobre tío Clodomiro era responsable en parte. Eran las diez, tenía que irse. Se levantó.

—Espera, tengo que preguntarte lo que me pregunta Zoilita a mí —dijo el tío Clodomiro—. Cada vez me somete a un interrogatorio terrible. Quién te lava la ropa, quién te cose los botones.

—La señora de la pensión me cuida muy bien —dijo Santiago—. Que no se preocupe.

—¿Y tus días libres? —dijo el tío Clodomiro—. Con quiénes te juntas, adónde vas. ¿Sales con chicas? Es otra cosa que desvela a Zoilita. Si no andas metido en alguna aventura con una tipa, cosas así.

—No estoy metido con nadie, tranquilízala —se rió Santiago—. Dile que estoy bien, que me porto bien. Iré a verlos pronto, de veras.

Fueron a la cocina y encontraron a Inocencia dormida sobre su mecedora. El tío Clodomiro la riñó y entre los dos la ayudaron a llegar a su cuarto, cabeceando de sueño. En la puerta de calle, el tío Clodomiro abrazó a Santiago. ¿Vendría a comer el próximo lunes? Sí, tío. Tomó un colectivo en la avenida Arequipa, y, en la plaza San Martín, buscó a Norwin en las mesas del Bar Zela. No había llegado aún, y después de esperarlo un momento, salió a su encuentro por el jirón de la Unión. Estaba en la puerta de La Prensa, conversando con otro redactor de Última Hora.

—Qué pasó —dijo Santiago—. ¿No quedamos a las diez en el Zela?

—Éste es el oficio más cabrón que hay, convéncete, Zavalita —dijo Norwin—. Me quitaron todos los redactores y he tenido que llenar la página yo solo. Hay una revolución, no sé qué cojudez. Te presento a Castelano, un colega.

—¿Una revolución? —dijo Santiago—. ¿Aquí?

—Una revolución abortada, algo así —dijo Castelano—. Parece que la encabezaba Espina, ese general que fue ministro de Gobierno.

—No hay ningún comunicado oficial, y estos cabrones me quitaron a mi gente para que salieran a buscar datos —dijo Norwin—. En fin, olvidémonos, vamos a tomar unos tragos.

—Espera, yo quiero saber —dijo Santiago—. Acompáñame a La Crónica.

—Te van a poner a trabajar y perderás tu noche libre —dijo Norwin—. Vamos a tomar un trago y a eso de las dos nos caemos por allá a buscar a Carlitos.

—Pero cómo ha sido —dijo Santiago—. Cuáles son las noticias.

—No hay noticias, sólo rumores —dijo Castelano—. Esta tarde comenzaron a detener gente. Dicen que la cosa era en Cusco y Tumbes. Los ministros están reunidos en Palacio.

—Han movilizado a todos los redactores por puras ganas de joder —dijo Norwin—. De todos modos no van a poder publicar más que el comunicado oficial, y lo saben.

—¿Por qué en vez de ir al Zela no vamos donde la vieja Ivonne? —dijo Castelano.

—¿Quién ha dicho entonces que el general Espina anda metido en esto? —dijo Santiago.

—Okey, donde Ivonne y desde allá llamamos a Carlitos para que se nos junte —dijo Norwin—. Ahí en el bulín vas a averiguar más cosas sobre la conspiración que en La Crónica, Zavalita. Y, por último, qué carajo te importa. ¿Te importa la política a ti?

—Es pura curiosidad —dijo Santiago—. Además, sólo tengo un par de libras, donde Ivonne es carísimo.

—Eso es lo de menos, siendo de La Crónica —se rió Castelano—. Como colega de Becerrita, ahí tendrás todo el crédito que quieras.