V
REGRESARON DE Huacachina a Lima directamente, en el auto de una pareja de recién casados. La señora Lucía los recibió con suspiros en la puerta de la pensión, y después de abrazar a Ana se llevó a los ojos el ruedo del mandil. Había puesto flores en el cuartito, lavado las cortinas y cambiado las sábanas, y comprado una botellita de oporto para brindar por su felicidad. Cuando Ana empezaba a vaciar las maletas, llamó aparte a Santiago y le entregó un sobre con una sonrisita misteriosa: la había traído anteayer su hermanita. La letra miraflorina de la Teté, Zavalita, ¡bandido nos enteramos que te casaste!, su sintaxis gótica, ¡y qué tal raza por el periódico! Todos estaban furiosos contigo (no te lo creas supersabio) y locos por conocer a mi cuñada. Que vinieran a la casa volando, iban a buscarte mañana y tarde porque se morían por conocerla. Qué loco eras, supersabio, y mil besos de la Teté.
—No te pongas tan pálido —se rió Ana—. Qué tiene que se hayan enterado, ¿acaso íbamos a estar casados en secreto?
—No es eso —dijo Santiago—. Es que, bueno, tienes razón, soy un tonto.
—Claro que eres —volvió a reírse Ana—. Llámalos de una vez, o si quieres vamos a verlos de frente. Ni que fueran ogros, amor.
—Sí, mejor de una vez —dijo Santiago—. Les diré que iremos esta noche.
Con un cosquilleo de lombrices en el cuerpo bajó a llamar por teléfono y apenas dijo ¿aló?, oyó el grito victorioso de la Teté: ¡ahí estaba el supersabio, papá! Ahí estaba su voz que se rebalsaba, ¡pero cómo habías hecho eso, loco!, su euforia, ¿de veras te habías casado?, su curiosidad, ¿con quién, loco?, su impaciencia, cuándo y cómo y dónde, su risita, pero por qué ni les dijiste que tenías enamorada, sus preguntas, ¿te habías robado a mi cuñada, se habían casado escapándose, era ella menor de edad? Cuenta, cuenta, hombre.
—Primero déjame hablar —dijo Santiago—. No puedo contestarte todo eso a la vez.
—¿Se llama Ana? —estalló de nuevo la Teté—. ¿Cómo es, de dónde es, cómo se apellida, yo la conozco, qué edad tiene?
—Mira, mejor le preguntas todo eso a ella —dijo Santiago—. ¿Van a estar a la noche en la casa?
—Por qué esta noche, idiota —gritó la Teté—. Vengan ahorita. ¿No ves que nos morimos de curiosidad?
—Iremos a eso de las siete —dijo Santiago—. A comer, okey. Chau, Teté.
Se había arreglado para esa visita más que para el matrimonio, Zavalita. Había ido a peinarse a una peluquería, pedido a doña Lucía que la ayudara a planchar una blusa, se había probado todos sus vestidos y zapatos y mirado y remirado en el espejo y demorado una hora en pintarse la boca y las uñas. Piensa: pobre flaquita. Había estado muy segura toda la tarde, mientras cotejaba y decidía su vestuario, muy risueña haciéndote preguntas sobre don Fermín y la señora Zoila y el Chispas y la Teté, pero al atardecer, cuando paseaba delante de Santiago, ¿cómo le quedaba esto amor, le caía esto otro amor?, ya su locuacidad era excesiva, su desenvoltura demasiado artificial y había esas chispitas de angustia en sus ojos. En el taxi, camino a Miraflores, había estado muda y seria, con la inquietud estampada en la boca.
—¿Me van a mirar como a un marciano, no? —dijo de pronto.
—Como a una marciana, más bien —dijo Santiago—. Qué te importa.
Sí le importó, Zavalita. Al tocar el timbre de la casa, la sintió buscar su brazo, la vio protegerse el peinado con la mano libre. Era absurdo, qué hacían aquí, por qué tenían que pasar ese examen: habías sentido furia, Zavalita. Ahí estaba la Teté, vestida de fiesta en el umbral, saltando. Besó a Santiago, abrazó y besó a Ana, decía cosas, daba grititos, y ahí estaban los ojitos de la Teté, como un minuto después los ojitos del Chispas y los ojos de los papás, buscándola, trepanándola, autopsiándola. Entre las risas, chillidos y abrazos de la Teté, ahí estaban ese par de ojos. La Teté cogió del brazo a cada uno, cruzó con ellos el jardín sin dejar un segundo de hablar, arrastrándolos en su remolino de exclamaciones y preguntas y felicidades, y lanzando siempre las inevitables, veloces miradas de soslayo hacia Ana que se tropezaba. Toda la familia esperaba reunida en la sala. El Tribunal, Zavalita. Ahí estaba: incluso Popeye, incluso Cary, la novia de Chispas, todos de fiesta. Cinco pares de fusiles, piensa, apuntando y disparando al mismo tiempo contra Ana. Piensa: la cara de la mamá. No la conocías bien a la mamá, Zavalita, creías que tenía más dominio de sí misma, más mundo, que se gobernaba mejor. Pero no disimuló ni su contrariedad ni su estupor ni su desilusión; sólo su cólera, al principio y a medias. Fue la última en acercarse a ellos, como un penitente que arrastra cadenas, lívida. Besó a Santiago murmurando algo que no entendiste —le temblaba el labio, piensa, le habían crecido los ojos— y después y con esfuerzo se volvió hacia Ana que estaba abriendo los brazos. Pero ella no la abrazó ni le sonrió; se inclinó apenas, rozó con su mejilla la de Ana y se apartó al instante: hola, Ana. Endureció todavía más la cara, se volvió hacia Santiago y Santiago miró a Ana: había enrojecido de golpe y ahora don Fermín trataba de arreglar las cosas. Se había precipitado hacia Ana, así que ésta era su nuera, la había abrazado de nuevo, éste el secreto que les tenía escondido el flaco. El Chispas abrazó a Ana con una sonrisa de hipopótamo y a Santiago le dio un palmazo en la espalda exclamando cortado qué guardadito te lo tenías. También en él aparecía a ratos la misma expresión embarazada y funeral que ponía don Fermín cuando descuidaba su cara un segundo y olvidaba sonreír. Sólo Popeye parecía divertido y a sus anchas. Menudita, rubiecita, con su voz de pito y su vestido negro de crepé, Cary había comenzado a hacer preguntas antes de que se sentaran, con una risita inocente que escarapelaba. Pero la Teté se había portado bien, Zavalita, hecho lo imposible por rellenar los vacíos con púas de la conversación, por endulzar el trago amargo que la mamá, queriendo o sin querer, le hizo pasar a Ana esas dos horas. No le había dirigido la palabra ni una vez y cuando don Fermín, angustiosamente jocoso, abrió una botella de champagne y trajeron bocaditos, olvidó pasarle a Ana la fuente de palitos de queso. Y había permanecido tiesa y desinteresada —el labio siempre temblándole, las pupilas dilatadas y fijas—, cuando Ana, acosada por Cary y la Teté, explicó, equivocándose y contradiciéndose, cómo y dónde se habían casado. En privado, sin partes, sin fiesta, qué locos, decía la Teté, y Cary qué sencillo, qué bonito, y miraba al Chispas. A ratos, como recordando que debía hacerlo, don Fermín salía de su mutismo con un pequeño sobresalto, se adelantaba en el asiento y decía algo cariñoso a Ana. Qué incómodo se lo notaba, Zavalita, qué trabajo le costaba esa naturalidad, esa familiaridad. Habían traído más bocaditos, don Fermín sirvió una segunda copa de champagne, y en los segundos que bebían había un fugaz alivio en la tensión. De reojo, Santiago veía el empeño de Ana por tragar los bocaditos que le pasaba la Teté, y respondía como podía a las bromas —cada vez más tímidas, más falsas— que le hacía Popeye. Parecía que el aire se fuera a encender, piensa, que una fogata fuera a aparecer en medio del grupo. Imperturbable, con tenacidad, con salud, Cary metía la pata a cada instante. Abría la boca, ¿en qué colegio estudiaste, Ana?, y condensaba la atmósfera, ¿el María Parado de Bellido era un colegio nacional, no?, y añadía tics y temblores, ¡ah, había estudiado enfermería!, a la cara de la mamá, ¿pero no para voluntaria de la Cruz Roja sino como profesión? Así que sabías poner inyecciones Ana, así que habías trabajado en La Maison de Santé y en el Hospital Obrero de Ica. Ahí la mamá, Zavalita, pestañeando, mordiéndose el labio, revolviéndose en el asiento como si fuera un hormiguero. Ahí el papá, la mirada en la punta del zapato, escuchando, alzando la cabeza y porfiando por sonreír contigo y con Ana. Encogida en el asiento, una tostada con anchoas bailando entre sus dedos, Ana miraba a Cary como un atemorizado alumno al examinador. Un momento después se levantó, fue hacia la Teté y le habló al oído en medio de un silencio eléctrico. Claro, dijo la Teté, ven conmigo. Se alejaron, desaparecieron en la escalera, y Santiago miró a la señora Zoila. No decía nada todavía, Zavalita. Tenía el ceño fruncido, su labio temblaba, te miraba. Pensabas no le va a importar que estén aquí Popeye y Cary, piensa, es más fuerte que ella, no se va a aguantar.
—¿No te da vergüenza? —su voz era dura y profunda, los ojos se le enrojecían, hablaba y se retorcía las manos—. ¿Casarte así, a escondidas, así? ¿Hacerles pasar esta vergüenza a tus padres, a tus hermanos?
Don Fermín seguía cabizbajo, absorto en sus zapatos, y a Popeye se le había cristalizado la sonrisa y parecía idiota. Cary miraba a uno y a otro, descubriendo que ocurría algo, preguntando con los ojos qué pasa, y el Chispas había cruzado los brazos y observaba a Santiago con severidad.
—Éste no es el momento, mamá —dijo Santiago—. Si hubiera sabido que te ibas a poner así, no venía.
—Hubiera preferido mil veces que no vinieras —dijo la señora Zoila, alzando la voz—. ¿Me oyes, me oyes? Mil veces no verte más que casado así, pedazo de loco.
—Cállate, Zoila —don Fermín la había cogido del brazo, Popeye y el Chispas miraban asustados hacia la escalera, Cary había abierto la boca—. Hija, por favor.
—¿No ves con quién se ha casado? —sollozó la señora Zoila—. ¿No te das cuenta, no ves? ¿Cómo voy a aceptar, cómo voy a ver a mi hijo casado con una que puede ser su sirvienta?
—Zoila, no seas idiota —pálido también él, Zavalita, aterrorizado también él—. Qué estupideces dices, hija. La chica te va a oír. Es la mujer de Santiago, Zoila.
La voz enronquecida y atolondrada del papá, Zavalita, los esfuerzos de él y del Chispas por calmar, callar a la mamá que sollozaba a gritos. La cara de Popeye estaba pecosa y granate, Cary se había acurrucado en el asiento como si hiciera un frío polar.
—No la vas a ver nunca más pero ahora cállate, mamá —dijo Santiago, por fin—. No te permito que la insultes. Ella no te ha hecho nada y...
—¿No me ha hecho nada, nada? —rugió la señora Zoila, tratando de zafarse del Chispas y de don Fermín—. Te engatusó, te volteó la cabeza ¿y esa huachafita no me ha hecho nada?
Uno mexicano, piensa, uno de esos que te gustan. Piensa: sólo faltaron mariachis y charros, amor. El Chispas y don Fermín se habían llevado por fin a la señora Zoila casi a rastras hacia el escritorio y Santiago estaba de pie. Mirabas la escalera, Zavalita, ubicabas el baño, calculabas la distancia: sí, había oído. Ahí estaba esa indignación que no sentías hacía años, ese odio santo de los tiempos de Cahuide y la revolución, Zavalita. Adentro se oían los gemidos de la mamá, la desolada voz recriminatoria del papá. El Chispas había regresado a la sala un momento después, congestionado, increíblemente furioso:
—Le has hecho dar un vahído a la mamá —él furioso, piensa, el Chispas furioso, el pobre Chispas furioso—. No se puede vivir en paz aquí por tus locuras, parece que no tuvieras otra cosa que hacer que darles colerones a los viejos.
—Chispas, por favor —pió Cary, levantándose—. Por favor, por favor, Chispas.
—No pasa nada, amor —dijo el Chispas—. Sino que este loco siempre hace las cosas mal. El papá tan delicado y éste...
—A la mamá le puedo aguantar ciertas cosas pero no a ti —dijo Santiago—. No a ti, Chispas, te advierto.
—¿Me adviertes a mí? —dijo el Chispas, pero ya Cary y Popeye lo habían sujetado y lo hacían retroceder: ¿de qué se ríe, niño?, dice Ambrosio. No te reías, Zavalita, mirabas la escalera y oías a tu espalda la estrangulada voz de Popeye: no se calienten hombre, ya pasó hombre. ¿Estaba llorando y por eso no bajaba, subías a buscarla o esperabas? Aparecieron por fin en lo alto de la escalera y la Teté miraba como si hubiera fantasmas o demonios en la sala, pero tú te habías portado soberbiamente corazón, piensa, mejor que María Félix en ésa, que Libertad Lamarque en esa otra. Bajó la escalera despacio, agarrada al pasamano, mirando sólo a Santiago, y al llegar dijo con voz firme:
—¿Ya es tarde, no? ¿Ya tenemos que irnos, no amor?
—Sí —dijo Santiago—. Aquí en el óvalo conseguiremos un taxi.
—Nosotros los llevamos —dijo Popeye, casi gritando—. ¿Los llevamos, no Teté?
—Claro —balbuceó la Teté—. Como paseando.
Ana dijo hasta luego, pasó junto al Chispas y Cary sin darles la mano, y caminó rápidamente hacia el jardín, seguida por Santiago, que no se despidió. Popeye se adelantó a ellos a saltos para abrir la puerta de calle y dejar pasar a Ana; luego corrió como si lo persiguieran y trajo su carro y se bajó de un brinco a abrirle la puerta a Ana: pobre pecoso. Al principio no hablaron. Santiago se puso a fumar, Popeye a fumar, muy derecha en el asiento Ana miraba por la ventanilla.
—Ya sabes, Ana, llámame por teléfono —dijo la Teté, con la voz todavía estropeada, cuando se despidieron en la puerta de la pensión—. Para que te ayude a buscar departamento, para cualquier cosa.
—Claro —dijo Ana—. Para que me ayudes a buscar departamento, listo.
—Tenemos que salir los cuatro juntos, flaco —dijo Popeye, sonriendo con toda la boca y pestañeando con furia—. A comer, al cine. Cuando ustedes quieran, hermano.
—Claro, por supuesto —dijo Santiago—. Te llamo un día de éstos, pecoso.
En el cuarto, Ana se puso a llorar tan fuerte que doña Lucía vino a preguntar qué pasaba. Santiago la calmaba, le hacía cariños, le explicaba y Ana por fin se había secado los ojos. Entonces comenzó a protestar y a insultarlos: no iba a verlos nunca más, los detestaba, los odiaba. Santiago le daba la razón: sí corazón, claro amor. No sabía por qué no había bajado y la había cacheteado a la vieja esa, a la vieja estúpida esa: sí corazón. Aunque fuera tu madre, aunque fuera mayor, para que aprendiera a decirle huachafa, para que viera: claro amor.
—ESTÁ BIEN —dijo Ambrosio—. Ya me lavé, ya estoy limpio.
—Está bien —dijo Queta—. ¿Qué fue lo que pasó? ¿No estaba yo en esa fiestecita?
—No —dijo Ambrosio—. Iba a ser una fiestecita y no fue. Pasó algo y muchos invitados no se presentaron. Sólo tres o cuatro, y entre ellos, él. La señora estaba furiosa, me han hecho un desaire decía.
—La loca se cree que Cayo Mierda da esas fiestecitas para que ella se divierta —dijo Queta—. Las da para tener contentos a sus compinches.
Estaba echada en la cama, boca arriba como él, los dos ya vestidos, los dos fumando. Arrojaban la ceniza en una cajita de fósforos vacía que él tenía sobre el pecho; el cono de luz caía sobre sus pies, sus caras estaban en la sombra. No se oía música ni conversaciones; sólo, de rato en rato, el remoto quejido de una cerradura o el paso rugiente de un vehículo por la calle.
—Ya me había dado cuenta que esas fiestecitas son interesadas —dijo Ambrosio—. ¿Usted cree que a la señora la tiene sólo por eso? ¿Para que agasaje a sus amigos?
—No sólo por eso —se rió Queta, con una risita pausada e irónica, mirando el humo que arrojaba—. También porque la loca es guapa y le aguanta sus vicios. ¿Qué fue lo que pasó?
—También se los aguanta usted —dijo él, respetuosamente, sin ladearse a mirarla.
—¿Yo se los aguanto? —dijo Queta, despacio; esperó unos segundos, mientras apagaba la colilla, y se volvió a reír, con la misma lenta risa burlona—. También los tuyos ¿no? Te cuesta caro venir a pasar un par de horas aquí ¿no?
—Más me costaba en el bulín —dijo Ambrosio; y añadió, como en secreto—. Usted no me cobra el cuarto.
—Pues a él le cuesta muchísimo más que a ti ¿ves? —dijo Queta—. Yo no soy lo mismo que ella. La loca no lo hace por plata, no es interesada. Tampoco porque lo quiera, claro. Lo hace porque es inocente. Yo soy como la segunda dama del Perú, Quetita. Aquí vienen embajadores, ministros. La pobre loca. Parece que no se diera cuenta que van a San Miguel como al burdel. Cree que son sus amigos, que van por ella.
—Don Cayo sí se da cuenta —murmuró Ambrosio—. No me consideran su igual estos hijos de puta, dice. Me lo dijo un montón de veces cuando trabajaba con él. Y que lo adulan porque lo necesitan.
—El que los adula es él —dijo Queta, y sin transición—: ¿Qué fue, cómo pasó? Esa noche, en esa fiestecita.
—Yo lo había visto ahí varias veces —dijo Ambrosio, y hubo un cambio ligerísimo en su voz: una especie de fugitivo movimiento retráctil—. Sabía que se tuteaba con la señora, por ejemplo. Desde que comencé con don Cayo su cara me era conocida. Lo había visto veinte veces, quizás. Pero creo que él nunca me había visto a mí. Hasta esa fiestecita, esa vez.
—¿Y por qué te hicieron entrar? —se distrajo Queta—. ¿Te habían hecho entrar a alguna fiestecita otra vez?
—Sólo una vez, esa vez —dijo Ambrosio—. Ludovico estaba enfermo y don Cayo lo había mandado a dormir. Yo estaba en el auto, sabiendo que me daría un sentanazo de toda la noche, y en eso salió la señora y me dijo ven a ayudar.
—¿La loca? —dijo Queta, riéndose—. ¿A ayudar?
—A ayudar de verdad, la habían botado a la muchacha, o se había ido o algo —dijo Ambrosio—. Ayudar a pasar platos, a abrir botellas, a sacar más hielo. Yo nunca había hecho eso, imagínese —se calló, se rió—. Ayudé pero mal. Rompí dos vasos.
—¿Quiénes estaban? —dijo Queta—. ¿La China, Lucy, Carmincha? ¿Cómo ninguna se dio cuenta?
—No conozco sus nombres —dijo Ambrosio—. No, no había mujeres. Sólo tres o cuatro hombres. Y a él yo lo había estado viendo, en esas entradas con el hielo o los platos. Se tomaba sus tragos pero no perdía los estribos, como los otros. No se emborrachó. O no parecía.
—Es elegante, las canas le sientan —dijo Queta—. Debe haber sido buen mozo de joven. Pero tiene algo que fastidia. Se cree un emperador.
—No —insistió Ambrosio, con firmeza—. No hacía ninguna locura, no se disforzaba. Se tomaba sus copas y nada más. Yo lo estaba viendo. No, no se cree nada. Yo lo conozco, yo sé.
—Pero qué te llamó la atención —dijo Queta—. Qué tenía de raro que te mirara.
—Nada de raro —murmuró Ambrosio, como excusándose. Su voz se había apagado y era íntima y densa. Explicó despacio—: Me habría mirado antes cien veces, pero de repente me pareció que se dio cuenta que me estaba mirando. Ya no más como a una pared. ¿Ve?
—La loca estaría cayéndose, no se dio cuenta —se distrajo Queta—. Se quedó asombrada cuando supo que te ibas a trabajar con él. ¿Estaba cayéndose?
—Yo entraba a la sala y sabía que ahí mismo se ponía a mirarme —susurró Ambrosio—. Tenía los ojos medio riendo, medio brillando. Como si estuviera diciéndome algo. ¿Ve?
—¿Y todavía no te diste cuenta? —dijo Queta—. Te apuesto que Cayo Mierda sí.
—Me di cuenta que era rara esa manera de mirar —murmuró Ambrosio—. Por lo disimulada. Levantaba el vaso, para que don Cayo creyera que iba a tomar un trago, y yo me daba cuenta que no era para eso. Me ponía los ojos encima y no me los quitaba hasta que salía del cuarto.
Queta se echó a reír y él se calló al instante. Esperó, inmóvil, que ella dejara de reír. Ahora fumaban de nuevo los dos, tumbados de espalda, y él había posado su mano sobre la rodilla de ella. No la acariciaba, la dejaba descansar ahí, tranquila. No hacía calor, pero en el segmento de piel desnuda en que se tocaban sus brazos, había brotado el sudor. Se oyó una voz en el pasillo, alejándose. Luego un auto de motor quejumbroso. Queta miró el reloj del velador: eran las dos.
—En una de ésas le pregunté si le servía más hielo —murmuró Ambrosio—. Ya se habían ido los otros invitados, la fiesta se estaba acabando, sólo quedaba él. No me contestó nada. Cerró y abrió los ojos de una manerita difícil de explicar. Medio desafiadora, medio burlona. ¿Ve?
—¿Y no te habías dado cuenta? —insistió Queta—. Eres tonto.
—Soy —dijo Ambrosio—. Pensé se está haciendo el borracho, pensé a lo mejor está y quiere divertirse a mi costa. Yo me había tomado mis tragos en la cocina y pensé a lo mejor estoy borracho y me parece. Pero la próxima vez que entraba decía no, qué le pica. Serían las dos, las tres, qué sé yo. Entré a cambiar un cenicero, creo. Ahí me habló.
—Siéntate aquí un rato —dijo don Fermín—. Tómate un trago con nosotros.
—No era una invitación sino casi una orden —murmuró Ambrosio—. No sabía mi nombre. A pesar de que se lo habría oído a don Cayo cien veces, no lo sabía. Después me contó.
Queta se echó a reír, él se calló y esperó. Un aura de luz llegaba a la silla y alumbraba las ropas mezcladas de él. El humo planeaba sobre ellos, dilatándose, deshaciéndose en sigilosos ritmos curvos. Pasaron dos autos seguidos y veloces como haciendo carreras.
—¿Y ella? —dijo Queta, riéndose ya apenas—. ¿Y Hortensia?
Los ojos de Ambrosio revolotearon en un mar de confusión: don Cayo no parecía disgustado ni asombrado. Lo miró un instante serio y luego le hizo con la cabeza que sí, hazle caso, siéntate. El cenicero danzaba tontamente en la mano alzada de Ambrosio.
—Se había quedado dormida —dijo Ambrosio—. Echada en el sillón. Habría tomado muchísimo. Me sentí mal ahí, sentado en la puntita de la silla. Raro, avergonzado, mal.
Se frotó las manos, y por fin, con una solemnidad ceremoniosa, dijo salud sin mirar a nadie y bebió. Queta se había vuelto para verle la cara: tenía los ojos cerrados, los labios juntos y transpiraba.
—A este paso te nos vas a marear —se echó a reír don Fermín—. Anda, sírvete otro trago.
—Jugando contigo como el gato con el ratón —murmuró Queta, con asco—. A ti te gusta eso, ya me he dado cuenta. Ser el ratón. Que te pisen, que te traten mal. Si yo no te hubiera tratado mal no te pasarías la vida juntando plata para subir aquí a contarme tus penas. ¿Tus penas? Las primeras veces creía que sí, ahora ya no. A ti todo lo que te pasa te gusta.
—Sentado ahí, como a un igual, dándome trago —dijo él, con el mismo opaco, enrarecido, ido tono de voz—. Parecía que a don Cayo no le importaba o se hacía el que no. Y él no dejaba que me fuera. ¿Ve?
—Dónde vas tú, quieto ahí —bromeó, ordenó por décima vez don Fermín—. Quieto ahí, dónde vas tú.
—Estaba diferente de todas las veces que lo había visto —dijo Ambrosio—. Esas que él no me había visto a mí. Por su manera de mirar y también de hablar. Hablaba sin parar, de cualquier cosa, y, de repente, decía una lisura. Él que se lo veía tan educado y con ese aspecto de...
Dudó y Queta ladeó un poco la cabeza para observarlo: ¿aspecto de?
—De un gran señor —dijo Ambrosio muy rápido—. De presidente, qué sé yo.
Queta lanzó una risita curiosa e impertinente, regocijada, se desperezó y, al hacerlo, su cadera rozó la de él: sintió que instantáneamente la mano de Ambrosio se animaba sobre su rodilla, que avanzaba bajo la falda y tentaba con ansiedad su muslo, que lo pesaba de arriba abajo, de abajo arriba, a todo lo que daba su brazo. No lo riñó, no lo paró y escuchó su propia risita regocijada otra vez.
—Te estaba ablandando con trago —dijo—. ¿Y la loca, y ella?
Ella levantaba la cabeza de rato en rato igual que si saliera del agua, miraba la sala con extraviados ojos húmedos sonámbulos, cogía su vaso y se lo llevaba a la boca y bebía, murmuraba algo incomprensible y se sumergía otra vez. ¿Y Cayo Mierda, y él? Él bebía con regularidad, participaba con monosílabos en la conversación y se portaba como si fuera la cosa más natural que Ambrosio estuviera sentado ahí bebiendo con ellos.
—Así se pasaba el rato —dijo Ambrosio: su mano se sosegó, volvió a la rodilla—. Los tragos me quitaron la vergüenza y ya le soportaba su miradita y le contestaba sus bromas. Sí me gusta el whisky, don, claro que no es la primera vez que tomo whisky, don.
Pero ahora don Fermín no lo escuchaba o parecía que no: lo tenía retratado en los ojos, Ambrosio los miraba y se veía ¿veía? Queta asintió, y, de repente, don Fermín tomó apurado el conchito de su vaso y se paró: estaba cansado, don Cayo, era hora de irse. Cayo Bermúdez también se levantó:
—Que lo lleve Ambrosio, don Fermín —dijo, recogiendo un bostezo en su puño cerrado—. No necesito el auto hasta mañana.
—Quiere decir que no sólo sabía —dijo Queta, moviéndose—. Por supuesto, por supuesto. Quiere decir que Cayo Mierda preparó todo eso.
—No sé —la cortó Ambrosio, volteándose, la voz de repente agitada, mirándola. Hizo una pausa, volvió a tumbarse de espaldas—. No sé si sabía, si lo preparó. Quisiera saber. Él dice que tampoco sabe. ¿A usted no le ha?
—Sabe ahora, eso es lo único que yo sé —se rió Queta—. Pero ni yo ni la loca le hemos podido sonsacar si lo preparó. Cuando quiere, es una tumba.
—No sé —repitió Ambrosio. Su voz se hundió en un pozo y renació debilitada y turbia—. Él tampoco sabe. A veces dice sí, tiene que saber; otras no, puede que no sepa. Yo lo he visto ya bastantes veces a don Cayo y nunca me ha hecho notar que sepa.
—Estás completamente loco —dijo Queta—. Claro que ahora sabe. Ahora quién no.
Los acompañó hasta la calle, ordenó a Ambrosio mañana a las diez, dio la mano a don Fermín y regresó a la casa cruzando el jardín. Ya estaba por amanecer, había unas rayitas azules atisbando en el cielo y los policías de la esquina murmuraron buenas noches con unas voces estropeadas por el desvelo y los cigarrillos.
—Y ahí otra cosa más rara —susurró Ambrosio—. No se sentó atrás, como le correspondía, sino junto a mí. Ahí sospeché ya, pero no podía creer que fuera cierto. No podía ser, tratándose de él.
—Tratándose de él —deletreó Queta, con asco. Se ladeó—: ¿Por qué eres tú tan servil, tan?
—Pensé es para demostrarme un poco de amistad —susurró Ambrosio—. Adentro te traté como a un igual, ahora te sigo tratando lo mismo. Pensé algunos días le dará por el criollismo, por tutearse con el pueblo. No, no sé qué pensé.
—Sí —dijo don Fermín, cerrando la puerta con cuidado y sin mirarlo—. Vamos a Ancón.
—Le vi su cara y parecía el de siempre, tan elegante, tan decente —dijo quejumbrosamente Ambrosio—. Me puse muy nervioso ¿ve? ¿A Ancón dijo, don?
—Sí, a Ancón —asintió don Fermín, mirando por la ventanilla el poquito de luz del cielo—. ¿Tienes bastante gasolina?
—Yo sabía donde vivía, lo había llevado una vez desde la oficina de don Cayo —se quejó Ambrosio—. Arranqué y en la avenida Brasil me atreví a preguntarle. ¿No va a su casa de Miraflores, don?
—No, voy a Ancón —dijo don Fermín, mirando ahora adelante; pero un momento después se volvió a mirarlo y era otra persona ¿ve?—. ¿Tienes miedo de ir solo conmigo hasta Ancón? ¿Tienes miedo de que te pase algo en la carretera?
—Y se echó a reír —susurró Ambrosio—. Y yo también, pero no me salía. No podía. Estaba muy nervioso, ya sabía.
Queta no se rió: se había ladeado, apoyado en su brazo y lo miraba. Él seguía de espaldas, inmóvil, había dejado de fumar y su mano yacía muerta sobre su rodilla desnuda. Pasó un auto, un perro ladró. Ambrosio había cerrado los ojos y respiraba con las narices muy abiertas. Su pecho subía y bajaba lentamente.
—¿Era la primera vez? —dijo Queta—. ¿Antes nunca nadie te había?
—Sí, sentía miedo —se quejó él—. Subí por Brasil, por Alfonso Ugarte, crucé el Puente del Ejército y los dos callados. Sí, la primera vez. No había ni un alma en las calles. En la carretera tuve que poner las luces altas porque había neblina. Estaba tan nervioso que empecé a acelerar. De repente vi la aguja en noventa, en cien ¿ve? Fue ahí. Pero no choqué.
—Ya apagaron las luces de la calle —se distrajo un instante Queta, y volvió—: ¿Sentiste qué?
—Pero no choqué, no choqué —repitió él con furia, estrujando la rodilla—. Sentí que me desperté, sentí que, pero pude frenar.
De golpe, como si en la mojada carretera hubiera surgido un intempestivo camión, un burro, un árbol, un hombre, el auto patinó chirriando salvajemente y chicoteó a derecha e izquierda y zigzagueó, pero sin salirse de la carretera. Brincando, crujiendo, recuperó el equilibrio cuando pareció que se volcaba y ahora Ambrosio disminuyó la velocidad, temblando.
—¿Usted cree que con el frenazo, con la patinada me soltó? —se quejó Ambrosio, vacilando—. La mano seguía aquí, así.
—Quién te ordenó parar —dijo la voz de don Fermín—. He dicho a Ancón.
—Y la mano ahí, aquí —susurró Ambrosio—. Yo no podía pensar y arranqué de nuevo y no sé. No sé ¿ve? De repente otra vez noventa, cien en la aguja. No me había soltado. La mano seguía así.
—Te caló apenas te vio —murmuró Queta, echándose de espaldas—. Una ojeada y vio que te haces humo si te tratan mal. Te vio y se dio cuenta que si te ganan la moral te vuelves un trapo.
—Pensaba voy a chocar y aumentaba la velocidad —se quejó Ambrosio, jadeando—. La aumentaba ¿ve?
—Se dio cuenta que te morirías de miedo —dijo Queta con sequedad, sin compasión—. Que no harías nada, que contigo podía hacer lo que quería.
—Voy a chocar, voy a chocar —jadeó Ambrosio—. Y hundía el pie. Sí, tenía miedo ¿ve?
—Tenías miedo porque eres un servil —dijo Queta con asco—. Porque él es blanco y tú no, porque él es rico y tú no. Porque estás acostumbrado a que hagan contigo lo que quieran.
—La cabeza me daba sólo para eso —susurró Ambrosio, más agitado—. Si no me suelta voy a chocar. Y su mano aquí, así. ¿Ve? Así hasta Ancón.
AMBROSIO HABÍA vuelto de Transportes Morales con una cara que Amalia inmediatamente había pensado le fue mal. No le había preguntado nada. Lo había visto cruzar a su lado silencioso y sin mirarla, salir a la huerta, sentarse en la silleta desfondada, sacarse los zapatos, prender un cigarrillo rascando el fósforo con ira y ponerse a mirar la hierba con ojos asesinos.
—Esa vez no hubo chifita ni cerveciolas —dice Ambrosio—. Entré a su oficina y ahí nomás me aguantó con un gesto que quería decir estás salmuera, negro.
Además se había llevado el índice de la mano derecha al cogote y serruchado, y luego a la sien y disparado: pum, Ambrosio. Pero sin dejar de sonreír con su cara ancha y sus saltones ojos experimentados. Se abanicaba con un periódico: mal negro, pura pérdida. Casi no se habían vendido ataúdes y estos dos últimos meses él había tenido que pagar de su bolsillo el alquiler del local, el sueldito del idiota y lo que se debía a los carpinteros: ahí estaban los recibitos. Ambrosio los había manoseado sin verlos, Amalia, y se había sentado frente al escritorio: qué malas noticias le daba, don Hilario.
—Malísimas —había reconocido él—. El momento está tan malo para los negocios que la gente no tiene plata ni para morirse.
—Voy a decirle una cosa, don Hilario —había dicho Ambrosio, después de un momento, con todo respeto—. Fíjese, seguro usted tiene razón. Seguro que dentro de poco el negocio dará ganancias.
—Segurísimo —había dicho don Hilario—. El mundo es de los pacientes.
—Pero yo ando mal de plata y mi mujer espera otro hijo —había continuado Ambrosio—. Así que aunque quisiera tener paciencia, no puedo.
Una sonrisita intrigada y sorprendida había redondeado la cara de don Hilario, que seguía abanicándose con una mano y había empezado a hurgarse el diente con la otra: dos hijos no era nada, lo bravo era llegar a la docena como él, Ambrosio.
—Así que voy a dejarle Ataúdes Limbo para usted solito —había explicado Ambrosio—. Prefiero que me devuelva mi parte. Para trabajarla por mi cuenta, don. A ver si tengo más suerte.
Entonces había empezado con sus cocorocós, Amalia, y Ambrosio se había callado, como para concentrarse mejor en la matanza de todo lo que estaba cerca: la hierba, los árboles, Amalita Hortensia, el cielo. No se había reído. Había observado a don Hilario que se estremecía en su silla, abanicándose de prisa, y esperado con parsimoniosa seriedad que dejara de reírse.
—¿Así que creías que era una cuenta de ahorro? —había tronado al fin, secándose la transpiración de la frente, y la risa lo había vencido de nuevo—. ¿Que uno ponía y sacaba la plata cuando quería?
—Cocorocó, quiquiriquí —dice Ambrosio—. Lloró de risa, se puso colorado de risa, se cansó de reírse. Y yo esperando, tranquilo.
—No es tontería ni viveza pero no sé qué es —había golpeado la mesa don Hilario, congestionado y húmedo—. Dime qué es lo que crees que soy. ¿Cojudo, imbécil, qué soy yo?
—Primero se ríe, después se enoja —había dicho Ambrosio—. No sé qué le pasa a usted, don.
—Si te digo que el negocio se hunde ¿qué cosa es lo que se está hundiendo? —se había hasta puesto a hacer adivinanzas, Amalia, y había mirado a Ambrosio con lástima—. Si tú y yo ponemos en un bote quince mil soles cada uno y el bote se hunde en el río ¿qué cosa es lo que se hunde con el bote?
—Ataúdes Limbo no se ha hundido —había afirmado Ambrosio—. Ahí sigue enterita frente a mi casa.
—¿Quieres venderla, traspasarla? —había preguntado don Hilario—. Yo encantado, ahora mismo. Sólo tienes que encontrar un manso que quiera cargar con el muerto. No alguien que te dé los treinta mil que metimos, eso ni un loco. Alguien que la acepte regalada y quiera hacerse cargo del idiota y lo que se debe a los carpinteros.
—¿Quiere decir que nunca más voy a ver ni un sol de los quince mil que le di? —había dicho Ambrosio.
—Alguien que al menos me devuelva la plata extra que te he adelantado —había dicho don Hilario—. Mil doscientos ya, aquí están los recibitos. ¿O ya ni te acordabas?
—Quéjate a la policía, denúncialo —había dicho Amalia—. Que lo obliguen a devolverte tu plata.
Esa tarde, mientras Ambrosio fumaba un cigarrillo tras otro, instalado en la silla desfondada, Amalia había sentido ese inubicable escozor, esos vacíos ácidos en la boca del estómago de sus peores momentos con Trinidad: ¿iban a comenzar otra vez las desgracias aquí? Habían comido mudos y luego se había presentado doña Lupe a conversar, pero al verlos tan serios se había despedido al ratito. En la noche, acostados, Amalia le había preguntado qué vas a hacer. No sabía todavía, Amalia, estaba pensando. Al día siguiente, Ambrosio había partido tempranito, sin llevarse el fiambre para el viaje. Amalia había sentido náuseas y cuando entró doña Lupe, a eso de las diez, la había encontrado vomitando. Estaba contándole lo que pasaba cuando había llegado Ambrosio: pero cómo, ¿no se había ido a Tingo? No, El Rayo de la Montaña estaba en reparación en el garaje. Había ido a sentarse a la huerta, pasado toda la mañana allí, pensando. Al mediodía Amalia lo había llamado a almorzar y estaban comiendo cuando había entrado el hombre casi corriendo. Se había cuadrado delante de Ambrosio que no había atinado ni a pararse: don Hilario.
—Esta mañana has estado desparramando insolencias por el pueblo —morado de cólera, doña Lupe, alzando tanto la voz que Amalita Hortensia se había despertado llorando—. Diciendo en la plaza que Hilario Morales te robó tu plata.
Amalia había sentido que le volvían las náuseas del desayuno. Ambrosio no se había movido: ¿por qué no se paraba, por qué no le contestaba? Nada, había seguido sentado, mirando al hombre gordito que rugía.
—Además de tonto, eres desconfiado y deslenguado —gritando, gritando—. ¿Así que le has dicho a la gente que me vas a ajustar las clavijas con la policía? Está bien, las cosas claras. Levántate, vamos de una vez.
—Estoy comiendo —había murmurado Ambrosio, apenas—. Adónde quiere que vaya, don.
—A la policía —había bramado don Hilario—. A hacer las cuentas delante del mayor. A ver quién le debe plata a quién, malagradecido.
—No se ponga así, don Hilario —le había rogado Ambrosio—. Le han ido a contar mentiras. Cómo va a creerles a los chismosos. Siéntese, don, permítame ofrecerle una cervecita.
Amalia había mirado a Ambrosio, asombrada: le sonreía, le ofrecía la silla. Se había parado de un salto, corrido a la huerta y vomitado sobre las yucas. Desde ahí, había oído a don Hilario: no estaba para cervecitas, había venido a poner los puntos sobre la íes, que se levantara, vamos a ver al mayor. Y la voz de Ambrosio, rebajándose y adulándolo cada vez más: cómo iba a desconfiar de él, don, sólo se había lamentado de la mala suerte, don.
—Entonces, en el futuro nada de amenazas ni de habladurías —había dicho don Hilario, calmándose un poco—. Cuidadito con ir por ahí ensuciando mi apellido.
Amalia lo había visto dar media vuelta, ir hasta la puerta, volverse y dar un grito más: no quería verlo más por la empresa, no quería tener de chofer a un malagradecido como tú, podía pasar el lunes a cobrar. Sí, ya habían comenzado de nuevo. Pero había sentido más cólera contra Ambrosio que contra don Hilario y entrado al cuarto corriendo:
—Por qué te dejaste tratar así, por qué te achicaste así. Por qué no fuiste a la policía y lo acusaste.
—Por ti —había dicho Ambrosio, mirándola con pena—. Pensando en ti. ¿Ya te olvidaste? ¿Ya ni te acuerdas por qué estamos en Pucallpa? No fui a la policía por ti, me achiqué por ti.
Ella se había puesto a llorar, le había pedido perdón y en la noche había vomitado de nuevo.
—Me dio seiscientos soles de indemnización —dice Ambrosio—. Con eso duramos no sé cómo un mes. Me las pasé buscando trabajo. En Pucallpa es más fácil encontrar oro que trabajo. Por fin conseguí un trabajito de hambre, como colectivero a Yarinacocha. Y al tiempo vino el puntillazo, niño.