IV

 

YA ERA hora, Ambrosio —dijo Ludovico—. Basta que uno esté jodido para que los amigos le vuelvan la espalda.

—¿Crees que no hubiera venido a verte antes? —dijo Ambrosio—. Sólo supe esta mañana, Ludovico, porque me encontré en la calle a Hipólito.

—¿Ese hijo de puta te contó? —dijo Ludovico—. Pero no te contaría todo.

—Qué es de Ludovico, qué pasó —dijo Ambrosio—. Un mes que se fue a Arequipa y hasta ahora ni noticia.

—Está vendado de pies a cabeza en el Hospital de Policía —dijo Hipólito—. Los arequipeños lo hicieron una mazamorra.

Era de madrugada todavía cuando el que daba las órdenes pateó la puerta del galpón y gritó ya nos fuimos. Había estrellas, todavía no estaba trabajando la desmotadora, hacía friecito. Trifulcio se enderezó en la tarima, gritó estoy listo y mentalmente le requintó la madre al que daba las órdenes. Dormía vestido, sólo tenía que ponerse la chompa, el saco y los zapatos. Salió al caño a mojarse la cara, pero el vientecito lo desanimó y sólo se enjuagó la boca. Se alisó los pelos crespos, se limpió las legañas con los dedos. Volvió al galpón y Téllez, Urondo y el capataz Martínez ya estaban levantados, protestando por el madrugón. Había luces en la casa-hacienda y la camioneta estaba en la puerta. Las cholas de la cocina les alcanzaron unos tazones de café caliente que bebieron rodeados de perros gruñones. Don Emilio salió a despedirlos, en zapatillas y bata: bueno, muchachos, a portarse bien allá. No se preocupe don Emilio, se portarían bien senador. Arriba, dijo el que daba las órdenes. Téllez se sentó adelante, y atrás Trifulcio, Urondo y el capataz Martínez. Querías la ventana pero entré por la otra puerta y te la gané, Urondo, pensó Trifulcio. No se sentía bien, le dolía el cuerpo. Listo, a Arequipa, dijo el que daba las órdenes. Y arrancó.

—Luxaciones, contusiones, derrames —dijo Ludovico—. Cuando hace la visita, el doctor me da una clase de medicina, Ambrosio. Qué días tan conchesumadre estoy pasando.

—Con Amalia nos estábamos acordando el domingo, justamente —dijo Ambrosio—. De las pocas ganas que tenías de ir a Arequipa.

—Ahora por lo menos puedo dormir —dijo Ludovico—. Los primeros días hasta las uñas me dolían, Ambrosio.

—Pero te has armado, tómalo por ahí —dijo Ambrosio—. Te han molido en acto de servicio y tienen que premiarte.

—¿Y quiénes son ésos de la Coalición? —dijo Téllez.

—Fue en acto de servicio y no fue —dijo Ludovico—. Nos mandaron, pero no nos mandaron. Tú no sabes el burdel que resultó eso, Ambrosio.

—Conténtate con saber que unos mierdas —se rió el que daba las órdenes—. Y que vamos a joderles su manifestación.

—Preguntaba para buscar algún tema de conversación y animar un poco el viaje —dijo Téllez—. Está aburridísimo.

Sí, pensó Trifulcio, aburridísimo. Trataba de dormir, pero la camioneta brincaba y él se andaba golpeando la cabeza contra el techo y el hombro contra la puerta. Tenía que viajar agachado, prendido al espaldar de adelante. Se hubiera sentado en el centro, queriendo joder a Urondo se había jodido él. Porque Urondo, acuñado entre Trifulcio y el capataz Martínez que le amortiguaban los barquinazos, roncaba. Trifulcio miró por la ventana: arenales, la serpentina negra perdiéndose entre nubes de polvo, el mar y gaviotas que se zambullían. Te estás poniendo viejo, pensó, un madrugón y se te oxida todo el cuerpo.

—Unos millonarios que antes le lamían las botas a Odría y ahora quieren fregarle la paciencia —dijo el que daba las órdenes—. Eso es la Coalición.

—¿Y por qué les permite Odría que hagan manifestaciones contra él? —dijo Téllez—. Se ha ablandado mucho. Antes, al que chistaba, calabozo y palo. ¿Por qué ahora ya no?

—Odría les dio la mano y se le subieron hasta el codo —dijo el que daba las órdenes—. Pero hasta aquí nomás llegaron. En Arequipa escarmentarán.

Sobón, pensó Trifulcio, mirando la nuca rapada de Téllez. ¿Qué sabía él de política, qué le importaba la política? Le hacía preguntas de puro adulón. Sacó un cigarrillo y para encenderlo tuvo que empujar a Urondo. Abrió los ojos sobresaltado ¿qué, ya llegamos? Qué iban a llegar, recién acababan de pasar Chala, Urondo.

—Es una historia que no hay por donde contarla, porque todo fueron mentiras —dijo Ludovico—. Todo salió al revés. Nos engañó todo el mundo, hasta don Cayo.

—Tampoco exageres —dijo Ambrosio—. Si alguien se fregó con lo de Arequipa fue él. Perdió el Ministerio y ha tenido que irse del Perú.

—Tu jefe estará feliz con lo que ha pasado ¿no? —dijo Ludovico.

—Claro que sí, don Fermín más que nadie —dijo Ambrosio—. A él no le importaba tanto fregar a Odría como a don Cayo. Tuvo que esconderse unos días, creía que lo iban a detener.

La camioneta entró a Camaná a eso de las siete. Comenzaba a oscurecer y había poca gente en la calle. El que daba las órdenes los llevó de frente a un restaurante. Bajaron, se desperezaron. Trifulcio sentía calambres y escalofríos. El que daba las órdenes escogió el menú, pidió cervezas y dijo voy a hacer averiguaciones. Qué te está pasando, pensó Trifulcio, ninguno de éstos se ha cansado como tú. Téllez, Urondo y el capataz Martínez comían haciendo bromas. Él no tenía hambre, sólo sed. Se tomó un vaso de cerveza sin respirar y se acordó de Tomasa, de Chincha. ¿Pasaremos la noche aquí?, decía Téllez, y Urondo ¿habría bulín en Camaná? Seguramente, dijo el capataz Martínez, bulines e iglesias no faltaban en ninguna parte. Al fin le preguntaron qué te pasa, Trifulcio. Nada, un poco resfriado. Lo que le pasa es que está viejo, dijo Urondo. Trifulcio se rió pero en sus adentros lo odió. Cuando comían el dulce volvió el que daba las órdenes, de malhumor: qué confusión era ésta, quién entendía este enredo.

—Ninguna confusión —dijo el subprefecto—. El ministro Bermúdez en persona me lo explicó por teléfono clarito.

—Pasará un camión con gente del senador Arévalo, subprefecto —dijo Cayo Bermúdez—. Atiéndalos en todo lo que haga falta, por favor.

—Pero el señor Lozano sólo le pidió a don Emilio cuatro o cinco —dijo el que daba las órdenes—. ¿De qué camión habla? ¿Se volvió loco el ministro?

—¿Cinco para romper una manifestación? —dijo el subprefecto—. Alguien se volvió loco, pero no el señor Bermúdez. Me dijo un camión, veinte o treinta tipos. Yo, por si acaso, preparé camas para cuarenta.

—Traté de hablar con don Emilio y ya no está en la hacienda, se fue a Lima —dijo el que daba las órdenes—. Y con el señor Lozano y no está en la Prefectura. Ah, carajo.

—No se preocupe, nosotros cinco bastamos y sobramos —se rió Téllez—. Tómese una cervecita, señor.

—¿Usted no puede conseguirnos algún refuerzo? —dijo el que daba las órdenes.

—Qué esperanza —dijo el subprefecto—. Los camanejos son unos ociosos. Aquí el Partido Restaurador soy yo solito.

—Bueno, ya se verá cómo se arregla este lío —dijo el que daba las órdenes—. Nada de bulín, nada de seguir chupando. A dormir. Hay que estar fresquitos para mañana.

El subprefecto les había preparado alojamiento en la comisaría y apenas llegaron Trifulcio se tumbó en su litera y se envolvió en la frazada. Quieto y abrigado se sintió mejor. Téllez, Urondo y el capataz Martínez habían traído a escondidas una botella y se la pasaban de cama a cama, conversando. Él los oía: si habían pedido un camión la cosa sería brava, decía Urondo. Bah, el senador Arévalo les dijo trabajo fácil, muchachos, y hasta ahora nunca nos engañó, decía el capataz Martínez. Además, si algo fallaba para eso estaban los cachacos, decía Téllez. ¿Sesenta, sesenta y cinco?, pensaba Trifulcio, ¿cuántos tendré ya?

—Me fue mal desde que tomamos el avión aquí —dijo Ludovico—. Se movía tanto que me descompuse y le vomité encima a Hipólito. Llegué a Arequipa hecho una ruina. Tuve que entonarme con unos piscachos.

—Cuando los periódicos contaban lo del teatro, que había muertos, ay caracho, pensaba yo —dijo Ambrosio—. Pero tu nombre no aparecía entre las víctimas.

—Nos mandaron al matadero a sabiendas —dijo Ludovico—. Oigo teatro y empiezo a sentir las trompadas. Y el ahogo, Ambrosio, ese ahogo terrible.

—Cómo pudo armarse un lío así —dijo Ambrosio—. Porque toda la ciudad se levantó contra el gobierno ¿no, Ludovico?

—Sí —dijo el senador Landa—. Tiraron granadas en el teatro y hay muertos. Bermúdez es hombre al agua, Fermín.

—Si Lozano quería un camión, por qué le dijo a don Emilio cuatro o cinco bastan —maldijo, por décima vez, el que daba las órdenes—. ¿Y dónde están Lozano y don Emilio, por qué no se puede hablar por teléfono con nadie?

Habían salido de Camaná todavía oscuro, sin desayunar, y el que daba las órdenes no hacía más que requintar. Te pasaste la noche tratando de telefonear y te mueres de sueño, pensaba Trifulcio. Él tampoco había podido dormir. El frío aumentaba a medida que la camioneta trepaba la sierra. Trifulcio cabeceaba a ratos y oía a Téllez, a Urondo y al capataz Martínez pasándose cigarros. Te volviste viejo, pensaba, un día te vas a morir. Llegaron a Arequipa a las diez. El que daba las órdenes los llevó a una casa donde había un cartel con letras rojas: Partido Restaurador. La puerta estaba cerrada. Manazos, timbrazos, nadie abría. En la angosta callecita la gente entraba a las tiendas, el sol no calentaba, unos canillitas voceaban periódicos. El aire era muy limpio, el cielo se veía muy hondo. Por fin vino a abrir un muchachito sin zapatos, bostezando. Por qué estaba cerrado el local del partido, lo riñó el que daba las órdenes, si eran ya las diez. El muchachito lo miró asombrado: estaba cerrado siempre, sólo se abría el jueves en la noche, cuando venían el doctor Lama y los otros señores. ¿Por qué le decían ciudad blanca a Arequipa si ninguna casa era blanca?, pensaba Trifulcio. Entraron. Escritorios sin papeles, sillas viejas, fotos de Odría, carteles, Viva la Revolución Restauradora, Salud, Educación, Trabajo, Odría es Patria. El que daba las órdenes corrió al teléfono: qué pasó, dónde estaba la gente, por qué no había nadie esperándolos. Téllez, Urondo y el capataz Martínez tenían hambre: ¿podían salir a tomar desayuno, señor? Vuelvan dentro de cinco minutos, dijo el que daba las órdenes. Les dio una libra y partió en la camioneta. Encontraron un café con mesitas de manteles blancos, pidieron café con leche y sándwiches. Miren, dijo Urondo, Todos Al Teatro Municipal Esta Noche, Todos Con La Coalición, habían hecho su propagandita. ¿Tendré soroche?, pensaba Trifulcio. Respiraba y era como si no entrara el aire a su cuerpo.

—Bonito Arequipa, limpio —dijo Ludovico—. Algunas hembritas en la calle que no estaban mal. Chapocitas, claro.

—¿Qué te hizo Hipólito? —dijo Ambrosio—. A mí él no me contó nada. Sólo nos fue mal, hermano, y se despidió.

—Le remuerde la conciencia su mariconería —dijo Ludovico—. Qué cobardía de tipo, Ambrosio.

—Y pensar que yo pude estar ahí, Ludovico —dijo Ambrosio—. Menos mal que don Fermín no fue.

—¿Sabes a quién nos encontramos de jefazo en el puesto de Arequipa? —dijo Ludovico—. A Molina.

—¿Al Chino Molina? —dijo Ambrosio—. ¿No estaba en Chiclayo?

—¿Te acuerdas de los humos que se daba con los que no éramos del escalafón? —dijo Ludovico—. Ahora es otra persona. Nos recibió como si hubiéramos sido íntimos.

—Bienvenidos, colegas, adelante —dijo Molina—. ¿Los otros se quedaron en la plaza siriando a las arequipeñas?

—Cuáles otros —dijo Hipólito—. Sólo hemos venido Ludovico y yo.

—Cómo cuáles otros —dijo Molina—. Los veinticinco otros que me prometió el señor Lozano.

—Ah, sí, le oí que a lo mejor vendría también gente de Puno y de Cusco —dijo Ludovico—. ¿No han llegado?

—Acabo de hablar con el Cusco y Cabrejitos no me indicó nada —dijo Molina—. No entiendo. Además, no hay mucho tiempo. El mitin de la Coalición es a las siete.

—Los engaños, las mentiras, Ambrosio —dijo Ludovico—. Las confusiones, las mariconadas.

—Ya veo, es una emboscada —dijo don Fermín—. Bermúdez ha estado esperando que la Coalición creciera y ahora quiere darnos el zarpazo. Pero por qué escogió Arequipa, don Emilio.

—Porque será un buen golpe publicitario —dijo don Emilio Arévalo—. La Revolución de Odría fue en Arequipa, Fermín.

—Quiere demostrarle al país que Arequipa es odriísta —dijo el senador Landa—. El pueblo arequipeño impide el mitin de la Coalición. La oposición queda en ridículo y el Partido Restaurador tiene cancha libre para las elecciones del cincuenta y seis.

—Va a mandar veinticinco soplones de Lima —dijo don Emilio Arévalo—. Y a mí me ha pedido una camionada de cholos buenos para la pelea.

—Ha preparado su bomba con todo cuidado —dijo el senador Landa—. Pero esta vez no será como cuando lo de Espina. Esta vez la bomba le reventará en las manos.

—Molina quería hablar con el señor Lozano y se había hecho humo —dijo Ludovico—. Y lo mismo don Cayo. Su secretario contestaba no está, no está.

—¿Mandarte refuerzos, Chino? —dijo Cabrejitos—. Estás soñando. Nadie me ha dicho nada, y aunque quisiera no podría. Mi gente anda tapada de trabajo.

—El Chino Molina se jalaba los pelos —dijo Ludovico.

—Menos mal que el senador Arévalo nos manda ayuda —dijo Molina—. Cincuenta, parece, y muy fogueados. Con ellos, ustedes y la gente del cuerpo haremos lo que se pueda.

—Yo quisiera probar esos rocotos rellenos de Arequipa, Ludovico —dijo Hipólito—. Aprovechando que estamos aquí.

Después de desayunar, sin obedecer las órdenes, se fueron a dar un paseíto por la ciudad: callecitas, solcito frío, casitas con rejas y portones, adoquines que brillaban, curas, iglesias. Los portales de la plaza de Armas parecían los muros de una fortaleza. Trifulcio tomaba aire con la boca abierta y Téllez señalaba las paredes: qué manera de hacer propaganda los de la Coalición. Se sentaron en una banca de la plaza, frente a la fachada gris de la catedral, y pasó un auto con parlantes: Todos Al Teatro Municipal A Las Siete, Todos A Oír A Los Líderes De La Oposición. Por las ventanas del auto tiraban volantes que la gente recogía, hojeaba y botaba. La altura, pensaba Trifulcio. Se lo habían dicho: el corazón como un tambor y te falta la respiración. Se sentía como si hubiera corrido o peleado: el pulso rápido, las sienes desbocadas, las venas duras. O a lo mejor la vejez, pensaba Trifulcio. No se acordaban del camino de regreso y tuvieron que preguntar. ¿El Partido Restaurador?, decía la gente, ¿cómo se come eso? Vaya partido el de Odría, se reía el capataz Martínez, ni saben dónde está. Llegaron y el que daba las órdenes los riñó ¿se creían que habían venido a hacer turismo? Había dos tipos con él. Uno bajito, con anteojos y corbatita, y otro cholón y maceteado, en mangas de camisa, y el bajito estaba riñendo al que daba las órdenes: le habían prometido cincuenta y le mandaban cinco. No se iban a burlar así de él.

—Llame a Lima, doctor Lama, trate de ubicar a don Emilio, o a Lozano, o al señor Bermúdez —dijo el que daba las órdenes—. Yo traté toda la noche y no he podido. Yo no sé, yo entiendo menos que usted. El señor Lozano le dijo a don Emilio cinco y aquí estamos, doctor. Que ellos le expliquen quién se equivocó.

—No es que nos falte gente, sino que necesitábamos especialistas, tipos cancheros —dijo el doctor Lama—. Y, además, protesto por el principio. Me han mentido.

—Qué importa que no hayan venido más, doctor —dijo el cholón maceteado—. Iremos al Mercado, levantaremos trescientos y lo mismo les echaremos el teatro abajo.

—¿Estás seguro de la gente del Mercado? —dijo el que daba las órdenes—. No me fío mucho de ti, Ruperto.

—Recontraseguro —dijo Ruperto—. Yo tengo experiencia. Levantaremos todo el Mercado y caeremos al Teatro Municipal como un huayco.

—Vamos a ver a Molina —dijo el doctor Lama—. Ya debe haber llegado su gente.

—Y en la Prefectura nos encontramos a los famosos matones del senador Arévalo —dijo Ludovico—. Los cincuenta eran sólo cinco, Ambrosio.

—Alguien le está tomando el pelo a alguien, aquí —dijo Molina—. Esto no es posible, señor prefecto.

—Estoy tratando de hablar con el ministro para pedirle instrucciones —dijo el prefecto—. Pero parece que su secretario me lo estuviera negando. No está, ya se fue, no llegó todavía. Alcibíades, el afeminadito ese.

—Esto no es malentendido, esto es sabotaje —dijo el doctor Lama—. ¿Éstos son sus refuerzos, Molina? ¿Dos en lugar de veinticinco? Ah no, esto sí que no.

—Alcibíades es hombre mío —dijo don Emilio Arévalo—. Pero la clave es Lozano. Es bastante comprensivo y odia a Bermúdez. Eso sí, habrá que calentarle la mano.

—Cinco pobres diablos, para remate uno de ellos viejo y con soroche —dijo Ludovico—. ¿Usted cree que esos cinco y nosotros dos vamos a romper un mitin? Ni que fuéramos supermanes, señor prefecto.

—Se le dará lo que haga falta —dijo don Fermín—. Yo hablaré con Lozano.

—Habrá que recurrir a su gente, Molina —dijo el prefecto—. No estaba en los planes, el señor Bermúdez no quería que la gente de acá entrara a la candela. Pero no hay otro remedio.

—Usted no, Fermín —dijo el senador Arévalo—. Usted es de la Coalición, oficialmente un enemigo del gobierno. Yo soy del régimen, a mí Lozano me tiene más confianza. Me ocuparé yo.

—¿Con cuántos hombres suyos se puede contar, Molina? —dijo el doctor Lama.

—Entre oficiales y ayudantes unos veinte —dijo Molina—. Pero ellos están en el escalafón y así nomás no van a aceptar. Querrán prima de riesgo, gratificaciones.

—Prométales lo que quieran, hay que echar abajo ese mitin como sea —dijo el doctor Lama—. Lo he prometido y lo voy a cumplir, Molina.

—La verdad es que nos preocupamos por gusto —dijo el prefecto—. Ni siquiera llenarán el teatro. ¿Quién conoce aquí a los señorones de la Coalición?

—Ya sabemos que irán sólo curiosos y que los curiosos, al primer incidente, echarán a correr —dijo el doctor Lama—. Pero hay un asunto de principio. Nos han engañado, prefecto.

—Voy a seguir tratando de comunicarme con el ministro —dijo el prefecto—. A lo mejor el señor Bermúdez cambió de idea y hay que dejarlos que hagan el mitin.

—¿No se le podría dar una pastilla o algo a uno de mis hombres? —dijo el que daba las órdenes—. El zambo, doctor. Está que se desmaya del soroche.

—Y si no tenían gente, por qué se metieron al teatro —dijo Ambrosio—. Siendo tan pocos era una locura, Ludovico.

—Porque nos contaron el gran cuento y nos lo tragamos —dijo Ludovico—. Tan creídos estábamos que nos fuimos a comer los rocotos rellenos que quería Hipólito.

—A Tiabaya, que es donde los hacen mejor —dijo Molina—. Mójenlos con chicha de jora, y vuelvan a eso de las cuatro para llevarlos al local del Partido Restaurador. Es el punto de reunión.

—¿La razón? —dijo don Emilio Arévalo—. Usted la sabe de sobra, Lozano. Hundir a Bermúdez, por supuesto.

—Dirá echarle una mano a la Coalición, senador —dijo Lozano—. Esta vez no voy a poder servirlo. No puedo hacerle una cosa así a don Cayo, usted comprende. Es el ministro, mi superior directo.

—Claro que puede, Lozano —dijo don Emilio Arévalo—. Usted y yo, podemos. Todo depende de nosotros dos. No llega la gente a Arequipa y el plan de Bermúdez se hace trizas.

—¿Y después, senador? —dijo Lozano—. Don Cayo no le pedirá cuentas a usted. Pero sí a mí. Yo soy su subordinado.

—Usted cree que quiero servir a la Coalición y ahí está su error, Lozano —dijo don Emilio Arévalo—. No, yo quiero servir al gobierno. Soy hombre del régimen, enemigo de la Coalición. El régimen tiene problemas porque le han crecido ramas podridas, y la peor es Bermúdez. ¿Me entiende, Lozano? Se trata de servir al Presidente, no a la Coalición.

—¿El Presidente está enterado? —dijo Lozano—. En ese caso, todo cambia, senador.

—Oficialmente, el Presidente no puede estar enterado —dijo don Emilio Arévalo—. Para eso estamos los amigos del Presidente, Lozano.

La chicha me hizo peor, pensó Trifulcio. La sangre se le había parado, puesto a hervir. Pero disimulaba, alargando la mano hacia su enorme vaso y sonriendo a Téllez, Urondo, Ruperto y el capataz Martínez: salud. Ellos estaban ya picaditos. El cholón maceteado se las daba de culto, en la casa del lado había dormido Bolívar, las chicherías de Yanahuara eran las mejores del mundo, y se reía con suficiencia: en Lima no tenían esas cosas ¿no? Le habían explicado que venían de Ica, pero no entendía. Trifulcio pensó: si en vez de una hubiera tomado dos pastillas no me habría vuelto el soroche. Miraba las paredes tiznadas, las mujeres trajinando con fuentes de picantes entre el fogón y la mesa, y se tomaba el pulso. No se había parado, seguía circulando, pero despacito. Y hervía, eso sí, ahí estaban las oleadas calientes batiendo contra su pecho. Que llegara la noche, que se acabara el trabajito del teatro, regresar a Ica de una vez. ¿No es hora de ir al Mercado?, dijo el capataz Martínez. Ruperto miró su reloj: había tiempo, no eran las cuatro. Por las puertas abiertas de la chichería, Trifulcio veía la placita, las bancas y los árboles, unos chiquillos haciendo bailar trompos, los muros blancos de la iglesita. No era la altura, era la vejez. Pasó un carro con altoparlantes, Todos Al Municipal, Todos Con La Coalición, y Ruperto echó un carajo: ya verán. Quieto characato, dijo Téllez, aguántate hasta después. ¿Cómo va el soroche, abuelo?, dijo Ruperto. Mejor, nieto, sonrió Trifulcio. Y lo odió.

—Todo bien, senador, sólo que he tomado mis precauciones —dijo Lozano—. Irán, pero menos. Y los demás llegarán muy tarde. Cuento con usted por si...

—Cuenta conmigo para todo, Lozano —dijo don Emilio Arévalo—. Y, además, cuenta con el agradecimiento de la Coalición. Esos caballeros creen que es un servicio a ellos. Que lo crean, mejor para usted.

—¿Todavía no se puede comunicar con Arequipa? —dijo Cayo Bermúdez—. Es el colmo, doctorcito.

—No me han gustado nada los famosos rocotos —dijo Hipólito—. Me arde todo, Ludovico.

—Sólo he convencido a diez —dijo Molina—. Los otros nones, nada de meternos ahí vestidos de civil, por más primas de riesgo que nos den. ¿Qué le parece, prefecto?

—Diez, más los dos de Lima y los cinco del senador son diecisiete —dijo el prefecto—. Si es verdad que Lama levanta el Mercado la cosa puede funcionar. Diecisiete tipos con huevos pueden armar el burdel adentro, cómo no. Creo que sí, Molina.

—Soy tonto, pero no tan tonto como creen esos caballeros, senador —dijo Lozano—. Yo no acepto cheques nunca.

—¿Aló, Arequipa? —dijo Cayo Bermúdez—. ¿Molina? ¿Qué pasó, Molina, dónde diablos se metió usted?

—Ellos tampoco son tan tontos —dijo don Emilio Arévalo—. Es un cheque al portador, Lozano.

—Pero si el que lo ha estado llamando todo el día soy yo, don Cayo —dijo Molina—. Y lo mismo el prefecto, el doctor Lama. Si el que no estaba en ninguna parte era usted, don Cayo.

—¿Algo anda mal en Arequipa, don Cayo? —dijo el doctor Alcibíades.

—No uno sino mil inconvenientes —dijo Molina—. Nos va a faltar gente, don Cayo. No sé si la cosa podrá funcionar con tan pocos.

—¿La gente de Lozano no llegó? —dijo Cayo Bermúdez—. ¿El camión de Arévalo no llegó? ¿Qué está diciendo, Molina?

—Hemos habilitado a diez del cuerpo, pero aun así, diecisiete no son muchos, don Cayo —dijo Molina—. Confidencialmente, no tengo mucha fe en el doctor Lama. Promete quinientos, mil. Pero él fantasea mucho, ya sabe usted.

—¿Sólo dos de Lima, sólo cinco de Ica? —dijo Cayo Bermúdez—. Esto le puede costar caro, Molina. ¿Dónde está la demás gente?

—Pero si no vinieron, don Cayo —dijo Molina—. Pero si soy yo el que pregunta dónde están, por qué no llegaron todos los que nos anunció.

—Y muy inocentes, después de los rocotos nos fuimos a pasear por la plaza —dijo Ludovico—. Muy inocentes, a echarle una ojeada al Teatro Municipal, para reconocer el terreno.

—Mi opinión es que a pesar de los percances el asunto puede funcionar, don Cayo —dijo el prefecto—. La Coalición aquí no existe. Han hecho publicidad, pero ni siquiera llenarán el Municipal. Un centenar de curiosos, a lo más. Pero cómo es posible que usted creyera que había llegado toda la gente, don Cayo.

—Alguien ha metido la mano, ya habrá tiempo para aclararlo —dijo Cayo Bermúdez—. ¿Está Lama, ahí?

—¿Aló, señor ministro? —dijo el doctor Lama—. Quiero protestar de la manera más enérgica. Nos prometió ochenta hombres y nos manda siete. Hemos ofrecido al Presidente convertir el mitin de la Coalición en un gran acto popular a favor del gobierno y están saboteándonos. Pero le advierto que no vamos a dar marcha atrás.

—Déjese de discursos ahora, Lama —dijo Cayo Bermúdez—. Necesito saber una cosa, y que sea absolutamente sincero. ¿Puede reforzar a la gente de Molina con unos veinte o treinta hombres? No importa el precio. Veinte o treinta que valgan la pena. ¿Puede?

—Y también cincuenta o más —dijo el doctor Lama—. No es un problema de número, señor ministro. Gente nos sobra. Lo que pasa es que usted nos ofreció tipos cancheros en esta clase de asuntos.

—Está bien, consígase unos treinta que entren al Municipal con la gente de Molina —dijo Cayo Bermúdez—. ¿Cómo va la contramanifestación?

—La gente del Partido Restaurador está repartida por las barriadas haciendo propaganda —dijo el doctor Lama—. Las vaciaremos a las puertas del Municipal. Y hemos convocado otra manifestación en el Mercado, a las cinco. Reuniremos miles de hombres. Aquí morirá la Coalición, señor ministro.

—Está bien, Molina, llevaremos las cosas adelante —dijo Cayo Bermúdez—. Ya sé que Lama exagera, pero no hay más remedio que confiar en él. Sí, hablaré con el comandante para que doble las fuerzas en el centro, por si acaso.

Enfermedad rara, pensó Trifulcio, se viene y se va. Sentía que moría, que resucitaba, que moría otra vez. Ruperto lo desafiaba con el vaso en alto. Salud, sonrió Trifulcio, y bebió. Urondo, Téllez y el capataz Martínez canturreaban desentonados y la chichería se había llenado. Ruperto miró su reloj: ahora sí, hora de irse, las camionetas ya estarían en el Mercado. Pero el capataz Martínez dijo la del estribo. Pidió una jarra de chicha y la bebieron parados. Empecemos aquí mismo, dijo Ruperto, y saltó sobre una silla: arequipeños, hermanos, escuchen un momentito. Trifulcio se apoyó contra la pared y cerró los ojos: ¿iba a morirse aquí? Poco a poco, el mundo dejó de dar vueltas, la sangre empezó a correr de nuevo. Todos al Municipal a demostrarles a esos limeños quiénes eran los arequipeños, rugía Ruperto, tambaleándose. La gente seguía comiendo, tomando, y uno que otro se reía. Salud por ustedes y por Odría, dijo Ruperto, alzando una copa, los esperamos en la puerta del Municipal. Téllez, Urondo y el capataz Martínez sacaron a Ruperto a la calle abrazado; mejor se iban de una vez, characato, se hacía tarde. Trifulcio salió apretando los dientes y los puños. No se movía, hervía. Pararon un taxi, al Mercado.

—Inocentes por dos cosas —dijo Ludovico—. Creíamos que los Restauradores de Arequipa eran más. Y no sabíamos que la Coalición había contratado tantos matones.

—Los periódicos decían que se armó porque la policía entró al teatro —dijo Ambrosio—. Porque disparó y tiró granadas.

—Menos mal que entró, menos mal que tiró granadas —dijo Ludovico—. Si no, ahí quedaba yo. Estaré jodido, pero al menos vivo, Ambrosio.

—Sí, vaya a echar una ojeada al Mercado, Molina —dijo Cayo Bermúdez—. Y llámeme inmediatamente.

—Acabo de pasar por el Municipal, don Cayo —dijo el prefecto—. Todavía vacío. La guardia de asalto ya está instalada en los alrededores.

El taxi los dejó en una esquina del Mercado y Ruperto ¿ven?, ahí estaba ya su gente. Las dos camionetas con parlantes, estacionadas entre los puestos, hacían un ruido infernal. De una salía música, de otra una voz retumbante, y Trifulcio tuvo que sujetarse de Urondo. ¿Qué pasaba, negro, seguía el soroche? No, murmuró Trifulcio, ya pasó. Unos tipos repartían volantes, otros llamaban a la gente con bocinas, poco a poco iba engordando el grupo alrededor de las camionetas. Pero la mayoría de hombres y mujeres seguían vendiendo y comprando en los puestos de verduras, de frutas y de ropa. Qué éxito, Trifulcio, dijo el capataz Martínez, sólo te miran a ti. Y Téllez: las ventajas de ser feo, Trifulcio. Ruperto trepó a una camioneta, se dio de abrazos con los tipos que estaban ahí y agarró el micro. Acérquense, acérquense, arequipeños, oigan. Urondo, Téllez, el capataz Martínez se mezclaron con las placeras, los compradores, los mendigos, y los azuzaban: acérquense, vengan, oigan. Unas cinco horas para que termine lo del teatro, pensaba Trifulcio, y la noche ocho horas más, y a lo mejor no partirían hasta el mediodía: no iba a aguantar tanto. Atardecía, aumentaba el frío, entre los puestos de mercaderías había mesitas alumbradas con velas donde la gente comía. Le temblaban las piernas, sentía la espalda mojada, fuego en las sienes. Se dejó caer sobre un cajón y se tocó el pecho: latía. La mujer que vendía tocuyos lo miró desde el mostrador y lanzó una carcajada: es usted el primero que veo, antes sólo en película. Es verdad, pensó Trifulcio, en Arequipa no hay morenos. ¿Está enfermo?, dijo la mujer, ¿quiere un vaso de agua? Sí, gracias. No estaba enfermo, era la altura. El agua le hizo bien y fue a ayudar a los otros. Prepárense para demostrarles a ésos, rugía Ruperto, con el puño en alto, y lo escuchaban muchos ya. Bloqueaban la calle y Téllez, Urondo, el capataz Martínez y los tipos de las camionetas iban de un lado a otro aplaudiendo y animando a los curiosos. Al Municipal a demostrarles a ésos, y Ruperto se golpeaba el pecho. Está borracho, pensó Trifulcio, afanosamente tragando aire.

—Y quién les hizo creer que había tantos odriístas en Arequipa —dijo Ambrosio.

—La contramanifestación del Partido Restaurador en el Mercado —dijo Ludovico—. Fuimos a ver y la cosa estaba que ardía.

—¿Qué le dije, Molina? —el doctor Lama señaló la muchedumbre—. Lástima que Bermúdez no pueda ver esto.

—Hábleles de una vez, doctor Lama —dijo Molina—. Necesito llevarme a mi gente pronto, para darles instrucciones.

—Sí, les diré unas palabras —dijo el doctor Lama—. Ábranme camino hasta las camionetas.

—¿El plan era hacerlos pan con pescado a los de la Coalición? —dijo Ambrosio.

—Nosotros entrábamos al teatro y armábamos el lío adentro —dijo Ludovico—. Y cuando salieran se iban a dar de bruces con la contramanifestación. Como idea estaba bien, sólo que no resultó.

Apretado contra la gente que escuchaba, reía y aplaudía, Trifulcio cerró la boca. No se moría, no parecía que los huesos se fueran a quebrar de frío, ya no sentía que el corazón se iba a parar. Y habían desaparecido los agujazos en la cabeza. Escuchaba los alaridos de Ruperto y veía a la gente empujándose para llegar a la camioneta en la que habían comenzado a repartir trago y regalos. En la media luz, reconocía las caras de Téllez, de Urondo, del capataz Martínez, salpicadas entre los oyentes, y los imaginaba aplaudiendo, animando. Él no hacía nada; respiraba despacio, se tomaba el pulso, pensaba si no me muevo aguantaré. Y en eso hubo movimientos, encontrones, el mar de cabezas onduló, un grupo de hombres se acercó a la camioneta y los de arriba los ayudaron a subir a la plataforma. ¡Tres hurras por el secretario general del Partido Restaurador! gritó Ruperto y Trifulcio lo reconoció: el que le había dado el remedio contra el soroche, el doctor. Silencio, el doctor Lama iba a hablarles, aullaba Ruperto. El que daba las órdenes había subido a la camioneta también.

—Con todos éstos la cosa está botada —dijo Ludovico.

—Hay bastante gente, sí —dijo Molina—. No los emborrachen mucho, nomás.

—Vamos a colocar unos cuantos guardias en el teatro, don Cayo —dijo el prefecto—. Uniformados y armados, sí. Se lo advertí a la Coalición. No, no se opusieron. Es una precaución que no está de más, don Cayo.

—¿Cuánta gente ha reunido Lama en el Mercado? —dijo Cayo Bermúdez—. Dígame lo que comprobó usted con sus propios ojos, Molina.

—No sé calcular, pero bastante —dijo Molina—. Mil personas, tal vez. La cosa se presenta bien. Los que van a entrar ya están en el local del partido. De ahí le hablo, don Cayo.

Estaba oscureciendo rápido y Trifulcio ya no podía verle la cara al doctor Lama, sólo oírlo. No era Ruperto, sabía hablar. En difícil y con elegancia, a favor de Odría y del pueblo, en contra de la Coalición. Bien, aunque no tanto como el senador Arévalo, pensaba Trifulcio. Téllez lo agarró del brazo: nos íbamos, negro. Se abrieron paso a codazos, en la esquina había una camioneta y adentro Urondo, el capataz Martínez, el que daba las órdenes, y los dos limeños, hablando de rocotos rellenos. ¿Cómo iba el soroche, Trifulcio? Mejor ya. La camioneta cruzó calles oscuras, paró frente al Partido Restaurador. Las luces prendidas, los cuartos llenos de gente, y otra vez los latidos, el frío, la sofocación. El que daba las órdenes y el Chino Molina hacían las presentaciones: mírense bien las caras, ustedes son los que entrarán a la candela. Les habían traído trago, cigarros y sándwiches. Los dos limeños estaban achispados, los arequipeños borrachos a morir. No moverse, respirar hondo, aguantar.

—Nos dividieron en grupos de a dos —dijo Ludovico—. A Hipólito y a mí nos separaron.

—Ludovico Pantoja con el negro —dijo Molina—. ¿Trifulcio, no?

—Me dieron de yunta al que andaba hecho polvo por el soroche —dijo Ludovico—. Uno de los que mataron en el teatro. Fíjate si no me pasó cerca, Ambrosio.

—Son veintidós, once parejitas —dijo Molina—. Reconózcanse bien, no se vayan a confundir.

—Nos mataron tres y a catorce nos mandaron al hospital —dijo Ludovico—. Y el cobarde de Hipólito ileso, dime si es justo.

—Quiero ver si han entendido —dijo Molina—. A ver, tú, repíteme lo que vas a hacer.

El que iba a ser su pareja le pasó la botella y Trifulcio tomó un trago: gusanitos que corrían por su cuerpo y calor. Trifulcio le estiró la mano: tanto gusto, ¿a él siendo de Lima la altura no le había hecho nada? Nada, dijo Ludovico, y se sonrieron. Tú, decía Molina, y uno se paraba: yo a la platea, izquierda y atrás, con éste. Y Molina: ¿y tú? Otro se paraba: a la galería, al centro, con aquél. Todos se levantaron para responder pero cuando le tocó a Trifulcio, siguió sentado: a la platea, junto al escenario, con el señor. ¿Por qué no van los negros a la cazuela?, dijo Urondo, y hubo risitas.

—O sea que ya saben —dijo Molina—. No hacen nada hasta oír el silbato y la voz de orden. Es decir ¡Viva el general Odría! ¿Quién dará la voz?

—Yo la daré —dijo el que daba las órdenes—. Estaré en primera fila de galería, justo en el centro.

—Pero hay una cosa que quisiera aclarar, inspector Molina —dijo una voz avergonzada—. Ellos se han venido preparados. He visto a su gente, en los autos, haciendo propaganda. Maleantes conocidos, inspector. Argüelles, por ejemplo. Un chavetero viejo, señor.

—También se han traído matones de Lima —dijo otra voz—. Lo menos quince, inspector.

—Esos guardias que Molina convenció no tenían experiencia, iban con la moral baja —dijo Ludovico—. Yo empecé a olérmelas que si la cosa se ponía fea, iban a correr.

—Si algo falla, para eso estará ahí la guardia de asalto —dijo Molina—. Tiene órdenes bien claras. O sea que déjense de mariconadas.

—Si cree que era por miedo, se equivoca, inspector —dijo la voz avergonzada—. Sólo quería aclararle las cosas.

—Bueno, ya me las aclaraste —dijo Molina—. Aquí el señor da la señal y ustedes organizan el terremoto. Empujan la gente a la calle y ahí estará ya la contramanifestación. Se unen a los del Partido Restaurador y después del mitin en la plaza de nuevo reunión aquí.

Repartieron más trago y cigarros, y después periódicos para envolver las cadenas, las manoplas, las cachiporras. Molina y el que daba las órdenes pasaron revista, escóndanlas bien, abróchate el saco, y cuando llegaron donde Trifulcio el que daba las órdenes lo animó: se nota que ya estás bien, negro. Sí, dijo Trifulcio, ya estoy, y pensó concha de tu madre. Cuidado con disparar a las locas, dijo Molina. En la calle esperaban los taxis. Tú y yo aquí, dijo Ludovico Pantoja, y Trifulcio lo siguió. Llegaron al teatro antes que los otros. Había gente a la entrada, repartiendo volantes, pero la platea estaba casi vacía. Se instalaron en la tercera fila y Trifulcio cerró los ojos: ahora sí, iba a estallar, la sangre salpicaría el teatro. ¿Te sientes muy mal?, dijo el limeño. Y Trifulcio: no, muy bien. Ya llegaban las otras parejas y se acomodaban en sus sitios. Unos jovencitos se habían puesto a gritar Li-ber-tad, Li-ber-tad. Seguía entrando gente y la platea se iba llenando.

—Menos mal que vinimos temprano —dijo Trifulcio—. No me hubiera gustado estar todo el tiempo parado.

—Sí, don Cayo, ya comenzó —dijo el prefecto—. Han llenado el teatro más o menos. La contramanifestación debe estar saliendo del Mercado.

Se había llenado la platea, después la galería, después los pasillos, y ahora delante del escenario había gente apiñada que pugnaba por romper la barrera de hombres con brazaletes rojos del servicio de orden. En el escenario, una veintena de sillas, un micrófono, una bandera peruana, cartelones que decían Coalición Nacional, Libertad. Cuando no me muevo estoy de lo más bien, pensaba Trifulcio. La gente seguía coreando Li-ber-tad, y un grupo había comenzado otra maquinita, al fondo de la platea: Le-ga-li-dad, Le-ga-li-dad. Se oían aplausos, vivas, y todo el mundo hablaba a gritos. Comenzaron a salir varias personas al escenario, a ocupar las sillas. Los recibió una salva de aplausos y recrudecieron los gritos.

—No entiendo eso de legalidad —dijo Trifulcio.

—Para los partidos políticos fuera de la ley —dijo Ludovico—. Además de millonarios, también apristas y comunistas se han juntado aquí.

—Yo he estado en muchas manifestaciones —dijo Trifulcio—. El año cincuenta, en Ica, acompañando al senador Arévalo. Pero eran al aire libre. Ésta es la primera que veo en un teatro.

—Ahí está Hipólito, al fondo —dijo Ludovico—. Es mi compañero. Hace como diez años que trabajamos juntos.

—Suerte que no le haya dado soroche, es la enfermedad más rara —dijo Trifulcio—. Oiga ¿y por qué está gritando usted también Libertad?

—Grita tú también —dijo Ludovico—. ¿Quieres que se den cuenta quién eres?

—Me han ordenado que suba al escenario y les desconecte el micro, no que grite —dijo Trifulcio—. Ese que va a dar la señal es mi jefe y nos estará viendo. Es un calentón, de todo nos multa.

—No seas tonto, negro —dijo Ludovico—. Grita, hombre, aplaude.

No puedo creer que me sienta tan bien, pensó Trifulcio. Un tipo bajito, con corbata michi y anteojos, hacía gritar Libertad al público y anunciaba a los oradores. Decía sus nombres, los señalaba y la gente, cada vez más excitada y ruidosa, aplaudía. Había una competencia entre los de Libertad y los de Legalidad a ver quién gritaba más. Trifulcio se volvía a mirar a las otras parejas, pero con tanta gente parada, muchos ni se veían ya. El que daba las órdenes, en cambio, estaba ahí, los codos apoyados en la baranda de la galería, rodeado de cuatro más, escuchando y mirando a todos lados.

—Sólo cuidando el escenario hay quince —dijo Ludovico—. Y mira cuántos tipos más con brazaletes repartidos por el teatro. Sin contar que cuando se arme van a salir algunos espontáneos. Creo que no se va a poder.

—¿Y por qué no se va a poder? —dijo Trifulcio—. ¿El Molina ese no lo explicó clarito?

—Tendríamos que ser unos cincuenta, y bien entrenados —dijo Ludovico—. Esos arequipeños son unos maletas, yo me he dado cuenta. No se va a poder.

—Se tiene que poder —Trifulcio señaló hacia la galería—. Si no, quién aguanta a ése.

—La contramanifestación ya debería estar llegando aquí —dijo Ludovico—. ¿Oyes algo, en la calle?

Trifulcio no le contestó, escuchaba al señor de azul erguido frente al micrófono: Odría era un dictador, la Ley de Seguridad Interior anticonstitucional, el hombre común y corriente quería libertad. Y los adulaba a los arequipeños: la ciudad rebelde, la ciudad mártir, la tiranía de Odría habría ensangrentado a Arequipa el año cincuenta pero no había podido matar su amor a la libertad.

—¿Habla bien, no cree? —dijo Trifulcio—. El senador Arévalo lo mismo, hasta mejor que este fulano. Hace llorar a la gente. ¿No lo ha oído nunca?

—No cabe ni una mosca y siguen entrando —dijo Ludovico—. Espero que al cojudo de tu jefe no se le ocurra dar la señal.

—Pero éste se lo ganó al doctor Lama —dijo Trifulcio—. Igual de elegante, pero no tan en difícil. Se le entiende todo.

—¿Qué? —dijo Cayo Bermúdez—. ¿La contramanifestación un fracaso total, Molina?

—No más de doscientas personas, don Cayo —dijo Molina—. Les repartirían mucho trago. Yo se lo advertí al doctor Lama, pero usted lo conoce. Se emborracharían, se quedarían en el Mercado. Unas doscientas, a lo más. ¿Qué hacemos, don Cayo?

—Me está volviendo —dijo Trifulcio—. Por esos hijos de puta que fuman. Otra vez, maldita sea.

—Tendría que estar loco para dar la señal —dijo Ludovico—. ¿Dónde está Hipólito? ¿Tú ves dónde anda mi compañero?

La estrechez, los gritos, los cigarrillos habían caldeado el local y se veía brillo de sudor en las caras; algunos se habían quitado los sacos, aflojado las corbatas, y todo el teatro daba alaridos: Li-ber-tad, Le-ga-li-dad. Angustiado, Trifulcio pensó: otra vez. Cerró los ojos, agachó la cabeza, respiró hondo. Se tocó el pecho: fuerte, de nuevo muy fuerte. El señor de azul había terminado de hablar, se oía una maquinita, el de la corbatita michi movía las manos como un director de orquesta.

—Está bien, ganaron ellos —dijo Cayo Bermúdez—. En esas condiciones, mejor anule la cosa, Molina.

—Voy a tratar, pero no sé si será posible, don Cayo —dijo Molina—. La gente está adentro, dudo que les llegue la contraorden a tiempo. Corto y lo llamo después, don Cayo.

Ahora estaba hablando un gordo alto, vestido de gris, y debía ser arequipeño porque todos coreaban su nombre y lo saludaban con las manos. Rápido, pronto, pensó Trifulcio, no iba a aguantar, ¿por qué no la daba de una vez? Encogido en el asiento, los ojos entrecerrados, contaba su pulso, uno-dos, uno-dos. El gordo alzaba los brazos, manoteaba, y se le había enronquecido la voz.

—Me siento mal, ahora sí —dijo Trifulcio—. Necesito más aire, señor.

—Espero que no sea tan bruto, que no la dé —susurró Ludovico—. Y si la da tú y yo no nos movemos. Nosotros quietos, ¿oyes negro?

—¡Calla, millonario! —irrumpió, allá arriba, la voz del que daba las órdenes—. ¡No engañes al pueblo! ¡Viva Odría!

—Menos mal, me estaba ahogando. Y ahí está el silbato —dijo Trifulcio, poniéndose de pie—. ¡Viva el general Odría!

—Todo el mundo se quedó alelado, hasta el que discurseaba —dijo Ludovico—. Todos miraban a la galería.

Estallaron otros Viva Odría en diferentes puntos del local, y ahora el gordo chillaba provocadores, provocadores, la cara morada de furia, mientras exclamaciones, empujones y protestas sumergían su voz y una tormenta de desorden revolucionaba el teatro. Todos se habían puesto de pie, al fondo de la platea había movimientos y jalones, se oían insultos, y ya había gente peleando. Parado, su pecho subiendo y bajando, Trifulcio volvió a gritar ¡Viva Odría! Alguien de la fila de atrás lo agarró del hombro: ¡provocador! Él se desprendió de un codazo y miró al limeño: ya, vamos. Pero Ludovico Pantoja estaba acurrucado como una momia, mirándolo con los ojos saltados. Trifulcio lo cogió de las solapas, lo hizo levantarse: muévase, hombre.

—Qué me quedaba, ya todos se estaban mechando —dijo Ludovico—. El negro sacó su cadena y se lanzó al escenario dando empujones. Saqué la pistola y me fui detrás de él. Con otros dos tipos pudimos llegar hasta la primera fila. Ahí nos esperaban los de los brazaletes.

Algunos del escenario corrían hacia las salidas, otros miraban a los tipos del servicio de orden que habían formado una muralla y esperaban, con los palos en alto, al negrazo y a los otros dos que avanzaban remeciendo las cadenas sobre sus cabezas. Éntrales, Urondo, gritó Trifulcio, éntrales, Téllez. Hizo chicotear la cadena como un domador su látigo, y el de los brazaletes que estaba más cerca soltó el palo y cayó al suelo agarrándose la cara. Sube negro, gritó Urondo, y Téllez ¡nosotros los aguantamos, negro! Trifulcio los vio aventándose contra el grupito que defendía la escalerilla al escenario, y, remolineando su cadena, se aventó él también.

—Me quedé separado de mi pareja y de los otros —dijo Ludovico—. Se formó una pared de matones entre ellos y yo. Se estaban fajando como con diez y había lo menos cinco rodeándome. Los tenía quietos con la pistola, y gritaba Hipólito, Hipólito. Y en eso el fin del mundo, hermano.

Las granadas cayeron desde la galería como un puñado de piedras pardas, rebotaron con golpes secos sobre las sillas de la platea y las tablas del escenario, y al instante comenzaron a elevarse espirales de humo. En pocos segundos la atmósfera se emblanqueció, endureció, y un vapor espeso y ardiente fue mezclando y borrando los cuerpos. El griterío creció, ruido de cuerpos que rodaban, de sillas que se rompían, toses, y Trifulcio dejó de pelear. Sentía que los brazos se le escurrían, la cadena se desprendió de sus manos, las piernas se le doblaron y sus ojos, entre las nubes quemantes, alcanzaron a divisar las siluetas del escenario que huían con pañuelos contra las bocas, y a los tipos de los brazaletes que se habían juntado y, tapándose la nariz, se le acercaban como nadando. No se pudo incorporar, se golpeaba el pecho con el puño, abría la boca todo lo que podía. No sentía los palazos que habían empezado a descargar sobre él. Aire, como un pescado, Tomasa, atinó todavía a pensar.

—Me quedé ciego —dijo Ludovico—. Y lo peor el ahogo, hermano. Empecé a disparar a la loca. No me daba cuenta que eran granadas, creí que me habían quemado por atrás.

—Gases lacrimógenos en un local cerrado, varios muertos, decenas de heridos —dijo el senador Landa—. No se puede pedir más ¿no, Fermín? Aunque tenga siete vidas, Bermúdez no sobrevive a esto.

—Se me acabaron las balas en un dos por tres —dijo Ludovico—. No podía abrir los ojos. Sentí que me partían la cabeza y caí soñado. Cuántos me caerían encima, Ambrosio.

—Algunos incidentes, don Cayo —dijo el prefecto—. Parece que les destrozaron el mitin, eso sí. La gente está saliendo despavorida del Municipal.

—La guardia de asalto ha comenzado a entrar al teatro —dijo Molina—. Ha habido tiros adentro. No, no sé todavía si hay muertos, don Cayo.

—No sé cuánto rato pasó, pero abrí los ojos y el humo seguía —dijo Ludovico—. Me sentía peor que muerto. Sangrando por todas partes, Ambrosio. Y en eso vi al perro de Hipólito.

—¿Pateando a tu pareja él también? —se rió Ambrosio—. O sea que los engatusó. No había resultado tan cojudo como creíamos.

—Ayúdame, ayúdame —gritó Ludovico—. Nada, como si no me conociera. Siguió pateando al negro, y, de repente, los otros que estaban con él me vieron y me cayeron encima. Otra vez las patadas, los palazos. Ahí me desmayé de nuevo, Ambrosio.

—Que la policía despeje todas las calles, prefecto —dijo Cayo Bermúdez—. No permita ninguna manifestación, detenga a todos los líderes de la Coalición ¿Ya tiene lista de víctimas? ¿Hay muertos?

—Como despertar y seguir viendo la pesadilla —dijo Ludovico—. El teatro ya estaba casi vacío. Todo roto, sangre salpicada, mi pareja en medio de un charco. Ni recuerdo de cara le dejaron al viejo. Y había tipos tirados, tosiendo.

—Sí, una gran manifestación en la plaza de Armas, don Cayo —dijo Molina—. El prefecto está con el comandante ahora. No creo que convenga, don Cayo. Son miles de personas.

—Que la disuelvan inmediatamente, idiota —dijo Cayo Bermúdez—. ¿No se da cuenta que la cosa va a crecer con lo ocurrido? Póngame en contacto con el comandante. Que despejen las calles ahora mismo, Molina.

—Después entraron los guardias y uno todavía me pateó, viéndome así —dijo Ludovico—. Soy investigador, soy del cuerpo. Por fin vi la cara del Chino Molina. Me sacaron por una puerta falsa. Después me volví a desmayar y sólo desperté en el hospital. Toda la ciudad estaba en huelga ya.

—Las cosas están empeorando, don Cayo —dijo Molina—. Han desempedrado las calles, hay barricadas por todo el centro. La guardia de asalto no puede disolver una manifestación así.

—Tiene que intervenir el Ejército, don Cayo —dijo el prefecto—. Pero el general Alvarado dice que sólo sacará la tropa si se lo ordena el ministro de Guerra.

—Mi compañero de cuarto era uno de los tipos del senador —dijo Ludovico—. Una pierna rota. Me daba noticias de lo que iba pasando en Arequipa y me malograba los nervios. Tenía un miedo, hermano.

—Está bien —dijo Cayo Bermúdez—. Voy a hacer que el general Llerena dé la orden.

—Me escaparé, la calle es más segura que el hospital —dijo Téllez—. No quiero que me pase lo que a Martínez, lo que al negro. Conozco a uno que se llama Urquiza. Le pediré que me esconda en su casa.

—No va a pasar nada, aquí no van a entrar —dijo Ludovico—. Qué tanto que haya huelga general. El Ejército les meterá bala.

—¿Y dónde está el Ejército que no se ve? —dijo Téllez—. Si se antojan de lincharnos, pueden entrar aquí como a su casa. Ni siquiera hay un guardia en el hospital.

—Nadie sabe que estamos acá —dijo Ludovico—. Y aunque supieran. Creerán que somos de la Coalición, que somos víctimas.

—No, porque aquí no nos conocen —dijo Téllez—. Se darán cuenta que vinimos de afuera. Esta noche me voy donde Urquiza. Puedo caminar, a pesar del yeso.

—Estaba medio tronado de susto, por lo que habían matado a sus dos compañeros en el teatro —dijo Ludovico—. Piden la renuncia del ministro de Gobierno, decía, entrarán y nos colgarán de los faroles. ¿Pero qué es lo que está pasando, carajo?

—Está pasando casi una revolución —dijo Molina—. El pueblo se adueñó de la calle, don Cayo. Hemos tenido que retirar hasta los guardias de tránsito para que no los apedreen. ¿Por qué no llega la orden para que actúe el Ejército, don Cayo?

—¿Y ellos, señor? —dijo Téllez—. ¿Qué han hecho con Martínez, con el viejo?

—No te preocupes, ya los enterramos —dijo Molina—. ¿Tú eres Téllez, no? Tu jefe te ha dejado plata en la Prefectura para que regreses a Ica en ómnibus, apenas puedas caminar.

—¿Y por qué los han enterrado aquí, señor? —dijo Téllez—. Martínez tiene mujer e hijos en Ica, Trifulcio tiene parientes en Chincha. Por qué no los mandaron allá para que los enterraran las familias. Por qué aquí, como perros. Nadie va a venir a visitarlos nunca, señor.

—¿Hipólito? —dijo Molina—. Tomó su colectivo a Lima a pesar de mis órdenes. Le pedí que se quedara a ayudarnos y se largó. Sí, ya sé que se portó mal en el teatro, Ludovico. Pero voy a pasar un parte a Lozano y lo voy a joder.

—Cálmese, Molina —dijo Cayo Bermúdez—. Con calma, con detalles, vaya por partes. Cuál es la situación, exactamente.

—La situación es que la policía ya no está en condiciones de restablecer el orden, don Cayo —dijo el prefecto—. Se lo repito una vez más. Si no interviene el Ejército aquí va a pasar cualquier cosa.

—¿La situación? —dijo el general Llerena—. Muy simple, Paredes. La imbecilidad de Bermúdez nos ha puesto entre la espada y la pared. La embarró y ahora quiere que el Ejército arregle las cosas con una demostración de fuerza.

—¿Demostración de fuerza? —dijo el general Alvarado—. No, mi general. Si saco la tropa, habrá más muertos que el año cincuenta. Hay barricadas, gente armada, y los huelguistas son toda la ciudad. Le advierto que correría mucha sangre.

—Cayo asegura que no, mi general —dijo el comandante Paredes—. La huelga es seguida sólo en un veinte por ciento. El lío lo ha desatado un pequeño grupo de agitadores contratados por la Coalición.

—La huelga es seguida cien por ciento, mi general —dijo el general Alvarado—. El pueblo es amo y señor de la calle. Han formado un comité donde hay abogados, obreros, médicos, estudiantes. El prefecto insiste en que saque la tropa desde anoche, pero yo quiero que la decisión la tome usted.

—Dígame su opinión, Alvarado —dijo el general Llerena—. Francamente.

—Apenas vean los tanques, los revoltosos se irán a sus casas, general Llerena —dijo Cayo Bermúdez—. Es una locura seguir perdiendo tiempo. Cada minuto que pasa da más fuerza a los agitadores y el gobierno se desprestigia. Dé la orden de una vez.

—Sinceramente, creo que el Ejército no tiene por qué ensuciarse las manos por el señor Bermúdez, mi general —dijo el general Alvarado—. Aquí no está en veremos ni el Presidente, ni el Ejército ni el régimen. Los señores de la Coalición vinieron a verme y me lo han asegurado. Se comprometen a tranquilizar a la gente si Bermúdez renuncia.

—Usted conoce de sobra a los dirigentes de la Coalición, general Llerena —dijo el senador Arévalo—. Bacacorzo, Zavala, López Landa. Usted no va a suponer que esos caballeros andan aliados con apristas o comunistas ¿no es verdad?

—Tienen el mayor respeto por el Ejército, y sobre todo por usted, general Llerena —insistió el senador Landa—. Sólo piden que renuncie Bermúdez. No es la primera vez que Bermúdez mete la pata, general, usted lo sabe. Es una buena ocasión para librar al régimen de un individuo que nos está perjudicando a todos, general.

—Arequipa está indignada con lo del Municipal —dijo el general Alvarado—. Fue un error de cálculo del señor Bermúdez, mi general. Los líderes de la Coalición han orientado muy bien la indignación. Le echan toda la culpa a Bermúdez, no al régimen. Si usted me lo ordena, yo saco la tropa. Pero piénselo, mi general. Si Bermúdez sale del Ministerio, esto se resuelve pacíficamente.

—Estamos perdiendo en horas lo que nos ha costado años, Paredes —dijo Cayo Bermúdez—. Llerena me responde con evasivas, los otros ministros no me dan cara. Se trata de una emboscada contra mí en regla. ¿Has hablado con Llerena tú?

—Está bien, mantenga la tropa acuartelada, Alvarado —dijo el general Llerena—. Que el Ejército no se mezcle en esto, a menos que sea atacado.

—Me parece la medida más inteligente —dijo el general Alvarado—. Bacocorzo y López Landa, de la Coalición, han vuelto a verme, mi general. Sugieren un gabinete militar. Saldría Bermúdez y el gobierno no daría la impresión de ceder. Podría ser una solución ¿no, mi general?

—El general Alvarado se ha portado muy bien, Fermín —dijo el senador Landa.

—El país está cansado de los abusos de Bermúdez, general Llerena —dijo el senador Arévalo—. Lo de Arequipa es sólo una muestra de lo que podría ocurrir en todo el Perú si no nos libramos de ese sujeto. Ésta es la oportunidad de que el Ejército se gane la simpatía de la nación, general.

—Lo de Arequipa no me asusta en absoluto, doctor Lora —dijo el doctor Arbeláez—. Al contrario, nos sacamos la lotería. Bermúdez ya huele a cadáver.

—¿Sacarlo del Ministerio? —dijo el doctor Lora—. El Presidente no lo hará jamás, Arbeláez, Bermúdez es su niño mimado. Preferirá que el Ejército entre a sangre y fuego en Arequipa.

—El Presidente no es muy vivo pero tampoco muy tonto —dijo el doctor Arbeláez—. Se lo explicaremos y entenderá. El odio al régimen se ha concentrado en Bermúdez. Les tira ese hueso y los perros se aplacarán.

—Si el Ejército no interviene, no puedo continuar en la ciudad, don Cayo —dijo el prefecto—. La Prefectura está protegida apenas por una veintena de guardias.

—Si usted se mueve de Arequipa, queda destituido —dijo Bermúdez—. Controle sus nervios. El general Llerena dará la orden de un momento a otro.

—Estoy acorralado aquí, don Cayo —dijo Molina—. Estamos oyendo la manifestación de la plaza de Armas. Pueden atacar el puesto. ¿Por qué no sale la tropa, don Cayo?

—Mire, Paredes, el Ejército no va a enlodarse para salvarle el Ministerio a Bermúdez —dijo el general Llerena—. No, de ninguna manera. Eso sí, hay que poner fin a esta situación. Los jefes militares y un grupo de senadores del régimen vamos a proponerle al Presidente la formación de un gabinete militar.

—Es la manera más sencilla de liquidar a Bermúdez sin que el gobierno parezca derrotado por los arequipeños —dijo el doctor Arbeláez—. Renuncia de los ministros civiles, gabinete militar y asunto resuelto, general.

—¿Qué es lo que pasa? —dijo Cayo Bermúdez—. He esperado cuatro horas y el Presidente no me recibe. ¿Qué significa esto, Paredes?

—El Ejército sale inmaculado con esta solución, general Llerena —dijo el senador Arévalo—. Y usted gana un enorme capital político. Los que lo apreciamos nos sentimos muy contentos, general.

—Tú puedes entrar a Palacio sin que te paren los edecanes —dijo Cayo Bermúdez—. Anda, corre Paredes. Explícale al Presidente que hay una conspiración de alto nivel, que a estas alturas todo depende de él. Que haga entender las cosas a Llerena. No confío en nadie ya. Hasta Lozano y Alcibíades se han vendido.

—Nada de detenciones ni de locuras, Molina —dijo Lozano—. Usted se mantiene ahí en el puesto con la gente, y no mete bala si no es de vida o muerte.

—No entiendo, señor Lozano —dijo Molina—. Usted me ordena una cosa y el ministro de Gobierno otra.

—Olvídese de las órdenes de don Cayo —dijo Lozano—. Está en cuarentena y no creo que dure mucho de ministro. ¿Qué hay de los heridos?

—En el hospital los más graves, señor Lozano —dijo Molina—. Unos veinte, más o menos.

—¿Enterraron a los dos tipos de Arévalo? —dijo Lozano.

—Con la mayor discreción, como ordenó don Cayo —dijo Molina—. Otros dos se regesaron a Ica. Sólo queda uno en el hospital. Un tal Téllez.

—Sáquelo cuanto antes de Arequipa —dijo Lozano—. Y lo mismo al par que yo le mandé. Esa gente no debe continuar ahí.

—Hipólito ya se fue, a pesar de mis órdenes —dijo Molina—. Pero Pantoja está en la clínica, grave. No podrá moverse durante algún tiempo, señor.

—Ah, ya entiendo —dijo Cayo Bermúdez—. Bueno, en las circunstancias actuales lo comprendo muy bien. Es una solución, sí, de acuerdo. ¿Dónde firmo?

—No pareces muy triste, Cayo —dijo el comandante Paredes—. Lo siento mucho pero no te pude apoyar. En cuestiones políticas, la amistad a veces hay que ponerla de lado.

—No me des explicaciones, yo entiendo de sobra —dijo Cayo Bermúdez—. Además, hace tiempo que quería largarme, tú lo sabes. Sí, salgo mañana temprano, en avión.

—No sé cómo voy a sentirme de ministro de Gobierno —dijo el comandante Paredes—. Lástima que no te quedes aquí para darme consejos, con la experiencia que tienes.

—Te voy a dar un buen consejo —sonrió Cayo Bermúdez—. No te fíes ni de tu madre.

—Los errores se pagan muy caros en política —dijo el comandante Paredes—. Es como en la guerra, Cayo.

—Es verdad —dijo Cayo Bermúdez—. No quiero que se sepa que viajo mañana. Guárdame el secreto, por favor.

—Te tenemos un taxi que te llevará hasta Camaná, allá puedes descansar un par de días antes de continuar a Ica, si quieres —dijo Molina—. Y mejor ni abras la boca sobre lo que te pasó en Arequipa.

—Está bien —dijo Téllez—. Yo feliz de salir de acá cuanto antes.

—¿Y qué pasa conmigo? —dijo Ludovico—. ¿Cuándo me despachan a mí?

—Apenas puedas pararte —dijo Molina—. No te asustes, ya no hay de qué. Don Cayo ya salió del gobierno, y la huelga va a terminar.

—No me guarde usted rencor, don Cayo —dijo el doctor Alcibíades—. Las presiones eran muy fuertes. No me dieron chance para actuar de otro modo.

—Claro que sí, doctorcito —dijo Cayo Bermúdez—. No le guardo rencor. Al contrario, estoy admirado de lo hábil que ha sido. Llévese bien con mi sucesor, el comandante Paredes. Lo va a nombrar a usted director de gobierno. Me preguntó mi opinión y le dije tiene pasta para el cargo.

—Aquí estaré siempre para servirlo, don Cayo —dijo el doctor Alcibíades—. Aquí tiene sus pasajes, su pasaporte. Todo en orden. Y, por si no lo veo, que tenga buen viaje, don Cayo.

—Entra hermano, te tengo grandes noticias —dijo Ludovico—. Adivina, Ambrosio.

—No fue para robarle, Ludovico —dijo Ambrosio—. No, tampoco por eso. No me preguntes por qué lo hice, hermano, no te lo voy a decir. ¿Me vas a ayudar?

—¡Me metieron al escalafón! —dijo Ludovico—. Anda volando a comprar una botella de algo y tráetela a escondidas, Ambrosio.

—No, él no me mandó, él ni sabía —dijo Ambrosio—. Conténtate con eso, yo la maté. Se me ocurrió a mí solito, sí. Él le iba a dar la plata para que se largara a México, él se iba a dejar sangrar toda la vida por esa mujer. ¿Me vas a ayudar?

—Oficial de tercera, Ambrosio, División de Homicidios —dijo Ludovico—. ¿Y sabes quién vino a darme el notición, hermano?

—Sí, por hacerle un bien a él, para salvarlo a él —dijo Ambrosio—. Para demostrarle mi agradecimiento, sí. Ahora quiere que me vaya. No, no es ingratitud, no es maldad. Es por su familia, no quiere que esto lo manche. Él es buena gente. Que tu amigo Ludovico te aconseje y yo le doy una gratificación, dice, ¿ves? ¿Me vas a ayudar?

—El señor Lozano en persona, imagínate —dijo Ludovico—. De repente se me apareció en el cuarto y yo pasmado, Ambrosio, ya te figuras.

—Él te regala diez mil, y yo diez mil, de mis ahorros —dijo Ambrosio—. Sí, está bien, me iré de Lima y nunca más te daré cara, Ludovico. Está bien, me llevo a Amalia también. No volveremos a pisar esta ciudad, hermano, de acuerdo.

—El sueldo es dos mil ochocientos, pero el señor Lozano va a hacer que reconozcan mi antigüedad en el cuerpo —dijo Ludovico—. Hasta tendré mis bonificaciones, Ambrosio.

—¿A Pucallpa? —dijo Ambrosio—. ¿Pero qué voy a hacer allá, Ludovico?

—Ya sé que Hipólito se portó muy mal —dijo el señor Lozano—. Vamos a darle un puestecito para que se pudra en vida.

—¿Y sabes dónde lo van a mandar? —se rió Ludovico—. ¡A Celendín!

—Pero quiere decir que también a Hipólito lo van a meter al escalafón —dijo Ambrosio.

—Y qué importa, si tiene que vivir en Celendín —dijo Ludovico—. Ah, hermano, estoy tan contento. Y te lo debo a ti también, Ambrosio. Si no hubiera pasado a trabajar con don Cayo, seguiría de cachuelero. Es algo que te estoy debiendo, hermano.

—Con la alegría te has curado, hasta te mueves —dijo Ambrosio—. ¿Cuándo te dan de alta?

—No hay apuro, Ludovico —dijo el señor Lozano—. Cúrate con calma, tómate esta temporadita en el hospital como unas vacaciones. No puedes quejarte. Duermes todo el día, te traen la comida a la cama.

—La cosa no es tan color de rosa, señor —dijo Ludovico—. ¿No ve que mientras estoy aquí no gano nada?

—Vas a recibir tu sueldo íntegro todo el tiempo que estés aquí —dijo el señor Lozano—. Te lo has ganado, Ludovico.

—Los asimilados sólo cobramos por trabajito, señor Lozano —dijo Ludovico—. Yo no estoy en el escalafón, no se olvide.

—Ya estás —dijo el señor Lozano—. Ludovico Pantoja, oficial de tercera, División de Homicidios. ¿Cómo te suena eso?

—Casi salto a besarle las manos, Ambrosio —dijo Ludovico—. ¿De veras, de veras me metieron al escalafón, señor Lozano?

—Hablé de ti con el nuevo ministro, y el comandante sabe reconocer los servicios —dijo el señor Lozano—. Sacamos tu nombramiento en veinticuatro horas. Vine a felicitarte.

—Perdóneme, señor —dijo Ludovico—. Qué vergüenza, señor Lozano. Pero es que la noticia me ha emocionado tanto, señor.

—Llora nomás, no te avergüences —dijo el señor Lozano—. Ya veo que le tienes cariño al cuerpo y eso está muy bien, Ludovico.

—Tienes razón, hay que celebrarlo, hermano —dijo Ambrosio—. Voy a traer una botella. Ojalá no me chapen las enfermeras.

—Qué caliente debe estar el senador Arévalo ¿no, señor? —dijo Ludovico—. Su gente es la que sufrió más. Le mataron a dos y a otro lo golpearon duro.

—Tú mejor olvídate de todo eso, Ludovico —dijo el señor Lozano.

—Qué me voy a olvidar, señor —dijo Ludovico—. ¿No ve cómo me dejaron? Una paliza así se recuerda toda la vida.

—Pues si no te olvidas, no sé para qué me he dado tanto trabajo por ti —dijo el señor Lozano—. No has comprendido nada, Ludovico.

—Me está usted asustando, señor —dijo Ludovico—. ¿Qué es lo que tengo que comprender?

—Que eres todo un oficial de Investigaciones, uno igual a los que salen de la Escuela —dijo el señor Lozano—. Y un oficial no puede haber hecho trabajos de matón contratado, Ludovico.

—¿Volver al trabajo? —dijo don Emilio Arévalo—. Tú lo que vas a hacer ahora es recuperarte, Téllez. Unas semanitas con tu familia, ganando jornal completo. Sólo cuando estés enterito volverás a trabajar.

—Esos trabajos los hacen los asimilados, los pobres diablos sin preparación —dijo el señor Lozano—. Tú nunca has sido matón, tú has hecho siempre operaciones de categoría. Eso es lo que dice tu foja de servicios. ¿O quieres que borre todo eso y ponga fue cachuelero?

—No tienes nada que agradecerme, hijo —dijo don Emilio Arévalo—. Se portan bien conmigo y yo me porto bien, Téllez.

—Ahora sí comprendo, señor Lozano —dijo Ludovico—. Perdóneme, no me daba cuenta. Nunca fui asimilado, nunca fui a Arequipa.

—Porque alguien podría protestar, decir no tiene derecho a estar en el escalafón —dijo el señor Lozano—. O sea que olvídate de eso, Ludovico.

—Ya me olvidé, don Emilio —dijo Téllez—. Nunca salí de Ica, me rompí la pierna montando una mula. No sabe qué bien me cae esa gratificación, don Emilio.

—Pucallpa por dos razones, Ambrosio —dijo Ludovico—. Ahí está el peor puesto de policía del Perú. Y, segundo, porque ahí tengo un pariente que puede darte trabajo. Tiene una compañía de ómnibus. Ya ves que te la pongo en bandeja, hermano.