III
—O SEA que usted fue el primero en casarse, niño —dice Ambrosio—. Les dio el ejemplo a sus hermanos.
De La Maison de Santé fue a la pensión de Barranco a afeitarse y cambiarse de ropa y luego a Miraflores. Eran sólo las tres de la tarde, pero vio el auto de don Fermín cuadrado en la puerta de calle. El mayordomo lo recibió con cara seria: los señores habían estado preocupados por lo que no vino a almorzar el domingo, niño. No estaban la Teté ni el Chispas. Encontró a la señora Zoila viendo televisión en el cuartito que había hecho acondicionar debajo de la escalera para la canasta de los jueves.
—Ya era hora —murmuró, estirándole la cara fruncida—. ¿Vienes a ver si estamos vivos?
Trató de desenojarla con bromas —estabas de buen humor, Zavalita, libre del encierro de la clínica—, pero ella, mientras echaba continuas ojeadas involuntarias a su tele-teatro, siguió riñéndolo: el domingo habían puesto tu asiento, la Teté y Popeye y el Chispas y Cary se habían quedado hasta las tres esperándote, deberías ser más considerado con tu padre que está enfermo. Sabiendo que cuenta los días para verte, piensa, sabiendo cómo lo resiente que no vengas. Piensa: había hecho caso a los médicos, no iba a la oficina, descansaba, creías que estaba restablecido del todo. Y, sin embargo, esa tarde viste que no, Zavalita. Estaba en el escritorio, solo, con una manta en las rodillas, sentado en el sillón de costumbre. Hojeaba una revista y cuando vio entrar a Santiago le sonrió con afectuoso rencor. La piel todavía bruñida del verano se había avejentado, aparecido en su cara un extraño rictus y era como si en pocos días hubiera perdido diez kilos. Estaba sin corbata, con una casaca de pana abierta y unas puntas de vello canoso asomaban por el cuello de la camisa. Santiago se sentó a su lado.
—Tienes muy buena cara, papá —dijo, besándolo—. ¿Cómo te sientes?
—Mejor, pero tu madre y el Chispas me hacen sentirme un inútil —se quejó don Fermín—. Sólo me dejan ir un ratito a la oficina y me obligan a dormir siestas y a pasar las horas aquí, como un inválido.
—Sólo hasta que te repongas completamente —dijo Santiago—. Después te podrás desquitar, papá.
—Ya les advertí que sólo aguanto este régimen de fósil hasta fin de mes —dijo don Fermín—. Desde el primero, vuelvo a mi vida normal. Ahora ni me entero cómo andan las cosas.
—Deja que se ocupe el Chispas, papá —dijo Santiago—. ¿Acaso no lo está haciendo tan bien?
—Sí, lo hace bien —sonrió don Fermín, asintiendo—. Él dirige ahora todo, prácticamente. Es serio, tiene buen tino. Lo que pasa es que no me resigno a ser una momia.
—Quién iba a decir que el Chispas resultaría todo un hombre de negocios —se rió Santiago—. Después de todo, fue una suerte que lo botaran de la Naval.
—El que no lo está haciendo muy bien eres tú, flaco —dijo don Fermín, con el mismo tono cariñoso y un dejo de cansancio—. Ayer fui a tu pensión y la señora Lucía me dijo que no habías ido a dormir varios días.
—Estuve en Trujillo, papá —había bajado la voz, piensa, hecho un ademán como diciendo entre tú y yo, tu madre no sabe nada—. Me mandaron hacer un reportaje. Me sacaron volando y no tuve tiempo de avisarles.
—Ya estás grande para reñirte o darte consejos —dijo don Fermín, con suavidad siempre afectuosa y algo apenada—. Además, ya sé que no serviría de nada.
—No creerás que me he dedicado a la mala vida, papá —sonrió Santiago.
—Hace tiempo que me andan dando algunas noticias alarmantes —dijo don Fermín, sin cambiar de expresión—. Que te ven en bares, en boites. Y no en los mejores sitios de Lima. Pero como eres tan susceptible, ya ni me atrevo a preguntarte nada, flaco.
—Voy alguna que otra vez, como todo el mundo —dijo Santiago—. Tú sabes que no soy jaranista, papá. ¿No te acuerdas cómo tenía que insistir la mamá para que fuera a fiestas de chico?
—De chico —se rió don Fermín—. ¿Te sientes viejísimo ya?
—No vas a hacer caso de los chismes de la gente —dijo Santiago—. Soy muchas cosas pero no eso, papá.
—Es lo que yo creía, flaco —dijo don Fermín, después de una larga pausa—. Al principio pensé que se divierta un poco, incluso le hará bien. Pero ya son muchas veces que me vienen a decir lo vimos aquí, allá, con copas, con gente de lo peor.
—No tengo ni tiempo ni plata para dedicarme a jaranista —dijo Santiago—. Es absurdo, papá.
—No sé qué pensar, flaco —se había puesto serio, Zavalita, había agravado la voz—. Pasas de un extremo a otro, es difícil entenderte. Mira, creo que preferiría que terminaras de comunista antes que de borrachín y de badulaque.
—Ninguna de las dos cosas, papá, puedes estar tranquilo —dijo Santiago—. Hace años que no sé lo que es política. Leo todo el diario menos las noticias políticas. No sé ni quién es ministro, ni quién es senador. Yo mismo pedí que no me mandaran a hacer informaciones políticas.
—Dices eso con un resentimiento terrible —murmuró don Fermín—. ¿Te pesa tanto no haberte dedicado a tirar bombas? No me lo reproches a mí. Yo te di un consejo, nada más, y acuérdate que te has pasado la vida dándome la contra. Si no te has hecho comunista, será porque en el fondo no estabas tan seguro de eso.
—Tienes razón, papá —dijo Santiago—. No me pesa nada, no pienso nunca en eso. Sólo te estaba tranquilizando. Ni comunista ni badulaque, no te preocupes.
Conversaron de otras cosas, en la cálida atmósfera de libros y maderas del escritorio, viendo caer el sol enrarecido por las primeras neblinas del invierno, oyendo a lo lejos las voces del teleteatro, y poco a poco don Fermín había ido tomando ánimos para abordar el tema eterno y repetir la ceremonia celebrada tantas veces, Zavalita: vuelve a casa, recíbete de abogado, trabaja conmigo.
—Ya sé que no te gusta que te hable de eso —fue la última vez que trató, Zavalita—. Ya sé que me arriesgo a espantarte de la casa de nuevo si te hablo de eso.
—No digas adefesios, papá —dijo Santiago.
—¿Cuatro años no es bastante, flaco? —¿se había resignado desde entonces, Zavalita?—. ¿Ya no te has hecho bastante daño, ya no nos has hecho bastante daño?
—Pero si me he matriculado, papá —dijo Santiago—. Este año...
—Este año me vas a meter el dedo a la boca como los pasados —¿o había seguido rumiando hasta el final, secretamente, la esperanza de que volvieras, Zavalita?—. Ya no te creo, flaco. Te matriculas, pero no pisas la universidad ni das exámenes.
—Los años pasados tuve mucho trabajo —insistió Santiago—. Pero ahora voy a asistir a clases. He arreglado mi horario para acostarme temprano y...
—Te has acostumbrado a trasnochar, a tu sueldito, a tus amigos jaranistas del periódico y ésa es tu vida —sin cólera, sin amargura, Zavalita, con una tierna pesadumbre—. ¿Cómo voy a dejar de repetirte que no puede ser, flaco? Tú no eres eso que quieres demostrarte que eres. No puedes seguir siendo un mediocre, hijo.
—Tienes que creerme, papá —dijo Santiago—. Te juro que esta vez es cierto. Iré a clases, daré exámenes.
—Ahora no te lo pido por ti, sino por mí —don Fermín se inclinó, le puso la mano en el brazo—. Arreglaremos un horario que te permita estudiar y ganarás más que en La Crónica. Ya es hora de que te pongas al corriente de todo. En cualquier momento yo me muero y entonces tú y el Chispas tendrán que sacar adelante la oficina. Tu padre te necesita, Santiago.
No estaba enfurecido, ni esperanzado ni ansioso como otras veces, Zavalita. Estaba deprimido, piensa, repetía las frases de siempre por rutina o terquedad, como quien juega las últimas reservas en una sola mano sabiendo que también ahora va a perder. Tenía un brillo descorazonado en los ojos y las manos unidas sobre la manta.
—Sólo te serviría de estorbo en la oficina, papá —dijo Santiago—. Sería un verdadero problema para ti y para el Chispas. Sentiría que me están pagando un sueldo de favor. Además, no hables de morirte. Tú mismo acabas de decirme que te sientes mucho mejor.
Don Fermín estuvo cabizbajo unos segundos, luego alzó la cara y sonrió, empeñosamente: estaba bien, no quería fregarte más la paciencia con lo mismo, flaco. Piensa: sólo decirte que me darías la alegría más grande de la vida si un día entras por esa puerta y me dices renuncié al periódico, papá. Pero se calló, porque había llegado la señora Zoila, jalando un carrito con tostadas y tacitas de té. Vaya, por fin se había acabado el teleteatro, y comenzó a hablar de Popeye y la Teté. Estaba preocupada, piensa, Popeye quería casarse el próximo año pero la Teté era una criatura, ella les aconsejaba esperen un tiempito más. La vieja de tu madre no quiere ser abuela todavía, bromeaba don Fermín. ¿Y el Chispas y su enamorada, mamá? Ah, Cary estaba muy bien, encantadora, vivía en La Punta, hablaba inglés. Y tan seriecita, tan formalita. Hablaban de casarse el próximo año, también.
—Menos mal que a pesar de tus locuras todavía no te ha dado por ahí —dijo cautelosamente la señora Zoila—. Supongo que tú no estarás pensando en casarte ¿no?
—Pero tendrás enamorada —dijo don Fermín—. Quién es, cuéntanos. No se lo diremos a la Teté, para que no te vuelva loco.
—No tengo, papá —dijo Santiago—. Palabra que no.
—Pues deberías, qué esperas —dijo don Fermín—. No querrás quedarte solterón, como el pobre Clodomiro.
—La Teté se casó unos meses después que yo —dice Santiago—. El Chispas, un año y pico después.
YA SABÍA que vendría, pensó Queta. Pero le pareció increíble que se hubiera atrevido. Era medianoche pasada, no se podía dar un paso, Malvina estaba borracha y Robertito sudaba. Borrosas en la medialuz envenenada de humo y chachachá, las parejas oscilaban en el sitio. De rato en rato, Queta distinguía en distintos puntos del bar o en el saloncito o en los cuartos de arriba los disforzados chillidos de Malvina. Él seguía en la puerta, grande y asustado, con su flamante terno marrón a rayas y su corbata roja, los ojos yendo y viniendo. Buscándote, pensó Queta, divertida.
—La señora no permite negros —dijo Martha, a su lado—. Sácalo, Robertito.
—Es el matón de Bermúdez —dijo Robertito—. Voy a ver. La señora dirá.
—Sácalo sea quien sea —dijo Martha—. Esto se va a desprestigiar. Sácalo.
El muchachito con una sombra de bigote y chaleco de fantasía que la había sacado a bailar tres veces seguidas sin dirigirle la palabra, volvió a acercarse a Queta y articuló con angustia ¿subimos? Sí, dame para el cuarto y anda subiendo, era el doce, ella iría a pedir la llave. Se abrió paso entre la gente que bailaba, llegó frente al zambo y vio sus ojos: ígneos, asustados. ¿Qué quería, quién lo había mandado aquí? Apartó la vista, volvió a mirarla y oyó apenas buenas noches.
—La señora Hortensia —susurró él, con voz avergonzada, desviando los ojos—. Que ha estado esperando que la llamara.
—He estado ocupada —no te mandó, no sabía mentir, viniste por mí—. Dile que la llamaré mañana.
Dio media vuelta, subió, y, mientras le pedía la llave del doce a Ivonne, pensaba se irá pero va a volver. La esperaría en la calle, un día la seguiría, por fin se atrevería y se le acercaría temblando. Bajó media hora después y lo vio sentado en el bar, de espaldas a las parejas del salón. Bebía mirando las siluetas de senos protuberantes que Robertito había dibujado con tizas de colores en las paredes; sus ojos blancos revoloteaban en la penumbra, brillantes e intimidados y las uñas de la mano que aferraba el vaso de cerveza parecían fosforescentes. Se atrevió, pensó Queta. No se sintió sorprendida, no le importó. Pero sí a Martha, que estaba bailando y gruñó ¿viste? al pasar Queta a su lado, ahora se permitían negros aquí. Despidió en la entrada al muchachito del chaleco, volvió al bar y Robertito le servía al zambo otra cerveza. Quedaban muchos hombres sin pareja, arrinconados y de pie, mirando, y ya no se oía a Malvina. Cruzó la pista, una mano la pellizcó en la cadera y ella sonrió sin detenerse, pero antes de llegar al mostrador se le interpuso una cara hinchada de ojos añejos y cejas hirsutas: ven a bailar.
—La señorita está conmigo, don —musitó la voz ahogada del zambo; estaba junto a la lámpara y la pantalla de luceros verdes le daba en el hombro.
—Me acerqué primero —vaciló el otro, considerando el largo cuerpo inmóvil—. Pero está bien, no peleemos.
—No estoy con éste sino contigo —dijo Queta, tomando de la mano al hombre—. Ven, vamos a bailar.
Lo jaló a la pista, riéndose por adentro, pensando ¿cuántas cervezas para atreverse?, pensando te voy a enseñar, ya vas a ver, ya verás. Bailaba y sentía a su pareja tropezando, incapaz de seguir la música, y veía los ojos añejos espiando descontrolados al zambo que, siempre de pie, miraba ahora parsimoniosamente las figuras de la pared y la gente de los rincones. Terminó la pieza y el hombre quiso retirarse. ¿No le tendría miedo al morenito, no?, podían bailar otra. Suelta, se había hecho tarde, tenía que irse. Queta se rió, lo soltó, fue a sentarse a una de las banquetas del bar y un instante después el zambo estaba a su lado. Sin mirarlo, adivinó su cara descompuesta por la confusión, sus gruesos labios abriéndose.
—¿Ya me llegó mi turno? —dijo, espesamente—. ¿Ya se podría bailar?
Lo miró a los ojos, seria, y lo vio bajar la cabeza en el acto.
—¿Y qué pasa si se lo cuento a Cayo Mierda? —dijo Queta.
—No está —balbuceó él, sin alzar la frente, sin moverse—. Se ha ido de gira al sur.
—¿Y qué pasa si cuando vuelva le digo que viniste y quisiste meterte conmigo? —insistió Queta, con paciencia.
—No sé —dijo el zambo, suavemente—. A lo mejor nada. O me botará. O me hará meter preso o peores cosas.
Levantó un segundo la vista, como rogándome si quiere escúpame pero no le cuente, pensó Queta, y la desvió. ¿Era mentira entonces que la loca lo hubiera mandado con ese encargo?
—Era verdad —dijo el zambo; dudó un momento y añadió, todavía cabizbajo—: Pero no me mandó que me quedara.
Queta se echó a reír y el zambo alzó la vista: ígneos, blancos, esperanzados, asustados. Robertito se había acercado e interrogó mudamente a Queta frunciendo los labios; ella le indicó con un gesto que estaba bien.
—Si quieres conversar conmigo tienes que pedir algo —dijo, y ordenó—: Para mí vermouth.
—Tráigale un vermouth a la señorita —repitió el zambo—. Para mí, lo mismo de antes.
Queta vio la media sonrisa irónica de Robertito al alejarse, y descubrió a Martha, al fondo de la pista, mirándola indignada por sobre el hombro de su pareja, y vio las pupilas excitadas y censoras de los solitarios de los rincones, clavadas en ella y el zambo. Robertito trajo la cerveza y la copita de té ralo y al irse le guiñó un ojo como diciéndole te compadezco o no es culpa mía.
—Yo me doy cuenta —murmuró el zambo—. Usted no me tiene ninguna simpatía.
—No porque seas negro, a mí me importa un pito —dijo Queta—. Porque eres sirviente del asqueroso de Cayo Mierda.
—No soy sirviente de nadie —dijo el zambo, tranquilo—. Sólo soy su chofer.
—Su matón —dijo Queta—. ¿El otro que anda contigo en el auto es de la policía? ¿Tú también eres de la policía?
—Hinostroza sí es de la policía —dijo el zambo—. Yo sólo soy su chofer.
—Si quieres, puedes ir a decirle a Cayo Mierda que yo digo que es un asqueroso —sonrió Queta.
—No le gustaría —dijo él, lentamente, con respetuoso humor—. Don Cayo es muy orgulloso. No se lo diré, usted tampoco le dice que vine y así quedamos empatados.
Queta lanzó una carcajada: ígneos, blancos, codiciosos, alentados pero todavía inseguros y miedosos. ¿Cómo se llamaba? Ambrosio Pardo y sabía que ella se llamaba Queta.
—¿Cierto que Cayo Mierda y la vieja Ivonne son ahora socios? —dijo Queta—. ¿Que tu patrón es ahora también el dueño de esto?
—Qué voy a saber yo —murmuró él; e insistió, con suave firmeza—. No es mi patrón, es mi jefe.
Queta bebió un trago de té frío, hizo una mueca de disgusto, rápidamente vació la copa al suelo, cogió el vaso de cerveza, y, mientras los ojos de Ambrosio giraban hacia ella sorprendidos, bebió un corto trago.
—Te voy a decir una cosa —dijo Queta—. Me cago en tu patrón. No le tengo miedo. Me cago en Cayo Mierda.
—Ni que estuviera con diarrea —se atrevió a susurrar él—. Mejor no hablemos de don Cayo, la conversación se está poniendo peligrosa.
—¿Te has acostado con la loca de Hortensia? —dijo Queta y vio el terror aflorando violentamente a los ojos del zambo.
—Cómo se le ocurre —balbuceó, estupefacto—. No repita eso ni en broma.
—¿Y cómo te atreves a querer acostarte conmigo, entonces? —dijo Queta, buscándole los ojos.
—Porque usted —balbuceó Ambrosio, y la voz se le cortó; bajó la cabeza, confuso—. ¿Quiere otro vermouth?
—¿Cuántas cervezas te has tomado para atreverte? —dijo Queta, divertida.
—Muchas, ya perdí la cuenta —Queta lo oyó sonreír, hablar con voz más íntima—. No sólo cervezas, hasta capitanes. Vine anoche también, pero no entré. Hoy sí porque la señora me dio ese encargo.
—Está bien —dijo Queta—. Pídeme otro vermouth y te vas. Mejor no vuelvas.
Ambrosio revolvió los ojos hacia Robertito: otro vermouth, don. Queta vio a Robertito conteniendo la risa, y, a lo lejos, las caras de Ivonne y Malvina mirándola intrigadas.
—Los negros son buenos bailarines, espero que tú también —dijo Queta—. Por una vez en tu vida date el gusto de bailar conmigo.
Él la ayudó a bajar de la banqueta. La miraba ahora a los ojos con una gratitud canina y casi llorona. La enlazó apenas y no trató de pegarse. No, no sabía bailar, o no podía, se movía apenas y sin ritmo. Queta sentía las educadas puntas de sus dedos en la espalda, su brazo que la sujetaba con temeroso cuidado.
—No te me pegues tanto —bromeó, divertida—. Baila como la gente.
Pero él no entendió y en vez de acercársele se separó todavía unos milímetros, murmurando algo. Qué cobarde es, pensó Queta, casi conmovida. Mientras ella giraba, canturreaba, movía las manos en el aire y cambiaba de paso, él, meciéndose sin gracia en el sitio, tenía una expresión tan chistosa como las de las caretas de carnaval que Robertito había colgado en el techo. Volvieron al bar y ella pidió otro vermouth.
—Has hecho una estupidez viniendo —dijo Queta, amablemente—. Ivonne o Robertito o alguien se lo contará a Cayo Mierda y a lo mejor te metes en un lío.
—¿Cree que? —susurró él, mirando alrededor, con una mueca estúpida. El idiota hizo todos los cálculos menos ése, pensó Queta, le malograste la noche.
—Seguro que sí —dijo—. ¿No ves que todos le tiemblan igual que tú? ¿No ves que parece que ahora es el socio de Ivonne? ¿Eres tan tonto que no se te ocurrió?
—Quisiera subir con usted —tartamudeó él: ígneos, rutilando en la cara plomiza, sobre la ancha nariz de ventanillas muy abiertas, los labios separados, los dientes blanquísimos brillando, la voz traspasada de susto—. ¿Se podría? —y, asustándose aún más—: ¿Cuánto costaría?
—Tendrías que trabajar meses para acostarte conmigo —sonrió Queta y lo miró con compasión.
—Aunque tuviera —insistió él—. Aunque fuera una vez. ¿Se podría?
—Se podría por quinientos soles —dijo Queta, examinándolo, haciéndole bajar los ojos, sonriendo—. Más el cuarto que es cincuenta. Ya ves, no está al alcance de tu bolsillo.
Las bolas blancas de los ojos giraron un segundo, los labios se soldaron, abrumados. Pero la manaza se elevó y señaló lastimeramente a Robertito, que estaba al otro extremo del mostrador: ése había dicho que la tarifa era doscientos.
—La de las otras, yo tengo mi propia tarifa —dijo Queta—. Pero si tienes doscientos puedes subir con cualquiera de ésas. Menos Martha, la de amarillo. No le gustan los negros. Bueno, paga la cuenta y anda vete.
Lo vio sacar unos billetes de la cartera, pagarle a Robertito y guardarse el vuelto con una cara compungida y meditabunda.
—Dile a la loca que la voy a llamar —dijo Queta, amistosamente—. Anda, acuéstate con una de ésas, cobran doscientos. No tengas miedo, hablaré con Ivonne y no le dirá nada a Cayo Mierda.
—No quiero acostarme con ninguna de ésas —murmuró él—. Prefiero irme.
Lo acompañó hasta el jardincito de la entrada y allí él se paró de golpe, giró y, a la luz rojiza del farol, Queta lo vio vacilar, alzar y bajar y alzar los ojos, luchar con su lengua hasta que alcanzó a balbucear: le quedaban doscientos soles todavía.
—Si te pones terco me voy a enojar —dijo Queta—. Anda vete de una vez.
—¿Por un beso? —se atragantó él, desorbitado—. ¿Se podría?
Balanceó sus largos brazos como si fuera a colgarse del árbol, metió una mano al bolsillo, trazó una circunferencia veloz y Queta vio los billetes. Los vio bajar hasta su mano y sin saber cómo ya estaban allí, arrugados y apretados entre sus propios dedos. Él echó una ojeada hacia el interior y lo vio inclinar la pesada cabeza y sintió en el cuello una adhesiva ventosa. La abrazó con furia pero no trató de besarla en la boca y, apenas la sintió resistir, se apartó.
—Está bien, valía la pena —lo oyó decir, risueño y reconocido, los dos carbones blancos danzando en las cuencas—. Alguna vez le traeré esos quinientos.
Abrió la puerta y salió y Queta quedó un momento mirando atontada los dos billetes azules que bailoteaban entre sus dedos.
CARILLAS BORRONEADAS y tiradas al canasto, piensa, semanas y meses borroneados y tirados al. Ahí estaban, Zavalita: la estática redacción con sus chistes y chismes recurrentes, las conversaciones giratorias con Carlitos en el Negro-Negro, las visitas de ladrón al mostrador de las boites. ¿Cuántas veces se habían amistado, peleado y reconciliado Carlitos y la China? ¿Cuándo las borracheras de Carlitos se habían convertido en una sola borrachera crónica? En esa gelatina de días, en esos meses malaguas, en esos años líquidos que se escurrían de la memoria, sólo un hilo delgadísimo al que asirse. Piensa: Ana. Habían salido juntos una semana después que Santiago dejó La Maison de Santé y vieron en el Cine San Martín una película con Columba Domínguez y Pedro Armendáriz y comieron embutidos en un restaurante alemán de la Colmena; el jueves siguiente, chile con carne en el Cream Rica del jirón de la Unión y una de toreros en el Excélsior. Luego todo se atomizaba y confundía, Zavalita, tés en las vecindades del Palacio de Justicia, caminatas por el parque de la Exposición, hasta que, de pronto, en el invierno de menuda garúa y neblina pertinaz, esa anodina relación hecha de menús baratos y melodramas mexicanos y juegos de palabras había adquirido una vaga estabilidad. Ahí estaba el Neptuno, Zavalita: el oscuro local de ritmos sonámbulos, sus parejas ominosas bailando en las tinieblas, las estrellitas fosforescentes de las paredes, su olor a trago y adulterio. Estabas preocupado por la cuenta, hacías durar el vaso avaramente, calculabas. Ahí se besaron por primera vez, empujados por la poca luz, piensa, la música y las siluetas que se manoseaban en la sombra: estoy enamorado de ti, Anita. Ahí tu sorpresa al sentir su cuerpo que se abandonaba contra el tuyo, yo también de ti Santiago, ahí la avidez juvenil de su boca y el deseo que te anegó. Se besaron largamente mientras bailaban, siguieron besándose en la mesa, y, en el taxi en que la llevaba a su casa, Ana se dejó acariciar los senos sin protestar. No hizo una broma en toda la noche, piensa. Había sido un romance desganado y semiclandestino, Zavalita. Ana se empeñaba en que fueras a almorzar a su casa y tú nunca podías, tenías un reportaje, un compromiso, la semana próxima, otro día. Una tarde los encontró Carlitos en el Haití de la plaza de Armas y puso cara de asombro al verlos de la mano y a Ana recostada en el hombro de Santiago. Había sido la primera pelea, Zavalita. ¿Por qué no le habías presentado a tu familia, por qué no quieres conocer a la mía, por qué ni siquiera a tu amigo íntimo le habías contado, te avergüenza estar conmigo? Estaban en la puerta de La Maison de Santé y hacía frío y tú te sentías aburrido: ya sé por qué te gustan tanto los melodramas mexicanos, Anita. Ella dio media vuelta y se entró a la clínica, sin despedirse.
Los primeros días depués de esa pelea había sentido un delicado malestar, una quieta nostalgia. ¿El amor, Zavalita? Entonces nunca habías estado enamorado de Aída, piensa. ¿O era el amor ese gusano en las tripas que sentías años atrás? Piensa: entonces nunca de Ana, Zavalita. Volvió a salir con Carlitos y Milton y Solórzano y Norwin; una noche les contó bromeando sus amoríos con Ana y les inventó que se acostaban. Luego, un día, antes de ir al diario se bajó en el paradero del Palacio de Justicia y se presentó en la clínica. Sin premeditarlo, piensa, como de casualidad. Se reconciliaron en el zaguán de la entrada, entre gente que llegaba y salía, sin tocarse ni las manos, hablando en secreto, mirándose a los ojos. Me porté mal Anita, yo me porté mal Santiago, no sabes lo mal que me he Anita, y yo he llorado todas las Santiago. Se reunieron de nuevo al anochecer, en un cafetín de chinos con borrachitos y losetas cubiertas de aserrín, y hablaron horas, sin soltarse las manos, ante dos tazas de café con leche intactas. Pero tú habías debido contarle antes, Santiago, cómo se le iba a ocurrir que te llevabas mal con tu familia, y él le contaba de nuevo, la universidad, la Fracción, La Crónica, la tirante cordialidad con sus padres y hermanos. Todo menos lo de Aída, Zavalita, menos lo de Ambrosio, lo de la Musa. ¿Por qué le habías contado tu vida? Desde entonces se veían casi a diario y habían hecho el amor una semana o mes después, una noche, en una casa de citas de la urbanización Las Margaritas. Ahí estaba su cuerpo tan delgado que se contaban sus huesos de la espalda, sus ojos asustados, su vergüenza y tu confusión al saber que era virgen. Nunca más te traería aquí Anita, te quería Anita. Desde entonces habían hecho el amor en la pensión de Barranco, una vez por semana, la tarde que doña Lucía hacía visitas. Ahí esos ansiosos amores sobresaltados de los miércoles, los remordimientos de Ana cada vez y su llanto cuando limpiaba la cama, Zavalita.
Don Fermín iba de nuevo a la oficina mañana y tarde y Santiago almorzaba con ellos los domingos. La señora Zoila había consentido que Popeye y la Teté anunciaran su compromiso y Santiago prometió asistir a la fiesta. Era sábado, tenía su día libre en La Crónica, Ana estaba de guardia. Se hizo planchar el terno más presentable, se lustró él mismo los zapatos, se puso camisa limpia y a las ocho y media un taxi lo llevó a Miraflores. Ruido de voces y música sobrevolaba el muro del jardín y venía hasta la calle, sirvientas con guardapolvos espiaban desde los balcones vecinos el interior de la casa. Había autos estacionados a ambos lados de la pista, algunos montados en las veredas, y avanzabas pegado al muro, alejándote de la puerta, bruscamente indeciso, sin animarte a tocar el timbre ni a partir. A través de la verja del garaje vio sesgado el jardín: una mesita con un mantel blanco, un mayordomo haciendo guardia, parejas conversando alrededor del estanque. Pero el grueso de los invitados estaban en la sala y en el comedor y en los visillos de las ventanas se dibujaban sus siluetas. De adentro salían la música y las voces. Reconoció la cara de esa tía, el perfil de ese primo, y rostros que parecían fantasmales. De pronto apareció el tío Clodomiro y se fue a sentar en la mecedora del jardín, solo. Ahí estaba, las manos y las rodillas juntas, mirando a las muchachas de tacones altos, a los muchachos de corbata que comenzaban a cercar la mesa de mantel blanco. Pasaban delante de él y afanosamente les sonreía. ¿Qué hacías ahí, tío Clodomiro, por qué venías donde nadie te conocía, donde los que te conocían no te querían? ¿Aparentar, a pesar de los desaires que te hacían, que eras de la familia, que tenías familia?, piensa. Piensa: ¿a pesar de todo te importaba la familia, querías a la familia que no te quería? ¿O es que la soledad era todavía peor que la humillación, tío? Estaba ya decidido a no entrar pero no se marchaba. Paró un auto en la puerta y vio bajar a dos muchachas que, sujetándose el peinado, esperaron que el que manejaba estacionara y viniera. A él sí lo conocías, piensa: Tony, el mismo jopo danzarín sobre la frente, la misma risa de lorito. Los tres entraron a la casa riéndose y ahí la absurda impresión que se reían de ti, Zavalita. Ahí esos súbitos salvajes deseos de ver a Ana. Desde la bodega de la esquina explicó a la Teté por teléfono que no podía salir de La Crónica: pasaría un ratito mañana y abrázalo a mi cuñado, Teté. Ay, qué aguado eras, supersabio, cómo les hacías esta perrada. Llamó a Ana por teléfono, fue a verla y conversaron un rato en la puerta de La Maison de Santé.
Unos días después ella lo había llamado a La Crónica con voz vacilante: tenía que darte una mala noticia, Santiago. La esperó en el cafetín de los chinos y la vio llegar toda sofocada, con el abrigo sobre el uniforme, la cara larga: se iban a Ica, amor. Su padre había sido nombrado director de una Unidad Escolar, ella trabajaría quizás en el Hospital Obrero de allá. No te había parecido tan grave, Zavalita, y la habías consolado: irías a verla cada semana, ella también podría venir, Ica estaba tan cerca.
EL PRIMER día que trabajó de chofer en Transportes Morales, antes de partir a Tingo María, Ambrosio había llevado a Amalia y Amalita Hortensia a sacudirse un rato por las desniveladas calles de Pucallpa en la abollada camioneta azul llena de remiendos, cuyos guardafangos y parachoques estaban sujetos con sogas para no salir despedidos en los baches.
—Comparándola con los carros que había manejado aquí, era para llorar —dice Ambrosio—. Y, sin embargo, le digo que los meses que tuve El Rayo de la Montaña fueron felices, niño.
El Rayo de la Montaña había sido acondicionada con bancas de madera y en ella podían entrar, bien apretados, doce pasajeros. La perezosa vida de las primeras semanas se había vuelto desde entonces una activa rutina: Amalia le preparaba de comer, acomodaba el fiambre en la guantera de la carcocha y Ambrosio, en camiseta, una gorrita con visera, un pantalón en harapos y zapatillas de jebe, partía a Tingo María a las ocho de la mañana. Desde que él había comenzado a viajar, Amalia, después de tantos años, se había vuelto a acordar de la religión, empujada un poco por doña Lupe que le había regalado estampitas para la pared y la había arrastrado a la misa del domingo. Si no había inundaciones ni se malograba la carcocha, Ambrosio llegaba a Tingo María a las seis de la tarde; dormía en un colchón bajo el mostrador de Transportes Morales y al día siguiente regresaba a Pucallpa a las ocho. Pero ese horario se había cumplido rara vez, siempre se quedaba plantado por el camino y había viajes que duraban un día. El motor estaba cansado, Amalia, todo el tiempo se paraba a tomar fuerzas. Llegaba a la casa con tierra de los pies a los pelos y mortalmente extenuado. Se derrumbaba en la cama, y mientras ella le preparaba de comer, él, fumando, un brazo como almohada, tranquilo, exhausto, le contaba sus mañas para reparar las averías, los pasajeros que había tenido, las cuentas que le haría a don Hilario. Y, lo que más lo divertía, Amalia, las apuestas con Pantaleón. Gracias a esas apuestas los viajes se hacían menos pesados, aunque los pasajeros se meaban de miedo. Pantaleón manejaba El Supermán de las Pistas, una carcocha que pertenecía a Transportes Pucallpa, la empresa rival de Transportes Morales. Partían a la misma hora e iban haciendo carreras, no sólo para ganarse la media libra que apostaban, sino, sobre todo, para adelantarse a recoger a los pasajeros que iban de un caserío a otro, de una chacra a otra en el camino.
—Esos pasajeros que no compran boleto —le había dicho a Amalia—, esos que no son pasajeros de Transportes Morales sino de Transportes Ambrosio Pardo.
—¿Y si un día te descubre don Hilario? —le había dicho Amalia.
—Los patrones saben cómo son las cosas —le había explicado Pantaleón, Amalia—. Y se hacen los tontos porque se desquitan pagándonos sueldos de hambre. Ladrón que roba a ladrón, hermano, ya sabes qué.
En Tingo María, Pantaleón se había conseguido una viuda que no sabía que él tenía su mujer y tres hijos en Pucallpa, pero a veces no iba a casa de la viuda, sino a comer con Ambrosio a un restaurancito barato, La Luz del Día, y a veces, después, a un bulín de esqueletos que cobraban tres soles. Ambrosio lo acompañaba por amistad, no podía entender que a Pantaleón le gustaran esas mujeres, él no se hubiera metido con ellas ni pagado. ¿De verás, Ambrosio? De veras, Amalia: retacas, panzonas, feísimas. Y, además, llegaba tan cansado que, aunque quisiera engañarte, el cuerpo no me respondería, Amalia.
Los primeros días, Amalia había tomado muy en serio el espionaje de Ataúdes Limbo. Nada era diferente desde que la funeraria había cambiado de dueño. Don Hilario no venía nunca al local; seguía el empleado de antes, un muchacho de cara enfermiza que se pasaba el día sentado en la baranda mirando estúpidamente los gallinazos que se asoleaban en los techos del hospital y la morgue. El único cuartito de la funeraria estaba repleto de ataúdes, la mayoría chiquitos y blancos. Eran toscos, rústicos, sólo uno que otro cepillado y encerado. La primera semana se había vendido un ataúd. Un hombre descalzo y sin saco pero con corbata negra y rostro compungido, entró a Ataúdes Limbo y salió al poco rato cargando un cajoncito al hombro. Pasó frente a Amalia y ella se había persignado. La segunda semana no había habido ninguna compra; la tercera un par: uno de niño y otro de adulto. No parecía un gran negocio, Amalia, había comenzado a inquietarse Ambrosio.
Al mes, Amalia había empezado a descuidar la vigilancia. No se iba a pasar la vida en la puerta de la cabaña, con Amalita Hortensia en los brazos, sobre todo contando que se llevaban ataúdes tan rara vez. Se había hecho amiga de doña Lupe, pasaban horas conversando, comían y almorzaban juntas, daban vueltas por la plaza, por la calle Comercio, por el embarcadero. Los días más calurosos bajaban al río a bañarse en camisón y luego tomaban raspadillas en la Heladería Wong. Ambrosio descansaba los domingos; dormía toda la mañana y después de almorzar salía con Pantaleón a ver los partidos de fútbol en el Estadio de la salida a Yarinacocha. En la tarde, dejaban a Amalita Hortensia con la señora Lupe y se iban al cine. Ya los conocían en la calle, la gente los saludaba. Doña Lupe entraba a la cabaña como si fuera suya; una vez había pescado a Ambrosio desnudo, bañándose a baldazos en la huerta, y Amalia se había muerto de risa. Ellos también entraban donde doña Lupe cuando querían, se prestaban cosas. Cuando venía a Pucallpa, el marido de doña Lupe salía a sentarse con ellos a la calle, en las noches, a tomar fresco. Era un viejo que sólo abría la boca para hablar de su chacrita y sus deudas con el Banco Agropecuario.
—Creo que ya estoy contenta —le había dicho un día Amalia a Ambrosio—. Ya me acostumbré aquí. Y a ti ya no se te ve tan antipático como al principio.
—Se nota que te has acostumbrado —había respondido Ambrosio—. Andas sin zapatos y con tu paraguas, ya eres una montañesa. Sí, yo estoy contento también.
—Contenta porque ya pienso poco en Lima —había dicho Amalia—. Ya casi no me sueño con la señora, ya casi nunca pienso en la policía.
—Cuando recién llegaste pensé cómo puede vivir con él —había dicho doña Lupe, un día—. Ahora te digo que tuviste suerte de conseguírtelo. Todas las vecinas se lo quisieran de marido, negro y todo.
Amalia se había reído: era cierto, se estaba portando muy bien con ella, muchísimo mejor que en Lima y hasta a Amalita Hortensia le hacía sus cariños. Se le había alegrado tanto el espíritu últimamente y hasta ahora nunca se había peleado con él en Pucallpa.
—Felices pero hasta por ahí nomás —dice Ambrosio—. Lo que fallaba era la cuestión plata, niño.
Ambrosio había creído que gracias a los extras que sacaba sin que supiera don Hilario redondearían el mes. Pero no, en primer lugar había pocos pasajeros, y en segundo a don Hilario se le había ocurrido que las reparaciones las pagaran a medias la empresa y el chofer. Don Hilario se había vuelto loco, Amalia, si le aceptaba esto se quedaría sin sueldo. Habían discutido y quedado en que Ambrosio pagaría el diez por ciento de las reparaciones. Pero el segundo mes don Hilario le había descontado el quince, y cuando se robaron la llanta de repuesto había querido que Ambrosio pagara la nueva. Pero qué barbaridad, don Hilario, cómo se le ocurre. Don Hilario lo había mirado fijo: mejor no protestes, se le podían sacar muchos trapitos, ¿no se estaba ganando unos soles a sus espaldas? Ambrosio se había quedado sin saber qué decir, pero don Hilario le había tendido la mano: amigos de nuevo. Habían comenzado a redondear el mes con préstamos y adelantos que le hacía a regañadientes el propio don Hilario. Pantaleón, viéndolos en apuros, les había aconsejado déjense de pagar alquiler y vénganse a la barriada y háganse una cabañita junto a la mía.
—No, Amalia —había dicho Ambrosio—. No quiero que te quedes sola cuando esté de viaje, con tanto vago que hay en la barriada. Además, allá no podrías vigilar Ataúdes Limbo.