II

 

—¿OTRO CAFÉ, Cayo? —dijo el comandante Paredes—. ¿Usted también, mi general?

—Ustedes me arrancaron el visto bueno pero no me han convencido, me sigue pareciendo estúpido hablar con él —el general Llerena arrojó los telegramas al escritorio—. Por qué no mandarle un telegrama ordenándole que venga a Lima. O, si no, lo que propuso ayer Paredes. Sacarlo de Tumbes por tierra, subirlo a un avión en Talara y traerlo.

—Porque Chamorro es traidor pero no imbécil, general —dijo él—. Si usted le manda un telegrama cruzará la frontera. Si la policía se presenta en su casa la recibirá a balazos. Y no sabemos cuál será la reacción de sus oficiales.

—Yo respondo de los oficiales de Tumbes —dijo el general Llerena, alzando la voz—. El coronel Quijano nos ha estado informando desde el principio y puede asumir el mando. No se negocia con conspiradores, y menos cuando la conspiración está sofocada. Esto es un disparate, Bermúdez.

—Chamorro es muy querido por la oficialidad, mi general —dijo el comandante Paredes—. Yo sugerí que se detuviera a los cuatro cabecillas al mismo tiempo. Pero ya que tres han dado marcha atrás, pienso que la idea de Cayo es la mejor.

—Le debe todo al Presidente, me lo debe todo a mí —el general Llerena golpeó el brazo del sillón—. De cualquier otro podía esperarse una cosa así, pero de él no. Chamorro tiene que pagármelas.

—No se trata de usted, general —lo amonestó él, afectuosamente—. El Presidente quiere que esto se arregle sin líos. Déjeme proceder a mi manera, le aseguro que es lo mejor.

—Chiclayo al teléfono, mi general —dijo una cabeza con quepí, desde la puerta—. Sí, pueden usar los tres teléfonos, mi general.

—¿El comandante Paredes? —gritó una voz ahogada entre zumbidos y vibraciones acústicas—. Le habla Camino, comandante. No puedo localizar al señor Bermúdez, para informarle. Ya tenemos aquí al senador Landa. Sí, en su hacienda. Protestando, sí. Quiere telefonear a Palacio. Hemos seguido las instrucciones al pie de la letra, comandante.

—Muy bien, Camino —dijo él—. Soy yo, sí. ¿Está cerca el senador? Pásemelo, voy a hablarle.

—Está en el cuarto de al lado, don Cayo —los zumbidos aumentaban, la voz parecía desvanecerse y renacía—. Incomunicado, como usted indicó. Lo hago traer ahora mismo, don Cayo.

—¿Aló, aló? —reconoció la voz de Landa, trató de imaginar su cara y no pudo—. ¿Aló, aló?

—Siento mucho las molestias que le estamos dando, senador —dijo, con amabilidad—. Nos precisaba dar con usted.

—¿Qué significa todo esto? —estalló la iracunda voz de Landa—. ¿Por qué me han sacado de mi casa con soldados? ¿Y la inmunidad parlamentaria? ¿Quién ha ordenado este atropello, Bermúdez?

—Quería informarle que está detenido el general Espina —dijo él, con calma—. Y el general está empeñado en complicarlo en un asunto muy turbio. Sí, Espina, el general Espina. Asegura que usted está comprometido en un complot contra el régimen. Necesitamos que venga a Lima para aclarar esto, senador.

—¿Yo, en un complot contra el régimen? —no había ninguna vacilación en la voz de Landa, sólo la misma furia resonante—. Pero si yo soy del régimen, si yo soy el régimen. Qué tontería, es ésta, Bermúdez, qué se figura usted.

—Yo no me figuro nada, sino el general Espina —se disculpó él—. Tiene pruebas, dice. Por eso lo necesitamos aquí, senador. Hablaremos mañana y espero que todo se aclare.

—Que me pongan un avión a Lima inmediatamente —rugió el senador—. Yo alquilo un avión, yo lo pago. Esto es completamente absurdo, Bermúdez.

—Muy bien, senador —dijo él—. Páseme a Camino, voy a darle instrucciones.

—He sido tratado como un delincuente por sus soplones —gritó el senador—. A pesar de mi condición de parlamentario, a pesar de mi amistad con el Presidente. Usted es el responsable de todo esto, Bermúdez.

—Guárdeme a Landa ahí toda la noche, Camino —dijo él—. Despáchemelo mañana. No, nada de avión especial. En el vuelo regular de Faucett, sí. Eso es todo, Camino.

—Yo alquilo un avión, yo pago —dijo el comandante Paredes, colgando el teléfono—. A ese señorón le va a hacer bien pasar una noche en el calabozo.

—¿Una hija de Landa salió elegida Miss Perú el año pasado, no? —dijo él, y la vio, borrosa contra el telón de sombras de la ventana, quitándose un abrigo de piel, descalzándose—. ¿Cristina o algo así, no? Por las fotos parecía una linda muchacha.

—A mí los métodos de usted no me convencen —dijo el general Llerena, mirando la alfombra con malhumor—. Las cosas se resuelven mejor y más rápido con mano dura, Bermúdez.

—Llaman al señor Bermúdez de la Prefectura, mi general —dijo un teniente, asomando—. El señor Lozano.

—El sujeto acaba de salir de su casa, don Cayo —dijo Lozano—. Sí, lo está siguiendo un patrullero. Rumbo a Chaclacayo, sí.

—Está bien —dijo él—. Llame a Chaclacayo y dígales que Zavala está por llegar. Que lo hagan entrar y que me espere. Que no lo dejen salir hasta que yo llegue. Hasta luego, Lozano.

—¿El pez gordo está yendo a su casa? —dijo el general Llerena—. ¿Qué significa eso, Bermúdez?

—Que ya se dio cuenta que la conspiración se fue al agua, general —dijo él.

—¿Y para Zavala se va a resolver todo tan fácil? —murmuró el comandante Paredes—. Él y Landa son los autores intelectuales de esto, ellos empujaron al Serrano a esta aventura.

—El general Chamorro en el teléfono, mi general —dijo un capitán, desde la puerta—. Sí, los tres teléfonos están conectados con Tumbes, mi general.

—Le habla Cayo Bermúdez, general —con el rabillo del ojo vio la cara arrasada por el desvelo del general Llerena, y la ansiedad de Paredes, que se mordía los labios—. Siento despertarlo a estas horas, pero se trata de algo urgente.

—General Chamorro, mucho gusto —una voz enérgica, sin edad, dueña de sí misma—. Diga, en qué puedo servirlo, señor Bermúdez.

—El general Espina fue detenido esta noche, general —dijo él—. Las guarniciones de Arequipa, de Iquitos y de Cajamarca han reafirmado su lealtad al gobierno. Todos los civiles comprometidos en la conspiración, desde el senador Landa hasta Fermín Zavala, están detenidos. Le voy a leer unos telegramas, general.

—¿Una conspiración? —susurró, entre ruidos dispares, el general Chamorro—. ¿Contra el gobierno, dice usted?

—Una conspiración sofocada antes de nacer —dijo él—. El Presidente está dispuesto a pasar la esponja, general. Espina saldrá del país, los oficiales comprometidos no serán molestados si actúan razonablemente. Sabemos que usted prometió apoyar al general Espina, pero el Presidente está dispuesto a olvidarlo, general.

—Yo sólo doy cuenta de mis actos a mis superiores, al ministro de Guerra o al jefe de Estado Mayor —dijo la voz de Chamorro con altanería, luego de una larga pausa de eructos eléctricos—. Quién se ha creído usted. Yo no doy explicaciones a un subalterno civil.

—¿Aló, Alberto? —el general Llerena tosió, habló con más fuerza—. Te habla el ministro de Guerra, no el compañero de armas. Sólo quiero confirmarte lo que has oído. También debes saber que se te da esta oportunidad gracias al Presidente. Yo propuse llevarte ante un Consejo de Guerra y procesarte por alta traición.

—Yo asumo la responsabilidad de mis actos —repuso, con indignación, la voz de Chamorro; pero algo había comenzado a ceder en ella, algo que se traslucía en su mismo ímpetu—. Es falso que yo haya cometido ninguna traición. Respondo ante cualquier tribunal. Siempre he respondido, y tú lo sabes.

—El Presidente sabe que usted es un oficial destacado y por eso quiere disociarlo de esta aventura descabellada —dijo él—. Sí, le habla Bermúdez. El Presidente lo aprecia y lo considera un patriota. No quiere tomar ninguna medida contra usted, general.

—Yo soy un hombre de honor y no permitiré que mi nombre sea manchado —afirmó el general Chamorro con violencia—. Ésta es una intriga fraguada a mis espaldas. No lo voy a permitir. Yo no tengo nada que hablar con usted, páseme al general Llerena.

—Todos los jefes del Ejército han reafirmado su lealtad al régimen, general —dijo él—. Sólo falta que usted haga lo mismo. El Presidente lo espera de usted, general Chamorro.

—No permitiré que se me calumnie, no permito que se ponga en duda mi honor —repetía con vehemencia la voz de Chamorro—. Ésta es una intriga cobarde y canalla contra mí. Le ordeno que me pase al general Llerena.

—Reafirma inquebrantable lealtad gobierno constituido y jefe de Estado empeñado patriótica restauración nacional, firmado general Pedro Solano, comandante en jefe Primera Región Militar —leyó él—. Comandante en jefe Cuarta Región y oficiales confirman adhesión simpatía patriótico régimen restauración nacional stop. Cumpliremos Constitución leyes. Firmado general Antonio Quispe Bulnes. Reitero adhesión patriótico régimen stop. Reafirmo decisión cumplir sagrados deberes Patria Constitución leyes. Firmado general Manuel Obando Coloma, comandante en jefe Segunda Región.

—¿Has oído, Alberto? —rugió el general Llerena—. ¿Has oído o quieres que yo te lea los telegramas de nuevo?

—El Presidente espera el telegrama de usted, general Chamorro —dijo él—. Me ha pedido que se lo diga personalmente.

—A menos que quieras cometer la locura de alzarte solo —rugió el general Llerena—. Y en ese caso te doy mi palabra que me bastan un par de horas para demostrarte que el Ejército permanece totalmente fiel al régimen, pese a todo lo que te haya hecho creer Espina. Si no envías el telegrama antes del amanecer, consideraré que has entrado en rebelión.

—El Presidente confía en usted, general Chamorro —dijo él.

—No necesito recordarte que estás al mando de una guarnición de frontera —dijo el general Llerena—. No necesito decirte la responsabilidad que caerá sobre ti si provocas una guerra civil en las puertas mismas del Ecuador.

—Puede usted consultar por radio a los generales Quispe, Obando y Solano —dijo él—. El Presidente espera que usted actúe con el mismo patriotismo que ellos. Eso es todo lo que queríamos decirle. Buenas noches, general Chamorro.

—Chamorro tiene en estos momentos una olla de grillos en la cabeza —murmuró el general Llerena, pasándose el pañuelo por la cara empapada de sudor—. Puede hacer cualquier disparate.

—En estos momentos está mentándoles la madre a Espina, a Solano, a Quispe y a Obando —dijo el comandante Paredes—. Puede ser que se escape al Ecuador. Pero no creo que arruine así su carrera.

—Mandará el telegrama antes del amanecer —dijo él—. Es un hombre inteligente.

—Si le da un ataque de locura y se alza puede resistir varios días —dijo el general Llerena, sordamente—. Lo tengo cercado con tropas, pero no me fío mucho de la Aviación. Cuando se planteó la posibilidad de bombardear el cuartel, el ministro dijo que la idea no haría ninguna gracia a muchos pilotos.

—Nada de eso será necesario, la conspiración ha muerto sin pena ni gloria —dijo él—. Total, un par de días sin dormir, general. Voy a Chaclacayo ahora, a dar la última puntada. Luego iré a Palacio. Cualquier novedad, estaré en mi casa.

—Llaman de Palacio al señor Bermúdez, mi general —dijo un teniente, sin entrar—. El teléfono blanco, mi general.

—Le habla el mayor Tijero, don Cayo —en el cuadrado de la ventana apuntaba al fondo de la masa sombría una irisación azul: el abriguito de piel rodaba hasta sus pies, que eran rosados—. Acaba de llegar un telegrama de Tumbes. En clave, lo están descifrando. Pero ya nos damos cuenta del sentido. Menos mal ¿no, don Cayo?

—Me alegro mucho, Tijero —dijo él, sin alegría, y entrevió las caras estupefactas de Paredes y de Llerena—. No lo pensó ni media hora. Eso es lo que se llama un hombre de acción. Hasta luego, Tijero, iré allá dentro de un par de horas.

—Mejor vamos a Palacio de una vez, mi general —dijo el comandante Paredes—. Éste es el punto final.

—Perdone usted, don Cayo —dijo Ludovico—. Nos quedamos secos. Despierta, Hipólito.

—Qué carajo pasa, por qué empujas —tartamudeó Hipólito—. Ah, perdón, don Cayo, me quedé dormido.

—A Chaclacayo —dijo él—. Quiero estar allá en veinte minutos.

—Las luces de la sala están prendidas, tiene usted visita, don Cayo —dijo Ludovico—. Fíjate quién está ahí, Hipólito, en el carro. Es Ambrosio.

—Siento haberlo hecho esperar, don Fermín —dijo él, sonriendo, observando el rostro violáceo, los ojos devastados por la derrota y la larga vigilia, alargando la mano—. Voy a hacer que nos den unos cafés, ojalá esté despierta Anatolia.

—Puro, bien cargado y sin azúcar —dijo don Fermín—. Gracias, don Cayo.

—Dos cafés puros, Anatolia —dijo él—. Nos los llevas a la sala y puedes volver a acostarte.

—Traté de ver al Presidente y no pude, por eso vine hasta aquí —dijo maquinalmente don Fermín—. Algo grave, don Cayo. Sí, una conspiración.

—¿Otra más? —alargó un cenicero a don Fermín, se sentó a su lado en el sofá—. No pasa una semana sin que se descubra alguna últimamente.

—Militares de por medio, varias guarniciones comprometidas —recitaba disgustado don Fermín—. Y a la cabeza las personas que menos se podría imaginar.

—¿Tiene usted fósforos? —se inclinó hacia el encendedor de don Fermín, dio una larga chupada, arrojó una nube de humo y tosió—. Vaya, ahí están los cafés. Déjalos aquí, Anatolia. Sí, cierra la puerta.

—El Serrano Espina —don Fermín bebió un sorbo con una mueca de desagrado, calló mientras echaba azúcar, removió el café con la cucharilla, despacio—. Lo apoyan Arequipa, Cajamarca, Iquitos y Tumbes. Espina viaja a Arequipa hoy en la mañana. El golpe puede ser esta noche. Querían mi apoyo y me pareció prudente no desengañarlos, contestar con evasivas, asistir a algunas reuniones. Por mi amistad con Espina, sobre todo.

—Ya sé que son muy amigos —dijo él, probando el café—. Nos conocimos gracias al Serrano, se acordará.

—Al principio, parecía insensato —dijo don Fermín, mirando fijamente su tacita de café—. Después, ya no tanto. Mucha gente del régimen, muchos políticos. La embajada norteamericana estaba al tanto, sugirió que se llamara a elecciones a los seis meses de instalado el nuevo régimen.

—Tipo desleal, el Serrano —dijo él, asintiendo—. Me apena, porque también somos viejos amigos. A él le debo mi cargo, como usted sabe.

—Se consideraba el brazo derecho de Odría y de la noche a la mañana le quitaron el Ministerio —dijo don Fermín, con un ademán de fatiga—. No se conformó nunca.

—Había confundido las cosas, comenzó a trabajar para él desde el Ministerio, a nombrar gente suya en las prefecturas, a exigir que sus amigos tuvieran los puestos claves en el Ejército —dijo él—. Demasiadas ambiciones políticas, don Fermín.

—Por supuesto, mis noticias no lo sorprenden en lo más mínimo —dijo don Fermín, con súbito aburrimiento, y él pensó sabe portarse, tiene clase, tiene experiencia.

—Los oficiales le deben mucho al Presidente, y, por supuesto, nos tenían informados —dijo él—. Incluso de las conversaciones entre usted, Espina y el senador Landa.

—Espina quería usar mi nombre para convencer a algunos indecisos —dijo don Fermín, con una sonrisita apática y fugaz—. Pero sólo los militares conocían los planes al detalle. A mí y a Landa nos tenían en ayunas. Sólo ayer tuve suficientes datos.

—Todo se aclara, entonces —dijo él—. La mitad de los conspiradores eran amigos del régimen, todas las guarniciones comprometidas han dado su adhesión al Presidente. Espina está detenido. Sólo queda por aclarar la situación de algunos civiles. La suya comienza a aclararse, don Fermín.

—¿También sabía que estaría esperándolo aquí? —dijo don Fermín, sin ironía. Un brillo de sudor había aparecido en su frente.

—Es mi trabajo, me pagan por saber lo que interesa al régimen —admitió él—. No es fácil, la verdad es que está siendo cada vez más difícil. Conspiraciones de universitarios son bromas. Cuando los generales se ponen a conspirar ya es más serio. Y mucho más si conspiran con socios del Club Nacional.

—Bueno, las cartas están sobre la mesa —dijo don Fermín. Hizo una breve pausa y lo miró—: Prefiero saber a qué atenerme de una vez, don Cayo.

—Le hablaré con franqueza —dijo él, asintiendo—. No queremos bulla. Haría daño al régimen, no conviene que se sepa que hay divisiones. Estamos dispuestos a no tomar represalias. Siempre que haya la misma comprensión en la parte contraria.

—Espina es orgulloso y no hará acto de contrición —afirmó don Fermín, pensativo—. Me imagino cómo se siente después de saber que sus compañeros lo engañaron.

—No hará acto de contrición, pero en vez de jugar al mártir preferirá partir al extranjero con un buen sueldo en dólares —dijo él, encogiéndose de hombros—. Allá seguirá conspirando para levantarse la moral y quitarse el mal gusto de la boca. Pero él sabe que ya no tiene la menor chance.

—Todo resuelto por el lado de los militares, entonces —dijo don Fermín—. ¿Y los civiles?

—Depende qué civiles —dijo él—. Mejor olvidémonos del doctorcito Ferro y de los otros pequeños arribistas. No existen.

—Sin embargo, existen —suspiró don Fermín—. ¿Qué les va a pasar?

—Un tiempo a la sombra y se los irá despachando al extranjero, poco a poco —dijo él—. No vale la pena pensar en ellos. Los únicos civiles que cuentan son usted y Landa, por razones obvias.

—Por razones obvias —repitió, lentamente, don Fermín—. ¿Es decir?

—Ustedes han servido al régimen desde el primer momento y tienen relaciones e influencias en medios a los que tenemos que tratar con guante de seda —dijo él—. Espero que el Presidente tenga con ustedes las mismas consideraciones que con Espina. Ésa es mi opinión personal. Pero la decisión última la tomará el Presidente, don Fermín.

—¿Van a proponerme un viaje al extranjero, también? —dijo don Fermín.

—Como las cosas se han resuelto tan rápido, y, digamos, tan bien, voy a aconsejar al Presidente que no se los moleste —dijo él—. Fuera de pedirles que abandonen toda actividad política, claro.

—Yo no soy el cerebro de esta conspiración y usted lo sabe —dijo don Fermín—. Desde el principio tuve dudas. Me presentaron todo hecho, no me consultaron.

—Espina asegura que usted y Landa habían reunido mucho dinero para el golpe —dijo él.

—Yo no invierto dinero en malos negocios y eso también lo sabe usted —dijo don Fermín—. Di dinero y fui el primero en remover cielo y tierra para convencer a la gente que apoyara a Odría el 48, porque tenía fe en él. Supongo que el Presidente no lo habrá olvidado.

—El Presidente es serrano —dijo él—. Los serranos tienen muy buena memoria.

—Si yo me hubiera puesto a conspirar de veras las cosas no habrían ido tan mal para Espina, si Landa y yo hubiéramos sido los autores de esto las guarniciones comprometidas no hubieran sido cuatro sino diez —don Fermín hablaba sin arrogancia, sin prisa, con una seguridad tranquila y él pensó como si todo lo que dice estuviera de más, como si fuera mi obligación haber sabido eso desde siempre—. Con diez millones de soles no hay golpe de Estado que falle en el Perú, don Cayo.

—Yo voy ahora a Palacio a hablar con el Presidente —dijo él—. Haré todo lo posible para que se muestre comprensivo y esto se arregle de la mejor manera, al menos en su caso. Es todo lo que puedo ofrecerle por ahora, don Fermín.

—¿Voy a ser detenido? —dijo don Fermín.

—Desde luego que no; en el peor de los casos, se le pedirá que salga al extranjero por un tiempo —dijo él—. Pero no creo que sea necesario.

—¿Se van a tomar represalias contra mí? —dijo don Fermín—. Económicas, quiero decir. Usted sabe que gran parte de mis negocios dependen del Estado.

—Haré lo posible por evitarlo —dijo él—. El Presidente no es rencoroso, y espero que dentro de un tiempo acepte una reconciliación con usted. Es todo lo que puedo adelantarle, don Fermín.

—Supongo que las cosas que teníamos pendientes usted y yo, habrá que olvidarlas —dijo don Fermín.

—Enterrarlas definitivamente —aclaró él—. Ya ve, soy sincero con usted. Primero que todo, soy hombre del régimen, don Fermín —hizo una pausa, bajó un poco la voz, y usó un tono menos impersonal, más íntimo—. Ya sé que está pasando un mal momento. No, no hablo de esto. De su hijo, el que se fue de la casa.

—¿Qué pasa con Santiago? —la cara de don Fermín se había vuelto rápidamente hacia él—. ¿Sigue persiguiendo al muchacho?

—Lo hicimos vigilar unos días, ahora ya no —lo tranquilizó él—. Parece que esa mala experiencia lo decepcionó de la política. No ha vuelto a reunirse con sus antiguos amigos y entiendo que lleva una vida muy formal.

—Sabe usted de Santiago más que yo, hace meses que no lo veo —murmuró don Fermín, poniéndose de pie—. Bueno, estoy muy cansado y lo dejo ahora. Hasta luego, don Cayo.

—A Palacio, Ludovico —dijo él—. El flojo este de Hipólito se volvió a quedar dormido. Déjalo, no lo despiertes.

—Ya llegamos —dijo Ludovico, riéndose—. Ahora el que se quedó dormido fue usted. Todo el camino vino roncando, don Cayo.

—Buenos días, por fin llega usted —dijo el mayor Tijero—. El Presidente se ha retirado a descansar. Pero ahí lo están esperando el comandante Paredes y el doctor Arbeláez, don Cayo.

—Pidió que no lo despertaran, salvo que haya algo muy urgente —dijo el comandante Paredes.

—No hay nada urgente, volveré a verlo más tarde —dijo él—. Sí, salgo con ustedes. Buenos días, doctor.

—Tengo que felicitarlo, don Cayo —dijo el doctor Arbeláez, con sorna—. Sin ruido, sin derramar una gota de sangre, sin que nadie lo ayudara ni lo aconsejara. Todo un éxito, don Cayo.

—Le iba a proponer que almorzáramos juntos, para explicarle todo con detalles —dijo él—. Hasta el último momento los indicios eran vagos. Las cosas se precipitaron anoche y no tuve tiempo de ponerlo al corriente.

—No estoy libre al mediodía, pero gracias de todos modos —dijo el doctor Arbeláez—. Ya no necesita ponerme al corriente. El Presidente me informó de todo, don Cayo.

—En ciertas circunstancias no hay más remedio que pasar por alto las jerarquías, doctor —murmuró él—. Anoche, más urgente que informarle a usted era actuar.

—Desde luego —dijo el doctor Arbaláez—. Esta vez el Presidente ha aceptado mi renuncia y, créame, estoy muy contento. Ya no tendremos más inconvenientes. El Presidente va a reorganizar el gabinete; no ahora, en Fiestas Patrias. Pero, en fin, ya está acordado.

—Pediré al Presidente que reconsidere su decisión y que no lo deje partir —dijo él—. Aunque no lo crea, me gusta trabajar a sus órdenes, doctor.

—¿A mis órdenes? —soltó una carcajada el doctor Arbeláez—. En fin. Hasta luego, don Cayo. Adiós, comandante.

—Vamos a tomar algo, Cayo —dijo el comandante Paredes—. Sí, ven en mi auto. Que tu chofer nos siga al Círculo Militar. Camino telefoneó para avisar que el avión de Faucett llegaría a las once y media. ¿Vas a ir a esperar a Landa?

—No me queda más remedio —dijo él—. Si no me muero de sueño antes. Faltan tres horas ¿no?

—¿Qué tal la conversación con el pez gordo? —dijo el comandante Paredes.

—Zavala es un buen jugador, sabe perder —dijo él—. Landa me preocupa más. Tiene más plata y por lo mismo más orgullo. Ya veremos.

—La verdad es que la cosa fue seria —bostezó Paredes—. Si no es por el coronel Quijano, nos hubiéramos llevado un buen susto.

—El régimen le debe la vida, o casi —asintió él—. Hay que hacer que el Congreso lo ascienda, cuanto antes.

—Dos jugos de naranja, dos cafés bien cargados —dijo el comandante Paredes—. Y rápido, porque nos estamos durmiendo.

—¿Qué es lo que te preocupa? —dijo él—. Suelta la piedra de una vez.

—Zavala —dijo el comandante Paredes—. Tus negocios con él. Te tendrá agarrado por ahí, me imagino.

—Todavía no me tiene agarrado nadie —dijo él, desperezándose—. Trató mil veces, por supuesto. Quería hacerme su socio, clavarme acciones, mil cosas. Pero no le resultó.

—No se trata de eso —dijo el comandante Paredes—. El Presidente...

—Sabe todo, con pelos y señales —dijo él—. Hay esto y esto, pero nadie puede probar que esos contratos se consiguieron gracias a mí. Mis comisiones eran tantas, siempre en efectivo. Mi cuenta está en el extranjero y es tanto. ¿Debo renunciar, irme del país? No. ¿Qué hago entonces? Joder a Zavala. Está bien, yo obedezco.

—Joderlo a ése es lo más fácil del mundo —sonrió Paredes—. Por el lado de su vicio.

—Por ese lado no —dijo él, y miró a Paredes, bostezando de nuevo—. Por el único que no.

—Ya sé, ya me lo has dicho —sonrió Paredes—. El vicio es lo único que respetas en la gente.

—Su fortuna es un castillo sobre la arena —dijo él—. Su laboratorio vive de los suministros a los Institutos Armados. Se acabaron los suministros. Su empresa constructora, gracias a las carreteras y a las Unidades Escolares. Se acabó, no volverá a recibir un libramiento. Hacienda le hará expurgar los libros y tendrá que pagar los impuestos burlados, las multas. No se le podrá hundir del todo, pero algún daño se le hará.

—No creo, esos mierdas siempre encuentran la manera de salir adelante —dijo Paredes.

—¿Es cierto lo del cambio de gabinete? —dijo él—. Hay que retener a Arbeláez en el Ministerio. Es renegón, pero se puede trabajar con él.

—Un cambio ministerial en Fiestas Patrias es normal, no llamará la atención —dijo Paredes—. Por otra parte, el pobre Arbeláez tiene razón. El problema se presentaría con cualquier otro. Nadie aceptará ser un simple figurón.

—No podía arriesgarme a tenerlo al tanto de esto, conociendo sus mil negociados con Landa —dijo él.

—Ya sé, no te estoy criticando —dijo Paredes—. Por eso mismo, para evitar estas cosas, tienes que aceptar el Ministerio. Ahora no podrás negarte. Llerena ha insistido en que tú reemplaces a Arbeláez. También para los otros ministros es incómodo que haya un ministro de Gobierno ficticio y otro real.

—Ahora soy invisible y nadie puede torpedear mi trabajo —dijo él—. El ministro está expuesto y es vulnerable. Los enemigos del régimen se frotarían las manos si me ven de ministro.

—Los enemigos ya no cuentan mucho, después de este fracaso —dijo Paredes—. No van a levantar cabeza mucho tiempo.

—Cuando estamos solos, deberíamos ser más francos —dijo él, riendo—. La fuerza del régimen era el apoyo de los grupos que cuentan. Y eso ha cambiado. Ni el Club Nacional, ni el Ejército ni los gringos nos quieren mucho ya. Están divididos entre ellos, pero si se llegan a unir contra nosotros, habrá que hacer las maletas. Si tu tío no actúa rápido, la cosa va a ir de mal en peor.

—¿Qué más quieren que haga? —dijo Paredes—. ¿No ha limpiado el país de apristas y comunistas? ¿No ha dado a los militares lo que no tuvieron nunca? ¿No ha llamado a los señorones del Club Nacional a los ministerios, a las embajadas, no les ha dejado decidir todo en Hacienda? ¿No se les da gusto en todo a los gringos? Qué más quieren esos perros.

—No quieren que cambie de política, harán la misma cuando tomen el poder —dijo él—. Quieren que se largue. Lo llamaron para que limpiara la casa de cucarachas. Ya lo hizo y ahora quieren que les devuelva la casa, que, después de todo, es suya ¿no?

—No —dijo Paredes—. El Presidente se ha ganado al pueblo. Les ha construido hospitales, colegios, dio la ley del seguro obrero. Si reforma la Constitución y quiere hacerse reelegir ganará las elecciones limpiamente. Basta ver las manifestaciones cada vez que sale de gira.

—Las organizo yo hace años —bostezó él—. Dame plata y te organizo las mismas manifestaciones a ti. No, lo único popular aquí es el Apra. Si se les ofrecen unas cuantas cosas, los apristas aceptarían entrar en tratos con el régimen.

—¿Te has vuelto loco? —dijo Paredes.

—El Apra ha cambiado, es más anticomunista que tú, y Estados Unidos ya no los veta —dijo él—. Con la masa del Apra, el aparato del Estado y los grupos dirigentes leales, Odría sí podría hacerse reelegir.

—Estás delirando —dijo Paredes—. Odría y el Apra unidos. Por favor, Cayo.

—Los líderes apristas están viejos y se han puesto baratos —dijo el—. Aceptarían, a cambio de la legalidad y unas cuantas migajas.

—Las Fuerzas Armadas no aceptarán jamás ningún acuerdo con el Apra —dijo Paredes.

—Porque la derecha las educó así, haciéndoles creer que era el enemigo —dijo él—. Pero se las puede educar de nuevo, haciéndoles ver que el Apra ya cambió. Los apristas darán a los militares todas las garantías que quieran.

—En lugar de ir a buscar a Landa al aeropuerto, anda a consultar a un psiquiatra —dijo Paredes—. Este par de días sin dormir te han hecho daño, Cayo.

—Entonces, el 56 subirá a la Presidencia algún señorón —dijo él, bostezando—. Y tú y yo nos iremos a descansar de todos estos trajines. Bueno, a mí no me molesta la idea, por lo demás. No sé para qué hablamos de esto. Las cuestiones políticas no nos incumben. Tu tío tiene sus consejeros. Tú y yo a nuestros zapatos. A propósito, ¿qué hora es?

—Tienes tiempo —dijo Paredes—. Yo me voy a dormir, estoy rendido con la tensión de estos dos días. Y esta noche, si me da el cuerpo, me voy a desquitar con una farra. Tú no tendrás ánimos ¿no?

—No, no ha despertado, don Cayo, desde Chaclacayo como usted lo ve —dijo Ludovico, señalando a Hipólito—. Perdóneme que vaya tan despacio, pero es que yo también estoy hecho polvo de sueño y no quiero chocar. Llegaremos al aeropuerto antes de las once, no se preocupe.

—El avión llega dentro de diez minutos, don Cayo —dijo Lozano, con voz ronca y extenuada—. Traje dos patrulleros y algunos hombres. Como viene en un avión de pasajeros, no sabía en qué forma...

—Landa no está detenido —dijo él—. Lo recibiré yo solo y lo llevaré a su casa. No quiero que el senador vea este despliegue policial, llévese a la gente. ¿Todo lo demás en orden?

—Todas las detenciones sin problemas —dijo Lozano, sobándose la cara sin afeitar, bostezando—. Lo único, un pequeño incidente en Arequipa. El doctor Velarde, ese apristón. Alguien le pasó la voz y escapó. Estará tratando de llegar a Bolivia. La frontera está advertida.

—Está bien, puede irse, Lozano —dijo él—. Mire a Ludovico y a Hipólito. Ya están roncando de nuevo.

—Ese par han pedido su traslado, don Cayo —dijo Lozano—. Usted dirá.

—No me extraña, ya están hartos de las malas noches —sonrió él—. Está bien, búsqueme otro par, que sean menos dormilones. Hasta luego, Lozano.

—¿Quiere entrar al puesto a sentarse, señor Bermúdez? —dijo un teniente, saludando.

—No, teniente, gracias, prefiero tomar un poco de aire —dijo él—. Además, ahí está el avión. Despiérteme a ese par, más bien, y que acerquen el auto. Yo voy a adelantarme. Por aquí, senador, aquí está mi coche. Suba, por favor. A San Isidro, Ludovico, a la casa del senador Landa.

—Me alegro que vayamos a mi casa y no a la cárcel —murmuró el senador Landa, sin mirarlo—. Espero que podré cambiarme de ropa y darme un baño, siquiera.

—Sí —dijo él—. Siento mucho todas estas molestias. No tuve más remedio, senador.

—Como si se tratara de asaltar una fortaleza, con ametralladoras y sirenas —susurró Landa, la boca pegada a la ventanilla—. Faltó poco para que a mi mujer le diera un síncope cuando se presentaron en Olave. ¿También ordenó que me hicieran pasar la noche en una silla, pese a mis sesenta años, Bermúdez?

—¿Es esta casa grande, la del jardín, no, señor? —dijo Ludovico.

—Usted primero, senador —dijo él, señalando el amplio, frondoso jardín, y, un instante, alcanzó a verlas: blancas, desnudas, correteándose entre los laureles, riéndose, sus talones blancos y rápidos sobre el césped húmedo—. Siga, siga, senador.

—¡Papá, papacito! —gritó la muchacha, abriendo los brazos, y él vio su cara de porcelana, sus ojos grandes y asombrados, sus cabellos cortos, castaños—. Acabo de hablar por teléfono con la mami y está muerta de susto. ¿Qué pasó, qué pasó, papi?

—Buenos días —murmuró él y rápidamente la desnudó y empujó hacia las sábanas donde dos formas femeninas la recibieron, ávidas.

—Ya te explicaré, corazón —Landa se desprendió de su hija, se volvió hacia él—. Pase, Bermúdez. Llama a Chiclayo y tranquiliza a tu madre, Cristina, dile que estoy bien. Que no nos moleste nadie. Asiento, Bermúdez.

—Le voy a hablar con toda sinceridad, senador —dijo él—. Haga usted lo mismo y así ganaremos tiempo los dos.

—La recomendación está de más —dijo Landa—. Yo no miento nunca.

—El general Espina fue detenido, todos los oficiales que le habían prometido ayuda se han reconciliado con el régimen —dijo él—. No queremos que esto trascienda, senador. Concretamente, vengo a proponerle que reafirme su lealtad al régimen y que mantenga su posición de líder parlamentario. En dos palabras, que se olvide de lo que ha ocurrido.

—Primero tengo que saber qué ha ocurrido —dijo Landa; tenía las manos en las rodillas, permanecía absolutamente inmóvil.

—Usted está cansado, yo estoy cansado —murmuró él—. ¿No podemos ganar tiempo, senador?

—Saber de qué se me acusa, primero —repitió Landa, secamente.

—De haber servido de enlace entre Espina y los jefes de las guarniciones comprometidas —dijo él, con un dejo resignado—. De haber conseguido dinero y haber invertido su propio dinero en este asunto. De haber reunido, en esta casa y en Olave, a la veintena de conspiradores civiles que ahora están detenidos. Tenemos declaraciones firmadas, cintas grabadas, todas las pruebas que usted quiera. Pero ya no se trata de eso, no queremos explicaciones. El Presidente está dispuesto a olvidar todo esto.

—Se trata de no tener en el Senado a un enemigo que conoce al régimen en cuerpo y alma —murmuró Landa, mirándolo fijamente a los ojos.

—Se trata de no quebrar la mayoría parlamentaria —dijo él—. Además, su prestigio, su nombre y sus influencias son necesarias al régimen. Sólo hace falta que usted acepte, senador, y no ha pasado nada.

—¿Y si me niego a seguir colaborando? —murmuró Landa, en voz casi inaudible.

—Tendría usted que salir del país —dijo él, con un gesto contrariado—. Tampoco necesito recordarle que usted tiene muchos intereses relacionados con el Estado, senador.

—Primero el atropello, después el chantaje —dijo Landa—. Reconozco sus métodos, Bermúdez.

—Usted es un político experimentado y un buen jugador, sabe de sobra lo que le conviene —dijo él, con calma—. No perdamos tiempo, senador.

—¿Cuál va a ser la situación de los detenidos? —murmuró Landa—. No los militares, que, por lo visto, arreglaron bien sus cosas. Los otros.

—El régimen tiene consideración especial con usted, porque le debemos servicios —dijo él—. Ferro y los demás deben al régimen todo lo que son. Se estudiarán los antecedentes de cada uno y según eso se tomarán medidas.

—¿Qué clase de medidas? —dijo el senador—. Esa gente confió en mí como yo confié en esos generales.

—Medidas preventivas, no queremos encarnizarnos contra nadie —dijo él—. Quedarán detenidos por un tiempo, algunos serán desterrados. Ya ve, nada muy serio. Todo dependerá, por supuesto, de la actitud suya.

—Hay algo más —vaciló apenas el senador—. Es decir...

—¿Zavala? —dijo él y vio a Landa pestañear, varias veces—. No está detenido y, si usted se aviene a colaborar, él tampoco será molestado. Esta mañana conversé con él y está ansioso por reconciliarse con el régimen. Debe estar en su casa ahora. Hable usted con él, senador.

—No puedo darle una respuesta ahora —dijo Landa, luego de unos segundos—. Deme algunas horas, para reflexionar.

—Todas las que usted quiera —dijo él, levantándose—. Lo llamaré esta noche, o mañana, si prefiere.

—¿Sus soplones me van a dejar en paz hasta entonces? —dijo Landa, abriendo la puerta del jardín.

—No está usted detenido, ni siquiera vigilado; puede ir donde quiera, hablar con quien quiera. Hasta luego, senador —salió y cruzó el jardín, sintiéndolas a su alrededor, elásticas y fragantes, yendo y viniendo y volviendo entre las matas de flores, rápidas y húmedas bajo los arbustos—. Ludovico, Hipólito, despierten; a la Prefectura, rápido. Quiero que me controle las llamadas de Landa, Lozano.

—No se preocupe, don Cayo —dijo Lozano, alcanzándole una silla—. Tengo un patrullero y tres agentes ahí. El teléfono está intervenido hace dos semanas.

—Consígame un vaso de agua, por favor —dijo él—. Tengo que tomar una pastilla.

—El prefecto le preparó este resumen sobre la situación en Lima —dijo Lozano—. No, no hay ninguna noticia de Velarde. Debe haber cruzado la frontera. Uno solo de cuarenta y seis, don Cayo. Todos los otros fueron detenidos, y sin incidentes.

—Hay que mantenerlos incomunicados, aquí y en provincias —dijo él—. En cualquier momento van a comenzar las llamadas de los padrinos. Ministros, diputados.

—Ya comenzaron, don Cayo —dijo Lozano—. Acaba de llamar el senador Arévalo. Quería ver al doctor Ferro. Le dije que nadie podía verlo sin autorización de usted.

—Sí, échemelos a mí —bostezó él—. Ferro tiene amarrada a mucha gente y van a mover cielo y tierra para sacarlo.

—Su mujer se presentó aquí esta mañana —dijo Lozano—. De armas tomar. Amenazando con el Presidente, con los ministros. Una señora muy guapa, don Cayo.

—Ni sabía que Ferrito era casado —dijo él—. ¿Muy guapa, ah sí? La tendría escondida por eso.

—Se lo nota agotado, don Cayo —dijo Lozano—. Por qué no va a descansar un rato. No creo que haya nada importante hoy.

—¿Se acuerda hace tres años, cuando los rumores sobre el levantamiento en Juliaca? —dijo él—. Nos pasamos cuatro noches sin dormir y como si nada. Estoy envejeciendo, Lozano.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —y el rostro expeditivo y servicial de Lozano se endulzó—. Sobre los rumores que corren. Que habrá cambio de gabinete, que usted subirá a Gobierno. No necesito decirle lo bien que ha caído esa noticia en el cuerpo, don Cayo.

—No creo que le convenga al Presidente que yo sea ministro —dijo él—. Voy a tratar de desanimarlo. Pero si él se empeña, no tendré más remedio que aceptar.

—Sería magnífico —sonrió Lozano—. Usted ha visto qué falta de coordinación ha habido a veces por la poca experiencia de los ministros. Con el general Espina, con el doctor Arbeláez. Con usted será otra cosa, don Cayo.

—Bueno, voy a descansar un rato a San Miguel —dijo él—. ¿Quiere llamar a Alcibíades y decírselo? Que me despierte sólo si hay algo muy urgente.

—Perdón, que me quedé dormido otra vez —balbuceó Ludovico, sacudiendo a Hipólito—. ¿A San Miguel? Sí, don Cayo.

—Váyanse a descansar y recójanme aquí a las siete de la noche —dijo él—. ¿La señora está en el baño? Sí, prepárame algo de comer, Símula. Hola, chola. Voy a dormir un rato. Estoy en ayunas hace veinticuatro horas.

—Tienes una cara espantosa —se rió Hortensia—. ¿Te portaste bien anoche?

—Te engañé con el ministro de Guerra —murmuró él, escuchando en sus oídos un zumbido tenaz y secreto, contando los latidos desiguales de su corazón—. Que me traigan algo de comer de una vez, estoy cayéndome de sueño.

—Deja que te arregle la cama —Hortensia sacudía las sábanas, cerraba la cortina y él sintió como si se deslizara por una pendiente rocosa, y, a lo lejos, percibía bultos moviéndose en la oscuridad; siguió resbalando, hundiéndose, y de pronto se sintió agredido, brutalmente extraído de ese refugio ciego y denso—. Hace cinco minutos que te grito, Cayo. De la Prefectura, dicen que es urgente.

—El senador Landa está en la embajada argentina desde hace media hora, don Cayo —sentía agujas en las pupilas, la voz de Lozano martillaba cruelmente en sus oídos—. Entró por una puerta de servicio. Los agentes no sabían que daba a la embajada. Lo siento mucho, don Cayo.

—Quiere escándalo, quiere vengarse de la humillación —lentamente recuperaba la noción de sus sentidos, de sus miembros, pero su voz le parecía la de otro—. Que su gente siga ahí, Lozano. Si sale, deténgalo y que lo lleven a la Prefectura. Si Zavala sale de su casa, deténgalo también. ¿Aló, Alcibíades? Localíceme cuanto antes al doctor Lora, doctorcito, me precisa verlo ahora mismo. Dígale que llegaré a su oficina dentro de media hora.

—La esposa del doctor Ferro lo está esperando, don Cayo —dijo el doctor Alcibíades—. Le he indicado que usted no va a venir, pero no quiere irse.

—Sáquesela de encima y ubique al doctor Lora de inmediato —dijo él—. Símula, corre a decir a los guardias de la esquina que necesito el patrullero en el acto.

—¿Qué pasa, qué apuro es ése? —dijo Hortensia, levantando el piyama que él acababa de tirar al suelo.

—Problemas —dijo él, poniéndose las medias—. ¿Cuánto rato he dormido?

—Una hora, más o menos —dijo Hortensia—. Debes estar muerto de hambre. ¿Te hago calentar el almuerzo?

—No tengo tiempo —dijo él—. Sí, al Ministerio de Relaciones Exteriores, sargento, y a toda velocidad. No se pare en el semáforo, hombre, tengo mucha prisa. El ministro me está esperando, le hice avisar que venía.

—El ministro está en una reunión, no creo que pueda recibirlo —el joven de anteojos, vestido de gris, lo examinó de pies a cabeza, con desconfianza—. ¿De parte de quién?

—Cayo Bermúdez —dijo él, y vio al joven levantarse de un brinco y desaparecer tras una puerta lustrosa—. Siento invadir así su oficina, doctor Lora. Es muy importante, se trata de Landa.

—¿De Landa? —le estiró la mano el hombrecito calvo, bajito, sonriente—. No me diga que...

—Sí, está en la embajada argentina hace una hora —dijo él—. Pidiendo asilo, probablemente. Quiere hacer ruido y crearnos problemas.

—Bueno, lo mejor será darle el salvoconducto de inmediato —dijo el doctor Lora—. Al enemigo que huye, puente de plata, don Cayo.

—De ninguna manera —dijo él—. Hable usted con el embajador, doctor. Deje bien claro que no está perseguido, asegúrele que Landa puede salir del país con su pasaporte cuando quiera.

—Sólo puedo comprometer mi palabra si esa promesa se va a cumplir, don Cayo —dijo el doctor Lora, sonriendo con reticencia—. Imagínese en qué situación quedaría el gobierno si...

—Se va a cumplir —dijo él, rápidamente, y vio que el doctor Lora lo observaba, dudando. Por fin, dejó de sonreír, suspiró, y tocó un timbre.

—Precisamente el embajador está en el teléfono —el joven de gris cruzó el despacho con una sonrisita lampiña, hizo una especie de genuflexión—. Qué coincidencia, ministro.

—Bueno, ya sabemos que ha pedido asilo —dijo el doctor Lora—. Sí, mientras yo hablo con el embajador, puede usted telefonear desde la secretaría, don Cayo.

—¿Puedo usar su teléfono un momento? Quisiera hablar a solas, por favor —dijo él, y vio enrojecer violentamente al joven de gris, lo vio asentir con ojos ofendidos y partir—. Es posible que Landa salga de la embajada de un momento a otro, Lozano. No lo molesten. Téngame informado de sus movimientos. Estaré en mi oficina, sí.

—Entendido, don Cayo —el joven se paseaba por el corredor, esbelto, largo, gris—. ¿Tampoco a Zavala, si sale de su casa? Bien, don Cayo.

—En efecto, había pedido asilo —dijo el doctor Lora—. El embajador estaba asombrado. Landa, uno de los líderes parlamentarios, no podía creerlo. Se ha quedado conforme con la promesa de que no será detenido y de que podrá viajar cuando quiera.

—Me quita usted un gran peso de encima, doctor —dijo él—. Ahora voy a tratar de remachar este asunto. Muchas gracias, doctor.

—Aunque no sea el momento, quiero ser el primero en felicitarlo —dijo el doctor Lora, sonriendo—. Me dio mucho gusto saber que entrará al gabinete en Fiestas Patrias, don Cayo.

—Son simples rumores —dijo él—. No hay nada decidido aún. El Presidente no me ha hablado todavía, y tampoco sé si aceptaré.

—Todo está decidido y todos nos sentimos muy complacidos —dijo el doctor Lora, tomándolo del brazo—. Usted tiene que sacrificarse y aceptar. El Presidente confía en usted, y con razón. Hasta pronto, don Cayo.

—Hasta luego, señor —dijo el joven de gris, con una venia.

—Hasta luego —dijo él, y tirando un violento jalón con sus mismas manos lo castró y arrojó el bulto gelatinoso a Hortensia: cómetelo—. Al Ministerio de Gobierno, sargento. ¿Las secretarias se fueron ya? Qué pasa, doctorcito, está usted lívido.

—La France Presse, la Associated Press, la United Press, todas dan la noticia, don Cayo, mire los cables —dijo el doctor Alcibíades—. Hablan de decenas de detenidos. ¿De dónde, don Cayo?

—Están fechados en Bolivia, ha sido Velarde, el abogadito ese —dijo él—. Pudiera ser Landa, también. ¿A qué hora comenzaron a recibir esos cables las agencias?

—Hace apenas una media hora —dijo el doctor Alcibíades—. Los corresponsales ya empezaron a llamarnos. Van a caer aquí de un momento a otro. No, todavía no han enviado esos cables a las radios.

—Ya es imposible guardar esto secreto, habrá que dar un comunicado oficial —dijo él—. Llame a las agencias, que no distribuyan esos cables, que esperen el comunicado. Llámeme a Lozano y a Paredes, por favor.

—Sí, don Cayo —dijo Lozano—. El senador Landa acaba de entrar a su casa.

—No lo dejen salir de allá —dijo él—. ¿Seguro que no habló con ningún corresponsal extranjero por teléfono? Sí, estaré en Palacio, llámeme allá.

—El comandante Paredes en el otro teléfono, don Cayo —dijo el doctor Alcibíades.

—Te adelantaste un poco, la farra de esta noche tendrá que esperar —dijo él—. ¿Viste los cables? Sí, ya sé de dónde. Velarde, un arequipeño que se escapó. No dan nombres, sólo el de Espina.

—Acabamos de leerlos con el general Llerena y estamos yendo a Palacio —dijo el comandante Paredes—. Esto es grave. El Presidente quería evitar a toda costa que se divulgara el asunto.

—Hay que sacar un comunicado desmintiendo todo —dijo él—. Todavía no es tarde, si se llega a un acuerdo con Espina y con Landa. ¿Qué hay del Serrano?

—Está reacio, el general Pinto ha hablado dos veces con él —dijo Paredes—. Si el Presidente está de acuerdo, el general Llerena le hablará también. Bueno, nos vemos en Palacio, entonces.

—¿Ya sale, don Cayo? —dijo el doctor Alcibíades—. Me olvidaba de algo. La señora del doctor Ferro. Estuvo aquí toda la tarde. Dijo que volvería y que se pasaría toda la noche sentada, aunque fuera.

—Si vuelve, hágala botar con los guardias —dijo él—. Y no se mueva de aquí, doctorcito.

—¿Está usted sin auto? —dijo el doctor Alcibíades—. ¿Quiere llevarse el mío?

—No sé manejar, tomaré un taxi —dijo él—. Sí, maestro, a Palacio.

—Pase, don Cayo —dijo el mayor Tijero—. El general Llerena, el doctor Arbeláez y el comandante Paredes lo están esperando.

—Acabo de hablar con el general Pinto, su conversación con Espina ha sido bastante positiva —dijo el comandante Paredes—. El Presidente está con el canciller.

—Las radios extranjeras están dando la noticia de una conspiración abortada —dijo el general Llerena—. Ya ve, Bermúdez, tantas contemplaciones con los pícaros para guardar el secreto, y no sirvió de nada.

—Si el general Pinto llega a un acuerdo con Espina, la noticia quedará desmentida automáticamente —dijo el comandante Paredes—. Todo el problema está ahora en Landa.

—Usted es amigo del senador, doctor Arbeláez —dijo él—. Landa tiene confianza en usted.

—He hablado por teléfono con él hace un momento —dijo el doctor Arbeláez—. Es un hombre orgulloso y no quiso escucharme. No hay nada que hacer con él, don Cayo.

—¿Se le está dando una salida que lo favorece y no quiere aceptar? —dijo el general Llerena—. Hay que detenerlo antes que haga escándalo, entonces.

—Yo me he comprometido a conseguir que esto no trascienda y voy a cumplirlo —dijo él—. Ocúpese usted de Espina, general, y déjeme a Landa a mí.

—Lo llaman por teléfono, don Cayo —dijo el mayor Tijero—. Sí, por aquí.

—El sujeto habló hace un momento con el doctor Arbeláez —dijo Lozano—. Algo que le va a sorprender, don Cayo. Sí, aquí le hago escuchar la cinta.

—Por ahora no puedo hacer otra cosa que esperar —dijo el doctor Arbeláez—. Pero si pones como condición para reconciliarte con el Presidente que despidan al chacal de Bermúdez, estoy seguro que accederá.

—No deje entrar a nadie a casa de Landa, salvo a Zavala, Lozano —dijo él—. ¿Estaba usted durmiendo, don Fermín? Siento despertarlo, pero es urgente. Landa no quiere llegar a un acuerdo con nosotros y nos está creando dificultades. Necesitamos convencer al senador que se calle la boca. ¿Se da cuenta lo que voy a pedirle, don Fermín?

—Claro que me doy cuenta —dijo don Fermín.

—Han comenzado a correr rumores en el extranjero y no queremos que prosperen —dijo él—. Hemos llegado a un entendimiento con Espina, sólo falta hacer entrar en razón al senador. Usted puede ayudarnos, don Fermín.

—Landa puede darse el lujo de hacer desplantes —dijo don Fermín—. Su dinero no depende del gobierno.

—Pero el suyo sí —dijo él—. Ya ve, la cosa es urgente y tengo que hablarle así. ¿Le basta que me comprometa a que todos sus contratos con el Estado sean respetados?

—¿Qué garantía tengo de que esa promesa se va a cumplir? —dijo don Fermín.

—En este momento, sólo mi palabra —dijo él—. Ahora no puedo darle otra garantía.

—Está bien, acepto su palabra —dijo don Fermín—. Voy a hablar con Landa. Si sus soplones me dejan salir de mi casa.

—Acaba de llegar el general Pinto, don Cayo —dijo el mayor Tijero.

—Espina se ha mostrado bastante racional, Cayo —dijo Paredes—. Pero el precio es alto. Dudo que el Presidente acepte.

—La embajada en España —dijo el general Pinto—. Dice que, en su condición de general y de ex ministro, la agregaduría militar en Londres sería rebajarlo de categoría.

—Nada más que eso —dijo el general Llerena—. La embajada en España.

—Está vacante y quién mejor que Espina para ocuparla —dijo él—. Hará un excelente papel. Estoy seguro que el doctor Lora estará de acuerdo.

—Lindo premio por haber intentado poner al país a sangre y fuego —dijo el general Llerena.

—¿Qué mejor desmentido para las noticias que corren que publicar mañana el nombramiento de Espina como embajador en España? —dijo él.

—Si usted permite, yo pienso lo mismo, general —dijo el general Pinto—. Espina ha puesto esa condición y no aceptará otra. La alternativa sería enjuiciarlo o desterrarlo. Y cualquier medida disciplinaria contra él tendría un efecto negativo entre muchos oficiales.

—Aunque no siempre coincidimos, don Cayo, esta vez estoy de acuerdo con usted —dijo el doctor Arbeláez—. Yo veo así el problema. Si se ha decidido no tomar sanciones y buscar la reconciliación, lo mejor es dar al general Espina una misión de acuerdo con su rango.

—De todos modos, el asunto Espina está resuelto —dijo Paredes—. ¿Qué hay de Landa? Si no se le tapa la boca a él, todo habrá sido en vano.

—¿Se le va a premiar con una embajada a él también? —dijo el general Llerena.

—No creo que le interese —dijo el doctor Arbeláez—. Ha sido embajador varias veces ya.

—No veo cómo podemos publicar un desmentido a los cables, si Landa va a desmentir el desmentido mañana —dijo Paredes.

—Sí, mayor, quisiera telefonear a solas —dijo él—. ¿Aló, Lozano? Suspenda el control del teléfono del senador. Voy a hablar con él y esta conversación no debe ser grabada.

—El senador Landa no está, habla su hija —dijo la inquieta voz de la muchacha y él apresuradamente la ató, con atolondrados nudos ciegos que hincharon sus muñecas, sus pies—. ¿Quién lo llama?

—Pásemelo inmediatamente, señorita, hablan de Palacio, es muy urgente —Hortensia tenía lista la correa, Queta también, él también—. Quiero informarle que Espina ha sido nombrado embajador en España, senador. Espero que esto disipe sus dudas y que cambie de actitud. Nosotros seguimos considerándolo un amigo.

—A un amigo no se le tiene detenido —dijo Landa—. ¿Por qué está rodeada mi casa? ¿Por qué no se me deja salir? ¿Y las promesas de Lora al embajador? ¿No tiene palabra el canciller?

—Están corriendo rumores en el extranjero sobre lo ocurrido y queremos desmentirlos —dijo él—. Supongo que Zavala estará con usted y que ya le habrá explicado que todo depende de usted. Dígame cuáles son sus condiciones, senador.

—Libertad incondicional para todos mis amigos —dijo Landa—. Promesa formal de que no serán molestados ni despedidos de los cargos que ocupan.

—Con la condición de que ingresen al Partido Restaurador los que no están inscritos —dijo él—. Ya ve, no queremos una reconciliación aparente, sino real. Usted es uno de los líderes del partido de gobierno, que sus amigos entren a formar parte de él. ¿Está de acuerdo?

—Quién me garantiza que, apenas haya dado un paso para restablecer mis relaciones con el régimen, no se utilizará esto para perjudicarme políticamente —dijo Landa—. Que no se me querrá chantajear de nuevo.

—En Fiestas Patrias deben renovarse las directivas de ambas Cámaras —dijo él—. Le ofrezco la presidencia del Senado. ¿Quiere más pruebas de que no se tomará ninguna represalia?

—No me interesa la presidencia del Senado —dijo Landa y él respiró: todo rencor se había eclipsado de la voz del senador—. Tengo que pensarlo, en todo caso.

—Me comprometo a que el Presidente apoye su candidatura —dijo él—. Le doy mi palabra que la mayoría lo elegirá.

—Está bien, que desaparezcan los soplones que rodean mi casa —dijo Landa—. ¿Qué debo hacer?

—Venir a Palacio de inmediato, los líderes parlamentarios están reunidos con el Presidente y sólo falta usted —dijo él—. Por supuesto, será recibido con la amistad de siempre, senador.

—Sí, los parlamentarios ya están llegando, don Cayo —dijo el mayor Tijero.

—Llévele este papel al Presidente, mayor —dijo él—. El senador Landa asistirá a la reunión. Sí, él mismo. Se arregló, felizmente, sí.

—¿Es cierto? —dijo Paredes, pestañeando—. ¿Viene aquí?

—Como hombre del régimen que es, como líder de la mayoría que es —murmuró él—. Sí, debe estar llegando. Para ganar tiempo, habría que ir redactando el comunicado. No ha habido tal conspiración, citar los telegramas de adhesión de los jefes del Ejército. Usted es la persona más indicada para redactar el comunicado, doctor.

—Lo haré, con mucho gusto —dijo el doctor Arbeláez—. Pero como usted ya es prácticamente mi sucesor, debería irse entrenando a redactar comunicados, don Cayo.

—Lo hemos estado correteando de un sitio a otro, don Cayo —dijo Ludovico—. De San Miguel a la plaza Italia, de la plaza Italia aquí.

—Estará usted muerto, don Cayo —dijo Hipólito—. Nosotros dormimos siquiera unas horitas en la tarde.

—Ahora me toca a mí —dijo él—. La verdad, me lo he ganado. Vamos al Ministerio un momento, y después a Chaclacayo.

—Buenas noches, don Cayo —dijo el doctor Alcibíades—. Aquí la señora Ferro no quiere...

—¿Entregó el comunicado a la prensa y a las radios? —dijo él.

—Lo estoy esperando desde las ocho de la mañana y son las nueve de la noche —dijo la mujer—. Tiene usted que recibirme aunque sea sólo diez minutos, señor Bermúdez.

—Le he explicado a la señora Ferro que usted está muy ocupado —dijo el doctor Alcibíades—. Pero ella no...

—Está bien, diez minutos, señora —dijo él—. ¿Quiere venir un momento a mi oficina, doctorcito?

—Ha estado en el pasillo cerca de cuatro horas —dijo el doctor Alcibíades—. Ni por las buenas ni por las malas, don Cayo, no ha habido forma.

—Le dije que la sacara con los guardias —dijo él.

—Lo iba a hacer, pero como me llegó el comunicado anunciando el nombramiento del general Espina, pensé que la situación había cambiado —dijo el doctor Alcibíades—. Que a lo mejor el doctor Ferro sería puesto en libertad.

—Sí, ha cambiado, y habrá que soltar a Ferrito también —dijo él—. ¿Hizo circular el comunicado?

—A todos los diarios, agencias y radios —dijo el doctor Alcibíades—. Radio Nacional lo ha pasado ya. ¿Le digo a la señora que su esposo va a salir y la despacho?

—Yo le daré la buena noticia —dijo él—. Bueno, esta vez sí está terminado el asunto. Debe estar rendido, doctorcito.

—La verdad que sí, don Cayo —dijo el doctor Alcibíades—. Llevo casi tres días sin dormir.

—Los que nos ocupamos de la seguridad somos los únicos que trabajan de veras en este gobierno —dijo él.

—¿De veras que el senador Landa asistió a la reunión de parlamentarios en Palacio? —dijo el doctor Alcibíades.

—Estuvo cinco horas en Palacio y mañana saldrá una foto de él saludando al Presidente —dijo él—. Costó trabajo pero, en fin, lo conseguimos. Haga pasar a esa dama y váyase a descansar, doctorcito.

—Quiero saber qué pasa con mi esposo —dijo resueltamente la mujer y él pensó no viene a pedir ni a lloriquear, viene a pelear—. Por qué lo ha hecho usted detener, señor Bermúdez.

—Si las miradas mataran ya sería yo cadáver —sonrió él—. Calma, señora. Asiento. No sabía que el amigo Ferro era casado. Y menos que tan bien casado.

—Respóndame ¿por qué lo ha hecho detener? —repitió con vehemencia la mujer y él ¿qué es lo que pasa?—. ¿Por qué no me han dejado verlo?

—La va a sorprender, pero, con el mayor respeto, voy a preguntarle algo —¿un revólver en la cartera?, ¿sabe algo que yo no sé?—. ¿Cómo puede estar casada con el amigo Ferro una mujer como usted, señora?

—Mucho cuidado, señor Bermúdez, no se equivoque conmigo —alzó la voz la mujer: no estaría acostumbrada, sería la primera vez—. No le permito que me falte, ni que hable mal de mi esposo.

—No hablo mal de él, estoy hablando bien de usted —dijo él y pensó está aquí casi a la fuerza, asqueada de haber venido, la han mandado—. Disculpe, no quería ofenderla.

—Por qué está preso, cuándo lo va a soltar —repitió la mujer—. Dígame qué van a hacer con mi marido.

—A esta oficina sólo vienen policías y funcionarios —dijo él—. Rara vez una mujer, y nunca una como usted. Por eso estoy tan impresionado con su visita, señora.

—¿Va a seguir burlándose de mí? —murmuró, trémula, la mujer—. No sea usted prepotente, no abuse, señor Bermúdez.

—Está bien, señora, su esposo le explicará por qué fue detenido —¿qué es lo que quería, en el fondo; a qué no se atrevía?—. No se preocupe por él. Se lo trata con toda consideración, no le falta nada. Bueno, le falta usted, y eso sí que no podemos reemplazárselo, desgraciadamente.

—Basta de groserías, está hablando con una señora —dijo la mujer y él se decidió, ahora lo va a decir, hacer—. Trate de portarse como un caballero.

—No soy un caballero, y usted no ha venido a enseñarme modales sino a otra cosa —murmuró él—. Sabe de sobra por qué está detenido su esposo. Dígame de una vez a qué ha venido.

—He venido a proponerle un negocio —balbuceó la mujer—. Mi esposo tiene que salir del país mañana. Quiero saber sus condiciones.

—Ahora está más claro —asintió él—. ¿Mis condiciones para soltar a Ferrito? ¿Es decir, cuánto dinero?

—Le he traído los pasajes para que los vea —dijo ella, con ímpetu—. El avión a Nueva York, mañana a las diez. Tiene que soltarlo esta misma noche. Ya sé que usted no acepta cheques. Es todo lo que he podido reunir.

—No está mal, señora —me estás matando a fuego lento, clavándome alfileres en los ojos, despellejándome con las uñas: la desnudó, amarró, acuclilló y pidió el látigo—. Y, además, en dólares. ¿Cuánto hay aquí? ¿Mil, dos mil?

—No tengo más en efectivo, no tenemos más —dijo la mujer—. Podemos firmarle un documento, lo que usted diga.

—Dígame francamente lo que ocurre y así podremos entendernos —dijo él—. Conozco a Ferrito hace años, señora. Usted no está haciendo esto por el asunto de Espina. Hábleme con franqueza. ¿Cuál es el problema?

—Tiene que salir del Perú, tiene que tomar ese avión mañana y usted sabe por qué —dijo rápidamente la mujer—. Está entre la espada y la pared y usted lo sabe. No es un favor, señor Bermúdez, es un negocio. Cuáles son sus condiciones, qué otra cosa debemos hacer.

—No sacó esos pasajes por si la revolución fallaba, no es un viaje de turismo —dijo él—. Ya veo, está metido en algo mucho peor. No es el contrabando tampoco, eso se arregló, yo lo ayudé a tapar la cosa. Ya voy entendiendo, señora.

—Abusaron de su buena fe, prestó su nombre y ahora todo recae sobre él —dijo la mujer—. Me cuesta mucho hacer esto, señor Bermúdez. Tiene que salir del país, usted lo sabe de sobra.

—Las urbanizaciones del Sur Chico —dijo él—. Claro, señora, ahora sí. Ahora veo por qué se metió Ferrito a conspirar con Espina. ¿Espina le ofreció sacarlo del apuro si lo ayudaba?

—Han sentado ya las denuncias, los miserables que lo metieron en esto se mandaron mudar —dijo la mujer, con la voz rota—. Son millones de soles, señor Bermúdez.

—Sí sabía, señora, pero no que la catástrofe estaba tan cerca —asintió él—. ¿Los argentinos que eran sus socios se largaron? Y Ferrito se iba a ir, también, dejando colgados a los cientos de tipos que compraron esas casas que no existen. Millones de soles, claro. Ya sé por qué se metió a conspirar, ya sé por qué vino usted.

—Él no puede cargar con la responsabilidad de todo, a él lo engañaron también —dijo la mujer y él pensó va a llorar—. Si no toma el avión…

—Se quedará adentro mucho tiempo, y no como conspirador, sino como estafador —se apenó él, asintiendo—. Y todo el dinero que ha sacado se pudrirá en el extranjero.

—No ha sacado ni un medio —alzó la voz la mujer—. Abusaron de su buena fe. Este negocio lo ha arruinado.

—Ya entiendo por qué se atrevió a venir —repitió él, suavemente—. Una señora como usted a venir donde mí, a rebajarse así. Para no estar aquí cuando estalle el escándalo, para no ver su apellido en las páginas policiales.

—No por mí, sino por mis hijos —rugió la mujer; pero respiró hondo y bajó la voz—. No he podido reunir más. Acepte esto como un adelanto, entonces. Le firmaremos un documento, lo que usted diga.

—Guárdese esos dólares para el viaje, Ferrito y usted los necesitan más que yo —dijo él, muy lentamente, y vio inmovilizarse a la mujer, y vio sus ojos, sus dientes—. Además, usted vale mucho más que todo ese dinero. Está bien, es un negocio. No grite, no llore, dígame sí o no. Pasamos un rato juntos, vamos a sacar a Ferro, mañana toman el avión.

—Cómo se atreve, canalla —y vio su nariz, sus manos, sus hombros y pensó no grita, no llora, no se asombra, no se va—. Cholo miserable, cobarde.

—No soy un caballero, ése es el precio, esto lo sabía usted también —murmuró él—. Puedo garantizarle la más absoluta discreción, desde luego. No es una conquista, es un negocio, tómelo así. Y decídase de una vez, ya se pasaron los diez minutos, señora.

—¿A Chaclacayo? —dijo Ludovico—. Muy bien, don Cayo, a San Miguel.

—Sí, me quedo aquí —dijo él—. Váyanse a dormir, vengan a buscarme a las siete. Por aquí, señora. Se va a helar si sigue en el jardín. Entre un momento, cuando quiera irse llamaré un taxi y la acompañaré a su casa.

—Buenas noches, señor, perdóneme la facha, estaba acostándome —dijo Carlota—. La señora no está, salió temprano con la señorita Queta.

—Saca un poco de hielo y anda a acostarte, Carlota —dijo él—. Pase, no se quede en la puerta, siéntese, voy a prepararle una copa. ¿Con agua, con soda? Puro, entonces, igual que yo.

—¿Qué significa esto? —articuló por fin la mujer, rígida—. ¿Dónde me ha traído?

—¿No le gusta la casa? —sonrió él—. Bueno, usted debe estar acostumbrada a sitios más elegantes.

—¿Quién es esa mujer por la que usted ha preguntado? —susurró la mujer, ahogándose.

—Mi querida, se llama Hortensia —dijo él—. ¿Un cubito de hielo, dos? Salud, señora. Vaya, no quería usted beber y se vació la copa de golpe. Le preparo otro, entonces.

—Ya sabía, ya me habían advertido, es la persona más vil y canalla que existe —dijo la mujer, a media voz—. ¿Qué es lo que quiere? ¿Humillarme? ¿Para eso me trajo aquí?

—Para que tomemos unos tragos y charlemos —dijo él—. Hortensia no es una chola grosera, como yo. No es tan refinada y decente como usted, pero es bastante presentable.

—Siga, qué más —dijo la mujer—. Hasta dónde más. Siga.

—Esto la asquea por tratarse de mí, sobre todo —dijo él—. Si yo hubiera sido alguien como usted quizá no tendría tanta repugnancia ¿no?

—Sí —los dientes de la mujer dejaron de chocar un segundo, sus labios de temblar—. Pero un hombre decente no hubiera hecho una canallada así.

—No es la idea de acostarse con otro lo que le da náuseas, es la idea de acostarse con un cholo —dijo él, bebiendo—. Espere, voy a llenarle el vaso.

—¿Qué espera? Ya basta, dónde tiene la cama en la que cobra sus chantajes —dijo la mujer—. ¿Cree que si sigo tomando voy a sentir menos asco?

—Ahí llega Hortensia —dijo él—. No se levante, no es necesario. Hola, chola. Te presento a la dama sin nombre. Ésta es Hortensia, señora. Un poco borrachita, pero ya ve, bastante presentable.

—¿Un poco? La verdad es que me estoy cayendo —se rió Hortensia—. Encantada, dama sin nombre, mucho gusto. ¿Llegaron hace mucho rato?

—Hace un momento —dijo él—. Siéntate, te voy a servir un trago.

—No creas que lo pregunto por celos, dama sin nombre, sólo por curiosidad —se rió Hortensia—. De las mujeres guapas nunca tengo celos. Uy, estoy rendida. ¿Quieres fumar?

—Ten, para que te repongas —dijo él, alcanzándole el vaso—. ¿Dónde estuviste?

—En la fiesta de Lucy —dijo Hortensia—. Hice que Queta me trajera porque ya estaban todos locos. La loca de Lucy hizo un strip-tease completito, te juro. Salud, dama sin nombre.

—Cuando el amigo Ferro se entere, le va a dar a Lucy una paliza —dijo él, sonriendo—. Lucy es una amiga de Hortensia, señora, la querida de un sujeto que se llama Ferro.

—Qué la va a matar, al contrario —dijo Hortensia, con una carcajada, volviéndose hacia la mujer—. Le encanta que Lucy haga locuras, es un vicioso. ¿No te acuerdas, cholo, el día que Ferrito hizo bailar a Lucy desnuda, aquí, en la mesa del comedor? Oye, cómo secas los vasos, dama sin nombre. Sírvele otra copa a tu invitada, tacaño.

—Tipo simpático el amigo Ferro —dijo él—. Incansable cuando se trata de farra.

—Cuando se trata de mujeres, sobre todo —dijo Hortensia—. No fue a la fiesta, Lucy estaba furiosa y dijo que si no llegaba hasta las doce lo llamaría a su casa y le haría un escándalo. Esto está muy aburrido, pongamos un poco de música.

—Tengo que irme —balbuceó la mujer, sin levantarse del asiento, sin mirar a ninguno de los dos—. Consígame un taxi, por favor.

—¿Sola en un taxi a esta hora? —dijo Hortensia—. ¿No tienes miedo? Todos los choferes son unos bandidos.

—Primero voy a hacer una llamada —dijo él—. ¿Aló, Lozano? Quiero que a las siete de la mañana me ponga en libertad al doctor Ferro. Sí, ocúpese usted mismo, Lozano. A las siete en punto. Eso es todo, Lozano, buenas noches.

—¿A Ferro, a Ferrito? —dijo Hortensia—. ¿Está preso Ferrito?

—Llámale un taxi a la dama sin nombre y cierra la boca, Hortensia —dijo él—. No se preocupe por el chofer, señora. La haré acompañar por el policía de la esquina. La deuda está pagada ya.