IX

 

LA MOVÍAN, te está esperando, abrió los ojos, el chofer del señor de la otra vez, la cara burlona de Carlota: ahí en la esquina te estaba esperando. Apurada se vistió, ¿había estado el domingo con él?, se peinó, ¿por eso no había venido a dormir?, y oía atontada las risas, las preguntas de Carlota. Cogió la canasta del pan, salió y en la esquina estaba Ambrosio: ¿no había pasado nada aquí? La agarró del brazo, no quería que lo vieran, la hacía caminar muy rápido, estaba nervioso por ti, Amalia. Ella se paró, lo miró, ¿y qué podía pasar, de qué estaba nervioso?, pero él la obligó a seguir caminando: ¿no sabes que don Cayo ya no es ministro? Estás soñando, dijo Amalia, ya se había arreglado todo, anoche la señora pero Ambrosio no, no, anoche lo habían sacado a don Cayo y a todos los ministros civiles y había un gabinete militar. ¿La señora no sabía nada? No, no sabría todavía, estaría durmiendo, la pobre se acostó creyendo que todo se estaba arreglando. Cogió a Ambrosio del brazo: ¿y qué le iba a pasar al señor ahora? No sabía qué le iría a pasar, pero con dejar de ser ministro ya le había pasado bastante ¿no? Amalia entró a la panadería sola, pensando tenía miedo por, vino por, te quiere. Al salir ella lo agarró del brazo, ¿y cómo se había venido a San Miguel, diciéndole qué a don Fermín? Don Fermín se había escondido, tenía miedo de que lo metieran preso, la policía había estado vigilando su casa, estaba en el campo. Y Ambrosio feliz, Amalia, mientras estuviera escondido podrían verse más. La arrinconó contra un garaje, ahí no podían verlos desde la casa, le juntó el cuerpo y la abrazó. Amalia se empinó para llegar hasta su oído: ¿tenías miedo de que me pasara algo a mí? Sí, lo oyó que se reía, ahora ella se sobraría con él. Y Amalia: ahora sería mejor que la otra vez ¿no?, ya no se pelearían ¿no? Y Ambrosio: no, ahora no. La acompañó hasta la esquina, al despedirse le recomendó si las muchachas me han visto invéntales alguna mentira, que había venido a traer un encargo, que me conoces apenas.

ESPERÓ QUE el automóvil de Landa arrancara y volvió a la casa. Hortensia se había sacado los zapatos y canturreaba, apoyada contra el bar; gracias a Dios que se fue el vejete, dijo Queta, desde el sillón. Se sentó, recobró su vaso de whisky y bebió, despacio, mirando a Hortensia, que ahora bailaba en el sitio. Tomó el último trago, miró su reloj, y se puso de pie. Tenía que irse, también. Subió al dormitorio y, en la escalera, sintió que Hortensia dejaba de cantar y venía tras él. Queta se rió. ¿No podía quedarse?, se le acercó Hortensia por detrás y sintió su mano en el brazo, su voz mimosa, ebria ya, esta semana no te he visto una sola vez. Para el diario, dijo él, poniendo unos billetes sobre el tocador: no podía, tenía que hacer desde temprano. Se volvió, los ojos casi líquidos de Hortensia, su expresión cariñosa e idiota, y le pasó la mano por la mejilla, sonriéndole: estaba muy ocupado con el viaje del Presidente, vendría mañana quizás. Cogió el maletín y bajó la escalera, con Hortensia prendida de su brazo, oyéndola ronronear como una gata excitada, sintiéndola insegura, casi tambaleante. Tendida en el sofá grande, Queta balanceaba en el aire su vaso a medio llenar, y vio sus ojos que se volvían a mirarlos, burlones. Hortensia lo soltó, corrió torpemente, se echó en el sofá.

—Se quiere mandar mudar, Quetita —su voz dulzona y cómica, sus pucheros teatrales—. No me quiere ya.

—Qué te importa —Queta se ladeó en el sillón, abrió los brazos, abrazó a Hortensia—. Que se vaya, chola, yo te voy a consolar.

Oyó la risita desafiante de Hortensia, la vio estrecharse contra Queta y pensó: siempre lo mismo. Riéndose, jugando, dejándose ganar por el juego, las dos se abrazaban, soldadas en el sofá que sus cuerpos rebalsaban, y él veía sus labios picoteándose, apartándose y uniéndose entre risas, sus pies que se trenzaban. Las observaba desde el último escalón, fumando, una media sonrisa benévola en la boca, sintiendo en los ojos una súbita indecisión, en el pecho un brote de cólera. De pronto, con un gesto de derrota, se dejó caer en el sillón, y soltó el maletín que resbaló al suelo.

—Mentira lo de las ocho horas de sueño, lo de la Comisión de Fomento —pensó, apenas consciente de que también hablaba—. Estará ahora en el club, apostando. Quería quedarse, pero su vicio fue más fuerte.

Ellas se hacían cosquillas, daban grititos exagerados, se secreteaban y sus estremecimientos, manotazos y disfuerzos las acercaban a la orilla del sofá. No llegaban a caer: adelantaban y retrocedían, empujándose, sujetándose, siempre con risas. Él no les quitaba la vista, la cara fruncida, los ojos entrecerrados pero alertas. Sintió la boca reseca.

—El único vicio que no entiendo —pensó, en voz alta—. El único que resulta estúpido en un hombre que tiene la plata de Landa. ¿Jugar para tener más, para perder lo que tiene? Nadie está contento, siempre falta o sobra algo.

—Míralo, está hablando solo —Hortensia alzó la cara del cuello de Queta y lo señaló—. Se volvió loco. Ya no se va, míralo.

—Sírveme una copa —dijo él, resignado—. Ustedes son mi ruina.

Sonriendo, murmurando algo entre dientes, Hortensia fue hacia el bar, tropezando, y él buscó los ojos de Queta y le señaló el repostero: cierra esa puerta, las sirvientas estarían despiertas. Hortensia le trajo el vaso de whisky y se sentó en sus rodillas. Mientras bebía, reteniendo el líquido en la boca, paladeándolo con los ojos cerrados, sentía el brazo desnudo de ella alrededor de su cuello, su mano que lo despeinaba, y oía su incoherente, tierna voz: cayito mierda, cayito mierda. El fuego de la garganta era soportable, hasta grato. Suspiró, apartó a Hortensia, se levantó y subió las escaleras sin mirarlas. Un fantasma que tomaba cuerpo de repente y saltaba sobre uno por la espalda y lo tumbaba: así le habría pasado a Landa, así a todos. Entró al dormitorio y no encendió la luz. Avanzó a tientas hasta el sillón del tocador, sintió su propia risita disgustada. Se quitó la corbata, el saco, y se sentó. La señora Heredia estaba abajo, iba a subir. Rígido, inmóvil, esperó que subiera.

—¿SIENTES ANGUSTIA por la hora? —dice Santiago—. No te preocupes. Un amigo me dio una receta infalible contra eso, Ambrosio.

—Mejor nos quedamos aquí —dijo el Chispas—. Ahí hay puro borracho. Si bajamos le dirán algo a la Teté y habrá trompadas.

—Entonces pega un poquito más el auto —dijo la Teté—. Quiero ver a los que bailan.

El Chispas acercó el auto a la vereda y ellos pudieron ver, desde el asiento, los hombros y caras de las parejas que bailaban en El Nacional; oían los timbales, las maracas, la trompeta, y al animador anunciando a la mejor orquesta tropical de Lima. Al callar la música, oían el mar a sus espaldas, y, si se volvían, divisaban por sobre la barandilla del Malecón la espuma blanca, la reventazón de las olas. Había varios automóviles estacionados frente a los restaurantes y bares de La Herradura. La noche estaba fresca, con estrellas.

—Me encanta que nos veamos a escondidas —dijo la Teté, riéndose—. Me parece que estamos haciendo algo prohibido. ¿A ustedes no?

—A veces el viejo se viene a dar sus vueltas por aquí, de noche —dijo el Chispas—. Sería graciosísimo que nos pescara aquí a los tres.

—Nos mataría si supiera que nos vemos contigo —dijo la Teté.

—Se pondría a llorar de emoción al ver al hijo pródigo —dijo el Chispas.

—Ustedes no me creen, pero me voy a presentar en la casa en cualquier momento —dijo Santiago—. Sin avisarles. La semana próxima, a lo mejor.

—Claro que te voy a creer, hace meses que nos cuentas el mismo cuento —y la cara de la Teté se iluminó—: Ya sé, ya se me ocurrió. Vamos ahora mismo a la casa, amístate hoy con los papás.

—Ahora no, otro día —dijo Santiago—. Además, no quiero ir con ustedes, sino solo, para que haya menos melodrama.

—No vas a ir nunca a la casa y te voy a decir por qué —dijo el Chispas—. Estás esperando que el viejo vaya a tu pensión, a pedirte perdón no sé de qué y a rogarte que vuelvas.

—Ni siquiera cuando el desgraciado de Bermúdez lo perseguía fuiste, ni siquiera en su cumpleaños lo llamaste —dijo la Teté—. Qué desgraciado eres, supersabio.

—Estás loco si crees que el viejo te va a ir a llorar —dijo el Chispas—. Te largaste de puro loco y los viejos están resentidos con toda razón. El que tiene que ir a pedirles perdón eres tú, conchudo.

—¿Vamos a seguir hablando todas las veces de lo mismo? —dijo Santiago—. Cambien de tema, por favor. ¿Cuándo te casas con Popeye, Teté?

—Qué te pasa, idiota —dijo la Teté—. Ni siquiera estoy con él. Sólo es un amigo.

—Leche de magnesia y un polvo cada semana, Zavalita —dijo Carlitos—. Con el estómago limpio y la paloma al día no hay angustia que resista. Una receta infalible, Zavalita.

EN LA casa, Carlota vino a su encuentro, atolondrada: el señor ya no era ministro, lo estaba diciendo la radio, lo habían cambiado por un militar. ¿Ah, sí?, disimulaba Amalia poniendo los panes en la panera, ¿y la señora? Estaba enojadísima, Símula acababa de subirle los periódicos y había dicho unas lisuras que se oyeron hasta aquí. Amalia le llevó la jarrita de café, el jugo de naranja y las tostadas, y desde la escalera oyó el tictac de Radio Reloj. La señora estaba a medio vestir, los periódicos regados por la cama deshecha, en vez de contestarle los buenos días le ordenó sólo café puro, con una cólera. Le alcanzó la taza, la señora tomó un traguito y puso la taza de nuevo en la bandeja. Amalia la seguía del clóset al cuarto de baño al tocador, para que tomara su café mientras se vestía, veía la mano que le temblaba tanto, la raya de las cejas se le torcía, y ella temblaba también, oyéndola: esos ingratos, si no fuera por el señor a Odría y a esos ladrones hacía rato que se los habría cargado la trampa. Ahora quería ver qué harían sin él esos sinvergüenzas, el lápiz de labios se le escapó de las manos, derramó el café dos veces, sin él no durarían ni un mes. Salió del cuarto sin acabar de maquillarse, llamó un taxi y, mientras esperaba, se mordía los labios y, de repente, una palabrota. Apenas partió, Símula encendió la radio, estuvieron oyendo todo el día. Hablaban del gabinete militar, contaban las vidas de los nuevos ministros, pero en ninguna estación lo nombraban al señor. Al anochecer Radio Nacional dijo que había terminado la huelga de Arequipa, mañana se abrirían los colegios, la universidad y las tiendas y Amalia se acordó del amigo de Ambrosio: había ido allá, a lo mejor lo habían matado. Símula y Carlota comentaban las noticias y ella las oía, distrayéndose a ratos, pensando en Ambrosio: se asustó por, vino por, te. A lo mejor ahora que ya no estaba en el gobierno se viene a vivir aquí, decía Carlota, y Símula sería una gran desgracia para nosotras, y Amalia pensó: ¿si lo habían, tendría algo de malo que Ambrosio arrendara el cuartito para ellos dos? Sí, sería aprovecharse de una desgracia. La señora volvió tarde, con la señorita Queta y la señorita Lucy. Se sentaron en la sala y mientras Símula preparaba la comida, Amalia escuchaba a las señoritas consolando a la señora: lo habían sacado para que se acabara la huelga pero seguiría mandando desde su casa, era el hombre fuerte, Odría le debía todo a él. Pero ni siquiera me ha llamado, decía la señora, paseándose, y ellas estaría en reuniones, discusiones, ya llamaría, a lo mejor esta misma noche vendría. Se tomaban sus whiskicitos y al sentarse a la mesa ya se reían y hacían bromas. A eso de la medianoche la señorita Lucy se fue.

LLEGÓ PRIMERO Hortensia, sin ruido: vio su silueta en el umbral, vacilando como una llama, y la vio tantear en la penumbra y encender la lamparilla de pie. Surgió el cubrecama negro en el espejo que tenía al frente, la cola encrespada del dragón animó el espejo del tocador y oyó que Hortensia comenzaba a decir algo y se le enredaba la voz. Menos mal, menos mal. Venía hacia él haciendo equilibrio y su cara extraviada en una expresión idiota se borró cuando entró a la sombra del rincón donde estaba él. La atajó con una voz que oyó difícil y ansiosa: ¿y la loca, se había ido ya la loca? En vez de seguir hacia él, la silueta de Hortensia se desvió y avanzó zigzagueando hasta la cama, donde se desplomó con suavidad. Allí le daba a medias la luz, vio su mano que se alzaba para señalarle la puerta, y miró: Queta había llegado sigilosamente también. Su larga figura de formas llenas, su cabellera rojiza, su postura agresiva. Y oyó a Hortensia: no quería nada con ella, te llamaba a ti Quetita, a ella la basureaba y sólo pregunta por ti. Si fueran mudas, pensó, y empuñó decidido la tijera, un solo tajo silencioso, taj, y vio las dos lenguas cayendo al suelo. Las tenía a sus pies, dos animalitos chatos y rojos que agonizaban manchando la alfombra. En su oscuro refugio se rió y Queta, que seguía en el umbral como esperando una orden, también se rió: ella no quería nada con cayito mierda, chola, ¿no quería irse, no se iba a largar? Que se fuera nomás, no lo necesitaban y él con infinita angustia pensó: no está borracha, ella no. Hablaba como una mediocre actriz que además ha comenzado a perder la memoria y recita despacio, miedosa de olvidar el papel. Adelante, señora Heredia, murmuró, sintiendo una invencible decepción, una ira que le turbaba la voz. La vio moverse, avanzar simulando inseguridad, y oyó a Hortensia ¿lo oíste, tú conoces a esa mujer, Quetita? Queta se había sentado junto a Hortensia, ninguna miraba hacia su rincón y él suspiró. No lo necesitaban, chola, que se fuera donde esa mujer: por qué fingía, por qué hablaba, taj. No movía la cara, sólo sus ojos giraban de la cama al espejo del clóset al de la pared a la cama y sentía el cuerpo endurecido y todos los nervios alertas como si de los almohadones del silloncito pudieran brotar de pronto clavos. Ellas ya habían comenzado a desnudarse una a la otra y a la vez se acariciaban, pero sus movimientos eran demasiado vehementes para ser ciertos, sus abrazos demasiado rápidos o lentos o estrechos, y demasiada súbita la furia conque sus bocas se embestían y él las mato si, las mataba si. Pero no se reían: se habían tendido, entreverado, todavía a medio desnudar, al fin calladas, besándose, sus cuerpos frotándose con una demorada lentitud.
Sintió que su furia disminuía, las manos mojadas de sudor, la presencia amarga de la saliva en la boca. Ahora estaban quietas, presas en el espejo del tocador, una mano sobre los imperdibles de un sostén, unos dedos estirándose bajo una enagua, una rodilla acuñada entre dos muslos. Esperaba, tenso, los codos aplastados contra los brazos del sillón. No se reían, sí se habían olvidado de él, no miraban hacia su rincón y tragó la saliva. Pareció que despertaban, que de pronto fueran más y sus ojos iban rápidamente de un espejo a otro espejo y a la cama para no perder a ninguna de las figurillas diligentes, sueltas, hábiles que desabotonaban un tirante, enrollaban una media, deslizaban un calzón, y se ayudaban y jalaban y no hablaban. Las prendas iban cayendo a la alfombra y una ola de impaciencia y de calor llegó hasta su rincón. Ya estaban desnudas y vio a Queta, arrodillada, dejándose caer blandamente sobre Hortensia hasta cubrirla casi enteramente con su gran cuerpo moreno, pero saltando del techo al cubrecama al clóset todavía alcanzaba a divisarla fragmentada bajo la sólida sombra tendida sobre ella: un pedazo de nalga blanca, un pecho blanco, un pie blanquísimo, unos talones, y sus cabellos negros entre los alborotados rojizos de Queta, que había empezado a mecerse. Las oía respirar, jadear, sentía el suavísimo crujido de los resortes, y vio las piernas de Hortensia desprenderse de las de Queta y elevarse y posarse sobre ellas, vio el brillo creciente de las pieles y ahora podía también oler. Sólo las cinturas y nalgas se movían, en un movimiento profundo y circular, en tanto que las partes superiores de sus cuerpos permanecían soldadas e inmóviles. Tenía las ventanillas de la nariz muy abiertas y aun así faltaba aire; cerró y abrió los ojos, aspiró por la boca con fuerza y le parecía que olía a sangre manando, a pus, a carne en descomposición, y oyó un ruido y miró. Queta estaba ahora de espaldas y Hortensia se veía pequeñita y blanca, ovillada, su cabeza inclinándose con los labios entreabiertos y húmedos entre las piernas oscuras viriles que se abrían. Vio desaparecer su boca, sus ojos cerrados que apenas sobresalían de la mata de vellos negros y sus manos desabotonaban su camisa, arrancaban la camiseta, bajaban su pantalón, y jalaban la correa con furia. Fue hacia la cama con la correa en alto, sin pensar, sin ver, los ojos fijos en la oscuridad del fondo, pero sólo llegó a golpear una vez: unas cabezas que se levantaban, unas manos que se prendían de la correa, jalaban y lo arrastraban. Oyó una lisura, oyó su propia risa. Trató de separar los dos cuerpos que se rebelaban contra él y se sentía empujado, aplastado, sudado, en un remolino ciego y sofocante, y oía los latidos de su corazón. Un instante después sintió el agujazo en las sienes y como un golpe en el vacío. Quedó un momento inmóvil, respirando hondo, y luego se apartó de ellas, ladeando el cuerpo, con un disgusto que sentía crecer cancerosamente. Permaneció tendido, los ojos cerrados, envuelto en una modorra confusa, sintiendo oscuramente que ellas volvían a mecerse y a jadear. Por fin se levantó, mareado, y sin mirar atrás pasó al cuarto de baño: dormir más.

—¿Y TÚ CUÁNDO te vas a casar, Chispas? —dijo Santiago.

El mozo se acercó al automóvil, colocó la bandeja en la ventanilla. El Chispas sirvió la Coca-Cola de la Teté, las cervezas de ellos.

—Quisiera casarme ya, pero ahora está difícil, por el trabajo —dijo, soplando la espuma de su vaso—. Bermúdez nos dejó casi en la quiebra. Las cosas recién empiezan a componerse, y no puedo dejarlo solo al viejo. Hace años que trabajo sin tomar vacaciones. Quisiera viajar un poco. Me voy a desquitar en la luna de miel, conoceré lo menos cinco países.

—En la luna de miel estarás tan ocupado que no tendrás tiempo de ver nada —dijo Santiago.

—Déjate de vulgaridades delante de la mocosa —dijo el Chispas.

—Cuéntame qué tal es la famosa Cary, Teté —dijo Santiago.

—Ni chicha ni limonada —dijo la Teté, riéndose—. Una desteñida de La Punta, que no abre la boca.

—Es una muchacha formidable, nos entendemos muy bien —dijo el Chispas—. Un día de éstos te la voy a presentar, supersabio. Yo la hubiera traído una de estas veces, pero, no sé, hombre, ¿no ves que a todos nos creas problemas con tus tonterías?

—¿Sabe que no vivo en la casa? —dijo Santiago—. ¿Qué le has contado?

—Que eres medio loco —dijo el Chispas—. Que te peleaste con el viejo y te mandaste mudar. Ni siquiera le he contado que la Teté y yo te vemos a escondidas, porque de repente se le escapa en la casa.

—Siempre estás preguntándonos qué hacemos, pero nunca nos cuentas nada de ti —dijo la Teté—. Así no vale.

—Le gusta hacerse el misterioso, pero conmigo estás fregado, supersabio —dijo el Chispas—. Si no me cuentas lo que haces, allá tú. Yo no te pregunto nada.

—Pero yo me muero de curiosidad —dijo la Teté—. Anda, supersabio, cuéntame algo.

—Si lo único que haces es ir de la pensión al periódico y del periódico a la pensión, a qué hora vas a San Marcos —dijo el Chispas—. Nos cuentas cada cuentanazo. Es mentira que estés yendo a la universidad.

—¿Tienes enamorada? —dijo la Teté—. No me vas a hacer crer que no sales con chicas.

—Sólo para demostrar que no es como los demás, acabará casándose con una negra, china o india —se rió el Chispas—. Ya verás, Teté.

—Al menos cuéntanos qué amigos tienes, anda —dijo la Teté—. ¿Siempre comunistas?

—Ha pasado de los comunistas a los crápulas —se rió el Chispas—. Tiene un amigo en Chorrillos que parece salido del Frontón. Una cara de forajido y un tufo que marea.

—Si el periodismo no te gusta, no sé qué esperas para amistarte con el papá y venir a trabajar con él —dijo la Teté.

—Los negocios me gustan menos que el periodismo —dijo Santiago—. Eso está bien para el Chispas.

—Si no vas a ser abogado, ni quieres hacer negocios, nunca vas a tener plata —dijo la Teté.

—El problema es que tampoco quiero tener plata —dijo Santiago—. Además, para qué. El Chispas y tú serán millonarios; ustedes me darán cuando me haga falta.

—Estás en tu noche —dijo el Chispas—. ¿Se puede saber qué tienes contra la gente que quiere ganar plata?

—Nada, simplemente que yo no quiero ganar plata —dijo Santiago.

—Bueno, eso es lo más fácil del mundo —dijo el Chispas.

—Antes de que peleen vamos a comer unos pollos —dijo la Teté—. Me muero de hambre.

A LA MAÑANA siguiente se despertó antes que Símula. Eran sólo las seis en el reloj de la cocina, pero el cielo ya estaba claro y no hacía frío. Barrió su cuarto y tendió la cama con toda calma, como siempre estuvo midiendo el agua de la ducha con el pie un buen rato y acabó entrando a poquitos; se jabonó sonriendo, acordándose de la señora: las patitas, las tetitas, el potito. Salió y Símula, que preparaba el desayuno, la mandó a despertar a Carlota. Desayunaron y a las siete y media fue a comprar los periódicos. El muchacho del quiosco la estuvo fastidiando y en vez de responderle una malacrianza se bromeó un rato con él. Se sentía de buen humor, sólo faltaban tres días para el domingo. Querían que las despertaran temprano, dijo Símula, súbeles el desayuno de una vez. Sólo en la escalera vio la fotografía del periódico. Tocó la puerta varias veces, la voz dormida de la señora ¿sí?, y entró hablando: había una foto del señor en La Prensa, señora. En la semioscuridad una de las dos formas de la cama se enderezó, se encendió la lamparita del velador. La señora se echó los cabellos atrás y, mientras ella colocaba la bandeja en la silla y la arrimaba a la cama, la señora miraba el periódico. ¿Le abría la cortina, señora?, pero ella no contestó: pestañeaba, los ojos clavados en la fotografía. Por fin, sin mover la cabeza, estiró una mano y remeció a la señorita Queta.

—Qué quieres —se quejaron las sábanas—. Déjame dormir, es medianoche.

—Se mandó mudar, Queta —la remecía con furia, miraba asombrada el periódico—. Se largó, se mandó mudar.

La señorita Queta se incorporó, se frotaba los ojos hinchados con las dos manos, se inclinó a mirar, y Amalia como siempre sintió vergüenza al verlas así tan juntas, sin nada.

—Al Brasil —repetía la señora, con voz espantada—. Sin venir, sin llamar. Se largó sin decirme una palabra, Queta.

Amalia llenaba las tazas, trataba de leer pero sólo veía los pelos negros de la señora, los colorados de la señorita Queta, se había ido, qué iba a pasar.

—Bueno, habrá tenido que partir de urgencia —decía la señorita Queta, tapándose el pecho con la sábana—. Ahora te mandará el pasaje. Te habrá dejado alguna carta, seguro.

La señora se había desencajado y Amalia veía cómo le temblaba la boca, la mano que sujetaba el periódico lo iba arrugando: el desgraciado ese, Queta, sin telefonear, sin dejarle un centavo, y sollozó. Amalia dio media vuelta y salió del cuarto: no te pongas así, chola, oía, mientras bajaba volando las gradas para contarles a Carlota y a Símula.

SE ENJUAGÓ la boca, limpió su cuerpo con minucia, se friccionó el cerebro con una toalla empapada en colonia. Se vistió muy despacio, la mente en blanco y un zumbido delicado en las orejas. Volvió al dormitorio y ellas se habían cubierto con las sábanas. Distinguió en la penumbra las cabelleras en desorden, las manchas de rouge y rímel en las caras saciadas, el sosiego adormecido de sus ojos. Queta se había encogido ya para dormir, pero Hortensia lo miraba.

—¿No vas a quedarte? —su voz era desinteresada y opaca.

—No hay sitio —dijo él, desde la puerta, y le sonrió antes de salir—. Vendré mañana, quizás.

Bajó la escalera de prisa, recogió el maletín de la alfombra, salió a la calle. Sentados en el muro del jardín, Ludovico y Ambrosio conversaban con los guardias de la esquina. Al verlo se callaron y pusieron de pie.

—Buenas noches —murmuró, alcanzando un par de libras a los guardias—. Tómense algo contra el frío.

Entrevió apenas sus sonrisas, oyó sus gracias y entró al auto: a Chaclacayo. Apoyó la cabeza en el respaldo, se subió las solapas, ordenó que cerraran las ventanillas de adelante. Oía, inmóvil, el rumor de la charla de Ambrosio y Ludovico, y, de cuando en cuando, abría los ojos y reconocía calles, plazas, la oscura carretera: todo zumbaba en su cabeza, monótonamente. Dos reflectores cayeron sobre el automóvil cuando éste se detuvo. Oyó órdenes y buenas noches, divisó las siluetas de los guardias que abrían el portón. ¿A qué hora mañana, don Cayo?, dijo Ambrosio. A las nueve. Las voces de Ambrosio y Ludovico se perdieron a su espalda, y, desde la entrada de la casa, divisó siluetas retirando la tranquera del garaje. Estuvo sentado en el escritorio unos minutos, tratando de anotar en su libreta los asuntos del día siguiente. En el comedor se sirvió un vaso de agua helada y subió al dormitorio a pasos lentos, sintiendo temblar el vaso en su mano. Las pastillas para dormir estaban en la repisa del baño, junto a la máquina de afeitar. Tomó dos, con un largo trago de agua. A oscuras dio cuerda al reloj y puso el despertador a las ocho y media. Se subió las sábanas hasta el mentón. La sirvienta había olvidado cerrar las cortinas y el cielo era un cuadrado negro salpicado de brillos diminutos. Las pastillas demoraban entre diez y quince minutos en traer el sueño. Se había acostado a las tres y cuarenta y las agujas fosforescentes del despertador marcaban las cuatro menos cuarto. Unos cinco minutos de desvelo todavía.