II
POPEYE ARÉVALO había pasado la mañana en la playa de Miraflores. Miras por gusto la escalera, le decían las chicas del barrio, la Teté no va a venir. Y, efectivamente, la Teté no fue a bañarse esa mañana. Defraudado, volvió a su casa antes del mediodía, pero mientras subía la cuesta de la Quebrada iba viendo la naricita, el cerquillo, los ojitos de Teté, y se emocionó: ¿cuándo vas a hacerme caso, cuándo Teté? Llegó a su casa con los pelos rojizos todavía húmedos, ardiendo de insolación la cara llena de pecas. Encontró al senador esperándolo: ven pecoso, conversarían un rato. Se encerraron en el escritorio y el senador ¿siempre quería estudiar arquitectura? Sí papá, claro que quería. Sólo que el examen de ingreso era tan difícil, se presentaban montones y entraban poquísimos. Pero él chancaría fuerte, papá, y a lo mejor ingresaba. El senador estaba contento de que hubiera terminado el colegio sin ningún curso jalado y desde fin de año era una madre con él, en enero le había aumentado la propina de una a dos libras. Pero aun así, Popeye no se esperaba tanto: bueno, pecoso, como era difícil ingresar a Arquitectura mejor no se arriesgaba este año, que se matriculara en los cursos de Pre y estudiara fuerte, y así el próximo año entrarás seguro: ¿qué le parecía, pecoso? Bestial, papá, la cara de Popeye se encendió más, sus ojos brillaron. Chancaría, se mataría estudiando y el año próximo seguro que ingresaba. Popeye había temido un verano fatal, sin baños de mar, sin matinés, sin fiestas, días y noches aguados por las matemáticas, la física y la química, y a pesar de tanto sacrificio no ingresaré y habré perdido las vacaciones por las puras. Ahí estaban ahora, recobradas, la playa de Miraflores, las olas de La Herradura, la bahía de Ancón, y las imágenes eran tan reales, las plateas del Leuro, el Montecarlo y el Colina, tan bestiales, salones donde él y la Teté bailaban boleros, como las de una película en tecnicolor. ¿Estás contento?, dijo el senador, y él contentísimo. Qué buena gente es, pensaba, mientras iban al comedor, y el senador eso sí, pecoso, acabadito el verano a romperse el alma ¿se lo prometía?, y Popeye se lo juraba, papá. Durante el almuerzo el senador le hizo bromas, ¿la hija de Zavala todavía no te daba bola, pecoso?, y él se ruborizó: ya le estaba dando su poquito, papá. Eres una criatura para tener enamorada, dijo su vieja, que se dejara de adefesios todavía. Qué ocurrencia, ya está grande, dijo el senador, y además la Teté era una linda chiquilla. No des tu brazo a torcer, pecoso, a las mujeres les gustaba hacerse de rogar, a él le había costado un triunfo enamorar a la vieja, y la vieja muerta de risa. Sonó el teléfono y el mayordomo vino corriendo: su amigo Santiago, niño. Tenía que verlo urgente, pecoso. ¿A las tres en el Cream Rica de Larco, flaco? A las tres en punto, pecoso. ¿Tu cuñado iba a sacarte la mugre si no dejabas en paz a la Teté, pecoso?, sonrió el senador, y Popeye pensó qué buen humor se gasta hoy. Nada de eso, él y Santiago eran adúes, pero la vieja frunció el ceño: a ese muchachito le falla una tuerca ¿no? Popeye se llevó a la boca una cucharadita de helado, ¿quién decía eso?, otra de merengue, a lo mejor lo convencía a Santiago de que fueran a su casa a oír discos y de que llamara a la Teté, sólo para conversar un rato, flaco. Se lo había dicho la misma Zoila en la canasta del viernes, insistió la vieja. Santiago les daba muchos dolores de cabeza últimamente a ella y a Fermín, se pasaba el día peleando con la Teté y con el Chispas, se había vuelto desobediente y respondón. El flaco se había sacado el primer puesto en los exámenes finales, protestó Popeye, qué más querían sus viejos.
—No quiere entrar a la Católica sino a San Marcos —dijo la señora Zoila—. Eso lo tiene hecho una noche a Fermín.
—Yo lo haré entrar en razón, Zoila, tú no te metas —dijo don Fermín—. Está en la edad del pato, hay que saber llevarlo. Riñéndolo, se entercará más.
—Si en vez de consejos le dieras unos cocachos te haría caso —dijo la señora Zoila—. El que no sabe educarlo eres tú.
—Se casó con ese muchacho que iba a la casa —dice Santiago—. Popeye Arévalo. El pecoso Arévalo.
—El flaco no se lleva bien con su viejo porque no tiene las mismas ideas —dijo Popeye.
—¿Y qué ideas tiene ese mocoso recién salido del cascarón? —se rió el senador.
—Estudia, recíbete de abogado y podrás meter tu cuchara en política —dijo don Fermín—. ¿De acuerdo, flaco?
—Al flaco le da cólera que su viejo ayudara a Odría a hacerle la revolución a Bustamante —dijo Popeye—. Él está contra los militares.
—¿Es bustamantista? —dijo el senador—. Y Fermín cree que es el talento de la familia. No debe ser tanto, cuando admira al calzonazos de Bustamente.
—Sería un calzonazos, pero era una persona decente y había sido diplomático —dijo la vieja de Popeye—. Odría, en cambio, es un soldadote y un cholo.
—No te olvides que soy senador odriísta —se rió el senador—. Así que déjate de cholear a Odría, tontita.
—Se le ha metido entrar a San Marcos porque no le gustan los curas, y porque quiere ir donde va el pueblo —dijo Popeye—. En realidad, se le ha metido porque es un contreras. Si sus viejos le dijeran entra a San Marcos, diría no, a la Católica.
—Zoila tiene razón, en San Marcos perderá las relaciones —dijo la vieja de Popeye—. Los muchachos bien van a la Católica.
—También en la Católica hay cada indio que da miedo, mamá —dijo Popeye.
—Con la plata que está ganando Fermín ahora que anda de cama y mesa con Cayo Bermúdez, el mocoso no va a necesitar relaciones —dijo el senador—. Sí, pecoso, anda nomás.
Popeye se levantó de la mesa, se lavó los dientes, se peinó y salió. Eran sólo las dos y cuarto, mejor iba haciendo tiempo. ¿No somos patas, Santiago?, anda, dame un empujoncito con la Teté. Subió por Larco pestañeando por la resolana y se detuvo a curiosear las vitrinas de la Casa Nelson: esos mocasines de gamuza con un pantaloncito marrón y esa camisa amarilla, bestial. Llegó al Cream Rica antes que Santiago, se instaló en una mesa desde la que podía ver la avenida, pidió un milk shake de vainilla. Si no lo convencía a Santiago de que fueran a oír discos a su casa irían a la matiné o a timbear donde Coco Becerra, de qué querría hablarle el flaco. Y en eso entró Santiago, la cara larga, los ojos como afiebrados: sus viejos la habían botado a la Amalia, pecoso. Acababan de abrir la sucursal del Banco de Crédito y, por las ventanas del Cream Rica, Popeye veía cómo las puertas tumultuosas se tragaban a la gente que había estado esperando en la vereda. Hacía sol, los Expresos pasaban repletos, hombres y mujeres se disputaban los colectivos en la esquina de Schell. ¿Por qué habían esperado hasta ahora para botarla, flaco? Santiago encogió los hombros, sus viejos no querían que él se diera cuenta que la botaban por lo de la otra noche, como si él fuera tonto. Parecía más flaco con esa cara de duelo, los pelos retintos le llovían sobre la frente. El mozo se acercó y Santiago le señaló el vaso de Popeye, ¿también de vainilla?, sí. Por último qué tanto, lo animó Popeye, ya encontraría otro trabajo, en todas partes necesitaban sirvientas. Santiago se miró las uñas: la Amalia era buena gente, cuando el Chispas, la Teté o yo estaban de mal humor se desfogaban requintándola y ella nunca nos acusó a los viejos, pecoso. Popeye removió el milk shake con la cañita, ¿cómo te convenzo de que vayamos a oír discos a tu casa, cuñado?, sorbió la espuma.
—Tu vieja le fue a dar sus quejas a la senadora por lo de San Marcos —dijo.
—Puede ir a darle sus quejas al rey de Roma —dijo Santiago.
—Si tanto les friega San Marcos, preséntate a la Católica, qué más te da —dijo Popeye—. ¿O en la Católica exigen más?
—A mis viejos eso les importa un pito —dijo Santiago—. San Marcos no les gusta porque hay cholos y porque se hace política, sólo por eso.
—Te has puesto en un plan muy fregado —dijo Popeye—. Te las pasas dando la contra, rajas de todo, y te tomas demasiado a pecho las cosas. No te amargues la vida por gusto, flaco.
—Métete tus consejos al bolsillo —dijo Santiago.
—No te las des tanto de sabio, flaco —dijo Popeye—. Está bien que seas chancón, pero no es razón para creer que todos los demás son unos tarados. Anoche lo trataste a Coco de una manera que no sé cómo aguantó.
—Si a mí no me da la gana de ir a misa, no tengo por qué darle explicaciones al sacristán ese —dijo Santiago.
—O sea que ahora también te las das de ateo —dijo Popeye.
—No me las doy de ateo —dijo Santiago—. Que no me gusten los curas no quiere decir que no crea en Dios.
—¿Y qué dicen en tu casa de que no vayas a misa? —dijo Popeye—. ¿Qué dice la Teté, por ejemplo?
—Este asunto de la chola me tiene amargo, pecoso —dijo Santiago.
—Olvídate, no seas bobo —dijo Popeye—. A propósito de la Teté, por qué no fue a la playa esta mañana.
—Se fue al Regatas con unas amigas —dijo Santiago—. No sé por qué no escarmientas.
—El coloradito, el de las pecas —dice Ambrosio—. El hijito del senador don Emilio Arévalo, claro. ¿Se casó con él?
—No me gustan los pecosos ni los pelirrojos —hizo una morisqueta la Teté—. Y él es las dos cosas. Uy, qué asco.
—Lo que más me amarga es que la botaran por mi culpa —dijo Santiago.
—Más bien di culpa del Chispas —lo consoló Popeye—. Tú ni sabías lo que era yobimbina.
Al hermano de Santiago le decían ahora sólo Chispas, pero antes, en la época en que le dio por lucirse en el Terrazas levantando pesas, le decían Tarzán Chispas. Había sido cadete de la Escuela Naval unos meses y cuando lo expulsaron (él decía que por haberle pegado a un alférez) estuvo un buen tiempo de vago, dedicado a la timba y al trago y dándoselas de matón. Se aparecía en el óvalo de San Fernando y se dirigía amenazador a Santiago, señalándole a Popeye, a Toño, a Coco o a Lalo: a ver, supersabio, con cuál de ésos quería medir sus fuerzas. Pero desde que entró a trabajar a la oficina de don Fermín se había vuelto formal.
—Yo sí sé lo que es, sólo que nunca había visto —dijo Santiago—. ¿Tú crees que las vuelve locas a las mujeres?
—Cuentos del Chispas —susurró Popeye—. ¿Te dijo que las vuelve locas?
—Las vuelve, pero si se le pasa la mano las puede volver cadáveres, niño Chispas —dijo Ambrosio—. No me vaya a meter en un lío. Fíjese que si lo chapa su papá, me funde.
—¿Y te dijo que con una cucharada cualquier hembrita se te echaba? —susurró Popeye—. Cuentos, flaco.
—Habría que hacer la prueba —dijo Santiago—. Aunque sea para ver si es cierto, pecoso.
Se calló, atacado por una risita nerviosa, y Popeye se rió también. Se codeaban, lo difícil era encontrar con quién, excitados, disforzados, ahí estaba la cosa, y la mesa y los milk shakes temblaban con los sacudones: qué locos eran, flaco. ¿Qué le había dicho el Chispas al dársela? El Chispas y Santiago se llevaban como perro y gato y vez que podía el Chispas le hacía perradas al flaco y el flaco al Chispas perradas vez que podía: a lo mejor era una mala pasada de tu hermano, flaco. No pecoso, el Chispas había llegado hecho una pascua a la casa, gané un montón de plata en el hipódromo, y lo que nunca, antes de acostarse se metió al cuarto de Santiago a aconsejarlo: ya es hora de que te sacudas, ¿no te da vergüenza seguir virgo tamaño hombrón?, y le convidó un cigarro. No te muñequees, dijo el Chispas, ¿tienes hembrita?, Santiago le mintió que sí y el Chispas, preocupado: es hora de que te desvirgues, flaco, de veras.
—¿No te he pedido tanto que me lleves al bulín? —dijo Santiago.
—Te pueden quemar y el viejo me mata —dijo el Chispas—. Además, los hombres se ganan su polvo a pulso, no pagando. Te las das de sabido en todo y estás en la luna en cuestión hembras, supersabio.
—No me las doy de sabido —dijo Santiago—. Ataco cuando me atacan. Anda, Chispas, llévame al bulín.
—Y entonces por qué le discutes tanto al viejo —dijo el Chispas—. Lo amargas dándole la contra en todo.
—Sólo le doy la contra cuando se pone a defender a Odría y a los militares —dijo Santiago—. Anda, Chispas.
—Y por qué estás tú contra los militares —dijo el Chispas—. Y qué mierda te ha hecho Odría a ti.
—Subieron al gobierno a la fuerza —dijo Santiago—. Odría ha metido presa a un montón de gente.
—Sólo a los apristas y a los comunistas —dijo el Chispas—. Ha sido buenísimo con ellos, yo los hubiera fusilado a todos. El país era un caos cuando Bustamante, la gente decente no podía trabajar en paz.
—Entonces tú no eres gente decente —dijo Santiago—. Porque cuando Bustamante tú andabas de vago.
—Te estás rifando un sopapo, supersabio —dijo el Chispas.
—Yo tengo mis ideas y tú las tuyas —dijo Santiago—. Anda, llévame al bulín.
—Al bulín, nones —dijo el Chispas—. Pero te voy a ayudar a que te trabajes una hembrita.
—¿Y la yobimbina se compra en las boticas? —dijo Popeye.
—Se consigue por lo bajo —dijo Santiago—. Es algo prohibido.
—Un poquito en la Coca-Cola, en un hot dog —dijo el Chispas—, y esperas que vaya haciendo su efecto. Y cuando se ponga nerviosita, ahí depende de ti.
—¿Y eso se le puede dar a una de cuántos años, por ejemplo, Chispas? —dijo Santiago.
—No vas a ser tan bruto de dársela a una de diez —se rió el Chispas—. A una de catorce ya puedes, pero poquito. Aunque a esa edad no te lo va a aflojar, le sacarás un plan bestial.
—¿Será de verdad? —dijo Popeye—. ¿No te habrá dado un poco de sal, de azúcar?
—La probé con la punta de la lengua —dijo Santiago—. No huele a nada, es un polvito medio picante.
En la calle había aumentado la gente que trataba de subir a los atestados colectivos, a los Expresos. No hacían cola, eran una pequeña turba que agitaba las manos ante los ómnibus de corazas azules y blancas que pasaban sin detenerse. De pronto, entre los cuerpos, dos menudas siluetas idénticas, dos melenitas morenas: las mellizas Valle Riestra. Popeye apartó la cortina y les hizo adiós, pero ellas no lo vieron o no lo reconocieron. Taconeaban con impaciencia, sus caritas frescas y bruñidas miraban a cada momento el reloj del Banco de Crédito, estarían yéndose a alguna matiné del centro, flaco. Cada vez que se acercaba un colectivo se adelantaban hasta la pista con aire resuelto, pero siempre las desplazaban.
—A lo mejor están yendo solas —dijo Popeye—. Vámonos a la matiné con ellas, flaco.
—¿Te mueres por la Teté, sí o no, veleta? —dijo Santiago.
—Sólo me muero por la Teté —dijo Popeye—. Claro que si en vez de la matiné quieres que vayamos a oír discos a tu casa, yo de acuerdo.
Santiago movió la cabeza con desgano: se había conseguido un poco de plata, iba a llevársela a la chola, vivía por ahí, en Surquillo. Popeye abrió los ojos, ¿a la Amalia?, y se echó a reír, ¿le vas a regalar tu propina porque tus viejos la botaron? No su propina, Santiago partió en dos la cañita, había sacado cinco libras del chancho. Y Popeye se llevó un dedo a la sien: derechito al manicomio, flaco. La botaron por mi culpa, dijo Santiago, ¿qué tenía de malo que le regalara un poco de plata? Ni que te hubieras enamorado de la chola, flaco, cinco libras era una barbaridad de plata, para eso invitamos a las mellizas al cine. Pero en ese momento las mellizas subieron a un Morris verde y Popeye tarde, hermano. Santiago se había puesto a fumar.
—Yo no creo que el Chispas le haya dado yobimbina a su enamorada, inventó eso para dárselas de maldito —dijo Popeye—. ¿Tú le darías yobimbina a una chica decente?
—A mi enamorada no —dijo Santiago—. Pero por qué no a una huachafita, por ejemplo.
—¿Y qué vas a hacer? —susurró Popeye—. ¿Se la vas a dar a alguien o la vas a botar?
Había pensado botarla, pecoso, y Santiago bajó la voz y enrojeció, después estuvo pensando y tartamudeó, ahí se le había ocurrido una idea. Sólo para ver cómo era, pecoso, qué le parecía.
—Una estupidez sin nombre, con cinco libras se pueden hacer mil cosas —dijo Popeye—. Pero allá tú, es tu plata.
—Acompáñame, pecoso —dijo Santiago—. Es aquí nomás, en Surquillo.
—Pero después vamos a tu casa a oír discos —dijo Popeye—. Y la llamas a la Teté.
—Conste que eres un interesado de mierda, pecoso —dijo Santiago.
—¿Y si se enteran tus viejos? —dijo Popeye—. ¿Y si el Chispas?
—Mis viejos se van a Ancón y no vuelven hasta el lunes —dijo Santiago—. Y el Chispas se ha ido a la hacienda de un amigo.
—Ponte que le caiga mal, que se nos desmaye —dijo Popeye.
—Le daremos apenitas —dijo Santiago—. No seas rosquete, pecoso.
En los ojos de Popeye había brotado una lucecita, ¿te acuerdas cuando fuimos a espiarla a la Amalia en Ancón, flaco? Desde la azotea se veía el baño de la servidumbre, en la claraboya dos caras juntas e inmóviles y abajo una silueta esfumada, una ropa de baño negra, qué riquita la cholita, flaco. La pareja de la mesa vecina se levantó y Ambrosio señala a la mujer: ésa era una polilla, niño, se pasaba el día en La Catedral buscando clientes. Vieron a la pareja salir a Larco, la vieron cruzar la calle Schell. El paradero estaba ahora desierto, Expreso y colectivos pasaban semivacíos. Llamaron al mozo, dividieron la cuenta, ¿y por qué sabía que era polilla? Porque, además de bar-restaurante, La Catedral también era jabe, niño, detrás de la cocina había un cuartito y lo alquilaban dos soles la hora. Avanzaron por Larco, mirando a las muchachas que salían de las tiendas, a las señoras que arrastraban cochecitos con bebes chillando. En el parque, Popeye compró Última Hora y leyó en voz alta los chismes, hojeó los deportes, y, al pasar frente a La Tiendecita Blanca, hola Lalo. En la alameda Ricardo Palma arrugaron el periódico e hicieron algunos pases hasta que se deshizo y quedó abandonado en una esquina de Surquillo.
—Sólo falta que la Amalia esté furiosa y me mande al diablo —dijo Santiago.
—Cinco libras es una fortuna —dijo Popeye—. Te recibirá como a un rey.
Estaban cerca del Cine Miraflores, frente al mercado de quioscos de madera, esteras y toldos, donde vendían flores, cerámica y fruta, y hasta la calle llegaban disparos, galopes, alaridos indios, voces de chiquillos: Muerte en Arizona. Se detuvieron a mirar los afiches: una cowboy tela, flaco.
—Estoy un poco saltón —dijo Santiago—. Anoche me las pasé desvelado, debe ser por eso.
—Estás saltón porque te has desanimado —dijo Popeye—. Me invencionas, no va a pasar nada, no seas rosquete, y a la hora de la hora el que se chupa eres tú. Vámonos al cine, entonces.
—No me he desanimado, ya se me pasó —dijo Santiago—. Espera, voy a ver si los viejos se fueron.
No estaba el carro, ya se habían ido. Entraron por el jardín, pasaron junto a la fuente de azulejos, ¿y si se había acostado, flaco? La despertarían, pecoso. Santiago abrió la puerta, el clic del interruptor y las tinieblas se convirtieron en alfombras, cuadros, espejos, mesitas con ceniceros, lámparas. Popeye iba a sentarse pero Santiago subamos de frente a mi cuarto. Un patio, un escritorio, una escalera con pasamanos de fierro. Santiago dejó a Popeye en el rellano, entra y pon música, iba a llamarla. Banderines del colegio, un retrato del Chispas, otro de la Teté en traje de primera comunión, linda pensó Popeye, un chancho orejón y trompudo sobre la cómoda, la alcancía, cuánta plata habría. Se sentó en la cama, encendió la radio del velador, un vals de Felipe Pinglo, pasos, el flaco: ya estaba, pecoso. La había encontrado despierta, súbeme unas Coca-Colas, y se rieron: chist, ahí venía, ¿sería ella? Sí, ahí estaba en el umbral, sorprendida, examinándolos con desconfianza. Se había replegado contra la puerta, una chompa rosada y una blusa sin botones, no decía nada. Era Amalia y no era, pensó Popeye, qué iba a ser la de mandil azul que circulaba en la casa del flaco con bandejas o plumeros en las manos. Tenía los cabellos greñudos ahora, buenas tardes niño, unos zapatones de hombre y se la notaba asustada: hola, Amalia.
—Mi mamá me contó que te habías ido de la casa —dijo Santiago—. Qué pena que te vayas.
Amalia se apartó de la puerta, miró a Popeye, cómo estaba niño, que le sonrió amistosamente desde la calzada, y se volvió a Santiago: no se había ido por su gusto, la señora Zoila la había botado. Pero por qué, señora, y la señora Zoila porque le daba la gana, haz tus cosas ahora mismo. Hablaba y se iba aplacando los pelos con las manos, acomodándose la blusa. Santiago la escuchaba con cara incómoda. Ella no quería irse de la casa, niño, ella le había rogado a la señora.
—Pon la charola en la mesita —dijo Santiago—. Espera, estamos oyendo música.
Amalia puso la charola con los vasos y las Coca-Colas frente al retrato del Chispas y quedó de pie junto a la cómoda, la cara intrigada. Llevaba el vestido blanco y los zapatos sin taco de su uniforme, pero no el mandil ni la toca. ¿Por qué se quedaba ahí parada?, ven siéntate, había sitio. Cómo se iba a sentar, y lanzó una risita, a la señora no le gustaba que entrara al cuarto de los niños, ¿no sabía acaso? Sonsa, mi mamá no está, la voz de Santiago se puso tensa de repente, ni él ni Popeye la iban a acusar, siéntate sonsa. Amalia se volvió a reír, decía eso ahora pero a la primera que se enojara la acusaría y la señora la resondraría. Palabra que el flaco no te acusará, dijo Popeye, no te hagas de rogar y siéntate. Amalia miró a Santiago, miró a Popeye, se sentó en una esquina de la cama y ahora tenía la cara seria. Santiago se levantó, fue hacia la charola, no se te vaya a pasar la mano pensó Popeye y miró a Amalia: ¿le gustaba cómo cantan ésos? Señaló la radio, ¿regio, no? Le gustaban, bonito cantaban. Tenía las manos sobre las rodillas, se mantenía muy tiesa, había entrecerrado los ojos como para escuchar mejor: eran Los Trovadores del Norte, Amalia. Santiago seguía sirviendo las Coca-Colas y Popeye lo espiaba, inquieto. ¿Amalia sabía bailar? ¿Valses, boleros, huarachas? Amalia sonrió, se puso seria, volvió a sonreír: no, no sabía. Se arrimó un poquito a la orilla de la cama, cruzó los brazos. Sus movimientos eran forzados, como si la ropa le quedara estrecha o le picara la espalda; su sombra no se movía en el parquet.
—Te traje esto para que te compres algo —dijo Santiago.
—¿A mí? —Amalia miró los billetes, sin agarrarlos—. Pero si la señora Zoila me pagó el mes completo, niño.
—No te la manda mi mamá —dijo Santiago—. Te la regalo yo.
—Pero usted qué me va a estar regalando de su plata, niño —tenía los cachetes colorados, miraba al flaco confusa—. ¿Cómo voy a aceptarle, pues?
—No seas sonsa —insistió Santiago—. Anda, Amalia.
Le dio el ejemplo: alzó su vaso y bebió. Ahora tocaban Siboney, y Popeye había abierto la ventana: el jardín, los arbolitos de la calle iluminados por el farol de la esquina, la superficie azogada de la fuente, el zócalo de azulejos destellando, ojalá que no le pase nada, flaco. Bueno pues, niño, a su salud, y Amalia bebió un largo trago, suspiró y apartó el vaso de sus labios semivacío: rica, heladita. Popeye se acercó a la cama.
—Si quieres, te enseñamos a bailar —dijo Santiago—. Así, cuando tengas enamorado, podrás ir a fiestas con él sin planchar.
—A lo mejor ya tiene enamorado —dijo Popeye—. Confiesa Amalia, ¿ya tienes?
—Mírala cómo se ríe, pecoso —Santiago la cogió del brazo—. Claro que tienes, ya te descubrimos tu secreto, Amalia.
—Tienes, tienes —Popeye se dejó caer junto a ella, la cogió del otro brazo—. Cómo te ríes, bandida.
Amalia se retorcía de risa y sacudía los brazos pero ellos no la soltaban, qué iba a tener, niño, no tenía, les daba codazos para apartarlos, Santiago la abrazaba por la cintura, Popeye le puso una mano en la rodilla y Amalia un manazo: eso sí que no, niño, nada de tocarla. Pero Popeye volvió a la carga: bandida, bandida. A lo mejor hasta sabía bailar y les había mentido que no, a ver confiesa: bueno, niño, se los aceptaba. Cogió los billetes que se arrugaron entre sus dedos, para que viera que no se hacía de rogar nomás, y los guardó en el bolsillo de la chompa. Pero le daba pena quitarle su plata, ahora no tendría ni para la matiné del domingo.
—No te preocupes —dijo Popeye—. Si no tiene, los del barrio hacemos colecta y lo convidamos.
—Como amigos que son, pues —y Amalia abrió los ojos, como recordando—. Pero pasen, aunque sea un momentito. Disculparán la pobreza.
No les dio tiempo a negarse, entró a la casa corriendo y ellos la siguieron. Lamparones y tiznes, unas sillas, estampas, dos camas deshechas. No podían quedarse mucho, Amalia, tenían un compromiso. Ella asintió, frotaba con su falda la mesa del centro de la habitación, un momento nada más. Una chispa maliciosa brotó en sus ojos, ¿la esperarían un ratito conversando?, iba a comprar algo para ofrecerles, ya volvía. Santiago y Popeye se miraron asustados, encantados, era otra persona, flaco, se había puesto loquita. Sus carcajadas resonaban en todo el cuarto, tenía la cara sudada y lágrimas en los ojos, sus disfuerzos contagiaban a la cama un escalofrío chirriante. Ahora ella también acompañaba la música dando palmadas: sí, sí sabía. Una vez la habían llevado a Agua Dulce y había bailado en un sitio donde tocaba una orquesta, está loquísima pensó Popeye. Se paró, apagó la radio, puso el tocadiscos, volvió a la cama. Ahora quería verla bailar, qué contenta estás bandida, ven vamos, pero Santiago se levantó: iba a bailar con él, pecoso. Conchudo, pensó Popeye, abusas porque es tu sirvienta, ¿y si la Teté se aparecía?, y sintió que se le aflojaban las rodillas y ganas de irse, conchudo. Amalia se había puesto de pie y evolucionaba por el cuarto, sola, dándose encontrones con los muebles, torpe y pesada, canturreando a media voz, girando a ciegas, hasta que Santiago la abrazó. Popeye apoyó la cabeza en la almohada, estiró la mano y apagó la lamparilla, oscuridad, luego el resplandor del farol de la calle iluminó ralamente las dos siluetas. Popeye las veía flotar en círculo, oía la voz chillona de Amalia y se metió la mano al bolsillo, ¿veía que sí sabía bailar, niño? Cuando terminó el disco y Santiago vino a sentarse a la cama Amalia quedó recostada en la ventana, de espaldas a ellos, riéndose: tenía razón el Chispas, mírala cómo se ha puesto, calla conchudo. Hablaba, cantaba y se reía como si estuviera borracha, ni los veía, se le torcían los ojos, pecoso, Santiago estaba un poco saltón, ¿y si se desmaya? Déjate de bobadas, le habló al oído Popeye, tráela a la cama. Su voz era resuelta, urgente, la tenía al palo, flaco, ¿y tú no?, angustiada, espesa: él también, pecoso. La calatearían, la manosearían: se la tirarían, flaco. Medio cuerpo inclinado sobre el jardín, Amalia se balanceaba despacito, murmurando algo, y Popeye divisaba su silueta recortada contra el cielo oscuro: otro disco, otro disco. Santiago se incorporó, un fondo de violines y la voz de Leo Marini, terciopelo puro pensó Popeye, y vio a Santiago ir hacia el balcón. Las dos sombras se juntaron, lo invencionó y ahora lo tenía tocando violín en gran forma, esta perrada me la pagarás, conchudo. Ni se movían ahora, la cholita era retaca y parecía colgada del flaco, se la estaría paleteando de lo lindo, qué tal concha, y adivinó la voz de Santiago, ¿no estás cansadita?, estreñida y floja y como estrangulada, ¿no quería echarse?, tráela pensó. Estaban junto a él, Amalia bailaba como una sonámbula, tenía los ojos cerrados, las manos del flaco subían, bajaban, desaparecían en la espalda de ella y Popeye no distinguía sus caras, la estaba besando y él en palco, qué tal concha, sírvanse niños.
—Les traje estas cañitas, también —dijo Amalia—. Así toman ustedes ¿no?
—Para qué te has molestado —dijo Santiago—. Si ya nos íbamos.
Les alcanzó las Coca-Colas y las cañitas, arrastró una silla y se sentó frente a ellos; se había peinado, se había puesto una cinta y abotonado la blusa y la chompa y los miraba beber. Ella no tomaba nada.
—No has debido gastar así tu plata, sonsa —dijo Popeye.
—No es mía, es la que me regaló el niño Santiago —se rió Amalia—. Para hacerles una atención siquiera, pues.
La puerta de la calle estaba abierta, afuera comenzaba a oscurecer y se oía a veces y a lo lejos el paso del tranvía. Trajinaba mucha gente por la vereda, voces, risas, algunas caras se detenían un segundo a mirar.
—Ya están saliendo de las fábricas —dijo Amalia—. Lástima que el laboratorio de su papá no esté por aquí, niño. Hasta la avenida Argentina voy a tener que tomar el tranvía y después ómnibus.
—¿Vas a trabajar en el laboratorio? —dijo Santiago.
—¿Su papá no le contó? —dijo Amalia—. Sí, pues, desde el lunes.
Ella estaba saliendo de la casa con su maleta y encontró a don Fermín, ¿quieres que te coloque en el laboratorio?, y ella claro que sí, don Fermín, donde sea, y entonces él llamó al niño Chispas y le dijo telefonea a Carrillo y que le dé trabajo: qué papelón, pensó Popeye.
—Ah, qué bien —dijo Santiago—. En el laboratorio seguro estarás mejor.
Popeye sacó su cajetilla de Chesterfield, ofreció un cigarrillo a Santiago, dudó un segundo, y otro a Amalia pero ella no fumaba, niño.
—A lo mejor sí fumas y nos estás engañando como el otro día —dijo Popeye—. Nos dijiste no sé bailar y sabías.
La vio palidecer, no pues niño, la oyó tartamudear, sintió que Santiago se revolvía en la silla y pensó metí la pata. Amalia había bajado la cabeza.
—Es una broma —dijo, y las mejillas le ardían—. De qué te vas a avergonzar, ¿acaso pasó algo, sonsa?
Ella fue recobrando sus colores, su voz: no quería ni acordarse, niño. Qué mal se había sentido, al día siguiente todavía se le mezclaba todo en la cabeza y las cosas le bailaban en las manos. Alzó la cara, los miró con timidez, con envidia, con admiración: ¿a ellos las Coca-Colas nunca les hacían nada? Popeye miró a Santiago, Santiago miró a Popeye y los dos miraron a Amalia: había vomitado toda la noche, no volvería a tomar Coca-Cola nunca en su vida. Y, sin embargo, había tomado cerveza y nada, y Pasteurina y tampoco, y Pepsi-Cola y tampoco, ¿esa Coca-Cola no estaría pasadita, niño? Popeye se mordió la lengua, sacó su pañuelo y furiosamente se sonó. Se apretaba la nariz y sentía que el estómago le iba a reventar: se había terminado el disco, ahora sí, y sacó rápido la mano del bolsillo de su pantalón. Ellos seguían fundidos en la media oscuridad, vengan vengan, siéntense un ratito, y oyó a Amalia: ya se había acabado pues la música, niño. Una voz difícil, por qué había apagado la luz el otro niño, aleteando apenas, que la prendieran o se iba, quejándose sin fuerzas, como si un invencible sueño o aburrimiento la apagara, no quería a oscuras, así no le gustaba. Eran una silueta sin forma, una sombra más entre las otras sombras del cuarto y parecía que estuvieran forcejeando de a mentiras entre el velador y la cómoda. Se levantó, se les acercó tropezando, ándate al jardín pecoso, y él qué tal raza, chocó con algo, le dolió el tobillo, no se iba, tráela a la cama, suélteme niño. La voz de Amalia ascendía, qué le pasa niño, se enfurecía, y ahora Popeye había encontrado sus hombros, suélteme, que la soltara, y la arrastraba, qué atrevido, qué abusivo, los ojos cerrados, la respiración briosa y rodó con ellos sobre la cama: ya estaba, flaco. Ella se rió, no me haga cosquillas, pero sus brazos y sus piernas seguían luchando y Popeye angustiosamente se rió: sal de aquí pecoso, déjame a mí. No se iba, por qué se iba a ir, y ahora Santiago empujaba a Popeye y Popeye lo empujaba, no me voy a ir, y había una confusión de ropas y pieles mojadas en la sombra, un revoloteo de piernas, manos, brazos y frazadas. La estaban ahogando, niño, no podía respirar: cómo te ríes, bandida. Quítese, que la soltaran, una voz ahogada, un jadeo entrecortado y animal, y de pronto chist, empujones y grititos, y Santiago chist, y Popeye chist: la puerta de calle, chist, la Teté, pensó y sintió que su cuerpo se disolvía. Santiago había corrido a la ventana y él no podía moverse: la Teté, la Teté.
—Ahora sí nos vamos, Amalia —Santiago se paró, dejó la botella en la mesa—. Gracias por la invitación.
—Gracias a usted, niño —dijo Amalia—. Por haber venido y por eso que me trajo.
—Anda a la casa a visitarnos —dijo Santiago.
—Claro que sí, niño —dijo Amalia—. Y salúdela mucho a la niña Teté.
—Sal de aquí, párate, qué esperas —dijo Santiago—. Y tú arréglate la camisa y péinate un poco, idiota.
Acababa de encender la lámpara, se alisaba los cabellos, Popeye se acuñaba la camisa en el pantalón y lo miraba, aterrado, salte, salte del cuarto. Pero Amalia seguía sentada en la cama y tuvieron que alzarla en peso, se tambaleó con expresión idiota, se sujetó del velador. Rápido, rápido, Santiago estiraba el cubrecama y Popeye corrió a desenchufar el tocadiscos, sal del cuarto idiota. No atinaba a moverse, los escuchaba con los ojos llenos de asombro y se les escurría de las manos y en eso se abrió la puerta y ellos la soltaron: hola, mamá. Popeye vio a la señora Zoila y trató de sonreír, en pantalones y con un turbante granate, buenas noches señora, y los ojos de la señora sonrieron y miraron a Santiago, a Amalia, y su sonrisa fue disminuyendo y murió: hola, papá. Vio, detrás de la señora Zoila, el rostro lleno, los bigotes y patillas grises, los ojos risueños de don Fermín, hola flaco, tu madre se desanimó de, hola Popeye, ¿estabas aquí? Don Fermín entró al cuarto, una camisa sin cuello, una casaca de verano, mocasines, y tendió la mano a Popeye: cómo está, señor.
—¿No estás acostada, tú? —dijo la señora Zoila—. Son más de las doce ya.
—Estábamos muertos de hambre y la desperté para que nos hiciera unos sándwiches —dijo Santiago—. ¿No se iban a quedar a dormir en Ancón?
—Tu madre se había olvidado que tenía invitados a almorzar mañana —dijo don Fermín—. Las voladuras de tu madre, cuándo no.
Con el rabillo del ojo, Popeye vio salir a Amalia con la charola en las manos, miraba el suelo y caminaba derechita, menos mal.
—Tu hermana se quedó donde los Vallarino —dijo don Fermín—. Total, se me malogró el proyecto de descansar este fin de semana.
—¿Ya son las doce, señora? —dijo Popeye—. Me voy volando. No nos dimos cuenta de la hora, creí que serían las diez.
—Qué es de la vida del senador —dijo don Fermín—. Siglos que no se lo ve por el club.
Salió con ellos hasta la calle y allí Santiago le dio una palmadita en el hombro y Popeye le hizo adiós: chau, Amalia. Se alejaron en dirección a la línea del tranvía. Entraron a El Triunfo a comprar cigarrillos; hervía ya de borrachines y jugadores de billar.
—Cinco libras por las puras, un papelón bestial —dijo Popeye—. Resulta que le hicimos un favor a la chola, ahora tu viejo le dio un trabajo mejor.
—Aunque sea, le hicimos una chanchada —dijo Santiago—. No me arrepiento de esas cinco libras.
—No es por nada, pero estás tronado —dijo Popeye—. ¿Qué le hicimos? Ya le diste cinco libras, déjate de remordimientos.
Siguiendo la línea del tranvía, bajaron hasta Ricardo Palma, y caminaron fumando bajo los árboles de la alameda, entre filas de automóviles.
—¿No te dio risa cuando dijo eso de las Coca-Colas? —se rió Popeye—. ¿Tú crees que es tan tonta o se hacía? No sé cómo pude aguantarme, me orinaba de risa por adentro.
—Te voy a hacer una pregunta —dice Santiago—. ¿Tengo cara de desgraciado?
—Y yo te voy a decir una cosa —dijo Popeye—. ¿Tú no crees que nos fue a comprar las Coca-Colas de puro sapa? Como descolgándose, a ver si repetíamos lo de la otra noche.
—Tienes la mente podrida, pecoso —dijo Santiago.
—Pero qué pregunta —dice Ambrosio—. Claro que no, niño.
—Está bien, la chola es una santa y yo tengo la mente podrida —dijo Popeye—. Vamos a tu casa a oír discos, entonces.
—¿Lo hiciste por mí? —dijo don Fermín—. ¿Por mí, negro? Pobre infeliz, pobre loco.
—Le juro que no, niño —se ríe Ambrosio—. ¿Se está haciendo la burla de mí?
—La Teté no está en la casa —dijo Santiago—. Se fue a la vermouth con amigas.
—Oye, no seas desgraciado, flaco —dijo Popeye—. ¿Me estás mintiendo, no? Tú me prometiste, flaco.
—Quiere decir que los desgraciados no tienen cara de desgraciados, Ambrosio —dice Santiago.