IV
—LA SABIDURÍA de las mujeres —dijo Carlitos—. Si Ana lo hubiera pensado no le habría salido tan bien. Pero no lo pensó, las mujeres nunca premeditan estas cosas. Se dejan guiar por el instinto y nunca les falla, Zavalita.
¿Era ese benigno, intermitente malestar que reapareció cuando Ana se fue a vivir a Ica, Zavalita, ese blando desasosiego que te sorprendía en los colectivos calculando cuánto falta para el domingo? Tuvo que cambiar al día sábado el almuerzo en casa de sus padres. Los domingos partía muy temprano en un colectivo que venía a recogerlo a la pensión. Dormía todo el viaje, estaba con Ana hasta el anochecer y regresaba. Andabas en bancarrota con esos viajes semanales, piensa, las cervezas del Negro-Negro ahora las pagaba siempre Carlitos. ¿Eso el amor, Zavalita?
—Allá tú, allá tú —dijo Carlitos—. Allá ustedes dos, Zavalita.
Había conocido por fin a los padres de Ana. Él era un huancaíno gordo y locuaz que se había pasado la vida dando clases de historia y castellano en los colegios nacionales, y la madre una mulata agresivamente amable. Tenían una casa vecina a los desportillados patios de la Unidad Escolar y lo recibían con una hospitalidad ruidosa y relamida. Ahí estaban los abundantes almuerzos que te infligían los domingos, ahí las angustiosas miradas que cambiaban con Ana pensando a qué hora acaba el desfile de platos. Cuando acababan, él y Ana salían a pasear por las calles rectas y siempre soleadas, entraban a algún cine a acariciarse, tomaban refrescos en la plaza, volvían a la casa a charlar y besarse de prisa en un saloncito atestado de huacos. A veces Ana venía a pasar el fin de semana donde unos parientes y podían acostarse juntos unas horas en algún hotelito del centro.
—Ya sé que no me estás pidiendo consejo —dijo Carlitos—. Por eso no te lo doy.
Había sido en una de esas rápidas venidas de Ana a Lima, un atardecer, al encontrarse en la puerta del Cine Roxy. Se mordía los labios, piensa, su nariz palpitaba, había susto en sus ojos, balbuceaba: ya sé que te has cuidado amor, yo también siempre amor, no sabía qué había pasado amor. Santiago la tomó del brazo y, en vez del cine, fueron a un café. Habían conversado con calma y Ana aceptado que no podía nacer. Pero se le saltaron las lágrimas y habló mucho del miedo que tenía a sus padres y se despidió adolorida y con rencor.
—No te lo pido porque ya sé cuál sería —dijo Santiago—. No te cases.
A los dos días Carlitos había averiguado la dirección de una mujer y Santiago fue a verla, a una ruinosa casita de ladrillos de los Barrios Altos. Era fornida, sucia y desconfiada y lo despidió de mal modo: estaba muy equivocado, joven, ella no cometía crímenes. Había sido una semana de exasperantes idas y venidas, de mal gusto en la boca y sobresalto continuo, de charlas afanosas con Carlitos y amaneceres desvelados en la pensión: era enfermera, conocía tantas parteras, tantos médicos, no quería, era una trampa que te tendía. Por fin Norwin había encontrado un médico de pocos clientes que, luego de tortuosas evasivas, aceptó. Pedía mil quinientos soles y entre Santiago, Carlitos y Norwin habían tardado tres días en juntarlos. Llamó a Ana por teléfono: ya está, todo arreglado, que viniera a Lima cuanto antes. Haciéndole notar por el tono de la voz que le echabas la culpa, piensa, y que no la perdonabas.
—Sí, sería ése, pero por puro egoísmo —dijo Carlitos—. No tanto por ti como por mí. Ya no voy a tener quien me cuente sus penas, con quien amanecerme en el antro. Allá tú, Zavalita.
El jueves, alguien que venía de Ica dejó la carta de Ana en la pensión de Barranco: ya podías dormir tranquilo amor. Una profunda tristeza asfixiada de huachafería, piensa, había convencido a un doctor y ya todo pasó, las películas mexicanas, todo muy doloroso y muy triste y ahora estaba en cama y había tenido que inventar mil mentiras para que mis papás no se den cuenta, pero hasta las faltas de ortografía te habían conmovido tanto, Zavalita. Piensa: lo que la alegraba en medio de su pena era haberte quitado esa preocupación tan grande, amor. Había descubierto que no la querías, era un entretenimiento para ti, no podía soportar la idea porque ella sí te quería, no te vería más, el tiempo la ayudaría a olvidarte. Ese viernes y ese sábado te habías sentido aliviado pero no contento, Zavalita, y en las noches venía el malestar acompañado de remordimientos tranquilos. No el gusanito, piensa, no los cuchillos. El domingo, en el colectivo a Ica, no había pegado los ojos.
—Lo decidiste al recibir la carta, masoquista —dijo Carlitos.
De la plaza fue andando tan rápido que llegó sin aliento. Abrió su madre y tenía los ojos parpadeantes y sentidos: Anita estaba enferma, unos cólicos terribles, les había dado un susto. Lo hizo pasar a la sala y tuvo que esperar un buen rato antes que la madre volviera y le dijera suba. Ese vértigo de ternura al verla con su piyama amarillo, piensa, pálida y peinándose apresuradamente al entrar él. Soltó el peine, el espejo; se echó a llorar.
—No cuando la carta sino en ese momento —dijo Santiago—. Llamamos a su madre, se lo anunciamos y celebramos el compromiso entre los tres tomando café con leche con piononos.
Se casarían en Ica, sin invitados ni ceremonia, se vendrían a Lima y hasta encontrar un departamento barato vivirían en la pensión. Tal vez Ana encontraría trabajo en un hospital, el sueldo de los dos les alcanzaría ajustándose: ¿ahí, Zavalita?
—Vamos a organizarte una despedida que hará época en el periodismo limeño —dijo Norwin.
SUBIÓ A maquillarse al cuartito de Malvina, bajó, y al pasar junto al saloncito encontró a Martha furiosa: ahora entraba cualquiera aquí, esto se había vuelto un muladar. Aquí entraba el que podía pagar, decía Flora, pregúntaselo a la vieja Ivonne y vería, Martha. Desde la puerta del bar, Queta lo vio, de espaldas como la primera vez, alto en la banqueta, enfundado en un terno oscuro, los crespos pelos brillantes, acodado en el mostrador. Robertito le servía una cerveza. Era el primero que llegaba a pesar de ser las nueve pasadas y había cuatro mujeres conversando junto al tocadiscos, haciéndose las desentendidas de él. Se acercó al mostrador sin saber todavía si le molestaba verlo allí.
—El señor estaba preguntando por ti —dijo Robertito, con una sonrisita sarcástica—. Le dije que te encontraba de milagro, Quetita.
Robertito se deslizó felinamente al otro extremo del mostrador y Queta se volvió a mirarlo. No ígneos, ni atemorizados ni caninos; más bien impacientes. Tenía la boca cerrada y moviéndose como tascando un freno; su expresión no era servil ni respetuosa ni siquiera cordial, sólo vehemente.
—Así que resucitaste —dijo Queta—. Creí que no se te vería más por acá.
—Los tengo en la cartera —murmuró él, rápidamente—. ¿Subimos?
—¿En la cartera? —Queta comenzó a sonreír, pero él seguía muy grave, las apretadas mandíbulas latiendo—. ¿Qué te pica a ti?
—¿Ha subido la tarifa en estos meses? —preguntó él, sin ironía, con un tono impersonal, siempre de prisa—. ¿Cuánto subió?
—Estás de mal humor —dijo Queta, asombrada de él y de no enojarse por los cambios que veía en él. Tenía una corbata roja, camisa blanca, una chompa de botones; las mejillas y el mentón eran más claros que sus manos quietas sobre el mostrador—. Qué maneras son ésas. Qué te ha pasado en todo este tiempo.
—Quiero saber si va a subir conmigo —dijo él, ahora con una calma mortal en la voz. Pero en sus ojos había siempre esa premura salvaje—. Sí y subimos. No y entonces me voy.
¿Qué había cambiado tanto en tan poco tiempo? No que estuviera más gordo ni más flaco, no que se hubiera vuelto insolente. Está como furioso, pensó Queta, pero no conmigo ni con nadie, sino con él.
—¿O estás asustado? —dijo, burlándose—. Ya no eres el sirviente de Cayo Mierda, ahora puedes venir aquí cuando te dé la gana. ¿O Bola de Oro te ha prohibido que salgas de noche?
No se encolerizó, no se turbó. Pestañeó una sola vez, y estuvo unos segundos sin responder, rumiando despacio, buscando las palabras.
—Si he venido por gusto, mejor me voy —dijo al fin, mirándola a los ojos sin temor—. Dígamelo de una vez.
—Convídame un trago —Queta se encaramó en una de las banquetas y se apoyó en la pared, irritada ya—. Puedo pedir un whisky, supongo.
—Puede pedir lo que quiera, pero arriba —dijo él, suavemente, muy serio—. ¿Vamos a subir o quiere que me vaya?
—Has aprendido malos modales con Bola de Oro —dijo Queta, secamente.
—Quiere decir que es no —murmuró él, levantándose de la banqueta—. Entonces, buenas noches.
Pero la mano de Queta lo contuvo cuando ya daba media vuelta. Lo vio inmovilizarse, volverse y mirarla callado con sus ojos urgentes. ¿Por qué?, pensó, asombrada y furiosa, ¿era por curiosidad, era por? Él esperaba como una estatua. Quinientos, más sesenta del cuarto y por única vez, y se oía y apenas se reconocía la voz, ¿era por?, ¿entendía? Y él, moviendo ligeramente la cabeza: entendía. Le pidió el dinero del cuarto, le ordenó que subiera y la esperara en el doce y cuando él desapareció en la escalera ahí estaba Robertito, una maléfica sonrisa agridulce en su cara lampiña, haciendo tintinear la llavecita contra el mostrador. Queta le arrojó el dinero a las manos.
—Vaya, Quetita, no me lo creo —silabeó él, con exquisito placer, achinando los ojos—. Te vas a ocupar con el morenito.
—Dame la llave —dijo Queta—. Y no me hables, maricón, ya sabes que no te puedo sentir.
—Qué sobrada te has vuelto desde que te juntas con la familia Bermúdez —dijo Robertito, riéndose—. Vienes poco y cuando vienes nos tratas como al perro, Quetita.
Ella le arranchó la llave. A media escalera se dio con Malvina que bajaba muerta de risa: pero si ahí estaba el zambito del año pasado, Queta. Señalaba hacia arriba y de pronto se le encendieron los ojos, ah, había venido por ti, y dio una palmada. Pero qué te pasaba, Quetita.
—El mierda ese de Robertito —dijo Queta—. No le aguanto más sus insolencias.
—Estará envidioso, no le hagas caso —se rió Malvina—. Todo el mundo te tiene ahora envidia, Quetita. Mejor para ti, tonta.
Él la estaba esperando en la puerta del doce. Queta abrió y él entró y se sentó en la esquina de la cama. Echó llave a la puerta, pasó al cuartito del lavatorio, corrió la cortina, encendió la luz, y metió entonces la cabeza en la habitación. Lo vio, quieto, serio, bajo el foco de luz con pantalla abombada, oscuro sobre la colcha rosada.
—¿Esperas que yo te desvista? —dijo, de mal modo—. Ven que te lave.
Lo vio levantarse y acercarse sin quitarle la mirada, que había perdido el aplomo y la prisa y recobrado la docilidad de la primera vez. Cuando estuvo delante de ella, se llevó la mano al bolsillo en un movimiento rápido y casi atolondrado, como si recordara algo esencial. Le alcanzó los billetes estirando una mano lenta y un poco avergonzada, ¿se pagaba por adelantado, no?, como si estuviera entregándole una carta con malas noticias: ahí estaban, podía contarlos.
—Ya ves, este capricho te cuesta caro —dijo Queta, alzando los hombros—. Bueno, tú sabes lo que haces. Sácate el pantalón, déjame lavarte de una vez.
Él pareció indeciso unos segundos. Avanzó hacia una silla con una prudencia que delataba su embarazo, y Queta, desde el lavatorio, lo vio sentarse, quitarse los zapatos, el saco, la chompa, el pantalón, y doblarlo con extremada lentitud. Se quitó la corbata. Vino hacia ella, caminando con la misma cautela de antes, las largas piernas tirantes moviéndose a compás bajo la camisa blanca. Cuando estuvo a su lado se bajó el calzoncillo y, luego de tenerlo en las manos un instante, lo arrojó a la silla, sin acertar. Mientras le apretaba el sexo con fuerza y lo jabonaba y enjuagaba, no trató de tocarla. Lo sentía rígido a su lado, su cadera rozándola, respirando amplia y regularmente. Le alcanzó el papel higiénico para que se secara y él lo hizo de una manera meticulosa y como queriendo ganar tiempo.
—Ahora me toca a mí —dijo Queta—. Anda y espérame.
Él asintió y ella vio en sus ojos una reticente serenidad, una huidiza vergüenza. Cerró la cortina y, mientras llenaba el lavatorio de agua caliente, oyó sus largos pasos pausados sobre las maderas del piso y el crujido de la cama al recibirlo. El mierda me contagió su tristeza, pensó. Se lavó, se secó, entró al cuarto y al pasar junto a la cama y verlo estirado boca arriba, los brazos cruzados sobre los ojos, siempre con camisa, medio cuerpo desnudo bajo el cono de luz, pensó en una sala de operaciones, en un cuerpo que aguarda el bisturí. Se quitó la falda y la blusa y se acercó a la cama con zapatos; él siguió inmóvil. Miró su vientre: bajo la mata de vellos cuya negrura se destacaba poco de la piel, con el brillo del agua reciente, yacía el sexo escurrido y fláccido entre las piernas. Fue a apagar la luz. Volvió y se tendió junto a él.
—Tanto apuro para subir, para pagarme lo que no tienes —dijo, al ver que él no hacía ningún movimiento—. ¿Para esto?
—Es que usted me trata mal —dijo su voz, espesa y acobardada—. Ni siquiera disimula. Yo no soy un animal, tengo mi orgullo.
—Quítate la camisa y déjate de cojudeces —dijo Queta—. ¿Crees que te tengo asco? Contigo o con el rey de Roma me da lo mismo, negrito.
Lo sintió incorporarse, adivinó en la oscuridad sus movimientos obedientes, vio en el aire la mancha blanca de la camisa que él arrojaba hacia la silla visible en los hilos de luz de la ventana. El cuerpo desnudo se tumbó otra vez a su lado. Escuchó su respiración más agitada, olió su deseo, sintió que la tocaba. Se echó de espaldas, abrió los brazos y un instante después recibía sobre su cuerpo la carne aplastante y sudorosa de él. Respiraba con ansiedad junto a su oído, sus manos repasaban húmedamente su piel, y sintió que su sexo entraba en ella suavemente. Trataba de sacarle el sostén y ella lo ayudó, ladeándose. Sintió su boca mojada en el cuello y los hombros y lo oía jadear y moverse; lo enlazó con las piernas y le sobó la espalda, las nalgas que transpiraban. Permitió que la besara en la boca pero mantuvo los dientes apretados. Lo sintió terminar con unos cortos quejidos jadeantes. Lo hizo a un lado y lo sintió rodar sobre sí mismo como un muerto. Se calzó a oscuras, fue al lavatorio y al volver a la habitación y encender la luz lo vio otra vez boca arriba, otra vez con los brazos cruzados sobre la cara.
—Hace tiempo que andaba soñándome con esto —lo oyó decir, mientras se ponía el sostén.
—Ahora te estarán pesando tus quinientos soles —dijo Queta.
—Qué me van a pesar —lo oyó reír, siempre oculto detrás de sus brazos—. Nunca se vio plata mejor gastada.
Mientras se ponía la falda, lo oyó reír de nuevo, y la sorprendió la sinceridad de su risa.
—¿De verás te traté mal? —dijo Queta—. No era por ti, sino por Robertito. Me crispa los nervios todo el tiempo.
—¿Puedo fumarme un cigarro así como estoy? —dijo él—. ¿O ya tengo que irme?
—Puedes fumarte tres, si quieres —dijo Queta—. Pero anda a lavarte primero.
UNA DESPEDIDA que haría época: comenzaría al mediodía en el Rinconcito Cajamarquino, con un almuerzo criollo al que asistirían sólo Carlitos, Norwin, Solórzano, Periquito, Milton y Darío; se arrastraría en la tarde por bares diversos, y a las siete habría un coctelito con mariposas nocturnas y periodistas de otros diarios en el departamento de la China (estaban reconciliados ella y Carlitos, por entonces); rematarían el día Carlitos, Norwin y Santiago, solos, en el bulín. Pero la víspera del día fijado para la despedida, al anochecer, cuando Carlitos y Santiago volvían a la redacción después de comer en la cantina de La Crónica, vieron a Becerrita desplomarse sobre su escritorio articulando un desesperado carajo. Ahí estaba su cuadrado cuerpecillo carnoso desmoronándose, ahí los redactores corriendo. Lo levantaron: tenía la cara arrugada en una mueca de infinito disgusto y la piel amoratada. Le echaron alcohol, le aflojaban la corbata, le hacían aire. Él yacía congestionado e inánime y exhalaba un ronquido intermitente. Arispe y dos redactores de la página policial lo llevaron en la camioneta al hospital; un par de horas después llamaron para avisar que había muerto de un ataque cerebral. Arispe escribió la nota necrológica, que apareció en un recuadro de luto: «Con las botas puestas», piensa. Los redactores policiales habían hecho semblanzas y apologías: su espíritu inquieto, su contribución al desarrollo del diarismo nacional, pionero de la crónica y el reportaje policial, un cuarto de siglo en las trincheras del periodismo.
En vez de la despedida de soltero tuviste un velorio, piensa. Pasaron la noche del día siguiente en casa de Becerrita, en un vericueto de los Barrios Altos, velándolo. Ahí estaba esa noche tragicómica, Zavalita, esa barata farsa. Los reporteros de la página policial estaban apenados y había mujeres que suspiraban junto al cajón, en esa salita de muebles miserables y viejas fotografías ovaladas que habían oscurecido de crespones. Pasada la medianoche, una señora enlutada y un muchacho entraron a la casa como un escalofrío, entre alarmados susurros: ah caracho, la otra mujer de Becerrita; ah caracho, el otro hijo de Becerrita. Había habido un conato de discusión, improperios mezclados de llanto, entre la familia de la casa y los recién llegados. Los asistentes habían tenido que intervenir, negociar, aplacar a las familias rivales. Las dos mujeres parecían de la misma edad, piensa, tenían la misma cara, y el muchacho era idéntico a los varones de la casa. Ambas familias habían permanecido montando guardia a ambos lados del féretro, cruzando miradas de odio sobre el cadáver. Toda la noche circularon por la casa melenudos periodistas de otras épocas, extraños individuos de ternos gastados y chalinas, y al día siguiente, en el entierro, hubo una disparatada concentración de familiares conmovidos y caras rufianescas y noctámbulas, de policías y soplones y viejas putas jubiladas de ojos pintarrajeados y llorosos. Arispe leyó un discurso y luego un funcionario de Investigaciones y ahí se descubrió que Becerrita había estado asimilado a la policía desde hacía veinte años. Al salir del cementerio, bostezando y con los huesos resentidos, Carlitos, Norwin y Santiago almorzaron en una cantina de Santo Cristo, cerca de la Escuela de Policía, unos tamales ensombrecidos por el fantasma de Becerrita, que reaparecía a cada momento en la conversación.
—Arispe me ha prometido que no publicará nada, pero no me fío —dijo Santiago—. Ocúpate tú, Carlitos. Que ningún bromista pase un suelto.
—En tu casa se van a enterar tarde o temprano que te has casado —dijo Carlitos—. Pero está bien, me ocuparé.
—Prefiero que se enteren por mí, no por el periódico —dijo Santiago—. Hablaré con los viejos cuando vuelva de Ica. No quiero tener líos antes de la luna de miel.
Esa noche, la víspera del matrimonio, Carlitos y Santiago habían charlado un rato en el Negro-Negro, después del trabajo. Hacían bromas, recordaban las veces que habían venido a este sitio, a esas mismas horas, a esta misma mesa, y él estaba un poco tristón, Zavalita, como si te fueras de viaje para siempre. Piensa: esa noche no se emborrachó, no jaló. En la pensión pasaste las horas que faltaban para el amanecer, Zavalita, fumando, recordando la cara de estupor de la señora Lucía cuando le habías dado la noticia, tratando de imaginar cómo sería la vida en el cuartito con otra persona, si no resultaría demasiado promiscuo y asfixiante, la reacción que tendrían los viejos. Cuando salió el sol, preparó con cuidado la maleta. Examinó pensativo el cuartito, la cama, la pequeña repisa con libros. El colectivo vino a buscarlo a las ocho. La señora Lucía salió a despedirlo en bata, atontada de sorpresa todavía, sí, le juraba que no le diría nada a su papá, y le había dado un abrazo y un beso en la frente. Llegó a Ica a las once de la mañana, y antes de ir a casa de Ana, llamó al Hotel de Huacachina para confirmar la reserva. El terno oscuro que sacó de la lavandería el día anterior se había arrugado en la maleta y la madre de Ana se lo planchó. A regañadientes, los padres de Ana habían cumplido lo que él pidió; ningún invitado. Sólo con esa condición aceptabas casarte por la Iglesia les había advertido Ana, piensa. Fueron los cuatro a la municipalidad, luego a la iglesia, y una hora después estaban almorzando en el Hotel de Turistas. La madre se secreteaba con Ana, el padre desensartaba anécdotas y bebía, apenadísimo. Y ahí estaba Ana, Zavalita: su traje blanco, su cara de felicidad. Cuando iban a subir al taxi que los llevaría a Huacachina, la madre rompió en llanto. Ahí, los tres días de luna de miel alrededor de las aguas verdosas pestilentes de la laguna, Zavalita. Caminatas entre los médanos, piensa, conversaciones tontas con las otras parejas de novios, largas siestas, las partidas de ping-pong que Ana ganaba siempre.
—YO ANDABA contando los días para que se cumplieran los seis meses —dice Ambrosio—. Así que a los seis meses justos le caí tempranito.
Un día en el río, Amalia se había dado cuenta que estaba más acostumbrada todavía a Pucallpa de lo que creía. Se habían bañado con doña Lupe y, mientras Amalita Hortensia dormía bajo el paraguas clavado en la arena, se les habían acercado dos hombres. Uno era sobrino del marido de doña Lupe, el otro un agente viajero que había llegado el día anterior de Huánuco. Se llamaba Leoncio Paniagua y se había sentado junto a Amalia. Había estado contándole lo mucho que viajaba por el Perú debido a su trabajo y le decía en qué se parecían y diferenciaban Huancayo, Cerro de Pasco, Ayacucho. Quiere impresionarme con sus viajes, había pensado Amalia, riéndose en sus adentros. Lo había dejado darse aires de conocedor de mundos un buen rato y al fin le había dicho: yo soy de Lima. ¿De Lima? Leoncio Paniagua no se lo había querido creer: pero si hablaba igualito a la gente de aquí, si tenía el cantito y los dichos y todo.
—¿No te habrás vuelto loco, no? —lo había mirado atónito don Hilario—. El negocio va bien, pero, como es lógico, hasta ahora es pura pérdida. ¿Se te ocurre que a los seis meses va a dejar ganancias?
Al regresar a la casa, Amalia le había preguntado a doña Lupe si era verdad lo que le había dicho Leoncio Paniagua: sí, claro que sí, ya hablaba igualito que una montañesa, ponte orgullosa. Amalia había pensado en lo asombradas que se quedarían sus conocidas de Lima si la oyeran: su tía, la señora Rosario, Carlota y Símula. Pero ella no notaba que había cambiado su manera de hablar, doña Lupe, y doña Lupe, sonriendo con malicia: el huanuqueño te había estado haciendo fiestas, Amalia. Sí, doña Lupe, y figúrese que hasta había querido invitarla al cine, pero claro que Amalia no le había aceptado. En vez de escandalizarse, doña Lupe la había reñido: bah, tonta. Hubiera debido aceptarle, Amalia era joven, tienes derecho a divertirte, ¿acaso creía que Ambrosio no se aprovechaba a su gusto las noches que pasaba en Tingo María? Amalia había sido la que se escandalizó más bien.
—Me hizo las cuentas con papeles en la mano —dice Ambrosio—. Me dejó tonto con tanto número.
—Impuestos, timbres, comisión para el tinterillo que hizo el traspaso —don Hilario olía los recibos y me los iba pasando, Amalia—. Todo clarísimo. ¿Estás satisfecho?
—La verdad que no mucho, don Hilario —había dicho Ambrosio—. Ando muy ajustado y esperaba recibir algo, don.
—Y aquí, los recibitos del idiota —había concluido don Hilario—. Yo no cobro por administrar el negocio, pero no querrás que yo mismo venda ataúdes ¿no? Y supongo que no dirás que le pago mucho. Cien al mes es una mugre hasta para un idiota.
—Entonces el negocio no está resultando tan bueno como usted creyó, don —había dicho Ambrosio.
—Está resultando mejor —don Hilario había movido la cabeza como diciendo esfuérzate, trata de entender—. Al comienzo, un negocio es pérdida. Después se va levantando y viene el desquite.
No mucho tiempo después, una noche que Ambrosio acababa de llegar a Tingo María y se estaba lavando la cara en el cuarto del fondo, donde tenían un lavatorio sobre un caballete, Amalia había visto aparecer en la esquina de la cabaña a Leoncio Paniagua, peinado y encorbatado: se venía derechito aquí. Había estado a punto de soltar a Amalita Hortensia. Atolondrada, había corrido a la huerta y se había acurrucado en la hierba, la niña bien apretada contra su pecho. Iba a entrar, se iba a encontrar con Ambrosio, Ambrosio lo iba a matar. Pero no había oído nada alarmante: sólo el silbido de Ambrosio, el chapaleo del agua, los grillos cantando en la oscuridad. Por fin había oído a Ambrosio que le pedía la comida. Había ido a cocinar, temblando, y todavía mucho rato después todo se le había estado cayendo de las manos.
—Y cuando se cumplieron otros seis, es decir el año, le caí tempranito —dice Ambrosio—. ¿Y, don Hilario? No me diga que tampoco ahora hay ganancias.
—Qué va a haber, el negocio está color de hormiga —había dicho don Hilario—. De eso quería hablarte, precisamente.
Al día siguiente, Amalia había ido furiosa donde doña Lupe, a contarle: figúrese qué atrevimiento, figúrese lo que hubiera pasado si Ambrosio. Doña Lupe le había tapado la boca diciéndole sé todo. El huanuqueño se había metido a su casa y le había abierto su corazón, señora Lupe: desde que la conocí a Amalia soy otro, su amiga es única. No pensaba entrar a tu casa, Amalia, no era tan tonto, sólo quería verla de lejos. Habías hecho una conquista, Amalia, lo tenías loco por ti al huanuqueño Amalia. Se había sentido rarísima: furiosa siempre, pero ahora también halagada. Esa tarde había ido a la playita pensando si me dice cualquier cosa lo insulto. Pero Leoncio Paniagua no le había hecho la menor insinuación; educadísimo, limpiaba la arena para que se sentara, le había convidado un barquillo de helados y cuando ella lo miraba a los ojos, bajaba los suyos, avergonzado y suspirando.
—Sí, como lo oyes, lo tengo muy bien estudiado —había dicho don Hilario—. La plata está tirada ahí, esperando que la recojamos. Sólo hace falta una pequeña inyección de capital.
Leoncio Paniagua venía a Pucallpa cada mes, sólo por un par de días, y Amalia le había llegado a tomar simpatía por la forma como la trataba, por su terrible timidez. Se había acostumbrado a encontrarlo en la playita cada cuatro semanas, con su camisa de cuello, sus zapatones, ceremonioso y sofocado, limpiándose la cara empapada con un pañuelo de colores. Él no se bañaba nunca, se sentaba entre doña Lupe y ella y conversaban y, cuando ellas se metían al agua, él cuidaba a Amalita Hortensia. Nunca había pasado nada, nunca le había dicho nada; la miraba, suspiraba, y lo más que se atrevía era a decir qué pena irme mañana de Pucallpa o cuánto he pensado este mes en Pucallpa o por qué será que me gusta tanto venir a Pucallpa. Qué vergonzoso era ¿no, doña Lupe? Y doña Lupe: no, más bien era un romántico.
—El gran negocio que se le ocurrió es comprar otra funeraria, Amalia —había dicho Ambrosio—. La Modelo.
—La más acreditada, la que nos quita toda la clientela —había dicho don Hilario—. Ni una palabra más. Trae esa platita que tienes en Lima y hacemos un monopolio, Ambrosio.
A lo más que había llegado había sido, al cabo de los meses y más por darle gusto a doña Lupe que a él, a ir una vez a comer al chifa y luego al cine con Leoncio Paniagua. Habían ido de noche, por calles desiertas, al chifa menos concurrido, y entrado a la función comenzada y se habían salido antes del final. Leoncio Paniagua había sido más considerado que nunca, no sólo no había tratado de aprovecharse al estar solo con ella, sino que casi ni había hablado en toda la noche. Dice que porque estaba tan emocionado, Amalia, dice que se le fue el habla de felicidad. ¿Pero de veras que ella le gustaba tanto, doña Lupe? De veras, Amalia: las noches que estaba en Pucallpa se venía a la cabaña de doña Lupe y le hablaba horas de ti y hasta lloraba. ¿Pero entonces cómo a ella nunca le decía nada, doña Lupe? Porque era romántico, Amalia.
—Apenas tengo para comer y usted me pide otros quince mil soles —don Hilario se había creído la mentira que le conté, Amalia—. Ni que estuviera loco para meterme en otro negocio de funerarias, don.
—No es otro, es el mismo pero en grande y remachado —había insistido don Hilario—. Piénsalo y vas a ver que tengo razón.
Y una vez habían pasado dos meses sin que se apareciera por Pucallpa el huanuqueño. Amalia casi se había olvidado de él, la tarde que lo encontró, sentado en la playita del río, con su saco y su corbata cuidadosamente doblados sobre un periódico y un juguetito para Amalita Hortensia en la mano. ¿Qué había sido de su vida? Y él, temblando como si tuviera terciana: no iba a volver a Pucallpa, ¿podía hablarle un momentito a solas? Doña Lupe se había apartado con Amalita Hortensia y ellos habían conversado cerca de dos horas. Ya no era agente viajero, había heredado una tiendecita de un tío, de eso iba a hablarle. Lo había visto tan asustado, dar tantos rodeos y tartamudear tanto para pedirle que se fuera con él, que se casara con él, que hasta le había dado un poquito de pena decirle que si estaba loco, doña Lupe. Ya ves que te quería de verdad y no como una aventurita de paso, Amalia. Leoncio Paniagua no había insistido, se había quedado mudo y como idiotizado y cuando Amalia le había aconsejado que se olvidara de ella y se buscara otra mujer allá en Huánuco, él movía la cabeza apenado y susurraba nunca. Este tonto hasta la había hecho sentirse mala, doña Lupe. Lo había visto por última vez esa tarde, cruzando la plaza hacia su hotelito y haciendo eses como borracho.
—Y cuando más apuros de plata teníamos, Amalia descubre que estaba encinta —dice Ambrosio—. Los dos males juntos, niño.
Pero la noticia lo había puesto contento: un compañerito para Amalita Hortensia, un hijito montañés. Pantaleón y doña Lupe habían venido a la cabaña esa noche y habían estado tomando cerveza hasta tarde: Amalia estaba encinta, qué les parecía. Se habían divertido bastante, y Amalia se había mareado y hecho locuras: bailado sola, cantado, dicho palabrotas. Al día siguiente había amanecido débil y con vómitos y Ambrosio la había hecho avergonzar: la criatura nacería borracha con el baño que le diste anoche, Amalia.
—Si el médico hubiera dicho se puede morir, yo la habría hecho abortar —dice Ambrosio—. Allá es fácil, un montón de viejas saben preparar yerbas para eso. Pero no, se sentía muy bien y por eso no nos preocupamos de nada.
Un sábado, el primer mes de embarazo, Amalia había ido con doña Lupe a pasar el día a Yarinacocha. Toda la mañana habían estado sentadas bajo una enramada, mirando la laguna donde se bañaba la gente, el ojo redondo del sol que ardía en el cielo limpísimo. Al mediodía habían desanudado sus atados y comido bajo un árbol, y entonces habían oído a dos mujeres que tomaban refrescos hablando pestes de Hilario Morales: era así, asá, había estafado, robado, si hubiera justicia ya estaría preso o muerto. Serán puras habladurías, había dicho doña Lupe, pero esa noche Amalia le había contado a Ambrosio.
—Peores cosas he oído yo de él, y no sólo aquí, también en Tingo María —le había dicho Ambrosio—. Lo que no entiendo es por qué no hace alguna viveza de ésas para que nuestro negocio dé ganancia.
—Porque te estará haciendo a ti las vivezas, tonto —había dicho Amalia.
—Ella me metió adentro la duda —dice Ambrosio—. La pobrecita tenía un olfato de perro, niño.
Desde entonces, cada noche, al volver a Pucallpa, aun antes de sacudirse el polvo rojizo del camino, le había preguntado a Amalia, ansioso: ¿cuántos grandes, cuántos chicos? Había apuntado todo lo que se vendía en una libretita y vuelto cada día con nuevas vivezas que había averiguado de don Hilario en Tingo María y Pucallpa.
—Si tanta desconfianza le tienes, se me ocurre una cosa —le había dicho Pantaleón—. Dile que te devuelva tu plata y vamos a hacer algo juntos.
Desde ese sábado en Yarinacocha, ella había vuelto a vigilar a los clientes de Ataúdes Limbo escrupulosamente. Este embarazo no había sido ni sombra del anterior, ni siquiera del primero, doña Lupe: ni mareos ni vómitos, casi ni sed. No había perdido las fuerzas, podría hacer el trabajo de la casa de lo más bien. Una mañana había ido con Ambrosio al hospital y tenido que hacer una cola larguísima. Se habían pasado la espera jugando a contar los gallinazos que veían asoleándose en los techos vecinos y, cuando les llegó el turno, Amalia estaba medio dormida. El médico la había examinado rapidito y dicho vístete, estás bien, que volviera dentro de un par de meses. Amalia se había vestido y sólo al momento de salir se había acordado:
—En la Maternidad de Lima me dijeron que con otro hijo me podía morir, doctor.
—Entonces has debido hacer caso y cuidarte —había refunfuñado el doctor; pero luego, como la había visto asustada, le había sonreído de mala gana—. No te asustes, cuídate y no te pasará nada.
Poco después se habían cumplido otros seis meses y Ambrosio, antes de ir a la oficina de don Hilario, la había llamado de una manera maliciosa: ven, un secreto. ¿Cuál? Iba a decirle que no quería seguir siendo su socio, ni tampoco su chofer, Amalia, que se metiera El Rayo de la Montaña y Ataúdes Limbo donde quisiera. Amalia lo había mirado asombrada y él: era una sorpresa que te tenía guardada, Amalia. Con Pantaleón se habían pasado este tiempo haciendo planes, habían decidido uno genial. Se llenarían los bolsillos a costa de don Hilario, Amalia, eso era lo más chistoso del caso. Estaban vendiendo una camionetita usada y él y Pantaleón la habían desarmado y expulgado hasta el alma: servía. La dejaban por ochenta mil y les aceptaban treinta mil de cuota inicial y lo demás en letras. Pantaleón pediría sus indemnizaciones y movería cielo y tierra para conseguir sus quince mil y la comprarían a medias y la manejarían a medias y cobrarían más barato y les quitarían la clientela a la Morales y a la Pucallpa.
—Imaginaciones —dice Ambrosio—. Quise terminar por donde debí comenzar al llegar a Pucallpa.