II

 

—¿CÓMO QUE se casó por accidente, niño? —se ríe Ambrosio—. ¿Quiere decir que lo obligaron?

Había comenzado en una de esas noches blancas y estúpidas, que, por una especie de milagro, se transformó en fiesta. Norwin había llamado a La Crónica diciendo que los esperaba en El Patio y, al terminar el trabajo, Santiago y Carlitos se habían ido a reunir con él. Norwin quería ir al bulín, Carlitos al Pingüino, tiraron cara o sello y Carlitos ganó. ¿Era alguna fiesta de guardar? La boite estaba tristona y sin clientes. Pedrito Aguirre se sentó con ellos y convidó cervezas. Al terminar el segundo show partieron los últimos clientes, y entonces, súbita, inesperadamente, las muchachas del show y los muchachos de la orquesta y los empleados del bar acabaron reunidos en una ronda de mesas risueñas. Habían empezado con chistes, brindis, anécdotas y rajes, y, de repente, la vida parecía contenta, achispada, espontánea y simpática. Bebían, cantaban, empezaron a bailar, y al lado de Santiago, la China y Carlitos, mudos y apretados, se miraban a los ojos como si acabaran de descubrir el amor. A las tres de la mañana seguían allí, bebidos y queriéndose, generosos y locuaces, y Santiago se sentía enamorado de Ada Rosa. Ahí estaba, Zavalita: bajita, culoncita, morenita. Sus piernas chuecas, piensa, su diente de oro, su mal aliento, sus lisuras.

—Un accidente de verdad —dice Santiago—. Un accidente de auto.

Norwin fue el primero en desaparecer, con una mambera cuarentona de peinado flamígero. La China y Carlitos convencieron a Ada Rosa que partiera con ellos. Fueron en taxi al departamento de la China en Santa Beatriz. Sentado junto al chofer, Santiago tenía una mano distraída en las rodillas de Ada Rosa que iba atrás, adormecida junto a la China y Carlitos, que se besaban con furia. En el departamento bebieron todas las cervezas del frigidaire y oyeron discos y bailaron. Cuando apareció la luz del día en la ventana, la China y Carlitos se encerraron en el dormitorio y Santiago y Ada Rosa quedaron solos en la sala. En El Pingüino se habían besado, y aquí acariciado y ella se había sentado en sus rodillas, pero ahora, cuando él trató de desnudarla, Ada Rosa se encabritó y comenzó a vociferar y a insultarlo. Estaba bien, Ada Rosa, nada de peleas, vamos a dormir. Puso los cojines del sillón sobre la alfombra, se tumbó y quedó dormido. Al despertar, vio entre nieblas azuladas a Ada Rosa, encogida como un feto en el sofá, durmiendo vestida. Fue dando tumbos hasta el baño, aturdido por la biliosa pesadez y el resentimiento de los huesos, y metió la cabeza al agua fría. Salió de la casa: el sol le hirió los ojos y lo hizo lagrimear. Bebió un café puro en una chingana de Petit Thouars, y luego, con unas vagas náuseas itinerantes, tomó un colectivo hasta Miraflores y otro hasta Barranco. Era mediodía en el reloj de la municipalidad. La señora Lucía le había dejado un papel sobre la cama: que llame a La Crónica, muy urgente. Arispe estaba loco si creía que ibas a llamarlo, Zavalita. Pero en el momento de entrar a la cama pensó que la curiosidad lo desvelaría y bajó en piyama a telefonear.

—¿No está contento con su matrimonio? —dice Ambrosio.

—Carambolas —dijo Arispe—. Qué voz de ultratumba, mi señor.

—Tuve una fiesta y estoy con todos los muñecos —dijo Santiago—. No he dormido nada.

—Dormirás en el viaje —dijo Arispe—. Vente volando en un taxi. Te vas a Trujillo con Periquito y Darío, Zavalita.

—¿A Trujillo? —viajar, piensa, por fin viajar, aunque fuera a Trujillo—. ¿No puedo partir dentro de...?

—En realidad, ya partiste —dijo Arispe—. Un dato fijo, el ganador del millón y medio de la Polla, Zavalita.

—Está bien, me pego un duchazo y voy para allá —dijo Santiago.

—Puedes telefonearme el reportaje esta noche —dijo Arispe—. No te duches y ven de una vez, el agua es para los cochinos como Becerrita.

—Sí, estoy —dice Santiago—. Lo que pasa es que ni eso lo decidí realmente yo. Se me impuso solo, como el trabajo, como todas las cosas que me han pasado. No las he hecho por mí. Ellas me hicieron a mí, más bien.

Se vistió de prisa, volvió a mojarse la cabeza, bajó a trancos la escalera. El chofer del taxi tuvo que despertarlo al llegar a La Crónica. Era una mañana soleada, había un calorcito que deliciosamente entraba por los poros y adormecía los músculos y la voluntad. Arispe había dejado las instrucciones y dinero para gasolina, comida y hotel. A pesar del malestar y del sueño, te sentías contento con la idea del viaje, Zavalita. Periquito se sentó junto a Darío y Santiago se tendió en el asiento de atrás y se durmió casi en seguida. Despertó cuando entraban a Pasamayo. A la derecha dunas y amarillos cerros empinados, a la izquierda el mar azul resplandeciente y el precipicio que crecía, adelante la carretera trepando penosamente el flanco pelado del monte. Se incorporó y encendió un cigarrillo; Periquito miraba alarmado el abismo.

—Las curvas de Pasamayo les quitaron la tranca, maricones —se rió Darío.

—Anda más despacio —dijo Periquito—. Y como no tienes ojos en el cráneo, mejor no te voltees a conversar.

Darío conducía rápido, pero era seguro. Casi no encontraron autos en Pasamayo, en Chancay hicieron un alto para almorzar en una fonda de camioneros a orillas de la carretera. Reanudaron el viaje y Santiago, tratando de dormir a pesar del zangoloteo, los oía conversar.

—A lo mejor lo de Trujillo es mentira —dijo Periquito—. Hay mierdas que se pasan la vida dando datos falsos a los periódicos.

—Un millón y medio de soles para uno solito —dijo Darío—. No creía en la Polla, pero voy a empezar a jugarle.

—Convierte un millón y medio en hembras y cuéntame —dijo Periquito.

Pueblos agonizantes, perros agresivos que salían al encuentro de la camioneta con los colmillos al aire, camiones estacionados junto a la pista, cañaverales esporádicos. Entraban al kilómetro 83 cuando Santiago se incorporó y fumó de nuevo. Era una recta, con arenales a ambos lados. El camión no los sorprendió; lo vieron destellar a lo lejos, en la cumbre de una colina, y lo vieron acercarse, lento, pesado, corpulento, con su cargamento de latas sujetas con sogas en la tolva. Un dinosaurio, dijo Periquito, en el instante que Darío frenaba en seco y ladeaba el volante porque en el mismo punto en que iban a cruzar al camión un hueco devoraba la mitad de la pista. Las ruedas de la camioneta cayeron en la arena, algo crujió bajo el vehículo, ¡endereza! gritó Periquito y Darío trató y ahí nos jodimos, piensa. Las ruedas se hundieron, en vez de escalar el borde patinaron y la camioneta avanzó todavía, monstruosamente inclinada, hasta que la venció su propio peso y rodó como una bola. Un accidente en cámara lenta, Zavalita. Oyó o dio un grito, un mundo torcido y sesgado, una fuerza que lo arrojaba violentamente adelante, una oscuridad con estrellitas. Por un tiempo indefinido todo fue quieto, en tinieblas, doloroso y caliente. Sintió primero un gusto acre, y, aunque había abierto los ojos, tardó en descubrir que había sido despedido del vehículo y estaba tendido en la tierra y que el áspero sabor era la arena que se le metía a la boca. Trató de pararse, el mareo lo cegó y cayó de nuevo. Luego se sintió cogido de los pies y de las manos, levantado, y ahí estaban, al fondo de un largo sueño borroso, esos rostros extraños y remotos, esa sensación de infinita y lúcida paz. ¿Sería así, Zavalita? ¿Sería ese silencio sin preguntas, esa serenidad sin dudas ni remordimientos? Todo era flojo, vago y ajeno, y se sintió instalado en algo blando que se movía. Estaba en un auto, tendido en el asiento de atrás, y reconoció las voces de Periquito y de Darío y vio un hombre vestido de marrón.

—¿Cómo estás, Zavalita? —dijo la voz de Periquito.

—Borracho —dijo Santiago—. Me duele la cabeza.

—Tuviste suerte —dijo Periquito—. La arena aguantó la camioneta. Si da otra vuelta de campana te aplasta.

—Es una de las pocas cosas importantes que me han pasado, Ambrosio —dice Santiago—. Además, fue así que conocí a la que ahora es mi mujer.

Tenía frío, no le dolía nada pero seguía atontado. Oía diálogos y murmullos, el ruido del motor, de otros motores, y cuando abrió los ojos lo estaban colocando en una camilla. Vio la calle, el cielo que empezaba a oscurecer, leyó «La Maison de Santé» en la fachada del edificio donde entraban. Lo subieron a un cuarto del segundo piso, Periquito y Darío ayudaron a desnudarlo. Cuando estuvo cubierto con sábanas y frazadas hasta el mentón pensó voy a dormir mil horas. Respondía entre sueños a las preguntas de un hombre con anteojos y mandil blanco.

—Dile a Arispe que no publique nada, Periquito —se reconoció apenas la voz—. Que mi papá no sepa que pasó esto.

—Un encuentro romántico —dice Ambrosio—. ¿Se ganó su cariño curándolo?

—Dándome de fumar a escondidas, más bien —dice Santiago.

ESTÁS EN tu noche, Quetita —dijo Malvina—. Estás regia.

—Te mandan buscar con chofer —pestañeó Robertito—. Como a una reina, Quetita.

—Es verdad, te has sacado la lotería —dijo Malvina.

—Y yo también, y todas nosotras —dijo Ivonne, despidiéndola con una sonrisa maliciosa—. Ya sabes, con guante de oro, Quetita.

Antes, cuando Queta se arreglaba, Ivonne había venido a ayudarla en el peinado y a vigilar personalmente su vestuario; hasta le había prestado un collar que hacía juego con su pulsera. ¿Me he sacado la lotería?, pensaba Queta, sorprendida de no estar excitada ni contenta ni siquiera curiosa. Salió y en la puerta de la casa tuvo un pequeño sobresalto: los mismos ojos atrevidos y asustados de ayer. Pero el zambo la miró de frente sólo unos segundos; bajó la cabeza, murmuró buenas noches, se apresuró a abrirle la puerta del automóvil que era negro, grande y severo como una carroza funeraria. Entró sin devolverle sus buenas noches y vio otro tipo ahí adelante, junto al asiento del chofer. También alto, también fuerte, también vestido de azul.

—Si tiene frío y quiere que cierre la ventanilla —murmuró el zambo, ya sentado ante el volante, y ella vio un instante el blanco de sus ojazos.

El auto arrancó hacia la plaza Dos de Mayo, torció por Alfonso Ugarte hacia Bolognesi, enfiló por la avenida Brasil, y cuando pasaban bajo los postes de luz, Queta descubría siempre los codiciosos animalitos en el espejo retrovisor, buscándola. El otro tipo se había puesto a fumar, después de preguntarle si no le molestaba el humo, y no se volvió a mirarla ni la espió por el espejo durante todo el trayecto. Ya cerca del Malecón entraron a Magdalena Nueva por una transversal, siguieron la línea del tranvía hacia San Miguel, y vez que miraba al espejo retrovisor, Queta los veía: ardiendo, huyendo.

—¿Tengo monos en la cara? —dijo, pensando este imbécil va a chocar—. ¿Qué me miras tanto tú?

Las cabezas de adelante se ladearon y volvieron a su sitio, la voz del zambo surgió insoportablemente confusa, ¿él? ¿con perdón? ¿a él le hablaba? y Queta pensó qué miedo le tienes a Cayo Mierda. El auto iba y volvía por las oscuras callecitas silenciosas de San Miguel y por fin se detuvo. Vio un jardín, una casita de dos pisos, una ventana con cortinas que dejaban filtrar la luz. El zambo se había bajado a abrirle la puerta. Estaba ahí, la mano ceniza en la manija, cabizbajo y acobardado, tratando de abrir la boca. ¿Es aquí?, murmuró Queta. Las casitas se sucedían idénticas en la mezquina luz, detrás de los alineados arbolitos sombríos de las veredas. Dos policías miraban el auto desde la esquina y el tipo de adentro les hizo una seña como diciendo somos nosotros. No era una gran casa, no sería su casa, pensó Queta: será la de sus porquerías.

—Yo no quise molestar —balbuceó el zambo, con voz oblicua y humillada—. No la estaba mirando. Pero si cree que, mil disculpas.

—No tengas miedo, no le voy a decir nada a Cayo Mierda —se rió Queta—. Sólo que los frescos no me gustan.

Atravesó el oloroso jardín de flores húmedas y al tocar el timbre oyó al otro lado de la puerta voces, música. La luz del interior la hizo pestañear. Reconoció la angosta silueta menuda del hombre, su cara devastada, el desgano de su boca y sus ojos sin vida: adelante, bienvenida. Gracias por mandarme el, dijo ella, y se calló: había una mujer ahí, mirándola con una sonrisa curiosa, delante de un bar cuajado de botellas. Quedó inmóvil, las manos colgando a lo largo de su cuerpo, bruscamente desconcertada.

—Ésta es la famosa Queta —Cayo Mierda había cerrado la puerta, se había sentado y ahora él y la mujer la observaban—. Adelante, famosa Queta. Ésta es Hortensia, la dueña de casa.

—Yo creía que todas eran viejas, feas y cholas —chilló líquidamente la mujer y Queta atinó a pensar, aturdida, qué borracha está—. O sea que me mentiste, Cayo.

Se volvió a reír, exagerada y sin gracia, y el hombre, con media sonrisa abúlica, señaló el sillón: asiento, se iba a cansar de estar parada. Avanzó como sobre hielo o cera, temiendo resbalar, caer y hundirse en una confusión todavía peor y se sentó en la orilla del asiento, rígida. Volvió a oír la música que había olvidado o cesado; era un tango de Gardel y el tocadiscos estaba ahí, empotrado en un mueble caoba. Vio a la mujer levantarse oscilando y vio sus torpes dedos indecisos manipulando una botella y vasos, en una esquina del bar. Observó su apretado vestido de seda opalina, la blancura de sus hombros y brazos, sus cabellos de carbón, la mano que destellaba, su perfil, y siempre perpleja pensó cómo se le parece, cuánto se parecían. La mujer venía hacia ella con dos vasos en las manos, caminando como si no tuviera huesos, y Queta apartó la vista.

—Cayo me dijo es guapísima y yo creía que era cuento —la veía de pie y vacilando, contemplándola desde arriba con unos ojos vidriosamente risueños de gata engreída, y cuando se inclinó para alcanzarle el vaso, olió su perfume beligerante, incisivo—. Pero es cierto, la famosa Queta es guapísima.

—Salud, famosa Queta —ordenó Cayo Mierda, sin afecto—. A ver si un trago te levanta el espíritu.

Maquinalmente, se llevó el vaso a la boca, cerró los ojos y bebió. Una espiral de calor, cosquillas en las pupilas y pensó whisky puro. Pero bebió otro largo trago y sacó un cigarrillo de la cajetilla que el hombre le ofrecía. Él se lo encendió y Queta descubrió a la mujer, sentada ahora a su lado, sonriéndole con familiaridad. Haciendo un esfuerzo, le sonrió también.

—Es usted igualita a —se atrevió a decir y la invadió un escozor de falsedad, una viscosa sensación de ridículo—. Igualita a una artista.

—¿A qué artista? —la animó la mujer, sonriendo, mirando a Cayo Mierda de reojo, volviendo a mirarla a ella—. ¿A la?

—Sí —dijo Queta; bebió otro trago y repiró hondo—. A la Musa, la que cantaba en el Embassy. Yo la vi varias veces y...

Se calló, porque la mujer se reía. Los ojos le brillaban, vidriosos y encantados.

—Una pésima cantante la Musa esa —ordenó Cayo Mierda, asintiendo—. ¿No?

—No me parece —dijo Queta—. Canta bonito, sobre todo los boleros.

—¿Ves? ¡Ja já! —prorrumpió la mujer, señalando a Queta, haciendo una morisqueta a Cayo Mierda—. ¿Ves que pierdo mi tiempo contigo? ¿Ves que estoy arruinando mi carrera?

No puede ser, pensó Queta, y la sensación de ridículo se apoderó de ella nuevamente. Le quemaba la cara, sentía ganas de salir corriendo, de romper cosas. Acabó su copa de un trago y sintió llamas en la garganta y un atisbo de ebullición en el vientre. Luego, una hospitalaria tibieza visceral que le devolvió un poco de control sobre sí misma.

—Ya sabía que era usted, la reconocí —dijo, tratando de sonreír—. Sólo que.

—Sólo que ya se te acabó el trago —dijo la mujer, amistosamente. Se levantó como una ola, tambaleante y despacio, y la miró dichosa, eufórica, con gratitud—. Te adoro por lo que has dicho. Dame tu vaso. ¿Ves, ves, Cayo?

Mientras la mujer iba al bar resbalando, Queta se volvió hacia Cayo Mierda. Bebía serio, ojeaba el comedor, parecía absorbido por meditaciones íntimas y graves, lejísimos de allí, y ella pensó es absurdo, pensó te odio. Cuando la mujer le alcanzó el vaso de whisky, se inclinó y le habló en voz baja: ¿podía decirle dónde estaba el? Sí, claro, ven, le enseñaría dónde. Él no las miró. Queta subía la escalera detrás de la mujer, que se agarraba del pasamanos y tanteaba los peldaños con desconfianza antes de pisar, y se le ocurrió me va a insultar, ahora que estuvieran solas la iba a botar. Y pensó: te va a ofrecer plata para que te vayas. La Musa abrió una puerta, le señaló el interior sin reír ya y Queta murmuró rápidamente gracias. Pero no era el baño, sino el dormitorio, uno de película o de sueño: espejos, una mullida alfombra, espejos, un biombo, un cubrecamas negro con un animal amarillo bordado que escupía fuego, más espejos.

—Ahí, al fondo —dijo tras ella, sin hostilidad, la insegura voz alcohólica de la mujer—. Esa puerta.

Entró al baño, cerró con llave, respiró con ansiedad. ¿Qué era esto, qué juego era éste, qué se creían éstos? Se miraba en el espejo del lavador; su cara, muy maquillada, tenía impresa aún la perplejidad, la turbación, el susto. Hizo correr el agua para disimular, se sentó en el borde de la bañera. ¿Era la Musa su, la había hecho venir para, la Musa sabía que? Se le ocurrió que la espiaban por el ojo de la cerradura y fue hasta la puerta, se arrodilló y miró por el pequeño orificio: un círculo de alfombra, sombras. Cayo Mierda, tenía que irse, quería irse, Musa Mierda. Sentía cólera, confusión, humillación, risa. Estuvo encerrada un rato más, caminando de puntillas por las losetas blancas, envuelta en la luz azulina del tubo fluorescente, tratando de poner en orden el hervidero de su cabeza, pero sólo se confundió más. Jaló la cadena del excusado, se arregló el cabello frente al espejo, tomó aliento y abrió la puerta. La mujer se había tendido de través en la cama, y Queta sintió un instante que se distraía, viendo la reclinada figurilla inmóvil de piel tan blanca contrastando con el cubrecamas negro retinto reluciente. Pero ya la mujer había levantado los ojos hacia ella. La miraba demorándose, la inspeccionaba con una lenta, despaciosa flojera, sin sonreír, sin enojo. Una mirada interesada y al mismo tiempo cerebral, debajo del azogue borracho de las pupilas.

—¿Se puede saber qué estoy haciendo yo aquí? —dijo, con ímpetu, dando unos pasos resueltos hacia la cama.

—Vaya, sólo falta que ahora te pongas furiosa —la Musa perdió su seriedad, sus titilantes ojos la miraban divertidos.

—No furiosa, sino que no entiendo —Queta se sentía reflejada, proyectada a los costados, lanzada arriba, devuelta, atacada por todos esos espejos—. Dígame para qué me han hecho venir aquí.

—Déjate de tonterías y trátame de tú —susurró la mujer; se corrió un poco en la cama, contrayendo y estirando el cuerpo como una lombriz y Queta vio que se había quitado los zapatos, y un segundo, debajo de las medias, vio las uñas pintadas de sus pies—. Ya sabes mi nombre, Hortensia. Anda, siéntate aquí, déjate de tonterías.

Le hablaba sin odio ni amistad, con la voz un poco evasiva y calmada del alcohol, y seguía mirándola, ahora fijamente. Como tasándome, pensó Queta, mareada, como si. Dudó un momento y se sentó en la orilla de la cama, todos los poros de su cuerpo alertas. Hortensia tenía la cabeza apoyada en una mano, su postura era abandonada y blanda.

—Tú sabes de sobra para qué —dijo, sin cólera, sin amargura, con un lascivo dejo de burla en la lenta cadencia de la voz, con un intempestivo brillo nuevo en los ojos que trataba de ocultar y Queta pensó ¿qué? Tenía unos ojos grandes, verdes, unas pestañas que no parecían postizas y que sombreaban sus párpados, gruesos labios húmedos, su garganta era lisa y tirante y las venas se presentían, delgadas y azules. No sabía qué pensar, qué decir, ¿qué? Hortensia se echó para atrás, se rió como a pesar de sí misma, se tapó la cara con el brazo, se desperezó con una especie de avidez y, de pronto, estiró una mano y cogió a Queta de la muñeca: sabes de sobra para qué. Como un cliente, pensó, asombrada y sin moverse, como si, viendo los blancos dedos de uñas sangrientas sobre su piel mate y ahora Hortensia la miraba intensamente, sin disimulo ya, desafiante ya.

—Mejor me voy —se oyó decir, tartamudeando, quieta y pasmada—. Usted querrá que me vaya ¿no?

—Te voy a decir una cosa —la tenía siempre sujeta, se había acercado un poco a ella, su voz se había espesado y Queta sentía su aliento—. Estaba aterrada de que fueras vieja, fea, de que fueras sucia.

—¿Quiere que me vaya? —balbuceó Queta, estúpidamente, respirando con fuerza, acordándose de los espejos—. ¿Me ha hecho venir para?

—Pero no eres —susurró Hortensia y acercó todavía más su cara y Queta vio la exasperada alegría de sus ojos, el movimiento de su boca que parecía humear—. Eres bonita y joven. Eres limpiecita.

Alargó la otra mano y cogió el otro brazo de Queta. La miraba con descaro, con burla, retorcía un poco el cuerpo para incorporarse, murmuraba vas a tener que enseñarme, se dejaba caer de espaldas y desde abajo la miraba, los ojos abiertos, exultantes, se sonreía y desvariaba trátame de tú de una vez, si iban a acostarse juntas no la iba a tratar de usted ¿no?, sin soltarla, obligándola con suave presión a inclinarse, a dejarse ir contra ella. ¿Enseñarte?, pensó Queta, ¿enseñarte yo a ti?, cediendo, sintiendo que desaparecía su confusión, riéndose.

—Vaya —ordenó a su espalda una voz que comenzaba a salir del desgano—. Ya se hicieron amigas.

DESPERTÓ CON un hambre atroz; ya no le dolía la cabeza, pero sentía punzadas en la espalda y calambres. El cuarto era pequeño, frío y desnudo, con ventanas sobre un corredor de columnas por el que pasaban monjas y enfermeras. Le trajeron el desayuno y comió vorazmente.

—El plato le puede hacer mal —dijo la enfermera—. Si quiere, le traigo otro pancito.

—Y también otro café con leche, si puede —dijo Santiago—. No pruebo bocado desde ayer a mediodía.

La enfermera le trajo otro desayuno completo y se quedó en la habitación, observándolo mientras comía. Ahí estaba, Zavalita: tan morena, tan aseada y tan joven en su albo uniforme sin arrugas, con sus medias blancas, sus cortos cabellos de muchacho y su toca almidonada, parada al pie de la cama con sus piernas esbeltas y su cuerpo filiforme de maniquí, sonriendo con sus dientecillos voraces.

—¿Así que es periodista? —tenía ojos vivos e impertinentes y una burlona vocecita superficial—. ¿Cómo fue que se volcaron?

—Ana —dice Santiago—. Sí, muy joven. Cinco años menor que yo.

—Esos golpazos, aunque no le hayan roto nada, a veces lo dejan a uno tonto —se rió la enfermera—. Por eso lo han puesto en observación.

—No me baje así la moral —dijo Santiago—. Deme ánimos, más bien.

—¿Y por qué le friega la idea de ser papá? —dice Ambrosio—. Si todos pensaran así, el Perú se quedaría sin gente, niño.

—¿Así que trabaja en La Crónica? —repitió ella; tenía una mano en la puerta, como si fuera a salir, pero hacía cinco minutos que no se movía de allí—. El periodismo debe ser algo de lo más interesante ¿no?

—Aunque le voy a confesar que, cuando supe que iba a ser papá, yo también me aterré —dice Ambrosio—. Sólo que después uno se acostumbra, niño.

—Así es, pero tiene sus inconvenientes, uno se puede romper la crisma en cualquier momento —dijo Santiago—. Hágame un gran favor. ¿No podría mandar a alguien a comprar cigarrillos?

—Los enfermos no pueden fumar, está prohibido —dijo ella—. Tendrá que aguantarse mientras esté aquí. Mejor, así se desintoxica.

—Me muero de las ganas de fumar —dijo Santiago—. No sea mala. Consígame aunque sea unito.

—¿Y su señora qué piensa? —dice Ambrosio—. Porque ella querrá tener hijos, seguro. A las mujeres les gusta ser mamás.

—¿Qué me da en cambio? —dijo ella—. ¿Publica mi foto en su periódico?

—Supongo que sí —dice Santiago—. Pero Ana es buena gente y me da gusto.

—Si el doctor sabe me mata —dijo la enfermera, con un ademán cómplice—. Fúmeselo a escondidas y bote el puchito en la bacinica.

—Qué horror, es un Country —dijo Santiago, tosiendo—. ¿Usted fuma esta porquería?

—Caramba, qué engreído —dijo ella, riéndose—. Yo no fumo. Fui a robármelo para mantenerle el vicio.

—La próxima vez róbese un Nacional Presidente y palabra que publico su foto en Sociales —dijo Santiago.

—Se lo robé al doctor Franco —dijo ella, haciendo una mueca—. Dios lo libre de caer en sus manos. Es el más antipático de aquí, y además brutísimo. Sólo receta supositorios.

—Qué le ha hecho ese pobre doctor Franco —dijo Santiago—. ¿La ha estado enamorando?

—Qué ocurrencia, el viejito ya no sopla —se le marcaban dos hoyuelos en las mejillas y su risa era rápida y aguda, sin complicaciones—. Tiene como cien años.

Toda la mañana lo tuvieron de una sala a otra, tomándole radiografías y haciéndole análisis; el nebuloso doctor de la noche pasada lo sometió a un interrogatorio casi policial. No había nada roto, aparentemente, pero no le gustaban esas punzadas, joven, a ver qué decían las radiografías. Al mediodía vino Arispe y le hizo bromas: se había tapado las orejas y hecho contra al enterarse del accidente, Zavalita, ya se imaginaba las mentadas de madre que habría recibido. Saludos del director, que se estuviera en la clínica todo el tiempo que hiciera falta, el diario correría también con los gastos extras, con tal que no encargaras banquetes al Hotel Bolívar. ¿De veras no querías que avisaran a tu familia, Zavalita? No, el viejo se asustaría y no valía la pena, no tenía nada. En la tarde vinieron Periquito y Darío; sólo tenían moretones y estaban contentos. Les habían dado dos días de descanso y esa noche se iban juntos a una fiesta. Poco después llegaron Solórzano, Milton y Norwin, y, cuando todos ellos partieron, aparecieron, como recién rescatados de un naufragio, cadavéricos y acaramelados, la China y Carlitos.

—Qué caras —dijo Santiago—. Ni que hubieran seguido hasta ahora la farra de la otra noche.

—La seguimos —dijo la China, bostezando aparatosamente; se derrumbó a los pies de la cama y se quitó los zapatos—. Ya ni sé en qué fecha estamos ni qué hora es.

—Hace dos días que no piso La Crónica —dijo Carlitos, amarillo, la nariz encarnada, los ojos gelatinosos y felices—. Llamé a Arispe para inventarle un ataque de úlcera y me contó lo del accidente. No vine antes, para no encontrarme con alguien de la redacción.

—Saludos de Ada Rosa —se carcajeó la China—. ¿No ha venido a verte?

—No me hables de Ada Rosa —dijo Santiago—. La otra noche se convirtió en una pantera.

Pero la China lo interrumpió con su torrentosa carcajada fluvial: ya sabían, ella misma les había contado lo que pasó. Ada Rosa era así, provocaba y a última hora se chupaba, una calentadora, una loca. La China se reía con contorsiones, palmoteando como una foca. Tenía los labios pintados en forma de corazón, un altísimo peinado barroco que daba a su cara una soberbia agresividad, y todo en ella parecía esta noche más excesivo que nunca: sus gestos, sus curvas, sus lunares. Y Carlitos sufría y gozaba por eso, piensa, de eso dependían sus angustias, su serenidad.

—Me mandó a dormir a la alfombra —dijo Santiago—. El cuerpo no me duele del accidente sino de lo duro que es el piso de tu casa.

Carlitos y la China se quedaron conversando cerca de una hora, y, apenas se fueron, entró la enfermera. Traía una sonrisa maliciosa flotando en los labios y una mirada diabólica.

—Vaya, vaya, qué amiguitas —dijo, mientras arreglaba las almohadas—. ¿Esa María Antonieta Pons que vino no era una de las Bim Bam Bum?

—No me diga que usted también fue a ver a las Bim Bam Bum —dijo Santiago.

—Las he visto en fotos —dijo ella; y lanzó una risita serpentina—. ¿Esa Ada Rosa es otra de las Bim Bam Bum?

—Ah, nos ha estado espiando —se rió Santiago—. ¿No dijimos muchas lisuras?

—Montones, sobre todo la María Antonieta Pons, me tuve que tapar los oídos —dijo la enfermera—. ¿Y su amiguita, esa que lo dejó durmiendo en el suelo, tiene la misma boca de basurero?

—Todavía peor que ésta —dijo Santiago—. No es nada mío, no me dio bola.

—Con esa cara de santito, nadie lo hubiera creído un bandido —dijo ella, muerta de risa.

—¿Me darán de alta mañana? —dijo Santiago—. No tengo ganas de pasarme sábado y domingo aquí.

—¿No le gusta mi compañía? —dijo ella—. Lo voy a acompañar, qué más quiere. Estoy de guardia este fin de semana. Pero ahora que sé que se junta con mamberas, ya no le tengo confianza.

—Y qué tiene contra las mamberas —dijo Santiago—. ¿No son mujeres como cualquier otra?

—¿Son? —dijo ella, con los ojos chispeando—. Cómo son, qué hacen las mamberas. Cuénteme, usted que las conoce tanto.

Había empezado así, seguido así, Zavalita: bromitas, jueguecitos. Pensabas qué coqueta es, una suerte que estuviera aquí, ayudaba a matar el tiempo, pensabas lástima que no sea más bonita. ¿Por qué con ella, Zavalita? Aparecía a cada momento en el cuarto, traía las comidas y se quedaba charlando hasta que entraba la enfermera jefe o la monja y entonces se ponía a acomodar las sábanas o te zambullía el termómetro en la boca y adoptaba una cómica expresión profesional. Se reía, no se cansaba de tomarte el pelo, Zavalita. Era imposible saber si su terrible, universal curiosidad —cómo se hacía uno periodista, qué era ser periodista, cómo se escribían artículos— era sincera o estratégica, si su coquetería era desinteresada y deportiva o si realmente se había fijado en ti o si tú, como ella a ti, sólo la ayudabas a matar el tiempo. Había nacido en Ica, vivía cerca de la plaza Bolognesi, había terminado la Escuela de Enfermeras hacía unos meses, estaba haciendo su año de práctica en La Maison de Santé. Era locuaz y servicial, le traía cigarrillos a escondidas y le prestaba los periódicos. El viernes, el doctor dijo que los exámenes no eran satisfactorios y que iba a verlo el especialista. El especialista se llamaba Mascaró, y, luego de echar una apática ojeada a las radiografías, dijo no sirven, que le tomen otras. El sábado al anochecer se apareció Carlitos, con un paquete bajo el brazo, sobrio y tristísimo: sí, se habían peleado, esta vez para siempre. Había traído comida china, Zavalita, ¿no lo botarían, no? La enfermera les consiguió platos y cubiertos, conversó con ellos y hasta probó un poquito de arroz chaufa. Cuando pasó la hora de visitas, permitió que Carlitos se quedara un rato más y ofreció sacarlo a ocultas. Carlitos había traído también licor, en una botellita sin etiqueta, y al segundo trago comenzó a maldecir a La Crónica, a la China, a Lima y al mundo y Ana lo miraba escandalizada. A las diez de la noche lo obligó a irse. Pero volvió para llevarse los cubiertos y, al salir, desde la puerta, le guiñó un ojo: que te sueñes conmigo. Se fue y Santiago la oyó reírse en el pasillo. El lunes, el especialista examinó las nuevas radiografías y dijo desilusionado usted está más sano que yo. Ana estaba en su día libre. Le habías dejado un papelito en la entrada, Zavalita. Mil gracias por todo, piensa, te llamaré un día de éstos.

—¿PERO QUIÉN era ese don Hilario? —dice Santiago—. Además de ladrón, quiero decir.

Ambrosio había vuelto un poco achispado de su primera conversación con don Hilario Morales. De entrada el tipo se dio muchos aires, le había contado a Amalia, me vio moreno y creyó que no tenía un cobre. No se le había ocurrido que Ambrosio iba a proponerle un negocio de igual a igual, sino que iba a mendigarle un puestecito. Pero a lo mejor el señor había venido cansado de Tingo María, Ambrosio, a lo mejor por eso no te recibió bien. Podía ser, Amalia: lo primero que había hecho al ver a Ambrosio había sido contarle, jadeando como un sapo y echando carajos, que el camión que traía de Tingo María se había quedado plantado ocho veces por derrumbes provocados por el aguacero, y que el viaje, qué vaina, había durado treinta y cinco horas. Cualquier otro hubiera tomado la iniciativa y dicho venga, le invito una cerveciola, pero don Hilario no, Amalia; aunque en eso Ambrosio lo había fregado. A lo mejor al señor no le gustaba tomar, lo había consolado Amalia.

—Un cincuentón, niño —dice Ambrosio—. Se andaba sacando cosas de los dientes todo el tiempo.

Don Hilario lo había recibido en su vetusta oficinita mosqueada de la plaza de Armas, sin decirle siquiera tome asiento. Lo había dejado esperando de pie mientras leía la carta de Ludovico que Ambrosio le había alcanzado, y sólo al terminar de leer le había señalado una silla, sin simpatía, con resignación. Lo había observado de arriba abajo y por fin se había dignado abrir la boca: ¿cómo iba ese desdichado de Ludovico?

—Ahora muy bien, don —había dicho Ambrosio—. Después de soñar tantos años con que lo asimilaran, al fin lo metieron al escalafón. Ha ido ascendiendo y ahora está de subjefe de la división de Homicidios.

Pero a don Hilario no había parecido entusiasmarle lo más mínimo la buena noticia, Amalia. Había encogido los hombros, se había escarbado un diente negro con la uña del dedo meñique, que tenía larguísima, escupido y murmurado quién lo entiende. Porque Ludovico, aunque fuera su sobrino, había nacido bruto y fracasado.

—Y un padrillo, niño —dice Ambrosio—. Tres casas en Pucallpa, con mujer propia y una nube de hijos en las tres.

—Bueno, dígame qué se le ofrece —había murmurado por fin don Hilario—. ¿Qué ha venido a hacer por Pucallpa?

—A trabajar, como se lo cuenta Ludovico en la carta —había dicho Ambrosio.

Don Hilario se había reído con unos cocorocós de papagayo, estremeciéndose todito.

—¿Se ha vuelto loco? —había dicho, escarbándose el diente con furia—. Éste es el peor sitio del mundo para venirse a trabajar. ¿No ha visto esos tipos yendo y viniendo con las manos en los bolsillos por las calles? Aquí el ochenta por ciento de la gente vaga, no hay trabajo. A menos que quiera irse a tirar lampa a alguna chacra o a emplearse como peón de los militares que construyen la carretera. Pero ni eso es fácil y ésos son trabajos de hambre. Aquí no hay porvenir. Regrese a Lima volando.

Ambrosio había tenido ganas de mandarlo al carajo, Amalia, pero se había aguantado, sonreído amablemente y ahí fue que lo había fregado: ¿le aceptaba una cervecita en cualquier sitio, don? Hacía calor, por qué no conversaban refrescándose, don. Lo había dejado asombrado con esa invitación, Amalia, se había dado cuenta que Ambrosio no era lo que él pensaba. Habían ido a la calle Comercio, ocupado una mesita de El Gallo de Oro, pedido dos cervezas bien heladas.

—No vengo a pedirle trabajo, don —había dicho Ambrosio, después del primer trago—. Sino a proponerle un negocito.

Don Hilario había bebido despacio, mirándolo con atención. Había puesto el vaso en la mesa, se había rascado el pescuezo de surcos grasosos, escupido a la calle, observado cómo la tierra sedienta se tragaba la saliva.

—Ajá —había dicho despació, asintiendo, y como hablando a la aureola de moscas zumbantes—. Pero para hacer negocitos se necesita capital, mi amigo.

—Ya lo sé, don —había dicho Ambrosio—. Tengo unos solcitos ahorrados. Yo quería ver si usted me ayudaba a invertirlos bien. Ludovico me dijo mi tío Hilario es un zorro para los negocios.

—Ahí lo fregaste otra vez —había dicho Amalia riéndose.

—Se volvió otra persona —había dicho Ambrosio—. Empezó a tratarme como ser humano.

—Ah, ese Ludovico —había carraspeado don Hilario, con un aire de pronto bonachón—. Le dijo la pura verdad. Unos nacen dotados para aviadores, otros para cantantes. Yo nací para los negocios.

Había sonreído a Ambrosio con picardía: bien hecho que viniera a verlo, él lo pilotearía. Ya encontrarían algo que les hiciera ganar unos solcitos. E intempestivamente: vámonos a un chifita, ya comenzaba a hacer hambre ¿no? De repente hecho una seda, ¿ves cómo era la gente, Amalia?

—Vivía en las tres al mismo tiempo y había que estar correteando de una casa a otra —dice Ambrosio—. Y después descubrí que también en Tingo María tenía mujer e hijos, figúrese, niño.

—Pero hasta ahora no me has dicho cuánto tienes ahorrado —se había atrevido a preguntar Amalia.

—Veinte mil soles —había dicho don Fermín—. Sí, tuyos, para ti. Te ayudarán a empezar de nuevo, a desaparecer, pobre infeliz. Nada de llantos, Ambrosio. Anda vete. Que Dios te bendiga, Ambrosio.

—Me dio una comilona y nos tomamos media docena de cervezas —había dicho Ambrosio—. Él pagó todo, Amalia.

—Para los negocios, lo primero es saber con qué se cuenta— había dicho don Hilario—. Como en la guerra. Hay que saber cuáles son las fuerzas que se van a lanzar al ataque.

—Mis fuerzas por ahora son quince mil soles —había dicho Ambrosio—. En Lima tengo algo más, y si el negocio me conviene, puedo traer esa plata más tarde.

—No es gran cosa —había reflexionado don Hilario, dos dedos afanosos dentro de la boca—. Pero algo se hará.

—Con tanta familia no me extraña que fuese ladrón —dice Santiago.

A Ambrosio le hubiera gustado algo relacionado con la Empresa de Transportes Morales, don, porque él había sido chofer, ése era su ramo. Don Hilario había sonreído, Amalia, alentándolo. Le había explicado que la empresa había nacido hacía cinco años, con dos camionetas, y que ahora tenía dos camioncitos y tres camionetitas, los primeros para carga y las segundas de pasajeros, que hacían el servicio Tingo María-Pucallpa. Trabajito duro, Ambrosio: la carretera, una mugre, destrozaba llantas y motores. Pero, ya veía, él había sacado la empresa adelante.

—Yo pensaba en un camioncito viejo —había dicho Ambrosio—. Tengo para la cuota inicial. Lo demás se iría pagando con el trabajo.

—Eso descartado, porque sería hacerme la competencia —se había reído don Hilario, con unos cocorocós cariñosos.

—No quedamos en nada todavía —había dicho Ambrosio—. Dijo que habíamos hecho los contactos. Conversaremos mañana de nuevo.

Se habían visto al día siguiente, al subsiguiente y al otro, y cada vez había vuelto Ambrosio a la cabaña achispado y con tufo de cerveza asegurando ¡este don Hilario resultó un jarro temible! A la semana habían llegado a un acuerdo, Amalia: Ambrosio manejaría una de las camionetitas de Transportes Morales, con un sueldo base de quinientos más el diez por ciento de los pasajes, y entraría como socio de don Hilario en un negocito que era una fija. Y Amalia, al verlo que vacilaba ¿cuál negocito?

—Ataúdes Limbo —había dicho Ambrosio, un poco chupado—. La compramos por treinta mil, don Hilario dice que ese traspaso es un regalo. No voy a tener ni siquiera que ver a los muertos, él va a administrar la funeraria y me dará mi ganancia cada seis meses. ¿Por qué pones esa cara, qué tiene de malo?

—No tendrá nada de malo, pero me da no sé qué —había dicho Amalia—. Sobre todo porque son muertos niñitos.

—También haremos cajones para viejos —había dicho Ambrosio—. Don Hilario dice que es lo más seguro porque la gente se muere siempre. Vamos a medias en las ganancias. Él se encarga de la administración y no va cobrar nada por eso. Qué más quiero ¿no es cierto?

—O sea que ahora vas a estar viajando a Tingo María todo el tiempo —había dicho Amalia.

—Sí, y no podré controlar el negocio —había respondido Ambrosio—. Tienes que estar con los ojos bien abiertos, contar todos los cajones que salgan. Para eso la tienes ahí, tan cerca. Puedes vigilar sin salir de la casa.

—Está bien —había repetido Amalia—. Pero me da no sé qué.

—Total, que durante meses me las pasé arrancando, frenando y acelerando —dice Ambrosio—. Manejaba la carcocha más vieja del mundo, niño. Se llamaba El Rayo de la Montaña.