VII

 

—¿CÓMO FUE, niño? —dice Ambrosio—. ¿Sufrió mucho antes de?

Había sido algún tiempo después de la primera crisis de diablos azules de Carlitos, Zavalita. Una noche había anunciado en la redacción, con aire resuelto: no voy a chupar un mes. Nadie le había creído, pero Carlitos cumplió escrupulosamente la voluntaria cura de desintoxicación y estuvo cuatro semanas sin probar gota de alcohol. Cada día tachaba un número en el almanaque de su escritorio y lo enarbolaba desafiante: y ya iban diez, y ya van dieciséis. Al terminar el mes anunció: ahora el desquite. Había comenzado a beber esa noche al salir del trabajo, primero con Norwin y con Solórzano en chinganas del centro, luego con unos redactores de deportes que encontraron en una cantina festejando un cumpleaños, y había amanecido bebiendo en la Parada, contó él mismo después, con desconocidos que le robaron la cartera y el reloj. Esa mañana lo vieron en las redacciones de Última Hora y de La Prensa pidiendo plata prestada, y al atardecer lo encontró Arispe, sentado en el Portal, en una mesita del Bar Zela, la nariz como un tomate y los ojos disueltos, bebiendo solo. Se sentó a su lado pero no pudo hablarle. No estaba borracho, contó Arispe, sino macerado en alcohol. Esa noche se presentó en la redacción, caminando con infinita cautela y mirando a través de las cosas. Olía a desvelo, a mezclas indecibles, y había en su cara un desasosiego vibrante, una efervescencia de la piel en los pómulos, las sienes, la frente y el mentón: todo latía. Sin responder a las bromas, flotó hasta su escritorio y permaneció de pie, mirando su máquina de escribir con ansiedad. De pronto, la alzó con gran esfuerzo sobre su cabeza y sin decir palabra la soltó: ahí el estruendo, Zavalita, la lluvia de teclas y tuercas. Cuando fueron a sujetarlo, se echó a correr, dando gruñidos: manoteaba las carillas, hacía volar a puntapiés las papeleras, se estrellaba contra las sillas. Al día siguiente se había internado en la clínica por primera vez. ¿Cuántas desde entonces, Zavalita? Piensa: tres.

—Parece que no —dice Santiago—. Parece que murió dormido.

Había sido un mes después del matrimonio de Chispas y Cary, Zavalita. Ana y Santiago recibieron parte e invitación pero no fueron ni llamaron ni mandaron flores. Popeye y la Teté no habían tratado siquiera de convencerlos. Se habían presentado en la quinta de los duendes, unas semanas después de regresar de la luna de miel y no estaban resentidos. Les contaron con lujo de detalles su viaje por México y Estados Unidos y luego fueron a dar una vuelta en el auto de Popeye y se tomaron unos milk shakes en La Herradura. Habían seguido viéndose ese año cada cierto tiempo, en la quinta y alguna vez en San Isidro, cuando Popeye y la Teté estrenaron su departamento. Por ellos te enterabas de las novedades, Zavalita: el compromiso del Chispas, los preparativos de matrimonio, el futuro viaje de los papás a Europa. Popeye estaba absorbido por la política, acompañaba a Belaunde en sus giras por provincias y la Teté esperaba bebe.

—El Chispas se casó en febrero y el viejo murió en marzo —dice Santiago—. Él y la mamá estaban por irse a Europa, cuando ocurrió.

—¿Murió en Ancón, entonces? —dice Ambrosio.

—En Miraflores —dice Santiago—. Ese verano no habían ido a Ancón por el matrimonio del Chispas. Habían estado yendo a Ancón sólo los fines de semana, creo.

Había sido poco después de la adopción del Batuque, Zavalita. Una tarde, Ana volvió de la Clínica Delgado con una cajita de zapatos que se movía; la abrió y Santiago vio saltar una cosita blanca: el jardinero se lo había regalado con tanto cariño que no había podido decirle que no, amor. Al principio, fue un fastidio, motivo de discusiones. Se orinaba en la salita, en las camas, en el cuarto de baño, y cuando Ana, para enseñarle a hacer sus cosas afuera, le daba un manazo en el trasero y le hundía el hocico en el charco de caquita y de pis, Santiago salía en su defensa y se peleaban, y cuando comenzaba a mordisquear algún libro y Santiago le pegaba, Ana salía en su defensa y se peleaban. Al poco tiempo aprendió: rascaba la puerta de calle cuando quería orinar y miraba el estante como si estuviera electrizado. Los primeros días durmió en la cocina, sobre un crudo, pero en las noches aullaba y venía a ulular ante la puerta del dormitorio, así que acabaron por instalarlo en un rincón, junto a los zapatos. Poco a poco fue conquistando el derecho de subir a la cama. Esa mañana se había metido al cajón de la ropa sucia y estaba tratando de salir, Zavalita, y tú lo estabas mirando. Se había encaramado, apoyado las patas en el borde, estaba descargando todo su peso hacia ese lado y el cajón comenzó a oscilar y por fin se volcó. Luego de unos segundos de inmovilidad, agitó la colita, avanzó hacia la libertad y en eso los golpes en la ventana y la cara de Popeye.

—Tu papá, flaco —estaba sofocado, Zavalita, congestionado, habría venido a toda carrera desde su auto—. Acaba de llamarme el Chispas.

Estabas en piyama, no encontrabas el calzoncillo, se te enredaba el pantalón y cuando le escribías un papelito a Ana te comenzó a temblar la mano, Zavalita.

—Apura —decía Popeye, parado en la puerta—. Apura, flaco.

Llegaron a la Clínica Americana al mismo tiempo que la Teté. No estaba en la casa cuando Popeye recibió la llamada del Chispas, sino en la iglesia, y tenía en una mano el mensaje de Popeye y en la otra un velo y un libro de misa. Perdieron varios minutos yendo y viniendo por los corredores hasta que, al torcer por un pasillo, vieron al Chispas. Disfrazado, piensa: la chaqueta rojiblanca del piyama, un pantalón sin abrochar, un saco de otro color y no se había puesto medias. Abrazaba a su mujer, Cary lloraba y había un médico que movía la boca con una mirada lúgubre. Te estiró la mano, Zavalita, y la Teté comenzó a llorar a gritos. Había fallecido antes que lo trajeran a la clínica, dijeron los médicos, probablemente ya estaba muerto esa mañana cuando la mamá, al despertar, lo encontró inmóvil y rígido, con la boca abierta. Lo sorprendió en el sueño, decían, no sufrió. Pero el Chispas aseguraba que cuando él, Cary y el mayordomo lo subieron al auto vivía aún, que le había sentido el pulso. La mamá estaba en la sala de emergencia y, cuando entraste, le ponían una inyección para los nervios: desvariaba y, cuando la abrazaste, aulló. Se quedó dormida poco después y los gritos más fuertes eran los de la Teté. Luego habían comenzado a llegar familiares, luego Ana, y tú, Popeye y el Chispas se habían pasado toda la tarde haciendo trámites, Zavalita. La carroza, piensa, las gestiones del cementerio, los avisos del periódico. Ahí te reconciliaste con la familia de nuevo, Zavalita, desde entonces no te habías vuelto a pelear. Entre trámite y trámite al Chispas le venía un sollozo, piensa, tenía unos calmantes en el bolsillo y los chupaba como caramelos. Llegaron a la casa al atardecer y el jardín, los salones y el escritorio ya estaban llenos de gente. La mamá se había levantado y vigilaba la preparación de la capilla ardiente. No lloraba, estaba sin pintar y se la veía viejísima, y la rodeaban la Teté y Cary y la tía Eliana y la tía Rosa y también Ana, Zavalita. Piensa: también Ana. Seguía llegando gente, toda la noche hubo gente que entraba y salía, murmullos, humo, y las primeras coronas. El tío Clodomiro se había pasado la noche sentado junto al cajón, mudo, tieso, con una cara de cera, y cuando te habías acercado por fin a mirarlo ya amanecía. El vidrio estaba empañado y no se veía su cara, piensa: sí sus manos sobre el pecho, su terno más elegante y lo habían peinado.

—No lo había visto desde hacía cerca de dos años —dice Santiago—. Desde que me casé. Lo que más me apenó no fue que se muriera. Todos tenemos que morirnos ¿no, Ambrosio? Sino que se muriera creyendo que estaba peleado con él.

El entierro fue al día siguiente, a las tres de la tarde. Toda la mañana habían seguido llegando telegramas, tarjetas, recibos de misas, ofrendas, coronas, y en los diarios habían publicado la noticia en recuadros. Había ido muchísima gente, sí Ambrosio, hasta un edecán de la Presidencia, y al entrar al cementerio habían llevado la cinta un momento un ministro pradista, un senador odriísta, un dirigente aprista y otro belaundista. El tío Clodomiro, el Chispas y tú habían estado parados en la puerta del cementerio, recibiendo el pésame, más de una hora, Zavalita. Al día siguiente, Ana y Santiago pasaron todo el día en la casa. La mamá permanecía en su cuarto, rodeada de parientes, y al verlos entrar había abrazado y besado a Ana y Ana la había abrazado y besado y las dos habían llorado. Piensa: así estaba hecho el mundo, Zavalita. Piensa: ¿así estaba hecho? Al atardecer vino el tío Clodomiro y estuvo sentado en la sala con Popeye y Santiago: parecía distraído, ensimismado, y respondía con monosílabos casi inaudibles cuando le preguntaban algo. Al día siguiente, la tía Eliana se había llevado a la mamá a su casa de Chosica para evitarle el desfile de visitas.

—Desde que él se murió no he vuelto a pelearme con la familia —dice Santiago—. Los veo muy rara vez, pero así, aunque de lejos, nos llevamos bien.

NO —repitió Ambrosio—. No he venido a pelear.

—Menos mal, porque si no llamo a Robertito, él es el que sabe pelear aquí —dijo Queta—. Dime a qué mierda has venido de una vez o anda vete.

No estaban desnudos, no estaban tumbados en la cama, la luz del cuarto no estaba apagada. De abajo subía siempre el mismo confuso rumor de música y voces del bar y las risas del saloncito. Ambrosio se había sentado en la cama y Queta lo veía envuelto por el cono de luz, quieto y macizo en su terno azul y sus zapatos negros puntiagudos y el cuello albo de su camisa almidonada. Veía su desesperada inmovilidad, la enloquecida cólera empozada en sus ojos.

—Usted sabe muy bien que por ella —Ambrosio la miraba de frente, sin pestañear—. Usted ha podido hacer algo y no ha hecho nada. Usted es su amiga.

—Mira, ya tengo bastantes preocupaciones —dijo Queta—. No quiero hablar de eso, yo vengo aquí a ganar dinero. Anda vete y, sobre todo, no vuelvas. Ni aquí ni a mi departamento.

—Usted ha debido hacer algo —repitió la voz empecinada, dura y distinta de Ambrosio—. Por su propio bien.

—¿Por mi propio bien? —dijo Queta; estaba apoyada de espaldas en la puerta, el cuerpo ligeramente arqueado, las manos en las caderas.

—Por el propio bien de ella, quiero decir —murmuró Ambrosio—. ¿No me dijo que era su amiga, que a pesar de sus locuras le tenía cariño?

Queta dio unos pasos, se sentó en la única silla del cuarto frente a él. Cruzó las piernas, lo observó con detenimiento y él resistió su mirada sin bajar los ojos, por primera vez.

—Te ha mandado Bola de Oro —dijo Queta, despacio—. ¿Por qué no te mandó donde la loca? Yo no tengo nada que ver con esto. Dile a Bola de Oro que a mí no me meta en sus líos. La loca es la loca y yo soy yo.

—No me ha mandado nadie, él ni siquiera sabe que a usted la conozco —dijo Ambrosio, con suma lentitud, mirándola—. He venido para que hablemos. Como amigos.

—¿Como amigos? —dijo Queta—. ¿Quién te ha hecho creer que eres mi amigo?

—Háblele, hágala entrar en razón —murmuró Ambrosio—. Hágale ver que se ha portado muy mal. Dígale que él no tiene plata, que sus negocios andan mal. Aconséjele que se olvide para siempre de él.

—¿Bola de Oro la va a hacer meter presa otra vez? —dijo Queta—. ¿Qué otra cosa le va a hacer el desgraciado ese?

—Él no la hizo meter, él fue a sacarla de la Prefectura —dijo Ambrosio, sin subir la voz, sin moverse—. Él la ha ayudado, le pagó el hospital, le ha dado plata. Sin tener ninguna obligación, por pura compasión. No le va a dar más. Dígale que se ha portado muy mal. Que no lo amenace más.

—Anda vete —dijo Queta—. Que Bola de Oro y la loca arreglen sus líos solos. No es asunto mío. Y tampoco tuyo, tú no te metas.

—Aconséjela —repitió la voz terca, tirante de Ambrosio—. Si lo sigue amenazando le va a ir mal.

Queta se rió y sintió su risita forzada y nerviosa. Él la miraba con tranquila determinación, con ese sosegado hervor frenético en los ojos. Estuvieron callados, observándose, las caras a medio metro de distancia.

—¿Estás seguro que no te ha mandado él? —dijo Queta, por fin—. ¿Está asustado Bola de Oro de la pobre loca? ¿Es tan imbécil de asustarse de la pobre? Él la ha visto, él sabe en qué estado está. Tú también sabes cómo está. Tú también tienes tu espía ahí ¿no?

—Eso también —roncó Ambrosio. Queta lo vio juntar las rodillas y encogerse, lo vio incrustarse los dedos en las piernas. La voz se le había cuarteado—. Yo no le había hecho nada, conmigo no era la cosa. Y Amalia ha estado ayudándola, acompañándola en todo lo que le ha pasado. Ella no tenía por qué ir a contar eso.

—Qué ha pasado —dijo Queta; se inclinó un poco hacia él—. ¿Le ha contado a Bola de Oro lo de ti y Amalia?

—Que es mi mujer, que nos vemos cada domingo desde hace años, que está encinta de mí —se desgarró la voz de Ambrosio y Queta pensó va a llorar. Pero no: sólo lloraba su voz, tenía los ojos secos y opacos muy abiertos—. Se ha portado muy mal.

—Bueno —dijo Queta, enderezándose—. Es por eso que estás así, es por eso tu furia. Ahora ya sé por qué has venido.

—Pero ¿por qué? —siguió atormentándose la voz de Ambrosio—. ¿Pensando que con eso lo iba a convencer? ¿Pensando que con eso le iba a sacar más plata? ¿Por qué ha hecho una maldad así?

—Porque la pobre loca está ya medio loca de verdad —susurró Queta—. ¿Acaso no sabes? Porque quiere irse de aquí, porque necesita irse. No ha sido por maldad. Ya ni sabe lo que hace.

—Pensando si le cuento eso va a sufrir —dijo Ambrosio. Asintió, cerró los ojos un instante. Los abrió—: Le va a hacer daño, lo va a destrozar. Pensando eso.

—Por ese hijo de puta de Lucas, ése del que se enamoró, uno que está en México —dijo Queta—. Tú no sabes. Le escribe diciéndole ven, trae plata, nos vamos a casar. Ella le cree, está loca. Ya ni sabe lo que hace. No ha sido por maldad.

—Sí —dijo Ambrosio; alzó las manos unos milímetros y las volvió a hundir en sus piernas con ferocidad, su pantalón se arrugó—. Le ha hecho daño, lo ha hecho sufrir.

—Bola de Oro tiene que entenderla —dijo Queta—. Todos se han portado con ella como unos hijos de puta. Cayo Mierda, Lucas, todos los que recibió en su casa, todos los que atendió y...

—¿Él, él? —roncó Ambrosio y Queta se calló; tenía las piernas listas para levantarse y correr, pero él no se movió—. ¿Él se portó mal? ¿Se puede saber qué culpa tiene él? ¿Le debe algo él a ella? ¿Tenía obligación de ayudarla? ¿No le ha estado dando bastante plata? ¿Y al único que fue bueno con ella le hace una maldad así? Pero ya no más, ya se acabó. Quiero que usted se lo diga.

—Ya se lo he dicho —murmuró Queta—. No te metas, la que va a salir perdiendo eres tú. Cuando supe que Amalia le había contado que estaba esperando un hijo tuyo, se lo advertí. Cuidado con decirle a la chica que Ambrosio, cuidado con ir a contarle a Bola de Oro que Amalia. No armes líos, no te metas. Es por gusto, no lo hace por maldad, quiere llevarle plata a ese Lucas. Está loca.

—Sin que él le haya hecho nada, sólo porque él fue bueno y la ayudó —murmuró Ambrosio—. A mí no me hubiera importado tanto que le contara a Amalia lo de mí. Pero no hacerle eso a él. Eso era pura maldad, pura maldad.

—No te hubiera importado que le cuente a tu mujer —dijo Queta, mirándolo—. Sólo te importa Bola de Oro, sólo te importa el maricón. Eres peor que él. Sal de aquí de una vez.

—Le ha mandado una carta a la esposa de él —roncó Ambrosio y Queta lo vio bajar la cabeza, avergonzarse—. A la señora de él. Tu marido es así, tu marido y su chofer, pregúntale qué siente cuando el negro y dos páginas así. A la esposa de él. Dígame por qué ha hecho eso.

—Porque está medio loca —dijo Queta—. Porque quiere irse a México y no sabe lo que hace para...

—Lo ha llamado por teléfono a su casa —roncó Ambrosio y alzó la cabeza y miró a Queta y ella vio la demencia embalsada en sus ojos, la silenciosa ebullición—. Van a recibir la misma carta tus parientes, tus amigos, tus hijos. La misma que tu mujer. Tus empleados. A la única persona que se ha portado bien, al único que la ayudó sin tener por qué.

—Porque está desesperada —repitió Queta, alzando la voz—. Quiere ese pasaje para irse y. Que se lo dé, que...

—Se lo dio ayer —roncó Ambrosio—. Serás el hazmerreír, te hundo, te friego. Se lo llevó él mismo. No es sólo el pasaje. Está loca, quiere también cien mil soles. ¿Ve? Háblele usted. Que no lo moleste más. Dígale que es la última vez.

—No voy a decirle una palabra más —murmuró Queta—. No me importa, no quiero saber nada más. Que ella y Bola de Oro se maten, si quieren. No quiero meterme en líos. ¿Te has puesto así porque Bola de Oro te despidió? ¿Estas amenazas son para que el maricón te perdone lo de Amalia?

—No se haga la que no entiende —dijo Ambrosio—. No he venido a pelear, sino a que hablemos. Él no me ha despedido, él no me ha mandado aquí.

—Debiste decírmelo desde el principio —dijo don Fermín—. Tengo una mujer, vamos a tener un hijo, quiero casarme con ella. Debiste contarme todo, Ambrosio.

—Mejor para ti, entonces —dijo Queta—. ¿No la has estado viendo a escondidas tanto tiempo por miedo a Bola de Oro? Bueno, ya está. Ya sabe y no te despidió. La loca no lo hizo por maldad. No te metas más en este asunto, que se las arreglen ellos.

—No me botó, no le dio cólera, no me resondró —roncó Ambrosio—. Se compadeció de mí, me perdonó. ¿No ve que a una persona como él ella no puede hacerle maldades así? ¿No ve?

—Qué malos ratos habrás pasado, Ambrosio, cómo me habrás odiado —dijo don Fermín—. Teniendo que disimular así lo de tu mujer, tantos años. ¿Cuántos, Ambrosio?

—Haciéndome sentir una basura, haciéndome sentir no sé qué —gimió Ambrosio, golpeando la cama con fuerza y Queta se puso de pie de un salto.

—¿Creías que iba a resentirme contigo, pobre infeliz? —dijo don Fermín—. No, Ambrosio. Saca a tu mujer de esa casa, ten tus hijos. Puedes trabajar aquí todo el tiempo que quieras. Y olvídate de Ancón y de todo eso, Ambrosio.

—Él sabe manejarte —murmuró Queta, yendo de prisa hacia la puerta—. Él sabe lo que eres tú. No voy a decirle nada a Hortensia. Díselo tú. Y ay de ti si vuelves a poner los pies aquí o en mi casa.

—Está bien, ya me voy y no se preocupe, no pienso volver —murmuró Ambrosio, incorporándose; Queta había abierto la puerta y el ruido del bar entraba muy fuerte—. Pero se lo pido por última vez. Aconséjela, hágala entrar en razón. Que lo deje en paz para siempre ¿ve?

HABÍA SEGUIDO de colectivero sólo tres semanas más, lo que duró la carcocha. Ésta se paró del todo una mañana, a la entrada de Yarinacocha, luego de humear y estremecerse en una brevísima y chirriante agonía de latas y eructos mecánicos. Alzaron la capota, se le había fundido el motor. Hasta aquí llegó la pobre, dijo don Calixto, el dueño. Y a Ambrosio: apenas me falte un chofer te llamaré. Dos días después se había presentado en la cabaña don Alandro Pozo, el propietario, en son de paz: sí, ya sabía, perdiste el trabajo, se te murió la mujer, andabas de malas. Lo sentía muchísimo, Ambrosio, pero él no era la Beneficencia, tienes que irte. Don Alandro aceptó quedarse con la cama, la cunita, la mesa y el primus en pago de los alquileres atrasados, y Ambrosio metió el resto de las cosas en unas cajas y las llevó donde doña Lupe. Al verlo tan abatido, ella le preparó un café: al menos no te preocupes por Amalita Hortensia, seguiría con ella mientras tanto. Ambrosio se fue a la barriada de Pantaleón y éste no había vuelto de Tingo. Llegó al anochecer y encontró a Ambrosio, sentado a la puerta de su casa, los pies hundidos en el suelo fangoso. Trató de levantarle el ánimo: claro que podía vivir con él hasta que le dieran algún trabajo. ¿Le darían, Panta? Bueno, la verdad que aquí estaba difícil, Ambrosio ¿por qué no probaba en otro sitio? Le aconsejó que se fuera a Tingo o a Huánuco. Pero a Ambrosio le había dado no sé qué irse estando todavía tan cerquita la muerte de Amalia, niño, y, además, cómo iba a cargar solo por el mundo con Amalita Hortensia. Así que había intentado quedarse en Pucallpa. Un día ayudaba a descargar las lanchas, otro limpiaba las telarañas y mataba los ratones de los Almacenes Wong y hasta había baldeado la morgue con desinfectante, pero todo eso alcanzaba apenas para los cigarros. Si no hubiera sido por Panta y doña Lupe, no comía. Así que, haciendo de tripas corazón, un día se había presentado donde don Hilario: no a pelear, niño, a rogarle. Estaba jodido, don, que hiciera cualquier cosa por él.

—Tengo mis choferes completitos —dijo don Hilario, con una sonrisa afligida—. No puedo botar a uno para contratarte.

—Bótelo al idiota de la Limbo, entonces, don —le pidió Ambrosio—. Aunque sea póngame a mí de guardián.

—Al idiota no le pago, sólo lo dejo que duerma ahí —le explicó don Hilario—. Ni que fuera loco para botarlo. El día de mañana encuentras trabajo y de dónde saco otro idiota que no me cueste un centavo.

—Cayó solito ¿ve? —dice Ambrosio—. ¿Y esos recibitos de cien al mes que me mostraba, dónde iba a parar esa plata?

Pero no le dijo nada: escuchó, asintió, murmuró qué lástima. Don Hilario lo consoló con unas palmaditas y, al despedirlo, le regaló media libra para un trago, Ambrosio. Se fue a comer a una chingana de la calle Comercio y le compró un chupete a Amalita Hortensia. Donde doña Lupe, lo recibió otra mala noticia: habían venido otra vez del hospital, Ambrosio. Si no iba por lo menos a hablar, lo citarían con la policía. Fue al hospital y la señora de la administración lo resondró por haberse estado ocultando. Le sacó los recibos y le fue explicando de qué eran.

—Parecía una burla —dice Ambrosio—. Como dos mil soles, imagínese. ¿Dos mil por el asesinato que cometieron?

Pero tampoco dijo nada: escuchó con la cara muy seria, asintiendo. ¿Y?, abrió las manos la señora. Entonces él le contó los apuros que pasaba, aumentándoselos para conmoverla. La señora le preguntó ¿tienes la seguridad social? Ambrosio no sabía. ¿De qué había trabajado antes? Un tiempito de colectivero, y antes de chofer de Transportes Morales.

—Entonces, tienes —dijo la señora—. Pregúntale a don Hilario tu número de seguro social. Con eso vas a la oficina del Ministerio a que te den tu carnet y con eso vuelves aquí. Sólo tendrás que pagar una parte.

Él ya sabía lo que iba a pasar, pero había ido para comprobarle otra viveza a don Hilario: le había soltado unos cocorocós, lo había mirado como pensando eres más tonto de lo que pareces.

—Cuál seguro social —dijo don Hilario—. Eso es para los empleados fijos.

—¿No fui chofer fijo? —preguntó Ambrosio—. ¿Qué fui entonces, don?

—Cómo ibas a ser chofer fijo si no tienes brevete profesional —le explicó don Hilario.

—Claro que tengo —dijo Ambrosio—. Qué es esto, si no.

—Ah, pero no me lo dijiste y no es mi culpa —repuso don Hilario—. Además, no te declaré para hacerte un favor. Cobrando por recibo y no por planilla te librabas de los descuentos.

—Pero si cada mes usted me descontaba algo —dijo Ambrosio—. ¿No era para el seguro social?

—Era para la jubilación —dijo don Hilario—. Pero como dejaste la empresa, ya perdiste los derechos. La ley es así, complicadísima.

—Lo que más me ardió no eran las mentiras, sino que me contara cuentos tan imbéciles como el del brevete —dice Ambrosio—. ¿Qué es lo que le podía doler más? La plata, por supuesto. Ahí es donde había que vengarse de él.

Era martes y, para que el asunto saliera bien, tenía que esperar hasta el domingo. Pasaba las tardes donde doña Lupe y las noches con Pantaleón. ¿Qué sería de Amalita Hortensia si a él un día le pasaba algo, doña Lupe, por ejemplo si se moría? Nada, Ambrosio, seguiría viviendo con ella, ya era como su hijita, ésa con la que siempre soñó. En las mañanas iba a la playita del embarcadero o daba vueltas por la plaza, charlando con los vagabundos. El sábado por la tarde vio entrar a Pucallpa a El Rayo de la Montaña; rugiente, polvoriento, bamboleando sus cajas y maletones sujetos con sogas, la camioneta atravesó la calle Comercio alzando un terral y se estacionó frente a la oficinita de Transportes Morales. Bajó el chofer, bajaron los pasajeros, descargaron el equipaje, y, pateando piedrecitas en la esquina, Ambrosio esperó que el chofer volviera a subir a El Rayo de la Montaña y arrancara: la llevaba al garaje de López, sí. Se fue donde doña Lupe y estuvo hasta el anochecer jugando con Amalita Hortensia, que se había desacostumbrado tanto a él que iba a cargarla y soltaba el llanto. Se presentó en el garaje antes de las ocho y sólo estaba la mujer de López: venía a llevarse la camioneta, señora, don Hilario la necesitaba. A ella ni se le ocurrió preguntarle ¿cuándo volviste a la Morales? Le señaló un rincón del descampado: ahí estaba. Y con gasolina y aceite y todo lo que hacía falta, sí.

—Yo había pensado desbarrancársela en alguna parte —dice Ambrosio—. Pero me di cuenta que era una estupidez y me fui con ella hasta Tingo. Conseguí un par de pasajeros por el camino y eso me alcanzó para gasolina.

Al entrar a Tingo María, a la mañana siguiente, dudó un momento y luego se dirigió al garaje de Itipaya: ¿cómo, volviste con don Hilario, negro?

—Me la he robado —dijo Ambrosio—. En pago de lo que él me robó a mí. Vengo a vendértela.

Itipaya se había quedado primero asombrado y luego se echó a reír: te volviste loco, hermano.

—Sí —dijo Ambrosio—. ¿Me la compras?

—¿Una camioneta robada? —se rió Itipaya—. Qué voy a hacer con ella. Todo el mundo conoce El Rayo de la Montaña, don Hilario ya habrá sentado la denuncia.

—Bueno —dijo Ambrosio—. Entonces la voy a desbarrancar. Al menos, me vengaré.

Itipaya se rascó la cabeza: qué locuras. Habían discutido cerca de media hora. Si la iba a desbarrancar era preferible que sirviera para algo mejor, negro. Pero no le podía dar mucho: tenía que desarmarla todita, venderla a poquitos, pintar la carrocería y mil cosas más. ¿Cuánto, Itipaya, de una vez? Y además el riesgo, negro. ¿Cuánto, de una vez?

—Cuatrocientos soles —dice Ambrosio—. Menos que lo que dan por una bicicleta usada. Lo justo para llegar a Lima, niño.