VI
¿ESOS PRIMEROS meses de matrimonio sin ver a los viejos ni a tus hermanos, casi sin saber de ellos, habías sido feliz, Zavalita? Meses de privaciones y de deudas, pero se te han olvidado y los malos periodos nunca se olvidan, piensa. Piensa: a lo mejor habías sido, Zavalita. A lo mejor esa monotonía con estrecheces era la felicidad, esa discreta falta de convicción y de exaltación y de ambición, a lo mejor era esa suave mediocridad en todo. Hasta en la cama, piensa. Desde el principio la pensión les resultó incómoda. Doña Lucía había aceptado que Ana utilizara la cocina a condición que no interfiriera en sus horarios, de modo que Ana y Santiago tenían que almorzar y comer muy temprano o tardísimo. Luego Ana y doña Lucía comenzaron a discutir por el cuarto de baño y la mesa de planchar, el uso de plumeros y escobas y el desgaste de las cortinas y sábanas. Ana había intentado volver a La Maison de Santé, pero no había vacante y debieron pasar dos o tres meses antes de que encontrara un empleo de medio turno en la Clínica Delgado. Entonces empezaron a buscar departamento. Al regresar de La Crónica, Santiago encontraba a Ana despierta, revisando los avisos clasificados, y mientras él se desvestía ella le contaba sus gestiones y andanzas. Era su felicidad, Zavalita: marcar los avisos, llamar por teléfono, preguntar y regatear, visitar cinco o seis al salir de la clínica. Y, sin embargo, había sido Santiago el que encontró casualmente la quinta de los duendes de Porta. Había ido a entrevistar a alguien que vivía en Benavides, y, al subir hacia la Diagonal, la descubrió. Ahí estaba: la fachada rojiza, las casitas pigmeas alineadas en torno al pequeño rectángulo de grava, sus ventanitas con rejas y sus voladizos y sus matas de geranios. Había un aviso: se alquilan departamentos. Habían vacilado, ochocientos era mucho. Pero ya estaban hartos de la incomodidad de la pensión y las disputas con doña Lucía y lo tomaron. Habían ido poblando poco a poco los dos cuartitos vacíos, con muebles baratos que pagaban a plazos.
Si Ana tenía su turno en la Clínica Delgado en la mañana, Santiago al despertar a mediodía encontraba el desayuno listo para calentarlo. Se quedaba leyendo hasta que fuera hora de ir al diario o salía a hacer alguna comisión y Ana regresaba a eso de las tres. Almorzaban, él partía a trabajar a las cinco y volvía a las dos de la mañana. Ana estaba hojeando una revista, oyendo radio o jugando naipes con la vecina, la alemana de quehaceres mitómanos (un día era agente de la Interpol, otro exilada política, otro representante de consorcios europeos destacada al Perú en misteriosas misiones) que vivía sola y los días de sol salía a calentarse en el rectángulo en traje de baño. Y ahí estaba el rito de los sábados, Zavalita, tu día libre. Se levantaban tarde, almorzaban en casa, iban a la matiné a un cine de barrio, daban una caminata por el Malecón o el parque Necochea o la avenida Pardo (¿de qué hablábamos?, piensa, ¿de qué hablamos?), siempre por sitios previsiblemente solitarios para no toparse con el Chispas o los viejos o la Teté, al anochecer comían en algún restaurante barato (el Colinita, piensa, los fines de mes en el Gambrinus), en las noches volvían a zambullirse en un cine, uno de estreno si alcanzaba. Al principio, elegían las películas con equidad: una mexicana en la tarde, una policial o un western en la noche. Ahora casi únicamente mexicanas, piensa. ¿Habías comenzado a ceder por llevar la fiesta en paz con Ana o porque ya tampoco te importaba eso, Zavalita? Algún sábado viajaban a Ica a pasar el día con los padres de Ana. No hacían ni recibían visitas, no tenían amigos.
No habías vuelto al Negro-Negro con Carlitos, Zavalita, no habías vuelto con ellos a ver de gorra los shows de las boites ni a los bulines. No se lo pedían, no insistían, y un día empezaron a hacerle bromas: te volvías serio Zavalita, te aburguesabas Zavalita. ¿Había sido Ana feliz, era, eres Anita? Ahí su voz en la oscuridad, una de esas noches en que hacían el amor: no tomas, no eres mujeriego, claro que soy, amor. Una vez Carlitos había llegado a la redacción más borracho que de costumbre; vino a sentarse en el escritorio de Santiago y estuvo mirándolo en silencio, con expresión rencorosa: ya sólo se veían y hablaban en esta tumba, Zavalita. Unos días después, Santiago lo invitó a almorzar a la quinta de los duendes. Trae también a la China, Carlitos, pensando qué dirá, qué hará Ana: no, la China y él estaban peleados. Fue solo y había sido un almuerzo tirante y áspero, arrebozado de mentiras. Carlitos se sentía incómodo, Ana lo miraba con desconfianza y los temas de conversación morían apenas nacían. Desde entonces Carlitos no había vuelto a la casa. Piensa: juro que iré a verte.
El mundo era chico, pero Lima grande y Miraflores infinito, Zavalita: seis, ocho meses viviendo en el mismo barrio sin encontrarse con los viejos ni el Chispas ni la Teté. Una noche en la redacción, Santiago terminaba una crónica cuando le tocaron el hombro: hola, pecoso. Salieron a tomar un café a la Colmena.
—La Teté y yo nos casamos el sábado, flaco —dijo Popeye—. He venido a verte por eso.
—Ya sabía, lo leí en el periódico —dijo Santiago—. Felicidades, pecoso.
—La Teté quiere que seas su testigo en el civil —dijo Popeye—. ¿Le vas a decir que sí, no es cierto? Y Ana y tú tienen que venir al matrimonio.
—Tú te acuerdas de esa escenita en la casa —dijo Santiago—. Supongo que sabes que no he visto a la familia desde entonces.
—Ya está todo arreglado, ya convencimos a tu vieja —la cara rojiza de Popeye se encendió en una sonrisa optimista y fraternal—. También ella quiere que vengan. Y tu viejo, ni se diga. Todos quieren verlos y amistarse de una vez. La van a tratar a Ana con el mayor cariño, verás.
Ya la habían perdonado, Zavalita. El viejo se habría lamentado cada día de esos meses por lo que no venía el flaco, por lo enojado y resentido que estarías, y habría reñido y responsabilizado cien veces a la mamá, y algunas noches habría venido a apostarse en el auto en la avenida Tacna para verte salir de La Crónica. Habrían hablado, discutido y la mamá llorado hasta que se acostumbraron a la idea de que estabas casado y con quién. Piensa: hasta que nos, te perdonaron, Anita. Le perdonamos que engatusara y se robara al flaco, le perdonamos que sea cholita: que viniera.
—Hazlo por la Teté y, sobre todo, por tu viejo —insistía Popeye—. Tú sabes cómo te quiere, flaco. Y hasta el Chispas, hombre. Esta misma tarde me dijo que el supersabio se deje de mariconadas y venga.
—Encantado de ser testigo de la Teté, pecoso —también te había perdonado el Chispas, Anita: gracias, Chispas—. Tienes que avisarme qué debo firmar, dónde.
—Y espero que a nuestra casa vendrán siempre ¿no? —dijo Popeye—. Con nosotros no tienes por qué enojarte, ni la Teté ni yo te hicimos nada ¿no? A nosotros Ana nos parece simpatiquísima.
—Pero al matrimonio no vamos a ir, pecoso —dijo Santiago—. No estoy enojado con los viejos ni con el Chispas. Simplemente no quiero otra escenita como ésa.
—No seas terco, hombre —dijo Popeye—. Tu vieja tiene sus prejuicios como todo el mundo, pero en el fondo es buenísima gente. Dale ese gusto a la Teté, flaco, vengan al matrimonio.
Popeye había dejado ya la empresa en la que trabajó al recibirse, la compañía que habían formado con tres compañeros andaba más o menos, flaco, tenían algunos clientes ya. Pero estaba muy ocupado no tanto por la arquitectura, ni siquiera por la novia —te había dado un codazo jovial, Zavalita—, sino por la política: ¿qué manera de quitar tiempo, no flaco?
—¿La política? —dijo Santiago, pestañeando—. ¿Estás metido en política, pecoso?
—Belaunde para todo el mundo —se rió Popeye, mostrando una insignia en el ojal de su saco—. ¿No sabías? Hasta estoy en el comité departamental de Acción Popular. Ni que no leyeras los periódicos.
—No leo nunca las noticias políticas —dijo Santiago—. No sabía nada.
—Belaunde fue mi profesor en la facultad —dijo Popeye—. En las próximas elecciones barreremos. Es un tipo formidable, hermano.
—¿Y qué dice tu padre? —sonrió Santiago—. ¿Él sigue siendo senador odriísta, no?
—Somos una familia democrática —se rió Popeye—. A veces discutimos con el viejo, pero como amigos. ¿Tú no simpatizas con Belaunde? Ya has visto que nos acusan de izquierdistas, aunque sea por eso deberías estar con el arquitecto. ¿O sigues siendo comunista?
—Ya no —dijo Santiago—. No soy nada ni quiero saber nada de política. Me aburre.
—Mal hecho, flaco —lo riñó Popeye, cordialmente—. Si todos pensaran así, este país no cambiaría nunca.
Esa noche, en la quinta de los duendes, mientras Santiago le contaba, Ana había escuchado muy atentamente, los ojos chispeando de curiosidad: por supuesto que no irían al matrimonio, Anita. Ella por supuesto que no, pero él debería ir, amor, era tu hermana. Además dirían Ana no lo dejó ir, la odiarían más, tenía que ir. A la mañana siguiente, cuando Santiago estaba aún en cama, se presentó la Teté en la quinta de los duendes: la cabeza con ruleros que asomaban bajo el pañuelo de seda blanca, espigada y en pantalones y contenta. Parecía que te hubiera estado viendo cada día, Zavalita: se moría de risa viéndote encender la hornilla para calentar el desayuno, examinaba con lupa los dos cuartitos, hurgaba los libros, hasta jaló la cadena del excusado para ver cómo funcionaba. Todo le gustaba: la quinta parecía de muñecas, las casas coloraditas tan igualitas, todo tan chiquitito, tan bonito.
—Deja de revolver las cosas que tu cuñada se va a enojar conmigo —dijo Santiago—. Siéntate y conversa un poco.
La Teté se sentó en el pequeño estante de libros, pero siguió observando el contorno con voracidad. ¿Si estaba enamorada de Popeye? Claro, idiota, ¿se te ocurría que si no se casaría con él? Vivirían con los papás de Popeye un tiempito, hasta que terminaran el edificio en el que los papás del pecoso les habían regalado un departamento. ¿La luna de miel? Irían primero a México y después a Estados Unidos.
—Espero que me mandes postales —dijo Santiago—. Me paso la vida soñando con viajar y hasta ahora sólo he llegado a Ica.
—Ni siquiera la llamaste a la mamá en su cumpleaños, la hiciste llorar a mares —dijo la Teté—. Pero supongo que el domingo vas a venir a la casa con Ana.
—Conténtate con que sea tu testigo —dijo Santiago—. No vamos a ir ni a la iglesia ni a la casa.
—Déjate de idioteces, supersabio —dijo la Teté, riéndose—. Yo la voy a convencer a Ana y te voy a fregar, jajá. Y voy a hacer que Ana vaya a mis showers y todo, vas a ver.
Y efectivamente la Teté volvió esa tarde y Santiago las dejó a ella y Ana, al irse a La Crónica, charlando como dos amigas de toda la vida. En la noche Ana lo recibió muy risueña: habían estado juntas toda la tarde, la Teté era simpatiquísima, hasta la había convencido. ¿No era mejor que se amistaran de una vez con tu familia, amor?
—No —dijo Santiago—. Es mejor que no. No hablemos más de eso.
Pero todo el resto de la semana habían discutido mañana y noche sobre el mismo asunto, ¿ya te animaste, amor, iban a ir?, Ana le había prometido a la Teté que irían, amor, y el sábado en la noche se habían acostado peleados. El domingo, tempranito, Santiago fue a telefonear a la botica de Porta y San Martín.
—¿Qué esperan? —dijo la Teté—. Ana quedó en venir a las ocho para ayudarme. ¿Quieres que el Chispas los vaya a recoger?
—No vamos a ir —dijo Santiago—. Te llamo para darte el abrazo y recordarte lo de las postales, Teté.
—¿Crees que te voy a estar rogando, idiota? —dijo la Teté—. Lo que pasa es que eres un acomplejado. Déjate de tonterías y ven ahorita o no te hablo más, supersabio.
—Si te enojas te vas a poner fea y tienes que estar bonita para las fotos —dijo Santiago—. Mil besos y vengan a vernos a la vuelta del viaje, Teté.
—No te hagas la niña bonita que se resiente de todo —alcanzó a decir todavía la Teté—. Ven, tráela a Ana. Te han hecho chupe de camarones, idiota.
Antes de regresar a la quinta de los duendes, fue a una florería de Larco y mandó un ramo de rosas a la Teté. Miles de felicidades para los dos de sus hermanos Ana y Santiago, piensa. Ana estaba resentida y no le dirigió la palabra hasta la noche.
—¿NO ES por interés? —dijo Queta—. ¿Por qué, entonces? ¿Por miedo?
—A ratos —dijo Ambrosio—. A ratos más bien por pena. Por agradecimiento, por respeto. Hasta amistad, guardando las distancias. Ya sé que no me cree, pero es cierto. Palabra.
—¿No sientes nunca vergüenza? —dijo Queta—. De la gente, de tus amigos. ¿O a ellos les cuentas como a mí?
Lo vio sonreír con cierta amargura en la semioscuridad; la ventana de la calle estaba abierta pero no había brisa y en la atmósfera inmóvil y cargada de vaho de la habitación el cuerpo desnudo de él comenzaba a sudar. Queta se apartó unos milímetros para que no la rozara.
—Amigos como los que tuve en mi pueblo, aquí ni uno —dijo Ambrosio—. Sólo conocidos, como ese que está ahora de chofer de don Cayo, o Hipólito, el otro que lo cuida. No saben. Y aunque supieran no me daría. No les parecería mal ¿ve? Le conté lo que le pasaba a Hipólito con los presos ¿no se acuerda? ¿Por qué me iba a dar vergüenza con ellos?
—¿Y nunca tienes vergüenza de mí? —dijo Queta.
—De usted no —dijo Ambrosio—. Usted no va a ir a regar estas cosas por ahí.
—Y por qué no —dijo Queta—. No me pagas para que te guarde los secretos.
—Porque usted no quiere que sepan que yo vengo aquí —dijo Ambrosio—. Por eso no las va a regar por ahí.
—¿Y si yo le contara a la loca lo que me cuentas? —dijo Queta—. ¿Qué harías si se lo contara a todo el mundo?
Él se rió bajito y cortésmente en la semioscuridad. Estaba de espaldas, fumando, y Queta veía cómo se mezclaban en el aire quieto las nubecillas de humo. No se oía ninguna voz, no pasaba ningún auto, a ratos el tictac del reloj del velador se hacía presente y luego se perdía y reaparecía un momento después.
—No volvería nunca más —dijo Ambrosio—. Y usted se perdería un buen cliente.
—Ya casi me lo he perdido —se rió Queta—. Antes venías cada mes, cada dos. ¿Y ahora hace cuánto? ¿Cinco meses? Más. ¿Qué ha pasado? ¿Es por Bola de Oro?
—Estar un rato con usted es para mí dos semanas de trabajo —explicó Ambrosio—. No puedo darme esos gustos siempre. Y, además, a usted no se la ve mucho tampoco. Vine tres veces este mes y ninguna la encontré.
—¿Qué te haría si supiera que vienes acá? —dijo Queta—. Bola de Oro.
—No es lo que usted cree —dijo Ambrosio muy rápido, con voz grave—. No es un desgraciado, no es un déspota. Es un verdadero señor, ya le he dicho.
—¿Qué te haría? —insistió Queta—. Si un día me lo encuentro en San Miguel y le digo Ambrosio se gasta tu plata conmigo.
—Usted sólo le conoce una cara, por eso está tan equivocada con él —dijo Ambrosio—. Tiene otra. No es un déspota. Es bueno, un señor. Hace que uno sienta respeto por él.
Queta se rió más fuerte y miró a Ambrosio: encendía otro cigarrillo y la llamita instantánea del fósforo le mostró sus ojos saciados y su expresión seria, tranquila, y el brillo de transpiración de su frente.
—Te ha vuelto a ti también —dijo, suavemente—. No es porque te paga bien ni por miedo. Te gusta estar con él.
—Me gusta ser su chofer —dijo Ambrosio—. Tengo mi cuarto, gano más que antes, y todos me tratan con consideración.
—¿Y cuando se baja los pantalones y te dice cumple tus obligaciones? —se rió Queta—. ¿Te gusta también?
—No es lo que usted cree —repitió Ambrosio, despacio—. Yo sé lo que usted se imagina. Falso, no es así.
—¿Y cuando te da asco? —dijo Queta—. A veces a mí me da, pero qué importa, abro las piernas y es igual. ¿Pero tú?
—Es algo de dar pena —susurró Ambrosio—. A mí me da, a él también. Usted se cree que eso pasa cada día. No, ni siquiera cada mes. Es cuando algo le ha salido mal. Yo ya sé, lo veo subir al carro y pienso algo le ha salido mal. Se pone pálido, se le hunden los ojos, la voz le sale rara. Llévame a Ancón, dice. O vamos a Ancón, o a Ancón. Yo ya sé. Todo el viaje mudo. Si le viera la cara diría se le murió alguien o le han dicho que se va a morir esta noche.
—¿Y qué te pasa a ti, qué sientes? —dijo Queta—. Cuando él te ordena llévame a Ancón.
—¿Usted siente asco cuando don Cayo le dice esta noche ven a San Miguel? —preguntó Ambrosio, en voz muy baja—. Cuando la señora la manda llamar.
—Ya no —se rió Queta—. La loca es mi amiga, somos amigas. Nos reímos de él, más bien. ¿Piensas ya comienza el martirio, sientes que lo odias?
—Pienso en lo que va a pasar cuando lleguemos a Ancón y me siento mal —se quejó Ambrosio y Queta lo vio tocarse el estómago—. Mal aquí, me comienza a dar vueltas. Me da miedo, me da pena, me da cólera. Pienso ojalá que hoy sólo conversemos.
—¿Conversemos? —se rió Queta—. ¿A veces te lleva sólo a conversar?
—Entra con su cara de entierro, cierra las cortinas y se sirve su trago —dijo Ambrosio, con voz densa—. Yo sé que por dentro algo le está mordiendo, que se lo está comiendo. Él me ha contado ¿ve? Yo lo he visto hasta llorar ¿ve?
—¿Apúrate, báñate, ponte esto? —recitó Queta, mirándolo—. ¿Qué hace, qué te hace hacer?
—Su cara se le sigue poniendo más pálida y se le atraca la voz —murmuró Ambrosio—. Se sienta, dice siéntate. Me pregunta cosas, me conversa. Hace que conversemos.
—¿Te habla de mujeres, te cuenta porquerías, te muestra fotos, revistas? —insistió Queta—. Yo sólo abro las piernas. ¿Pero tú?
—Le cuento cosas de mí —se quejó Ambrosio—. De Chincha, de cuando era chico, de mi madre. De don Cayo, me hace que le cuente, me pregunta por todo. Me hace sentirme su amigo ¿ve?
—Te quita el miedo, te hace sentir cómodo —dijo Queta—. El gato con el ratón. ¿Pero tú?
—Se pone a hablar de sus cosas, de las preocupaciones que tiene —murmuró Ambrosio—. Tomando, tomando. Yo también. Y todo el tiempo veo en su cara que algo se lo está comiendo, que le está mordiendo.
—¿Ahí lo tuteas? —dijo Queta—. ¿En esos momentos te atreves?
—A usted no la tuteo a pesar de que vengo a esta cama hace como dos años ¿no? —se quejó Ambrosio—. Le sale todo lo que le preocupa, sus negocios, la política, sus hijos. Habla, habla y yo sé lo que le está pasando por adentro. Dice que le da vergüenza, él me ha contado ¿ve?
—¿De qué se pone a llorar? —dijo Queta—. ¿De lo que tú?
—A veces horas de horas así —se quejó Ambrosio—. Él hablando y yo oyendo, yo hablando y él oyendo. Y tomando hasta que siento que ya no me cabe una gota más.
—¿De lo que no te excitas? —dijo Queta—. ¿Te excita sólo con trago?
—Con lo que le echa al trago —susurró Ambrosio; su voz se adelgazó hasta casi perderse y Queta lo miró: se había puesto el brazo sobre la cara, como un hombre que se asolea en la playa boca arriba—. La primera vez que lo pesqué se dio cuenta que lo había pescado. Se dio cuenta que me asusté. ¿Qué es eso que le echó?
—Nada, se llama yobimbina —dijo don Fermín—. Mira, yo me echo también. Nada, salud, tómatelo.
—A veces ni el trago, ni la yobimbina, ni nada —se quejó Ambrosio—. Él se da cuenta, yo veo que se da. Pone unos ojos que dan pena, una voz. Tomando, tomando. Lo he visto echarse a llorar ¿ve? Dice anda vete y se encierra en su cuarto. Lo oigo hablando solo, gritándose. Se pone como loco de vergüenza ¿ve?
—¿Se enoja contigo, te hace escenas de celos? —dijo Queta—. ¿Cree que?
—No es tu culpa, no es tu culpa —gimió don Fermín—. Tampoco es mi culpa. Un hombre no puede excitarse con un hombre, yo sé.
—Se pone de rodillas ¿ve? —gimió Ambrosio—. Quejándose, a veces medio llorando. Déjame ser lo que soy, dice, déjame ser una puta, Ambrosio. ¿Ve, ve? Se humilla, sufre. Que te toque, que te lo bese, de rodillas, él a mí ¿ve? Peor que una puta ¿ve?
Queta se rió, despacito, volvió a tumbarse de espaldas, y suspiró.
—A ti te da pena él por eso —murmuró con una furia sorda—. A mí me da pena por ti más bien.
—A veces ni con ésas, ni por ésas —gimió Ambrosio, bajito—. Yo pienso se va a enfurecer, se va a enloquecer, va a. Pero no, no. Anda vete, dice, tienes razón, déjame solo, vuelve dentro de dos horas, dentro de una.
—¿Y cuando puedes hacerle el favor? —dijo Queta—. ¿Se pone feliz, saca su cartera y?
—Le da vergüenza, también —gimió Ambrosio—. Se va al baño, se encierra y no sale nunca. Yo voy al otro bañito, me ducho, me jabono. Hay agua caliente y todo. Vuelvo y él no ha salido. Se está horas lavándose, se echa colonias. Sale pálido, no habla. Anda al auto, dice, ya bajo. Déjame en el centro, dice, no quiere que lleguemos juntos a su casa. Tiene vergüenza ¿ve?
—¿Y los celos? —dice Queta—. ¿Cree que tú nunca andas con mujeres?
—Nunca me pregunta nada de eso —dijo Ambrosio, apartando el brazo de su cara—. Ni qué hago en mi día libre ni nada, sólo lo que yo le cuento. Pero yo sé lo que sentiría si supiera que ando con mujeres. No por celos ¿no se da cuenta? Por vergüenza, miedo de que vayan a saber. No me haría nada, no se enojaría. Diría anda vete, nada más. Yo sé cómo es. No es de los que insultan, no sabe tratar mal a la gente. Diría no importa, tienes razón pero anda vete. Sufriría y sólo haría eso ¿ve? Es un señor, no lo que usted cree.
—Bola de Oro me da más asco que Cayo Mierda —dijo Queta.
ESA NOCHE, entrando al octavo mes, había sentido dolores en la espalda y Ambrosio, semidormido y de mala gana, le había hecho unos masajes. Había despertado ardiendo y con una flojera tan grande que cuando Amalita Hortensia comenzó a quejarse, ella se había puesto a llorar, angustiada por la idea de tener que levantarse. Cuando se había sentado en la cama había visto unas manchas color chocolate en el colchón.
—Creyó que la criatura se le había muerto en la barriga —dice Ambrosio—. Se olió algo, porque se puso a llorar y me obligó a llevarla al hospital. No te asustes, de qué te asustas.
Habían hecho la cola de costumbre, mirando los gallinazos del techo de la morgue, y el doctor le había dicho a Amalia te internas ahora mismo. ¿Por qué le había salido eso, doctor? Iban a tener que inducirte el parto, mujer, había explicado el doctor. ¿Cómo inducirte, doctor?, y él nada, mujer, nada grave.
—Ahí se quedó —dice Ambrosio—. Le traje sus cosas, dejé a Amalita Hortensia con doña Lupe, me fui a manejar la carcochita. En la tarde regresé a verla. Le habían dejado el brazo y la nalga morados de tanta inyección.
La habían puesto en la sala común: hamacas y catres tan pegados que las visitas tenían que estar paradas al pie de la cama porque no había espacio para acercarse al paciente. Amalia se había pasado la mañana viendo por una larga ventana alambrada las chozas de la nueva barriada que estaba creciendo detrás de la morgue. Doña Lupe había venido a verla con Amalita Hortensia pero una enfermera le había dicho no traiga más a la niña. Ella le había pedido a doña Lupe que cuando pudiera fuera a la cabaña a ver qué necesita Ambrosio, y doña Lupe por supuesto, también le haré la comida.
—Una enfermera me anunció parece que van a tener que operarla —dice Ambrosio—. ¿Y eso es grave? No, no es. Me engañaron ¿ve, niño?
Con las inyecciones los dolores habían desaparecido y la fiebre bajado, pero había seguido ensuciando la cama todo el día con minúsculas manchitas color chocolate y la enfermera le había cambiado tres veces los paños. Parece que te van a operar, le había dicho Ambrosio. Ella se había asustado: no, no quería. Era por su bien, sonsa. Ella se había puesto a llorar y todos los enfermos los habían mirado.
—La vi tan muñequeada que comencé a inventarle mentiras —dice Ambrosio—. Vamos a comprarnos esa camioneta con Panta, hoy lo decidimos. Ni me oía. Tenía sus ojos así de hinchados.
Había pasado la noche despierta por los accesos de tos de uno de los enfermos, y asustada con otro que, moviéndose en la hamaca a su lado, decía palabrotas en sueños contra una mujer. Le rogaría, le lloraría y el doctor le haría caso: más inyecciones, más remedios, lo que fuera pero no me opere, había sufrido tanto la vez pasada, doctor. En la mañana les habían traído unas latas de café a todos los enfermos de la sala, menos a ella. Había venido la enfermera y sin decir palabra le había puesto una inyección. Ella había comenzado a rogarle llame al doctor, tenía que hablarle, lo iba a convencer, pero la enfermera no le había hecho caso: ¿creía que la iban a operar por gusto, sonsa? Después, con otra enfermera había jalado su catre hasta la entrada de la sala y la habían pasado a una camilla, y, cuando habían comenzado a arrastrarla, ella se había sentado llamando a gritos a su marido. Las enfermeras se habían ido, había venido el doctor enojado: qué era ese escándalo, qué pasa. Ella le había rogado, contado de la Maternidad, lo que había sufrido y el doctor había movido su cabeza: bueno, bien, calma. Así hasta que había entrado la enfermera de la mañana: ahí estaba ya tu marido, basta de llanto.
—Se me prendió —dice Ambrosio—. Que no me opere, no quiero. Hasta que el doctor perdió la paciencia. O autorizas o te la llevas de aquí. ¿Qué iba a hacer yo, niño?
La habían estado convenciendo entre Ambrosio y una enfermera más vieja y más buena que la primera, una que le había hablado con cariño y le decía es por tu bien y el de la criatura. Al fin ella había dicho bueno y que se iba a portar bien. Entonces la habían arrastrado en la camilla. Ambrosio la había seguido hasta la puerta de otra sala, diciéndole algo que ella apenas había oído.
—Se la olía, niño —dice Ambrosio—. Si no por qué tan desesperada, tan asustada.
La cara de Ambrosio había desaparecido y habían cerrado una puerta. Había visto al doctor poniéndose un mandil y conversando con otro hombre vestido de blanco y con un gorrito y un antifaz. Las dos enfermeras la habían sacado de la camilla y acostado en una mesa. Ella les había rogado levántenme la cabeza, así se ahogaba, pero en vez de hacerle caso le habían dicho sí, ya, calladita, está bien. Los dos hombres de blanco habían seguido hablando y las enfermeras dando vueltas a su alrededor. Habían prendido un foco de luz sobre su cara, tan fuerte que había tenido que cerrar los ojos, y un momento después había sentido que le ponían otra inyección. Luego había visto muy cerca de la suya la cara del doctor y oído que le decía cuenta uno, dos, tres. Mientras iba contando había sentido que se le moría la voz.
—Yo tenía que trabajar, encima eso —dice Ambrosio—. La metieron a la sala y me fui del hospital, pero entré donde doña Lupe y me dijo pobrecita, cómo no te has quedado hasta que termine la operación. Así que volví al hospital, niño.
Le había parecido que todo se movía suavecito y ella también, como si estuviera flotando en el agua, y apenas había reconocido a su lado las caras largas de Ambrosio y doña Lupe. Había querido preguntarles ¿la operación se acabó?, contarles no me duele nada, pero no había tenido fuerzas para hablar.
—Ni donde sentarse —dice Ambrosio—. Ahí parado, fumándome todos los cigarros que tenía. Después llegó doña Lupe y también se puso a esperar, y no la sacaban nunca de la sala.
No se había movido, se le había ocurrido que al menor movimiento muchas agujas empezarían a punzarla. No había sentido dolor sino una pesada, sudorosa amenaza de dolor y a la vez mucha flojera y había podido oír, como si hablaran secreteándose o estuvieran lejísimos, las voces de Ambrosio, de doña Lupe, y hasta la voz de la señora Hortensia: ¿había nacido, era hombre o mujer?
—Por fin salió una enfermera empujando, quítense —dice Ambrosio—. Se fue y volvió trayendo algo. ¿Qué pasa? Me dio otro empujón y al poco rato salió la otra. La criatura se perdió, dijo, pero que la madre podía salvarse.
Parecía que Ambrosio lloraba, que doña Lupe rezaba, que había gente dando vueltas a su alrededor y diciéndole cosas. Alguien se había agachado sobre ella y había sentido su aliento contra su boca y sus labios en su cara. Creen que te vas a morir, había pensado, creen que te has muerto. Había sentido una gran admiración y mucha pena de todos.
—Que podía salvarse quería decir que también podía morirse —dice Ambrosio—. Doña Lupe se puso a rezar de rodillas. Yo me fui a apoyar en la pared, niño.
No había podido darse cuenta cuánto rato pasaba entre una cosa y otra y había seguido oyendo que hablaban pero ahora también largos silencios que se oían, que sonaban. Había sentido siempre que flotaba, que se hundía un poquito en el agua y que salía y que se hundía y había visto repentinamente la cara de Amalita Hortensia. Había oído: límpiate bien los pies antes de entrar a la casa.
—Después salió el doctor y me puso una mano aquí —dice Ambrosio—. Hicimos todo por salvar a tu mujer, que Dios no lo había querido y no sé cuántas cosas más, niño.
Se le había ocurrido que la iban a jalar, que se iba a ahogar y había pensado no voy a mirar, no voy a hablar, no se iba a mover y así iba a flotar. Había pensado ¿cómo vas a estar oyendo cosas que ya pasaron, bruta? y se había asustado y había sentido otra vez mucha lástima.
—La velamos en el hospital —dice Ambrosio—. Vinieron todos los choferes de la Morales y de la Pucallpa, y hasta el desgraciado de don Hilario vino a dar el pésame.
Le había dado cada vez más lástima mientras se hundía y sentía que descendía y vertiginosamente caía y sabía que las cosas que oía se iban quedando allá y que sólo podía, mientras se hundía, mientras caía, llevarse esa terrible lástima.
—La enterramos en uno de los cajones de la Limbo —dice Ambrosio—. Hubo que pagar no sé cuánto en el cementerio. Yo no tenía. Los choferes hicieron una colecta y hasta el desgraciado de don Hilario dio algo. Y el mismo día que la enterré, el hospital mandó a cobrar la cuenta. Muerta o no muerta había que pagar la cuenta. ¿Con qué, niño?