III
EL TENIENTE ni siquiera bostezó durante el viaje; estuvo todo el tiempo hablando de la revolución, explicándole al sargento que manejaba el jeep cómo ahora que Odría había subido al poder entrarían en vereda los apristas, y fumando unos cigarrillos que olían a guano. Habían salido de Lima a la madrugada y sólo se detuvieron una vez, en Surco, para mostrar el salvoconducto a una patrulla que controlaba los vehículos en la carretera. Entraron a Chincha a las siete de la mañana. La revolución ni se notaba aquí: las calles estaban alborotadas de escolares, no se veía tropa en las esquinas. El teniente saltó a la vereda, entró al café-restaurante Mi Patria, escuchó en la radio, con un fondo de marcha militar, el mismo comunicado que oía hacía dos días. Acodado en el mostrador, pidió un café con leche y un sándwich de queso mantecoso. Al hombre en camiseta y de cara avinagrada que lo atendió, le preguntó si conocía a Cayo Bermúdez, un comerciante de aquí. ¿Lo iba a, revolvió el hombre los ojos, meter preso? ¿Era aprista el tal Bermúdez? Qué iba a ser, no se metía en política. Mejor, la política era para los vagos, no para la gente de trabajo, el teniente lo buscaba por un asunto personal. Aquí no lo iba a encontrar, no venía nunca. Vivía en una casita amarilla, detrás de la iglesia. Era la única de ese color, sus vecinas eran blancas o grises y había también una marrón. El teniente tocó la puerta y esperó y oyó pasos y una voz quién es.
—¿Está el señor Bermúdez? —dijo el teniente.
La puerta se abrió gruñendo y se adelantó una mujer: una idiota con la cara negruzca y llena de lunares, don. La gente en Chincha decía quién te viera y quién te ve. Porque de muchacha era presentable. El día y la noche le digo, qué cambiazo, don. Tenía los pelos revueltos, el chal de lana que le cubría los hombros parecía un crudo.
—No está —miraba de través, con unos avarientos ojitos recelosos—. Qué se le ofrece. Soy su señora.
—¿Volverá pronto? —el teniente examinó a la mujer con sorpresa, con desconfianza—. ¿Puedo esperarlo?
Ella se apartó de la puerta. Adentro, el teniente se sintió mareado entre los muebles macizos, los jarrones sin flores, la máquina de coser y las paredes consteladas de sombritas o agujeros o moscas. La mujer abrió una ventana, entró una lengua de sol. Todo estaba gastado, sobraban cosas en el cuarto. Cajones arrumados contra los rincones, pilas de periódicos. La mujer murmuró permiso y se esfumó en la boca oscura de un pasillo. El teniente oyó silbar en alguna parte a un canario. ¿Si era su mujer de veras, don? Su mujer ante Dios, claro que sí, una historia que sacudió Chincha. ¿Que cómo comenzó, don? Una punta de años atrás, cuando la familia Bermúdez salió de la hacienda de los de la Flor. La familia, es decir el Buitre, la beata doña Catalina y el hijo, don Cayo, que por entonces estaría gateando. El Buitre había sido capataz de la hacienda y cuando se vino a Chincha la gente decía los de la Flor lo han botado por ladrón. En Chincha se dedicó a prestamista. A alguien le faltaba plata, iba donde el Buitre, necesito tanto, qué me das en prenda, este anillito, este reloj, y si uno no pagaba él se quedaba con la prenda y las comisiones del Buitre eran tan bárbaras que sus deudores iban muertos. El Buitre por eso, don: vivía de los cadáveres. Se llenó de platita en pocos años y la cerró con broche de oro cuando el gobierno del general Benavides comenzó a encarcelar y deportar apristas; el subprefecto Núñez daba la orden, el capitán Rascachucha metía en chirona al aprista y corría a la familia, el Buitre le remataba sus cosas y después entre los tres se repartían la torta. Y con la plata el Buitre se volvió importante, don, hasta fue alcalde de Chincha y se lo vio con tongo en la plaza de Armas, en los desfiles de Fiestas Patrias. Y se llenó de humos. Le dio porque su hijo se pusiera siempre zapatos y no se juntara con morenos. De chicos ellos jugaban fútbol, robaban fruta en las huertas, Ambrosio se metía a su casa y al Buitre no le importaba. Cuando se volvieron platudos, en cambio, lo botaban y a don Cayo lo reñían si lo pescaban con él. ¿Su sirviente? Qué va, don, su amigo, pero sólo cuando eran de este tamaño. La negra tenía entonces su puesto cerca de la esquina donde vivía don Cayo y él y Ambrosio se la pasaban mataperreando. Después los separó el Buitre, don, la vida. A don Cayo lo metieron al Colegio José Pardo, y a Ambrosio y a Perpetuo, la negra, avergonzada por lo del Trifulcio, se los llevó a Mala, y cuando volvieron a Chincha don Cayo era inseparable de uno del José Pardo, el Serrano. Ambrosio lo encontraba en la calle y ya no le decía tú sino usted. En las actuaciones del José Pardo don Cayo recitaba, leía su discursito, en los desfiles llevaba el gallardete. El niño prodigio de Chincha, decían, un futuro cráneo, y que al Buitre se le hacía agua la boca hablando de su hijo y que decía llegará muy alto, decían. Lo cierto es que llegó ¿no, don?
—¿Cree que tardará mucho? —el teniente aplastó su cigarrillo en el cenicero—. ¿No sabe dónde está?
—Y yo también me casé —dice Santiago—. ¿Y tú no te has casado?
—A veces vuelve a almorzar tardísimo —murmuró la mujer—. Si quiere, deme el recado.
—¿Usted también, niño, siendo tan joven? —dice Ambrosio.
—Lo esperaré —dijo el teniente—. Ojalá no se demore mucho.
Ya estaba en el último año del colegio, el Buitre lo iba a mandar a Lima a estudiar para leguleyo y don Cayo era pintado para eso, decían. Ambrosio vivía entonces en la ranchería que estaba a la salida de Chincha, don, yendo hacia lo que fue después Grocio Prado. Y ahí lo había pescado una vez, y ahí mismo captado que se había hecho la vaca, y ahí mismo pensado quién es la hembrita. ¿Montándosela? No, don, mirándola con ojos de loco. Se hacía el disimulado, el que aguaitaba los chanchos, el que esperaba. Había dejado sus libros en el suelo, estaba arrodillado, los ojos se le torcían hacia la ranchería y Ambrosio decía cuál es, cuál sería. Era la Rosa, don, la hija de la lechera Túmula. Una flaquita sin nada de particular, entonces parecía blanquita y no india. Hay criaturas que nacen feas y después mejoran, la Rosa comenzó pasable y terminó cuco. Pasable, ni bien ni mal, una de ésas a las que un blanco les hace un favor una vez y si te vi me olvidé. Las tetitas a medio salir, un cuerpo jovencito y nada más, pero tan sucia que ni para misa se arreglaba. Se la veía por Chincha arreando el burro con las tinajas, don, vendiendo poronguitos de casa en casa. La hija de la Túmula, el hijo del Buitre, imagínese el escandalazo, don. El Buitre tenía ya una ferretería y un almacén y dicen que decía cuando el muchacho vuelva de Lima de doctor levantará los negocios como espuma. Doña Catalina paraba en la iglesia, íntima del cura, tómbolas para los pobres, Acción Católica. Y el hijo dándole vueltas a la hija de la lechera, a quién le iba a caber en la cabeza. Pero fue así, don. Le llamaría la atención su manerita de caminar o algo, hay quien prefiere los animalitos chuscos a los finos dicen. Pensaría la trabajo, mojo y la dejo, y ella se daría cuenta que el blanquito babeaba por ella y pensaría dejo que me trabaje, dejo que moje y lo cojo. El caso es que don Cayo cayó, don: ¿qué se le ofrecía? El teniente abrió los ojos, se puso de pie de un salto.
—Disculpe, me quedé dormido —se pasó la mano por la cara, tosió—. ¿El señor Bermúdez?
Junto a la horrible mujer había un hombre de cara reseca y ácida, cuarentón, en mangas de camisa, con un maletín bajo el brazo. La boca tan ancha del pantalón le cubría los zapatos. Un pantalón de marinero, alcanzó a pensar el teniente, de payaso.
—Para servirlo —dijo el hombre, como aburrido o disgustado—. ¿Hace mucho que me espera?
—Vaya haciendo sus maletas —dijo el teniente, jovialmente—. Me lo llevo a Lima.
Pero el hombre no se inmutó. Su cara no sonrió, sus ojos no se sorprendieron ni alarmaron ni alegraron. Lo observaban con la misma monotonía indiferente de antes.
—¿A Lima? —dijo despacio, las pupilas sin luz—. ¿Quién me necesita a mí en Lima?
—Nada menos que el coronel Espina —dijo el teniente, con una vocecita triunfal—. El ministro de Gobierno, nada menos.
La mujer abrió la boca, Bermúdez no pestañeó. Permaneció inexpresivo, luego un amago de sonrisa alteró el soñoliento fastidio de su rostro, un segundo después sus ojos volvieron a desinteresarse y aburrirse. Le patea el hígado, pensó el teniente, un amargado de la vida, con la mujer que se ha echado encima se comprende. Bermúdez tiró el maletín al sofá:
—De veras, ayer oí que Espina es uno de los ministros de la Junta —sacó una cajetilla de Inca, ofreció un desganado cigarrillo al teniente—. ¿No le dijo el Serrano para qué quiere verme?
—Sólo que lo necesita con urgencia —¿el Serrano?, pensó el teniente—. Y que me lo lleve a Lima aunque tenga que ponerle una pistola en el pecho.
Bermúdez se dejó caer en un sillón, cruzó las piernas, arrojó una bocanada de humo que nubló su cara y, cuando el humo se desvaneció, el teniente vio que le sonreía como haciéndome un favor, pensó, como burlándose de mí.
—Está difícil que salga hoy de Chincha —dijo, con una disolvente flojera—. Hay un negocito que está por cerrarse en una hacienda de acá.
—Si a uno lo llama el ministro de Gobierno, no se ponen peros —dijo el teniente—. Hágame el favor, señor Bermúdez.
—Dos tractores nuevos, una buena comisión —explicaba Bermúdez a las moscas o agujeros o sombras—. No estoy para paseos a Lima, ahora.
—¿Tractores? —el teniente hizo un ademán irritado—. Piense un poco con la cabeza, por favor, y no perdamos más tiempo.
Bermúdez dio una pitada, entrecerrando los ojitos fríos, y expulsó el humo sin apuro.
—Cuando uno anda agobiado por las letras, no hay más remedio que pensar en los tractores —dijo, como si no lo oyera ni viera—. Dígale al Serrano que iré un día de éstos.
El teniente lo miraba consternado, divertido, confundido: a este paso iba a tener que sacar la pistola y ponérsela en el pecho, señor Bermúdez, a este paso se iban a reír de él. Pero don Cayo como si nada, don, se tiraba la vaca y caía por la ranchería y las mujeres lo señalaban, Rosa, se secreteaban y se le reían, Rosita, mira quién viene. La hija de la Túmula andaba sobradísima, don. Imagínese, que el hijo del Buitre se viniera hasta ahí para verla, creidísima. No salía a conversar con él, se respingaba, corría donde sus amigas, pura risa, puro coqueteo. A él no le importaba que la muchacha le hiciera desplantes, eso parecía calentarlo más. Una sabida de película la hija de la Túmula, don, y su madre ni se diga, cualquiera se daba cuenta pero él no. Aguantaba, esperaba, volvía a la ranchería, la cholita caería un día, negro, él fue el que cayó, don. ¿No ve que se le sobra en vez de agradecerle que se fije en ella, don Cayo? Mándela al diablo, don Cayo. Pero él como si le hubieran dado chamico, ahí detrás correteándola, y la gente comenzó a chismear. Hay la mar de habladurías, don Cayo. A él qué mierda, él hacía lo que le mandaba el estómago, y el estómago le mandaba tirarse a la muchacha, claro. Muy bien, quién se lo iba a reprochar, cualquier blanquito se encamota de una cholita, le hace su trabajito y a quién le importa ¿no, don? Pero don Cayo la perseguía como si la cosa fuera en serio, ¿no era locura? Y más locura era que la Rosa se daba el lujo de basurearlo. Aparentaba que se daba el lujo, don.
—Ya pusimos gasolina, ya avisé a Lima que llegaríamos a eso de las tres y media —dijo el teniente—. Cuando usted quiera, señor Bermúdez.
Bermúdez se había cambiado de camisa y llevaba un terno gris. Tenía en la mano un maletín, un sombrerito ajado, anteojos de sol.
—¿Ése es todo su equipaje? —dijo el teniente.
—Faltan cuarenta maletas —gruñó Bermúdez, sin abrir la boca—. Partamos, quiero regresar a Chincha hoy mismo.
La mujer miraba al sargento, que medía el aceite del jeep. Se había sacado el mandil, el apretado vestido dibujaba su vientre combado, las caderas que se derramaban. Perdóneme por, le dio la mano el teniente, robármelo a su esposo, pero ella no se rió. Bermúdez había subido al asiento trasero del jeep y ella lo miraba como si lo odiara, pensó el teniente, o no fuera a verlo más. Subió al jeep, vio a Bermúdez hacer a la mujer un vago adiós, y partieron. El sol ardía, las calles estaban desiertas, un vaho nauseabundo ascendía desde el pavimento, los vidrios de las casas destellaban.
—¿Hace mucho que no va a Lima? —trató de ser amable el teniente.
—Voy dos o tres veces al año, por negocios —dijo sin afecto, sin gracia, la vocecita remolona, mecánica, descontenta del mundo—. Represento algunas firmas agrícolas aquí.
—No llegamos a casarnos pero yo también tuve mi mujer —dice Ambrosio.
—¿Y cómo es que no van bien sus negocios? —dijo el teniente—. ¿No son ricachos los hacendados de aquí? ¿Mucho algodón, no?
—¿Tuviste? —dice Santiago—. ¿Te peleaste con ella?
—En otras épocas iban bien —dijo Bermúdez; no es el hombre más antipático del Perú porque todavía está vivo el coronel Espina, pensó el teniente, pero después del coronel quién sino éste—. Con el control de cambios, los algodoneros dejaron de ganar lo que antes, y ahora hay que sudar sangre para venderles una lampa.
—Se me murió allá en Pucallpa, niño —dice Ambrosio—. Me dejó una hijita.
—Bueno, por eso hemos hecho la revolución —dijo el teniente, de buen humor—. Se acabó el caos. Ahora, con el Ejército arriba, todo el mundo en vereda. Ya verá que con Odría las cosas van a ir mejor.
—¿De veras? —bostezó Bermúdez—. Aquí cambian las personas, teniente, nunca las cosas.
—¿No lee los periódicos, no oye la radio? —insistió el teniente, risueño—. Ya comenzó la limpieza. Apristas, pillos, comunistas, todos en chirona. No va a quedar un pericote suelto en plaza.
—¿Y qué fuiste a hacer a Pucallpa? —dice Santiago.
—Saldrán otros —dijo ásperamente Bermúdez—. Para limpiar el Perú de pericotes tendrían que lanzarnos unas bombitas y desaparecernos del mapa.
—A trabajar, pues, niño —dice Ambrosio—. Mejor dicho, a buscar trabajo.
—¿Eso va en serio o en broma? —dijo el teniente.
—¿Mi viejo sabía que tú estabas allá? —dice Santiago.
—No me gusta bromear —dijo Bermúdez—. Siempre hablo en serio.
El jeep atravesaba un valle, el aire olía a mariscos y a lo lejos se divisaban colinas terrosas, arenales. El sargento manejaba mordisqueando un cigarrillo y el teniente tenía hundido el quepí hasta las orejas: ven, se tomarían unas cervecitas, negro. Habían tenido una conversación de amigos, don, me necesita había pensado Ambrosio, y por supuesto se trataba de la Rosa. Se había conseguido una camioneta, un fundito, y convencido a su amigo el Serrano. Y quería que también lo ayudara Ambrosio, por si había lío. ¿Qué lío podía haber, a ver? ¿Acaso tenía padre o hermanos la muchacha? No, sólo a la Túmula, basura. Él encantado de ayudarlo, sólo que. No lo asustaba la Túmula, don Cayo, ni la gente de la ranchería, ¿pero y su papá, don Cayo? Porque si el Buitre se enteraba a don Cayo sólo le caería su paliza, pero ¿y a él? No se iba a enterar, negro, se iba a Lima por tres días y cuando volviera la Rosa estaría en la ranchería de nuevo. Ambrosio se había tragado el cuento, don, lo ayudó engañado. Porque una cosa era que se robara a la muchacha por una noche, se sacara el clavo y la soltara, y otra ¿no, don? que se casara con ella. El bandido de don Cayo los había hecho tontos a él y al Serrano, don. A todos, menos a la Rosa, menos a la Túmula. En Chincha decían la que salió ganando fue la hija de la lechera, que de repartir leche en burro pasó a señora y nuera del Buitre. Todos los demás perdieron: don Cayo, sus padres, hasta la Túmula porque perdió a su hija. O sea que la Rosa fue una resabida de coliseo. Quién hubiera dicho, don, tan poquita cosa, la muy sapa se sacó la lotería y más. ¿Que qué tenía que hacer Ambrosio, don? Ir a la plaza a las nueve, y había ido y esperado y lo recogieron, dieron vueltas y cuando la gente se metió a dormir, cuadraron la camioneta junto a la casa de don Mauro Cruz, el sordo. Don Cayo estaba citado ahí con la muchacha a las diez. Claro que vino, qué no iba a venir. Se apareció, don Cayo se le adelantó y ellos se quedaron en la camioneta. Él le diría algo, o ella adivinaría algo, el hecho es que de repente la hija de la Túmula se echó a correr y don Cayo a gritar alcánzala. Así que Ambrosio corrió, la alcanzó y se la echó al hombro y la trajo y la sentó en la camioneta. Ahí había pescado las mañas de la Rosa, don, ahí visto que se las traía. Ni un grito, ni un ay, sólo carreritas, rasguñitos, puñetitos. Lo más fácil era ponerse a chillar, hubiera salido gente, se les hubiera venido encima media ranchería ¿no? Quería que se la robaran, estaba esperando que se la robaran, una loba ¿no es cierto, don? Qué iba a estar muerta de miedo, qué iba a haber perdido la voz. Pataleó y arañó cuando la tenía cargada y en la camioneta se hacía la que lloraba porque se tapaba la cara, pero Ambrosio no la sentía llorar. El Serrano metió el fierro a fondo, la camioneta se desbocó por la trocha. Llegaron al fundito y don Cayo se bajó y la Rosa, sin que hubiera necesidad de cargarla, derechita se metió a la casa ¿veía, don? Ambrosio se fue a dormir pensando qué cara pondría al día siguiente la Rosa, y si le contaría a la Túmula y si la Túmula a la negra y si la negra lo molería. Ni se sospechaba lo que iba a pasar, don. Porque la Rosa no volvió al día siguiente, ni don Cayo tampoco, ni al siguiente ni al siguiente. En la ranchería la Túmula era puro llanto, y en Chincha doña Catalina puro llanto, y Ambrosio no sabía dónde meterse. Al tercer día llegó el Buitre y dio parte a la policía y la Túmula había dado parte también. Imagínese las murmuraciones, don. Si el Serrano y Ambrosio se veían en la calle ni se hablaban, él también andaría saltoncísimo. Sólo se aparecieron a la semana, don. No lo habían obligado, nadie le había puesto un revólver en el pecho diciéndole a la iglesia o a la tumba. Se había buscado su cura por su propia voluntad. Dicen que los vieron bajar de un ómnibus en la plaza de Armas, que él llevaba a la Rosa del brazo, que los vieron entrar a la casa del Buitre como si volvieran de un paseo. Se le presentarían ahí de repente, juntos, figúrese, don Cayo sacaría su certificado y le diría nos hemos casado, ¿se da cuenta qué cara pondría el Buitre, don, qué era ese lío?
—¿Están cazando ahí pericotes, teniente? —con una sonrisa desabrida, Bermúdez señalaba el parque Universitario—. ¿Qué pasa en San Marcos?
Barreras militares cerraban las cuatro esquinas del parque Universitario y había patrullas de soldados con cascos, guardia de asalto y policías a caballo. Abajo la Dictadura, decían unos cartelones colgados de los muros de San Marcos, Sólo el Aprismo Salvará al Perú. La puerta principal de la universidad estaba cerrada, y crespones de luto oscilaban en los balcones, y en los techos unas cabezas diminutas espiaban los movimientos de soldados y guardias. Las paredes del recinto universitario transpiraban un rumor que crecía y decrecía entre salvas de aplausos.
—Unos cuantos apristas andan metidos ahí desde el 27 de octubre —el teniente hacía señas al oficial que comandaba la barrera de la avenida Abancay—. Los búfalos no escarmientan.
—¿Y por qué no les meten bala? —dijo Bermúdez—. ¿Así es como el Ejército ha comenzado la limpieza?
Un alférez de policía se acercó al jeep, saludó, examinó el salvoconducto que le alcanzó el teniente.
—¿Cómo van esos subversivos? —dijo el teniente, señalando San Marcos.
—Ahí, metiendo bulla —dijo el alférez—. A ratos tiran sus piedritas. Pueden pasar, mi teniente.
Los guardias apartaron los caballetes y el jeep atravesó el parque Universitario. Sobre los ondulantes crespones había unas cartulinas blancas, Estamos de Duelo por la Libertad, y unas tibias y calaveras dibujadas con pintura negra.
—Yo les metería bala, pero el coronel Espina quiere rendirlos por hambre —dijo el teniente.
—¿Cómo andan las cosas en provincias? —dijo Bermúdez—. En el norte habrá líos, me imagino. Ahí los apristas son fuertes.
—Todo tranquilo, eso de que el Apra controlaba el Perú era un gran cuento —dijo el teniente—. Ya vio, los líderes corrieron a asilarse en las embajadas. Nunca se ha visto una revolución más pacífica, señor Bermúdez. Y esto de San Marcos se despachaba en un minuto si la superioridad quisiera.
No había despliegue militar en las calles del centro. Sólo en la plaza Italia aparecieron de nuevo soldados encasquetados. Bermúdez bajó del jeep, se desperezó, dio unos pasos, esperó al teniente mirándolo todo con abulia.
—¿No ha entrado nunca al Ministerio? —lo animó el teniente—. El edificio es viejo pero hay oficinas elegantísimas. La del coronel tiene cuadros y todo.
Entraron y no habían pasado dos minutos cuando la puerta se abrió como si hubiera habido un terremoto adentro, y don Cayo y la Rosa salieron dando tumbos, y el Buitre detrás, sapos y culebras y embistiendo como un toro, algo macanudo dicen, don. Su furia no era contra la hija de la Túmula, a ella parece que no le pegaba, sólo a su hijo. Lo tumbaba de un puñetazo, lo levantaba de un patadón, y así hasta la plaza de Armas. Ahí lo agarraron porque si no lo mataba. No se conformaba de que se le hubiera casado así, y siendo mocoso, y sobre todo con quién. Ni se conformó nunca, por supuesto, ni volvió a ver a don Cayo, ni a darle medio. Don Cayo tuvo que empezar a ganarse los frejoles para él y para la Rosa. Ni siquiera el colegio terminó el que el Buitre decía será el futuro cráneo. Si en vez del cura los hubiera casado un alcalde, el Buitre en un dos por tres arreglaba el asunto, pero ¿qué arreglo había con Dios, don? Siendo doña Catalina la beata que era, además. Consultarían, el cura les diría no hay nada que hacer, la religión es la religión y hasta que la muerte los separe. Así que al Buitre no le quedó más remedio que desesperarse. Dicen que le dio una paliza al curita que los casó, que después no querían darle la absolución y que de penitencia le hicieron pagar una de las torres de la nueva iglesia de Chincha. O sea que hasta la religión sacó su lonja de este asunto, don. A la parejita el Buitre no la vio más. Parece que cuando se sintió morir preguntó ¿tengo nietos? Tal vez si hubiera tenido lo hubiera perdonado a don Cayo, pero la Rosa no sólo se le había vuelto un cuco, don, para colmo no se llenó nunca. Dicen que para que su hijo no heredara, el Buitre comenzó a botar lo que tenía en borracheras y limosnas, que si la muerte no lo agarra desprevenido también hubiera regalado la casita que tenía detrás de la iglesia. No le dio tiempo, don. ¿Que por qué siguió tantos años con la indiota? Eso le decía todo el mundo al Buitre: se le pasará el camote y la mandará de nuevo donde la Túmula y usted recuperará a su hijo. Pero no lo hizo, por qué sería. Por la religión no creo, don Cayo no iba a la iglesia. ¿Por hacer rabiar al padre, don? ¿Porque lo odiaba al Buitre, dice usted? ¿Para defraudarlo, para que viera cómo se hacían humo las esperanzas que tenía puestas en él? ¿Joderse para matar de decepción al padre? ¿Usted cree que por eso, don? ¿Hacerlo sufrir costara lo que costara, aunque sea convirtiéndose él mismo en basura? Bueno, yo no sé, don, si usted cree será por eso. No se ponga así, don, si estábamos conversando de lo más bien, don. ¿Se siente mal? Usted no está hablando del Buitre y don Cayo sino de usted y del niño Santiago ¿no, don? Está bien, me callo, don, ya sé que no está hablando conmigo. No he dicho nada, don, no se ponga así, don.
—¿Cómo es Pucallpa? —dice Santiago.
—Un pueblito que no vale nada —dice Ambrosio—. ¿No conoce, niño?
—Me he pasado la vida soñando con viajar y sólo he ido hasta el kilómetro ochenta, una vez —dice Santiago—. Tú has viajado un poco, siquiera.
—En mala hora, niño —dice Ambrosio—. Pucallpa sólo me trajo desgracias.
—Quiere decir que te ha ido mal —dijo el coronel Espina—. Peor que al resto de la promoción. No tienes un cobre y te has quedado de provinciano.
—No he tenido tiempo para seguirle la pista al resto de la promoción —dijo Bermúdez, calmadamente, mirando a Espina sin arrogancia, sin modestia—. Pero, claro, a ti te ha ido mejor que a todos los demás juntos.
—El mejor alumno, el más inteligente, el más chancón —dijo Espina—. Bermúdez será Presidente y Espina su ministro decía el Tordo. ¿Te acuerdas?
—Ya entonces querías ser ministro, de veras —dijo Bermúdez, con una risita agria—. Ya está, ya eres. ¿Estarás contento, no?
—No lo he pedido, no lo he buscado —el coronel Espina abrió los brazos con resignación—. Me lo han impuesto y lo he aceptado como un deber.
—En Chincha decían que eras un militar apristón, que habías ido a un coctel que dio Haya de la Torre —siguió sonriendo Bermúdez, sin convicción—. Y ahora, fíjate, cazando apristas como pericotes. Así decía el tenientito que me mandaste. Y, a propósito, ya va siendo hora de que me digas por qué tanto honor conmigo.
La puerta del despacho se abrió, entró un hombre de rostro circunspecto haciendo venias, con unos papeles en las manos, ¿podía, señor ministro?, pero el coronel, después doctor Alcibíades, lo inmovilizó con un gesto, que no los interrumpiera nadie. El hombre hizo otra venia, muy bien señor ministro, y salió.
—Señor ministro —carraspeó Bermúdez, sin nostalgia, mirando letárgicamente en torno—. Me parece mentira. Como estar sentado aquí. Como que seamos cincuentones ya los dos.
El coronel Espina le sonreía con afecto, había perdido mucho pelo pero los mechones que conservaba no tenían una cana, y su cobriza cara se mantenía lozana; paseaba despacio sus ojos por el rostro curtido e indolente de Bermúdez, por el cuerpo avejentado y ascético encogido en el vasto sillón de terciopelo rojo.
—Te fregaste por ese matrimonio absurdo —dijo, con voz dulzona y paternal—. Fue el gran error de tu vida, Cayo. Yo te lo previne, acuérdate.
—¿Me has mandado buscar para hablarme de mi matrimonio? —dijo sin ira, sin ímpetu, la mediocre vocecita de siempre—. Una palabra más y me voy.
—Sigues igual, no aguantas pulgas —se rió Espina—. ¿Cómo está Rosa? Ya sé que no has tenido hijos.
—Si no te importa, vamos al grano de una vez —dijo Bermúdez; una sombra de fatiga veló sus ojos, su boca estaba fruncida con impaciencia. Techos, cornisas, azoteas, basurales aéreos se recortaban sobre nubes obesas, por las ventanas, detrás de Espina.
—Aunque nos hayamos visto poco, tú has seguido siendo mi mejor amigo —casi se entristeció el coronel—. De chicos, yo te estimaba, Cayo. Más que tú a mí. Te admiraba, hasta te tenía envidia.
Bermúdez escrutaba al coronel, imperturbable. El cigarrillo que tenía en la mano se había consumido, la ceniza caía sobre la alfombra, las volutas de humo rompían contra su cara como olas contra rocas pardas.
—Cuando estuve de ministro de Bustamante toda la promoción me buscó, menos tú —dijo Espina—. ¿Por qué? Estabas en mala situación, habíamos sido como hermanos. Yo hubiera podido ayudarte.
—¿Vinieron como perros a lamerte las manos, a pedirte recomendaciones y a proponerte negociados? —dijo Bermúdez—. Como yo no vine, dirías éste anda rico o ya se murió.
—Sabía que estabas vivo, pero medio muerto de hambre —dijo Espina—. No me interrumpas, déjame hablar.
—Es que todavía eres muy lento —dijo Bermúdez—. Hay que sacarte las palabras con tirabuzón, como en el José Pardo.
—Quiero servirte —murmuró Espina—. Dime qué puedo hacer por ti.
—Dame movilidad para regresar a Chincha —susurró Bermúdez—. El jeep, un pasaje en colectivo, lo que sea. Por este paseíto a Lima puedo perder un negocito interesante.
—Estás contento con tu suerte, no te importa llegar a viejo de provinciano y sin un medio —dijo Espina—. Ya no eres ambicioso, Cayo.
—Pero todavía soy orgulloso —dijo Bermúdez, secamente—. No me gusta recibir favores. ¿Eso es todo lo que querías decirme?
El coronel lo observaba, como midiéndolo o adivinándolo, y la sonrisita cordial que había estado flotando en sus labios se esfumó. Juntó las manos de uñas enceradas, adelantó la cabeza:
—¿Al pan pan y al vino vino, Cayo? —dijo, con súbita energía.
—Ya era hora —Bermúdez aplastó la colilla en el cenicero—. Me estabas cansando con tantas declaraciones de amor.
—Odría necesita gente de confianza —el coronel contaba las sílabas, como si su seguridad y desenvoltura se vieran de pronto amenazadas—. Aquí todos están con nosotros y nadie está con nosotros. La Prensa y la Sociedad Agraria sólo quieren que suprimamos el control de cambios y protejamos la libertad de comercio.
—Como ustedes les van a dar gusto, no hay problema —dijo Bermúdez—. ¿No?
—El Comercio llama a Odría el salvador de la Patria sólo por odio al Apra —dijo el coronel Espina—. Ésos sólo quieren que tengamos a los apristas a la sombra.
—Ya es cosa hecha —dijo Bermúdez—. Tampoco hay problema por ahí ¿no?
—Y la International, la Cerro y demás compañías sólo quieren un gobierno fuerte que les tenga tranquilos a los sindicatos —continuó Espina, sin escucharlo—. Cada uno tira para su lado ¿ves?
—Los exportadores, los antiapristas, los gringos y además el Ejército —dijo Bermúdez—. La platita y la fuerza. No sé de qué se puede quejar Odría. No se puede pedir más.
—El Presidente conoce la mentalidad de estos hijos de puta —dijo el coronel Espina—. Hoy te apoyan, mañana te clavan un puñal en la espalda.
—Como se lo clavaron ustedes a Bustamante —sonrió Bermúdez, pero el coronel no se rió—. Bueno, mientras los tengan contentos, apoyarán al régimen. Después, se conseguirán otro general y los sacarán a ustedes. ¿Siempre no ha sido así en el Perú?
—Esta vez no va a ser así —dijo el coronel Espina—. Nosotros vamos a guardarnos las espaldas.
—Me parece muy bien —dijo Bermúdez, ahogando un bostezo—. Pero yo qué pito toco en todo esto.
—Le he hablado al Presidente de ti —el coronel Espina consideró un momento el efecto de sus palabras, pero Bermúdez no había cambiado de expresión; el codo en el brazo del sillón, la cara sobre la palma abierta, escuchaba inmóvil—. Estábamos barajando nombres para la Dirección de Gobierno y el tuyo se me vino a la boca y lo solté. ¿Hice una estupidez?
Calló, un gesto de contrariedad o fatiga o duda o pesar torció su boca y achicó sus ojos. Permaneció unos segundos con una expresión ausente y luego buscó la cara de Bermúdez: estaba allí, idéntica, absolutamente quieta, esperando.
—Un cargo oscuro, pero importante para la seguridad del régimen —añadió el coronel—. ¿Hice una estupidez? Ahí necesitas alguien que sea como tu otro yo, me advirtieron, tu brazo derecho. Y tu nombre se me vino a la boca y lo solté. Sin pensar. Ya ves, te hablo francamente. ¿Hice una estupidez?
Bermúdez había sacado otro cigarrillo, lo había encendido. Chupó encogiendo un poco la boca, se mordió apenas el labio inferior. Miró la brasa, el humo, la ventana, los muladares de los techos limeños.
—Yo sé que si quieres tú eres mi hombre —dijo el coronel Espina.
—Ya veo que tienes confianza en tu viejo condiscípulo —dijo, al fin, Bermúdez, tan bajo que el coronel avanzó la cabeza—. Haber elegido a este provinciano frustrado y sin experiencia para ser tu brazo derecho, es todo un honor, Serrano.
—Déjate de ironías —Espina dio un golpecito en la mesa—. Dime si aceptas o no.
—Una cosa así no se decide tan rápido —dijo Bermúdez—. Dame unos días para darle vueltas.
—No te doy ni media hora, vas a contestarme ahora mismo —dijo Espina—. El Presidente me espera a las seis en Palacio. Si aceptas, vienes conmigo para que te lo presente. Si no, puedes regresarte a Chincha.
—Las funciones de director de Gobierno me las imagino —dijo Bermúdez—. En cambio, no me imagino el sueldo.
—Un sueldo básico y unos gastos de representación —dijo el coronel Espina—. Unos cinco o seis mil soles, calculo. Ya sé que no es mucho.
—Es bastante para vivir modestamente —sonrió apenas Bermúdez—. Como yo soy un hombre modesto, me alcanzaría.
—Ni una palabra más, entonces —dijo el coronel Espina—. Pero todavía no me has contestado. ¿He hecho una estupidez?
—Eso sólo puede decirlo el tiempo, Serrano —sonrió otra vez Bermúdez, a medias.
¿Si el Serrano nunca reconoció a Ambrosio? Cuando Ambrosio era chofer de don Cayo subió al auto mil veces, don, mil veces lo había llevado a su casa. Tal vez lo reconocería, pero el caso es que nunca se lo demostró, don. Como él era ministro entonces, se avergonzaría de haber sido conocido de Ambrosio cuando no era nadie, no le haría gracia que Ambrosio supiera que él estuvo enredado en el rapto de la hija de la Túmula. Lo borraría de su cabeza para que esta cara negra no le trajera malos recuerdos, don. Las veces que se vieron trató a Ambrosio como a un chofer que se ve por primera vez. Buenos días, buenas tardes, y el Serrano lo mismo. Ahora que le iba a decir una cosa, don. Es verdad que la Rosa se puso indiota y se llenó de lunares, pero en el fondo su historia daba compasión ¿no, don? Después de todo era su mujer ¿no es cierto? Y la dejó en Chincha y ella no pudo gozar de nada cuando don Cayo se volvió importante. ¿Que qué fue de ella todos estos años? Cuando don Cayo se vino a Lima ella se quedó en la casita amarilla, a lo mejor todavía sigue ahí ahuesándose. Pero a ella no la abandonó como a la señora Hortensia, sin un medio. Le pasaba su pensión, a Ambrosio le dijo muchas veces hazme recuerdo que tengo que mandarle plata a Rosa, negro. ¿Qué hizo ella todos estos años? Quién sabe, don. Su vida de siempre sería, una vida sin amigas ni parientes. Porque desde el matrimonio no volvió a ver a nadie de la ranchería, ni siquiera a la Túmula. Se lo prohibiría don Cayo, seguro. Y la Túmula se las pasaba maldiciendo a su hija porque no la recibía en su casa. Pero ni por ésas, don; no entró a la sociedad de Chincha, qué esperanza, quién se iba a estar juntando con la hija de la lechera aunque fuera mujer de don Cayo y se pusiera zapatos y se lavara la cara a diario. Si todos la habían visto arreando el burro y repartiendo porongos. Y, además, sabiendo que el Buitre no la reconocía como nuera. No tuvo más remedio que encerrarse en un cuartito que tomó don Cayo detrás del Hospital San José, y llevar vida de monja. No salía casi nunca, de vergüenza, porque en la calle la señalaban, o de miedo al Buitre quizá. Después, ya sería por costumbre. Ambrosio la había visto algunas veces, en el Mercado, o sacando una batea a la calle y fregando ropa, arrodillada en la vereda. Así que de qué le sirvió tanta viveza, don, tanta mañosería para pescar al blanquito. Ganaría un apellido y mejoraría de clase, pero se quedó sin una amiga y hasta sin madre. ¿Don Cayo, don? Sí, él tenía amigos, los sábados se lo veía tomándose sus cerveciolas en el Cielito Lindo, o jugando sapo en el Jardín El Paraíso, y en el bulín, y decían que se metía siempre al cuarto con dos. Rara vez salía con la Rosa, don, hasta al cine se iba solo. ¿En qué trabajó don Cayo, don? En el almacén de los Cruz, en un banco, en una notaría, después vendía tractores a los hacendados. Pasó como un año en el cuartito ese, cuando mejoró se mudó al barrio Sur, Ambrosio en ese tiempo ya era chofer interprovincial y paraba poco en Chincha, y en una de ésas que llegó al pueblo le dijeron se murió el Buitre y don Cayo y la Rosa se han ido a vivir con la beata. Doña Catalina se murió cuando el gobierno de Bustamante, don. Cuando a don Cayo le cambió la suerte, con Odría, en Chincha decían ahora la Rosa se hará casa nueva y tendrá sirvientas. Nada de eso, don. Comenzaron a lloverle visitas a la Rosa, entonces. En La Voz de Chincha salían fotos de don Cayo que decían Chinchano Ilustre y quién no le caía a la Rosa para pedirle un puestecito para mi marido, una bequita para mi hijo y que a mi hermano lo nombren profesor aquí, subprefecto allá. Y las familias de apristas y apristones a llorarle que don Cayo suelte a mi sobrinito o deje volver al país a mi tío. Ahí vino la venganza de la hija de la Túmula, don, ahí pagaron los que le hicieron desaires. Dicen que los recibía en la puerta y que a todos les ponía la misma cara de idiota. ¿Estaba preso su hijito? Ay, qué pena. ¿Un puesto para su entenadito? Que fuera a Lima y le hablara a su marido y hasta lueguito. Pero todo esto Ambrosio sólo lo sabía de oídas, don, ¿no ve que entonces ya estaba en Lima, también? ¿Quién lo había convencido a él que se viniera a buscar a don Cayo, don? La negra, Ambrosio no quería, decía dicen que a todos los chinchanos que van a pedirle algo los larga. Pero a él no lo largó, don, lo ayudó y Ambrosio se lo agradecía. Sí, odiaba a los chinchanos, quién sabe por qué, ya ve que no hizo nada por Chincha, ni una escuelita hizo construir en su tierra. Cuando pasó el tiempo y las gentes comenzaron a hablar mal de Odría, y volvieron a Chincha los apristas desterrados, dicen que el subprefecto puso un policía en la casita amarilla para proteger a la Rosa, ¿no ve que don Cayo era tan odiado, don? Pura tontería, desde que él estaba en el gobierno ni vivían juntos ni se veían, todos sabían que si la mataban a la Rosa con eso no le hacían daño a don Cayo, más bien un favor. Porque no sólo no la quería, don, sino que hasta la odiaría, por habérsele puesto tan fea, ¿no cree usted?
—Ya ves qué bien te recibió —dijo el coronel Espina—. Ya has visto qué clase de hombre es el General.
—Necesito poner en orden mi cabeza —murmuró Bermúdez—. La tengo hecha una olla de grillos.
—Anda a descansar —dijo Espina—. Mañana te presentaré a la gente del Ministerio y te pondré al tanto de las cosas. Pero dime al menos si estás contento.
—No sé si contento —dijo Bermúdez—. Como borracho, más bien.
—Bueno, ya sé que ésa es tu manera de darme las gracias —se rió Espina.
—He venido a Lima sólo con este maletín —dijo Bermúdez—. Pensaba que era cuestión de unas horas.
—¿Necesitas dinero? —dijo Espina—. Sí, hombre, te presto algo ahora, y mañana hacemos que te den un adelanto en la caja.
—¿Qué desgracia te pasó en Pucallpa? —dice Santiago.
—Voy a buscarme un hotelito cerca de aquí —dijo Bermúdez—. Vendré mañana temprano.
—¿Por mí, por mí? —dijo don Fermín—. ¿O lo hiciste por ti, para tenerme en tus manos, pobre infeliz?
—Uno que creía que era mi amigo me mandó allá —dice Ambrosio—. Anda allá, negro, el oro y el moro. Puro cuento, niño, la ensartada más grande del siglo. Ah, si yo le contara.
Espina lo acompañó hasta la puerta del despacho y se dieron la mano. Bermúdez salió, en una mano el maletín, en la otra el sombrerito. Tenía un aspecto distraído y grave, miraba como para adentro. No contestó la venia del oficial de la puerta del Ministerio. ¿Era la hora de salida de las oficinas? Las calles estaban llenas de gente y de ruido. Se mezcló con la muchedumbre, siguió la corriente, fue, vino, volvió por aceras estrechas y atestadas, arrastrado por una especie de remolino o hechizo, deteniéndose a veces en una esquina o umbral o farol para encender un cigarrillo. En un café del jirón Azángaro pidió un té con limón, que saboreó muy despacio, y al salir dejó de propina el doble de la cuenta. En una librería refugiada en un pasillo del jirón de la Unión, hojeó novelitas de carátulas llameantes y letra manoseada y minúscula, mirando sin ver, hasta que Los misterios de Lesbos encendieron sus ojos, un segundo. La compró y salió. Todavía ambuló un rato por el centro, el maletín bajo el brazo, el sombrerito arrugado en la mano, fumando sin tregua. Oscurecía ya y las calles estaban desiertas cuando entró al Hotel Maury y pidió una habitación. Le alcanzaron una ficha y tuvo la pluma levantada unos segundos donde decía profesión, escribió al fin funcionario. El cuarto estaba en el tercer piso, la ventana daba a un patio interior. Se metió a la bañera y se acostó en ropa interior. Manoseó Los misterios de Lesbos, dejando que sus ojos corrieran ciegos sobre las figuritas negras apretadas. Luego, apagó la luz. Pero no pudo atrapar el sueño hasta muchas horas después. Desvelado, permanecía de espaldas, el cuerpo inmóvil, el cigarrillo ardiendo entre los dedos, respirando con ansiedad, los ojos fijos en la sombra oscura de arriba.